jueves, 4 de marzo de 2021

Fausto de Goethe

 Dedicatoria  

De nuevo os presentáis, formas aéreas, flotando a mi vista entre luz y oro. ¿Intentaré ahora  como entonces detener vuestro vuelo? ¿Podrá mi corazón, helado por la edad y las penas,  sentir las ilusiones de otros tiempos? ¡Ah! Venid, acercaos, llegad a mí, dulces imágenes,  

porque cuando del seno de las húmedas nubes os veo lanzaros hacia mí, ¡cosa extraña!,  siento mi corazón conmovido estremecerse de juventud a la influencia del fresco ambiente  que impulsa hacia mí falange.  

Veo en vosotros la imagen de felices días y entre ellos más de una sombra querida, con  animada por vos antigua y casi exánime, y recobro los dos primeros sentimientos de la  primavera de la vida: el amor y la amistad.  

También el dolor se reanima, la queja lamenta el laberinto humano y su curso tortuoso, y  nombra a todos lo buenos que, deslumbrados por el falso brillo de la dicha, se  desvanecieron a mi vista en la flor de sus años.  

Imposible os será, nobles almas, oír los cantos que he sido el primero en dirigiros, pues el  eco de los primeros días se ha perdido eternamente por haber dejado de existir la cohorte  amiga. Mis lamentos sólo hieren los oídos de multitud desconocida, cuyos aplausos  contribuyen a oprimirme el corazón; todos los que lograban olvidar su dolor con los cantos  que mi pecho exhalaba, los que en otro tiempo se dejaban fascinar por mi palabra, si viven  en el mundo, ¡ay!, están ausentes.  

Siento revivir en mi corazón los ardientes deseos que antes me animaban por ese vago  imperio, por ese mundo de los espíritus tan bello y sosegado; flota mi canto, cual carpa  eólica, en sonidos misteriosos, y me causa el sereno vapor que contemplo un  estremecimiento de dicha. Corren mis lágrimas; tibio y suave ambiente desvanecer el  aterismo de mi corazón y veo en lontananza cuanto poseo, y no tardaré en ser nuevamente  dueño de todo lo que huyó de mí.  

Prólogo en el teatro  

El Director, el Poeta dramático y el Gracioso  

El Director. Vosotros que tantas veces me habéis favorecido en la miseria y en las  tribulaciones, decidme francamente lo que esperáis de mi empresa de Alemania. Deseo  tanto más agradar a la multitud, cuando no hay más que ella para vivir y hacer vivir. Los  bastidores levantados, las tablas dispuestas, todos se prometen una función; los  espectadores sentados, inmóviles, sólo tienen impacientes a los ojos, porque no lo desean  más que admirar. Conozco el modo de atraer al público y, sin embargo, nunca había  experimentado semejante inquietud; si bien es cierto que acerca de las obras maestras, no  está mal acostumbrado, no lo es menos que ha leído espantosamente. ¿Cómo hacer, pues,  para que todo le parezca nuevo y le agrade y le interese? Porque en verdad, me gusta ver la  multitud cuando a torrentes se arroja sobre nuestros tablados, y entre golpes y empujones,  se engolfa por la pequeña puerta. En pleno ida, antes de las cuatro, están ya cercados todos  los despachos de localidades, y así como en tiempo de carestía se apalean por un pan en la  puerta de una panadería, se rompen ahora la crisma por una entrada. Sólo el poeta es capaz  de obrar semejante milagro sobre multitud tan diversa. Querido mío, hacedlo hoy por  compasión. 

El Poeta. No me hables de ese público tumultuoso cuyo aspecto alarma a la inspiración;  ocúltame la multitud turbulenta que a pesar nuestro nos empuja hacia el abismo. No, guiare  o acompáñame al confín del cielo en que sólo para el poeta brilla un goce puro; donde el  amor y la amistad, bendición del alma, crean y ejecutan con el auxilio de los dioses. ¡Ah!  Lo que brota entonces del fondo de nuestra alma, lo que tartamudean nuestros trémulos  labios, bueno o malo, desaparece sepultado en el transporte impetuoso del momento, y  hasta muchas veces, después de pasados muchos siglos, se levanta de nuevo en toda la  plenitud de su forma. Lo que brilla es obra de un momento: lo verdaderamente bello no es  nunca perdido para la posteridad.  

El gracioso. ¡Siempre el mismo empeño en hablar de la posteridad! Suponed que yo  también me propusiese complacer a la posterioridad, ¿quién se encargaría de hacer divertir  a mis contemporáneos? A más de que quieren divertirse, y es preciso que lo consigan. La  presencia de un arrogante joven es, a mi ver, siempre algo; el que sabe comunicar  dignamente sus ideas, nadie debe temer de las veleidades del público; cuanto más  complicado es el conjunto, más convencido puede ser de conmoverle. Así, pues, buen  ánimo, y presentaos con la cabeza erguida. Procurad que la imaginación obre con todo su  séquito de razón, ingenio, sentimiento y pasión, sin hacer esfuerzo alguno por olvidar la  locura.  

El Director. Haced, empero, que la parte de la acción sea grande, puesto que se viene para  ver y se quiere ver a toda costa. Si el argumento es complicado hasta el punto de hacer  quedar a la multitud absorta y con los ojos abiertos, podéis estar seguro de haber logrado  vuestro objeto, y seréis un hombre admirable. Únicamente, aglomerando una multitud de  hechos, lograréis interesar a la multitud; porque es innegable que busca cada cual lo que  más le conviene, donde hay mucho hay para todos, y sale todo el mundo satisfecho de la  función que ha visto. Si dais una pieza, dadla en varios trozos, y ya veréis cuán apetecible  será vuestro guisado, si puede ser tan fácilmente servido como preparado, ¿De qué sirve  producir un tono amónico, si no ha de tardar el público en digerirle?  

El Poeta. Pero. ¿No ves cuán triste es semejante oficio, y cuánto repugna el verdadero  poeta? A lo que veo, también estas por el galimatías que tanto halaga a esos señores.  El Director. No me alcanza el reproche. El que quiera sobresalir en su trabajo ha de  

escoger el instrumento que más le convenga; pensad que habéis de hender leña floja, y no  olvidéis para quién escribís. Si la ociosidad nos aporta un espectador, otro saldrá de un  opíparo banquete y, lo que es peor aún, no faltarán algunos que acabarán de leer los  periódicos. Se viene aquí, como a un baile de máscaras, en alas de la oscuridad, las damas  se ofrecen en espectáculos con sus más bellos adornos y desempeñan gratis su papel. ¿Por  qué soñar con las cimas poéticas de lo alto? ¿Qué gloria puede haber mayor a la de tener un  completo lleno? Mirad de cerca de vuestros favorecedores, y veréis que la mitad de ellos  son indiferentes y los demás groseros; unos piensan en el juego en que irán a dedicarse  terminada la función, y otros en la orgía en que pasarán la noche. ¿Por qué pobres  insensatos, os proponéis por tan poca cosa cansar a las dulces musas? Os lo repito, ser  pródigos, muy pródigos, si queréis lograr vuestro objeto; procurad interesar a los hombres,  ya que es difícil contentarlos. Pero, ¿qué tenéis? ¿Es arrobamiento o pena?  El Poeta. ¡Apártate de mí y busca otro esclavo! Veo que, para complacerte, debe el poeta  con toda la alegría de su corazón renunciar locamente a su primer derecho, al derecho de  ser hombre que recibió de Dios. ¿Por qué poder conmueve a todos los corazones, por qué  poder somete a los elementos? Por la armonía que llena su ser y que le hace reconstruir el  mundo en su alma. Mientras la naturaleza va envolviendo el hilo eterno en torno de su 

huso, mientras la multitud discordante de seres se confunde entre sí, ¿Quién separa la hilera  siempre uniforme para vivificarla, para dar el movimiento y el número? ¿Quién llama al  individuo a la consagración general, a la vida potente, armoniosa? ¿Quién hace rugir la  tempestad de las pasiones? ¿Quién hace brillar el crepúsculo con toda su imponente  majestad? ¿Quién siembra todas las hermosas flores de la primavera en la senda que ha de  recorrer el ángel que amamos? ¿Quién trenza las hojas verdes, las hojas insignificantes, en  coronas de gloria para recompensar el mérito? ¿Quién sostiene el Olimpo y reúne a los  dioses? La fuerza del hombre, de la cual es el poeta la revelación.  

El Gracioso. Pues bien, emplead todas esas bellas facultades y proceded en vuestros  trabajos poéticos como se procede en una aventura amorosa. Se aproxima uno por  casualidad, se entusiasma, permanece en su puesto y cae al fin rendido; la dicha aumenta y  el ataque empieza; se siente extasiado, llega el dolor en pos de su arrobamiento y su  felicidad; he aquí, sin notarlo, toda una novela. Dadme un drama de esta especie, tomad por  modelo toda la vida humana, la vida que lleva todo el mundo, aunque pocos la conozcan, y  estad seguro de que no carecerá de interés vuestra tarea. Con un gran lujo de imágenes  diversas, poca claridad, muchas faltas y una imperceptible chispa de ingenio, se logrará  componer la obra más excelente que nunca halla seducido y edificado a un auditorio. Toda  la flor de la juventud acudirá entonces a la representación de vuestra producción, atenta a  cada novedad; no habrá sentimiento delicado que no encuentre en vuestra obra ideas  melancólicas, siendo la emoción general por ver en ella todos los espectadores expresados  los sentimientos de que están poseídos. Ya sabéis que hay hombres dispuestos a la risa y  otros al llanto, y por eso todos honran los esfuerzos del poeta; cada cual sonríe a su propia  ilusión. Para el hombre que conoce el mundo, nada hay de bueno; pero se puede contar  siempre con el reconocimiento del neófito.  

El Poeta. Haz, pues, de manera que vuelvan para mí aquellos tiempos en que yo también  vivía en lo futuro, en que frotaban dentro de mi espíritu cantos no interrumpidos, en que  nacaradas nubes me ocultaban la baja tierra, en que todos los cálices me ofrecían aún y me  era dado escoger las mil flores que hermoseaban los más fecundos valles: nada tenía y, no  obstante, tenía lo suficiente: el deseo de la verdad y la sed de las ilusiones. Devuélveme  aquellas irresistibles tendencias, aquella dicha profunda y embriagadora, aquella fuerza en  el odio, aquel poder en el amor. ¡Ah! ¡Devuélveme mi juventud!  

El Gracioso. ¡Mi buen amigo! Podrías invocar la juventud si los enemigos te acometiesen  en la pelea, si alegres y hermosas jóvenes viniesen a echarte los brazos al cuello, si vieses  desde lejos columpiarse la corona olímpica hacia el objeto difícil de alcanzar, o si debieses  al salir de la danza furiosa pasar tus noches en la orgía; pero modular con gracia y fuerza en  la acostumbrada lira, aspirar al través de gratos desvaríos a un objeto voluntariamente  propuesto, es en lo que, señores ancianos, debéis ocuparos, si queréis merecer nuestro  aprecio. La vejez no nos hace caer en la infancia, como vulgarmente se dice, sino que nos  encuentra todavía verdaderos niños.  

El Director. Basta de charlatanería; presentadme al fin obras; mientras estáis rivalizando en  cumplimientos, podríais a alguna cosa útil. ¿Por qué hablar tanto de la disposición en que  uno debe encontrarse? ¿Creéis que la incertidumbre podrá procurárosla? Ya que os preciáis  de poetas, dominad la poesía. Sabéis lo que nos conviene; queremos licores espirituosos;  procuradnos algunos ahora mismo. Lo que no se haga hoy no se hará mañana; así que, no  perdamos ni un solo día en la vacilación. Agárrese la resolución fuertemente por los  cabellos en lo posible y no soltéis la presa; trabajad, ya que es indispensable. Bien lo sabéis;  en nuestras comedias alemanas hace cada cual lo que puede; no me escaseéis, pues, ni las 

decoraciones ni la maquinaria. Apelad a la grande y pequeña luz de los cielos; podéis a  manos llenas sembrar las estrellas, agua, fuego, rocas escarpadas, animales y aves; nada nos  falta; así, pues, amontonad decoraciones sobre decoraciones en este pequeño edificio, sin  parar hasta que tengamos el círculo entero de la creación, y en vuestro vuelo rápido y  calculado, idos desde el cielo por el mundo al infierno.  

PROLOGO EN EL CIELO 

El señor, las cohortes celestes, Mefistófeleles  

Los tres arcángeles se adelantan  

Rafael. El sol, según su antiguo hábito, toma parte en el alternado canto de las esferas, y su  trazada carrera termina con el estampido del trueno. Su mirada da fuerza a los ángeles, aun  cuando ninguno pueda comprenderla; las obras sublimes inabarcables son bellas como en el  primer día.  

Gabriel. Y ved con que invencible velocidad la magnificencia de la tierra en torno suyo, y  como el resplandor del paraíso se convierte noche profunda y tenebrosa. El espumoso mar  se enfurece en toda su basta extensión, y hasta en el profundo lecho de las rocas, y peñas, y  mar son arrasados en la carrera rápida de las esferas.  

Miguel. Y las tempestades rugen a cual más, del mar a la orilla, de la orilla al mar, y, en su  furor, forman cadena impetuosa en todo aquel basto círculo. La desolación flamígera  procede al vivo resplandor del rayo, y, sin embargo, tus mensajeros, Señor, adoran el curso  tranquilo de tu día.  

Los tres. Tu mirada da a los ángeles la fuerza, aun cuando ninguno de ellos pueda  comprenderla, y todas las obras sublimes muéstranse esplendentes como en el primer día.  Mefistófeles. Maestro, ya que vuelves a acercarte una vez, y preguntas qué es lo que  acontece entre nosotros, tal como acostumbrabas verme en otro tiempo, me ves aún en  medio de los tuyos. Perdóname; no sé hilvanar grandes frases, aunque me exponga a la  gritería del séquito, y por eso no dudo que excitaría mi jerigonza tu risa, si no hubieses  perdido la costumbre de reírte. Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no veo más que  una cosa: la miseria de los hombres. El pequeño dios de mundo es siempre del mismo  temple, y en verdad, tan curioso como en el primer día. Viviría un poco mejor, si no le  hubieses dado tú el reflejo de la luz celeste, a la que da el nombre de Razón, sólo le sirve  para ser más bestia que la bestia. Me parece, no se ofenda vuestra majestad, una de esas  langostas de prolongadas patas, que siempre vuelan y saltan al volar, sin que por ello dejen  de entonar del mismo modo su antigua canción en la hierba. ¡Si aun le fuese dado  permanecer siempre en la hierba! ¡Pero no, le es preciso meter la nariz en todas partes!  El Señor. ¿Nada más tiene que decirme? ¿Por qué has de venir siempre a quejarte? ¿No  habrá nunca para ti nada bueno sobre la tierra?  

Mefistófeles. No, Maestro, francamente, todo allí abajo lo encuentro detestable. Los  hombres causan mi piedad en sus días de miseria; pobres diablos, me apenan de tal mido  que mi valor tengo para atormentarlos. 

El Señor. ¿Conoces a Fausto?  

Mefistófeles. ¿El doctor?  

El Señor. Mi siervo.  

Mefistófeles. ¡Ya! ¡Es preciso confesar que os sirve de modo extraño! ¡Pobre loco! ¡No  sabe alimentarse de cosas terrenas! La angustia que le devora le lanza hacia los espacios y  conoce a medias su demencia; quiere las estrellas más hermosas del cielo, le halaga toda la  sublime voluptuosidad de la tierra, y de lejos ni de cerca, nada podría satisfacer las  insaciables aspiraciones de su corazón.  

El Señor. Si me sirve hoy en el tumulto del mundo, quiero en breve conducirlo a la luz.  Bien sabe el jardinero cuándo verdea el arbusto que ha de producir más tarde flor y fruto.  Mefistófeles. Apostemos a que lo perdemos aún, si me permitís atraerle poco a poco a mi  camino.  

El Señor. Tendrás ese derecho sobre él mientras permanezca en la tierra. El hombre solo se  extravía mientras está buscando su objeto.  

Mefistófeles. Os lo agradezco; porque respecto de los muertos nunca he tenido mucho que  hacer; siempre he preferido las rosadas mejillas; hago con los cadáveres lo que el gato con  el ratón.  

El Señor. Pues bien, te lo entrego. Aparta a aquel espíritu de su origen y arrástrale, si  puedes apoderarte de él, por tu pendiente, pero confiésate vencido y humillado si has de  reconocer que un hombre bueno, en medio de las tinieblas de su conciencia, se ha acordado  del camino recto.  

Mefistófeles. Muy bien. ¡Qué lastima que todo esto deba durar tan poco! No me da mi  apuesta ningún cuidado. Si alcanzo mi objeto, me concederéis plena victoria. Quiero que  llegue a morder el polvo con delicia, como mi tía la célebre serpiente.  El Señor. Puedes entregarte audazmente a todos tus proyectos; nunca he odiado a tus  semejantes; cuanto más niegan menor es el cuidado que me dan los espíritus. La actividad  del hombre fácilmente se calma, porque no tarda en entregarse al encanto de un reposo  absoluto. Por eso quiero darle un compañero que lo aguijonee y le impulse a obrar.  ¡Vosotros, puros hijos de Dios, glorificaos en los resplandores de la inmortal belleza; que la  sustancia eterna y activa os circunde con suaves lazos de amor; que vuestro pensamiento  fijo y perseverante dé forma a las apariciones inabarcables que están flotando!  

(Los cielos se cierran; los arcángeles se dispersan)  

Mefistófeles. (a solas) Grande es el placer que experimento al ver de cuando en cuando a  mi antiguo padre; por esto me guardo muy bien de reñir con él. ¡Tan gran señor habla tan  bondadosamente con el diablo! ¡Qué hermoso cuadro!  

PRIMERA PARTE DE LA TRAGEDIA. MONÓLOGO DE Fausto.  

La Noche  

En una habitación de bóveda elevada, estrecha y gótica, Fausto sentado delante de su  pupitre. 

Fausto. ¡Ah! Filosofía, jurisprudencia, medicina y hasta teología, todo lo he profundizado  con entusiasmo creciente, y ¡heme aquí, pobre loco, tan sabio como antes! Es verdad que  me titulo maestro, doctor, y que aquí, allá y en todas partes cuento con innumerables  discípulos que puedo dirigir a mi capricho; pero no lo es menos que nada logramos saber.  Esto es lo que me hiere el alma. Sin embargo, sé más que todos cuanto necios doctores,  maestros, clérigos y religiosos se conocen: ningún escrúpulo ni duda me atormentan; nada  temo de todo aquello que causa a los demás espanto; pero, merced a esto mismo, no hay  para mí esperanza ni placer alguno. Siento no saber nada bueno, ni poder enseñar a los  hombres cosa alguna que logre convertirlos o hacerlos mejores. No tengo bienes, dinero,  honra ni crédito en el mundo: ni un perro podría soportar la vida bajo tales condiciones: por  eso no he tenido otro recurso que consagrarme a la magia. ¡Ah! ¡Si por la fuerza del espíritu  y de la palabra me fuesen revelados algunos misterios! ¡Si no me viese por más tiempo  obligado a sudar sangre y agua para decir lo que ignoro! ¡Si me fuese dado saber lo que  contiene el mundo en sus entrañas y presenciar el misterio de la fecundidad, no me vería,  como hasta ahora, obligado a hacer un comercio de palabras huecas! ¡Reina de la noche,  dígnate dirigir tu última mirada sobre mi miseria, ya que tantas veces, después de la media  noche, me has visto velar en este pupitre! Siempre me mostrabas entonces, pobre amiga,  sobre un montón de libros y papeles. ¡Ah! ¡Si me fuera dado ahora trepar a tu dulce fulgor  las altas montañas, flotar en las grutas profundas con los espíritus, danzar a la hora de tu  crepúsculo en los prados, y, libre de todas las ansiedades de la ciencia, podré bañarme  rejuvenecido en tu fresco rocío! Miserable agujero de pared tenebrosa, en el que sólo a  duras penas penetra la grata luz del cielo, y en el que por todo horizonte descubro este  montón de libros roído por los gusanos y legajos de papel empolvados que llegan hasta el  techo. No veo en torno mío más que vidrios, cajas, instrumentos carcomidos, única  herencia de mis antepasados. ¡Y eso es un mundo, y eso se llama un mundo! Y ¿aún  preguntas por qué el corazón late con inquietud en tu pecho? Porque un dolor inexplicable  detiene en ti toda pulsación vital, porque vives entre el humo y la carcoma, porque en lugar  de la naturaleza viva en que Dios colocó al hombre, no tienes en tu derredor más que  huesos de animales y esqueletos humanos. Huye y audaz lánzate al espacio. ¿Acaso no es  un guía suficientemente seguro ese misterioso libro escrito por Nostradamus? Entonces  conocerás la marcha de los astros, y si la naturaleza se digna instruirte, se desenvolverá en  ti la energía del alma, y sabrás cómo un espíritu habla a otro espíritu. En vano por medio de  un árido sentido intentas conocer ahora los signos divinos. ¡Espíritus que flotáis en torno  mío, respondedme, caso de que llegue mi vos hasta vosotros! (Abre el libro y ve el signo  del microcosmo.)  

 A esta vista se estremecen todos mis sentidos, y desde este instante siento brotar en mí  nueva vida que agita con fuerza mis nervios y mis venas. ¿Si sería un ser sobrenatural el  que trazó estos signos que calman el vértigo de mi alma, que llenan de alegría mi corazón,  y que por un misterio incomprensible me descubren todo el poder de la naturaleza? ¿Soy yo  mismo un destello de Dios? Todo es para mi tan claro, que veo en estos sencillos caracteres  revelarse a mi alma la naturaleza activa. Sólo ahora por primera ves he llegado a conocer la  exactitud de estas palabras del sabio: “El mundo de los espíritus no está cerrado.” Tu  sentido está aletargado, tu corazón está muerto. Levántate, discípulo, y ve a bañar sin  tardanza tu seno mortal en la púrpura de la aurora. (Contempla el signo.)  ¡Cómo se mueve todo en la obra universal! ¡Cómo todas las actividades viven y obran de  consuno! Todas las fuerzas celestes suben y bajan, pasándose de unas a otras los sellos de  oro, y, con el rumor de sus alas, de las que la bendición se exhala dirigidas incesantemente 

del cielo a la tierra, llevan el universo de inefable armonía. ¡Qué espectáculo! Pero, ¡ay!, no  es más que un espectáculo. ¿Por donde asirme a ti, naturaleza infinita? Manantiales  fecundos de toda vida, de los que están suspendidos el cielo y la tierra, hacia vosotros se  vuelve el marchito seno; pero brotáis a torrentes, fecundáis el mundo y yo me consumo en  vano. (Vuelve la hoja con desaliento, y apercibe el signo del Espíritu de la tierra.)  ¡De cuán distinto modo obra este signo sobre mi alma! Próximo estás, sin duda, Espíritu de  la tierra, pues mis fuerzas se aumentan y siento en mí algo como la embriaguez del nuevo  vino. Ya no me falta valor para lanzarme al mundo, desafiar la miseria y la dicha terrenas,  luchar con las tempestades y ver sin pestañear en el naufragio la desaparición de mi buque.  El cielo se entenebrece, la luna oculta su luz, la lámpara se apaga, sin despedir ya más que  humo; cruzan por mi mente y entorno de mis sienes lívidos fulgores, y siento en mí un  estremecimiento profundo. Bien lo veo; eres tu que te agitas en mi derredor, Espíritu que  invoco; preséntate a mis ojos. ¡Ah! ¡Cómo se me desgarra el seno! ¡Todo mi ser se lanza en  pos de nuevos sentimientos! - Todo mi corazón a ti se entrega. ¡Aparécete de una vez, aun  cuando tu aparición haya de costarme la vida!  

 (Coge el libro y pronuncia misteriosamente el signo del Espíritu. Chisporrotea una llama  rojiza y el Espíritu aparece en ella.)  

El Espíritu. ¿Quién me llama?  

Fausto, (volviendo el rostro.) ¡Visión terrible!  

El Espíritu. Me has evocado con todo tu poderío, me has obligado con tu llamado incesante  a salir de mi esfera, y ahora...  

Fausto. ¡Ah! ¡Tu vista me aterra!  

El Espíritu. Te esfuerzas en invocarme; quieres oír mi voz y mirar mi rostro; cedo a la  invocación poderosa de tu alma, heme aquí, y ahora se apodera de tu naturaleza  sobrehumana un terror miserable. ¿Dónde está pues, aquella invocación potente, dónde  aquel seno que se creaba un mundo que a su antojo dirigía y fecundaba, y que en sus  arrebatos de gozo se enorgullecía hasta el punto de ponerse al nivel de los espíritus? ¿Qué  se ha hecho de aquel Fausto, cuya voz incesante llegaba a mis oídos, y que se lanzaba hacia  mí con todas sus fuerzas? ¿Eres tú aquel Fausto, tú a quien mi soplo asusta hasta el extremo  de sacarte la fuerza de la vida? Sólo eres un vil gusano que trémulo se arrastra.  Fausto. ¿Yo retroceder ante ti, espectro flamígero? Sí: soy Fausto, soy Fausto, tu igual.  El Espíritu. En el océano de la vida, y en las borrascas de la acción, subo, bajo y floto por  doquiera, tan pronto en torno de la cuna como en torno del sepulcro, llevando siempre una  vida agitada y ardiente en medio de un mar proceloso y sin fin. Tal es mi constante trabajo  en el telar atronador del tiempo para urdir el espléndido ropaje de la divinidad.  Fausto. ¡Espíritu ardiente que ondulas en torno del extenso mundo, casi me considero tu  igual!  

El Espíritu. Puedes parecerte al espíritu que ideas, pero no a mí.  

Fausto, (aterrado.) Si no es a ti, ¿a quién será? Yo, que soy la imagen de la divinidad, ¿ni  aun a ti puedo parecerme?  

(Llaman a la puerta.)  

¡Oh muerte! No hay duda, es mi discípulo; he aquí toda mi dicha desvanecida. ¡Es posible  que una visita tan sublime quede sin resultado por un importuno tan despreciable! 

(Entra Wagner en traje de casa y gorro de dormir, con una luz en la mano. Fausto se vuelve  de mal humor.)  

Wagner. ¡Perdonad! Os he oído declamar. ¿Leíais acaso una tragedia griega? Desearía  mucho conocer ese arte que puede hoy día ser tan útil. He oído decir con frecuencia que  puede un cómico habérselas con cualquier predicador.  

Fausto. Cuando el predicador es un cómico, como sucede muchas veces.  Wagner. ¡Ah! Cuando uno está siempre recluido en su gabinete, sin ver a la gente más que  en los días de fiesta, y aun de lejos y a través de un cristal, ¿cómo podrá nunca arrastrarla  por medio de la persuasión?  

Fausto. Es inútil que penséis en ello si no estáis poseído de un verdadero sentimiento, si no  hacéis brotar de fondo de vuestra alma el entusiasmo que ha de conmover y arrebatar los  corazones de todos las espectadores. Reconcentraos eternamente en vos mismo, reunid  cuanto podáis, haced un guiso de los restos de ajeno festín y, haced saltar una llamo de  vuestro montón de cenizas. Sólo de este modo podréis excitar el asombro de los niños y de  los monos, si tal es vuestro deseo; pero nunca lograréis admirar a los hombres, si vuestra  elocuencia no brota del corazón.  

Wagner. Con todo, es indudable que el desembarazo da gran importancia al orador y que  estoy muy lejos de tener semejante calidad.  

Fausto. Aspirad tan sólo a un éxito mediano, sin imitar nunca a los locos que incesantes  agitan sus cascabeles, puesto que no se necesita tanto artificio para manifestar la razón y el  buen sentido: además, si es importante lo que habéis de decir, no necesitáis ir a caza de  palabras. Los brillantes discursos para decir cosas frívolas acerca de la humanidad son  estériles, como el nebuloso viento de otoño que gime entre las hojas secas.  Wagner. ¡Ay Dios mío! El arte es largo y la vida corta. De mí sé decir que, en medio de mis  lucubraciones críticas, siento con frecuencia turbárseme la cabeza y el corazón. ¡Que de  dificultades para alcanzar los medios que han de conducirnos al conocimiento de las  causas! Y eso que un pobre diablo puede muy bien morirse antes de haber llegado a la  mitad del camino.  

Fausto. ¿Será lo que encierra el pergamino el manantial sagrado que siempre haya de  pagarla sed del alma? Nunca alcanzarás la gracia del consuelo mientras no te la procure tu  mismo corazón.  

Wagner. Dispensadme; pero siempre es un gran placer remontarse al espíritu de los tiempos  antiguos, ver cómo pensó un sabio antes que nosotros y que desde tan lejos le hemos  adelantado nosotros de mucho de su camino de investigación.  

Fausto. ¡Ah, sí, hasta los astros! Querido mío, los siglos transcurridos son para nosotros un  libro de siete sellos; lo que llamáis espíritu de los tiempos no es en sí más que el espíritu de  los grandes hombres en que los tiempos se reflejan. Y esto aun para contemplar a veces una  miseria que nos obliga a apartar los ojos; cuando no es un montón de inmundos escombros,  es a lo más uno de esos espectáculos de mercado llenos de hermosas máximas de moral que  se ponen por lo regular en boca de los muñecos.  

Wagner. ¡Pero el mundo, el corazón y el espíritu humano desean saber siempre algo de  aquellas cosas!  

Fausto. Sí desean eso que se llama saber. ¿Quién podrá gloriarse de dar al niño su  verdadero nombre? Los pocos hombres que han sabido alguna cosa y han sido bastante  locos para dejar desbordar sus almas y hacer patentes al pueblo sus sentimientos y sus 

miras, han sido en todos los tiempos perseguidos y condenados a las llamas. Pero,  dispensadme, amigo mío, es ya tarde, y dejaremos esto para otra ocasión.  Wagner. De buen grado hubiera continuado velando, para hablar de la ciencia con un  hombre cual vos. Pero mañana, que es primer día de Pascua, espero os dignaréis permitirme  una o dos preguntas. Me he entregado con ardor al estudio y, si bien es verdad que ya sé  mucho, deseo, sin embargo, llegar a saber todo. (Vase.)  

Fausto, (solo.) Nunca abandona la esperanza al hombre que piensa ea miserias. Ávida su  mano escarba la tierra para hallar tesoros, y se da por muy contento con encontrar un  gusano. ¡Cómo es posible que semejante voz haya resonado en este sitio donde me rodeaba  una legión de espíritus! Pero no importa, te lo agradezco por esta vez, aunque sea el más  miserable de los hijos de la tierra, ya que me libraste de la desesperación que me empezaba  a trastornar mis sentimientos. ¡Ah! Era la aparición tan gigantesca, que a su lado debí  sentirme enano. ¡Yo, la imagen de Dios, que creía haber alcanzado ya el espejo de la  verdad eterna! ¡Yo, que, privado de la mortal cubierta, participaba de su propia vida en todo  el resplandor de la luz celeste! ¡Yo, que, superior a los querubes, cuya fuerza libre  empezaba a esparcirse por todas las arterias de la naturaleza, y que creando disfrutaba la  dicha de un Dios, cuán caro pagaré ahora mi presuntuoso orgullo! Una sola palabra ha  bastado para humillarme. Imposible me será igualarte; si he tenido fuerza para atraerte, en  cambio me ha faltado la de conservarte. ¡En aquel dichoso instante me sentía a la vez tan  pequeño y tan grande! ¿Por qué con tanta violencia me hundiste de nuevo en la  incertidumbre de la humanidad? ¿Quién podrá instruirme ahora? ¿Cómo saber lo que debo  evitar? ¿Debo ceder al impulso que siento, cuando nuestras acciones, como nuestros  sufrimientos, acaban por parar el curso de la vida? La materia se opone sin cesar a todo de  cuanto más elevado concibe el espíritu; por poco que alcancemos la felicidad de este  mundo, calificamos de sueño y de quimera todo lo que vale más que ello, y todos los  sentimientos sublimes que nos daban antes la vida, mueren para siempre ante los intereses  de la tierra. La imaginación pretende con vuelo audaz levantarse con un principio hasta la  eternidad, pero pronto le basta un limitado espacio para dar cabida a sus esperanzas  defraudadas. No tarda la ingratitud en apoderarse entonces de nuestro corazón, y en  causarles secretos dolores que destruyen eternamente el placer y la calma que en él antes  reinaban. Cada día se presenta el dolor bajo nueva forma: tan pronto en el hogar, como en  la corte, como una mujer, un niño, el fuego, el agua, el puñal o el veneno. Tembláis, ¡oh,  hombres!, ante todo lo que no puede causaros daño, y lloráis sin descanso como un bien  perdido lo que conserváis todavía. Lejos de llevar mi loco orgullo hasta el punto de  compararme con Dios, conozco que es cada vez mayor mi miseria; sólo me parezco al vil  gusano que se alimenta del polvo, en el que le aplasta y sepulta la planta del que acierta a  pasar. ¿No es también polvo todo lo que aquel alto muro me muestra allá arriba colocado  sobre numerosos estantes, y todas esas mil bagatelas que me encadenan a este carcomido  mundo en que existo? ¿Iré a recorrer esos millares de volúmenes para leer que en todas  partes los hombres se han afanado para labrar su suerte, y que sólo en algunos puntos del  globo habrá habido un hombre dichoso? Y tú, cráneo vacío, que parece te estás burlando de  mí, ¿quieres, decirme con esto que el espíritu que antes te habitaba se afanó también como  el mío para buscar la luz, y que vagó siempre miserablemente entre tinieblas abrasado por  la sed de verdad? También vosotros, instrumentos míos, parecéis reíros de mí con vuestras  ruedas, dientes y cilindros y palancas; había llegado hasta la puerta y debíais vosotros  servirme de llave. Misteriosa en pleno día, no permite la naturaleza que nadie rasgue sus  velos, y todo cuanto ella quiera ocultar al espíritu, no hay esfuerzo humano que pueda 

arrancarlo de su seno. Antiguo ajuar del que no sé qué hacer, sólo estás aquí porque serviste  en otro tiempo a mi buen padre, y tú, vieja polea, estás también ennegrecida, como lo está  el pupitre por el humo de mi lámpara. ¡Ah! Mejor hubiera hecho en dispar lo poco que tenía  y no sucumbir aquí bajo el peso de la necesidad. Procura, empero, adquirir lo que eres de tu  padre para poseerlo. Lo que no sirve es siempre una carga pesada; sólo es útil lo que puede  servirnos en un momento dado. Pero ¿por qué siempre he de fijar mi vista en ese sitio?  ¿Qué atracción tiene para mis ojos ese pequeño frasco? ¿Por qué a su sola vista he sentirme  inundado de una luz benéfica, como la que derraman en el bosque sombrío los plateados  rayos de la luna? Con respeto me apodero de ti, frasco querido, en el que honro al espíritu  del hombre y su ciencia. Esencia de los jugos que procuran dulcemente el sueño, contienes  también todas las fuerzas sutiles que pueden dar la muerte; sé propicia al que te posee. A tu  sola vista mi dolor se calma: té cojo, y disminuye mi angustia y se adormece poco a poco la  agitación de mi espíritu. Luego me siento arrastrado hacia el inmenso océano; tranquilo el  mar se extiende a mis pies, como si fuese la luna de un espejo, y una fuerza superior me  atrae hacia playas desconocidas. Veo de repente en el espacio un carro de fuego que se  dirige hacia mí con rápidas alas, voy a subir a él para recorrer las esferas etéreas y abrirme  nueva vía que deba conducirme a las regiones de la actividad pura. Pero, ¿Cómo es posible  que piense merecer aquella vida sublime, aquellos transportes divinos, cuando no soy más  que un gusano? No importa, bastará para lograrlo volver con resolución la espalda al dulce  sol de la tierra; valor, pues, y derriba las puertas por las que nadie pasa sin estremecerse. Ha  llegado el momento de probar con obras que la dignidad humana no cede ni aun ante la  grandeza de los mismos dioses. Dejad de temblar ante ese abismo donde la imaginación se  condena a sus propios tormentos, y en el que las llamas del infierno parecen cerrar la  entrada. Hora es ya de sondearle con faz serena, por más que debiese precipitarme en la  nada. ¡Copa de purísimo cristal, por tanto tiempo olvidada, sal de tu viejo estuche, tú que en  otro tiempo brillabas en los festines de nuestros padres y que, pasando de mano en mano,  no parabas hasta desarrugar todas las frentes; con qué entusiasmo eras celebrada por tu  riqueza y vaciada de un solo trago! ¡Nada hay que recuerde las pasadas noches de mi  juventud! Ya no volveré a ofrecerte a ninguno de mis compañeros, ni aguzaré mi ingenio  para ponderar al artista que supo embellecerte. Contienes un licor que produce una  embriaguez súbita, que yo mismo he preparado y escogido; será mi última bebida, que  consagro como una libación solemne a la aurora del nuevo día. (Lleva la copa a sus labios.  Sonido de campanas y coros.)  

