viernes, 19 de marzo de 2021

La taberna de Auerbach.

 

Experiencia mundana

                                                                                                                   La taberna de Auerbach

 

            Cuando Fausto acudió a la aldea, vivió una experiencia de orden espiritual, porque el contacto con los demás hombres despertó en él el amor a la humanidad y el amor a Dios.

            Ahora Mefistófeles lo conduce, en una primera prueba, a una experiencia que se dará en el orden de la carne, que es sensual y que encontramos en la taberna de Auerbach.

            Fausto saborea por vez primera el mundo de la bodega de Auerbach y encuentra inmediatamente desagradable su sabor.  Su espíritu desdeñoso y maduro no puede divertirse con el júbilo que allí contempla.  Carece de la sencillez y cordialidad que llegan a encontrar atractiva inclusive la alegría de los borrachos.[71]

            Comienza así la lucha ingenua de Mefistófeles por proporcionar al anciano científico todo lo que este último desea.  Lo acerca a los hombres comunes; a aquellos que ahogan sus aspiraciones en alcohol, y pretende con esto enseñar a su discípulo que el mundo de la sensualidad grosera puede ofrecerle posibilidades concretas de acceder a sus variadas aspiraciones.

            No entiende la necesidad de este anciano sabio, prototipo del ser humano; no la comprenderá nunca, porque no entiende a los hombres, está inhabilitado para ponerse en el lugar de ellos.

            El desarrollo de las acciones en la mencionada taberna nos permite evaluar el inmenso abismo que separa a Fausto de los "alegres camaradas" que se divierten en ese sitio.

            Durante el transcurso de toda la escena, Fausto interviene sólo dos veces: la primera para saludar a los parroquianos, y la segunda para expresar su repulsión y deseo de abandonar el lugar.  Esto demuestra cuán ajeno es el personaje a este sitio.

            Paralelamente,  podemos dividir dicha escena, para su análisis, en tres momentos:

            1. Diálogo de los alegres camaradas en el cual se manifiesta la intrascendencia de los temas.  De esta forma, la taberna de Auerbach es presentada como la antítesis del mundo fáustico; se trata de un lugar grotesco en donde los hombres se reúnen con el propósito de divertirse de acuerdo con lo que ellos entienden por diversión.

            En este lugar encontramos una humanidad decadente y, a pesar de tratarse de un nuevo encuentro del personaje con el hombre, constatamos que el científico insatisfecho no llegará a hallar jamás nada en común con los parroquianos.

            2. Llegada de Fausto y Mefistófeles y diálogo de este último con los parroquianos.  El diablo se siente muy a gusto en el lugar.  Manifiesta su conocimiento de esta gente y la capacidad natural para hablar en el mismo lenguaje que ellos, incluso para bromear al mismo nivel hasta llegar a hacerlos enojar.

            3. Actitud reprobatoria de Fausto hacia todo lo que allí sucede en claro contraste con su acompañante, quien ingresa a la taberna como a un sitio de alegría que puede calmar las angustias de los hombres.

            Ahora bien, en medio de los cantos y el olor a alcohol, descubrimos un mundo diferente, un universo que está de espaldas a todo lo que sea espiritualidad o intelectualidad.  Si bien los cantos pudieran inducirnos a pensar en el frenesí humano, esta idea es completamente errónea, porque en verdad se trata de olvidar, mediante el recurso de la bebida, los problemas cotidianos; los aquí presentes se sumergen en sus propios paraísos artificiales y constituyen la representación de la humanidad anestesiada, de aquélla que no quiere ni le interesa ver más allá de lo mostrado por sus instintos.

            El vino simboliza la necesidad de evasión.  Los gritos son una forma de plantear su disconformidad, pero nada más; ellos no pretenden buscar soluciones ni tampoco preguntan por ellas.  Se trata de una forma particular del carpe diem horaciano y quizás, en la apariencia al menos, recuerden el derroche dionisiaco.  Digo en la apariencia, porque el mito dionisiaco involucra otros aspectos que aquí no están presentes.  Dionisos es un canto a la vida y una exhortación a disfrutar de ella hasta sus últimas consecuencias; la algarabía de los alegres camaradas es una manera imperfecta de elevar un himno a la existencia; no conlleva la intención de trascender más allá del momento y todo esto es la antítesis de las aspiraciones fáusticas.

            Si queríamos una prueba de la incomprensión mefistofélica hacia su discípulo, aquí la tenemos mejor que en ningún otro momento del drama.  El diablo ha pensado que Fausto le podría vender su alma simplemente por una noche de ebriedad.

            Por eso el personaje central se siente asqueado y afirma en su segunda intervención: "Quisiera retirarme". (p. 58)  En estas pocas palabras lo ha dicho todo; ha expresado su rechazo y su angustia.

 

            La taberna de Auerbach, lejos de consolar al anciano doctor, sólo ha conseguido entristecerlo aún más.  Si las experiencias en el orden del conocimiento y de la magia lo habían dejado vacío y escéptico, esta experiencia grosera lo hace sentir menos humano, le muestra el inmenso abismo que lo separa del resto de los hombres y lo deprime profundamente.

