viernes, 19 de marzo de 2021

Wagner, su discípulo. Segundo monólogo de Fausto.

 

El dogmatismo de Wagner.

 

Su discípulo, Wagner, habiendo acumulado una serie de datos cree que ya es sabio. Es el producto arcaico de una ciencia pedante.

      Cuando Wagner ingresa al gabinete de estudio, parte de supuestos establecidos por él mismo, razón por la que sus discursos constituyen una modalidad sorda de expresión: pregunta y se responde solo.

            Le interesa el arte de la declamación y nadie mejor que Fausto para transmitírselo.  Sin embargo, la condición arrogante de Wagner se expresa con toda su fuerza; se cree dueño del conocimiento, no quiere caer en ninguna forma de subestimación y quizás por esto mismo habla constantemente y parece no otorgar mucho valor a la réplica del anciano doctor.

            Esta falta de comunicación se debe a la miopía intelectual de Wagner, quien no puede ubicarse en el nivel discursivo de su maestro, su limitada competencia le impide incluso captar el sentido mordazmente irónico de las palabras del científico.

            Obsérvese que el aprendiz habla de los mismos temas que su maestro, pero les da una solución y un enfoque naturalmente diferentes.  Como ejemplo presentamos su segunda intervención, en la cual alude a la soledad del genio y a la incomprensión de la masa.

            ¡Ah!  Cuando uno está siempre retirado en su gabinete, sin ver a la gente más que en los días festivos, y de lejos, y a través de un cristal, ¿cómo podrá nunca arrastrarla por medio de la persuasión? (p. 19)

            Aunque su comentario expresa añoranza del mundo, está lejos de sentir la pena que embarga a Fausto cuando éste se entrega a la racional observación de los demás hombres.

            Fausto hace referencia al tema de la vocación para el desempeño de cualquier actividad humana; destaca con ello la importancia del entusiasmo con el que debemos volcarnos a nuestras actividades, porque gracias a ese mismo interés lograremos atraer más personas.  Si partimos de un cierto determinismo de las situaciones, es posible sostener que el hombre ha nacido básicamente para trabajar y estudiar.  Pero de acuerdo con los postulados de la corriente romántica, nada hay más hermoso que entregarse con amor a lo que hacemos.  El doctor es un hombre de acción y se subleva ante el quietismo de Wagner.

            Si profundizamos en las reflexiones del criado, comprobamos que sus ideas carecen de claridad, razón por la que su maestro considera necesario exhortarle a no olvidar que es muy fácil actuar para beneplácito de la multitud —ténganse presentes los conceptos expresados por el Poeta en el "Prólogo en el teatro"— pero lo más difícil consiste en llevar la admiración a una minoría de hombres realmente sedientos; esto último no se conseguirá si el ejercicio de la oratoria no brota del fondo del corazón.

            Wagner no ha escuchado esta arenga.  Lo notamos en su respuesta:

            Con todo, es innegable que el desembarazo da gran importancia al orador; y estoy muy lejos de tener semejante cualidad. (p. 19)

            Continúa en un egocentrismo total.  Se aferra a la idea original que lo llevó hasta la habitación de su maestro: conocer y dominar el arte de la declamación.  Por esa entrega sin condiciones al conocimiento positivo, el criado ha olvidado la totalidad del problema y no sabe diferenciar lo fundamental de lo accesorio.  Es la antítesis del actual Fausto, de éste que conocemos desde el comienzo de la tragedia y como elemento antitético podemos imaginarnos la repulsión que provoca en el anciano doctor.

            Pero el protagonista no expresa su desilusión, sino que intenta una causa imposible: convencerlo del error en que se encuentra.  Los discursos grandilocuentes quedan para los tontos, para los que requieren del tráfico de palabras a los efectos de crear un ambiente ornamental que sustituya a las ruinas de nuestro propio saber.

