Edipo rey Sófocles |
|
|
SÓFOCLES ANTÍGONA
ARGUMENTO
Reina en Tebas,
después de la muerte de los hermanos ETÉOCLES y POLINICE, CREONTE. El nuevo
soberano prohíbe dar sepultura al cadáver del segundo. ANTÍGONA, su hermana, a
pesar del decreto del tirano, obedeciendo a sus sentimientos de amor fraternal,
se propone ir a sepultarlo y así se lo comunica a su hermana ISMENA, Esta
rehúsa acompañarla; entonces ella decide realizarlo sola, pero es detenida y
conducida ante el tirano CREONTE que la condena a muerte.
HEMÓN, hijo de CREONTE y prometido de ANTÍGONA, pide a su padre que
derogue esta sentencia, que considera injusta. Su padre no accede, y el joven
se va al antro en donde ha sido encerrada ANTÍGONA; pero, cuando llega ésta ya
se ha suicidado. El adivino TIRESIAS anuncia a CREONTE los tristes
acontecimientos que deducidos de sus presagios se avecinan, y el CORO exhorta a
CREONTE a que, para evitarlos, rectifique su sentencia, perdone a ANTÍGONA y dé
sepultura a POLINICE. CREONTE, aunque de mala gana, accede; pero tardíamente,
pues HEMÓN, en su desesperación, al encontrar a ANTÍGONA muerta, se suicida a
la vista de su padre.
Un mensajero viene a anunciar a la
reina EURÍDICE la muerte de su hijo. Ella, enloquecida por el dolor que le
produce la noticia, se retira en silencio y, dentro del palacio, se hunde una
espada y muere increpando a CREONTE por la muerte de sus hijos. CREONTE se ve
castigado, como lo dice el CORO: «¡Qué tarde parece que vienes a entender lo
que es justicia!», y añade: «Hay que ser sensato en las resoluciones y no
violar las leyes escritas, las leyes eternas».
ACCION
La acción transcurre
en el Agora de Tebas, ante de la puerta del palacio de CREONTE. La víspera, los
argivos, mandados por POLINICE, han sido derrotados: han huido durante la noche
que ha terminado. Despunta el día. En escena, ANTIGONA e ISMENA.
ANTIGONA:
Tú, Ismena, mi
querida hermana, que conmigo compartes las desventuras que Edipo nos legó,
¿sabes de un solo infortunio que Zeus no nos haya enviado desde que vinimos al
mundo? Desde luego, no hay dolor ni maldición ni vergüenza ni deshonor alguno
que no pueda contarse en el número de tus desgracias y de las mías. Y hoy, ¿qué
edicto es ese que nuestro jefe, según dicen, acaba de promulgar para todo el
pueblo? ¿Has oído hablar de él, o ignoras el daño que preparan nuestros
enemigos contra los seres que no son queridos?
ISMENA:
Ninguna noticia,
Antígona, ha llegado hasta mí, ni agradable ni dolorosa, desde que las dos nos
vimos privadas de nuestros hermanos, que en un solo día sucumbieron el uno a
manos del otro.
«El ejército de los
argivos desapareció durante la noche que ha terminado, y desde entonces no sé
absolutamente nada que me haga más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA:
Estaba segura de
ello, y por eso te he hecho salir del palacio para que puedas oírme a solas.
ISMENA:
¿Qué hay? Parece que
tienes entre manos algún proyecto.
ANTIGONA:
Creonte ha acordado
otorgar los honores de la sepultura a uno de nuestros hermanos y en cambio se
la rehúsa al otro. A Etéocles, según parece, lo ha mandado enterrar de modo que
sea honrado entre los muertos bajo tierra; pero en lo tocante al cuerpo del
infortunado Polinice, también se dice que ha hecho pública una orden para todos
los tebanos en la que prohíbe darle sepultura y que se le llore: hay que
dejarlo sin lágrimas e insepulto para que sea fácil presa de las aves, siempre
en busca de alimento. He aquí lo que el excelente Creonte ha mandado pregonar
por ti y por mí; sí, por mí misma; y que va a venir aquí para anunciarlo
claramente a quien lo ignore; y que no considerará la cosa como baladí; pues
cualquiera que infrinja su orden, morirá lapidado por el
pueblo. Esto es lo que yo tenía que comunicarte. Pronto vas a tener
que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres más que una cobarde
que desmientes la nobleza de tus padres.
ISMENA:
Pero, infortunada, si
las cosas están dispuestas así ¿qué ganaría yo desobedeciendo o acatando esas
órdenes?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás?
¿Procederás de acuerdo conmigo? Piénsalo.
ISMENA:
¿A qué riesgo vas a
exponerte? ¿Qué es lo que piensas?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás a
levantar el cadáver?
ISMENA:
Pero ¿de verdad
piensas darle sepultura, a pesar de que se haya prohibido a toda la ciudad?
ANTÍGONA:
Una cosa es cierta:
es mi hermano y el tuyo, quiéraslo o no. Nadie me acusará de traición por
haberlo abandonado.
ISMENA:
¡Desgraciada! ¿A
pesar de la prohibición de Creonte?
ANTÍGONA:
No tiene ningún
derecho a privarme de los míos.
ISMENA:
¡Ah! Piensa, hermana,
en nuestro padre, que pereció cargado del odio y del oprobio, después que por
los pecados que en sí mismo descubrió, se reventó los ojos con sus propias
manos; piensa también que su madre y su mujer, pues fue las dos cosas a la vez,
puso ella misma fin a su vida con un cordón trenzado, y mira, como tercera
desgracia, cómo nuestros hermanos, en un solo día, los dos se han dado muerte
uno a otro, hiriéndose mutuamente con sus propias manos. ¡Ahora que nos hemos
quedado solas tú y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera
si a pesar de la ley, si con desprecio de ésta, desafiamos el poder y el edicto
del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no
podemos luchar contra los hombres; y luego, que estamos sometidas a gentes más
poderosas que nosotras, y por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes aunque
fuesen aún más rigurosas. En cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros muertos
que están bajo tierra que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia,
obedeceré a los que están en el poder, pues querer emprender lo que sobrepasa
nuestra fuerza no tiene ningún sentido.
ANTIGONA:
No insistiré; pero
aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te
parezca. Yo, por mi parte, enterraré a Polinice. Será hermoso para mí morir
cumpliendo ese deber. Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado
hermano; rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que más
cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están aquí
arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo
tierra. Tú, si te
parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado
ISMENA:
No desprecio nada;
pero no dispongo de recursos para actuar en contra de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA:
Puedes alegar ese
pretexto. Yo, por mi parte, iré a levantar el túmulo de mi muy querido hermano.
ISMENA:
¡Ay, desgraciada!,
¡qué miedo siento por ti!
ANTÍGONA:
No tengas miedo por
mí; preocúpate de tu propia vida.
ISMENA:
Pero por lo menos no
se lo digas a nadie. Manténlo secreto; yo haré lo mismo.
ANTÍGONA:
Yo no. Dilo en todas
partes. Me serías más odiosa callando la decisión que he tomado que
divulgándola.
ISMENA:
Tienes un corazón de
fuego para lo que hiela de espanto.
ANTÍGONA:
Pero sé que soy grata
a aquellos a quienes sobre todo me importa agradar.
ISMENA:
Si al menos pudieras
tener éxito; pero sé que te apasionas por un imposible.
ANTÍGONA:
Pues bien, ¡cuando
mis fuerzas desmayen lo dejaré!
ISMENA:
Pero no hay que
perseguir lo imposible.