Coro de ángeles. ¡Jesucristo ha resucitado! Paz y dichas completas al mortal que llora aquí  abajo en los lazos del vicio y la iniquidad.  

Fausto. ¡Que rumor solemne! ¡Cuan puras y suaves son las voces que hacen caer la copa de  mis labios! ¿Si anunciarán esas campanas con su tañido la primera hora de los días de  Pascua? ¿Entonan por ventura esos coros celestiales los cantos de consuelo que en la noche  del sepulcro exhalaron antiguamente los labios de los ángeles como prenda de una nueva  alianza?  

Coro de mujeres. Nosotras, sus fieles, habíamos bañado su precioso cuerpo con gratos  aromas, le habíamos acostado en su tumba, cubriendo con bandeletas y finos lienzos sus  desnudos miembros. Pero, ¡ay de nosotras!, Cristo ha desaparecido y no le hallamos en  parte alguna.  

Coro de ángeles. ¡El Cristo ha resucitado! ¡Dichosa el alma que en medio del dolor que la  agita saber amar y sufrir sin quejarse de los tormentos e injurias que le sirven de prueba! 

Fausto. Cantos celestiales, potentes y dulces, ¿por qué me buscáis en el polvo? Dirigíos  más bien a aquellos a quienes podéis aún consolar; oigo la nueva que me traéis, pero me  falta la fe para creer en ella, y el milagro es el hijo querido de la fe. No puedo elevarme  

hacia esas esferas donde resuena tan fausta nueva y, sin embargo, esas voces a cuyo arrullo  me dormí en la infancia, me vuelven nuevamente a la vida. En el recogimiento solemne del  domingo descendía antes sobre mí el beso de amor divino; el grato clamoreo de las  campanas me llenaba de dulces presentimientos, y era la oración para mí un goce estático:  un ardor tan puro como incomprensible me impulsaba hacia los bosques, praderas y  campos, donde deshecho en deliciosas lagrimas sentía en mí un mundo nuevo. Esa  campana era también la que anunciaba las alegres diversiones de la juventud y las fiestas  inocentes de la primavera; ese grato recuerdo aviva en mi alma los sentimientos de la  infancia y me retrae de la muerte. ¡Cantos del cielo, hacedme oír una vez más vuestra santa  armonía! Corren mis lágrimas: la tierra me ha reconquistado.  

Coro de los discípulos. Ya se levantó del fondo de su sepulcro la víctima inmaculada para  volar a la región de la luz. Radiante se eleva al seno de los cielos, atravesando gozoso el  océano inmenso del éter. ¿Y nosotros? ¡Ah! ¡Por nuestro dolor nos quedamos aún en este  mundo de miseria y pena! Maestro, tú te vas a la gloriosa mansión de la dicha y nos dejas  solos en esta árida llanura. ¡Cuán digna es tu suerte de envidia!  

Coro de ángeles. El Cristo resucita del seno de los muertos. Romped, mortales, vuestras  cadenas en la alegría de que estáis poseídos. Almas ardientes, generosas y tiernas, que  edificáis con la acción, que sufrís por vuestros hermanos y que enjuagáis su llanto, sabed  que no tardaréis en recibir vuestra recompensa eterna. ¡Ahí viene el Señor que ha de  ofrecérosla; ya se acerca, ya llega, ya está entre nosotros!  

(Frente a la puerta de la ciudad. Sale de la ciudad gente de toda clase.)  

Algunos obreros. ¿Por qué vamos por ahí?  

Otros. Porque marchamos a caza.  

Los primeros. Pues nosotros nos dirigimos al molino.  

Un obrero. Más bien os aconsejo que vayáis al río.  

Otro. Es el camino por aquella parte muy poco agradable.  

Los dos, a un tiempo. ¿Qué haces tú?  

Operario 3.o. Voy con los otros.  

Operario 4.o. Subid a Burgdorf; allí encontraréis de seguro las muchachas más lindas, la  cerveza mejor y contraeréis relaciones de otra clase.  

Operario 5.o. ¡Me agrada la idea! ¿Acaso deseas una tercera paliza? Lo que es yo no me  expongo a ello; con sólo pensar en aquel sitio tiemblo de miedo.  

Una criada. No, no, yo me vuelvo a la población.  

Otras. De seguro le hallaremos debajo de aquellos álamos.  

La primera. ¿Y a mí que me importa? Vendrá enseguida a ponerse a tu lado, y como  siempre sólo bailará contigo en el césped. ¿Qué interés pueden tener para mí tus placeres?  Otra. Casi puedo asegurarte que no estará solo; me ha dicho que iría con él aquel joven de  pelo rizado.  

Un estudiante. ¡Cáspita! ¡Mira que grabo tienen esas lindas jóvenes! Anda, chico, si quieres  que las acompañemos. Buena cerveza, tabaco exquisito y una muchacha bien ataviada, en  verdad, no sé qué pedir más, pues quedan satisfechos todos mis deseos. 

Una joven de la clase media. ¡Mira esos muchachos! ¡Qué vergüenza! ¡Corren en pos de  aquéllas, cuando podrían ir mejor acompañados!  

El segundo estudiante (al primero.) No te apresures; he aquí que vienen detrás de nosotros  dos muy bien puestas. Una de ellas es mi vecina, que no me es, por cierto, indiferente.  Aunque van despacio, no tardarán en darnos alcance.  

El primero. No, chico; a mí no me gustan los cumplidos. Anda aprisa, no perdamos de vista  la caza. La mano que el sábado maneja una escoba, es la mejor para acariciarte el domingo.  Un hombre de la clase media. De mí sé deciros que no soy partidario del burgomaestre;  ahora que está en el poder, será aún más intolerable. Y ¿qué hacer por la ciudad? ¿No va  todo cada día de mal en peor? Todo consiste en obedecer más que antes y en pagar más que  nunca.  

Un mendigo (canta.) Buenos señores y hermosas damas, que alegres recorréis la campiña  porque todo en el mundo os sonríe; no os mostréis indiferentes a mis males, y ya que es hoy  para todos vosotros un día de gozo, haced que lo sea de cosecha para mí.  Otro hombre de la clase media. Nada me gusta tanto como hablar de guerras y batallas en  los días festivos; mientras que allá muy lejos, en Turquía, se están destrozando los pueblos,  está uno en la ventana, apura su copa y ve pasar par el río numerosos buques con banderas  de diferentes naciones. Luego por la noche entra uno alegremente en su casa bendiciendo la  paz y los dichosos y tranquilos tiempos que atravesamos.  

Un tercero. También yo pienso como vos, querido vecino; poco me importa que los demás  se rompan el alma y que todo se lo lleve el diablo, con tal que en mi casa siga todo en el  mayor orden.  

Una vieja (a unas señoritas.) ¡Qué lindos trajes! ¡Cuánto me admira esa juventud hermosa!  ¿Quién no se volverá loca al veros? Pero, creedme, no seáis, tan altaneras: así me gusta;  sabré procuraros todo cuanto deseáis.  

Primera señorita. Ven, Agata, pues sentiría que nos viesen con semejante bruja. Sin  embargo, en la noche de San Andrés me hizo ver a mi futuro esposo.  

Otra. También a mí me lo enseñó a través de un cristal; iba vestido de militar y estaba con  otros jóvenes calaveras. En vano miro en torno mío y le busco en todas partes; nunca se  presenta a mi vida.  

Soldados. Cuanto más inexpugnables sean las ciudades que hayamos de acometer a la voz  del deber y del honor, mayor será nuestra intrepidez, sobre todo si hay en ellas hermosas  jóvenes que puedan admirar nuestro valor. Si es inminente el peligro, grande es también el  premio. La tropa guerrera da la señal a la vez tan anhelada y temida; no hay corazón que no  palpite de temor y de esperanza; no tardarán en ser patrimonio de muchos el triunfo y la  muerte; pero no importa, los que sucumban ceñirán la corona de la inmortalidad y  alcanzarán los demás la recompensa de la victoria.  

Fausto y Wagner.  

Fausto. He aquí el río y los torrentes que han roto su cárcel de hielo merced de la dulce  sonrisa de la primavera; verdea la esperanza en el valle; el decrépito invierno, con paso  lento en su debilidad creciente, se ha retirado hacia lo más áspero de los montes, desde  donde en su fuga nos envía los últimos hielos, espantajo impotente que sólo contribuye a  

hermosear con sus franjas de plata la verde llanura. El sol, no obstante, se complace en  derretir su obra y desaparece en breve toda mancha blanca; la actividad y la forma renacen 

por doquier y empieza la naturaleza a ostentar su rico manto de nuevos colores. Sin duda,  las flores no han aparecido aún en la pradera; pero no importa, tendrá por flores a esa  multitud engalanada que cubre sus campos. Dirige desde estas alturas la vista a la ciudad y  verás como se precipita una multitud compacta junto a la puerta sombría para poder tomar  el sol libremente. Todos quieren hoy celebrar la resurrección del Señor, y hasta ellos  mismos puede decirse que han resucitado desde el fondo de sus lóbregas moradas, en las  que los sepultan sus ocupaciones diarias; libres, en fin, de los bajos techos que los cobijan,  han recorrido sus angostas y fangosas calles, han pasado algunas horas recogidos en el  fondo de sus iglesias, y helos ahora prontos a tomar el sol y a entregarse en el campo a sus  sencillos placeres. ¡Mira con cuanta rapidez la multitud llena todos los jardines y los  prados, mira cómo por todas partes cruzan el río alegres bajeles, y cuán cargado va aquel  barquichuelo que se aleja de la ribera! Hasta los senderos más lejanos del monte ostentan  los variados colores de miles de trajes; escucho desde aquí la gritería y animación que  reinan en aquel pueblo, que es el verdadero paraíso de los aldeanos; grandes y pequeños,  todos saltan de alegría; aquí puedo decir que soy hombre, aquí me atrevo a serlo.  Wagner. Querido doctor, vuestros paseos me reportan honra y provecho; sin embargo, a  estar yo solo, no me mezclaría con esa gente, porque soy enemigo de toda rusticidad y me  es imposible resistir su algarabía su juego de bolos y su desentonada música. Aúllan como  energúmenos, y llaman a esto divertirse y gozar.  

(Varios aldeanos a la sombra de algunos tilos. Bailes y cantos.)  

Ya se aproxima el pastor cargado de cintas y guirnaldas, y perfectamente ataviado para  entregarse al placer del baile; no tardan en seguirles otros muchos, excitados por el mismo  deseo, al oír que los tamborines y zampoñas hacen resonar el valle. No menos prontas  acuden también las zagalas, y empieza desde luego el baile, en el que propone cada cual  hacer aquel día nuevas travesuras. Pronto llega a su colmo el desorden por codear los  pastores de intento a las zagalas más animadas, y los chistes, las risas y los gritos ahogan  los acordes más o menos dulces de la campestre música. Pero lejos por ello de renunciar al  baile, le continúan con ardor creciente, y zagalas y pastores, como arrastrados todos por un  huracán, se arremeten y estrechan confundidos mientras dura la danza. Sólo después de  terminada, va cada pastor a sentarse con su amada debajo de un sauce, para repetirle las  tiernas palabras que la hacen, siempre que las oye, sonreír dulcemente, por más que finja no  creerlas.  

Un viejo aldeano. Señor doctor, ya que sois tan bueno hasta el punto de venir a participar  de nuestra fiesta, dignaos perdonar a esos jóvenes turbulentos su locura; vos, que sois tan  sabio, no ignoráis que son buenos en el fondo. Aceptad al mismo tiempo este jarro de  bebida fresca, por ser lo mejor que podemos ofreceros: no sólo deseo que apague vuestra  sed, sino que también que cada gota que contiene sea para vos un año más de vida.  Fausto. Gustoso acepto tu bebida saludable, y a todos os deseo, en cambio, salud y alegría.  

(El pueblo se reúne en torno de ellos.)  

El viejo aldeano. Habéis hecho bien en asistir hoy a nuestra fiesta, ya que tantas veces nos  habéis visitado en días de desgracia. Más de uno que está aquí gozando fue librado por  vuestro padre de la ardiente fiebre cuando acabo con el contagio. Y vos también, entonces  joven, asistíais a todos los enfermos sin que os hiciese retroceder nunca el peligro 

inminente a que os exponíais durante aquella terrible enfermedad que dejó casi desiertas  nuestras cabañas. En verdad, fue para vos aquella época de terrible prueba; pero el salvador  velaba desde lo alto por nuestro salvador de aquí abajo.  

Todos. ¡Viva el hombre esforzado! ¡Ojalá pueda visitarnos aún largos años!  Fausto. Postraos ante Aquel que está en el cielo; sólo él enseña socorrer y sólo él socorre.  (Se adelanta con Wagner.)  

Wagner. ¡Qué alegría debe ser la tuya, oh grande hombre, al verte así honrado por toda esta  muchedumbre! ¡Ah! ¡Feliz aquel a quien reporta su talento estas ventajas! El padre te  presenta a su hijo; se preguntan, se agrupan, se estrechan, se interrumpe la música, para la  danza; pasas tú, y todos acuden deseosos a verte, se descubren para saludarte y casi llegan a  postrarse ante ti como ante el Altísimo.  

Fausto. Lleguemos hasta aquella piedra, en la que descansaremos de nuestro paseo.  ¡Cuántas veces pensando solo me he sentado en ella absorto en una meditación profunda y  extenuado por la oración y las vigilias! Rico de esperanzas y firme en mi fe, esperaba con  mis lágrimas y suspiros lograr que el soberano de los cielos nos libertase de aquella terrible  peste. Por esto las aclamaciones de la multitud resuenan ahora en mis oídos como una burla  sangrienta. ¡Ah! ¡Si pudieses leer en el fondo de mi alma, te convencerías de cuán poco  merecen padre e hijo tan grande gloria! Era mi padre un buen hombre oscuro, que había  dado en la manía de discurrir a su modo, y con la mayor buena fe, acerca de la naturaleza y  sus sagrados misterios; así es que, rodeado de sus discípulos, se encerraba en un laboratorio  ennegrecido, donde por medio de innumerables recetas obraba la transfusión de los  contrarios. Cogía un león rojo, novio silvestre que unía con la azucena en un baño tibio, y,  poniendo después aquella mezcla de fuego, la pasaba de uno a otro alambique. Aparecía  entonces en un vaso la joven reina de varios colores; se daba aquella pócima, y los  enfermos morían, sin que nadie preguntase quién se había encargado de su curación. Es  innegable que con nuestras diabólicas mixturas causamos en estos valles y montañas  muchos más estragos que la misma peste. Yo mismo he presentado a miles de personas el  veneno funesto que debía causarles la muerte, mientras que yo vivo aún para oír alabar a  sus osados matadores.  

Wagner. ¿Por qué os turbáis por eso? ¿Por ventura el hombre honrado no ha cumplido su  misión, después de haber ejercido puntualmente el arte que se le ha enseñado? El hijo,  honrando como debe a su padre, debía complacerse al recibir su enseñanza; el hombre, al  creer que hacía dar un paso a la ciencia, pensaba que su hijo podría alcanzar gloria mayor.  Fausto. ¡Feliz el que espera aún sobrenadar en este océano de errores! Siempre se necesita  aquello que uno ignora, y nunca podemos hacer uso de lo sabemos. Pero ¿ por qué turbar  con tristes recuerdos la grata alegría de esta hora? Mira como lucen a rayo de sol poniente  aquellas cabañas medio sumergidas por un mar de verdor: el sol va declinando y se  extingue, el día expira, pero se va a llevar a otras regiones una nueva vida. ¡Ah! ¡Que no  tenga yo alas para elevarme en los aires, y poder incesantemente lanzarme en pos de él!  Vería entonces en eterna claridad bajo mis plantas a un mundo silencioso: vería inflamarse  la altura, oscurecerse los valles e inclinarse el plateado arroyo hacia los ríos de oro, sin que  el áspero monte, con sus hondos abismos, pudiese oponerse a mi vuelo divino. Ya el mar  presenta sus encendidos golfos a mis asombrados ojos; sin embargo, desaparece el día y  siento en mí un nuevo encanto que me reina y obliga a bañarme en sus eternos rayos; así es  que hay ante mí el día, tras de mí la noche, el cielo sobre mi cabeza y bajo mis pies las olas.  Sueño sublime, que va disipándose, por no tener el cuerpo alas que puedan seguir el vuelo  sublime del espíritu. Y sin embargo, nadie hay que en alas de su sentimiento no se eleve 

hasta las nubes cada vez que oye el himno matutino de la alondra en el azul de los cielos,  cada vez que más allá de los picachos cubiertos de pinos, ve levantarse el águila, y cada vez  que sobre las llanuras o los mares ve a la grulla en camino hacia su patria.   Wagner. Yo tengo también algunas veces ideas fantásticas, si bien no me he visto nunca  animado de semejante deseo. Como no nos faltan bosques y praderas, no pienso envidiar a  las aves sus alas; para mí los placeres del espíritu consisten en un libro, en una hoja, en una  página; sólo los libros pueden hacernos soportable y hasta dichosa una larga noche de  invierno, y hacernos llevar una alegre vida que reanime todos nuestros miembros. ¡Ah! ¡Y  cuando puede uno desenvolver un respetable pergamino, siente en el corazón las inefables  delicias del cielo!  

Fausto. Tú no tienes más que aspiración. ¡Quiera Dios que no sientas nunca otra! Hay en mí  dos almas, y la una tiende siempre a separarse de la otra; la una apasionada y viva, está  apegada al mundo por medio de los órganos del cuerpo; la otra, por el contrario, lucha  siempre por disipar las tinieblas que la cercan y abrirse un camino para la mansión etérea.  ¡Ah! ¡Si hay en las regiones aéreas espíritus soberanos que se ciernan sobre la tierra y el  cielo, dígnense descender de sus nubes de oro y llevarme hacia una nueva y luminosa vida!  Si poseyera una túnica mágica que pudiese conducirme a aquellas regiones lejanas, no la  daría por los más preciosos vestidos ni por el manto de un rey.  

Wagner. No llaméis a esta turba de espíritus malignos que se reúnen en los vapores de la  atmósfera, para tender al hombre continuos lazos. Los espíritus que vienen del Norte  aguzan contra vos sus afilados dientes y sus lenguas de triple aguijón; los que proceden del  Este llegan en alas de un viento abrasador y le sirven de alimento vuestros pulmones. Si nos  los envían los desiertos de Mediodía, amontonan torrentes de llamas sobre nuestra cabeza;  el Oeste a su vez vomita una multitud de ellos, que, si bien al principio os reaniman, acaban  después por devoraros junto con vuestros campos y cosechas. Poseído del instinto del mal,  atienden a vuestras invocaciones, y hasta llegan a realizar en parte vuestros propósitos para  que tengáis fe en ellos y puedan engañaros más fácilmente; se titulan enviados del cielo y  mienten con una voz angelical. Pero ya es hora de retirarnos; el horizonte se oscurece, el  aire es cada vez más frío y empieza a levantarse la niebla. Nunca como al anochecer conoce  el hombre lo que vale su morada. ¿Por qué os quedáis inmóvil? ¿Cómo es que os admira  tanto el crepúsculo?  

Fausto. ¿Ves aquel perro negro que vaga por entre los sembrados y el rastrojo?  Wagner. Tiempo hace que le veo, pero apenas he reparado en él, porque nada ofrece de  extraordinario.  

Fausto. Obsérvale bien; ¿qué es lo que piensas de, él?  

Wagner. Pienso que es un perro de aguas que busca el rastro de su amo.  Fausto. ¿O notas que está trazando un espiral y que se acerca cada vez más a nosotros? Y, o  yo me engaño, o deja por donde pasa un rastro de fuego.  

Wagner. No veo más que un perro de aguas negro; puede que la vista os extravíe.  Fausto. Se me figura verle tender en torno nuestro mágicos lazos para encerrarnos.  Wagner. Yo le veo brincar con timidez en nuestro alrededor, porque en lugar de su dueño  encuentra a dos desconocidos.  

Fausto. El círculo se estrecha y helo aquí cerca de nosotros.  

Wagner. Bien lo veis. Es un perro y no un fantasma. Gruñe y no se atreve a acercarse, y,  como todos los de su raza, se arrastra y agita la cola.  

Fausto. Acompáñanos, ven aquí. 

Wagner. Son esos perros de una rara especie. Si os paráis, os espera; si le habláis, acude a  vos; si perdéis algo, no para hasta encontrarlo, y se arrojaría al agua para ir en busca de  vuestro bastón.  

Fausto. Tienes razón; nada veo en él que me indique sea un espíritu; todo cuanto hace es  debido a su raza y a lo que se le ha enseñado.  

Wagner. El perro, cuando está amaestrado, es hasta digno del afecto de un sabio; así es que  puede merecer éste vuestras bondades y ser el más aprovechado de vuestros discípulos.  

(Llegan a la puerta de la ciudad.)  

Gabinete de estudio  

Fausto. (Entrando seguido por el perro de agua.) He dejado la campiña envuelta en noche  profunda; el alma superior despierta en mí en medio de presentimientos que me infunden  un terror sagrado. Los groseros instintos se duermen, y con ellos toda actividad borrascosa,  y el amor a los hombres y también el amor a Dios se agitan actualmente en mi pecho. Perro,  estate quieto, no corras de una a otra parte. ¿Qué es lo que estás olfateando en el umbral de  la puerta? Échate detrás de la estufa y te daré mi mejor abrigo. Ya que en el camino de la  montaña me has divertido con tus vueltas y tus saltos, justo es ahora te trate como a  huésped querido y pacífico. ¡Ah! ¡Desde que alumbra una lámpara amiga nuestra estrecha  celda, penetra en nuestro seno una luz grata y dulce, alegrando asimismo al alma que tiene  conciencia de sí misma! La razón empieza a hablar, la esperanza a florecer, y se baña uno  en los raudales de la vida, en el puro manantial de donde surgió. ¡No gruñas, perro! Mal  podrían avenirse tus aullidos con los acentos sagrados que inundan mi alma. No es raro ver  a los hombres despreciar las cosas que no pueden comprender, y murmurar ante lo bueno y  lo bello que les importunan. ¿Si el perro gruñirá también como ellos? ¡Ah! Noto que a  pesar de mis deseos, no puede salir de mi pecho satisfacción alguna. ¿Por qué se ha de  apagar tan pronto el río sin apagar nuestra sed? ¡Cuántas veces he sufrido el mismo  desengaño! Sin embargo, tiene esta miseria sus compensaciones; así aprendemos a conocer  el precio de lo que se levanta sobre las cosas de la tierra; así aspiramos a la revelación que  en ninguna parte brilla con luz tan pura como en el Nuevo testamento. Su texto me atrae;  quiero leerlo, entrégame por completo a los sentimientos que me inspire, y hasta traducir su  original sagrado a mi querida lengua alemana.  

(Abre un libro y se dispone a leerlo.)  

Está escrito: En un principio existía el Verbo. Ya, aquí, tengo que pararme. ¿Quién me  ayudará para ir más lejos? Es esta traducción tan difícil, que tendré que darle otro sentido si  el espíritu no me ilumina. Escribo: En el principio existía el espíritu. Reflexionemos bien  sobre esta primera línea, y no permitamos que la pluma se deslice. Es indudable que el  espíritu lo hace y lo dispone todo; por tanto, debiera decir: En un principio existía la fuerza.  Y, sin embargo, al escribir esto, siento en mí algo que me dice no ser este el verdadero  sentido. Por fin, parece venir el espíritu en mi auxilio; ya empiezo a ver con más claridad y  escribo con mayor confianza. En un principio existía la acción. No me opongo a compartir 

contigo mi cuarto, con tal que ceses, perro, en tus gritos y en tus ladridos, porque mes  imposible tolerar por más tiempo a mi lado un compañero tan turbulento. Con dolor mío  me veré obligado a violar los derechos de la hospitalidad: la puerta está abierta y tienes  libre el paso. Pero... ¿qué es lo qué veo? ¡Esto raya en prodigio! ¿Será ilusión o realidad?  ¡Cómo se hincha mi perro! Se levanta con fuerza y hasta ha perdido su primitiva forma. ¿Si  habré abierto mi puerta a un fantasma? Parece un hipopótamo con sus ojos de fuego y su  terrible boca. Desde ahora vas a pertenecerme, porque la llave de Salomón para semejante  aborto infernal.  

Espíritu en corredor. Hay uno de nuestros compañeros que está detenido ahí dentro;  espíritus ardientes, quedaos en la parte de afuera, ya que como un zorro ha caído en la  trampa un viejo diablo. Volemos en su alrededor y no tardará en verse libre; no  abandonemos a un amigo que tanto ha hecho siempre en defensa nuestra.  Fausto. Para acercarme al monstruo, empezaré por usar el conjuro de los Cuatro: “La  salamandra se inflame, la ondina se enrosque, el silfo se desvanezca, el gnomo trabaje.” El  que no conozca los elementos, su fuerza y sus propiedades, nunca podrá hacerse dueño de  los espíritus. Salamandra, conviértete en llama; Ondina, húndete murmurando en la onda  azul; brilla, Silfo, en el esplendor del meteoro, y tú, Incubo, ven a cerrar la marcha y a  ofrecerme tu poderoso socorro. Ninguno, sin embargo, de los cuatro existe en el interior del  monstruo. Queda inmóvil y rechina los dientes, sin que yo le haya causado aún algún daño.  Pero aguarda, que ya sabré combatirte con más poderosos conjuros. Compadre, ¿eres por  acaso un desertor del infierno? Si lo eres, abre los ojos y completa este signo, al que en  verano intentaría resistir la infernal cohorte. Ya empieza a hincharse y ya se le erizan las  crines. Ente maldito, ¿puedes leerle? ¿Puedes descifrar el nombre del incomprensible, del  increado, de Aquel o quien los cielos adoran, y al que intentó derrocar al crimen en su  delirio? Se hincha detrás de la estufa como un elefante, llenando el espacio; al verle  hincharse así diría cualquiera que va a convertirse en una nube. Guárdate de subir hasta el  techo: mejor será que vengas a arrojarte a los pies de tu amo. Vamos, obedece sin vacilar,  pues ya sabes que no amenazo en vano y que soy capaz de abrasarte en un mar de llamas;  no esperes la luz tres veces; no aguardes al más temible de todos mis conjuros.  Mefistófeles. (En tanto se extiende la nube, aparece detrás de la estufa y se adelanta en traje  de estudiante.) ¿Por qué tanto alboroto? Caballero, ¿en qué puedo serviros?  Fausto. ¡El perro de aguas transformado en estudiante viajero, no deja de ser divertido!  Mefistófeles. Salud al sabio doctor, que tanto me ha hecho sudar.  

Fausto. ¿Cómo te llamas?  

Mefistófeles. Muy inocente me parece la pregunta, sobre todo para quien desprecia tanto  las palabras y que, en su retraimiento de las apariencias, sólo desea conocer el fondo de los  seres.  

Fausto. Entre vosotros, señores, todo ser podrá conocerse fácilmente por el nombre que  lleva, puesto que se os llama blasfemos, corruptores, mentirosos. Con todo, dime quién  eres.  

Mefistófeles. Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y siempre obra el bien.  Fausto. ¿Que significa ese enigma?  

Mefistófeles. Soy el espíritu que lo niega todo, y no sin motivo, porque todo cuanto exista  en el mundo debería arruinarse, y seria aún mejor que no existiese nada. Para mí no hay  más elemento que el que vosotros conocéis con los nombres del mal, destrucción y pecado.  Fausto. Te nombras en parte, y te veo, sin embargo, entero en mi presencia. 

Mefistófeles. Te digo la pura verdad: si el hombre, ese pequeño mundo de orgullo y de  locura, se cree, por lo regular, ser un todo, de mí sé decirte que sólo soy una parte de la  parte que en un principio era todo; una parte de las tinieblas de que surgió la luz, la luz  soberbia, que ahora disputa a su madre la noche su antiguo rango y el espacio en que  

imperaba; si bien con poco resultado, porque, a pesar de todos sus esfuerzos, se ve  rechazada por doquiera, logrando tan sólo arrastrase por la superficie de los cuerpos. Brota  de la materia y la embellece, y basta, sin embargo, un solo cuerpo para detenerla en su  carrera. Por eso espero que no será de larga duración y que acabará por quedar anonadada  por la materia.  

Fausto. Ahora conozca las dignas funciones que ejerces, y que si no puedes destruir el todo,  procuras aniquilar la parte.  

Mefistófeles. Y a la verdad, no he adelantado mucho en mi tarea. Lo que se opone a la  nada, ese algo, este mundo material, no he podido destruirlo hasta aquí, a pesar de todos  mis esfuerzos: las olas, las tempestades, los terremotos, los incendios, nada puede  desquitarle por completo: siempre el mar y la tierra acaban por ponerse otra vez en  equilibrio; nada puede esperarse de esa maldita semilla, principio de los animales y de los  hombres. He sepultado a muchos, y veo, sin embargo, circular siempre nueva sangre. Hay  para volverse loco del modo con que van las cosas: en el aire, en las aguas, en la tierra, en  todas partes, en fin, es cada vez más potente la fuerza creadora, y siempre abortan por  doquier nuevos seres. Nada tendría para mí a no haberme reservado la llama.  Fausto. Así, pues, a la eterna actividad y a la fuerza felizmente creadora, opones tú la mano  helada del diablo, que en vano se crispa delirante. ¡Preciso te será cambiar de rumbo, hijo  raro del caos!  

Mefistófeles. Ya hablaremos de esto extensamente en nuestra próxima entrevista. ¿Me  permitirás por esta vez alejarme?  

Fausto. No sé por qué me lo preguntas. Ahora que te conozco, podrás visitarme como es tu  deseo; aquí tienes la ventana, la puerta y hasta la chimenea: puedes escoger para salir.  Mefistófeles. ¿Lo confesaré? Hay un pequeño obstáculo que impide mi salida: el pie  mágico en vuestro umbral.  

Fausto. ¿Tanto te inquieta el pentágramo? Dime, hijo del infierno, ¿si tanto te incomoda,  por qué has entrado aquí? ¿Es imposible que un espíritu como tu se halla dejado prender de  este modo?  

Mefistófeles. Luego lo comprenderás porque está mal colocado: el ángulo vuelto hacia la  calle se presenta, como vez, algo abierto.  

Fausto. Por una rara casualidad eres mi prisionero y casi había logrado mi objetivo.  Mefistófeles. Nada notó el perro al entrar de un brinco en la habitación, pero ahora es la  cosa eternamente distinta, y el diablo no puede salir de la casa.  

Fausto. Pero ¿por qué no sales por la ventana?  

Mefistófeles. Es una ley para diablos y fantasmas el salir por donde han entrado. El primero  de estos dos actos depende de nosotros, pero somos esclavos del segundo.  Fausto. ¿Luego el infierno tiene también sus leyes? Me complazco en saberlo. De este  modo un pacto hecho can vosotros será fielmente cumplido.  

Mefistófeles. Puedes gozar enteramente de lo que se te promete sin que nadie te prive de la  más mínima parte; pero como es cosa de mucho interés, ya volveremos a hablar de ello en  nuestra próxima entrevista. Ahora te ruego y te suplico que me dejes partir.  Fausto. Quédate un instante más para decirme la buena ventura. 

Mefistófeles. Pues bien, suéltame; yo no tardaré en volver y podrás preguntarme todo  cuanto gustes.  

Fausto. No te he puesto celada, y sólo por tu culpa caíste en la trampa. Dicen que el que  tenga el diablo no le deje escapar, porque no volverá a cogerle tan pronto.  Mefistófeles. Si tanto lo deseas, me quedaré para hacerte compañía, pero con la condición  que he de emplear todos los recursos de mi ciencia para que pases el tiempo dignamente.  Fausto. Con alegría me pongo a tu disposición, con tal que tu arte sea divertido.  Mefistófeles. Querido amigo, van a ganar más tus sentidos en una sola hora, de lo que  ganarían en la monotonía de un año entero. Lo que te canten los tiernos espíritus y las  bellas imágenes que les rodean no serán vanas ilusiones de la magia. Se deleitarán tu  paladar y tu olfato, y experimentará tu corazón un dulce éxtasis. Fuera preparativos inútiles  y ya que estamos reunidos principiad.  