            La posición abiertamente dogmática del fámulo, increíblemente optimista ante el problema del conocimiento, parece tener ciertas vacilaciones como las que manifiesta en el siguiente discurso:

            ¡Ay, Dios mío!  El arte es largo y nuestra vida corta.  De mí sé decir que, en medio de mis lucubraciones críticas, siento a menudo turbárseme la cabeza y el corazón.  ¡Qué de dificultades para alcanzar los medios que han de conducirnos al conocimiento de las causas! [...] (pp. 19-20)

            Está plenamente seguro de lograr el fin; si no lo consigue como hombre individual, lo logrará a través de la historia del hombre; sus continuadores arribarán a los seguros puertos del conocimiento, si es que él no tiene tiempo de obtenerlo.  ¡Vana presunción es ésta!  Mucho más vana si la consideramos a la luz de los planteamientos fáusticos.

            El discurso con el que Wagner cierra su primera intervención manifiesta su pena por tener que retirarse del cuarto de estudio de su preceptor y no poder continuar hablando de los insulsos temas propios de su interés.

            Las palabras finales mueven a risa y al mismo tiempo provocan una desesperación sin límite, porque provienen de una mente enferma, obnubilada, equivocada... pero jactanciosa de su propia ignorancia.  Goethe se ha encargado de señalar que la Alemania de su siglo estaba llena de ellos; nosotros, hombres del siglo XX, podemos verlo a cada momento y por eso, quizás, no nos conmueva tanto.  Es un mal del hombre desde que éste alcanzó su condición de tal.

            Presentamos a continuación la despedida de Wagner:

            Me he entregado con ardor al estudio; y si bien es verdad que ya sé mucho, deseo, sin embargo, llegar a saberlo todo. (p. 20)

            Lo único positivo, rescatable de estas palabras, es el optimismo que conllevan en su formulación; así también pensó Fausto en su juventud.  Pero, lo más doloroso, es la certeza con que se pronuncian y el mal que pueden causar en otros hombres.

            El criado está convencido de su verdad y, conociendo su condición personal, quizás nunca llegue a los términos fáusticos de la decepción y la amargura.

            La presencia de Wagner sirvió, dramáticamente, para permitir un descanso al espectador, un alivio de la tensión creada durante el desarrollo de la escena del Espíritu de la Tierra.

            Fausto vuelve a caer en el pesimismo e inicia su segundo monólogo.

                                                                                                           Segundo monólogo de Fausto

            La primera parte de este segundo monólogo viene a justificar el porqué Fausto no reaccionó violentamente ante Wagner, al mismo tiempo que manifiesta cierta conmiseración muy explicable hacia su criado.  El hombre, según el personaje, es el ser más increíble; la esperanza lo acompaña constantemente y no lo abandona ni siquiera en los momentos de mayor evidencia.  Pero esta misma esperanza actúa cegándolo, no le permite ver la realidad.  El ser humano está caracterizado por una continua búsqueda que no llega a dar frutos apetecibles nunca, la reacción común del mediocre es la satisfacción de encontrar un gusano.

            Fausto repudia a Wagner en este monólogo, al igual que en el primero había rechazado a todos los que se titulaban maestros y doctores.  Se formula una pregunta que siente como innecesaria en el mismo momento de planteársela:

            ¿Cómo es posible que la voz de este hombre haya resonado en este sitio donde me ha rodeado una legión de espíritus?  Pero no importa; te lo agradezco por esta vez, aunque seas el más miserable de los hijos de la tierra, ya que me has librado de la desesperación que empezaba a trastornar mis sentidos. (p. 21)

            Wagner fue el pretexto mediante el cual Fausto pudo librarse de aquella fuerza tan hermosa, pero tan atemorizante a la vez.  Llama la atención la claridad de pensamiento que se mantiene en el anciano científico a pesar de las innumerables experiencias vividas en apenas unos minutos.  No pierde la noción de lo que sucede; todos sus sentidos están atentos, porque su espíritu sabe que está enfrentando un momento sublime.

            Olvidando a su criado, recrea lo sucedido con el Espíritu de la Tierra y siente vergüenza ante su presuntuoso orgullo que lo llevara a considerarse la imagen de un Dios.  Ciertamente, la visión directa de las fuerzas activas, motivó y acicateó al anciano doctor.  Lo hicieron sentirse joven otra vez y lo elevaron por encima de los demás hombres.  Pero todo esto, ¿para qué?, para dejarlo caer, de pronto, en el abismo más hondo de desesperación y miseria.