ANTÍGONA:
Si continúas hablando
así, serás el blanco de mi odio y te harás odiosa al muerto a cuyo lado
dormirás un día. Déjame, pues, con mi temeridad afrontar este peligro, ya que
nada me sería más intolerable que no morir con gloria.
ISMENA:
Pues si estás tan
decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una cosa: te embarcas en una
aventura insensata; pero obras como verdadera amiga de los que te son queridos.
(ANTÍGONA e ISMENA se
retiran. ANTÍGONA se aleja;
ISMENA entra al
palacio. El CORO, compuesto de ancianos de Tebas, entra y saluda lo primero al
Sol naciente.)
CORO:
¡Rayos del Sol
naciente! ¡Oh tú, la más bella de las luces que jamás ha brillado sobre Tebas
la de las siete puertas! Por fin has lucido, ojos del dorado día, llegando por
sobre las fuentes circeas. Obligaste a emprender precipitada fuga, en su veloz
corcel, a toda brida, al guerrero de blanco escudo que de Argos vino armado de
todas sus armas. «Este ejército que en contra nuestra, sobre nuestra tierra,
había levantado Polinice, excitado por equívocas discordias, y que, cual águila
que lanza estridentes gritos, se abatió sobre nuestro país, protegido con sus
blancos escudos y cubierto con cascos empenachados con crines de caballos,
poniendo en movimiento innumerables armas, planeando sobre nuestros hogares
abiertas sus garras, cercaba con sus mortíferas lanzas las siete puertas de
nuestra ciudad. Pero hubo de marcharse sin poder saciar su voracidad en nuestra
sangre, y antes que Efesto y sus teas resinosas prendiesen sus llamas en las
torres que coronan la ciudad; tan estruendoso ha sido el estrépito de Ares, que
resonó a espaldas de los arivos, y que ha hecho invencible al Dragón
competidor.
CORIFEO:
Zeus, en efecto,
aborrece las bravatas de una lengua orgullosa; y cuando vio a los argivos
avanzar como impetuosa riada, arrogantes, con el estruendo de sus doradas
armas, blandiendo el rayo de su llama abatió al hombre que, en lo alto de las
almenas, se aprestaba ya a entonar himnos de victoria.
CORO:
Sobre el suelo que
retumbó al chocar con él, cayó fulminado el portador del fuego en el momento en
que, llevado por el empuje de un frenético ardor, respiraba contra nosotros el
soplo los vientos más desoladores. En cuanto a los demás, el gran Ares, nuestro
propicio aliado, les infligió, persiguiéndolos con otros reveses, otra clase de
muerte.
CORIFEO:
Los siete jefes
apostados ante las siete puertas, enfrentándose con los otros siete, dejaron
como ofrenda a Zeus, victorioso, el tributo de sus armas de bronce.
«Todos huyeron, salvo
los dos desgraciados que, nacidos de un mismo padre y de una misma madre,
enfrentando una contra otra sus lanzas soberanas, alcanzaron los dos la misma
suerte en un común perecer.
CORO:
Pero Niké, la
gloriosa, llegó y pagó en retorno el amor de Tebas, la ciudad de los numerosos
carros, haciendo que pasase del dolor a la alegría. La guerra ha terminado.
Olvidémosla. Vayamos con nocturnos coros, que se prolongan en la noche, a todos
los templos de los dioses; y que Baco, el dios que con sus pasos hace vibrar
nuestra tierra, sea nuestro guía.
CORIFEO:
Pero he aquí que
llega Creonte, hijo de Meneceo, nuevo rey del país en virtud de los
acontecimientos que los dioses acaban de promover.
«¿Qué proyecto se
agita en su espíritu para que haya convocado, por heraldo público, esta
asamblea de ancianos aquí congregados?
(Entra CREONTE con
numeroso séquito.)
CREONTE:
Ancianos, los dioses,
después de haber agitado rudamente con la tempestad la ciudad, le han devuelto
al fin la calma. A vosotros solos, de entre todos los ciudadanos, os han
convocado aquí mis mensajeros porque me es conocida vuestra constante y
respetuosa sumisión al trono de Layo, y vuestra devoción a Edipo mientras rigió
la ciudad, así como cuando, ya muerto, os conservasteis fieles con constancia a
sus hijos. Ahora, cuando éstos, por doble fatalidad, han muerto el mismo día,
al herir y ser heridos con sus propias fratricidas manos, quedo yo, de ahora en
adelante, por ser el pariente más cercano de los muertos, dueño del poder y del
trono de Tebas. Ahora bien, imposible conocer el alma, los sentimientos y el
pensamiento de ningún hombre hasta que no se le haya visto en la aplicación de
las leyes y en el ejercicio del poder. Por mi parte considero, hoy como ayer,
un mal gobernante al que en el gobierno de una ciudad no sabe adoptar las
decisiones más cuerdas y deja que el miedo, por los motivos que sean, le
encadene la lengua; y al que estime más a un amigo que a su propia patria, a
ése lo tengo como un ser despreciable. ¡Que Zeus eterno, escrutador de todas las
cosas, me oiga! Jamás pasaré en silencio el daño que amenaza a mis ciudadanos,
y nunca tendré por amigo a un enemigo del país. Creo, en efecto, que la
salvación de la patria es nuestra salvación y que nunca nos faltarán amigos
mientras nuestra nave camine gobernada con recto timón. Apoyándome en tales
principios, pienso poder lograr que esta ciudad sea floreciente; y guiado por
ellos, acabo hoy de hacer proclamar por toda la ciudad un edicto referente a
los hijos de Edipo. A Etéocles, que halló la muerte combatiendo por la ciudad
con un valor que nadie igualó, ordeno que se le entierre en un sepulcro y se le
hagan y ofrezcan todos los sacrificios expiatorios que acompañan a quienes
mueren de una manera gloriosa. Por el contrario, a su hermano, me refiero a
Polinice, el desterrado que volvió del exilio con ánimo de trastornar de arriba
abajo el país paternal y los dioses familiares, y con la voluntad de saciarse
con vuestra sangre y reduciros a la condición de esclavos, queda públicamente
prohibido a toda la ciudad honrarlo con una tumba y llorarlo. ¡Que se le deje
insepulto, y que su cuerpo quede expuesto ignominiosamente para que sirva de
pasto a la voracidad de las aves y de los perros! Tal es mi decisión; pues
nunca los malvados obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien. En
cambio, quienquiera que se muestre celoso del bien de la ciudad, ése hallará en
mí, durante su vida como después de su muerte, todos los honores que se deben a
los hombres de bien.
CORIFEO:
Tales son las
disposiciones, Creonte, hijo de Meneceo, que te place tomar tanto respecto del
amigo como del enemigo del país. Eres dueño de hacer prevalecer tu voluntad,
tanto sobre los que han muerto como sobre los que vivimos.
CREONTE:
Velad, pues, para que
mis órdenes se cumplan.
CORIFEO:
Encarga de esta
comisión a otros más jóvenes que nosotros.
CREONTE:
Guardias hay ya
colocados cerca del cadáver.
CORIFEO:
¿Qué otra cosa tienes
aún que recomendarnos?
CREONTE:
Que seáis inflexibles
con los que infrinjan mis órdenes.
CORIFEO:
Nadie será lo
bastante loco como para desear la muerte.
CREONTE:
Y tal sería su
recompensa. Pero por las esperanzas que despierta el lucro se pierden a menudo
los hombres.
(Llega un MENSAJERO,
uno de los guardianes colocados cerca del cadáver de Polinice. Después de
muchas vacilaciones, se decide a hablar.) MENSAJERO:
Rey, no diré que
llego así, sin aliento, por haber venido de prisa y con pies ligeros, porque
varias veces me he detenido a pensar, y al volver a andar, me volví a parar y a
desandar el camino. Mi alma conversaba conmigo, y a menudo me decía:
«¡Desgraciado!, ¿por qué vas a donde serás castigado apenas llegues?