Espíritus. Desapareced, arcos sombríos, para que la luz del cielo penetre hasta nosotros y  alegre nuestros ojos. Disípense las nubes que entenebrecen el éter y enciéndanse las blancas  estrellas y los hermosos soles. Ángeles de níveas alas, salid del seno de vuestras nubes  purpúreas para recorrer el espacio y seguir la huellas de nuestros ardientes deseos. Dulces  céfiros brisas puras, templad el ardor que abrasa a las plantas de nuestros valles y haced que  tiemblen de tierna emoción sus hojas al recibir de vosotros el beso de amor que debe  fecundarles. Agrúpense en la viña los racimos, ya que no cave más zumo en los lagares, y  salta vino en espumosas olas hasta que crucen las verdes paredes arroyos de púrpura. Ved  cómo se reflejan en el mar las verdes colinas al par del ganado que se apacienta en ellas.  También se descubren en lontananza islas afortunadas que parecen deslizarse sobre las  tranquilas ondas, y ofrecen al navegante delicioso oasis que le hace olvidar todas las  tormentas pasadas. Sólo reinan en aquel mundo ideal la alegría y los placeres. Así en el  fondo de los mares como en los espacios del aire, todo tiende a la vida, todo sigue su curso  incesante, todos los seres se sienten vivificados ante el astro que el cielo encendió para  alumbrarles.  

Mefistófeles. Muy bien ya está dormido. Hijos hermosos de aire le habéis encantado  fácilmente y os agradezco vuestro coro. No, no eres aún hombre capaz de sujetar al diablo.  Fascinadle con dulces emociones, sumergidle en un mar de delicias. En cuanto a mí, para  vencer el encanto de esta puerta, necesito el diente de un ratón; paréceme que no tendré que  conjurar mucho: he aquí que roe cerca y que no tardará en oírme. El señor de las retas y  ratones, de las moscas, de las ranas, de las chinches y de los piojos, te ordena sacar el  hocico y venir a morder el umbral de esta puerta, como si estuviese untado con aceite. Muy  bien; veo que obedeces con presteza la orden recibida; ya que estas aquí, sólo falta dar  comienzo a la obra. La punta que me ha rechazado se halla en el borde: una dentellada más  y todo está concluido. Ahora, Fausto ya puede soñar libremente; hasta la vista.  Fausto. (Despertándose.) ¿Si también esta vez saldré burlado? ¿Cómo ha podido aquella  multitud de espíritus desaparecer de este modo? He visto en sueños al diablo, y se me ha  escapado un perro... A esto queda reducido todo.  

El mismo gabinete de estudio  

Fausto. Llaman ¡Entrad! ¿Quién vendrá de nuevo a importunarme?  

Mefistófeles. Soy yo.  

Fausto. Entra. 

Mefistófeles. Deber decirlo tres veces.  

Fausto. ¡Entra, pues!  

Mefistófeles. Así me gustas, espero que nos entenderemos. Sólo por disipar tu mal humor  me presento cual joven noble en traje de púrpura bordado de oro, con la esclavina de raso al  hombro, la pluma en el sombrero y una largo espada afilada al lado, aconsejándote que  ahora te vistas del propio modo, para que eternamente libre vengas a gustar lo que es la  vida.  

Fausto. Cualquiera que sea el vestido que use, no por ello sentiré menos la miseria de la  existencia. Soy demasiado viejo para no pensar más que en divertirme, y sobrado joven  como para no tener deseo. Por tanto, ¿qué es lo que puede el mundo ofrecerme? ¡Debes  privarte, te es la privación indispensable! He ahí la canción eterna que zumba en todos los  

oídos, y que durante la existencia nos repite cada hora con su voz bronca. Cada mañana me  despierto azorado, y de buena gana derramaría amargas lágrimas al ver que el nuevo día no  ha de colmar ni uno solo de mis ardientes deseos, sino que, al contrario, ha de desvanecer  en un curso todos los presentimientos de toda alegría y hacer abortar las creaciones de mí  turbado espíritu. Y luego, cuando viene la noche me tiendo en el lecho poseído de la mayor  inquietud por saber que me aguarda en él, no el reposo, sino espantosos sueños. El espíritu  que reside en mí puede agitar profundamente mi alma y disponer de mis fuerzas todas; pero  es al parecer impotente en el exterior; por eso me es la existencia insoportable, por eso  deseo la muerta y detesto la vida.  

Mefistófeles. Y, sin embargo, nunca es la muerte un huésped bien recibido.  Fausto. ¡Dichoso aquel a quien la muerte corona de sangrientos laureles en el fragor del  combate, o aquel a quien, después de la embriaguez del baile, sorprende en los brazos de su  amada! ¡Ah! ¡ Que no pueda yo contemplar al grande Espíritu y morir en mi éxtasis  sublime!  

Mefistófeles. Y no obstante, hay quien no ha osado tomar esta noche cierto licor oscuro.  Fausto. Parece que el espionaje te complace.  

Mefistófeles. No poseo la ciencia universal, pero sé bastantes cosas.  

Fausto. Pues bien, ya que un sonido grato y dulce me ha librado de mi terrible angustia,  despertando en mí los sentimientos de la infancia con el recuerdo de mejores tiempos,  maldigo todo lo que con sus ilusiones impulsa al espíritu hacia lamentables abismos  ¡Maldita sea el orgullo humano; maldito el falso brillo que deslumbra nuestros sentidos;  maldito todo lo que engendra sueños de gloría y grandeza; maldito sea todo cuanto nos  hace desear la posesión de una mujer, de un niño, de un criado o de un coche; malditos sean  Marimón y sus tesoros, que nos hace acometer empresas temerarias y que nos embriagan  después ofreciéndonos la copa de ilícitos placeres; malditos sean el amor y sus ardientes  transportes; maldita sean, en fin, la esperanza y, sobre todo, la paciencia!  Coro de espíritus. (Invisible.) Ya has destruido todas las bellezas del mundo con tu  poderosa mano; sólo nos quedan algunas ruinas que irán rondando hasta el fondo del caos.  A un semidiós se debe esta destrucción general. ¡Séanos, al menos, lícito llorar sobre la  basta tumba que encierra tanta belleza! ¡Oh, tú, el más bello y poderoso de los hijos de la  tierra, reconstrúyele, infúndale tu corazón nueva vida, para que podamos cantar nosotros tu  inmortal obra!  

Mefistófeles. Escucha, escucha, son los más pequeños de todos mis espíritus. Mira cómo te  muestran la senda razonable que debes seguir. ¡Con cuánta razón y profundo saber te  impulsan hacia el mundo, arrancándote de este tenebroso recinto donde se hielan los jugos  de que debe alimentarse el alma! Cesa de complacerte en esa melancolía que, cual buitre 

carnívoro, devora tu vida. Por mal que sea la compañía en que estés, podrás sentir al menos  que eres hombre entre los hombres; sin embargo, no creas que se piense en hacerte vivir  entre la chusma. Aunque no soy yo de los primeros, si quieres unirte a mí y que  emprendamos juntos el camino de la vida, consiento gustoso en pertenecerte ahora mismo,  en ser tu amigo, tu criado, y hasta tu esclavo.  

Fausto. Y ¿Cuál sería mi obligación en cambio?  

Mefistófeles. Tiempo tiene de pensar en ello.  

Fausto. No, no; porque el diablo es un egoísta y no acostumbra sernos útil por amor de  Dios; así, pies, dime tus condiciones y habla claro, no deja de ser peligroso el tener en casa  semejante servidor.  

Mefistófeles. Quiero desde ahora a obligarme a servirte y acudir sin tregua ni descanso aquí  arriba a la menor señal de tu voluntad y tu deseo, con tal de que al volver a vernos allá  abajo hagas tú otro tanto conmigo.  

Fausto. Poco cuidado, en verdad, me da lo de allá abajo; empiezo por destruir ese viejo  mundo, ya que proceden de la tierra mis goces, y ya que es ése el sol que alumbra mis  penas; una vez libre de él, suceda lo que quiera. Poco me importa que en la vida futura se  ame o se odie, ni que tengan esas esferas encima ni debajo.  

Mefistófeles. Si tal es tu disposición, puedes muy bien aceptar lo propuesto; decídete y  sabrás desde luego cuales son las delicias que puede proporcionar mi arte, y te daré lo que  ningún hombre ha llegado siquiera a entrever.  

Fausto. Pobre demonio, ¿qué es lo que tú puedes darme? ¿Ha habido, por acaso, ninguno de  tus semejantes que haya podido comprender al hombre en sus sublimes aspiraciones? ¿Qué  es lo que puedes ofrecerme? Alimentos que no sacian; oro miserable que, como el azogue,  se desliza de las manos; un juego en el que nunca se gana; una joven que en medio de sus  protestas de amor hará guiños al que esté a mi lado; o el honor, falsa divinidad que  desaparecerá como un relámpago. Muéstrame un futuro que no se pudra antes de estar  maduro, y árboles que se cubran diariamente con un nuevo verdor.  

Mefistófeles. No me arredra semejante empresa, porque puedo ofrecerte todos esos bienes.  Mi buen amigo, desde este momento podemos lanzarnos al despilfarro y a la orgía.  Fausto. El día en que tendido en un lecho de pluma pueda gozar la plenitud del reposo, no  responderé de mí. Si puedes seducirme hasta el extremo de que quede contento con mí  mismo, si puedes adormecerme en el seno de los placeres, sea aquél para mí el último día y  para ti el de mayor triunfo.  

Mefistófeles. Aceptado.  

Fausto. ¡Aceptado! Si una sola vez llego a decirte: ¡qué hermoso eres, no te asustes,  permanece siempre a mi lado! Entonces podrás maniatarme; entonces consentiré en que se  abra la tierra bajo mis pies; entonces podrá resonar la campana de agonías; entonces  quedaras libre y recogerás el precio de tus servicios, porque habrá sonado para mí la última  hora.  

Mefistófeles. Pensadlo bien, que no lo olvidaremos.  

Fausto. En cuanto a esto, estarás en tu derecho. No creas que al aceptar haya obrado con  ligereza. ¿Acaso ahora no soy también esclavo? ¿Qué me importa que tú u otro sea mi  amo?  

Mefistófeles. Desde hoy, pues, me constituiré en criado del doctor; sólo me falta advertiros  una cosa, a saber: que en nombre de la vida o de la muerte exijo de vos algunas líneas.  Fausto. ¡Cómo! ¡Nunca hubiera creído que llegase tu pedantería hasta el punto de pedirme  un escrito! ¿Es posible que conozcas tan poco al hombre y que no sepas lo que vale su 

palabra? ¿No basta el que yo haya pronunciado aquella que para siempre dispone de mi  vida? ¿Crees que, en medio de la tempestad que agita y hace retemblar al mundo sobre sus  cimientos, pueda nunca olvidarme una palabra escrita? ¡Qué quimera tan arraigada en  nuestros corazones! ¿Quién intentaría siquiera evadir su cumplimiento? Dichoso aquel que  conserva pura la fe en su seno por no serle costoso ningún sacrificio. Pero un pergamino  escrito y sellado es un fantasma para todo el mundo, y sin embargo, la palabra expira al  transmitirla la pluma, no quedando más autoridad que la del pergamino. ¿Qué quieres de  mí, maligno espíritu, bronce, mármol, pergamino o papel? También dejo a tu elección si  debo escribirlo con un estilo, con un buril o una pluma.  

Mefistófeles. ¡Cuánta palabrería! ¿Porqué te has de exaltar de este modo? Basta un pedazo  de papel cualquiera, con tal de que escribas en él con una gota de sangre.  Fausto. Si así lo quieres...  

Mefistófeles. Es la sangre un jugo muy particular.  

Fausto. No temas que falte a este pacto; es la colaboración de mi actividad lo que te  ofrezco; me he engreído tanto que sólo puedo pertenecer a tu clase. El espíritu creador me  ha desechado: la naturaleza se cierra ante mí, el hilo de mi pensamiento está roto, y estoy  hastiado de toda ciencia. Haz, pues, que queden satisfechas mis ardientes pasiones, que  cada día se preparen para mí nuevos encantos bajo el impenetrable velo de la magia; que  me sea dado sumergirme en el torbellino del tiempo y en los pliegues más secretos de lo  porvenir, para que el dolor y el goce, la gloria y la pena se sucedan en mí confundidos.  Preciso le es al hombre vivir en una actividad eterna.  

Mefistófeles. No, éste no ha señalado ningún límite ni objeto; así pues, si es tu deseo gozar  de todo un poco y aprovechar tu rápida carrera, podrás tener cuantos tesoros apetezcas, con  tal que te unas a mí y no seas timorato.  

Fausto. Bien ves que no se trata aquí de pasajera dicha; al contrario, quiero consagrarme  todo entero al vértigo, a los goces más terribles, al amor que confina con el odio, al  desaliento que eleva. Mi corazón, curado de la fiebre del saber, no estará en adelante  cerrado para ningún dolor; en cambio quiero sentir en lo más profundo de mi ser todos los  goces concedidos a la humanidad, saber lo que hay de más sublime y de profundo en ellos,  acumular en mi seno todo el bien y todo el mal, que es su patrimonio exclusivo, hacer  extensivo mi propio mal hasta el suyo y acabar por morir como el genero humano.  Mefistófeles. Puedes creerme: yo, que desde hace miles de años estoy masticando este duro  alimento, te aseguro que desde la cuna del sepulcro ningún hombre puede digerir la antigua  levadura. Cree a uno de los nuestros que dice: ese gran todo está creado por un solo Dios; a  él se deben esas eternas estrellas; a nosotros nos ha creado para las tinieblas, y sólo  vosotros tenéis el día y la noche.  

Fausto. Pero yo deseo...  

Mefistófeles. Te comprendo, pero sólo una cosa me inquieta: el tiempo es corto y el arte  largo. Creo que deberías instruiros; uníos con un poeta; dejadle dar rienda suelta a su  imaginación y haced que os infundan todas las más nobles cualidades, esto es: el valor del  león, la agilidad del ciervo, el ardor del italiano, la constancia del habitante del Norte.  Haced que halle el medio de unir la magnanimidad a la astucia, y que en virtud de cierta  combinación os dote de las ardientes pasiones de la juventud. De mí sé deciros que me  gustaría en gran manera ver a un hombre de esta clase, para darle el titulo de maestro  Microcosmo.  

Fausto. ¿Quién soy, pues, si no me es dado llegar a esa corona de humanidad a que aspiran  todos mis sentidos? 

Mefistófeles. Tu eres, el último resultado, lo que debes ser: coloca sobre tu cabeza una  peluca de miles de bucles, calza tus pies con coturnos de una vara de alto, que no por ello  dejarás de ser lo que eres.  

Fausto. ¡Bien lo veo! En vano he reunido todos los tesoros del espíritu humano, puesto que  en el recogimiento no siento surgir en mí ninguna fuerza nueva, ni se ha aumentado ni  grandeza el espesor de un cabello, ni en lo más mínimo me he acercado a lo infinito.  Mefistófeles. Mi buen señor, eso consiste en que todo lo veis como se ve vulgarmente; es  preciso aprovecharnos antes de que se nos escapen eternamente los placeres de la vida.  Veamos: tus manos, tus pies, tu cabeza y tu espalda te pertenecen sin duda alguna, y no  porque utilice audazmente una cosa puede decirse que me pertenezca menos. Si poseo seis  caballos, ¿no será su fuerza también mía? Pues he aquí que si lo monto, podré contar con  sus veinticuatro piernas. Déjate, pues, de reflexiones y lánzate al mundo con migo. Te lo  aseguro: el hombre pusilánime es como el animal a quien hace un duende girar en derredor  de un páramo, mientras que se extienden en torno suyo verdes y hermosos pastos.  Fausto. ¿Cuándo empezamos?  

Mefistófeles. Vamos a partir enseguida, ya que no es este gabinete más que un lugar de  tortura, ya que no merece el nombre de vida el perpetuo fastidio que uno siente y causa.  Deja ese triste estado para tu vecino el gordo. ¿A qué atormentarte inútilmente por más  tiempo? Lo mejor de lo que sabes no te atreves siquiera a decirlo a tu discípulo. ¡Ah! Oigo  

pasos en el corredor.  

Fausto. Sea quien fuere, me es imposible recibirle.  

Mefistófeles. Después de haberse esperado tanto tiempo, no puede dejársele al pobre  muchacho desalentado. Vamos, dame tu vestido y tu gorra; mucho me engaño o ha de irme  el disfraz a las mil maravillas. (Se viste.) Ahora, confía en mí: apenas necesito un cuarto de  hora y entre tanto prepárate para nuestro hermoso viaje. (Fausto sale. Mefistófeles con el  largo vestido de Fausto.) Sí, sí, desprecia la razón y la ciencia, suprema fuerza del hombre;  deja que el espíritu infernal te ciegue con sus ilusiones y sus encantamientos, y te me  entregaras sin exigirme condición alguna. El destino le dotó de un espíritu incapaz de  contenerse en su desenfrenada carrera; en alas de su aspiración ardiente ha pasado ya por  todos los placeres de la tierra; séame ahora dado a mí arrastrarle por los desiertos de la vida  a través de una medianía insignificante, donde forcejeará agitado en su lucha incesante, sin  ver nunca satisfecho su deseo insaciable por retroceder siempre la copa ante sus abrasados  labios. En vano demandará gracia; aun cuando no se hubiese dado al diablo, no sería menos  inevitable su pérdida.  

(Entra un estudiante)  

El estudiante. Acabo de llegar y me presento humilde para conocer y hablar con un hombre  que excita el respeto y la admiración general.  

Mefistófeles. Me complace en gran manera vuestra cortesía; sólo veréis en mí a un hombre  como cualquier otro. ¿Son muchos vuestros estudios?  

El estudiante. Vengo a pediros que os encarguéis de mí; estoy animado de la mejor  voluntad, y tengo algún dinero y mucha salud, y sólo a duras penas ha consentido mi madre  en que me ausentase de ella; pero mi deseo de aprender aquí algo útil ha vencido todos los  obstáculos.  

Mefistófeles. No podíais elegir mejor sitio. 

El estudiante. Pues en verdad quisiera ya retirarme, porque no tienen para mí estos muros y  estas salas atractivo alguno; hay, además, un espacio muy pequeño, y no se descubre desde  él ni un solo árbol, y puedo afirmar que en esta sala y en estos bancos perdería el oído, la  vista y el pensamiento.  

Mefistófeles. Todo depende del hábito. Tampoco el niño toma en un principio de buena  gana el pecho materno, y luego se le ve beber en él con placer su alimento. Lo propio os  sucederá a vos con el seno de la sabiduría.  

El estudiante. Mucho deseo colgarme de su cuello, pero enseñadme el medio de lograrlo.  Mefistófeles. Esplicaos antes de continuar: ¿cuál es la facultad que elegís?  El estudiante. Mi deseo de saber es tal, que quisiera abarcar todo cuanto existe en el cielo y  en la tierra, en la ciencia y en la naturaleza.  

Mefistófeles. Estáis en buen camino, pero es necesario no dejaros distraer.  El estudiante. En él estoy en cuerpo y alma; con todo, procurareme la libertad posible y  algunas horas de ocio en esos hermosos días de fiesta del verano.  

Mefistófeles. Aprovechad el tiempo. ¡Pasa tan pronto! Pero el método os enseñará a  ganarlo. Así, pues, mi buen amigo, ante todo os aconsejo un curso de lógica, que es la que  ha de dirigir vuestro espíritu; la lógica le calzará estrechos borceguíes, para que ande  derecho y con circunspección por el camino del pensamiento y no se extravíe como un  fuego fatuo en el espacio. Luego se os enseñará durante muchos días, que aun para las  cosas más sencillas, y que haríais en un abrir y cerrar de ojos, como beber y comer, es  absolutamente indispensable obrar con método y por tiempos. Y en efecto, sucede con el  pensamiento lo que con un telar, en el que basta un solo esfuerzo para poner en juego  millares de hilos, donde la lanzadera corre sin cesar y al deslizarse se escurren los hilos  invisibles y a la vez se forman mil nudos. Viene también el filósofo y os demuestra que  debe ser de aquel modo: lo primero es esto y lo segundo es aquello; luego lo tercero y lo  cuarto debe ser lo otro, y sin lo primero y lo segundo, nunca hubiera existido lo tercero y lo  cuarto. Los estudiantes de todos los países, a pesar de comprenderlo así, nunca llegan a ser  tejedores. Si se quiere conocer y comprender algo importante, se empieza desde luego por  hacer abstracción de la inteligencia: se dispone de todos los elementos, pero ¿cómo lograr  el anhelado objeto si falta el lazo intelectual? La química llama a eso Encheiresin naturae, y  sin pensarlo se burla de sí propia.  

El estudiante. No os comprendo bien.  

Mefistófeles. Lo comprenderéis mucho mejor cuando hayáis aprendido a deducirlo y  calificarlo todo convenientemente.  

El estudiante. De tal modo me atolondra todo esto, que creo tener una rueda de molino en la  cabeza.  

Mefistófeles. Y luego debéis, ante todo, dedicaros a la metafísica; en ella podréis  profundizar todo lo que no es dado comprender a la inteligencia humana, y por todo lo que  pertenezca o deje de pertenecer a ella recurriréis a una palabra científica. Para este primer  curso disponed vuestro tiempo lo más regularmente posible; tendréis cinco clases diarias,  acudid a ellas a la primera campanada, debidamente preparado, sin dejar de saber todos los  párrafos de vuestra lección, a fin de que nada dejéis que no se encuentre en el libro; con  todo, podréis escribir como si el Espíritu Santo os dictase.  

El estudiante. No será necesario que me lo repitáis dos veces, por estar muy convencido de  lo útil que debe serme; además, nada iguala el placer que uno siente cuando ha pintado lo  blanco de negro.  

Mefistófeles. Así, pues, elegid una carrera. 

El estudiante. No puedo acostumbrarme al estudio del derecho.  

Mefistófeles. Lejos de mí la idea de reprenderos por ello, pues demasiado sé lo que es  aquella ciencia. Las leyes y los derechos se suceden como una eterna enfermedad y se les  ve pasar de generación en generación y arrastrarse sordamente de un punto a otro: la razón  se convierte en locura, y el beneficio en tormento. ¡Desdichado de ti, de tus padres, por no  tratarse nunca del derecho que nació con nosotros!  

El estudiante. Aumentáis aún la repugnancia que sentía por aquella ciencia. ¡Ah! ¡Dichoso  a que sea instruido por vos! Casi estoy por estudiar teología.  

Mefistófeles. No quisiera que os atrevieseis, por que es en esta ciencia muy fácil extraviar  la senda que se debe seguir, en cuyo caso no habría para vuestro mal remedio alguno. Lo  mejor que debe hacerse en materia tan delicada en no escuchar más que a uno solo, y  afirmar por la palabra del maestro. En suma... ateneos a las palabras si deseáis llegar con  pie firme y seguro al templo de la verdad.  

El estudiante. Sin embargo, toda palabra debe contener siempre una idea.  Mefistófeles. Según, pero no debe uno inquietarse mucho por esto, porque cuando faltan  ideas, hay palabras que pueden sustituirlas; con ellas puede discutirse enérgicamente, y  hasta con ellas erigirse un sistema. Como son las palabras tan fácilmente creídas, no se  borraría de ella ni una coma.  

El estudiante. Dispensadme el que os interrumpa con mis preguntas, pues tengo aún que  molestaros. ¿No podríais decirme algo acerca de la medicina? ¡ Tres años pronto se pasan,  y es, por otra parte, tan vasto el campo que ofrece! Aun cuando no sea más que un dedo el  que nos señala el camino, se siente uno animado para seguir adelante.  Mefistófeles (parte.) Este tono magistral ya empieza a fastidiarme: adoptemos nuevamente  el papel del diablo. (En voz alta.) El espíritu de la medicina puede comprenderse  fácilmente; estudiad bien el grande y pequeño mundo, para dejarlos ir al fin donde Dios  mejor quiera. En vano intentaríais profundizar la ciencia, puesto que sólo aprende cada cual  lo que logra aprender; sólo las circunstancias, o mejor dicho, el saber aprovechar la  ocasión, puede haceros grande hombre. Vos tenéis buena traza, y me parecéis además  bastante aventurero; así que, basta que tengáis confianza en vos mismo, para que no os falte  de los demás. Sobre todo, dedicaos a la curación de las mujeres; esos eternos dolores mil  veces repetidos se curan todos por un mismo tratamiento, y con tal que seáis con ellas  respetuoso a medias, las dominaréis por completo. Basta un título para atraer su confianza y  convencerlas de que nuestra ciencia excede con mucho a todas las demás; podréis entonces  permitiros ciertas cosas que apenas lograrían otros después de años enteros de adulación y  de lisonja: tomadlas luego el pulso, dirigiéndolas al propio tiempo una ardiente mirada, y  pasad luego el brazo en derredor de su esbelto talle, como por ver si el corsé les aprieta  demasiado.  

El estudiante. Eso me parece ya mucho más claro, pues al menos se ve aquí el fin y el  medio.  

Mefistófeles. Mi querido amigo, toda teoría es tan seca como verde y lozano es el árbol de  la vida.  

El estudiante. Os juro que todo esto se me antoja un sueño. ¿Me atreveré a importunaros de  nuevo sólo por oíros y aprovecharme de vuestra ciencia?  

Mefistófeles. Podéis contar siempre con todo lo que de mí dependa.  

El estudiante. No puedo ausentarme sin presentaros antes mi álbum: dignaos concederme  una línea.  

Mefistófeles. Con mucho gusto. (Escribe y le devuelve el álbum.) 

El estudiante (lee.) Eristis sicut Deus, Scientes bonum et malum.  

(Cierra el álbum con respeto, saluda y se retira.)  

Mefistófeles. Sólo falta que practiques la vieja sentencia de mi prima la serpiente, para que  tu semejanza con Dios te atormente algún día.  

(Entra Fausto.)  

Fausto. ¿Adónde debemos dirigirnos?  

Mefistófeles. A donde tu desees. Podemos ver el grande y el pequeño mundo. ¡Con cuánto  gusto y provecho vas a seguir su animado curso!  

Fausto. Sí; pero, a pesar de mi larga barba, puedo asegurarte que no sé vivir; así que dudo  mucho del éxito de mi empresa; nunca he sabido comportarme en el mundo: me ciento tan  pequeño en presencia de los demás, que a cada paso me veré turbado.  Mefistófeles. Mi buen amigo, todo esto se adquiere fácilmente, sólo te falta tener confianza  en ti propio para saber vivir.  

Fausto. ¿Cómo vamos a salir de aquí? ¿Dónde tienes caballos, criados y coche?  Mefistófeles. No tenemos más que extender esta capa para emprender un viaje aéreo, pero  te encargo que no lleves grandes líos, porque no deja de ser nuestra ascensión bastante  atrevida. Voy a preparar un poco de aire inflamable que no tardará en levantarnos del suelo  y ya verás, si no pensamos demasiado, cuán rápido va a ser nuestro viaje. Te felicito por tu  nueva carrera al través de la vida.  

Taberna de Auerbach De Leipzig  

Reunión de alegres compañeros.  

Frosch. ¿No hay ya quien quiera beber y reír? Yo procuraré que hagáis algún viaje. Heos  aquí hoy como paja mojada, vosotros que por lo regular sois todo fuego.  Brander. Tú tienes la culpa, puesto que no pones sobre el tapete ni una tontería, ni una  piedra de escándalo.  

Frosch. (Arrojándole un vaso de vino a la cabeza.) Ahí tienes las dos cosas a un tiempo.  Brander. ¡Marrano!  

Frosch. Puesto que lo deseabais, preciso era serlo.  

Siebel. Afuera los alborotadores, cantad con toda la fuerza de vuestros pulmones, bebed  cuanto queráis y gritad como energúmenos: ¡Ah! ¡Eh! ¡Hola! ¡Oh!  

Altmayer. ¡Ay de mí! ¡Estoy sordo! Traedme algodón, porque ese maldito me desgarra el  tímpano.  

Siebel. Sólo cuando retumba la bóveda se puede juzgar del eco del bajo.  Frosch. Es cierto: a la calle el que empiece a amostazarse. ¡Ah! ¡Tara-rá lara-rá!  Altmayer. ¡Ah! ¡Tara, tara, rarí!  

Frosch. Afinadas están las gargantas. (Canta.)  

 “¿Cómo existe todavía  

El santo imperio romano?” 

Brander. ¡Vaya una canción tonta! Deja esa canción política, esa canción tan fastidiosa. Da  gracias a Dios por no tener que pensar todos los días en el imperio romano. En cuanto a mí,  considero como un gran bien el no ser emperador ni canciller. Como todo, nos es preciso un  

jefe; nombremos pues un papa; ya sabéis que calidad da la elección, y de que modo eleva  ésta al hombre.  

Frosch. (Canta.)  

 “Cantor de los bosques, ruiseñor querido,  

 Ve a saludar mil veces a mi amor.”  

Siebel. Nada de saludos a nuestras amadas, si no queréis fastidiarme.  

Frosch. ¡A mi querida, saludos y besos! No serás tú quien me lo impida. (Canta.)  “Descorre tus cerrojos  

 Sin hacer ruido,  

Que tu amante te espera  

 Muerto de frío.”  

Siebel. Pondera y canta sus atractivos cuanto quieras, que no por ello dejará de engañarte;  cuando te deje como me dejó a mi no podré menos de reírme. Désele por cortejo un gnomo  que la requiebre en una encrucijada, o un viejo chivo que al volver del Blocksberg le dé al  pasar las buenas noches, pero de ningún modo un joven de carne y hueso, por no merecerlo  semejante tunanta. Mi saludo con ella consistiría en romperle todos los cristales.  Brander. (Dando un golpe sobre la mesa.) ¡Silencio, silencio! Prestadme atento oído y os  convenceréis todos de que soy hombre que sé vivir y que conozco el mundo. Hay aquí  enamorados y, siguiendo la costumbre establecida, debo darles por buenas noches algo que  les alegre. Atención, pues, y aquí va una canción de las que están hoy más de moda;  únicamente os encargo que repitáis el estribillo con todo el vigor de vuestros pulmones.  (Canta.)  

“Una rata se alojo en una buena repostería y de tal suerte se llenó de harina y de manteca,  que en menos de una semana tuvo la panza como el hermano Martín. Pero un día la  cocinera puso a la rata un veneno y entonces esta saltaba y corría como si tuviese el amor  en el cuerpo.”  

Todos. (Haciendo el coro.) “Cual si tuviera el amor en el cuerpo.”  

Brander. “Corre, trota, bebe en todos los cachorros; come, roe y araña ventanas y cortinas.  Nada le quita la sed. Pero cansada de tantos esfuerzos modera su furor como si la comadre  tuviese el amor en el cuerpo.”  

Coro. “Como si tuviese el amor en el cuerpo.”  

Brander. ”Devorada por el fuego del veneno, baja la escalera hasta la cocina, cae en el  fogón, y allí hace una mueca que os inspiraría compasión, y viendo alegre a la conciencia,  levanta la moribunda mirada como si tuviese el amor en el cuerpo.’  

Coro. “Como si tuviese el amor en el cuerpo.”  

Siebel. ¡Cuán poca cosa divierte a esos imbéciles! ¡Qué gracia la de envenenar a una pobre  rata!  

Brander. ¿Luego las tienes en mucha estima?  

Altmayer. No es extraño que con su panza y su calva se conmueva tanto, porque ve en  aquella rata hinchada su propio retrato. 

(Entran Fausto y Mefistófeles.)  

Mefistófeles. Debo, ante todo, introducirte en una alegre sociedad, para que veas cuán  festivamente puede pasarse la vida. Con poca inteligencia y con mucho buen humor, cada  cual va girando aquí en su estrecho círculo, como los gatos jóvenes que juegan con su cola.  Con tal que tengan la cabeza libre y que el huésped les preste, viven alegres y sin ningún  cuidado.  

Brander. He aquí dos viajeros, según lo indica claramente su aspecto; apostaría que no hace  una hora que han desembarcado.  

Frosch. Soy de tu propio parecer. ¡Honor a nuestro Leipzig, que es un segundo París!  Siebel. ¿Quiénes son, en tu concepto, estos extranjeros?  

Frosch. Déjame hacer y ya verás cómo logro con un sólo brindis desenmascararlos. A  juzgar por su porte y su altivez, deben ser de elevada alcurnia.  

Brander. De seguro son charlatanes; apostaría algo.  

Altmayer. Puede ser muy bien.  

Frosch. Ya veréis cómo voy a chasquearles.  

Mefistófeles (a Fausto.) Nunca esa pobre gente recela del diablo, ni aun cuando le tenga  pegado a su cuerpo.  

Fausto. Muy buenos días, señores.  

Siebel. Os damos gracias por vuestra figura. (En voz baja mirando de soslayo a  Mefistófeles.) ¿Qué querrá ese pícaro?  

Mefistófeles. ¿Nos permitiréis sentarnos junto a vosotros? Ya que nos falta buen vino,  gocemos al menos de una buena compañía.  

Altmayer. Me parece que debéis hallaros contrariado.  

Frosch. Habéis salido muy tarde de Ripach. ¿Habéis senado esta noche en la hostería del  señor Juan?  

Mefistófeles. Hemos pasado por delante de ella, pero sin detenernos siquiera. La última vez  que le hablamos, qué sé yo cuánto nos dijo de sus primos, dándonos mil y mil expresiones  para cada uno de ellos. (Se inclina hacia Frosch.)  

Altmayer, en voz baja. ¡Condenado! ¿Ya sabes a quién te diriges?  

Siebel. Es un compadre astuto.  

Frosch. No importa; aguarda y verás cómo le cojo.  

Mefistófeles. A no engañarme, hemos oído al entrar un coro de hermosas voces. Es verdad  que el canto debe resonar admirablemente debajo de esta bóveda.  

Frosch. ¿Sois por acaso artista?  

Mefistófeles. ¡Oh! No; mi mérito no es mucho, pero mi afición es grande.  Altmayer. Cantadnos algo.  