            Deplora lo sucedido en angustioso lamento:

            Imposible me será igualarme a ti; si he tenido fuerza para atraerte, en cambio me ha faltado la de poder conservarte.  ¡En aquel dichoso instante me sentía tan pequeño y tan grande a la vez...!  ¿Por qué con tanta violencia me hundiste de nuevo en la incertidumbre de la humanidad?  ¿Quién podrá instruirme ahora?  ¿Cómo saber lo que debo evitar?  ¿Debo ceder al impulso que me agita?  ¡Ay!  Nuestros actos, como nuestros sentimientos, no detienen el curso de nuestra vida. (p. 21)      

            Fausto se manifiesta, así como un espíritu dual.  Sus oscilaciones van desde la esfera del "superhombre" hasta descender a la categoría de vil mortal.  Ha estado en contacto directo con la realidad afiebrada del universo, con ese impulso creador que no conoce descanso.  La metafísica goetheana se alimenta de la acción y por eso se siente totalmente afín con ella, pero simultáneamente se le imponen las limitaciones inherentes al hombre y éste se ve en la necesidad de reubicarse.  Toda reubicación implica el abandono de ideales concebidos en los momentos de esplendor: esto es lo que acontece al anciano doctor.

            Hay algo esencial que no podemos dejar de lado.  El lamento de Fausto, "si he tenido fuerza para atraerte, en cambio me ha faltado la de poder conservarte" (p. 21), establece la diferencia que existe entre la simple contemplación y la acción directa.  Es cierto también que todo espectador cae inconscientemente en la trampa de creerse actor.  Pero Fausto ha entendido que él ha tenido la capacidad de atraer al espíritu, pero no pudo conservarlo.  Este caso plantea un paralelismo con lo sucedido durante la experiencia de la magia en el primer monólogo: "¿En dónde podré asirte naturaleza infinita?" (p. 16)

            Las consideraciones del primer monólogo tuvieron como temas centrales: la ciencia, la magia, la búsqueda de la Naturaleza y los cuestionamientos de Fausto en torno a estos aspectos.

            El segundo monólogo presenta una carga mayor de desazón, precisamente, porque ha podido ver en el más amplio sentido de la expresión.  Aquí se ha cumplido ya una de las aspiraciones planteadas al principio, pero se han llevado a cabo de manera incompleta.  Así volvemos al tema de la parcialización que ocupa el lugar de la totalidad inexistente.

            Ahora bien, el personaje debe sentirse más solo que antes y por eso, quizás, empieza a pensar en la muerte como una forma de no meditar más, como una de las tantas maneras del olvido.

            Por todo lo dicho, el sentido de este monólogo radica en el reconocimiento de su inferioridad, su impotencia y su debilidad ante los espíritus, o mejor dicho, ante el Espíritu de la Tierra. Se manifiesta también un sentimiento de abandono.

            Toda la gama de matices finísimos que se desplazan por medio de contrarios desde la noción de grandeza inicial hasta ese sentimiento de abandono, de pequeñez, de angustia, anidan en el espíritu fáustico y son la causa de su hondo conflicto.

            Para fundamentar la idea de pequeñez recurramos a una de las afirmaciones del personaje en el presente texto:

            No, no me siento semejante a los dioses; no, demasiado veo mi miseria; sólo al vil gusano me parezco, al gusano que se alimenta del polvo, en el que le aplasta y sepulta el pie del que acierta a pasar. (p.21)

             Confiesa a sí mismo el horrible pecado de soberbia y basta observar sus limitaciones para poder sostener lo primero.

            El hombre puede ser acción parcial que lucha por integrarse a la acción universal.  Wagner es quietista, porque sus propios conceptos lo amarran a una determinada forma de ver los fenómenos y nunca va a cambiar.  Fausto, a diferencia de su criado, se ha dado cuenta de su postura quietista ante el problema del conocimiento y no quiere que las cosas sucedan así.  Sabe también que está llamado a la acción, pero es demasiado pretencioso; no ha encontrado el punto medio.  Su concientización de los hechos lo aleja de Wagner, pero no necesariamente lo acerca a la Naturaleza plena.  Será imprescindible un mayor esfuerzo de ubicación, una nueva búsqueda que le señale la verdad o por lo menos el camino de ella.