¡Infortunado! ¿Vas todavía a retrasarte de nuevo? Y si Creonte se entera por
otro de lo que vas a decirle, ¿cómo podrías escapar al castigo?» Rumiando tales
pensamientos, avanzaba lentamente y alargaba el tiempo. De este modo, un camino
corto se convierte en un trayecto largo. Al fin, sin embargo, me decidí a venir
aquí y comparecer ante ti. Y aunque no pueda explicar nada, hablaré a pesar de
ello, pues vengo movido por la esperanza de sufrir tan sólo lo que el Destino
haya decretado.
CREONTE:
¿Qué hay? ¿Qué es lo
que te tiene tan perplejo?
MENSAJERO:
Quiero primero
informarte de lo que me concierne. La cosa no he sido yo quien la ha hecho, ni
he visto al autor: no sería, pues, justo que yo sufriese castigo por ello.
CREONTE:
¡Cuánta prudencia y
cuántas precauciones tomas! Voy creyendo que tienes que darme cuenta de algunas
novedades.
MENSAJERO:
Cuesta mucho trabajo
decir las cosas desagradables.
CREONTE:
¿Hablarás al fin y
dirás tu mensaje para descargarte de él?
MENSAJERO:
Voy, pues, a
hablarte. Un desconocido, después de haber sepultado al muerto y esparcido
sobre su cuerpo un árido polvo y cumplidos los ritos necesarios, ha huido hace
rato.
CREONTE:
¿Qué es lo que dices?
¿Qué hombre ha tenido tal audacia?
MENSAJERO:
Yo no sé. Allí no hay
señales de golpe de azada, ni el suelo está removido con la ligona: la tierra
está dura, intacta, y ningún carro la ha surcado. El culpable no ha dejado
ningún indicio. Cuando el primer centinela de la mañana dio la noticia el hecho
nos produjo triste sorpresa; el cadáver no se veía; no estaba enterrado;
aparecía solamente cubierto con un polvo fino, como si se lo hubieran echado
para evitar una profanación. Ni rastro de fiera ni de perros que lo
hubieran arrastrado para destrozarlo. Una lluvia de insultos descargamos unos
contra otros. Cada centinela echaba la culpa al otro, y hubiéramos llegado a
las manos sin que hubiera nadie para impedirlo. Cada cual sospechaba del otro,
pero nadie quedaba convicto; todos negaban y todos decían que no sabían nada.
Estábamos ya dispuestos a la prueba de coger el hierro candente en las manos, a
pasar por el fuego y jurar por los dioses que éramos inocentes y que
desconocíamos tanto al autor del proyecto como a su ejecutor, cuando al fin,
como nuestras pesquisas no conducían a nada, uno de nosotros habló de modo que
nos obligó a inclinar medrosamente la cabeza, pues no podíamos ni contradecirle
ni proponer una solución mejor. Su opinión fue que había que comunicarte lo que
pasaba y no ocultártelo. Esta idea prevaleció, y fui yo,
¡desgraciado de mí!, a quien la suerte designó para esta buena comisión. Heme
aquí, pues, contra mi voluntad y contra la tuya también, demasiado lo sé, ya
que nadie desea un mensajero con malas noticias.
CORIFEO:
Rey, desde hace
tiempo mi alma se pregunta si este acontecimiento no habrá sido dispuesto por
los dioses.
CREONTE:
Cállate, antes que
tus palabras me llenen de cólera, si no quieres pasar a mis ojos por viejo y
necio a la vez. Dices cosas intolerables, suponiendo que los dioses puedan
preocuparse por ese cadáver. ¿Es que podrían ellos, al darle
tierra, premiar como a su bienhechor al que vino a incendiar sus
templos con sus columnatas, y a quemar las ofrendas que se les hacen y a
trastornar el país y sus leyes? ¿Cuándo has visto tú que los dioses honren a
los malvados? No, ciertamente. Pero desde hace tiempo algunos ciudadanos se
someten con dificultad a mis órdenes y murmuran en contra mía moviendo la
cabeza, pues no quieren someter su cuello a mi yugo, como convenía, para acatar
de corazón mis mandatos. Son estas gentes, lo sé, las que habrán sobornado a
los centinelas y les habrán inducido a hacer lo que han hecho. De todas las
instituciones humanas, ninguna como la del dinero trajo a los hombres
consecuencias más funestas. Es el dinero el que devasta las ciudades, el que
echa a los hombres de los hogares, el que seduce las almas virtuosas y las
incita a acciones vergonzosas; es el dinero el que en todas las épocas ha hecho
a los hombres cometer todas las perfidias y el que les enseñó la práctica de
todas las impiedades. Pero los que, dejándose corromper, han cometido esta mala
acción, tendrán en plazo más o menos largo su castigo. Porque tan cierto como
que Zeus sigue siendo el objeto de mi veneración, tenlo entendido, y te lo digo
bajo juramento, que si no encontráis, y traéis aquí, ante mis ojos, a aquel
cuyas manos hicieron esos funerales, la muerte sola no os bastará, pues seréis
colgados vivos hasta que descubráis al culpable y conozcáis así de dónde hay
que esperar sacar provecho y aprendáis que no se debe querer sacar ganancia de
todo, y veréis entonces que los beneficios ilícitos han perdido a más gente que
la que han salvado.
MENSAJERO:
¿Me permitirás decir
una palabra, o tendré que retirarme sin decir nada?
CREONTE:
¿No sabes ya cuán
insoportables me resultan tus palabras?
MENSAJERO:
¿Es que ellas muerden
tus oídos o tu corazón?
CREONTE:
¿Por qué quieres
precisar el lugar de mi dolor?
MENSAJERO:
El culpable aflige tu
alma; yo no hago más que ofender tus oídos.
CREONTE:
¡Ah! ¡Qué insigne
charlatán has salido desde tu nacimiento!
MENSAJERO:
Por lo menos no he
sido yo quien ha cometido ese crimen.
CREONTE:
Pero, ya que por
dinero has vendido tu alma...
MENSAJERO:
¡Ay! ¡Gran desgracia
es juzgar por sospechas, y que las sospechas sean falsas!
CREONTE:
¡Vamos! ¡Ahora te vas
a andar con sutilezas sobre la opinión! Si no me traéis a los autores del
delito, tendréis que reconocer, a no tardar, que las ganancias que envilecen
causan graves perjuicios.
MENSAJERO:
¡Sí; que se descubra
al culpable ante todo! Pero que se le coja, o que no, pues es el Destino quien
lo decidirá, no hay peligro de que tu me veas jamás volver por aquí, y ahora
que, contra toda esperanza y contra todos mis temores, logro escapar, debo a
los dioses una gratitud infinita.
(El GUARDIÁN se
retira.)
CORO:
Numerosas son las
maravillas del mundo; pero, de todas, la más sorprendente es el hombre. El es
quien cruza los mares espumosos agitados por el impetuoso Noto, desafiando las
alborotadas olas que en torno de él se encrespan y braman. La más poderosa de
todas las diosas, la imperecedera, la inagotable Tierra, él la cansa año tras
año, con el ir y venir de la reja de los arados, volteándola con ayuda de las
yuntas de caballos.