Mefistófeles. Cantaré todo cuánto deseéis.  

Siebel. No exigimos más que una canción, pero deseamos que sea eternamente nueva.  Mefistófeles. Casualmente llegamos de España, hermoso país del buen vino y las  canciones. (Canta.) “Un rey en su palacio tenía una linda pulga...”  

Frosch. Silencio, silencio. ¡Una pulga! ¿Lo habéis oído? ¡Una pulga! ¡Qué huésped tan  raro! 

Mefistófeles. (Canta.) “Un rey en un palacio tenia una linda pulga, a la que amaba tan  tiernamente como si fuera parte de su familia; así que llamo cierto día a un sastre para que  le hiciese un gran traje de corte.”  

Brander. Sobre todo, no olvidaría encargar al sastre que le tomase con exactitud la medida,  a fin de que no se notase en sus calzones la más pequeña arruga.  

Mefistófeles. “De paño, seda y armiño se viste a la beldad, que no tarda en ver adornar su  pecho todas las órdenes conocidas; cualquiera la hubiese creído ministro al ver ostentar el  cordón azul y la orden de la jerarquía. Tan pronto como supo su familia la recepción que le  había sido hecha en la corte, resolvió ir a instalarse en ella. Pero como, luego de su llegada,  la reina, sus damas y todos los cortesanos tuviesen que rascar continuamente, sin poder  descansar de día ni de noche, se sublevaron contra aquella tiranía insufrible, resolviendo  dar muerte a cuantas pulgas le picaran.”  

Frosch. ¡Bravo, bravo! Eso es lo que deberían haber hecho ya desde el primer día.  Siebel. Otro tanto suceda a las demás pulgas.  

Brander. Apretad los dedos y no paréis hasta aplastarlas.  

Altmayer. ¡Viva la libertad! ¡Viva el buen vino!  

Mefistófeles. Con placer echaría un trago en honor de la libertad, a ser un poco mejor  vuestro vino.  

Siebel. No os atreváis a repetirlo.  

Mefistófeles. A no temer que el dueño lo tomase a mal, ofrecería a esos dignos convidados  algo de nuestra bodega.  

Siebel. Podéis hacerlo sin ningún cuidado; yo respondo de ello.  

Frosch. Dadnos de él un buen vaso, si queréis que os elogie; lo que es yo sólo soy buen  conocedor cuando puedo echar buenos tragos.  

Altmayer (en voz baja.) Debe ser del Rhin; estoy seguro de ello.  

Mefistófeles. Procuradme un barreno.  

Brander. ¿De qué os servirá si no tenéis aquí una ninguna cuba?  

Altmayer. Allí ha dejado el huésped una cesta de herramientas.  

Mefistófeles (tomando el barreno de manos de Frosch.) Decidme ahora cuál queréis probar.  Frosch. ¿Qué queréis decir? ¿Tenéis por ventura un gran depósito?  

Mefistófeles. Elija cada cual el que le parezca mejor.  

Altmayer (a Frosch.) ¡Ah! ¡Ah! Veo que empiezas ya a relamerte.  

Frosch. Y ¿porqué no? Ya que puedo elegir, yo pido vino del Rhin; la patria es lo que  produce siempre lo más selecto.  

Mefistófeles (abriendo un agujero al borde de la mesa, junto al asiento de Frosch.) Dame  pronto un poco de cera para que haga las veces de tapón.  

Altmayer. ¡Ah! ¡Ah! Esto es un juego de manos.  

Mefistófeles (a Brander.) ¿Y vos?  

Brander. Yo quiero Champaña, que sea muy espumoso.  

(Mefistófeles sigue barrenando, mientras está otro haciendo tapones para los agujeros.)  

Brander. No nos es siempre dado renunciar a los productos del extranjero, y no es extraño,  si se atiende a quien siempre está lo mejor lejos de nosotros. Un verdadero alemán no  puede sufrir a los franceses, y sin embargo bebe con mucho gusto su vino. 

Siebel (mientras que Mefistófeles se le va acercando.) Debo confesar que no me gusta el  vino seco; dadme una copa del dulce.  

Mefistófeles (barrenando.) Brote, pues, para vos el Tokai.  

Altmayer. No, señores: miradme cara. Bien lo veo, os burláis de nosotros.  Mefistófeles. Confesad que con hombres como vosotros no dejaría de ser esto algo  peligroso. Vamos, decidme, ¿cuál es el vino que preferís?  

Altmayer. Me gustan todos, os digo francamente.  

(Después de estar hechos y tapados los agujeros)  

Mefistófeles (haciendo extraños gestos.) La viña produce uvas y cuernos el macho cabrío;  es el vino un agradable rocío, y tiene la cepa una madera dura como el bronce. ¿Por qué la  madera de esta cepa no ha de proporcionarnos, pues, el mosto necesario? Os juro que basta  

dirigir a la naturaleza una mirada investigadora para obrar semejante milagro. Ahora quitad  los tapones y bebed a vuestro antojo.  

(Todos quitando los tapones y recibiendo en sus vasos el vino apetecido.)  

Mefistófeles. Sólo os encargo que no vertáis ni una gota. (Se ponen a beber.)  Todos (cantando.) “Bebamos, bebamos, bebamos como quinientos cochinos.”  Mefistófeles. ¡He aquí a esos tontos enteramente emancipados! ¡Mira qué dichosos son!  Fausto. Quisiera retirarme ahora.  

Mefistófeles. Aguarda unos instantes más y verás llegar la bestialidad a su máximo  esplendor.  

Siebel (bebe sin precaución, por lo que se le derrama el vino y se convierte en llama.)  ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Socorro! ¡El infierno se abre!  

Mefistófeles (dirigiéndose hacia la llama.) ¡Cálmate, mi elemento querido! (Volviéndose  hacia los compañeros.) No ha sido por esta vez más que una chispa del purgatorio.  Siebel. ¿Qué es esto? Aguardad, que la habéis de pagar cara. ¿Ignorabais sin duda con  quiénes os la habíais?  

Frosch. Volved a hacerlo.  

Altmayer. Pues yo opino por que se le ruegue despeje el campo.  

Siebel. ¡Cómo! ¿Después de haber tenido la audacia de hacer aquí su hocuspocus?  Mefistófeles. ¡Silencio viejo tonel!  

Siebel. ¡Si aún se atreverá a hacer aquí el guapo, ese palo de escoba!  

Brander. Aguardad un poco, si queréis que caiga una lluvia de palos.  Altmayer (arranca un tapón de la mesa y brota del agujero una llama que le alcanza.) ¡Me  quemo! ¡Me quemo!  

Siebel. ¡Brujería!... Arrojaros sobre él y haced que ese malvado no se burle de nosotros  impunemente. (Sacan sus puñales y se arrojan sobre Mefistófeles)  

Mefistófeles (con impasible gravedad.) Encantos e ilusiones, turbad su razón y su vista,  haciéndola vagar de una a otra parte. 

(Se paran asombrados mirándose unos a otros.)  

Altmayer. ¿Dónde estoy? ¡Cuán bello es el país que se extiende a mi vista!  Frosch. Una colina cubierta de viñedos. ¿No me engañan mis ojos?  

Siebel. ¡Qué de racimos tengo a la mano!  

Brander. ¡Cuántos racimos y copas hay entre los verdes pámpanos! (Coge a Siebel por la  nariz, hacen los demás otro tanto unos a otros y levantan los puñales.)  Mefistófeles (con la mirada impasible.) Caiga la venda de sus ojos para que vean como  sabe el diablo burlarse de ellos. (Desaparece con Fausto y suelta cada cual su presa.)  Siebel. ¿Qué es esto?  

Altmayer. ¿Que?  

Frosch. ¿Era, pues, tu nariz?  

Brander (a Siebel.) ¡También yo tengo la tuya en la mano!  

Altmayer. ¿Qué golpe ha sido eso? Tengo todos los miembros dislocados: pronto una silla  porque desfallezco.  

Frosch. Nada temas; sólo quiero que me digas lo que ha sucedido.  

Siebel. ¿Dónde está el tunante? Si alguna vez llego a cogerlo, no saldrá vivo de entre mis  uñas.  

Altmayer. Yo lo he visto salir por la puerta de la bodega montado en una cuba. Tengo los  pies pesados como el plomo. (Volviéndose hacia la mesa.) ¡Si al menos continuara el mosto  manando! Todo es mentira.  

Siebel. ¡Todo era ilusión y encantamiento!  

Frosch. Y, sin embargo, yo habría jurado que estaba tomando buen vino.  Brander. Y, ¿qué ha sido de aquellos racimos?  

Altmayer. ¡Luego se dirá después de esto que no debe creerse en milagros!  

Cocina de una hechicera  

Hay una gran marmita hirviendo en un hogar muy bajo, en medio del vapor que exhala se  ven revoloteando raras figuras. Una mona, sentada junto a la marmita, la espuma y cuida  que no rebase. El mono, con sus pequeñuelos, se calienta a su lado. Las paredes y el techo  están llenos de extrañas herramientas que usa la hechicera.  

Fausto y Mefistófeles.  

Fausto. Mucho me repugna este fantástico aparato. ¿Puedes prometerme que recobraré la  vida en medio de tantas extravagancias? ¿Qué consejos podrá darme una bruja? ¿Puede  haber aquí mixtura alguna que me quite treinta años de encima? ¡Ay de mí! Si no puedes  procurarme otra cosa, he perdido ya toda esperanza. ¿Es posible que ni la naturaleza ni un  doble espíritu no hayan descubierto un bálsamo en parte alguna? 

Mefistófeles. Hete aquí, amigo mío, filosofando como siempre. Para rejuvenecerte hay, sin  embargo, un medio muy natural; pero está en otro libro y forma un capítulo muy curioso.  Fausto. Quiero saber enseguida cual es ese medio.  

Mefistófeles. Muy bien; es un medio que no exige dinero, medicina ni sortilegio. Dirígete  ahora mismo al campo, toma la azada, ponte a trabajar, sepúltate con tu pensamiento en un  estrecho círculo, conténtate con alimentos sencillos, vive como animal entre los animales y  no te niegues a estercolar los campos que cultives. He aquí el medio más seguro para llegar  joven a los ochenta años.  

Fausto. No estoy habituado a ello, y no podré por tanto decidirme a tomar nunca el azadón.  Además, de ningún modo puede seducirme una vida tan austera.  

Mefistófeles. Por esto debe la hechicera intervenir en este negocio.  

Fausto. Pero, ¿por qué ha de ser justamente esa vieja? ¿Por ventura no puedes tú mismo  preparar el brebaje?  

Mefistófeles. ¡En verdad que sería un grato pasatiempo! Antes preferiría construir mil  puentes. El arte y la ciencia no bastan, sino que es además indispensable la paciencia;  necesitaría un espíritu tranquilo muchos años para confeccionarlo; sólo con el tiempo  adquiere su fermentación la virtud necesaria, y son todos los ingredientes de que se  

compone sumamente raros. Ni aun el mismo diablo que se lo ha enseñado a ella podría  ahora hacerlo. (Divisando a algunos animales.) ¡Mira qué agradable y pequeña especie! He  aquí la criada, allí está el criado. (A los animales.) Me parece que la vieja no debe  encontrarse en casa.  

Los animales. Se fue a comer fuera saliendo por la chimenea.  

Mefistófeles. ¿Puedes decirme, familia abandonada, si tardará mucho en volver?  Los animales. Lo que nosotros tardemos en calentarnos las patas.  

Mefistófeles. ¿Qué te parece de esos hermosos animales?  

Fausto. Que son los más repugnantes que he visto nunca.  

Mefistófeles. No deja de ser cierto lo que dices, por más que sea contrario a los que mejor  me sirven y más amo. (A los animales.) Decidme, raza maldita, ¿qué es lo que ahí estáis  revolviendo?  

Los animales. Estamos preparando la sopa para los pobres.  

Mefistófeles. Que por lo visto deben ser muy numerosos.  

El Macho (acercándose y acariciando a Mefistófeles.) Viejo diablo, disponed los dados y  empecemos desde luego el juego infernal que ha de proporcionarme lo que necesito; venga  el oro, sin el cual no hay en el mundo mérito posible, para los que hoy me desdeñan, se me  presenten después de rodillas.  

Mefistófeles. Con sólo jugar a lotería, creería ver el mico satisfechos sus deseos.  (Entre tanto juegan, los demás animales hacen rodar una gran bola.)  

El Macho. Tal es el mundo; sube, desciende y, como esta bola, va rodando sin descanso; es  bello, sonoro y hueco como el cristal puro, y también, como él, a lo mejor se rompe, sin  notarse a su choque más que un rastro de luz que pronto se desvanece. Huye, pues, de él,  hijo mío; no te dejes deslumbrar por sus vivísimos colores, porque es su interior de polvo  que el menor viento disipa.  

Mefistófeles. ¿Para qué sirve esa criba? 

El Macho (cogiéndola.) Para conocer al que ha robado, cualquiera que sean su aspecto y su  astucia.  

(Se dirige corriendo hacia la hembra y le obliga que mire al través de la criba.)  

Mira por ella quién es aquel ladrón y procura decirnos su nombre.  

Mefistófeles (acercándose hacia la lumbre.) ¿Qué comida es esa?  

El Macho y la Mona. ¿Habráse visto topo igual? Ni sabe lo que es la marmita, ni lo que ésta  contiene.  

Mefistófeles. ¡Descarada y maldita raza!  

El Macho. Toma esta escoba y siéntate en este escabel. (Obliga a Mefistófeles a sentarse)  Fausto (que había estado hasta entonces contemplando un espejo tan pronto acercándose  como alejándose de él.) ¿Qué es lo que veo? ¿Qué celestial imagen se me aparece en este  

mágico espejo? ¡Oh, amor! ¡Llévame en tus rápidas alas a la región que habita! Si me  muevo de este sitio, aunque sea acercándome a ella, sólo la veo como al través de una nube.  ¡Es la imagen más hermosa de la mujer! ¿Puede tener una mujer tanta belleza? ¿Será ese  cuerpo tendido ante mí el conjunto de todas las maravillas de los cielos? ¿Puede haber cosa  igual en el mundo?  

Mefistófeles. Es claro que de la obra que costó a un Dios seis días, y que después él mismo  se complació en ella, ha de resultar algo que sea extraordinariamente admirable. Continua  por esta vez saciando tu vista y deja a mi cuidado el seguir la pista a semejante tesoro; feliz  el que pueda conducirla a su casa como esposa.  

(Continua Fausto con la vista fija en el espejo, mientras que Mefistófeles se tiende en el  sillón jugando con una escoba y sigue hablando. Los animales, que habían hecho hasta  entonces mil raros movimientos, van en confusa gritería a presentar una corona a  Mefistófeles.)  

Los animales. Dignaos, señor, admitir esta corona que, aunque hecha trizas, podréis reparar  a fuerza de sudor y de sangre.  

(Y empiezan a saltar de modo grotesco hasta que queda la corona hecha pedazos, con lo  que bailan en torno a Mefistófeles, a quien la ofrecen.)  

Ya está hecho; sólo nos falta ahora hablar, ver, oír y reinar.  

Fausto, vuelto hacia el espejo. ¡Infeliz de mí! ¡Casi me vuelvo loco!  

Mefistófeles (señalando con el dedo a los animales.) ¡Poco falta para que también mi razón  se extravíe!  

Los animales. Salgamos airosos de la empresa e inmensa será nuestra gloria.  Fausto (como antes.) Siento que el corazón se me inflama; alejémonos de aquí lo más  pronto posible.  

Mefistófeles (en la misma posición.) Al menos debemos convenir que son verdaderos  poetas.  

(La marmita abandonada por la mona, empieza a desbordarse y se levanta una llama con  violencia que se extiende por la chimenea. Al propio tiempo desciende la bruja al través de  la llama, lanzando espantosos gritos.) 

La bruja. ¿No veis, canalla indigna, que me estoy achicharrando por vuestra torpeza y  culpable abandono? (Viendo a Fausto y a Mefistófeles.) ¿Qué es esto? ¿Quiénes sois  vosotros? ¿Qué queréis de mí? Cara, muy cara vais a pagar vuestra audacia, pues no tardará  el fuego en consumir vuestros huesos.  

(Mete la espumadera en la marmita y empieza a echar llamas a Fausto y Mefistófeles,  dando los animales terribles alaridos. Mefistófeles, volviendo la escoba que tiene en la  mano, empieza a romper con su palo todos los vasos y ollas.)  

Mefistófeles. Todos los muebles y utensilios de esta vieja bruja han de quedar hechos  añicos, y luego le arreglaré la cuenta con este mismo palo por la zambra que ha armado.  (Retrocede la hechicera llena de espanto y de ira.) ¿Por ventura me has desconocido,  esqueleto horrible? ¿No conoces ya a tu señor y tu amo? No sé cómo me contengo en no  azotarte y hasta hacerte trizas junto con tus espíritus y tus gatos, al ver que no te causa ya  ningún respeto el justillo rojo y que desconoces la pluma del gallo. ¿Acaso te he ocultado  este rostro? ¿Por ventura estaré siempre obligado a nombrarme a mí mismo?  La Hechicera. Perdonadme, señor, el indigno recibimiento que os he dado; sin embargo, no  veo la mano de caballo, así como tampoco vuestros dos cuernos.  

Mefistófeles. Por esta ves consiento en perdonarte, aunque no sea sino por el tiempo que  hace que no nos hemos visto. La civilización que regenera al mundo entero se extiende  hasta el mismo diablo. Ya no se trata hoy día del fantasma del Norte, ni se ven en parte  alguna cuernos, colas ni garras. En cuanto a la mano de caballo, de que no podría  deshacerme, me sería perjudicial en el mundo; así que he adoptado, tiempo hace, como  otros muchos jóvenes, la moda de llevar las pantorrillas postizas.  

La Hechicera (bailando.) Loca estoy de alegría al verme visitada por el noble Satán.  Mefistófeles. Desde ahora te prohibo que vuelvas a darme semejante nombre.  La Hechicera. ¿Por qué? ¿Qué os ha hecho?  

Mefistófeles. Por que tiempo hace que está escrito en el número de las fábulas, sin que por  esto los hombres hayan mejorado; se han librado del espíritu del mal, pero ellos han  continuado siendo igualmente malos. Llámame más bien señor barón, ya que soy caballero  como los demás, y que no puedes dudar de la nobleza de mi sangre. Toma, he aquí el  escudo que traigo. (Hace un gesto indecente.)  

La Hechicera. ¡Ah! ¡Ah! Sois en efecto vos; veo que continuáis siendo lo que habéis sido  siempre, un gran pícaro.  

Mefistófeles (a Fausto.) Amigo mío, sírvate de ejemplo; ese es el modo con que debe  tratarse a las brujas.  

La Hechicera. Ahora decidme, señores, ¿en qué puedo complaceros?  Mefistófeles. Danos un vaso del elixir que sabes, y que sea el más viejo, ya que los años  aumentan su fuerza.  

La Hechicera. Con mucho gusto. Tengo allí un frasco del que yo por golosina acostumbro a  beber algunas veces, que no tiene ningún olor, y voy a ofreceros de él una copa. (En voz  baja a Mefistófeles.) Pero si ese hombre la bebe sin estar antes preparado, como lo sabéis  muy bien, no vivirá una hora.  

Mefistófeles. Es un amigo, a quien hará esto un gran bien; te pido por él lo mejor que tienes  en tu cocina. Vamos, pues, traza tu círculo, pronuncia tus palabras y dale una taza llena. 

(La bruja traza un círculo, haciendo gestos extraños, y coloca luego en él mil cosas  extravagantes, mientras que los vasos y las ollas empiezan a chocar entre sí; formando una  rara música. Por fin trae un gran libro, coloca a los animales en círculo para que le sirvan de  pupitre y le tengan los candelabros, e indica a Fausto que se acerque a ella.)  

Fausto (a Mefistófeles.) Pero dime, ¿a qué viene todo esto? Sé lo que son esa farsa y esa  insípida parodia, por lo que me inspiran horror.  

Mefistófeles. ¡Qué tontería! Más bien debería causarte risa; vamos, no te muestres tan  grave. Como conocedora en medicina, debe hacer antes su hocuspocus, para que el elixir o  filtro te pruebe bien. (Obliga a Fausto a entrar en el círculo. La hechicera se pone a leer en  el libro y a declamar con énfasis.) Has de saber que con uno se pueden hacer diez, y por  tanto tu riqueza es segura; de cinco y seis haz siete y ocho, y verás cumplidos tus deseos,  por más que nueve sea uno y diez ninguno. Tal es el gran sentido comprendido en el libro  de toda la hechicera.  

Fausto. Sin duda esta vieja delira.  

Mefistófeles. Y aún verás otras muchas extravagancias que acabarán por convencerte de  ello, antes de que termine ese libraco enteramente lleno de simplezas. No puedes figurarte  el tiempo que me ha hecho perder; por que una contradicción completa es tan  incomprensible para el sabio como para el ignorante, para el cuerdo como para el loco.  Querido mío, es el arte a la vez antiguo y nuevo, y se ha procurado en todos los tiempos  propagar el error en lugar de la verdad; por esto se charla tanto sobre cosas que no se  comprenden; por esto hay locos que se obstinan en romperse los cascos para comprender lo  incomprensible. Y, ¿sabes, por lo regular, de qué procede ese error tan funesto? De que el  hombre no oye más que palabras, cree que éstas deben inducir necesariamente a la  reflexión.  

La Hechicera, (continua.) Sí, creedlo; el poder de la ciencia, al que el mundo todo tiende los  brazos, toca en suerte al hombre prudente que menos piensa en él.  

Fausto. ¡Que extravagancia! Se me parte la cabeza; se me figura estar oyendo un coro de  cien mil locos.  

Mefistófeles. ¡Basta! ¡Basta! Sibila consumada; danos tu bebida procurando llenar las tazas  hasta el borde, pues no temo cause a mi amigo daño alguno, porque es hombre  acostumbrado a los tragos, en lo que ha alcanzado señalados triunfos.  

(La bruja llena el vaso con mucho aparato, y en el acto que Fausto lleva el brebaje a sus  labios brota del vaso una ligera llama.)  

Mefistófeles. Vamos, ánimo, apúralo de un sorbo, y verás como se te alegra el corazón. ¿Es  posible que, unido como estás con el diablo, te asuste tanto la llama?  

(La hechicera rompe el círculo y Fausto sale de él.)  

Partamos desde luego; porque sólo necesitas ahora agitación y movimiento.  La Hechicera. ¡Buen provecho os haga el traguito!  

Mefistófeles (a la hechicera.) Sin necesitar de mí, no tienes más que decírmelo en el  Walpurgis.  

La Hechicera. He ahí una canción que con sólo repetirla experimentaréis singulares efectos. 

Mefistófeles. Ven pronto y déjate guiar, la transpiración es indispensable para que la fuerza  te penetre interior y exteriormente. Luego te haré gustar las delicias de una digna ociosidad,  y pronto sabrás en la embriaguez de todo tu ser cuáles son los placeres de Cupido.  Fausto. ¡Ah! ¡Permíteme dirigir al espejo una postrer mirada! ¡Era tan hermoso aquel  fantasma de mujer!  

Mefistófeles. No, no; pronto tendrás ante ti, lleno de vida, el modelo de todas las mujeres.  (Aparte.) Con esa bebida en el cuerpo, verás una Elena en cada mujer.  

Una calle  

Fausto y Margarita paseando.  

Fausto. Hermosa señorita, ¿me atreveré a ofreceros mi compañía y mi brazo?  Margarita. Yo no soy ni señorita ni hermosa, y no necesito que nadie me acompañe para  volverme a mi casa. (Se separa y huye.)  

Fausto. En verdad es una hermosa joven; no había visto en mi vida algo igual: es a la vez  modesta, graciosa y tiene algo de fascinador que me arrebata. ¡Nunca me será dado olvidar  ni la tersura de sus mejillas, ni el carmín de sus labios! Inclinaba la vista de un modo que no  se borrará ya más del corazón. (Entra Mefistófeles) Escucha, preciso es que me  proporciones esa joven.  

Mefistófeles. ¿Cuál?  

Fausto. La que acaba de pasar ahora mismo.  

Mefistófeles. Aquélla, muy bien; venía de ver a su confesor, que la ha absuelto de todas sus  culpas. Me he situado tras ella, y puedo asegurarte que es la misma inocencia; ha ido a  echarse a los pies a los pies del confesor, sin tener pecado de qué arrepentirse; ningún poder  tengo sobre ella.  

Fausto. Y con todo, tiene más de catorce años.  

Mefistófeles. Hablas como Hans Liederlich, que quiere para sí las más hermosas flores, y  que cree no haber honor ni gracia de que no sea digno, sin haber hecho cosa alguna para  merecerlo, pero no es así siempre.  

Fausto. Basta, señor maestro, dejadme en paz y obrad en consecuencia de lo que voy a  deciros: si esta noche no tengo en mis brazos aquella joven encantadora, nos separaremos  hoy mismo para siempre.  

Mefistófeles. Piensa ante todo en lo mucho que antes se debe hacer; pues necesito al menos  quince días sólo para buscar la ocasión.  

Fausto. Y si yo pudiera tan sólo disponer de siete horas, no necesitaría de tu auxilio para  seducir a semejante criatura.  

Mefistófeles. Ya casi habláis como un francés, pero os suplico que no lo toméis con tanto  afán. ¿De qué sirve anticipar tanto goce? Su encanto es mucho menor cuando de antemano  no habéis dispuesto vos mismo todos los medios posibles para coger en la red vuestra niña,  conforme nos lo enseñan ciertos cuentos italianos.  

Fausto. ¿Qué me importa a mí todo eso si no necesito ninguno de aquellos alicientes?  Mefistófeles. Pues ahora con formalidad os digo, de una vez para siempre, que no podéis ir  tan deprisa con aquella hermosa niña. Ya que nos sería la fuerza eternamente inútil,  empleemos la astucia. 

Fausto. Es tanto el dominio que sobre mí ejerce aquel ángel, que te pido me acompañes al  sitio en que vive para que pueda ver al menos un pañuelo que haya cubierto su seno, una  cinta con que haya intentado en valor realzar su belleza.  

Mefistófeles. Para que os convenzáis de que si quiero o no calmar vuestra pena os diré que  no perdamos tiempo; porque quiero conduciros hoy mismo a su cuarto.  Fausto. Y, ¿me será dado verla y estrecharla sobre mi pecho?  

Mefistófeles. No, porque estará en casa de una vecina. Con todo podréis embriagaros  libremente con la atmósfera que ella ha respirado y meceros en las halagüeñas esperanzas  de una próxima dicha.  

Fausto. ¿Podemos ya partir?  

Mefistófeles. Aún es temprano.  

Fausto. Ve a buscarme entre tanto un obsequio para ella. (Se va.)  

Mefistófeles. ¿Presentes ya? ¡Bueno! He aquí el mejor. Ya que sé yo parajes a propósito y  antiguas joyas enterradas, voy a limpiar el polvo que las cubre.  

La noche. Un cuarto pequeño y aseado.  

Margarita, (trenzándose el cabello.) Daría cualquier cosa por saber quién era aquel  caballero de esta mañana: su rostro y su porte indicaban claramente la nobleza de su estirpe.  ¿Cómo, a no ser así, habría podido tener tanto desembarazo?  

Mefistófeles y Fausto.  

Mefistófeles. Entrad, pero despacio, entrad.  

Fausto, (después de un momento de pausa.) Te suplico que me dejes solo.  Mefistófeles, (registrándolo todo.) No todas las jóvenes tienen su cuarto tan perfectamente  limpio. (Sale.)  

Fausto, (mirando en torno suyo.) Salud, dulce crepúsculo que reinas en este santuario;  embarga mi corazón, grata melancolía de amor que el perfume de la esperanza anima.  ¡Cómo todo respira aquí paz, orden y contento! ¡Cuánta abundancia en esta pobreza, cuánta  dicha en este calabozo! (Se sienta en un sillón de cuero que hay junto a la cama.)  ¡Recíbeme, oh tú, que has tenido los brazos siempre abiertos para acoger a las pasadas  generaciones, tanto en su dolor como en su alegría! ¡Cuántas veces los niños en tropel se  habrán suspendido en torno a este trono patriarcal! Acaso también mi amada habrá venido  aquí más de una vez cuando niña de frescas y rosadas mejillas a besar la descarnada mano  del abuelo, no sin dirigir antes una mirada de inocencia y de candor a ese Cristo divino.  Siento vagar en derredor, ¡oh, hermosa niña!, ese espíritu de economía y de orden que se  intuye cada día como una tierna madre que te inspira el modo como debe tenderse el tapete  sobre la mesa, y te indica hasta los átomos de polvo que en tu habitación se agita. ¡Oh,  dulce mano tan parecida a la mano de los dioses! Tú conviertes este humilde recinto en  celestial morada, y allí... (Alza una colgadura del lecho.) ¡Qué delirio se apodera de mí!  Allí pasara yo una eternidad sin notar la duración del tiempo; allí fue, ¡oh, naturaleza!,  donde en dulces sueños completaste a aquel ángel, allí donde reposa aquella niña, cuyo  tierno seno palpita de calor y de vida; allí donde en una pura y santa actividad se  desenvolvió la imagen de los dioses. Y a ti, ¿quién te ha conducido aquí? ¡Cuán profunda  es la emoción que siento! ¿Por que de tal modo se oprime mi corazón? ¡Miserable Fausto, 

ya no te conozco! Me hallo envuelto en una encantadora atmósfera. ¡Ávido buscaba los  deleites, y ahora me pierdo en amorosos sueños! ¿Si seremos juguete de cada ráfaga que  sople? Y si llegase ella a entrar en este instante, ¡cuán cara pagarías tu audacia! ¡Cuán  pequeño sería y cómo desaparecería ante ella el grande hombre!  

Mefistófeles. Date prisa porque ya la veo llegar.  

Fausto. Alejémonos, pues no quiero volver de nuevo aquí.  

Mefistófeles. He ahí una cajita que pesa regularmente y que he recogido en cierto punto:  metedla en el armario y os juro que la hará perder el juicio. He puesto en ella varias  frioleras para alcanzar una sola cosa. Bien lo sabéis: el niño siempre es niño, y un juego  siempre es juego.  

Fausto. No sé si debo...  

Mefistófeles. ¿A qué esa pregunta? ¿Por ventura deseáis quedaros con ese tesoro? En este  caso aconsejo a vuestra avaricia que no me haga perder el tiempo. Espero que no seréis  avaro; pero caso de que no sea así; me rasco la cabeza y me lavo las manos. (Pone la cajita  en el armario y la cierra.) Alerta y marchémonos rápidamente, a fin de que la tierna niña se  vuelva hacia vos siguiendo los impulsos de su corazón. Heos ahí plantado como si se  tratase de dar una lección, como si tuvieseis ante vos en carne y hueso a la física y  metafísica encanecidas. Partamos. (Salen.)  

Margarita, (con una lámpara.) ¡Cuán sofocado está aquí e ambiente! Y sin embargo, no es  mucho el calor que hace fuera. Estoy no sé cómo; quisiera que hubiera llegado ya mi  madre. Todo mi ser se estremece...!Qué loca soy en asustarme en este modo sin el menor  motivo! (Empieza a desnudarse cantando.) “Había un rey en Thule que fue fiel hasta la  muerte y al que legó su querida una cincelada copa de oro. Nada había para él de tanto  valor como aquel vaso querido que no podía nunca vaciar sin que se le llenasen los ojos de  lágrimas. Cuando vio su muerte próxima llamó a su hijo para entregarle todo cuando poesía  excepto aquella copa que por tanto tiempo había sido su consuelo y su tristeza. Poco  después invitó a comer a todos los nobles mandando que fuese dispuesta la mesa en una  antigua sala que daba al mar, y después de brindar por el dichoso reinado de su sucesor,  arrojó la copa, que no tardó en desaparecer entre las olas como desapareció él aquel mismo  día de entre los hombres” (Abre el armario para encerrar en él sus vestidos y ve la cajita  que contiene las alhajas.) ¿Cómo puede estar aquí esta preciosa caja, cuando había cerrado  perfectamente el armario? En verdad es esto sorprendente, pero ¿qué contendrá? Quizá la  habrá dejado alguien como prenda por lo que le haya prestado mi madre. He aquí la  llavecita que cuelga de una cinta. ¡Si me atreviese a abrirla! ¿Qué es esto, Dios mío? No he  visto en mi vida cosa igual: un adorno capaz de satisfacer el deseo de la señora más  exigente. Desearía saber qué tal me va este collar de perlas. ¿De quién será tanta riqueza?  (Se pone las joyas y se acerca al espejo.) ¡Ya me contentaría yo con estos anillos! ¡Así está  una desconocida! ¿De qué te sirven, juventud, tu belleza y tus encantos? Todos convienen  en que son estos dones los más preciosos, pero nadie piensa en la joven que no es rica y  sólo por piedad nos dirigen una mirada o un piropo. Todo va en pos del oro. ¡Ah! ¡Qué  desgraciadas somos!  

Un paseo  

Fausto paseándose pensativo y Mefistófeles dirigiéndose hacia él. 

Mefistófeles. Maldito sea el amor desdeñado, malditos los elementos infernales y quisiera  saber algo peor que poder maldecir.  

Fausto. ¿Qué es lo que así te exalta y te agita? No he visto en mi vida una cara tan horrible.  Mefistófeles. Gustoso me daría ahora mismo a todos los diablos a no ser yo uno de ellos.  Fausto. ¿Qué es lo que de tal suerte te ha trastornado el juicio? ¡Si vieras cuán te sienta el  jurar de este modo!  

Mefistófeles. Sabe que el adorno que me había procurado para Margarita ha ido a parar a  manos de un clérigo. Cuando la madre vio el aderezo, se quedo asombrada; y como la  buena mujer tiene excelente olfato por estar siempre con la nariz pegada a los muebles a fin  de saber si es cada uno de ellos santo o profano, de aquí el que no le hayan parecido ser de  la mejor procedencia nuestras joyas. Por eso ha exclamado: Hija mía, los bienes mal  adquiridos turban el alma y consumen la sangre; consagremos esto a la Madre de Dios y  descenderá sobre nosotros la bendición del cielo. La joven Margarita no quedó al parecer  muy satisfecha, ni menos convencida de lo que acababa de decirle su madre; es un regalo,  se decía, y veo que puede muy bien admitirse sin ningún recelo, y, francamente, no puede  ser un impío el que con tanta galantería ha traído aquí éstas. La madre, sin embargo, hizo  llamar a un clérigo que, enterado del caso, opinó como la anciana: esto es, que debía  renunciarse a aquel tesoro de procedencia oscura, añadiendo que sólo él podía encargarse  de un bien injustamente adquirido.  