            En el terreno filosófico, el Fausto que conocemos desde el primer monólogo, es un hombre primordialmente empírico.  La experiencia lo ha llevado por los diferentes terrenos mencionados y no tiene miedo de seguir intentándolo.

            Ahora le corresponde una más que bien podría ser la definitiva: el suicidio.

            Cuando se dispone a beber un licor que embriaga súbitamente y que él mismo ha preparado, se escucha un coro de ángeles que entonan cánticos festejando la resurrección del Señor.  Fausto se detiene y exclama:

            Cantos celestiales, potentes y dulces, ¿por qué me buscáis en el polvo?  Dirigíos más bien a aquellos a quienes podéis aún consolar; oigo la nueva que me traéis, pero me falta la fe para creer en ella, y el milagro es el hijo querido de la fe.  No puedo elevarme hacia esas esferas en que resuena tan fausta nueva; y, sin embargo, esas dulces voces a cuyo arrullo me dormí en la infancia, me vuelven nuevamente a la vida. (p. 21)

            Es un día importante para las celebraciones religiosas.  En el anciano científico, estas celebraciones aparecen unidas a los recuerdos de su infancia; la asociación es inevitable.  "La memoria involuntaria" como decía Marcel Proust, actúa en este momento.  El personaje se entrega a la reflexión, como es su costumbre y subraya algo muy doloroso: "me falta la fe".

            Fausto necesita creer.  Esta afirmación resulta fronteriza entre la teología y la metafísica.  El hombre necesita tener fe para creer en ese Dios tantas veces intuido, pero cuando no la posee recurre a los insuficientes argumentos de la teología para caer en una desazón mayor.  Por eso Goethe prefiere el manejo de su propia metafísica, en donde no hay lugares comunes ni presupuestos inevitables, en donde no imperan los dogmatismos, sino la libertad de conciencia que le permiten gritar que no tiene fe.

            A pesar de esta ausencia, los cantos celestiales recuperan a Fausto: "esas dulces voces a cuyo arrullo me dormí en la infancia me vuelven nuevamente a la vida". (p. 21)

            Aparece condensado aquí todo el propósito que Fausto tiene de reintegrarse a la vida.

            El intento de suicidio se enmarca en una conceptualización romántica que desdeñaba toda forma de autoridad sobre el cuerpo y reclamaba la total libertad de acción, hasta el extremo de quitarse la vida si era necesario.  El romántico no podía admitir a un hombre aferrado a la existencia cuando realmente no lo deseaba y por eso abría para él el camino del autoaniquilamiento.

            Pero la capacidad de raciocinio del ser humano y en este caso de Fausto, lo conducen a un permanente cuestionamiento de sus actos.  En el terreno filosófico este cuestionamiento posee gran importancia y aparece motivado por los cantos de Pascua.

            Asimismo, no debemos considerar al arrepentimiento del personaje como un acto de fe, ya que él ha sostenido que no la tiene.  Si atribuyéramos a la fe este mérito, estaríamos en el terreno de una teología; pero sabemos que Fausto se salva por el valor que poseen esos cantos en sí mismos, sin connotaciones religiosas.  Son voces que provienen de la infancia, que reavivan todo un mundo de nostalgias, que lo ubican de nuevo en su preciada juventud.

            En la metafísica goetheana, el gran pecado del hombre consiste en haberse separado de la Naturaleza; reintegrarse a la vida es reintegrarse a la Naturaleza.

            Reaparece aquí el sentido dionisiaco del que hablará Nietzsche.  Lo dionisiaco es la fuerza por la cual se retorna a la vida, a la Naturaleza.

            Para Fausto la existencia es un mar inmenso, un huracán constante; es dinamismo permanente.

            Él ha sido un asceta, un hombre espiritual; su desarrollo como individuo estuvo consagrado al saber, a la inteligencia, al espíritu.  En ese conflicto entre la vida y el espíritu, que aquí aparece expresado en términos filosóficos, es la representación del enfrentamiento entre el principio espiritual y el principio vital, entre el ascetismo y las exigencias de la vida mundana.