«El hombre industrioso
envuelve en las mallas de sus tendidas redes y captura a la alígera especie de
las aves, así como a la raza temible de las fieras y a los seres que habitan el
océano. El, con sus artes se adueña de los animales salvajes y montaraces; y al
caballo de espesas crines lo domina con el freno, y somete bajo el yugo, que
por ambas partes le sujeta, al indómito toro bravío. Y él se adiestró en el
arte de la palabra y en el pensamiento, sutil como el viento, que dio vida a
las costumbres urbanas que rigen las ciudades, y aprendió a resguardarse de la
intemperie, de las penosas heladas y de las torrenciales lluvias. Y porque es
fecundo en recursos, no le faltan en cualquier instante para evitar que en el
porvenir le sorprenda el azar; sólo del Hades no ha encontrado medio de huir, a
pesar de haber acertado a luchar contra las más rebeldes enfermedades, cuya
curación ha encontrado. Y dotado de la industriosa habilidad del arte, más allá
de lo que podía esperarse, se labra un camino, unas veces hacia el mal y otras
hacia el bien, confundiendo las leyes del mundo y la justicia que prometió a
los dioses observar. «Es indigno de vivir en una ciudad el que, estando al
frente de la comunidad, por osadía se habitúa al mal. Que el hombre que así
obra no sea nunca ni mi huésped en el hogar ni menos amigo mío.
(Llega de nuevo el
CENTINELA trayendo atada a ANTÍGONA.)
CORIFEO:
¡Qué increíble y
sorprendente prodigio! ¿Cómo dudar, pues la reconozco, que sea la joven
Antígona? ¡Oh! ¡Desdichada hija del desgraciado Edipo! ¿Qué pasa? Te traen
porque has infringido los reales edictos y te han sorprendido cometiendo un
acto de tal imprudencia?
CENTINELA:
¡He aquí la qué lo ha
hecho! La hemos cogido en trance de dar sepultura al cadáver. Pero, ¿dónde está
Creonte?
CORIFEO:
Sale del palacio y
llega oportunamente.
(Llega CREONTE.)
CREONTE:
¿Qué hay? ¿Para qué
es oportuna mi llegada?
CENTINELA:
Rey, los mortales no
deben jurar nada, pues una segunda decisión desmiente a menudo un primer
propósito. No hace mucho, en efecto, amedrentado por tus amenazas, me había yo
prometido no volver a poner los pies aquí. Pero una alegría que llega cuando
menos se la espera no tiene comparación con ningún otro placer. Vuelvo, pues, a
despecho de mis juramentos, y te traigo a esta joven que ha sido sorprendida en
el momento en que cumplía los ritos funerarios. La suerte, esta vez, no ha sido
consultada, y este feliz hallazgo ha sido descubierto por mí solo y no por
otro. Y ahora que está ya en tus manos, rey, interrógala y hazle confesar su falta.
En cuanto a mí, merezco quedar suelto y para siempre libre, a fin de escapar a
los males con que estaba amenazado.
CREONTE:
¿En qué lugar y cómo
has cogido a la que me traes?
CENTINELA:
Ella misma estaba
enterrando el cadáver; ya lo sabes todo. ¿Hablo concretamente y con claridad?.
CREONTE:
¿Cómo la has visto y
cómo la has sorprendido en el hecho?
CENTINELA:
Pues bien, la cosa ha
ocurrido así: cuando yo llegué, aterrado por las terribles amenazas que tú
habías pronunciado, barrimos todo el polvo que cubría al muerto y dejamos bien
al descubierto el cadáver, que se estaba descomponiendo. Después, para evitar
que las fétidas emanaciones llegasen hasta nosotros, nos sentamos de espaldas
al viento, en lo alto de la colina. Allí, cada uno de nosotros excitaba al otro
con rudas palabras a la más escrupulosa vigilancia, para que nadie anduviera
remiso en el cumplimiento de la empresa. Permanecimos así hasta que el orbe
resplandeciente del Sol se paró en el centro del éter y el calor ardiente
arrasaba. En este momento, una tromba de viento, trastorno prodigioso, levantó
del suelo un torbellino de polvo; llenó la llanura, devastó todo el follaje del
bosque y obscureció el vasto éter. Aguantamos con los ojos cerrados aquel azote
enviado por los dioses. Pero cuando la calma volvió, mucho después, vimos a
esta joven que se lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada
que encuentra su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este
mismo modo, a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos
y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus
manos recogió en seguida polvo seco, y luego, con una jarra de bronce bien
cincelado, fue derramando sobre el difunto tres libaciones. Al ver esto,
nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin
que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo
que acababa de realizar, no negó nada. Esta confesión fue para mí, por lo
menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre del castigo es
muy dulce, en efecto; pero es doloroso arrastrar a él a sus amigos. Pero, en
fin, estos sentimientos cuentan para mí menos que mi propia
salvación.
(Una pausa.)
CREONTE (Dirigiéndose
a ANTÍGONA.):
¡Oh! Tú, tú que bajas
la frente hacia la tierra, confirmas o niegas haber hecho lo que éste dice?
ANTÍGONA:
Lo confirmo, y no
niego absolutamente nada.
CREONTE (Al
CENTINELA.):
Libre de la grave
acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir ahora a donde quieras.
(El CENTINELA se va.)
CREONTE (Dirigiéndose
a ANTÍGONA.): ¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta
claramente.
ANTÍGONA (Levanta la
cabeza y mira a CREONTE.):
La conocía. ¿Podía
ignorarla? Fue públicamente proclamada.
CREONTE:
¿Y has osado, a pesar
de ello, desobedecer mis órdenes?
ANTÍGONA:
Sí, porque no es Zeus
quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los
dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he
creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las
leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes;
existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues,
por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me
castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy bien, aun antes de tu
decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de
tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que,
teniendo que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más
ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me
causa ninguna pena. En cambio, hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese
tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre, después de su muerte, quedase sin
sepultura. Lo demás me es indiferente. Si, a pesar de todo, te
parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un
loco quien me trata de loca.
CORIFEO:
En esta naturaleza
inflexible se reconoce a la hija del indomable Edipo: no ha aprendido a ceder
ante la desgracia.
CREONTE (Dirigiéndose
al CORO.):
Pero has de saber que
esos espíritus demasiado inflexibles son entre todos los más fáciles de abatir,
y que el hierro, que es tan duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el
metal que con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto
fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina. El orgullo
sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha sabido ser temeraria
infringiendo la ley que he promulgado y añade una nueva ofensa a la primera,
gloriándose de su desobediencia y exaltando su acto. En verdad, dejaría yo de
ser hombre y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero
que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta, entre todos los
que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana no escaparán a la suerte más
funesta, pues yo acuso igualmente a su hermana de haber premeditado y hecho
estos funerales. Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí.
Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto reprobable, suelen
por lo general traicionarse antes de la ejecución de sus actos. Pero aborrezco
igualmente al que, sorprendido en el acto de cometer su falta, intenta dar a su
delito nombres gloriosos.
ANTÍGONA:
Ya me has cogido.
¿Quieres algo más que matarme?
CREONTE:
Nada más; teniendo tu
vida, tengo todo lo que quiero.
ANTÍGONA:
Pues, entonces, ¿a
qué aguardas? Tus palabras me disgustan y ojalá me disgusten siempre, ya que a
ti mis actos te son odiosos. ¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más
gloriosa que de dar sepultura a mi hermano? (Con un gesto designando el CORO.)
Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase
sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y
decir lo quieren.
CREONTE:
Tú eres la única
entre los cadmeos que ve las cosas así.
ANTÍGONA:
Ellos las ven como
yo; pero ante ti, sellan sus labios.
CREONTE:
Y tú, ¿cómo no
enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?
ANTÍGONA:
No hay motivos para
enrojecer por honrar a los que salieron del mismo seno.