Fausto. Ésa es la costumbre, pues también algunos reyes obran de este modo.  Mefistófeles. Así es que se apodero de todas las alhajas sin darles si quiera las gracias,  como si se tratara de la cosa más insignificante, y les prometio en cambio todas las dichas  del cielo, dejando a una y a otra muy convencidas.  

Fausto. ¿Y Margarita?  

Mefistófeles. Está agitada e inquieta, no sabe lo que quiere ni lo que debe hacer,  únicamente piensa en las alhajas y, sobre todo, en el que se las ha llevado.  Fausto. El dolor de mi amada me inquieta vivamente; procura de nuevo otro cofrecito, ya  que con tanta facilidad adquiriste el primero, además, no me pareció ser muy suntuoso.  Mefistófeles. ¡Ah! ¡Sí: para este caballero todo es niñería!  

Fausto. Sigue un consejo que voy a darte, únete con la vecina, obra como un verdadero  diablo y tráeme otro aderezo.  

Mefistófeles. Sí, todo lo haré con gusto por mi gracioso dueño. (Sale Fausto.) Este loco  enamorado sería capaz de pedir el sol, la luna y las estrellas por satisfacer un capricho de su  amada. (Sale.)  

Casa de la vecina Marta.  

Marta, después Margarita, luego Mefistófeles.  

Marta, (sola.) Mi querido esposo (Dios le perdone) no se portó muy bien conmigo; él se fue  a viajar y a mí me dejó sola en la desgracia. Y, sin embargo, Dios sabe que lejos de darle  ningún disgusto le amaba tiernamente. (Llora.) Tal vez habrá muerto. ¡Si al menos tuviese  su partida de defunción!  

(Entra Margarita) 

Margarita. ¿Señora Marta?  

Marta. ¿Qué quieres, querida mía?  

Margarita. Apenas puedo tenerme en pie, pues acabo de encontrar en mi armario un nuevo  cofrecito, es de ébano y contiene joyas mucho más ricas y primorosas que las de la primera  vez.  

Marta. No vayas ahora a decírselo a tu madre, si no quieres que también se la entregue a su  confesor.  

Margarita. ¡Ah! ¡Mirad qué hermoso es esto!  

Marta, (poniéndose las joyas.) ¡Dichosa criatura!  

Margarita. ¡Qué lastima no poder presentarme así ni en la calle ni en la iglesia!  Marta. Ven a verme con frecuencia, y podrás aquí adornarte en secreto y pasar una hora  delante del espejo, lo que no deja de ser siempre una satisfacción, luego se prestará una  ocasión o alguna fiesta, en las que podrás poco a poco presentarte en público. Empezarás  por una cadena, luego por los pendientes, y sin que tu madre lo note, hasta que se lo hagan  observar los demás.  

Margarita. ¿Quién ha podido traer aquí las dos cajitas? En verdad parece esto un sueño, un  cuento de hadas. (Llaman a la puerta.) ¡Dios mío! ¡Si fuese mi madre!  Marta, (mirando al través de la cortina.) Es un desconocido. ¡Adelante!  

(Entra Mefistófeles)  

Mefistófeles. Espero, señoras, me perdonaréis la libertad que me tomo de presentarme aquí.  (Saluda respetuosamente a margarita.) Desearía hablar a la señora Marta Schwedrtlein.  Marta. Soy yo. ¿Qué tenéis que decirme?  

Mefistófeles, (en voz baja a Marta.) Ahora ya os conozco y me basta. Veo que tenéis una  visita; perdonadme la libertad que me he tomado; volveré a la tarde.  

Marta, (en voz alta.) Figúrate, hija mía, que el señor te toma por una señorita de gran tono.  Margarita. Pues soy una pobre; ese caballero me hace demasiado favor; sabed que estos  adornos no son míos.  

Mefistófeles. No consiste todo en los adornos, pues tenéis unos modales y una mirada tan  penetrantes, que no me dejan duda alguna. ¡Cuánto me alegro de poder quedarme y  hablaros!  

Marta. ¿Qué noticia me traéis? Creed que deseo...  

Mefistófeles. Quisiera ser portador de más agradables noticias, pero espero no tomaréis a  mal lo que voy a deciros. Vuestro esposo ha muerto y os envía un saludo.  Marta. ¡Ha muerto! ¡Dios mío! ¡Mi pobre esposo ha muerto! ¡Ah! ¡Yo también muero!  Margarita. Mi querida señora, no os desesperéis de ese modo.  

Mefistófeles. Escuchad el triste suceso.  

Margarita. Por esto sentiría amar en la vida, porque semejante pérdida sería para mí un  golpe mortal.  

Mefistófeles. Preciso es que el placer tenga sus penas y el dolor sus placeres.  Marta. Contadme su fin.  

Mefistófeles. Yace en Padua, junto a San Antonio, siendo sagrada la tierra en que duerme  su sueño de muerte.  

Marta. ¿No me traéis de su parte cosa alguna? 

Mefistófeles. Sí, por cierto, una súplica importante y grave que consiste en que hagáis  celebrar por él trescientas misas. En cuanto a mis bolsillos puedo aseguraros que están  vacíos.  

Marta. ¡Cómo ni una medalla, ni una prenda cualquiera! ¿Ni lo que un artesano, por  miserable que viva, ahorra y guarda cuidadosamente como un recuerdo, aun cuando muera  de hambre o tenga que mendigar?  

Mefistófeles. Aún tengo, señora, el corazón desgarrado, y en verdad que no tiraba su  dinero, pero ha sido muy desgraciado; sin embargo, podéis tener el consuelo de que ha  muerto arrepentido.  

Margarita. ¡Ah! ¡Que sean los hombres tan desgraciados! No me olvidaré de hacer rezar  por él más de un Requiem.  

Mefistófeles. Sois una joven bondadosa y encantadora, y por lo tanto digna de contraer muy  pronto matrimonio.  

Margarita. De ningún modo lo deseo por ahora.  

Mefistófeles. Si no un esposo, debierais al menos tener un amante, pues nada hay tan dulce  como las horas que se pasan junto al objeto de nuestro cariño.  

Margarita. Eso no se acostumbra en esta ciudad.  

Mefistófeles. Sea o no costumbre, puede hacerse.  

Marta. Contadme, pues...  

Mefistófeles. Estaba junto a su lecho de muerte, que era poco menos que de estiércol,  porque estaba la paja de su jergón enteramente podrida; pero de tal modo murió como  cristiano, que no cesaba de repetir que estaba mucho mejor de lo que merecía. “¡Ah!,  

exclamaba; ¡cuánto debe reprenderme el haber abandonado mi oficio y mi esposa! ¡Ah!  ¡Este recuerdo me mata! ¿Si se dignara aún a perdonarme?”  

Marta, (llorando.) ¡Pobre y digno esposo mío! ¡Hace ya tiempo que te he perdonado!  Mefistófeles. “Pero, añadía, Dios lo sabe, pues ella tuvo más culpa que yo”  Marta. En eso mintió a pesar de verse al borde del sepulcro.  

Mefistófeles. No es extraño, si se atiende a que si mal no lo recuerdo chocheaba en sus  últimos momentos. “Nunca tuve a su lado, decía, ni un momento de calma, porque no sólo  me era preciso cargar con todo el peso del matrimonio y procurar a mis hijos el pan  necesario, sino que ni aún podía comer en paz la escasa parte que de él me correspondía”  Marta. ¡Cómo! ¿Es posible que llegase así a olvidar mis afanes y mi solicitud tierna y  constante?  

Mefistófeles. Al contrario, creo que los tenía grabados en el fondo de su alma. “Cuando  partí de Malta, decía, oré con fervor por mi esposa y por mis hijos, y debo confesar que el  cielo se me mostró piadoso, pues nuestro buque apresó una nave turca cargada de tesoros  del sultán. Tuvo el valor su recompensa; y a mí como era natural me tocó una buena parte”  Marta. ¿Cómo? ¿Dónde fue esto? ¿Si habrá enterrado tal vez su tesoro?  Mefistófeles. ¿Quién sabe adónde lo habrán llevado los cuatro vientos? Una hermosa joven  se enamoró de él mientras estaba recorriendo la ciudad de Nápoles y llegó a amarle de tal  modo que ni en su última hora llego a olvidarla.  

Marta. ¡Pícaro! ¡Ladrón de sus hijos! ¡Luego ni la desgracia ni la miseria pudieron hacerle  renunciar a su vida infame y depravada!  

Mefistófeles. Ya veis cómo ha muerto. A ser yo vos me limitaría al año de riguroso luto,  establecido por la costumbre, y luego buscaría un nuevo esposo.  

Marta. ¡Dios mío! Difícilmente podría hallar otro en el mundo que reuniese las cualidades  del primero, que sí era un loco, pero un loco de corazón; no tenía más defectos que los de 

una afición excesiva a los viajes, a las mujeres, al vino extranjero y a ese maldito juego de  los dados.  

Mefistófeles. Así podéis soportarlo más fácilmente, caso de que os volviese a suceder lo  mismo. Os aseguro que bajo esta condición, de buena gana cambiaría con vos el anillo.  Marta. ¡Ah! ¡Qué aficionado sois a bromear!  

Mefistófeles, (aparte.) Debo retirarme, porque es mujer y podría coger al diablo por la  palabra. (A Margarita.) ¿Cómo está el corazón?  

Margarita. ¿Qué queréis decir con eso?  

Mefistófeles, (aparte.) ¡Buena e inocente criatura! (En voz alta.) Señora, tengo el honor de  saludaros.  

Margarita. Adiós.  

Marta. Por piedad, decidme antes de marcharos cómo, cuándo y dónde cayó enfermo,  murió y fue enterrado mi buen esposo; porque siempre en todo me ha gustado el orden.  Quisiera, además, que fuese su muerte anunciada públicamente.  

Mefistófeles. Nada más fácil, señora, porque en todos los países basta la declaración de dos  testigos para probar la verdad y viene con migo un apuesto joven, íntimo amigo mío, que  haré comparezca ante el juez, por lo que voy a buscarle.  

Marta. Os lo agradezco mucho.  

Mefistófeles. Haced que esa joven esté aquí presente. Es un excelente muchacho que ha  viajado mucho, y que es, sobre todo, muy galante y cortés con las señoritas.  Margarita. Voy a avergonzarme delante de ese caballero.  

Mefistófeles. No, ni aún ante ningún monarca de la tierra.  

Marta. Allí en mi jardín aguardaremos esta noche a esos caballeros.  

Una calle.  

Fausto y Mefistófeles.  

Fausto. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está el asunto? ¿Se adelanta mucho?  Mefistófeles. Bien, bien: así os quiero siempre, tan animado. Dentro de poco será Margarita  eternamente vuestra. Esta noche la veréis en casa de Marta, su vecina, la mujer más a  propósito para desempeñar el papel de tercera.  

Fausto. ¡Cuánto me alegro!  

Mefistófeles. En cambio se nos va a pedir una cosa.  

Fausto. Un favor merece otro.  

Mefistófeles. Hemos de declarar ante el juez que los restos mortales del esposo de Marta  yacen en Padua y que fueron sepultados en tierra santa.  

Fausto. Esto sí que es gracioso, pues ahora tendremos que hacer un viaje a Padua.  Mefistófeles. ¡Sacta simplicitas! No se trata de eso y sí tan sólo de justificar aquel hecho sin  tener más datos.  

Fausto. Si en eso consiste todo, desde ahora te digo que nuestro proyecto va a fracasar.  Mefistófeles. Seríais en verdad un santo varón si obraseis en este asunto como habéis dicho  antes. ¿Es, por ventura, ésta la primera ves que afirmáis en vuestra vida una cosa que  ignoráis por completo? ¿No os habéis atrevido por imperturbable calma a definir a Dios, al  mundo, a todo cuanto en él ocurre y hasta los plantes todos que pueden concebir la mente y  el corazón del hombre? Y, sin embargo, si descendéis al fondo de vuestra conciencia, me 

confesaréis que no sabéis de todo aquello más de lo que conocéis hasta ahora acerca de la  muerte de Schwedrtlein.  

Fausto. Eres y serás siempre un trapacero y un sofista.  

Mefistófeles. Podré serlo, pero en cambio habrá otros que lo son mucho más. Vos mismo,  que sois hombre de honor, ¿no iréis mañana a seducir a esa pobre Margarita jurándola un  amor puro y sincero?  

Fausto. Sí, es verdad, y lejos de ser falsas mis palabras, saldrán del fondo de mi alma.  Mefistófeles. ¡Magnifico! Y luego la hablaréis de constancia eterna, de amor inextinguible,  de inclinación irresistible y única, y ¿acaso todas estas palabras os saldrán también del  fondo del alma?  

Fausto. Dejemos eso. Cuando impulsado por mis sentimientos y por mi delirio busco en  vano palabras que expresan mis ideas, y cansado me precipito en el torbellino empleando  las palabras más sublimes hasta el punto de dar al fuego en que me abraso los nombres de  infinito y eterno, no te negaré que cometo tal vez una acción diabólica.  Mefistófeles. Ya ves que digo bien.  

Fausto. Préstame atento oído y no olvides lo que voy a decirte. El que quiere tener razón y  habla solo, de seguro logrará el fin que se propone; así es que, como yo estoy ya fatigado de  tanto charlar, la tendrás de sobra por poco que sigas hablando.  

Un jardín.  

Margarita del brazo de Fausto, Marta y Mefistófeles paseando.  

Margarita. No se me oculta, caballero, que sólo para aturdirme descendéis hasta mí,  obrando en esto como acostumbran hacerlos todos los viajeros. Porque imposible que mi  conversación pueda interesar a un hombre tan sabio como vos.  

Fausto. Una mirada, una palabra tuya dice más que toda la ciencia de este mundo. (Le besa  la mano.)  

Margarita. ¿Qué hacéis? ¿Cómo podéis besar tan rústica mano? Es mi madre tan exigente,  que me obliga a hacer todos los trabajos de casa. (Pasan.)  

Marta. ¿De suerte que viajáis continuamente?  

Mefistófeles. ¡Cómo ha de ser! El deber, los negocios, todo nos impulsa a ello. ¡Si vieseis  con cuánto dolor abandonamos ciertos países! Y, no obstante, sabemos muy bien que no  podemos establecernos en ellos.  

Marta. Comprendo que en la juventud ha de tener muchos encantos esa vida errante y  variada; pero llega una edad en que el tener que marchar solo hacia el sepulcro en el  celibato ha de ser muy triste.  

Mefistófeles. Ya empiezo a verla con espanto.  

Marta. Por esto debéis pensarlo con tiempo. (Pasan.)  

Margarita. Y una vez ausente no os acodaréis más de mí. Sois muy cortes y yo muy  sencilla, y además tenéis numerosos amigos que pronto os harán olvidar todas vuestras  promesas.  

Fausto. Creedme, alma mía; todo eso que el mundo llama cortesanía y ciencia, no es más  que vanidad y orgullo.  

Margarita. ¿Cómo? 

Fausto. ¡No conocerán nunca la modestia y la inocencia lo mucho que valen! La humildad  y la modestia, que son los más hermosos dones que en su amor ha dispensado el cielo a los  seres privilegiados, quedan siempre sin recompensa en la tierra.  

Margarita. Pensad en mí un instante, ya que no me ha de faltar a mí tiempo para pensar en  vos.  

Fausto. ¿Acostumbráis estar sola?  

Margarita. Sí; nuestro hogar, aunque pequeño, es preciso cuidarle. No tenemos criada y  tengo que cocinar, hacer calceta, cocer y salir mañana y tarde. ¡Es mi madre tan cuidadosa  y puntual en todo! Y no es que su posición la obligue a obrar de este modo, pues, al  contrario, podría muy bien prescindir de ello por habernos dejado mi padre un haber  regular, una casita y una pequeña huerta fuera de la población. Con todo, paso ahora días  muy tranquilos; mi hermano es soldado y mi hermanita murió, después de haberme dado,  ¡pobre niña!, muy malos ratos, y ¡ojalá pudiese aún dármelos!  

Fausto. Por poco que se te pareciese había de ser un ángel.  

Margarita. Ya la hacía las veces de madre y ella me amaba tiernamente: nació después de la  muerte de mi padre. Mi madre estaba a la sazón tan enferma, que temía también perderla;  pero al fin fue mejorando lenta y penosamente. En tal estado, imposible le fue criar a mi  hermanita, por lo que me encargué yo de alimentarla con leche y agua; viéndola desde  entonces sonreír y crecer en mis brazos y sobre mis rodillas.  

Fausto. ¿No experimentáis ahora la dicha más pura?  

Margarita. Sí, en efecto; pero también pasé horas de tristeza a cada movimiento que mi  ángel hacía; preciso era entonces darla de beber, acostarla a mi lado y, si no callaba,  pasearla hasta el amanecer, tiritando de frío, y, sin embargo, tenía al día siguiente que ir al  lavadero, a la compra y cuidar la casa, sin que ni un solo día pudiese prescindir de hacerlo.  Bien veis que no era la vida más a propósito para estar siempre alegre, pero, al menos,  comía bien y dormía mejor. (Pasan.)  

Marta. Las pobres mujeres pierden con eso la cabeza. ¡Es tan difícil convertir a un solterón!  Mefistófeles. Sólo me falta una persona como vos para entrar en el buen camino.  Marta. Decídmelo francamente. ¿Nada habéis encontrado aún? ¿No suspira vuestro corazón  por ningún objeto querido?  

Mefistófeles. El proverbio dice: “La posesión de una casa y de una mujer buena es  preferible al oro y las perlas.”  

Marta. Quiero decir si habéis sido mirado alguna vez con buenos ojos.  Mefistófeles. En todas partes se me ha recibido muy bien.  

Marta. Pero, ¿no ha tenido vuestro corazón hasta ahora algún ser preferido?  Mefistófeles. Nunca debe uno bromear con las mujeres.  

Marta. Veo que no me entendéis.  

Mefistófeles. Lo siento en el alma. (Pasan.)  

Fausto. ¿Luego me has conocido ya al entrar al jardín, ángel mío?  

Margarita. ¿No habéis notado cómo inclinaba los ojos?  

Fausto. Y, ¿me dispensas la libertad que tomé el otro día al salir de la iglesia?  Margarita. Mi turbación fue tanta, que en mi vida había experimentado cosa igual, a pesar  de no haber cometido ninguna falta. ¡Ah!, pensé, justamente ha de haber notado en ti  maneras poco finas, cuando se ha atrevido a obrar de aquel modo. Sin embargo, os lo  confieso: sentí en mí algo que no me permitió odiaros como yo quería.  Fausto. ¡Niña adorada!  

Margarita. Dejadme. (Coge una margarita y la deshoja.) 

Fausto. ¿Qué es lo que estás haciendo? ¿Un ramillete?  

Margarita. No, un juego.  

Fausto. ¿Cómo?  

Margarita. Vamos, ¿os reiréis de mí? (Deshoja la flor y murmura en voz baja.)  Fausto. ¿Qué murmuras?  

Margarita, (a media voz.) Me ama y no me ama.  

Fausto. ¡Querido ángel del cielo!  

Margarita, (continuando.) Me ama; no me ama, no. (Arrancando la última hoja con dulce  calma.)  

Fausto. Sí, hija mía: deja que la voz de esa flor sea el oráculo de los dioses. ¡Te ama!  ¿Comprendes lo que indica? ¡Te amo! (Toma sus dos manos.)  

Margarita. ¡Tiemblo!  

Fausto. ¡Ah! no tiembles; que sólo te indiquen esta mirada y este apretón de manos lo que  no puede decirse. Entreguémonos sin reserva al deleite de una dicha eterna, pues su fin  sería la desesperación; que no tenga, pues, fin.  

(Margarita le estrecha la mano, se despide y huye; Fausto se queda un momento pensativo y  luego se lanza en pos de ella.)  

Marta, (al volver.) Tenemos la noche encima.  

Mefistófeles. Sí, debemos marcharnos.  

Marta. De buena gana os rogaría que os quedaseis; pero es la vecindad tan mala, que luego  seriamos objeto de su maledicencia. ¿Y nuestra joven pareja?  

Mefistófeles. Están corriendo por esas calles de árboles como alegres mariposas.  Marta. Parece que la ama.  

Mefistófeles. Y ella a él también; así va el mundo.  

(Un pequeño pabellón del jardín. Margarita entra en él, se esconde detrás de la puerta y con  el dedo puesto en los labios, mira por una rendija.)  

Margarita. Hele aquí.  

Fausto, (al llegar.) ¡Ah! Bribona, ¿así te burlas de mí? Ya te cogí. (La besa.)  Margarita, (agarrándole a su vez y devolviéndole el beso.) Querido mío, ¡te amo con toda  mi vida! (Mefistófeles empujando la puerta.)  

Fausto, (furioso.) ¿Quién llama?  

Mefistófeles. Un amigo.  

Fausto. ¡Un animal!  

Mefistófeles. Hora es ya de separarse.  

Marta, (acudiendo.) Sí, caballero, porque ya es tarde.  

Fausto. ¿Me permitiréis qué os acompañe?  

Margarita. Mi madre me espera. Adiós.  

Fausto. Luego, ¿es preciso separarnos? ¡Adiós!  

Marta. Buenas noches.  

Margarita. Hasta nuestra próxima entrevista. (Salen Fausto y Mefistófeles.)  Margarita. ¡Dios mío! ¿Qué ha de pensar ese hombre? Estoy siempre aturdida en su  presencia, y a todo le contesto sí. Siendo como soy una joven inocente y pobre no sé lo que  puede encontrar en mí que le sea agradable. 

Selva y caberna  

Fausto, después Mefistófeles.  

Fausto, (solo.) Espíritu sublime, que me has dado cuanto te pedía; no en vano volviste hasta  mí tu rostro en la lama. Me has hecho soberano de esta naturaleza poderosa y sublime,  dándome al propio tiempo la fuerza de sentir y de gozar. No te has limitado a concederme  una admiración fría y estúpida, sino que me has dado a conocer sus secretos más íntimos  leyendo en ella como en el seno de un amigo. Tú has puesto ante mis ojos todos los seres  vivientes y enseñándome a conocer mis hermanos en la callada selva, en el aire y en las  aguas, y cuando la tempestad ruge en el monte arrancando de raíz los pinos gigantescos,  cuyos troncos al chocar entre sí hacen temblar la comarca, me proporcionas un asilo seguro  en las cavernas y me revelas todas las maravillas y profundos misterios de mi ser. Luego  remonta a mi vista la luna silenciosa y pura atemperándolo todo y del seno de las peñas y  de las plantas húmedas veo deslizarse las blancas sombras del pasado, suavizando la áspera  voluptuosidad de la contemplación. ¡Ah! ¡Cuán penetrado estoy ahora de que no puede  haber cosa perfecta para el hombre! Me has procurado un mar de delicias que cada vez más  me acerca a los dioses, pero en cambio me diste ese amigo del que soy ya inseparable por  más que altivo y frío me humille a mis propios ojos y de un soplo reduzca a nada tus  mercedes. Se complace en inflamar mi pecho para impulsarme para ir en pos de aquel  hermoso ángel, sólo por verme ir ebrio del deseo al goce, y en el goce, suspirar por el  deseo.  

(Se presenta Mefistófeles.)  

Mefistófeles. ¿Aún no os fatiga esa vida? ¿No acabaréis al fin por abandonarla? Bueno es  probarlo todo una vez, pero luego debe ir el hombre en pos de nuevas sensaciones.  Fausto. Quisiera que empleases el tiempo de un modo más útil que el de atormentarme en  mis más hermosos días.  

Mefistófeles. ¡Ah! ¡Ah! Quieres que no turbe tu reposo; de seguro no hablas con seriedad.  En verdad no sería una gran desgracia tener que separarse de un amigo tan descontentadizo,  mal humorado y loco como tú. Después de afanarse uno todo el día por complacerle, acaba  siempre por fastidiarse como si llevase escrito en la frente lo que desea y lo que quiere.  Fausto. He aquí su eterna canción: me fastidia y quiere que le esté reconocido.  Mefistófeles. ¿Cuál sería tu vida sin mí, mísero hijo del polvo? Yo te curé de los delirios de  tu imaginación y es innegable que a no ser yo estarías ya muy lejos de este mundo. ¿Por  qué te escondes como un búho en las grietas de las grietas, sin más alimento que el musgo y  la humedad de las piedras? Gracioso pasatiempo es ése y veo que continuas teniendo al  doctor en el cuerpo.  

Fausto. ¿No comprendes la nueva fuerza vital que ha de darme mi residencia en estos  montes? Caso de que llegases a saberlo serías bastante diablo para arrebatarme mi dicha.  Mefistófeles. ¡Una dicha! Cómo no ha de serlo el acostarme de noche en la montaña,  abrazar con éxtasis el cielo y la tierra, envanecerse hasta el punto de creerse una divinidad,  penetrar con la inquietud del presentimiento en los abismos de la tierra, sentir en su alma la  obra entera de los seis días; gozar de algo desconocido con ardor indecible; lanzarse con 

fervor en pos de todo; permitir al hijo del polvo que se hunda, y terminar luego aquel  éxtasis sublime (haciendo un gesto.) no me atrevo a decir como...  

Fausto. Calla.  

Mefistófeles. Ya sé que no puede esto complaceros, y que queréis por lo mismo que  enmudezca; bien habéis hecho, pues, en pronunciar el calla. No se atreve uno nombrar a  castos oídos aquello a que no pueden renunciar castos corazones. En una palabra, os dejo  con la satisfacción de engañaros a vos mismo, seguro de que no ha de durar mucho tiempo.  Heos aquí nuevamente turbado y por poco que esto siga del mismo modo, hundido de  nuevo en los mismos delirios, terrores y angustias. Pero basta; tu amada está en la ciudad, y  todo le pesa y mortifica; nunca se borra de su mente tu rostro y es su pasión mucho mayor  que su fuerza. El raudal de tu amor desbordado cual arroyuelo cuya corriente aumenta la  nieve derretida, ha ido a inundar su corazón dejando el tuyo eternamente seco. Más bien  que reinar en selvas debería a mi ver el grande hombre corresponder a la pasión que ha  inspirado a una pobre y sencilla joven. El tiempo le parece horriblemente largo y la veras  asomada siempre a la ventana, contemplando las nubes que pasan por encima de los  antiguos muros de la ciudad. ¡Que no tenga yo alas! He aquí lo que canta todo el día y una  gran parte de la noche; por cada vez que alegre, está cien veces triste, y tan pronto se  deshace en lágrimas, como parece estar tranquila, pero en cambio se la ve siempre  apasionada.  

Fausto. ¡Serpiente tentadora!  

Mefistófeles, (aparte.) Con tal que pueda enlazarte.  

Fausto. Aparta, quítate de ahí y no vuelvas a pronunciar el nombre de aquella inocente  criatura; deja de ofrecer a mis sentidos ya casi extraviados la posesión de aquel cuerpo  adorable.  

Mefistófeles. ¿Qué puede suceder? Cree que has huido de ella y a fe mía casi tiene razón.  Fausto. No, estoy a su lado; pero aún cuando estuviese lejos, no podría nunca olvidarla; no  podría nunca perderla. Nunca deseo el cuerpo del Señor como cuando sus labios le tocan.  Mefistófeles. También a mí más de una vez me habéis causado envidia, hermosa pareja  reclinada entre rosas.  

Fausto. Calla, corazón perverso.  

Mefistófeles. Vale más que me ría de vuestras injurias. El empleo que ejerzo fue  reconocido por el mismo Dios al crear al hombre y a la mujer. Veamos, seguidme, que no  es mi intención llevaros a la muerte, y sí tan sólo a la casa de vuestra amada.  Fausto. ¿Qué me importa sentir en sus brazos los goces del cielo? ¿Qué el embriagarme de  amor en su seno, si mis goces han de causar su infortunio? ¿Acaso no seré después un  miserable, un proscrito y un monstruo sin objeto ni reposo, que cual torrente despeñado irá  rodando hacía el abismo en su violenta corriente? Ella, en cambio, joven modesta y de  puros ensueños, habría vivido dichosa con su cabaña y su pequeño huerto de los Alpes, y  reducido todos sus afanes y deberes domésticos en el limitado mundo que la rodeaba. Pero  ¡ah! ¡Cómo pesa sobre mí el anatema de un Dios justamente enojado! ¡Preciso es que  después de amontonar ruinas sobre ruinas acabase por sepultar también a ella y sus puros  goces! ¡Negro averno, deseabas aquella infeliz víctima! ¡Luzbel, date prisa; abrevia el  tiempo de mí agonía; que lo que ha de cumplirse se cumpla lo más pronto posible, que su  destino se desplome sobre mí y vaya conmigo rodando al abismo!  

Mefistófeles. ¡Siempre el mismo ardor y siempre el mismo fuego! Pobre loco, ven conmigo  y consuélala. Te figuras que todo termina allí donde tu cabeza no encuentra salida. Y sin 

embargo, te he visto siempre dotado de una actividad diabólica. Nada hay para mí tan  absurdo en el mundo como ver a un diablo que pierde la paciencia.  

La habitación de Gretchen.  

Margarita sola sentada al torno.  

Margarita. ¡Cuán pronto han pasado para mí los días tranquilos; ya no volveré a disfrutar  nunca más la dulce paz del alma! Do quiera no esté él, está mi sepulcro; sólo donde él  asoma está la vida. Tengo la cabeza trastornada y el corazón hecho pedazos y cada vez me  siento más débil. Ni aun me atrevo a evocar la memoria de mis días de calma. Si asomo a la  ventana es para verle, si paso el umbral de mi puerta es para salirle al encuentro. Todo en él  me seduce y fascina: su porte noble y majestuoso, su amable sonrisa, la expresión de sus  ojos, la elocuencia de su palabra, su mano acariciadora siempre dispuesta a abrazarme, y  sobre todo sus ardientes besos. ¡Adiós por siempre, paz dulcísima que perdí desde el primer  instante de verle! Fatigado de quejarse en vano sólo por él mi corazón suspira. ¡Ah! ¡Que  no pueda yo estrecharle en mis brazos y morir repitiéndole te adoro!  

Jardín de mata.  

Margarita y Fausto.  

Margarita. Prométeme, Enrique...  

Fausto. Todo cuanto quieras.  

Margarita. Dime, pues ¿cuál es tu religión? Eres muy bueno y estás dotado de un corazón  excelente, pero me parece que no eres muy religioso.  

Fausto. Dejemos eso, hija mía; bien sabes que te amo y que daría por ti mi sangre y mi  vida; pero no quiero perturbar a nadie en sus sentimientos y ni en su fe.  Margarita. No es eso bastante, sino que es preciso creer en Dios y en su Iglesia.  Fausto. ¿Es preciso?  

Margarita. ¡Ah! ¡Si tuviese algún dominio sobre ti! Tampoco respetas mucho los santos  sacramentos.  

Fausto. Puedes creer que los venero.  

Margarita. Pero sin desearlos, pues hace mucho tiempo que no has ido a misa ni a  confesarte. ¿Crees en Dios?  

Fausto. Mi buena amiga, difícil me es contestar a tu pregunta puesto que no quiero  contestarte sonriendo, como lo harían algunos pretendidos sabios y lo que tú no podrías  menos de considerar como burla.  

Margarita. Luego ¿tú no crees en Dios?  

Fausto. NO interpretes mal mis palabras, ángel mío. ¿Quién se atrevería a nombrarlo y a  hacer esto acto de fe: creo en él? ¿Quién se atreverá nunca a exclamar: no creo en él? Él  que todo lo posee, que todo lo contiene, ¿no te sostiene a ti y a mí y a él mismo? ¿No ves  

redondearse en los cielos la bóveda del firmamento, extenderse aquí abajo la tierra y  levantarse los astros eternos contemplándonos con amor? ¿No ven mis ojos los tuyos y no  afluye entonces toda nuestra vida al cerebro y al corazón? ¿Acaso no está envuelto todo en 

un perpetuo misterio, visible en tu derredor? Llena tu alma de él por profunda que sea, y  cuando sobrenades en la plenitud del éxtasis, da a tu sentimiento el nombre que quieras,  llámame dicha, corazón, amor, Dios. Lo que es yo, no sé cómo debe llamársele. El  sentimiento lo es todo, el nombre es sólo humo que nos vela la celeste hoguera.  Margarita. Todo eso es hermoso y bueno, y casi lo mismo nos dice el sacerdote, pero en  otros términos.  

Fausto. Y por doquiera repiten lo mismo en su lengua los corazones que contemplan el  resplandor de los cielos. ¿Podría yo obrar de distinto modo?  

Margarita. Por más que me parezca razonable todo cuanto dices, veo en ti algo de oscuro  que me atormente mucho, porque no crees en el cristianismo.  

Fausto. ¡Hija mía!  

Margarita. No puedes figurarte el horror que me causa el verte en compañía de...  Fausto. ¿De quién?  

Margarita. Odio a ese hombre que está siempre contigo; en mi vida había visto cara tan  repugnante.  

Fausto. Nada temas, alma mía.  

Margarita. Su presencia me irrita y eso que soy benévola para con los hombres. El deseo  que siempre tengo de verte es igual al horror que me causa su aspecto, y he aquí por qué le  temo y por qué es en mi concepto un malvado. Perdóneme Dios si lo calumnio.  Fausto. Es indispensable que haya de esa especie de hombres.  

Margarita. Imposible me sería vivir con un ser semejante. Siempre le he visto del mismo  modo; no conoce más que dos sentimientos, la burla y la ira, todo lo demás le es indiferente  y lleva escrito en su rostro que no puede amar. Por feliz que sea estar a tu lado, se me  oprime el corazón cuando lo veo.  

Fausto. Eres un ángel, pero no estás libre de presentimientos.  

Margarita. Es tanto el horror que me produce, que, cuando se nos acerca, casi llego a sentir  que no te amo. Cuando está con nosotros me es imposible rezar y siento un mal interior que  me desgarra el alma: ¿te sucede lo mismo a ti, Enrique mío?  

Fausto. Todo es efecto de la antipatía.  

Margarita. Tengo que ausentarme.  

Fausto. ¡Ah! ¡Que nunca pueda pasar tranquilamente una hora reposando en tu seno,  estrechar mi corazón contra él y confundir mi alma con tu alma!  