 

                                                                                                                  La cocina de la hechicera

            En "La cocina de la hechicera", el tema de la magia vuelve a ser planteado.  La diferencia radica en que ahora Fausto se manifiesta escéptico, quizás por vivir todavía las consecuencias de la escena anterior:

            Mucho me repugna ese fantástico aparato [una marmita al fuego, las paredes y el techo llenos de extraños utensilios].  ¿Puedes prometerme que sanaré en medio de tantas extravagancias?  ¿Qué consejos podrá darme una vieja?  ¿Puede haber aquí mixtura alguna que me quite treinta años de encima de mi cuerpo? [...]  He perdido ya toda esperanza.            ¿Es posible que ni la Naturaleza, ni un doble espíritu hayan descubierto un bálsamo en alguna parte? (p. 60)

            Mefistófeles continúa experimentando, sabe que el protagonista tiene marcada inclinación por la magia, y que en consecuencia puede llegar a confiar en ella como una solución.  Al mismo tiempo, esta resolución mefistofélica permite entrever sus propias limitaciones, pues recurre a una hechicera para complementar sus artes diabólicas.

            Ante la argumentación de Fausto, el diablo responde: "Hete aquí, amigo mío, filosofando como antes". (p. 60)  Lo primero que destaca en estas palabras es la ironía.  Reaparece el concepto de la filosofía como un quehacer de ociosos, en oposición con el carácter pragmático del Mefistófeles entregado a la búsqueda de la satisfacción del protagonista.  No es éste el momento de filosofar, sino de actuar.

            Paralelamente, el personaje central desemboca en el tema de la juventud que en medio de la vejez actual es sólo un deseo y una nostalgia; anhelo ya anteriormente expresado por el Poeta en el "Preludio en el teatro": "¡Devolvedme mi juventud!" (p. 9)  He aquí el sueño romántico que se ofrece dentro de un planteamiento de carácter filosófico.

            La hechicera no está presente todavía, y mientras Mefistófeles dialoga con los animales que rodean el caldero, Fausto se siente extasiado al contemplar un espejo.  Éste es uno de los dos hechos relevantes en la escena: el primero, la contemplación en el espejo, por parte del doctor, del "eterno femenino" y el segundo, la recuperación de su juventud.

            Estas dos experiencias resultan fundamentales, porque colocan al personaje en el verdadero camino del que la taberna de Auerbach lo había alejado.

            FAUSTO (que había estado hasta entonces contemplando un espejo, tan pronto acercándose como alejándose de él). ¿Qué es lo que veo?  ¿Qué celestial imagen se me aparece en este encantado espejo?  ¡Oh, amor!  ¡Llévame en tus rápidas alas a la región que habitas!  Si me muevo de este sitio, aunque sea acercándome a ella, sólo la veo como a través de una nube.  ¡Es la imagen más perfecta de la mujer!  ¿Puede tener una mujer tanta belleza?  ¿Será ese cuerpo tendido ante mí el conjunto de todas las maravillas de los cielos?  ¿Puede haber cosa igual en la tierra? (p. 63)

            Fausto se encuentra ante la belleza.  Su valoración es de carácter estético, pero al mismo tiempo descubre algo para lo que sus sentidos habían estado aletargados.  Es el ideal femenino de la hermosura, representado en el Primer Fausto por Margarita.  De esta manera, "La cocina de la hechicera" contiene la introducción al tema de "La tragedia de Margarita".  Cuando Goethe, en sus memorias, menciona su primer amor, Margarita, lo hace con palabras semejantes a las empleadas en la cita anterior.  Esta interpretación es de carácter romántico y no excluye la posibilidad de una referencia a Helena de Troya, quien aparece en el segundo Fausto.  Dejamos de lado la segunda interpretación, porque escapa a la conceptualización filosófico-romántica planteada por Goethe en el Primer Fausto.

            Cuando la hechicera regresa, y después de un diálogo  violento con Mefistófeles, este último consigue decirle a qué han venido:  "danos un vaso del licor que sabes, y que sea  del más viejo,  ya que los años  aumentan su fuerza".  (p. 65)

            Mediante un acto mágico, Fausto recupera su juventud.  Si antes las palabras habían resultado insuficientes para retener la visión mágica, ahora, mediante la intervención de una fuerza superior directamente ligada a la tierra, se consigue el anhelado deseo.

            Fausto se retira no sin antes dirigir una última mirada al espejo para contemplar aquel hermoso rostro de mujer, y el discurso con que Mefistófeles concluye esta escena es premonitor y al mismo tiempo puede servir para fundamentar la segunda interpretación relativa al "eterno femenino":

            No, no; pronto tendrás delante de ti, lleno de vida, al modelo de todas las mujeres.  (Aparte.)  Con esa bebida en el cuerpo, verás una Helena en cada una de ellas.  (p. 68)



    [71] George Santayana. op. cit., p. 129.

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