CREONTE:
¿No era también
hermano tuyo el que murió combatiendo contra el otro?
ANTÍGONA:
Era mi hermano de
padre y de madre.
CREONTE:
Entonces, ¿por qué
hacer honores al uno que resultan impíos para con el otro?
ANTÍGONA:
No diría que lo son
el cadáver del muerto.
CREONTE:
Sí; desde el momento
en que tú rindes a este muerto más honores que al otro.
ANTÍGONA:
No murió como su
esclavo, sino como su hermano.
CREONTE:
Sin embargo, el uno
asolaba esta tierra y el otro luchaba por defenderla.
ANTÍGONA:
Hades, sin embargo,
quiere igualdad de leyes para todos.
CREONTE:
Pero al hombre
virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.
ANTÍGONA:
¿Quién sabe si esas
máximas son santas allá abajo?
CREONTE:
No; nunca un enemigo
mío será mi amigo después de muerto.
ANTÍGONA:
No he nacido para
compartir el odio, sino el amor.
CREONTE:
Ya que tienes que
amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya están allí. En cuanto a mí,
mientras viva, jamás una mujer me
mandará
(Se ve llegar a
ISMENA entre dos esclavos.)
CORIFEO:
Pero he aquí que en
el umbral del palacio está Ismena, dejando correr lágrimas de amor por su
hermana. Una nube de dolor que pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro
enrojecido, y baña en llanto sus lindas mejillas.
(Entra ISMENA.)
CREONTE:
¡Oh tú que, como una
víbora, arrastrándose cautelosamente en mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi
sangre en la sombra! ¡No sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a
derribar mi trono! Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado
en los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?
ISMENA:
Sí, soy culpable, si
mi hermana me lo permite; cómplice soy suya y comparto también su pena.
ANTÍGONA
(Vivamente.):
Pero la Justicia no
lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme y yo no te he asociado a mis
actos.
ISMENA:
Pero en la desgracia
en que te hallas no me avergüenza asociarme al peligro que corres.
ANTÍGONA:
Hades y los dioses
infernales saben quiénes son los responsables. Quien me ama sólo de palabra, no
es amiga mía.
ISMENA:
Hermana mía, no me
juzgues indigna de morir contigo y de haber honrado al difunto.
ANTÍGONA:
Guárdate de unirte a
mí muerte y de atribuirte lo que no has hecho. Bastará que muera yo.
ISMENA:
Y ¿qué vida,
abandonada de ti, puede serme aún apetecible?
ANTÍGONA:
Pregúntaselo a
Creonte, que tanta solicitud te inspira.
ISMENA:
¿Por qué quieres
afligirme así, sin provecho alguno para ti?
ANTÍGONA:
Si te mortifico,
ciertamente no es sin dolor.
ISMENA:
¿No puedo al menos
ahora pedirte algún favor?
ANTÍGONA:
Salva tu vida; no te
envidio al conservarla.
ISMENA:
¡Malhaya mi desgracia!
¿No podría yo compartir tu muerte?
ANTÍGONA:
Tú has preferido
vivir; yo en cambio, he escogido morir.
ISMENA:
Pero al menos te he
dicho lo que tenía que decirte.
ANTÍGONA:
Sí, a unos les
parecerán sensatas tus palabras; a otros, las mías.
ISMENA:
Sin embargo, la falta
es común a ambas.
ANTÍGONA:
Tranquilízate. Tú
vives; pero mi alma está muerta desde hace tiempo y ya no es capaz de ser útil
más que a los muertos.
CREONTE:
Estas dos muchachas,
lo aseguro, están locas. Una acaba de perder la razón; la otra la había perdido
desde el día en que nació.
ISMENA:
Es que, ¡oh rey!, la
razón con que la Naturaleza nos ha dotado no persiste en un momento de
desgracia excesiva, y en ciertos casos, aun el más cuerdo acaba por perder el
juicio.
CREONTE:
El tuyo, seguramente,
se perdió cuando quisiste ser cómplice de unos malvados.
ISMENA:
Sola y sin ella, ¿qué
será para mí la vida?
CREONTE:
No hables más de
ella, pues ya no existe.
ISMENA:
Y ¿vas a matar a la
prometida de tu hijo?
CREONTE:
Hay otros surcos
donde poder labrar.
ISMENA:
No era eso lo que
entre ellos se había convenido.
CREONTE:
No quiero para mis
hijos mujeres malvadas.
ISMENA:
¡Oh Hemón bienamado!
¡Cuán gran desprecio siente por ti tu padre!
CREONTE:
Me estáis resultando
insoportables tú y esas bodas.
CORIFEO:
¿Verdaderamente
privarás de ésta a tu propio hijo?
CREONTE:
Es Plutón, no yo,
quien ha de poner fin a esas nupcias.
ISMENA:
¿De modo que, según
parece, su muerte está ya decidida?
CREONTE:
Lo has dicho y lo he
resuelto. Que no se retrase más. Esclavos, llevadlas al palacio. Es preciso que
queden bien sujetas, de modo que no tengan ninguna libertad. Que los
valientes, cuando ven que Hades amenaza su vida, intentan la huida.
(Unos esclavos se
llevan a ANTÍGONA e ISMENA. CREONTE queda.)
CORO:
Dichosos aquellos
cuya vida se ha deslizado sin haber probado los frutos de la desgracia. Porque
cuando un hogar sufre los embates de los dioses, el infortunio se ceba en él
sin tregua sobre toda su descendencia. Al modo como cuando los vientos impetuosos
de Tracia azotan, las aguas remueven hasta el fondo los abismos submarinos, y
levantan las profundas arenas, que el viento dispersa, y las olas mugen y
braman batiendo las costas, en la mansión de los Labdácidas, voy viendo desde
hace mucho tiempo cómo nuevas desgracias se van acumulando unas tras otras a
las que padecieron los que ya no existen.
«Una generación no
libera a la siguiente; un dios se encarniza con ella sin darle reposo. Hoy que
la luz de una esperanza se columbraba para la casa de Edipo en sus últimos
retoños, he aquí que un polvo sangriento otorgado a los dioses infernales, unas
palabras poco sensatas, y el espíritu ciego y vengativo de un alma, han
extinguido esa luz. ¿Qué orgullo humano podría, ¡oh Zeus!, atajar tu poder, que
jamás doma ni el suelo, que todo lo envejece, ni el transcurso divino de los
meses infatigables? Exento de vejez, reinas como soberano en el resplandor
reverberante del Olimpo. Para el hombre esta ley inmutable prevalecerá por toda
la eternidad, y regirá, como en el pasado, en el presente y en el porvenir; en
la vida de los mortales nada grave ocurre sin que la desgracia se mezcle en
ello. La esperanza inconstante es un consuelo, en verdad, para muchos hombres;
pero para otros muchos no es más que un engaño de sus crédulos anhelos. Se
infiltra en ellos sin que se den cuenta hasta el momento en que el fuego abrasa
sus pies. Un sabio dijo un día estas memorables palabras: «El mal se reviste
con el aspecto del bien para aquel a quien un dios empuja a la perdición; entonces
sus días no están por mucho tiempo al abrigo de la desgracia».
(HEMÓN entra por la
puerta central.)
CORIFEO:
Pero he aquí a Hemón,
el menor de tus hijos. Viene afligido por la suerte de su joven prometida,
Antígona, con quien debía desposarse, y llora su boda frustrada.
CREONTE (Al CORO.):
En seguida vamos a
saberlo mucho mejor que los adivinos. (A HEMÓN.) Hijo mío, al saber la suerte
irrevocable de tu futura esposa, ¿llegas ante tu padre transportado de furor o
bien, cualquiera que sea nuestra determinación, te soy igualmente querido?