            Fausto, que hasta ahora se había entregado a la experiencia del espíritu, comenzará su experiencia mundana; por eso exclama: "me vuelven nuevamente a la vida". (p. 23)

            El instinto telúrico, lo que ata siempre al hombre, lo conduce a encontrar este nuevo camino.

            Existe una relación meramente simbólica entre la festividad de Pascua de resurrección y el rescate de Fausto.  Él tiene la oportunidad de volver a empezar, porque posiblemente el suicidio hubiera comprometido su situación moral. 

            Es también característica romántica este constante fluctuar del personaje.  Ahora irá a la búsqueda de los demás hombres y renacerá en él el deseo de la vida.

            Haremos un breve análisis de la escena titulada FRENTE A LA CIUDAD, para que nos sirva como preámbulo al importante tercer monólogo de Fausto en donde éste lleva a cabo la traducción de las primeras palabras del Evangelio según san Juan.

 

                                                                             

                                                                                                                              Frente a la ciudad

                                                                                                                Paseo de Fausto y Wagner

            Fausto y Wagner se dirigen a la aldea.  Ésta representa el mundo ingenuo, sencillo, sin complicaciones, el mundo más próximo a la Naturaleza de la que había sido apartado Fausto.  En este mundo ve la admiración y la sencillez y puede observar también soldados y mujeres que se divierten.  Todos estos hombres se han liberado, precisamente, de las obligaciones que impone la formación intelectual y la civilización, de aquello que es artificial; en pocas palabras, de la sociedad.  Este mundo sencillo de la aldea parece resucitar ante los ojos de Fausto y la resurrección tiene el sentido del retorno a la Naturaleza.

            El personaje no consigue identificarse con el pueblo: se encuentra en un plano demasiado elevado para poder descender al mundo de los hombres.

            En este mundo que el anciano doctor parece descubrir se ofrecen importantes valores de época.  Esa alegría vital que caracteriza a los aldeanos quiere imponerse por sobre todo otro concepto para configurar una imagen folclórica.  Es el pueblo, es el hombre común y corriente; no se trata ni del decepcionado maestro, ni del dogmático Wagner; son otros seres que probablemente nunca van a llegar a formularse las preguntas de uno ni los cuestionamientos elementales del otro. Pero existen en el mismo mundo que Fausto y, lo que más debe subrayarse, son felices.  Sin duda la Naturaleza los considera como parte integrante y el científico no ha comprendido que retornar a ella implica, de alguna manera, rescatar conceptos vírgenes que aquí, en este pueblo, se hallan intactos.  Quizás no sea éste el camino, y de hecho no lo es; pero lo importante radica en reconocer las vías de acceso a la Naturaleza y escoger aquélla que consideremos más adecuada a nuestra posición actual.

            El hombre está configurado por dos realidades, de acuerdo con el pensamiento dualista que descubrimos en más de una ocasión en la filosofía goetheana,  que resulta complementado por la reflexión monista en torno al tema de Dios, heredada de Spinoza.[61]

            En medio de este dualismo, Fausto siente por un lado el llamado de la vida como una fuerza meramente animal y por otro linvocación de su espíritu.  Como consecuencia de la existencia de la primera, el hombre no hubiera llegado a ser más que un animal evolucionado.  Pero simultáneamente, el principio espiritual es el causante de la "enfermedad" del hombre, o mejor dicho es ese mismo mal.

            Los románticos hablarán durante del siglo XIX de "el mal del siglo" retomando este concepto inicial de "enfermedad del hombre".

            Por lo tanto, al encontrarse el personaje ante la puerta de la ciudad y rodeado de toda clase de gente humilde, afirma: "Aquí puedo decir que soy hombre, aquí me atrevo a serlo". (p. 28)

            Manifiesta una conceptualización importante; él ha sido hasta hoy un ser solitario, apartado de la comunidad; ahora quiere estar confundido con esa comunidad ingenua y eso lo acerca a la vida.  Pero, a pesar de todo, no puede mezclarse con esta gente sencilla, porque ya el sentimiento de distancia que le daba la superioridad alcanzada en su ascetismo espiritual, es tan poderoso que se halla inhabilitado para retornar a la fuente de la ingenuidad.

            Estos hombres han estado más cerca de la Naturaleza que Fausto y éste se ha alejado cada vez más por los laberintos de sus pretendidos conocimientos.