Margarita. Si al menos durmiese sola, dejaría esta noche descorridos los cerrojos; pero mi  madre apenas duerme y, si llegase a sorprenderlos, me quedaría muerta en el acto.  Fausto. ¡Ángel querido, no te dé eso ningún cuidado! Toma este pomito, y bastarán tres  gotas del líquido que contiene para hacer dormir profundamente a tu madre.  Margarita. ¿Qué no he de hacer yo por ti? Espero no contendrá nada que pueda serle  nocivo.  

Fausto. ¿Puedes pensar, amor mío, que a no ser así yo te lo hubiese aconsejado?  Margarita. Querido mío, no sé que fuerza superior me obliga, cuando te veo, a querer todo  cuanto tú deseas; he hecho tanto por ti, que casi no me queda ya que hacer cosa alguna.  (Sale.)  

(Entra Mefistófeles.)  

Mefistófeles. ¿Se ha ido ya la mansa ovejita?  

Fausto. ¿Si nos has espiado como acostumbras? 

Mefistófeles. No, pero lo he oído todo. Espero, doctor, que os aprovecharéis de la lección  que se os ha dado. Todas las jóvenes tienen intención de que uno sea devoto, sencillo y que  practique las antiguas costumbres. “Si cede en esto, piensan, no tardará en acceder a todos  nuestros caprichos”  

Fausto. Monstruo, ¿no ves cuánto sufre esa alma fiel y sincera, poseída de las creencias que  labran su dicha, al solo temor de que se pierda el hombre a quien ama?  Mefistófeles. Loco, enamorado sensible, ¿cómo puedes consentir de este modo en ser  juguete de una débil niña?  

Fausto. ¡Vil compuesto de lodo y de fuego!  

Mefistófeles. Conoces perfectamente las fisonomías: en mi presencia se turba, por revelarle  sin duda mi máscara un espíritu misterioso; de seguro, conoce que soy yo un genio, y hasta  quizá el mismo diablo. ¡Ah! ¡Ah! Esta noche...  

Fausto. ¿Qué te importa?  

Mefistófeles. También tendré en ello mi parte de placer.  

Los pozos  

Margarita y Lieschen, con sus cántaros.  

Lieschen. ¿Has sabido algo acerca de la pobre Bárbara?  

Margarita. Ni una palabra, pues como apenas salgo de casa, no veo a nadie.  Lieschen. Pues según me ha dicho hoy Sibila, también se ha dejado seducir. ¡Y eso que se  daba tanta importancia!  

Margarita. ¿Es posible?  

Lieschen. Y tan cierto como es.  

Margarita. ¡Ah!  

Lieschen. Ya ves en qué ha venido a parar después de haber dado oídos por tanto tiempo a  aquel seductor infame. Casi puede decirse que ha llevado lo que merece, porque en el  paseo, en la aldea, en el baile, sólo pensaba siempre en eclipsar a las demás; podrá  envanecerse ahora de los regalos que él le hacía, creyendo que sólo a su belleza iban  dirigidos. La coquetería y el orgullo han causado su desgracia.  

Margarita. ¡Pobrecilla!  

Lieschen. ¡Y aún la compadeces! Sin duda no recuerdas que mientras estabamos nosotras  hilando, sin bajar nunca a la puerta por no permitírnoslo nuestras madres, pasaba ella las  horas sentada junto a su amante o acompañándole en los puntos más retirados, sin quejarse  de la lentitud del tiempo. Justo es, por tanto, que se humille y que haga ahora penitencia en  expiación de su falta.  

Margarita. Se casará con ella tal vez.  

Lieschen. ¡Muy tonto sería! Un joven como él puede aspirar a mucho más. Además, se sabe  ya que la ha abandonado.  

Margarita. Ha procedido indignamente.  

Lieschen. Aunque volviese a cautivarlo, sería en perjuicio suyo, porque los jóvenes le  arrancarían su corona y nosotras echaríamos paja picada a su puerta. (Se va.)  Margarita, (volviendo a su casa.) ¿Cómo es posible que antes hablase yo tanto contra la  pobre joven que tenía la desgracia de cometer esa falta? ¿Por qué cuando se trataba de la  debilidad de los demás me mostraba siempre tan implacable? Nunca eran bastante negros 

los colores con que me los representaba, y me persignaba haciendo una cruz lo más largo  posible y, sin embargo, soy ahora el mismo pecado, ¡Dios mío! ¡Cómo resistirle cuando era  tan bueno y tan amable!  

Las murallas  

Una Imagen de la Mater Dolorosa en un nicho de la tapia y varias macetas de flores.  

Margarita, (colocando en las macetas nuevos ramos de flores.) ¡Dígnate, oh Madre  Dolorosa, compadecerte del dolor que me abruma! Tu con el corazón traspasado viste  expirar en la cruz al hijo que adorabas, sin quedarte más amparo que el cielo al que elevaste  tu mirada, pobre madre, pidiéndole auxilio. ¿Quién es capaz de experimentar el dolor que  me desgarra el alma? Sólo tu, madre mía, puedes saber lo que sufro, lo que deseo y lo que  temo. Por doquiera dirija mis pasos, siento siempre el mismo dolor agudo y penetrante; no  puedo estar sola ni anegarme en un mar de lágrimas que me despedaza el corazón. Cuándo  al amanecer cogía por ti esas flores, he regado con mi llanto todas las de mi ventana sin que  bastasen a secarlas los ayos del sol que no ha tardado en inundar mi alcoba. ¡Ah! ¡Madre  mía! ¡Sálvame de la muerte y de la deshonra, y dígnate inclinar sobre mi dolor tu frente  divina!  

La noche  

Una calle frente a la puerta de Margarita, Valentín, soldado, hermano de Margarita.  

Valentín. Cada vez que concurro a una de esas comidas en que cada uno de mis  compañeros cuenta sus amores, y saca de su vaso los elogios de sus bellas, escuchaba  indiferente sus fanfarronadas, y sonriendo levantaba mi vaso exclamando: “De seguro no  hay ninguna entre todas ellas que valga lo que mi querida Margarita, ni que sea digna de  atarle las cintas de los zapatos.” Por más que mis palabras no halagasen todos los oídos, los  más de mis compañeros siempre decían: “Tiene razón, porque es en verdad su hermana la  gloria de su sexo”, y los orgullosos enmudecían. Al paso que ahora tengo motivos para  desesperarme y romperme la cabeza. El primer mal criado puede hacerme objeto de  sangrientas burlas sin que siquiera pueda tener el derecho que tiene el criminal sentado en  su banco, y aun cuando logre matar a cuantos me insulten, nunca podré decir que han  mentido. ¿Quién va? ¿Quién se desliza por ahí? A no engañarme hay dos; si es él me echo  encima y no saldrá con vida de este sitio.  

Fausto y Mefistófeles.  

Fausto. ¿Ves en el cielo aquella lámpara eterna que aunque siempre oscila es cada vez más  densa la oscuridad que la cerca? Pues del mismo modo reina siempre la noche en mi  espíritu.  

Mefistófeles. En cuanto a mí, soy como el gato flaco que se rasca al escurrirse por la pared,  sin faltarle nunca su fuerza instintiva. Siento aun estremecerme los miembros todos al sólo 

recuerdo de la hermosa noche de Walpurgis: pasado mañana se repetirá, y allí al menos se  sabe por qué se veía.  

Fausto. ¿Tardará mucho en aparecer la luz del día aquel tesoro que vi brillar debajo de la  tierra?  

Mefistófeles. Tendrás en breve el placer de hacerte con el cofrecito a que últimamente he  echado el ojo y que contiene tan hermosos escudos.  

Fausto. Y ¿no hay ninguna joya, ni una sortija siquiera para adornar a mi amada?  Mefistófeles. Sí, me ha parecido ver en él una especie de collar de perlas.  Fausto. Perfectamente, pues sentiría mucho ir a verla sin poder hacerle ningún obsequio.  Mefistófeles. Creo que no os disgustará pasar un buen rato sin que os cueste ni un  maravedí. Ahora que el cielo brilla con todas sus estrellas vais a oír una verdadera obra  maestra: es una canción moral que va a volverla loca. (Canta acompañándose con la  bandolina.) “¿Por qué así pasas la noche aguardando al ser que sólo se finge enamorado  para lograr tu deshonor? No des por más tiempo oído a sus falsas promesas, si no quieres  perder un bien precioso que no te devolverán el arrepentimiento y el llanto. Pobres débiles  criaturas, ¡cuán cobarde y traidoramente se os seduce! Si deseáis evitar los lazos que la  traición os tiende, desconfiad de los hombres todos y no otorguéis a ninguno de ellos  vuestros favores hasta que os haya jurado eterna fe al pie del altar.”  

Valentín, (se adelanta.) ¿A quién estás acechando aquí, maldito cazador de ratones?  Empieza por arrojar tu instrumento que ya enviaré enseguida al músico a todos los diablos.  Mefistófeles. La guitarra está hecha pedazos y no puede ya contarse con ella.  Valentín. Pues sólo falta ya rompernos el alma.  

Mefistófeles, (a Fausto.) Doctor, no os precipitéis: poneos a mi lado y esperad a que os  dirija. ¡Espada en mano y avanzad, que yo pararé el golpe!  

Valentín. ¡Para, pues, ésta!  

Mefistófeles. ¿Por qué no?  

Valentín. ¿Y ésta?  

Mefistófeles. De igual suerte.  

Valentín. Creo habérmelas con el mismo diablo. ¿Qué es esto? ¡Se paraliza mi mano!  Mefistófeles. Avanza.  

Valentín, (cae.) ¡Ay de mí!  

Mefistófeles. Ya está domesticado mi fiero campesino. Ahora marchemos lo más pronto  posible, porque oigo gritar: “Al asesino.” Yo me las compongo muy bien con la policía,  pero no sé arreglarme bien con los jueces.  

Marta, (a la ventana.) ¡Socorro! ¡Socorro!  

Margarita, (también a la ventana.) ¡Una luz aquí!  

Marta, (gritando.) Disputan, gritan, llaman y se baten.  

El pueblo. Hay un muerto.  

Marta, (saliendo.) ¿Habrán huido ya los asesinos?  

Margarita, (saliendo.) ¿Quién es el muerto?  

El pueblo. El hijo de tu madre.  

Margarita. ¡Dios poderoso, qué desgracia!  

Valentín. ¡Me muero, y creed que será muy pronto! ¿Por qué estáis aquí, ¡oh mujeres!  dando esos gritos y lamentos? Venid y escuchadme.  

(Todos le rodean.) 

Margarita, bien lo ves, eres joven y te falta práctica para arreglar tus asuntos: te lo digo en  confianza, ya que eres una mujer perdida, sélo del todo.  

Margarita. ¡Dios mío! Hermano, ¿qué es lo que dices?  

Valentín. No mezcles a Dios Nuestro Señor en todo esto. Lo hecho hecho está, y lo que ha  de suceder sucederá. Empezaste por amar ocultamente a un hombre, luego amarás a otro y  acabarás, en fin, por amarles a todos. La vergüenza, al nacer, se ocultó y con cierto  misterio, se cubrió con el velo de la noche, y hasta hubiera querido ahogarse a sí propia;  pero a medida que fue creciendo, empezó a presentarse en público, y sin embargo, a pesar  de ser su rostro cada vez más feo y repugnante, sólo desea ya ostentar sus tristes galas a la  luz del sol. En breve toda la gente honrada huirá de ti como de un cadáver, y  experimentaras cada ves que te miren cara a cara una confusión terrible que te hará  estremecer hasta la médula de los huesos. No habrá ya entonces para ti ni cadena de oro, ni  banco en la iglesia, ni traje que atraiga en el baile todas las miradas; tendrás tan sólo un  pobre jergón en que tenderte en alguna enfermedad. Aunque en su misericordia infinita  Dios te perdone, continuarás siendo en el mundo objeto de escarnio y de maldición.  Marta. Encomendad vuestra alma a Dios, lejos de mancharos la conciencia con nuevas  blasfemias.  

Valentín. Creería perdonados todos mis pecados con sólo poder caer sobre ti, infame  medianera.  

Margarita. ¡Hermano mío, apiádate de mi horrible suplicio!  

Valentín. Cesa de llorar inútilmente: tu falta ha sido para mí un golpe terrible... Cierra ya  mis párpados el sueño de la muerte. ¡Quiera Dios apiadarse del soldado que procuró en  todo lo posible cumplir como honrado! (Muere.)  

La catedral  

Misa, órgano y canto.  

Gretchen entre la muchedumbre, teniendo atrás al Espíritu maligno.  

El Espíritu maligno. ¡Qué tiempos aquellos, Margarita, en que con el corazón inocente y  puro te aproximabas a esos altares para elevar al cielo una plegaria que apenas podían  murmurar tus labios! ¡Qué tiempos aquellos en sólo pensabas en Dios y en los jueces de la  infancia! Bien lo ves, Margarita, todo cambia: tu cabeza y tu corazón están llenos ahora de  remordimientos, de miseria y de pena. ¿Acaso vienes a rezar por el alma de tu infeliz madre  que no pudo resistir el peso de tu falta? Y ¿no sientes agitarse algo en tu seno que te parece  de fatal agüero?  

Gretchen. ¡Cuándo podré verme libre de las tristes ideas que me dominan y causan mi  martirio!  

Coro, (canta al órgano.)  

“Dias irae, Dies illa,  

Solvet saeclum in favilla.”  

El Espíritu maligno. Ya ruge sobre tu frente la cólera del cielo; tiemblan los sepulcros al  sonido de la trompeta del último juicio; estremecido tu cuerpo se agita entre el polvo en que  descansa, y en vano se estremece ante el castigo horrendo que para siempre va a sufrir en el  infierno. 

Gretchen. ¡Cuánto daría por estar lejos de este sitio, porque este órgano me oprime y me  ahoga! ¡Tampoco puedo resistir por más tiempo esos cantos que me desgarran el alma!  Coro.  

“Judex ergo cum sedebit,  

Quidquid latet apparebit,  

Nihil inultum remanebit.”  

Gretchen. Estoy en un círculo de hierro y todo me oprime; la bóveda que tengo sobre mi  cabeza se baja y me aplasta. ¡Me falta aire que respirar!  

El espíritu maligno. ¡Ocúltate! El pecado, la vergüenza y el vicio deben envolverse en  negro velo. ¡Ay de ti, se buscas el aire y la luz!  

Coro.  

“Quid sum miser tunc dicturus?  

Quem patronum rogaturus?  

Cum vix justus sit securus.”  

El Espíritu maligno. Los bienaventurados apartan de ti los ojos y el justo que pasa no tiene  ya la mano. ¡Estás condenada!  

Coro.  

“Quid sum miser tunc dicturus?, etc.”  

Gretchen. Vecina, dadme vuestro pomo.  

(Cae desmayada.)  

La noche de Walpurgis  

El Harz. Montes de Schirke y Elend.  

Fausto y Mefistófeles.  

Mefistófeles. ¿Quisieras ahora un palo de escoba? De mí sé decirte que desearía tener aquí  el macho cabrío más vigoroso, porque aún tenemos que andar gran espacio.  Fausto. Tengo aún fuerza en las piernas y me basta por ahora este bastón nudoso. ¿Por qué  acortar el camino? Errar por el laberinto de los valles, trepar por esas peñas, de cuyas cimas  se precipitan bulliciosas cascadas, no es lo que menos pueda ameriza nuestro viaje. Todo se  anima al arribo de la primavera; hasta los pinos experimentan su influencia benéfica, y ya  que en efecto es así, ¿por qué no obra del mismo modo sobre nuestros miembros?  Mefistófeles. En cuanto a mí no experimento nada en lo más mínimo; tengo el invierno en  el cuerpo, y quisiera siempre que estuviese mi camino cubierto de nieve y de escarcha.  ¡cuán tristemente sube el disco de la luna, con un resplandor tardío! ¡Qué luz tan  melancólica! Vese uno expuesto a cada paso a dar contra un árbol o contra una roca.  Aguarda a que llame un fuego fatuo, ya que veo uno allí abajo oscilando a su capricho.  ¡Hola, amigo! ¿Me atreveré a pedirte que vengas hacia nosotros?  

El Fuego Fatuo. Espero en vuestro obsequio poder dominar mi naturaleza ligera, pues ya  sabéis que nuestro movimiento es por lo regular ondulante.  

Mefistófeles. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ved como quiere el pícaro imitar a los hombres! Ve recto en  nombre del diablo, o apago tu chispa vital. 

El Fuego Fatuo. Puesto que sois aquí el jefe, me someto gustoso a vuestros deseos. Pero  pensándolo bien, el monte está hoy lleno de encantos; de modo que a ser un fuego fatuo el  que ha de serviros de guía, no podéis mostraros muy exigentes.  

(Fausto, Mefistófeles y el Fuego, cantando a coro.)  

“Ya hemos entrado, al parecer, en un país de quimeras; guíanos, pues, por entre los mil  prodigios que nos rodean, fuego fatuo, hasta allí donde veamos colmados nuestros deseos.  Confúndense de noche los árboles gigantes, la pena se estremece sobre su base y sus bocas  de granito repiten los bramidos del huracán. Veo brotar las corrientes al través de huecas  rocas y oigo algo más un murmullo que parece un grato canto de amor. Voces de amor y de  pena, voces de festivos días, ¡cuán agradable resuena en mi oído el eco que repite las  armonías de tiempos ya pasados! Discordes y hasta horribles son los nuevos gritos que  escucho; no hay búho, mochuelo ni ave alguna de rapiña que no lance al viento su triste  grito; salen del hueco de las peñas y de cada ruina, raíces desformes y extrañas que, cual  brazos descarnados, se tienden para coger al que acierte al pasar cerca de ellas. A cada paso  se tropieza con mil ratones y repugnantes insectos que huyen despavoridos aumentando el  horror de este espantoso sitio en el que se ven brillar a la salamandra, el lagarto y la  culebra, gracias a la repugnante brillantez que despiden sus pieles escamosas y no nos es  posible continuar nuestra marcha por ser cada vez más insuperables los obstáculos con que  tropezamos: además empiezan a temblar los montes vecinos desde su base hasta su cima, y  sólo se ven brillar a lo lejos fuegos fatuos que en su rápido curso amenazan abrazarlo todo.  ¡Quedémonos, pues, en este oscuro charco!”  

Mefistófeles. ¡Agárrate bien de mi traje! He aquí una cumbre desde la que se distinguen  admirablemente los resplandores de Manmon en la montaña.  

Fausto. ¡De qué modo tan singular brilla en el fondo de los abismos el resplandor del  crepúsculo! Sube allí un vapor denso y se desprende de aquella nube más lejana  exaltaciones mefíticas mientras se ve brillar en el lado opuesto una llama que se extiende a  lo largo del valle para ir a concentrarse repentinamente en un estrecho desfiladero. También  cae a nuestros pies una lluvia de chispas que por todas partes dejan una gran capa de polvo  de oro. Pero mira cómo en toda su altura se encienden esas inmensas montañas.  Mefistófeles. ¿Qué tal te parece el modo como el señor Manmon ha iluminado su palacio  para esta gran fiesta? Ha sido una fortuna para ti el poder verlo. Ya presiento la llegada de  huéspedes turbulentos.  

Fausto. ¡Nunca había oído mugir el huracán con tanto estruendo! ¡Me azota con tanta  fuerza que acabará por derribarme!  

Mefistófeles. Aférrate a los picos de las rocas, si no quieres que te haga rodar hasta el fondo  del abismo. Aumenta negra nube la oscuridad de la noche, crujen los árboles en el bosque y  huyen espantados los búhos. ¿Oyes cómo se derrumban las siempre verdes columnas de  este palacio? ¿Oyes el triste crujido de las ramas que se rompen, el rumor de los troncos de  los árboles fuertemente sacudidos y su espantoso ruido al chocar entre sí para caer unos  sobre otros, mientras continua bramando el huracán en las cuevas? ¿Oyes un cumulo de  voces en todas las alturas próximas y lejanas? Sí, resuena en la montaña un furioso himno  mágico.  

Las brujas a coro. Ya que es verde el grano y amarillo el rastrojo, trepemos todas el  Brocken, y allí reunidas, circuiremos el trono de Urian situado en la más alta de sus cimas. 

Voz. Ved cómo la vieja Baudo se dirige hacia nosotros velozmente desde el llano, montada  en su marrana.  

Coro. Honor al que sea digno de veneración y de respeto, así por sus merecimientos como  por su edad: inclinémonos, pues, todos ante ella, ya que está al frente de todas las  hechicerías conocidas.  

Una voz. ¿Cuál es el camino que tú quieres seguir?  

Otra. El de Insentein, en el que distingo un nido con un hermoso mochuelo que me mira de  un modo singular.  

Otra. Vete a todos los diablos. ¿Por qué corres de este modo?  

Otra. Me ha mordido despiadadamente. ¡Mira que herida!  

Hechiceras, (coro.) Marchemos adelante por más que ruja la tempestad y que sea áspero el  camino; a cada palo que rompamos cojamos otro nuevo; mientras el niño llora, hace su  madre jorobas.  

Hechiceras, (medio coro.) Vamos a paso de tortuga, ved cuánto nos adelanta aquel grupo de  mujeres; mas no debe esto admirarnos, porque sabido es que la mujer para el mal tiene alas.  Otro, (medio coro.) No debe esto sorprendernos, porque cualquiera que sea el punto al que  la mujer se dirige, ha de dar mil pasos para hacer lo que el hombre hace de un salto.  Voz de lo alto. ¡Adelante, adelante, salid de ese mar de rosas!  

Voz de abajo. De buena gana os seguíamos ahora mismo a las cumbres y a la luz; pero  estamos condenadas a gemir en el fondo de esta cantera y a ser siempre estériles.  Los dos coros. Ya cesó de bramar la tormenta, la estrella huye, la luna se vela y continua el  tumultuoso coro de hechiceras cabalgando o agitándose en la noche umbría; no se ve más  resplandor que el de las innumerables chispas que lanzan.  

Voz de abajo. ¡Deteneos!  

Voz de lo alto. ¿Quién me llama desde las grietas de las rocas?  

Voz de abajo. ¡Por compasión, llevadme con vosotros! Hace tres siglos que me arrastro en  vano; sed, pues, compasivas y permitidme llegar a la altura; no podéis figuraros cuánto  deseo hallarme entre mis semejantes.  

Los dos coros. Apodérese cada una de su palo, escoba u horquilla, puesto que la hechicera  o diablo que no suba hoy está irremediablemente perdido.  

La hechicera de abajo. Muy lejos están ya todos los demás desde que yo me arrastro en  vano sin omitir trabajo, cuidados, penas y tormentos para salir de esta caverna que será mi  eterno calabozo.  

Canto de hechicera. Hay un ungüento que reanima a las hechiceras; así que con una  artesilla por nave y un trapo por vela, marcharemos como el viento. La que hoy no vuele,  no volará ya nunca.  

Los dos coros. Disponeos todos a tocar en tierra, porque ya llegamos a la más alta cumbre y  desde ahora podéis ya formar los grupos que han de ocupar estas comarcas.  Mefistófeles. Contemplad cómo se agrupan, estrechan y rechazan entre sí, y cómo todo  resplandece, brilla, arde y se inflama: esto sí que es un verdadero elemento de brujas. No  me sueltes si no quieres que en breve nos encontremos separados. ¿Dónde estas?  Fausto. Aquí.  

Mefistófeles. ¡Cómo! ¿Ya está allá abajo? Preciso me será usar de mi derecho de amo.  Despejad, que viene el señor Voland; despejad, amable canalla, despejad. Aquí, doctor, no  me sueltes ya, y salgamos de entre esta multitud, pues ya es esto harto grotesco hasta para  mis semejantes. Hay aquí cerca algo que brilla de un modo extraño y que me atrae hacia  aquellos zarzales. Ven, ven, y penetraremos en ellos. 

Fausto. Espíritu de contradicción, condúceme a donde mejor te plazca. Al pensar en ello, no  puedo menos que admirar el orden que reina aquí en todo. Subimos al Brocken en la noche  de Walpurgis, y podemos muy bien aislarnos a nuestro capricho.  

Mefistófeles. Mira que llamas tan diversas: es un alegre club que se reúne, ya ves que ni  aún en este pequeño mundo está uno sólo.  

Fausto. Yo preferiría hallarme allá arriba; ya veo la llama y los torbellinos de humo; allí  toda la multitud se agrupa en torno del espíritu del mal; allí es donde debe descifrarse más  de un misterio.  

Mefistófeles. En cambio, también se forman allí muchos. Deja que la muchedumbre allí se  agite y zumbe, mientras nosotros descansaremos aquí tranquilos; es cosa ya sabida desde  mucho tiempo, que en el gran mundo se hacen pequeños mundos. Veo allí algunas  hechiceras jóvenes enteramente desnudas y a otras viejas que se cubren con mucho recato.  Sed amables con mi amor, ya que cuesta tan poco y que contribuye tanto a aumentar el  placer y la barahúnda. Oigo algunos instrumentos; maldita cencerrada a la que debe uno  habituarse. Ven conmigo, ven, puesto que no hay otra senda; deseoso de prestarte un nuevo  servicio, voy a introducirte y presentarte a la alegre comitiva. ¿Qué tal te parece todo esto,  amigo mío? El sitio no es muy escaso, pues ya ves que por aquella parte no tienes límites.  Hay más de cien fuegos en torno de lo que se canta, se habla, se guisa, se bebe y se ama:  dime, ¿puede haber cosa mejor?  

Fausto. ¿Quieres obrar como mágico o como diablo para introducirnos?  Mefistófeles. Por más que estoy acostumbrado a ir de incógnito, como es hoy día de gala,  preciso será lucir todas las distinciones; aunque me falta aquí la orden de la jarretiera no me  apuro, por ser tenido en gran respeto el pie del caballo. ¿Ves ese caracol que se arrastra  hacia nosotros? Viene para explorar el terreno; verá sin duda algo en mí que inutilizaría  todos los disfraces. Sígueme, pues; iremos de fuego en fuego y yo seré el preguntón y tu el  galán.  

(A algunos sentados alrededor de una lumbre.)  

Mis queridos amigos, ¿qué hacéis en ese rincón? En verdad o me admiraría tanto el  hallarnos en medio del tumulto entre aquella juventud ardiente. Siempre puede uno retirarse  cuanto le place.  

Un general. Los pueblos son como las mujeres: por más que uno haga por ellos, la juventud  es siempre preferida.  

Un ministro. Todo va ahora de mal en peor, así es que yo estoy por lo antiguo; entonces,  francamente, había crédito y era el verdadero siglo de oro.  

Un magnate improvisado. A pesar de no ser nada tontos, hemos visto destruir todo aquello  que más procurábamos conservar.  

Un autor. ¿Quién puede leer ahora una obra que esté medianamente escrita? Y sin embargo,  nunca había visto a la juventud tan orgullosa.  

Mefistófeles, (apareciendo de repente en extremo viejo.) Cuento que por última vez subo al  Brocken; veo en la prudencia del pueblo que está ya dispuesto para el último juicio y  apostaría a que toca el mundo a su fin.  

Hechicera revendedora. Señores, no paséis así y aprovechad la ocasión; mirad cuán  hermosos y variados son los géneros que os ofrezco. Y sin embargo, nada hay en mi tienda  sin igual en el mundo, nada hay que no haya servido en perjuicio de los hombres y del  mundo. Ni un puñal que no haya goteado sangre, ni una copa que no haya contenido un 

veneno de fuego para dar muerte a un cuerpo robusto y sano, ni una alhaja que no haya  seducido a alguna mujer honrada, ni espada que no haya herido traidoramente al enemigo.  Mefistófeles. Señora mía, veo que no entendéis los tiempos presentes: lo hecho hecho está  y procuradnos novedades, porque sólo nos llama la atención lo nuevo.  Fausto. Presentadme cosas nuevas que casi me hagan olvidar de mí propio, si queréis que  llame a esto una feria.  

Mefistófeles. Todo el remolino tiende hacia arriba; tú crees empujar y eres empujado.  Fausto. ¿Quién es aquella?  

Mefistófeles. Mírala bien, es Lilith.  

Fausto. ¿Quién?  

Mefistófeles. La primera mujer de Adán. No te enamores de sus hermosos cabellos, por  más que sea un rico adorno que contribuye tanto a su belleza, porque cuando con ellos llega  a alcanzar a un joven no lo suelta jamás.  

Fausto. Veo allá dos que están sentadas, una vieja y otra joven, que tiene trazas de haber  hecho hoy de las suyas.  

Mefistófeles. Y a quien es preciso no dejar descansar, y ya que se anuncia otra danza  iremos a sacarla nosotros.  

Fausto, (bailando con la joven.) En grato sueño vi anoche un manzano cargado de hermosa  fruta que ufano se alzaba entre la hierba; subíme a él, y galán me ofreció las dos mejores  manzanas de su fecundo seno.  

La hermosa. Aquellas dos manzanas coloradas que en el paraíso terrenal brotaron, y que a  vos tanto la atención os llaman, también las tengo en mi jardín.  

Mefistófeles, (con la vieja.) Vi ayer en un sueño un árbol viejo, hendido y seco que llegó a  enamorarse.  

La vieja. Y yo, reconocida, saludo al paticojo que me procura momentos de placer y de  verdadera dicha.  

El protofantasmista. ¡Maldita raza! ¿Qué es lo que estáis haciendo? ¿Acaso no se os ha  enseñado tiempo ha que nunca debía un espíritu tenerse sobre sus pies? Y, sin embargo,  estáis bailando como nosotros los hombres.  

La hermosa, (bailando.) ¿Qué tiene que ver ese en nuestro baile?  

Fausto. Siempre se le ve en todas partes para criticar a los que bailan, y si no puede dar su  opinión sobre cada paso, es éste considerado como nulo o no hecho, y lo que más le  incomoda es vernos adelantar. Si quisieseis siempre girar sobre un mismo círculo como lo  hace él en su viejo molino, os aplaudiría frenéticamente, sobre todo si procurabais ganarle  con una recompensa cualquiera.  

El protofantasmista. ¿Aún continuáis aquí? Esto es inaudito. Desapareced desde luego,  puesto que así lo hemos decretado; nunca sabrá esa raza diabólica respetar nuestras leyes.  ¡Somos tan sabios! y sin embargo, hay siempre trasgos y duendes en la tierra. ¡Cuánto  tiempo ha que me tortura esta idea y nunca esto se esclarece: es verdaderamente una cosa  inaudita!  

La hermosa. Cesad, pues, de fastidiarnos aquí.  

El protofantasmista. Espíritus, lo digo y lo repito en vuestra presencia: el despotismo del  espíritu me es intolerable y el mío no puede ejercerle. (Continúan bailando.) Lo veo hoy  claramente: no sacaré de ello ningún partido y, sin embargo, estoy resuelto a seguirles,  seguro que antes de dar mi último paso lograré triunfar de diablos y poetas. 

Mefistófeles. Ahora va a zambullirse en el agua, porque sólo en ella encuentra alivio;  cuando las sanguijuelas se han cebado bien en su trasero, queda curado de las  fantasmagorías y de su pobre espíritu.  

(A Fausto, que ha dejado de bailar.)  

¿Por qué has dejado a la hermosa joven que con tanta gracia te excitaba al baile?  Fausto. Porque mientras cantaba le salió de la boca un ratón colorado.  Mefistófeles. ¡He aquí en verdad una cosa terrible! Pero no debes hacer gran caso, pues  peor sería que el ratón hubiese sido pardo. ¿Qué importa esto a la hora del pastor?  Fausto. Luego he visto...  

Mefistófeles. ¿Qué?  

Fausto. ¿Ves allí una hermosa joven pálida que está apartada de todas las demás? Se retira a  paso lento; parece que anda a pies juntillas: en verdad que se parece mucho a la pobre  margarita.  

Mefistófeles. Deja ese recuerdo si no quieres entristecerte. Es una figura fantástica, una  figura sin vida, un espectro. Haríamos muy mal en seguirla, pues su mirada fija hiela la  sangre, y casi convertiría al hombre en piedra. Ya has oído hablar de Meduza.  Fausto. Como tú dices, son sus ojos los de una muerta, ojos que no han cerrado ninguna  mano amiga; pero aquél es también el seno que me entregó Margarita, aquél el cuerpo que  fue para mí una delicia.  

Mefistófeles. ¡La magia! ¿Por qué tan fácilmente te dejas engañar por la magia? Todos los  que piensan como tu creerían ver en ella a su querida.  

Fausto. ¡Oh, tormento voluptuoso! No puedo sustraerme a su mirada. ¡Qué extraño adorno  lleva en derredor de su hermoso cuello! ¡Es una pequeña cinta encarnada que no es más  ancha que el filo de un cuchillo!  

Mefistófeles. Es cierto, también yo la veo; podría llevar asimismo su cabeza debajo del  brazo por habérsela cortado Perseo. ¡Siempre entregado a las mismas ilusiones! Ven a esta  colina, tan agradable como el mismo Prater. ¡Ah! No me han engañado, pues hay un  verdadero teatro: veamos lo que representan.  

Servibilis. Va a empezarse de nuevo, y ésta será la última de las piezas que se han dado,  cuyo número es el que acostumbramos a ofrecer siempre al público. Un aficionado la ha  escrito y está confiado su desempeño a otros aficionados. Dispensadme, señores, si yo me  eclipso, porque mi afición consiste en levantar el telón.  

Mefistófeles. Mucho me agrada verlos en Blocksberg, porque estáis en vuestro puesto.  

Sueño de la noche de Walpurgis, o bodas de Oberon y de Titania.  

Intermedio.  

Director de escena. Hijos esforzados de Mieding, hora es ya de que tomemos aliento y  reposemos contemplando la escena que ofrecen a nuestros ojos este antiguo monte y sus  frescos valles. He ahí toda la escena.  

Un heraldo. Para que sea de otro nuestra boda, no debemos contraerla hasta los cincuenta  años, en cuya edad quedan terminadas todas las querellas, y es aún mayor el encanto que  para nosotros tiene aquel precioso metal. 

Oberon. Espíritus, acudid presurosos a mi lado, ya que el rey y la reina van en esta hora  solemne a casarse de nuevo. Que ninguno de vosotros se olvide de tributarles los honores  que le son debidos.  