HEMÓN:
Padre, te pertenezco.
Tus sabios consejos me gobiernan, y estoy dispuesto a seguirlos. Para mí,
padre, ningún himeneo es preferible a tus justas decisiones.
CREONTE:
Esta es
efectivamente, hijo mío, la norma de conducta que ha de seguir tu corazón: todo
deberá pasar a segundo término ante las decisiones de un padre. Por esta razón
los hombres desean tener y conservan en el seno de sus hogares hijos dóciles:
para que se venguen de los enemigos sus padres y prosigan honrando a los amigos
como lo hizo su padre. El que procrea hijos que no le reportan ningún provecho,
¿qué otra cosa ha hecho sino dar vida a gérmenes de sinsabores para él y
motivos de burla para sus enemigos? No pierdas, pues, jamás hijo mío, por atractivos
del placer a causa de una mujer, los sentimientos que te animan, porque has de
saber que es muy frío el abrazo que da en el lecho conyugal una mujer perversa.
Pues, en efecto, ¿qué plaga puede resultar más funesta que una compañera
perversa? Rechaza, pues, a esa joven como si fuera un enemigo, y déjala que se
busque un esposo en el Hades. Ya que la he sorprendido, única en esta ciudad,
en flagrante delito de desobediencia, no he de sentar plaza de inconsecuente a
los ojos del pueblo, y la mataré. Por tanto, que implore a Zeus, el protector
de la familia; porque si he de tolerar la rebeldía de mis deudos, ¿qué podría
esperar de quienes no lo son, de los extraños?
«Quienquiera que sepa
gobernar bien a su familia, sabrá también regir con justicia un Estado. Por el
contrario, no saldrá jamás de mis labios una palabra de elogio para quien se
propase a quebrantar las leyes o pretenda imponerse a quien gobierna. Pues se
debe obediencia a aquel a quien la ciudad colocó en el trono, tanto en las
cosas grandes como en las pequeñas; en las que son justas como en las que
pueden no serlo a los ojos de los particulares. De un hombre así no puedo dudar
que sabrá mandar tan bien como ejecutar las órdenes que reciba, y cuando tenga
que afrontar el tumulto de la batalla, será un valeroso soldado que permanecerá
firme en su puesto. No hay peste mayor que la desobediencia; ella devasta las
ciudades, trastorna a las familias y empuja a la derrota las lanzas aliadas. En
cambio, la obediencia es la salvación de pueblos que se dejan guiar por ella.
Es mejor, si es preciso, caer por la mano de un hombre, que oírse decir que
hemos sido vencidos por una mujer.
CORIFEO:
En lo que nos
concierne, si la edad no nos engaña, nos parece que has estado razonable en lo
que acabas de decir.
HEMÓN:
Padre: los dioses, al
dar la razón a los hombres, les dieron el bien más grande de todos los que
existen. En cuanto a mí, no podría ni sabría decir que tus palabras no sean
razonables. Sin embargo, otros también pueden ser capaces de
decir palabras sensatas. En todo caso, mi situación me coloca en
condiciones de poder observar mejor que tú todo lo que se dice, todo lo que se
hace y todo lo que se murmura en contra tuya. EL hombre del pueblo teme
demasiado tu mirada para que se atreva a decirte lo que te sería desagradable
oír. Pero a mí me es fácil escuchar en la sombra cómo la ciudad compadece a esa
joven, merecedora, se dice, menos que ninguna, de morir ignominiosamente por
haber cumplido una de las acciones más gloriosas: la de no consentir que su
hermano muerto en la pelea quede allí tendido, privado de sepultura; ella no ha
querido que fuera despedazado por los perros hambrientos o las aves de presa.
¿No es, pues, digna de una corona de oro? He aquí los rumores que
circulan en silencio. Para mí, tu prosperidad, padre mío, es el bien más
preciado. ¿Qué más bello ornato para los hijos que la gloria de su padre, y
para un padre la de sus hijos? No te obstines, pues, en mantener como única
opinión la tuya creyéndola la única razonable. Todos los que creen que ellos
solos poseen una inteligencia, una elocuencia o un genio superior a los de los
demás, cuando se penetra dentro de ellos muestran sólo la desnudez de su alma.
Porque al hombre, por sabio que sea, no debe causarle ninguna vergüenza el
aprender de otros siempre más y no aferrarse demasiado a juicios. Tú ves que, a
lo largo de los torrentes engrosados por las lluvias invernales, los árboles
que se doblegan conservan sus ramas, mientras que los que resisten son
arrastrados con sus raíces. Lo mismo le ocurre, sea quien fuere, al dueño de
una nave: si atesando firmemente la bolina no quiere aflojarla nunca, hace
zozobrar su embarcación y navega con la quilla al aire. Cede, pues, en tu
cólera y modifica tu decisión. Si a pesar de mi juventud soy capaz de darte un
buen consejo, considero que el hombre que posee experiencia aventaja
en mucho a los demás; pero como difícilmente se encuentra a una persona dotada
de esa experiencia, bueno es aprovecharse de los consejos prudentes que nos dan
los demás.
CORIFEO:
Rey, conviene, cuando
se nos da un consejo oportuno, tenerlo en cuenta. Tú escucha también a tu
padre. ¡Tanto el uno como el otro habéis hablado bien!
CREONTE:
¿Es que a nuestra
edad tendremos que aprender prudencia de un hombre de sus años?
HEMÓN:
No, en lo que no sea
justo. Aunque sea joven, no es mi edad, son mis consejos los que hay que tener
en cuenta.
CREONTE:
¿Y tu consejo es que
honremos a los promotores de desórdenes?
HEMÓN:
Nunca te aconsejaré
rendir homenaje a los que se conducen mal.
CREONTE:
Pues esta mujer, ¿no
ha sido sorprendida cometiendo una mala acción?
HEMÓN:
No; al menos así lo
dice el pueblo de Tebas.
CREONTE:
¡Cómo! ¿Ha de ser la
ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?
HEMÓN:
¿No te das cuenta de
que acabas de hablar como un hombre demasiado joven?
CREONTE:
¿Es que incumbe a
otro que a mí el gobernar a este país?
HEMÓN:
No hay ciudad que
pertenezca a un solo hombre.
CREONTE:
Pero ¿no se dice que
una ciudad es legítimamente del que manda?
HEMÓN:
Unicamente en un
desierto tendrías derecho a gobernar solo.
CREONTE:
Está bien claro que
te has convertido en el aliado de una mujer.
HEMÓN:
Sí, si tú eres una
mujer; pues es por tu persona por quien me preocupo.
CREONTE:
¡Y lo haces,
miserable, acusando a tu padre!
HEMÓN:
Porque te veo, en
efecto, violar la Justicia.
CREONTE:
¿Es violarla hacer
que se respete mi autoridad?
HEMÓN:
Empiezas por no
respetarla tú mismo hollando los honores debidos a los dioses.
CREONTE:
¡Oh, ser impuro,
esclavizado por una mujer!
HEMÓN:
Nunca me verás ceder
a deseos vergonzosos.
CREONTE:
En todo caso, no
hablas más que en favor de ella.
HEMÓN:
Hablo por ti, por mí
y por los dioses infernales.
CREONTE:
Jamás te casarás con
esa mujer en vida.
HEMÓN:
Ella morirá, pues;
pero su muerte acarreará la de otro.
CREONTE:
¿Llega tu audacia
hasta amenazarme?
HEMÓN:
¿Es amenazarte
refutar tus poco sensatas decisiones?
CREONTE:
Insensato; vas a
pagar con lágrimas estas tus lecciones de cordura.