            En Nietzsche, estos dos conceptos van a tomar las formas de lo apolíneo y lo dionisiaco.  Mencionamos al filósofo alemán del siglo XIX, porque será él quien recree esta conceptualización desarrollada anteriormente por los griegos; de manera simultánea, Goethe parece haber entendido el mensaje del pensamiento grecolatino en este sentido y por eso establecemos la comparación.

            Nietzsche en su obra El nacimiento de la tragedia, dice en relación con el pensamiento dionisiaco:

            Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre.[62]

            En el análisis que estamos llevando a cabo, lo dionisiaco está constituido por esta voluntad de vivir; se ubicaría en el entorno de un llamado de esa misma Naturaleza para que el hombre se reintegre a su seno original.

            El autor de El nacimiento de la tragedia dice en relación con el enfoque apolíneo:

            Esta alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada asimismo por los griegos en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador.  Él, que es, según su raíz, el "Resplandeciente", la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia del mundo interno de la fantasía.[63]

            Por lo tanto, lo apolíneo es el equilibrio, la armonía, la mesura, la sofrosine como dirían los griegos.  Lo dionisiaco está representado por las fuerzas oscuras que hacen que el hombre siga siendo un ser ligado a la tierra, a la vida, a la Naturaleza, puesto que en el fondo, siempre la vida reclama sus derechos; como dice Fausto: "La tierra me recupera"; el espíritu por lo tanto no ha sido tan eficaz como para suprimir del todo lo que ata al hombre a la vida.

            La necesaria interrelación entre lo apolíneo y lo dionisiaco aparece explicada por Nietzsche al comienzo del capítulo primero de la mencionada obra:

            Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisiaco: de modo similar a como la generación depende de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente.[64]

            Por eso, el aislamiento del ser humano, su consagrarse por entero a la vida del espíritu, significa un empobrecimiento de su reserva vital.

            El espíritu necesita vida, de lo contrario ésta se debilita, la energía y la reserva vital se reducen y es por esto que nos encontramos con la tragedia fáustica.  Finalmente el instinto telúrico lo llama y el alma de Fausto va a la Naturaleza, no con el propósito especulativo de conocer y desentrañar sus misterios, sino con una auténtica intención dionisiaca.

            Pero Fausto retorna con una amarga decepción: él ya no puede ser un hombre como los demás; no puede confundirse con este mundo de aldeanos; sigue siendo Fausto.

            Nuevas experiencias lo aguardan y ellas vienen a demostrar que el anciano doctor no se amedrenta ante nada, continúa luchando, su búsqueda es constante.

            Deciden regresar a la casa y advierten la insistencia de un perro en seguirlos.  Se trata de Mefistófeles que adopta así una de las tantas máscaras con que se revestirá durante el desarrollo de la tragedia.  Ciertamente, en la tradición medieval, el perro es una de las formas preferidas por el demonio.

            En el caso de Mefistófeles la fundamentación teórica es otra.  Él ha dicho que todo es igual: el bien, el mal, el impudor y la virtud; concede muy poca importancia a la forma del hombre y esto está muy de acuerdo con su filosofía de la ironía, de la negación.  El hombre no vale por sí mismo y por ello es indiferente adoptar su forma o la de un perro.  Paralelamente, corresponde recordar que la figura del perro constituye el emblema del cinismo en la conceptualización de Diógenes, dicha afirmación no hace más que corroborar la presencia de esta característica en el comportamiento de Mefistófeles.  En el Breve diccionario etimológico de Corominas figura la siguiente definición:

 

            CÍNICO, 1490, latín cynicus. Tom. del gr. kynikós 'perteneciente a la escuela cínica', propiamente 'de perro, perteneciente al perro', deriv. de kyón, kynós, 'perro'.[65]

            Al ingresar Fausto en su gabinete de estudio es seguido por el perro; se inicia así la escena correspondiente a la traducción del evangelio según san Juan a cargo de Fausto.



    [61] Cfr. "I. La filosofía de Goethe".

    [62] Friedrich Nietzsche, op. cit., p. 44.

    [63] Ibidem, p. 42.

    [64] Ibidem, p. 40.

    [65] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, 1983, p. 151.

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