Puck. Ya Puck en espiral atraviesa el espacio, sin contar los cien otros que le acompañan,  agitándose en el aire para acudir al punto a que el deber le llama a todos.  Ariel. Comienza su canto el fantástico Ariel y como no hay ser humano que no se  enternezca al oír su voz melodiosa, pronto logra atraer a todas las bellezas.  Oberon. Que los que quieran vivir sigan nuestro ejemplo. Nunca se aman tanto dos esposos,  como después de haber estado por mucho tiempo separados. Es innegable que la saciedad  de muerte al deseo.  

Titania. Para evitar que el capricho y el mal humor turben la dulce paz que ha de reinar en  un matrimonio, debe vivir el hombre en el Mediodía y la mujer en el Norte.  Orquesta, (tutti fortissimo.) Moscas, moscardones, ranas, grillos, cigarras y todas cuantas  razas de animales se vieron de más horrible canto dotados por la naturaleza, serán hoy  nuestros concertantes. ¡Qué dulce armonía nos está reservada!  

Solo. La zampoña es el primero de los instrumentos para alegrar los campos. ¡Cómo se  hincha de placer el corazón de los aldeanos al oír el primero de sus tiernos sones!  Espíritu que acaba de formarse. Mirad a ese pequeño ser que apenas puede arrastrarse por  el polvo y que se aparece en lo repugnante de una araña, cómo, a pesar de su fealdad y  horror que inspira, es un verdadero poema.  

Una tierna pareja. ¿Por qué altivo te diriges a la feliz colina, de la que brotan en abundancia  la miel y los aromas, si estas segura de no llegar nunca a su dichosa cima?  Un viajero curioso. No había visto en mi vida una mascarada como ésta y sólo me falta ver  ya al dios Oberon ostentando sus brillantes colores para animar aún más esta fiesta  verdaderamente regia.  

Un ortodoxo. Aunque le falta las garras y los cuernos, no me queda duda alguna de que es  tan diablo como lo eran todos los dioses de la antigua Grecia.  

Un artista del Norte. Sencillos bosquejos han sido hasta ahora mis obras; pero desde hoy  me preparo para mi viaje a esa hermosa Italia, constante objeto de todas mis ilusiones.  Un purista. El infortunio me conduce aquí. ¡Cómo no aniquilan, oh dioses, vuestros rayos a  ese cúmulo de hechiceras!  

Joven hechicera. Ostente su vano adorno la vejez arrugada y flaca, que yo prefiero en  mucho lucir mis gracias naturales en pleno día, y hasta si es posible en toda su desnudez,  para mayor encanto.  

Una matrona. Esas gracias de que tanto os envanecéis, pronto se desvanecerán como el  humo; también nosotras, cual vosotras, fuimos hermosas, y está hoy nuestro cuerpo  arrugado y próximo a pudrirse, como se pudrirá el vuestro algún día.  

Un maestro de capilla. Moscas y demás avechuchos que formáis la orquesta, no olvidéis ni  una sola nota a fin de que admiren a la vez vuestra destreza y vuestra armonía.  Veleta vuelta de un lado. Todo en este baile atronador me admira; así el profundo saber de  los profesores y cantantes, como la gracia y la inocencia de los danzantes, personas todas  de muy buenas prendas.  

Veleta vuelta del lado opuesto. Si no se abre ahora mismo la tierra para tragarse a toda esa  infernal canalla, voy a precipitarme a los profundos abismos.  

Xenies. Aunque verdaderos insectos con dientes de culebra, nada omitimos para hacer más  esplendentes la gloria y las obras de nuestro bueno y querido abuelo Satán. 

Hennings. Al verles así reunirse y embromar sencillamente, cualquiera que no les conociese  se convencería de que están dotados de un corazón noble y generoso.  Musagette. Tienen para mí tales encantos esas hechiceras jóvenes y hermosas, que  preferiría vivir entre ellas a dirigir el tan celebrado coro de musas del Pindo.  Ex genio del tiempo. Agárrate a mí si quieres ser pronto un oráculo y que se te abran de par  en par las puertas del Parnaso alemán. De lo contrario, difícilmente escribirás tu nombre a  aquel templo inmortal de la gloria.  

Viajero curioso. ¿Qué nombre dais a ese pedante que va tan prendado de su propio mérito?  ¿A quién persigue? “A los jesuitas cuya pista sigue con el más grande empeño.”  Una grulla. Para pescar no me importa que sea el agua clara o turbia y por eso no hay pez  alguno que esté libre de mi pico. ¡Cuánto pudiera deciros de los que hacen otro tanto!  Un mundano. ¡A cuántos una piedad fingida sirve de máscara! Muchos sé yo que con  frecuencia se reúnen en el sobre el Blocksberg, con un fin muy diverso del que aparentan.  Un bailarín. Veo llegar nuevos coros y tambores y oigo que resuena nuevamente la trompa;  pero no, me engaño: es una voz áspera que canta en los cañaverales.  

Un maestro de danza. Baile es éste, por cierto, muy raro: todos desempeñan perfectamente  su papel; lo mismo salta y da vueltas el cojo que el del abultado vientre.  Un tocador de gaita. ¡Cómo se odia esa maldita raza! ¡Ay de ellos a no haberles puesto la  gaita conformes, como lo hacía en otro tiempo la dorada lira con los tigres y leones en los  montes de la Tracia!  

Un dogmático. Por más razón que tenga, no siempre me es dado alcanzar la victoria;  preciso es, pues, confesar, que bien debe el diablo entremeterse en algo y que ha de tener  más importancia de la que le concedemos.  

Un idealista. La imaginación empieza a perturbarme la inteligencia. Si lo soy todo, debo  también ser necesariamente estúpido.  

Un realista. El ser me ocupa y me atormenta, de suerte que me veo en los más grandes  apuros y apenas pueden mis piernas sostenerme.  

Un supernaturalista. Mucho me complace el verme entre esta juguetona, en la que hasta los  mismos diablos parecen convertirse en genios benéficos.  

Un escéptico. Engañados por esos fuegos fatuos creen haber llegado al colmo de todos sus  deseos. Ya que el diablo y la duda son inseparables, aquí voy a plantar mis tiendas.  El director de orquesta. Grillo adulador de la violeta, y vosotros, moscas, moscardones y  demás bichos de eterno zumbido, sois unos malos dilettanti y aún peores concertistas.  Los hábiles. Nada nos preocupa; dotados de miembros ágiles y sutiles, si no podemos andar  con los pies, andaremos con la cabeza.  

Los glotones. Al solo recuerdo de los hermosos tiempos en que comíamos tan suculentos  bocados, aún descalzos por haberlo gastado todo en francachelas, no hemos podido menos  de asistir a esta espléndida fiesta.  

Fuegos fatuos. Aunque salidos del lodo inmundo de que somos hijos, se nos considera aquí  como de regia familia, sólo porque con el fugaz resplandor de nuestros colores  deslumbramos a los tontos.  

Una estrella caída. Después de haber brillado en la celeste altura, me veo aquí en la hierba  confundida entre gusanos. ¿Quién podrá hacerme recobrar mi alto destino?  Los macizos. Que todo cuanto haya en torno nuestro se incline, humille y doblegue; somos  espíritus fuerte y nuestra planta es de hierro.  

Puck. Más bien que espíritus parecen una manada de elefantes; casi me atrevería a  suplicarles que no pasasen tanto como el pesado Puck. 

Ariel. Ya que la naturaleza os dio en su bondad alas divinas, seguidme a los montes vecinos  donde brotan para mí las campestres rozas.  

La orquesta (pianissimo.) El viento susurra entre las cañas, la niebla desaparece ante una  luz pura y blanquecina, y los sueños se desvanecen sin que quede de ello más que un  recuerdo vago.  

Una llanura.  

Día nebuloso.  

Fausto y Mefistófeles.  

Fausto. Verse encerrada en una triste prisión, víctima de la miseria y de la desesperación.  ¡Quién lo creyera! ¡Pobre angelical criatura! ¡Yo soy la causa de cómo vil criminal te veas  sumida en un oscuro calabozo donde te aguardan terribles suplicios! Cobarde impostor,  infame espíritu, ¿Por qué me lo ocultabas? Habla y no muevas con rabia tus ojos  diabólicos, pues ya sabes cuanto me repugna tu presencia. Estaba sola en la cárcel expuesta  a una miseria irreparable, sin más apoyo que el del espíritu del mal que juzga sin tener el  mal, y, entre tanto, tú procurabas distraerme con estúpidas fiestas, ocultándome su mortal  angustia, para que careciese de todo auxilio.  

Mefistófeles. No es la primera vez que se ha visto en semejantes apuros.  Fausto. ¡Maldito animal, detestable monstruo! ¡Espíritu infinito y eterno, dale otra vez su  primera forma de perro, bajo la cual tanto se complacía en acompañarme de noche, sólo por  atropellar al viajero y arrojarse sobre él después de haberle derribado! Vuelve a darle su  forma favorita para que cuando ante mí salte sobre la arena pueda yo aplastarle. ¡No es la  primera! Horror me causa imaginar que hayan caído tantas almas en ese abismo de miseria.  ¿Por qué la primera en su agonía lenta y terrible no borró la falta de todas las demás a lo  ojos de la eterna misericordia? La miseria de aquella sola hace estremecer la medula de mis  huesos, y tú sonríes con indiferencia ante la desgracia de tantas otras.  Mefistófeles. Aún no has dado un paso en mi camino, y como a todo hombre, se te trastorna  ya el juicio. ¿Por qué formáis pues causa común con nosotros si no podéis soportar después  las consecuencias de nuestra unión? ¡Quieres volar y no te ves aún libre de vértigo! ¿No  eres tú el que me llamaste?  

Fausto. Me horroriza cada vez que te veo rechinar de este modo. Grande y sublime espíritu  que te me apareciste, tú que conoces mi corazón y mi alma, ¿por qué me encadenaste con  este miserable que sólo se complace con los desastres y la muerte?  

Mefistófeles. ¿Has terminado?  

Fausto. Sálvala si no quieres que caiga sobre ti por miles de años la más espantosa de las  maldiciones.  

Mefistófeles. No puedo romper los lazos de la justicia ni tampoco derribar sus cerrojos.  ¡Sálvala!, dices. ¿Quién la arrastró al abismo? ¿Tú o yo?  

(Fausto lanza en torno suyo terribles miradas.) 

¡Quisieras ahora disponer del trueno! Pero felizmente no es esto permitido, débiles  mortales. Aplastar al inocente que opone enérgica resistencia; he aquí el modo con que  usan de él los tiranos en sus vacilaciones para salir de apuros.  

Fausto. Condúceme a su lado, es preciso que sea libre.  

Mefistófeles. Piensa en el peligro a que vas a exponerte y en que está aún humeando la  sangre derramada por tu mano. Sobre el cadáver se ciernen aún los espíritu vengadores que  están acechando al asesino.  

Fausto. Aún te atreves... ¡Pese sobre ti un mundo de muerte y de ruinas, monstruo horrible!  Te digo que me lleves a su lado, para que pueda liberarla.  

Mefistófeles. Te acompañaré allí, que es todo cuanto puedo hacer, pues bien sabe que ni en  el cielo ni en la tierra soy omnipotente. Turbaré la razón del carcelero para que te apoderes  de las llaves; pero debo decirte que sólo una mano humana puede liberarla. Por mi parte  sólo podré vigilar, disponer los caballos encantados y poneros en salvo.  Fausto. Prudencia y marchemos.  

La noche.  

Fausto, Mefistófeles, galopando rápidamente sobre yeguas negras.  

Fausto. ¿Qué objetos serán aquellos que se mueven en el lugar de ese cadalso?  Mefistófeles. No sé en lo que pueden ocuparse, ni lo cocinan.  

Fausto. Se están agitando de una a otra parte, y tan pronto se inclinan y encorvan.  Mefistófeles. Un conciliábulo de brujas.  

Fausto. En efecto, rocían y exorcizan.  

Mefistófeles. Adelante, adelante.  

Un calabozo.  

Fausto con un manojo de llaves y una lámpara delante de una pequeña puerta de hierro.  

Fausto. Siento que se apodera de mí un estremecimiento inesperado, al sólo aspecto de  todas las calamidades humanas. Aquí es donde ella se halla, sin que nos separe ya más que  esa pared húmeda. ¡Y no consistió su crimen más que en una grata ilusión! ¡Temes volver a  verla! Pero entra, porque en tu irresolución transcurre el tiempo que la separa aún del  cadalso.  

(Coge la calle. Cantan dentro.)  

“Después de haberme dado muerte y comídome mis bárbaros padres, arrojó mi pobre  hermanita mis mondados huesos al pie de un viejo sauce, junto al cual corría un manso  arroyo, en un sitio húmedo. Apenas había transcurrido un mes, cuando me vi convertida en  ave hermosa de los bosques. Vuela, vuela.”  

Fausto, (abriendo la puerta.) ¡Cuán lejos está de creer que su amante la busca, que oye el  rumor de sus cadenas y hasta el crujir de la paja sobre que está acostada! (Entra.) 

Margarita, (recostada en su lecho, procurase ocultarse.) ¡Ah! Ya vienen por mí... ¡Muerte  espantosa!  

Fausto, (en voz baja.) ¡Silencio! Vengo a salvarte.  

Margarita, (arrastrándose hacía él.) Si eres hombre, compadécete de mi infortunada suerte.  Fausto. Vas a despertar con tus voces a llaveros que están dormidos. (Procura quitarle las  cadenas.)  

Margarita, (arrodillada.) Verdugo, ¿quién te ha dado tanto poder sobre mí? ¡No es más que  media noche y vienes ya a buscarme! Apiádate de mí y déjame vivir hasta que rompa el día.  ¿Acaso no es un plazo demasiado corto? ¡Soy aún tan joven para morir! También fui  hermosa por mi desdicha. Mi amado estaba cerca de mí y ahora está muy lejos; no queda de  mí corona ni una sola de sus flores... No me cojas tan bruscamente; ante bien, trátame con  dulzura, ya que ningún mal te he hecho. No seas insensible a mi dolor, puesto que ni  siquiera te he visto en mi vida.  

Fausto. ¡Cómo resistir a tanta pena!  

Margarita. Estoy eternamente en tu poder; permíteme dar el pecho a mi hijo; toda esta  noche le he estado meciendo en mi seno, y luego me lo han quitado para atormentarme,  diciendo ahora que soy yo quien lo ha muerto.  

Fausto, (arrojándose a sus pies.) A tus plantas tienes al hombre que te ama, que viene a  abrir la puerta de tu triste cautiverio.  

Margarita, (arrodillándose también.) Sí, sí, arrodillémonos en el altar para implorar la  protección del cielo, ya que debajo de esas gradas y de ese umbral está hirviendo el  infierno. ¡Si oyeses el espantoso rumor que hace con sus rugidos el maligno espíritu!  Fausto, (en alta voz.) ¡Margarita! ¡Margarita!  

Margarita, (prestando atención.) Es la voz de mi amante. (Se levanta y caen las cadenas.)  ¿Dónde está? Él era quien me llamaba, y desde ahora estoy libre, ya no hay quien pueda  detenerme. Quiero correr a sus brazos y descansar en su pecho. Margarita ha dicho, desde  el umbral de la puerta, y en medio de los aullidos y estruendo del infierno, y de las terribles  risotadas de los condenados, he reconocido su voz dulce y querida.  

Fausto. ¡Si soy yo!  

Margarita. ¡Eres tú! ¡Ah! ¡Torna a decírmelo! (Le abraza.) ¡Él! ¡Él! ¿Qué se han hecho  todos los tormentos, todas las angustias y la agonía de los calabozos, y el peso de mis  cadenas? ¡Eres tú que vienes a salvarme; estoy ya salvada! Sí, he aquí la calle en que te vi  por vez primera, y allí el hermoso jardín que estabamos con Marta.  

Fausto, (atrayéndola sobre su seno.) ¡Sígueme! Ven, no perdamos tiempo.  Margarita. ¡Ah! ¡Quédate! ¡Me gusta tanto estar a tu lado!  

(Le prodiga las más tiernas caricias.)  

Fausto. Date prisa, porque no hay un momento que perder si no queremos pagarlo muy  caro.  

Margarita. ¡Qué es eso! ¿No puedes ya abrazarme? ¿Es posible, amor mío, que en tan poco  tiempo hayas perdido ya la costumbre de abrazarme? ¿De qué procede esta inquietud que  ahora siento en tus brazos, cuando en otro tiempo bastaba la menor de tus palabras o una  sola de tus miradas para transformar mi alma en un cielo? ¡Abrázame o te abrazo! (Le echa  los brazos al cuello.) ¡Cielos! Tu labio está mudo y frío. ¿Qué ha sido de tu amor? ¿Quién  me lo ha arrebatado? (Se separa de él.) 

Fausto. Ven, sígueme, buena amiga, anímate la idea de que es infinito el ardor con que te  amo. Sólo te pido que me sigas.  

Margarita, (fijando su vista en él.) ¿Luego eres tú? ¿Estás segura de ello?  Fausto. Sí, yo soy: sígueme en seguida.  

Margarita. Tú rompes mis cadenas y vuelves a admitirme en tu seno. ¿Cómo es que mi  vista te causa horror? ¿Sabes, querido mío, a quién das la libertad?  

Fausto. Ven, ven, porque es la noche cada vez más oscura.  

Margarita. Maté a mi madre y he ahogado a mi hijo, que lo era también tuyo. ¡Y eres tú!  Apenas lo creo. Dame tu mano para que me convenza de que no es esto un sueño; dame tu  mano querida. ¡Ah! ¡Pero está húmeda y enjúgala! Me parece que está ensangrentada.  ¡Dios mío! ¿Qué has hecho? Te suplico que envaines esa espada.  

Fausto. No tiene remedio lo pasado; deja de pensar en ello. ¿Quieres, pues, que yo muera?  Margarita. No. Necesario es que tú vivas. Quiero nombrarte los sepulcros que te has de  cuidar desde mañana mismo: harás que sea el mejor para mi pobre madre; colocarás a mi  hermano cerca de ella y estará el mío algo apartado, pero no a mucha distancia, poniendo  nuestro hijo sobre mi costado derecho. Nadie más querrá descansar cerca de mí. Estar  siempre a tu lado era para mí la mayor ventura; pero no sólo no ha dejado de desearla, sino  que hasta creo que me violento para acercarme a ti, por temer que me rechaces. Y sin  embargo eres tú ¡y me miras con tan dulce ternura!  

Fausto. Ya ves que soy yo; ven desde luego conmigo.  

Margarita. ¿Adónde quieres que vaya?  

Fausto. Fuera de aquí para alcanzar la libertad.  

Margarita. Fuera están el sepulcro y la muerte que me acechan; vamos, ven a mi lado por  vez postrera, ya que he de ir desde aquí al lecho del reposo eterno. ¿Partes, Enrique? ¡Ah!  ¡Si yo pudiese partir contigo!  

Fausto. Puedes hacerlo si quieres: la puerta está franca.  

Margarita. No me atrevo a salir, porque ya nada espero. Además, ¿de qué nos serviría huir,  si lograrían al fin darnos alcance? ¡Es tan triste tener que mendigar con la conciencia  manchada, arrastrando una existencia miserable en país extranjero! Por otra parte, como te  he dicho yo, tampoco lograría fugarme.  

Fausto. Pues yo también me quedaré a tu lado.  

Margarita. ¡Pronto, pronto, salva a tu pobre hijo! Ve por la senda que hay a lo largo del  arroyo, y no te detengas hasta el estanque que se encuentra más allá del pequeño puente de  madera, donde le encontrarás luchando aún para salir del agua. Sobre todo, procura salvarle  de la muerte.  

Fausto. Vuelve en ti, pues eres libre con sólo dar un paso.  

Margarita. ¡Si hubiésemos podido cruzar la montaña, habríamos hallado a mi madre  sentada en una piedra! ¡Qué frío siento en mí!... Allí está mi madre sentada en una piedra,  moviendo la cabeza, pero sin hacerme ninguna seña, ni mirarme, después de haber dormido  tanto tiempo. ¡También dormía durante nuestros deleites! ¡Cuán pronto pasaron aquellas  horas de placer!  

Fausto. Ya que nada pueden ni mis palabras ni mis súplicas, preciso me será arrancarte de  aquí a viva fuerza.  

Margarita. Déjame, un uses la violencia y deja de asirme tan rudamente. ¿No sabes que por  amor todo lo hice?  

Fausto. Empieza a romper el alba, ángel mío... 

Margarita. ¡El día! Sí, el postrero que penetra para mí en este sitio. ¡Ése había de ser mi día  de boda! No digas a nadie que has estado junto a Margarita. ¡Ah! ¡Mi corona! ¡Ya está  hecha ceniza! Nos volveremos a ver pero no en el baile. La multitud se agrupa sin que  basten ya a contenerla la plaza y las calles. La campana me llama y la vara de justicia se ha  roto, cuando de este modo me sujetan y encadenan; he aquí en el camino del patíbulo.  Todos tiemblan a la vista de la fatal cuchilla que pende sobre mi cuello. He aquí un pueblo  mudo como un sepulcro.  

Fausto. ¡Ah! ¿Por qué he nacido?  

Mefistófeles, (presentándose en el dintel de la puerta.) Salid o estáis perdidos. Dejaos de  vanas palabras y de una desesperación estéril. Mis caballos se impacientan y va a romper el  alba.  

Margarita. ¿Quién es el que así sale de debajo de la tierra? ¡Él! ¡Siempre él! Arrójale de  aquí. ¿Por qué viene a esta santa mansión? ¡Si querrá llevarme!  

Fausto. ¡Es preciso que vivas!  

Margarita. ¡Justicia del cielo, a ti me entrego!  

Mefistófeles, (a Fausto.) Ven, ven, o te abandono con ella.  

Margarita. Tuya soy padre mío. ¡Sálvame! Ángeles, santas legiones, protejedme! Enrique  ¡me causas dolor! (Muere.)  

Mefistófeles. ¡Ya está juzgada!  

Voz de lo alto. ¡Está salvada!  

Mefistófeles, (a Fausto.) Sígueme.  

(Desaparece con Fausto.)  

Voz lejana, (que se va debilitando.) ¡Enrique! ¡Enrique!  

Fin de la primera parte.  

SEGUNDA PARTE DE FAUSTO.  

Terminada durante el verano de 1831.  

ACTO I  

Un sitio agradable  

Fausto, tendido sobre césped florecido, cansado, inquieto, procurando dormir.  Crepúsculo.  

Coro de espíritus flotando en la atmósfera y de graciosas formas.  

Ariel, (canta con acompañamiento de melodiosas arpas.) “Si el manto primaveral al  descender del cielo se tiende por los valles y colinas; si brillan las doradas mieses a los ojos  del labrador complacido; si, en fin, parecen renacer en todas las partes la animación y la 

vida, marchan por enjambres los pequeños elfos a donde el dolor les llama, para llevar un  consuelo a cada corazón que sufre. Nada les importa que sea este inocente o culpable  porque todos tienen igual derecho a su piedad. Vosotros, cuantos formáis en torno suyo un  círculo aéreo, elfos queridos, dejad en esta ocasión bien sentado el honor de vuestro  nombre. Procurad calmar el ardor de su alma inquieta, desviad de su corazón el dardo cruel  del remordimiento y apartad de su espíritu los terrores de la existencia humana. La noche,  la tranquila noche que se desliza en su carro de cuatro estaciones, tiene que hacer cuatro  pausas y debéis procurar que no sufra en ellas retardo ni olvido. Colocad en su cabeza en  cojinetes de rosas y bañadla en las olas del Leteo para que su cuerpo recobre la salud en el  tranquilo sueño que la impulsa hacia la aurora. Luego daréis cumplimiento a la más grata  de todas vuestras obras al abrir sus párpados a la luz celeste.”  

Coro. “A la manera que el prado ondula al fresco ambiente que inclina las flores, descended  en el crepúsculo, dulces aromas y tibios vapores, y murmuradle en su oído dulces palabras,  meced su triste corazón y sus sentidos en el blando reposo de los niños y, poniendo  vuestros dedos rosados amorosamente en sus párpados, cerradle las puertas del día. Mas  llega ya la noche y la estrella de fuego está en las nubes con su hermana santamente  enlazada. Luces resplandecientes, fosfóricas, se deslizan y brillan en el cenit, y rielan en las  aguas transparentes del lago que las refleja, o tiemblan en el seno de la noche; mientras que  la luna tranquila y serena se levanta y reina como soberana sobre el lago y el valle sin  pararse hasta sellar con su disco en el cielo a nombre del mundo la calma, la paz, el reposo  y la felicidad. También pasa aquella hora misteriosa y con ella el nombre del placer y del  pesar. Presiente el momento de tornar a la vida y de aguardar en paz el nuevo día. El sol  vuelve a dorar las altas cumbres sobre que se apiñaban poco antes las nubes para gozar  mejor del reposo en que estaba la creación sumida y como por encanto se disipan todos los  vapores que cubrían la tierra. Para hacer que vuelva a revelársele la vida con toda sus  magnificencia torna la vista hacia el sol, y despréndete al despertar de entre las alas de tu  débil sueño. Valor, ocupa pronto tu puesto, mientras que el vulgo piensa en decidirse  fluctúa y espera y muere sin atreverse a imitar el corazón magnánimo que le traza la senda  que ha de seguir.”  

(Un grande estruendo anuncia la salida del sol.)  

Ariel. “Escuchad todos la hora sonora y no perderéis ni uno solo de los gratos rumores con  que la naturaleza acoge a la naciente aurora; regocijaos, espíritus aéreos, con el nuevo sol  que asoma. Las puertas de las peñas y de los montes se abren rechinando sobre sus goznes  y Febo se lanza al espacio abriendo en él con su carro de luz deslumbrantes surcos y todo  en el mundo se agita al primer resplandor de sus rayos. Elfos, marchad a ocultaros en el  fondo de las tinieblas, entre las húmedas rosas, y mirad que si llega a alcanzaros el menor  de sus rayos, ensordeceréis para siempre.”  

Fausto. Mis venas baten con fuerza vital nuevamente adquirida para saludar al crepúsculo  etéreo. Tierra, tú también has sido constante esta noche, y respiras a mis pies  constantemente reanimada. Ya empiezas a arrullarme con mil voluptuosidades, y despiertas  en mí la resolución de aspirar sin cesar a más noble existencia. El mundo, envuelto aún en  los vapores del crepúsculo, empieza a despertar; alegre el bosque repite los ecos sonoros de  una vida múltiple; se exhala la niebla después de haberse tendido en el valle y la celeste  claridad desciende a las profundidades en tanto que las flores y las ramas dobladas por el  rocío se alzan del vaporoso seno del abismo en que dormían sepultadas. Los colores se 

destacan del fondo en que la flor y la hoja desprenden trémulas perlas y el mundo en torno  mío se convierte en un edén. Las cumbres gigantescas de los montes anuncian ya la hora  solemne, gozando de la luz eterna que sólo más tarde desciende hasta nosotros; nueva  claridad inunda las verdes laderas de los Alpes, y va por grados penetrando hasta la más  profunda cañada para derramar a torrentes su luz. ¡Ah! ¡Deslumbrado ya, oblígame el dolor  a apartar los ojos! Así la esperanza inefable a fuerza de perseverancia se eleva al nivel de  un deseo sublime, y ve ensanchársele de repente la senda que ha de conducirla a su  cumplimiento. Mira como se agita ahora un mar de llamas en eternos abismos. Grande es  nuestro asombro, pues veníamos para encender la antorcha de la vida y de todas partes nos  envuelve un torrente de fuego. ¿Es el amor el odio que nos oprime con los lazos del dolor y  del placer hasta el punto de hacernos inclinar la vista a la tierra para ocultarnos con el velo  de nuestra primera inocencia? Siempre contemplo con placer creciente la cascada que muge  en la roca formando sus aguas al rodar nubes de espuma en el aire, que al primer rayo del  sol se convierten en hermoso arco iris. Al ver que tan pronto aquel arco se destaca puro,  como desaparece eternamente en los aires formando en torno suyo un vaporoso  estremecimiento, ¿no es verdad que parece la imagen de la vida humana?  

El palacio imperial. La sala del trono.  

El consejo de Estado esperando al emperador. Suenan clarines. Los cortesanos vistiendo  magníficos trajes. El Emperador ocupa el trono con el Astrólogo a su derecha.  

El Emperador. Salud mis leales amigos. Veo que el sabio está a mi lado, pero, ¿dónde está  el bufón?  

Un gentilhombre. Estaba hace poco detrás de tu manto cuando ha empezado a dar  volteretas por la escalera. Luego se han llevado la masa enorme sin saber si había muerto o  si era tan sólo difunto de taberna.  

Segundo gentilhombre. Con rapidez que raya en prodigio, se ha presentado otro a ocupar su  puesto y viste ricos trajes que por lo fantásticos excitan la admiración de todos. Los  guardias han querido impedirle la entrada. He aquí el bufón temerario.  Mefistófeles, (arrodillándose al pie del trono.) ¿Quién es el que es siempre maldito y  siempre bien recibido? ¿Quién es lo que se desea con ardor y se rechaza sin embargo? ¿Qué  es lo que siempre se critica y acusa cruelmente? ¿Quién es el que no debe ser nunca  invocado y aquel cuyo nombre se oye siempre con placer? ¿Quién es el que se acerca a las  gradas de tu trono? ¿Quién es el que se desterró a sí mismo?  

El Emperador. Los enigmas no están aquí en boga. Explícate si quieres complacerme.  Temo que mi viejo bufón haya emprendido el gran viaje; ven, pues, a ocupar su puesto a mi  lado.  

(Mefistófeles sube las gradas del trono y se coloca a la izquierda del Emperador.)  

Murmullos entre la multitud. ¡Un nuevo bufón, un nuevo tormento! ¿De dónde habrá  salido? ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? ¿Ha caído el antiguo? Era un tonel. Ahora este  es una espátula.  

El Emperador. Sed bien venidos; una estrella propicia os reúne; los astros nos prometen  felicidad y salud. Pero, ¿por qué estos días libres de todo cuidado consagrados al carnaval, 

estos días en los que sólo pensamos en gozar, hemos de pasarlos en consejo? Ya que  vosotros lo creéis conveniente cúmplase vuestro deseo.  

El Canciller. La virtud circunda la frente del emperador y sólo él puede practicarla  dignamente; la justicia, sólo él puede concederla al pueblo. Pero ¿de qué sirven la  inteligencia del espíritu humano, la bondad del corazón y el vigor del brazo, si una fiebre  abrasadora mina al Estado hasta en sus cimientos y si el mal engendra mal? Cualquiera que  desde esos altos picachos tienda la vista sobre este reino, creerá ver cruzar por él espantosos  monstruos; uno se apodera de un rebaño, otro de una mujer, aquél roba el cáliz, la cruz o  los candelabros del altar, y le vemos complacerse y gozar del fruto de sus rapiñas años y  más años. Cuando llegan las quejas hasta el tribunal y el juez se decide a sentenciar,  empieza el torrente revolucionario a rugir cada vez con más espanto; porque quien se apoya  en sus cómplices puede gloriarse de sus crímenes y sólo veréis pronunciarse la palabra  culpable contra el inocente que queda indefenso. ¿Cómo queréis que se generalice el único  instinto que nos encamina hacia el bien? El hombre de rectas intenciones se deja tentar por  la adulación o por un interés mezquino, y cuando el juez no puede castigar, acaba por  aliarse con el culpable. Negro es, en verdad, el cuadro que he pintado, y siento no haber  encontrado colores más sombríos.  

El Gran Maestre o Jefe del Ejército. ¡Hay en estos días de desorden un tumulto terrible!  Tan pronto uno mata como le matan; todos permanecen sordos a la voz de mando. El  paisano detrás de sus murallas y el noble en su nido de rocas parecen conjurarse contra  nosotros sin debilitar nunca sus fuerzas. El mercenario se impacienta, pide bruscamente su  paga y de seguro que, a no debérsele, pronto habría levantado el campo, y sin embargo,  negarse a lo que todos piden es remover un avispero. Está devastado el reino que debían  sostener, se les deja gritar como energúmenos y apelar cada paso a la rebelión. Aún quedan  allá abajo algunos reyes, pero ninguno quiere convencerse de que van a dirigirse contra  ellos los ataques.  

El Tesorero. ¡Confiad en vuestros aliados! ¡Los subsidios que nos había ofrecido empiezan  ya a faltar! ¡A qué manos, señor, ha ido a parar la propiedad en tus vastos Estados!  Además, no puede ya contarse con ningún partido, porque aliados y hostiles su simpatía o  su odio son indiferentes: los güelfos como los gibelinos se ocultan para descansar. ¿Quién  piensa hoy en ayudar a su vecino? Bastante trabajo tiene cada cual para sí. Las minas de oro  se exploran, se escarba la tierra, se economiza, se atesora y nuestras arcas permanecen  vacías.  

El Mariscal. ¡Ah! ¡También a mí me abate el malestar general! Siempre queremos  economizar y gastamos más cada día, y entre tanto mi inquietud va en aumento: el cocinero  aún no se ha resentido en lo más mínimo, porque los jabalíes, los ciervos, las liebres, los  gamos, los pavos, los patos y las rentas fijas no escasean; empieza a faltarnos el vino. Si  antes en nuestras bodegas se amontonaban los toneles unos sobre otros llenos todos del  mejor vino, la sed implacable de los grandes ha agotado hasta la última gota. El municipio  ha tenido también que abrir su casa; ni el copón, ni el jarro de estaño, nada han olvidado los  convidados al sentarse ala mesa y luego es a mí a quien toca satisfacerlo todo. El judío es  intratable, pues inventa anticipos de toda clase que nos obligan a gastar de antemano las  anualidades que deben aún transcurrir; los cerdos no engordan, los colchones de nuestras  camas están empeñados, y hasta el pan de nuestra mesa lo hemos comido ya por  adelantado.  

El Emperador, (después de un momento de reflexión, dirigiéndose a Mefistófeles.) Y tú  loco, ¿no sufres también alguna miseria? 

Mefistófeles. ¿Yo? Ninguna al ver la gloria que a ti y a todos los tuyos os rodea. Nunca la  confianza faltará allí donde es un rey absoluto el que gobierna, allí donde hay un poder  siempre pronto a dispersar al enemigo, allí donde reina la buena voluntad robustecida por la  inteligencia y la actividad múltiple. ¿Cómo unirse para el mal y las tinieblas, allí donde  brillan semejantes astros?  