HEMÓN:
¿Es que quieres
hablar tú solo, sin escuchar nunca a nadie?
CREONTE:
¡Vil esclavo de una
mujer, cesa ya de aturdirme con tu charla!
HEMÓN:
Si no fueras mi
padre, diría que desvarías.
CREONTE:
¿De veras? Pues bien,
por el Olimpo, has de saber que no tendrás motivo para regocijarte por haberme
dirigido reproches ultrajantes. (Dirigiéndose a los guardianes.) ¡Qué traigan
aquí a esa mujer odiosa! ¡Que muera al instante en presencia de su prometido!
HEMÓN:
No; de ninguna manera
en mi presencia morirá. Y, en cuanto a ti, te digo que tampoco tendrás ya jamás
mi cara ante tus ojos. Te dejo desahogar tu locura con aquellos amigos tuyos
que a ello se presten.
(HEMÓN se va.)
CORIFEO:
Rey, ese hombre se ha
ido despechado y encolerizado. Para un corazón de esa edad, la desesperación es
terrible.
CREONTE:
Que se marche y que
presuma de ser todo un hombre. Jamás arrancará a esas dos muchachas de la
muerte.
CORIFEO:
¿Has decidido, pues,
matarlas a las dos?
CREONTE:
Perdonaré a la que no
tocó al muerto; tienes razón.
CORIFEO:
Y ¿de qué muerte
quieres que perezca la otra?
CREONTE:
La llevaré por un
sendero estrecho y abandonado y la encerraré viva en caverna de una roca, sin
más alimento que el mínimo necesario, que evite el sacrilegio y preserve de esa
mancha a la ciudad entera. Allí, implorando a Hades, el único dios al que ella
adora, obtendrá quizás de él escapar a la muerte, o, cuando menos, aprenderá
que rendir culto a los muertos es una cosa superflua.
(CREONTE se va.)
CORO:
Eros, invencible
Eros, tú que te abates sobre los seres de quien te apoderas y que durante la
noche te posas sobre las tiernas mejillas de las doncellas; tú, que vagabundeas
por la extensión de los mares y frecuentas los cubiles en que las fieras se
guarecen, nadie entre los Inmortales puede escapar de ti, nadie entre los hombres
de efímera existencia sabría evitarte; tú haces perder la razón al que posees.
«Hasta los corazones
de los mismos justos los haces injustos y los llevas a la ruina. Por ti acaba
de estallar este conflicto entre seres de la misma sangre. Triunfa radiante el
atractivo que provocan los ojos de una doncella, cuyo lecho es deseable, y tu
fuerza equivale al poder que mantiene las eternas leyes del mundo. Pues
Afrodita, diosa irresistible, se burla de nosotros.
(Aparece ANTÍGONA
conducida por dos centinelas y con las manos atadas.)
CORIFEO:
Y yo también ahora,
al ver lo que estoy viendo, me siento inclinado a desobedecer las leyes y no
puedo retener el raudal de mis lágrimas contemplando cómo Antígona avanza hacia
el lecho, el lecho nupcial en que duerme la vida de todos los humanos.
(Entra ANTÍGONA.)
ANTÍGONA (Saliendo
del palacio.):
¡Oh ciudadanos de mi
madre patria! ¡Vedme emprender mi último camino y contemplar por última vez la
luz del Sol! ¡Nunca lo volveré a ver! Pues Hades, que a todos los seres adormece,
me lleva viva a las riberas del Aqueronte, aun antes que se hayan entonado para
mí himnos de himeneo y sin que a la puerta nupcial me haya recibido ningún
canto: mi esposo será el Aqueronte.
CORIFEO:
Pero te vas hacia el
abismo de los muertos revestida de gloria y de elogios, sin haber sido
alcanzada por las enfermedades que marchitan ni sometida a servidumbre por una
espada victoriosa; sola entre todos los mortales, por tu propia voluntad, libre
y viva, vas a bajar al Hades.
ANTÍGONA:
Sé qué lamentable fin
tuvo la extranjera de Frigia, hija de Tántalo, que murió en la cumbre del
Sípilo. Al crecer en torno de ella como hiedra robusta, la roca la envolvió por
completo. La nieve y las lluvias, según se cuenta, no dejan que se corrompa, y
las lágrimas inagotables que brotan de sus párpados bañan los collados. El
Destino me reserva una tumba semejante.
CORIFEO:
Pero ella era diosa e
hija de un dios. En cuanto a nosotros, no somos más que mortales y seres
nacidos de padres mortales. De modo que cuando ya no vivas, no será una gloria
para ti que se llegue a decir que hasta has obtenido en la vida y en la muerte
un destino semejante al que habían recibido seres divinos.
ANTÍGONA:
¡Ay! ¡Te burlas de
mí! ¿Por qué, en nombre de los dioses paternos, ultrajarme viva sin esperar a
mi muerte? ¡Oh patria! ¡Oh muy afortunados habitantes de mi ciudad! ¡Fuentes de
Dircé y bosque sagrado de Tebas, la de los hermosos carros! ¡Sed vosotros al
menos testigos de cómo sin ser llorada por mis amigos y en nombre de qué nuevas
leyes me dirijo hacia el calabozo bajo tierra que me servirá de insólita tumba!
¡Ay, qué desgraciada soy! ¡No habitaré ni entre los hombres ni entre las
sombras, y no seré ni de los vivos ni de los muertos!
CORIFEO:
Te has dejado llevar
por un exceso de audacia, y te has estrellado contra el trono elevado de la
Justicia. Expías, sin duda, alguna falta ancestral.
ANTÍGONA:
¡Qué pensamientos más
amargos has despertado en mí al recordarme el destino demasiado conocido de mi
padre, la ruina total que cayó sobre nosotros, el famoso destino de las
Labdácidas! ¡Oh fatal himeneo materno! ¡Unión con un padre que fue el mío, de
una madre infortunada que le dio el día! ¡De qué padres, desgraciada, nací! Voy
hacia ellos ahora, desventurada, y sin haber sido esposa, voy a compartir con
ellos su mansión. Y tú, hermano mío, ¡qué unión funesta has formado! ¡Muerto
tú, me matas a mí, que vivo aún!
CORIFEO:
Es ser piadoso sin
duda honrar a los muertos; pero el que tiene la llave del poder no puede
tolerar que se viole ese poder. Tu carácter altivo te ha perdido.
ANTÍGONA:
Sin que nadie me
llore, sin amigos, sin cantos nupciales, me veo arrastrada, desgraciada de mí,
a este inevitable viaje que me apremia. ¡Infortunada, no debo ver ya el ojo
sagrado de la antorcha del Sol y nadie llorará sobre mi suerte; ningún amigo se
lamentará por mí! (Entra CREONTE)
CREONTE:
(A los guardianes que
conducen a ANTÍGONA.): -¿Ignoráis que nadie pondría término a las lamentaciones
y llantos de los que van a morir si se les dejase en libertad de entregarse a
ellos? Llevadla sin demora. Encerradla, como he dicho, en aquella cueva
abovedada. Dejadla allí sola, abandonada; que se muera, o que permanezca viva,
sepultada bajo ese techo. Nosotros quedaremos exentos de culpa, en lo que a la
joven se refiere, de la mancha de su muerte; pero lo cierto es que ella habrá
terminado de habitar con los que viven en la Tierra.
ANTÍGONA:
¡Oh sepulcro, cámara
nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme! ¡Voy a juntarme
con casi todos los míos, a quienes Perséfone ya ha recibido entre las sombras!