Murmullos. Es un pícaro que sabe muy bien el papel que ha de desempeñar y empieza a  insinuarse por medio de la mentira. Tiene algún proyecto oculto.  

Mefistófeles. ¿Dónde no falta algo en el mundo? A uno le falta esto, a otro aquello, al de  más allá dinero; pero con prudencia y saber, se puede sacar dinero hasta del fondo de los  abismos. En las entrañas de la tierra y en los cimientos de las casas hay oro virgen y hasta  

acuñado, y si me preguntáis quién podrá hacerlo lucir a la luz del día, os diré que la fuerza  de la Naturaleza y del Espíritu de un hombre de talento.  

El Canciller. ¡Naturaleza! ¡Espíritu! No es éste el lenguaje propio de cristianos. A los ateos  se les condena a la hoguera porque no hay nada tan peligroso como sus palabras. La  Naturaleza es el pecado y el Espíritu el diablo: ambos engendran la duda, su hermafrodita  monstruoso. ¡No vuelva a proferirse aquí semejantes herejías! De todos los antiguos  estados del emperador, sólo han salido dos razas que sostengan dignamente el trono: los  santos y los caballeros. Ellos son los que hacen frente al peligro a cada borrasca política, y  en recompensa de sus servicios se reparten la Iglesia y el Estado. La resistencia que se les  opone sólo es debida a los sentimientos plebeyos de cuatro cabezas trastornadas: tales son  los herejes y los brujos que corrompen las ciudades y el campo. He aquí lo que quieres tú  introducir en este noble círculo con tus sarcasmos. Buscas los corazones corrompidos por la  relación en que están todos los bufones.  

El Emperador. Nada de esto puede sacarnos del apuro en que nos hallamos. ¿Qué es lo que  pretendes tú ahora con tus homilías de cuaresma? Aburrido estoy de vuestro sí y pero. Falta  dinero: lo que importa es tenerlo.  

Mefistófeles. Yo hallaré todo cuanto pedís porque es esto muy fácil, pero lo fácil es difícil.  Todo duerme en la tierra, y es posible alcanzarlo: en ello consiste el talento. ¿Cómo  hacerlo? Pensad en que cuando la época en que las olas humanas inundaban el país, el  pueblo, en su espanto, oculto debajo del suelo sus más preciosos tesoros. Lo mismo sucedía  en los tiempos de la poderosa Roma. Todos esos inmensos tesoros están ocultos en las  entrañas de la tierra y como la tierra es del emperador a él pertenece el botín.  El Tesorero. No se expresa mal. Tal era el derecho del antiguo emperador.  El Canciller. Satán acaba de tendernos un lazo de oro.  

El Mariscal. Mientras procure a la corte tesoros, me siento inclinado a prescindir de todo.  El Gran Maestre del Ejército. El bufón no es tonto.  

Mefistófeles. Y si creéis que os engaño, consultad al astrólogo: él lee en los círculos la  fortuna. Díganos lo que el cielo anuncia.  

Murmullos. Son dos solemnes pícaros y se han puesto de acuerdo. ¡Un bufón y un  visionario cerca del trono! Recordemos el antiguo proverbio: el loco sopla y habla el sabio.  El Astrólogo, (habla y Mefistófeles sopla.) Hasta el sol es de oro puro. Mercurio, el  mensajero, le sirve como un mercenario, la señora Venus os engaña a todos a pesar de sus  continuas y dulces miradas. La púdica Febe tiene sus caprichos; Marte os amenaza a todos  y Júpiter será siempre el más espléndido. Saturno es grande pero tiene los ojos pequeños.  Pero cuando la Luna se casa con el Sol, y el oro con la plata, el mundo todo se embellece.  Palacios, jardines, blancas gargantas, mejillas sonrosadas, he aquí lo que nos procura el  sabio. 

El Emperador. No me he convencido más de lo que lo estaba antes.  

Murmullos. ¿Qué importa? Si todo es farsa, charlatanismo, alquimia. Y aun cuando por  semejantes medios se nos procurarse algo, sería en perjuicio nuestro.  

Mefistófeles. ¡Así son todos! Se asombran y se niegan a creer en el nuevo descubrimiento.  Apostemos ahora a que pronto van a empezar a gritar contra el brujo desde que sientan  comezón en los pies o empiecen los tropiezos. Todos vosotros sentís la ebullición secreta  de la naturaleza eternamente activa, y que la vida serpentea hacia el sol desde el fondo de  las profundidades subterráneas; así que, cuando experimentéis cierta inquietud en todos  vuestros miembros, cuando no podáis teneros en pie sin tambalearos, cavad resueltamente y  hallaréis oculto mi tesoro.  

Murmullos. Tengo los pies de plomo. Siento calambres en los brazos. Sufro un ataque de  gota. Mi pulgar se crispa. A tales señales, debemos cavar la tierra que pisamos, sin duda  riquísima en tesoros.  

El Emperador. ¡Manos a la obra!... No te queda ya subterfugio alguno, pruébanos tus vanas  palabras y enséñanos esas ricas minas. Estoy pronto a deponer mi cetro y mi espada y a ser  el primero en empezar la obra por mis reales manos o a mandarte al infierno caso de que  nos engañes.  

Mefistófeles. No creo que nadie tuviese que indicarme el camino, pero no puedo menos que  repetiros que hay tesoros ocultos en todas partes. El labrador que abre un surco, remueve  con el terrón un jarro lleno de oro y ve llenas de oro aquellas manos que la necesidad había  endurecido. No hay cueva, abismo ni cantera, aunque confinen con los mundos  subterráneos, donde no penetre el que siente el instinto del oro. En grandes cuevas  perfectamente guardadas ve dispuesta una vajilla en el mayor orden, sin que falten antiguas  copas guarnecidas de rubíes.  

El Emperador. Vamos, pues; empuja tu arado y haz de suerte que brille a la luz ese oro  oculto en las tinieblas.  

Mefistófeles. Toma el azadón y la pala y empieza tú mismo a cavar, pues el trabajo del  labrador te ennoblecerá y veras salir del seno de la tierra una manada de becerros de oro.  Entonces podréis sin vacilar adornaros, tú y la mujer que adoras, porque una brillante  diadema da realce a la belleza.  

El Emperador. ¡Comencemos a trabajar! ¿Cuánto va a durar?  

El Astrólogo. Señor, modera tus ardientes deseos. Es mejor que deliberemos antes con  calma. Hagámonos dignos de una parte por alcanzar el todo.  

El Emperador. Pues bien, pasemos en la alegría el tiempo que nos queda hasta que llegue el  miércoles de ceniza. Entre tanto, celebraremos aún más alegremente que hasta aquí el  fogoso carnaval.  

(Suenan clarines.)  

Jardín. Sol de la mañana.  

El Emperador y su Corte, hombres y mujeres, Fausto,  

Mefistófeles vestido decentemente según el gusto  

de la época; ambos se arrodillan. 

Fausto. ¿Perdonas, señor, el incendio de carnaval?  

El Emperador, (indicándoles que se levanten.) Mucho me gustan las bromas de este genero.  Por un momento me vi en medio de una esfera ardiente y casi me creí ser Plutón. Un  abismo de tinieblas y carbón se inflamó de pronto y sólo vi ya desde entonces en los  abismos millares de raras llamas que se unían formando una bóveda, y cuyas puntas  destruían una sublime cúpula siempre en pie y siempre desmoronándose. A través de las  columnas de fuego veía agitarse a lo lejos numerosos pueblos, que daban vuelta  rindiéndome el homenaje que me han impuesto siempre. Conocí a más de uno de mi corte y  me parecía rey de las salamandras.  

Mefistófeles. Y en efecto lo eres, señor, puesto que cada elemento reconoce tu  omnipotencia. Acabas de experimentar que la llama es tu esclava; arrójate ahora al mar  donde bramen sus olas con más furor, y apenas habrás puesto el pie en su suelo sembrado  de perlas, verás formarse en torno tuyo un círculo espléndido. Verás hincharse olas verdes,  ágiles y cubiertas de rojiza espuma que con vistosos juegos embellecerán tu morada. A  cada uno de tus pasos brotará un palacio. Los monstruos marinos se agrupan para  presenciar aquel espectáculo tan nuevo como hermoso; ya empiezan a aparecer dragones de  escamas de oro, y muge el tiburón, mientras tú te ríes de él en sus hocicos. Cualquiera que  sea el espectáculo que ofrezca tu corte, nunca habrás contemplado una multitud igual.  Tampoco faltarán en cambio rostros agradables; las Nereidas curiosas se acercarán al  magnífico palacio situado en el seno de la eterna frescura; las más jóvenes de entre ellas  son tímidas y lascivas como los peces.  

El Emperador. ¿Qué feliz fortuna la que trae aquí sin transición de las Mil y una Noches? Si  te pareces en la abundancia a Scheherazada te prometo que el mundo uniforme me sea  insoportable, como sucede muchas veces.  

El Mariscal, (se adelanta precipitadamente.) Gracioso soberano, nunca habría creído poder  darte en mi vida tan fausta noticia como la que me transporta de alegría en tu presencia: la  deuda está liquidada, hemos dejado de ser víctimas de los usureros y heme aquí libre de los  tormentos del infierno.  

El Gran Maestre del Ejército, (se presenta a su vez.) Todos los soldados han sido pagados  puntualmente; se reengancha el ejército entero.  

El Emperador. ¡Cómo desaparece el ceño que surcaba vuestra frente! ¿De qué procede la  precipitación con que obráis?  

El Tesorero. Preguntad a los que han dado cumplimiento a la empresa.  Fausto. Es el canciller quien debe explicar este asunto.  

El Canciller, (adelantándose a paso lento.) ¡Qué dicha en mis últimos años! Al menos podré  morir satisfecho. Prestadme atento oído y mirad la gran página del destino que acaba de  convertir en mal el bien. (Lee). “Se participa al que desee saberlo, que vale ese papel mil  coronas; se ha dado en garantía un gran número de bienes que habían desaparecido del  imperio. Han sido adoptadas todas las medidas para que el rico tesoro, una vez  reconquistado, sirva para la extinción del crédito.”  

El Emperador. Adivino hay aquí algún delito, algún monstruoso engaño. ¿Quién ha  falsificado mi firma imperial? ¿Ha podido quedar impune tan grande crimen?  El Tesorero. Tú mismo lo has firmado esta noche; el canciller y yo te hemos hablado en  estos términos: “Consagra en el placer de esta fiesta al bienestar del pueblo algún rasgo de  tu pluma”, y lo has hecho claramente. Luego miles de operarios los han reproducido  instantáneamente a millares, a fin de que el beneficio fuese desde luego provechoso a todos,  hemos timbrado en seguida documentos de toda clase de diez, de treinta, de cincuenta y de 

ciento. No podéis figuraros lo beneficioso que es para el pueblo; ved si no vuestra ciudad,  poco ha desolada y en brazos de la muerte, cómo recobra la vida y se estremece de placer.  Hace mucho tiempo labra tu nombre la dicha del mundo, pero nunca había pronunciado con  tanto amor como ahora.  

El Emperador. ¿Reconocen mis súbditos en ello el valor del oro puro? ¿El ejército y la  corte aceptan que se dé por paga? En este caso permitiré su circulación.  El Mariscal. Imposible sería detener el papel en su vuelo, pues tiene la velocidad del rayo.  La tienda de los cambistas está abierta de par en par y se cambia el documento en oro o en  plata mediante alguna rebaja, encaminándose todos desde allí al mercado, a las panaderías  y a las fondas. La gente no piensa más que en festines, se pavonea con vestidos nuevos, y el  tendedero corta y el sastre cose. El vino corre a torrentes en las tabernas a los gritos de:  ¡Viva el emperador! Y las ollas humean, y los asadores dan vueltas, y los platos resuenan.  Mefistófeles. No habrá ya necesidad de cargarse de bolsas y de sacos, porque una pequeña  hoja de papel se lleva fácilmente en el pecho y hasta puede juntarse con las cartas de amor.  El sacerdote la lleva piadosamente en su breviario y el soldado, para que sean sus  movimientos más rápidos, procura aligerar su cintura. Su majestad me perdone si al parecer  amenguo su grande obra apreciándola en sus menores ventajas.  

Fausto. La magnitud de los tesoros que dormida yace profundamente en la tierra de tus  estados, no da provecho alguno; la imaginación más galana no podría concebir tanta  riqueza, ni la fantasía en su vuelo más sublime llegar a imaginársele.  

Mefistófeles. ¡Es tan cómodo el que pueda semejante papel suplir el oro y la perla! Siempre  se sabe todo cuanto uno tiene y además no hay necesidad de pasarlo ni cambiar, y puede  cada uno entregarse libremente al amor y al vino. ¿Quiere uno moneda? Lo cambia y se la  procura, y si falta metal se cava por algún tiempo la tierra: se empeñan las alhajas y he aquí  el papel amortizado con vergüenza de los incrédulos que de un modo tan insolente se  burlaban de nosotros.  

El Emperador. Merecéis bien de nuestro reino y que en lo posible sea la recompensa  proporcionada a vuestro servicio. Os confiamos el interior de la tierra de nuestros estados,  por ser vosotros los más dignos custodios de los tesoros que guardan. Vosotros sabéis el  secreto profundo que encierran, y sólo en virtud de vuestras órdenes se harán las  excavaciones precisas. Podéis ahora poneros de acuerdo puesto que sois los dueños de  nuestros tesoros: cumplid con ardor los deberes de vuestra misión y haced que los mundos  superior e inferior se unan en feliz maridaje.  

El Tesorero. No debe ya entre nosotros ni sombra de discordia y desde ahora me complazco  de tener por colega al divino. (Sale con Fausto.)  

El Emperador. A cualquiera que en mi corte colme de dones, quiero que antes me diga cuál  es el uso que piensa hacer de ellos.  

Un Paje, (al recibirlos.) Con ellos viviré alegre, contento y de buen humor.  Otro. Quiero enjoyar inmediatamente a mi amada.  

Un Camarero, (embolsando.) Desde ahora voy a beber doble cantidad de vino de la mejor  calidad.  

Otro, (haciendo lo propio.) Ya se agitan los dados en mi bolsillo.  

Un señor abanderado, (con circunspección.) Yo voy a pagar las deudas que agravian sobre  mi castillo y mis tierras.  

El Emperador. Confiaba hallar en vosotros ardor para emprender nuevas acciones. Bien lo  veo; en el esplendor de la riqueza sois los mismos que habéis sido antes.  El Bufón, (al llegar.) Ya que dispensáis gracias, permitidme participar de ellas. 

El Emperador. ¡Cómo! ¿Vives todavía? Ahora mismo irías a invertirlas en vino.  El Bufón. Casi nada he comprendido acerca de vuestros billetes mágicos.  El Emperador. Lo creo, porque los empleas mal. Tómalos, son tu lote. (Se va.)  El bufón. ¡Cinco mil coronas en mi poder!  

Mefistófeles. Echa a correr.  

El Bufón. Decidme, ¿tiene esto el valor del oro?  

Mefistófeles. Con ello puedes procurarte todo cuanto tu boca y tu vientre apetezca.  El Bufón. Y, ¿podré comprar una casa, ganados y terrenos?  

Mefistófeles. Por supuesto, con tal que lo pagues bien.  

El Bufón. Y, ¿un palacio con bosques, caza y estanques?  

Mefistófeles. ¡Desearía verte un gran señor!  

El Bufón. Desde esta misma noche voy a pavonearme en mis dominios. (Sale.)  Mefistófeles, (solo.) ¿Quién puede dudar ya del talento de nuestro bufón?  

Una galería oscura.  

Fausto y Mefistófeles.  

Mefistófeles. ¿Por qué me traes a estos oscuros corredores? ¿No reina allá abajo la alegría,  y no hay entre aquella turba cortesana sobrados motivos para la burla y la impostura?  Fausto. No hables de este modo, porque ese lenguaje, sobre ser ya antiguo, me es  sumamente pesado. Ese vaivén continuo es sólo para evitar contestarme; el mariscal y el  chambelán no me dejan ni un momento de reposo. El emperador quiere, y es preciso  complacerle; quiere contemplar a Elena y Paris, a la obra maestra del hombre y de la mujer,  y verlos sobre todo dotados de formas encantadoras. Porque no puedo faltar a mi promesa.  Mefistófeles. Locura ha sido prometer tal cosa.  

Fausto. Amigo mío, tú has sido el primero en no prever lo que había de sucedernos; hemos  empezado por hacerle rico y preciso es ahora divertirle.  

Mefistófeles. ¿Piensas tú que puede hacerse esto tan fácilmente? Henos aquí metidos en un  camino mucho más áspero; figúrate que te entregan las llaves de un tesoro inaudito, y que  tú, como un insensato, acabas por contraer después nuevas deudas. ¿Piensas que es tan fácil  evocar a Elena como a esos simulacros de papel moneda? En cuanto a brujas, espectros,  fantasmas y enanos, estoy pronto a servirte con toda mi banda; pero las comadres del barrio  no pueden pasar como heroínas.  

Fausto. ¡He aquí tu cantinela eterna! Siempre se va contigo a parar a lo incierto, pues eres  el padre de todos los obstáculos y por cada servicio exiges una nueva recompensa. Ya sé  que con sólo murmurar entre dientes estará hecho; sé que en un santiamén lograré lo que  deseo.  

Mefistófeles. Nada tengo que ver con el pueblo pagano, porque habita su infierno  particular... Sin embargo, entreveo un medio.  

Fausto. Habla pronto.  

Mefistófeles. Muy pesar mío voy a revelarte el misterio sublime. Hay diosas augustas que  no reinan en la soledad, sin que haya en su derredor ni espacio ni tiempo y no puede  hablarse de ellas sin experimentar una turbación indecible. ¡Tales son las Madres!  Fausto, (asombrado.) ¡Las Madres!  

Mefistófeles. ¿Tiemblas? 

Fausto. ¡Las Madres! ¡Las Madres! ¡Me parece esto tan extraño!  

Mefistófeles. Y en efecto lo es, pues son diosas desconocidas a vosotros los mortales, que  nunca nombramos nosotros de buen grado. Irás a buscar su morada en los abismos, puesto  que tú eres causa de que las necesitemos.  

Fausto. ¿Dónde está el camino?  

Mefistófeles. No hay al través de senderos que no han sido ni serán hollados; no hay  camino hacia lo inaccesible y lo impenetrable. ¿Estás dispuesto? No se han de esforzar  cerraduras ni rejas. ¿Te has formado idea del vacío y de la soledad?  

Fausto. Podrías ahorrarte muy bien esos preámbulos, más propios para hacerse en la cueva  de una bruja y en otros tiempos muy distintos de los nuestros. ¿No he tenido que estar en  relación con la sociedad, saber el vacío y a su vez enseñar a los demás? Al hablar según la  razón me dictaba, incurría en las mayores contradicciones, y por esto me vi forzado a  buscar un asilo en la soledad y en el desierto, y por último entregarme al diablo por no vivir  completamente relegado.  

Mefistófeles. Lánzate al océano, sepúltate en la contemplación de lo infinito y al menos  verás dirigirse hacia ti las encrespadas olas, al sobrecogerte al espanto ante el abismo  entreabierto. Allí al menos podrás ver alguna cosa en las verdes profundidades del mar en  calma y verás deslizarse los delfines, las nubes, el sol, la luna y las estrellas; mientras que  en el apartado y eterno vacío no verás cosa alguna, ni oirás el rumor de tus pasos, ni  hallaras un punto sólido en que apoyarte.  

Fausto. Hablas como pudiera hacerlo el maestro a un fiel neófito. Me envías a la región de  la nada para que mi arte y mi fuerza aumenten, y veo que en ella me tratas como al gato,  para que te saque las castañas de la lumbre. Pero no importa, porque quiero profundizar  esto a todo trance y además pienso en la nada encontrar el todo.  

Mefistófeles. Debo felicitarte antes de separarnos, porque veo que conoces a tu diablo.  Toma esta llave.  

Fausto. ¿Y para qué eso?  

Mefistófeles. Tómala y guárdate de despreciar su influjo.  

Fausto. ¡Oh prodigio! ¡Crece en mis manos, se inflama y veo brotar de ella numerosas  chispas!  

Mefistófeles. ¿Empiezas a comprender para lo que puede servirte? Esta llave te indicará el  camino que debes seguir, ella te guiará hasta llegar al punto en que estén las Madres.  Fausto, (estremeciéndose.) ¡Las Madres! Me produce esta palabra el efecto de un rayo.  ¿Qué nombre es ése que yo no puedo oír?  

Mefistófeles. ¿Tan cobarde eres que un nuevo nombre te turba? ¿Por ventura no quieres oír  nada más que lo que oíste hasta ahora? Cualquiera que sea el sonido de una palabra, no creo  pueda conmoverte después de haber visto tantas maravillas.  

Fausto. No busco dicha en la indiferencia y lo que más hace estremecer al hombre es casi  siempre lo que más le conviene. Por muy caro que el mundo haga pagar al hombre el  sentimiento, se compadece en su inmensidad.  

Mefistófeles. ¡Decidme, pues! Si bien podría también decir: sube, porque lo mismo sería.  Apártate de lo que vive, lánzate al vacío de las sombras y ve a gozar del espectáculo de lo  que tiempo hace no existe. Agita tu llave en el aire y procura tenerla a cierta distancia.  Fausto, (con transporte.) A medida que la aprieto, siento nacer en mi nueva fuerza y  animárseme el corazón para dar cima a la grande empresa.  

Mefistófeles. Un trípode incandescente te dará a conocer que has llegado al abismo de los  abismos, y verás a su resplandor a las Madres, unas sentadas y otras de pie o andando, 

según estén a tu llegada. Rodeadas de toda clase de criaturas, no repararán en ti porque sólo  ven las ideas. ¡Que no te falte entonces valor, porque será grande el peligro! Ve recto al  trípode y no te olvides de agitar la llave.  

(Fausto levanta su llave de oro en actitud resuelta y solemne.)  

Mefistófeles. ¡Muy bien! El trípode se te adhiere y sigue como un fiel satélite. Sube con  calma, la dicha te eleva, y antes de que puedan echarte estarás ya de regreso con tu  conquista. Cundo hayas depuesto aquí el trípode, evocaras desde el seno de las tinieblas al  héroe y la heroína. Nadie hasta aquí había pensado en esa acción... La acción estará hecha,  y tú serás el que le habrás dado cima.  

Fausto. ¿Y ahora?  

Mefistófeles. Sólo debes atender ahora a tu objeto subterráneo. (Fausto desaparece.) ¡Ojalá  que la llave dé buen resultado! Deseo ver si volverá.  

Salas espléndidamente iluminadas.  

El Emperador y los Príncipes. La corte con la mayor ansiedad.  

El Chambelán, (a Mefistófeles.) Aún falta lo de la fantasmagoría; vamos, que el rey mi amo  está impaciente.  

El Mariscal. Eso era lo que pedía ahora mismo nuestro gracioso soberano. Sería fatal a lo  que al rey se debe el aplazarlo por más tiempo.  

Mefistófeles. Mi compañero se ha ido: ya sabe él cómo debe arreglarse y está trabajando  silenciosamente en el retiro. Es preciso que se dedique a ello con ardor porque cualquiera  que busque los tesoros y la belleza, debe apelar al auxilio de la magia de los sabios.  El Mariscal. Cualquiera que sean las artes que debáis emplear, poco importa; lo que quiere  el emperador es que todo esté dispuesto.  

Mefistófeles. Ya empiezan las luces a oscurecerse en la sala y se conmueve la corte toda.  Les veo desfilar por las lejanas galerías; ya se reúnen en el vasto espacio de la antigua sala  de los Caballeros. Las anchas paredes están cubiertas de tapices, y hay en los nichos y los  ángulos brillantes armaduras. Creo que podríamos abstenernos de toda evocación, seguro  que los espíritus acudirán voluntariamente a ella.  

La sala de los caballeros.  

Luz dudosa.  

El Emperador y la corte.  

El Heraldo. Los asientos y sillones están dispuestos y se hace sentar al emperador en frente  de la pared, para que contemple a su placer las batallas de los pasados siglos. Todos están  colocados: el emperador y la corte a la redonda, las damas están en el fondo. Y ahora que  todos ocupan sus respectivos puestos, ¡Salgan los espectros! 

(Tocan los clarines.)  

El Astrólogo. Manda el maestro que el drama empiece inmediatamente; ábranse los muros,  ya que nadie lo impide, por haber llegado la hora de la magia. Flotan los tapices cual si  fueran presa del incendio; la pared se estremece y se hiende, y parece brotar del abismo un  gran teatro; nos ilumina a todos una claridad inmensa, y yo subo al proscenio.  Mefistófeles, (sacando la cabeza por la concha del apuntador.) Desde aquí espero captarme  el favor del público. (Al astrólogo.) Tú que sabes el círculo que recorren las estrellas,  comprenderás el sentido de las palabras que te dicte.  

El Astrólogo. Mira cuán milagrosamente se va levantando a nuestra vista un templo antiguo  semejante al Atlas que sostenía en otro tiempo al cielo. Hay gran numero de columnas a su  alrededor, número más que suficiente para aquella mas de granito, pues dos solas de ellas  podrían sostener un monumento inmenso.  

El Arquitecto. No comprendo por qué decís que es eso antiguo cuando es tan tosco y  pesado. Se llama noble a lo vulgar. Yo estoy por la columnita esbelta; el cenit ojival nos  eleva el espíritu.  

El Astrólogo. Salud con respeto la hora que las estrellas os conceden; que la razón valla  unida a la palabra mágica, y que la fantasía soberbia levante su vuelo; mirad lo que habéis  deseado tan ardientemente; es un imposible y por lo mismo tanto más digno de fe. (Fausto  se levanta de la otra parte de la escena.) Os anuncio a un hombre maravilloso en traje talar  y coronada la frente, que acaba de dar cumplimiento a una obra valerosa. Sube con él un  trípode del fondo del abismo. Desde aquí percibo los aromas que se exhalan del incensario  y ya se dispone a bendecir la grande obra.  

Fausto, (en tono solemne.) Os conjuro, oh Madres que imperáis en lo infinito, eternamente  solitarias con la cabeza ceñida de imágenes de la vida. Lo que fue en otro tiempo allí se  mueve en su apariencia porque quiere ser eterno, y vosotros sabéis repartirlo todo entre el  día y la noche. La vida arrastra en su curso a alguna, el mágico audaz se apodera de las  demás, y en su prodiga generosidad deja ver a cada cual los misterios que desea  contemplar.  

El Astrólogo. Apenas la llave incandescente ha tocado círculo del trípode, se ha tendido una  baga niebla que, flotando como las nubes, se dilata, dispersa y agrupa. Fijad ahora la  atención en el intermedio de los espíritus que precede a una obra maestra. Ya se mueven en  medio de una música, cuyos sonidos aéreos se convierten en melodía al perderse en el  espacio. La columnata y el triglifo tiemblan y diríase que todo el templo canta. La niebla  desciende, y del seno del vapor transparente se adelanta un hermoso joven  acompasadamente. ¿Por qué nombrarle? ¿Quién no reconoce en él al gracioso Paris?  Primera Dama. ¡Qué hermosa flor de juventud!  

Segunda Dama. ¡Está rosado y jugoso como un melocotón!  

Tercera Dama. ¡Con qué voluptuosidad se abren sus hermosos labios!  Cuarta Dama. ¡De buena gana beberías de esa copa!  

Un Caballero. Por más que le contemplo, sólo veo en él al pastor y nada que recuerde el  príncipe ni los modales de la corte  

Otro. Medio desnudo convengo que es un hermoso joven, pero sería preciso verle en traje  de etiqueta.  

Una Dama. ¡Con qué molicie se sienta!  

Un Caballero. ¿Estarías bien sobre sus rodillas?  

Otra Dama. ¡Con cuánta gracia se pone su hermoso brazo sobre la cabeza! 

Un Chambelán. Me parece su actitud muy impropia.  

La Dama. Vosotros, los hombres, estáis siempre dispuestos a criticarlo todo.  El Chambelán. ¿Cómo queréis que no repruebe el que se tienda de este modo en presencia  del emperador?  

La Dama. Guarda esa actitud porque cree estar solo.  

El Chambelán. Y aunque así fuera todo aquí debe guardar la etiqueta.  La Dama. ¡Cómo ha rendido el dulce sueño aquel conjunto de gracias!  El Chambelán. Sólo falta ahora que empiece a roncar para convencernos que tiene la  postura más natural del mundo.  

Una Dama Joven. ¡Qué aroma de incienso y rosa penetra hasta el fondo de mi alma!  Otra de más edad. Verdaderamente se respira un aire balsámico y es él quien le exhala.  Una vieja. Es la flor de la ambrosía que se abre en su seno juvenil y embalsama la  atmósfera.  

(Aparece Elena.)  

Mefistófeles. ¿Con que es ella? Nada debo temer por mi reposo, pues es hermosa, pero no  me inspira amor alguno.  

El Astrólogo. En cuanto a mí nada tengo que hacer, y, como hombre de honor, lo declaro y  confieso. La diosa se adelanta, y aun cuando tuviese lenguas... de fuego. En todos tiempos  ha sido la belleza muy apreciada: a quien ella se aparece queda deslumbrado, y aquel a  quien perteneció fue dichoso.  

Fausto. ¿No es el manantial de la pura belleza el que a torrentes se desborda en el interior  de mi alma? ¡Dichoso premio de mi terrible viaje! ¡Por primera vez me parece el mundo  apetecible, sólido y duradero; que el soplo de la vida se extinga en mí, si puedo vivir nunca  lejos de tu presencia! El dulce rostro cuyo mágico reflejo excitó antes en mí tanto  entusiasmo, no era más que la sombra de semejante belleza. A ti consagro toda fuerza  activa, toda pasión, a ti consagro toda adoración y delirio.  

Mefistófeles, (desde el fondo de su agujero.) Conteneos y limitaos a desempeñar vuestro  papel.  

Una Dama, (de bastante edad.) Es alta, bien formada, pero tiene la cabeza algo pequeña.  Otra Dama, (más joven.) Miradle el pie y veréis que es disforme.  

Un Diplomático. Es hermosa de pies a cabeza.  

Un Cortesano. Se acerca al joven dormido con aire a un tiempo dulce y maligno.  La Dama. ¡Qué hermosa es ante junto a esa imagen tan pura de juventud!  Un Poeta. Ella es quien le comunica su belleza.  

La Dama. ¡He aquí un verdadero cuadro de Endimión y la Luna!  

El Poeta. En efecto; la diosa parece descender e inclinarse hacia él para respirar su aliento.  ¡Un beso! La medida está colmada.  

Una Dueña. ¡En presencia de todo el mundo!  

Fausto. ¡Ha recibido el adolescente un favor señalado!  

Mefistófeles. ¡Silencio! Deja que haga el espectro lo que más le agrade.  El Cortesano. Ella se aleja de puntillas y él se despierta.  

La Dama. Ya me había presumido que miraría ella en torno suyo.  

El Cortesano. El joven se asombra, pues es un prodigio lo que le sucede.  La Dama. Pues os aseguro que a ella nada de cuanto ve la sombra.  

El Cortesano. Ella se vuelve a él con candorosa gracia. 

La Dama. Ella se ha encargado de instruirle, pues todos los hombres son tontos en tales  casos. Cree ser el primero.  

Un Caballero. ¡Oh! ¡Por piedad! Permitidme mirarla. ¡Qué elegancia tan majestuosa!  La Dama. Falta a todas las conveniencias.  

Un Paje. Yo quisiera estar en el lugar del joven.  

El Cortesano. ¿Quién no desearía caer en semejantes redes?  

La Dama. Ha pasado la alhaja por tantas manos, que ya el otro está algo gastado.  Un Caballero. Cada cual toma lo que más le gusta y por mi parte ya me contentaría con  esos hermosos restos.  

El Astrólogo. Ya no es un adulto, puesto que la abraza como hombre atrevido y apenas ella  puede defenderse. La levanta con brazo vigoroso, ¿si querrá robarla?  Fausto. ¡Temerario que tanto te atreves, desoyendo mi voz; detente, esto es demasiado!  Mefistófeles. Y, sin embargo, tu mismo eres el autor de la fantasmagoría.  El Astrólogo. Una palabra: después de lo ocurrido doy al entremés el nombre de Rapto de  Elena.  

Fausto. ¿Qué es eso de rapto? ¿Acaso yo no soy nada? ¿No tengo en mi mano esta llave  que me ha conducido hasta aquí al través del caos, el mar y el desierto? Aquí he sentado el  pie, aquí está la realidad; aquí el espíritu puede combatir a los espíritus y disponerse a la  conquista del doble reino. ¿Cómo habría podido ella venir del punto lejano en que se  encontraba? Yo la salvo y es ahora dos veces mía Valor, pues, oh Madres. El que la conoce  no puede vivir sin ella.  

El Astrólogo. ¡Fausto! ¡Fausto! ¿Qué es lo que haces? ¡La abraza con ardor, se dirige con  su llave hacia el joven, ya llega a él, ya le toca! ¡Ay de nosotros! ¡Qué desgracia!  

(Explosión; Fausto cae al suelo y los espíritus desaparecen.)  

Mefistófeles, (cargándose a Fausto en hombros.) ¡He aquí lo que es encargarse de un loco!  No puede salir bien, aunque seáis el mismo diablo.  

(Tinieblas y tumulto.)  

ACTO II  

Un cuarto de arquitectura gótica de alto techo, que fue antes de Fausto, y tal como cuando  él le habitaba.  

Mefistófeles, (tras la cortina. Mientras que él la levanta, vese a Fausto tendido en una  cama.) Descansa, infeliz, cogido en los brazos del amor: no es fácil que aquel a quien  deslumbró Elena recobre pronto la razón. (Examinándolo todo en torno.) En vano miro; no  noto ningún cambio, sólo me parece son menos vivos los colores de los cristales y haber  aumentado las redes que tiende la araña; también la tinta se ha secado y el papel se ha  ennegrecido, todos los demás están en su puesto. He aquí la pluma con que firmó Fausto su  pacto con el diablo. Seca está ya en el fondo del tintero la pequeña gota de sangre que le  saqué; es un tesoro que deseo de todo corazón vaya a parar en manos de un anticuario que  sepa bien su oficio. El viejo ropón de pieles continúa colgado en el mismo clavo; ¡cuánto  me recuerda mi alegre aventura de otro tiempo y las teorías que explicaba entonces a aquel 


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