¡Desciendo la última y la más desgraciada, antes de haber vivido la parte de
vida que me había sido asignada! ¡Allí al menos iré nutriendo la certera
esperanza de que mi llegada será grata a mi padre (mi querido padre); grata a
ti, madre mía, y grata a ti también, hermano mío, bienamado! Mis propias manos,
después de vuestra muerte, os han lavado, os han vestido y han derramado sobre
vosotros las libaciones funerarias; y hoy, Polinice, por haber sepultado tus
restos, ¡he aquí mi recompensa! No he hecho, sin embargo, a juicio de las
personas sensatas, más que rendirte los honores que te debía. (Es verdad que si
hubiese sido madre con hijos por quienes mirar, si mi esposo hubiese estado
consumiéndose por la muerte, nunca me hubiera impuesto tal tarea en contra del
pensar de los ciudadanos. Pero ¿qué razón justifica lo que acabo de decir?
Después de la muerte de un esposo me hubiera sido permitido tomar otro esposo;
y por el hijo que hubiese perdido me hubiera podido nacer otro. Pero puesto que
tengo a mi padre y a mi madre encerrados en el Hades, ya no me puede nacer otro
hermano.) Por esta razón, ¡oh hermano mío!, te he honrado más que a nadie,
aunque a los ojos de Creonte haya cometido un crimen y realizado una acción
inaudita. Y ahora, con las manos atadas, me arrastran al suplicio sin haber
conocido el himeneo, sin haber gustado de las felicidades del matrimonio ni de
las de criar hijos. Abandonada de mis amigos, ¡desgraciada!, voy a encerrarme viva
en la caverna subterránea de los muertos. ¿Qué ley divina he podido
transgredir? ¿De qué me sirve, infortunada, elevar todavía mi mirada hacia los
dioses? ¿Qué ayuda puedo invocar, ya que el premio de mi piedad es ser tratada
como una impía? Si la suerte que me aflige es justa a los ojos de los dioses,
acepto sin quejarme el crimen y la pena; pero si los que me juzgan lo hacen
injustamente, ojalá tengan ellos que soportar más males que los que me hacen
sufrir inicuamente.
CORIFEO:
Las mismas
tempestades que agitaban su alma la atormentan aún.
CREONTE:
Por eso va a costar
lágrimas a los que la conducen con tanta lentitud.
ANTÍGONA:
¡Ay! ¡Esas palabras
vienen a anunciarme que está próximo el momento de mi, muerte!
CREONE:
No te aconsejo, en
efecto, que esperes que mis órdenes quedarán incumplidas.
ANTÍGONA:
¡Oh ciudad de mis
padres en el país tebano! Y vosotros, dioses de mis padres, ya me están
llevando. Nada espero. ¡Ved, jefes tebanos, a la última de las hijas de
vuestros reyes! ¡Ved qué ultrajes sufro y por qué manos los padezco, por haber
respetado la religión de los Muertos!
(ANTÍGONA es llevada
lentamente por los guardias; el CORO canta.) CORO:
Dánae también sufrió
una suerte semejante cuando se vio obligada a despedirse de la claridad del
cielo en su prisión de bronce; encerrada en una tumba, que fue su lecho
nupcial, fue sometida al, yugo de la Necesidad. Era, sin embargo, ¡oh hija
mía!, de ilustre origen, y en su seno conservaban esparcida en lluvia de oro la
semilla de Zeus.
«Pero el poder del Destino
es terrible, y ni la opulencia ni Ares ni las torres de las murallas ni los
obscuros navíos batidos por las olas, pueden esquivarlo.
«También fue
encadenado el hijo impetuoso de Driante, el rey de los Edones, quien, en
castigo de sus violentos arrebatos, fue encerrado por Dioniso en una prisión de
piedra. Y así purgó la terrible violencia de su exuberante locura. El reconoció
que era insensato atacar al dios con insolentes palabras, pues intentaba poner
término al delirio de las Bacantes y apagar el báquico fuego y provocó a las
Musas, amigas de las flautas.
«Viniendo de las
rocas Cianeas, entre los dos mares, se encuentran la ribera del Bósforo y la
inhospitalaria Salmideso de los tracios. Ares, adorado en estos lugares, vio la
cegadora y maldita herida que a los dos hijos de Fineo infligió su feroz
madrastra al reventar en sus ojos las órbitas odiadas, armada no de una espada,
sino con la punta de una lanzadera y con ayuda de sus manos sanguinarias. Los
desgraciados, en el paroxismo de sus dolores deploraban la desgracia de su
suerte y el fatal himeneo de la madre de la que habían nacido. Esta, sin
embargo, descendía de la antigua raza de los Eréctidas. Había crecido en los
antros lejanos en medio de las tempestades que desencadenaba su padre Bóreas; rápida
como un corcel, recorría la montaña escarpada por el hielo esta hija de los
dioses. Pero las Furias inmortales le habían hecho, blanco de sus tiros, hija
mía. ¡Silencio!
(Llega TIRESIAS de la
mano de un niño.)
TIRESIAS:
Jefes de Tebas, hemos
hecho juntos el camino, ya que el uno ve por el otro; pues los ciegos no pueden
andar sino guiados.
CREONTE:
¡Oh anciano Tiresias!
¿Qué hay dé nuevo? TIRESIAS:
Voy a decírtelo y tú
obedecerás al adivino.
CREONTE:
Nunca hasta ahora
desatendí tus consejos.
TIRESIAS:
Y por eso gobiernas
rectamente esta ciudad.
CREONTE:
Reconozco que me has
dado útiles consejos.
TIRESIAS:
Pues es preciso que
sepas que la Fortuna te ha puesto otra vez sobre el filo de la navaja.
CREONTE:
¿Qué hay? Me
estremezco al pensar qué palabras van a salir de tus labios.
TIRESIAS:
Las que vas a oír y
que los signos de mi Arte me han proporcionado. Estaba, pues, en mi viejo
asiento augural, desde donde observo todos los presagios, cuando de repente oí
extraños graznidos que con funesta furia e ininteligible algarabía lanzaban
unas aves; comprendí en seguida, por el retumbante batir de sus alas, que con
sus garras, y sus picos se despedazaban unas a otras.
Espantado, en el acto
recurrí al sacrificio del fuego sobre el altar. Pero la llama no brillaba
encima de las víctimas; la grasa de los muslos se derretía y goteaba sobre la
ceniza, humeaba y chisporroteaba; la hiel se evaporaba en el aire y quedaban
los huesos de los muslos desprovistos de su carne. He aquí, lo que me
comunicaba este niño: los presagios no se manifestaban; el sacrificio no daba
signo alguno: él es para mí un guía, como yo lo soy para otros. Y esa desgracia
que amenaza a la ciudad es por culpa tuya. Nuestros altares y nuestros hogares
sagrados están todos repletos con los pedazos que las aves de presa y los
perros han arrancado al cadáver del desgraciado hijo de Edipo. Por eso los
dioses no acogen ya las preces de nuestros sacrificios ni las llamas que
ascienden de los muslos de las víctimas; ningún ave deja oír gritos de buen
augurio, pues todas están ahítas de sangre humana y de grasa fétida. ¡Hijo mío,
piensa en todos esos presagios! Común es a todos los hombres el error; pero
cuando se ha cometido una falta, el persistir en el mal en vez de remediarlo es
sólo de un hombre desgraciado e insensato. La terquedad es madre de la
tontería. Cede, pues, ante un muerto, y no aguijonees ya al que ha dejado de
existir. ¿Qué valor supone matar a un muerto por segunda vez? Movido de mi
devoción por ti, te aconsejo bien; no hay nada más grato que escuchar a un
hombre que solamente habla en provecho nuestro.
CREONTE:
Anciano, venís todos
como arqueros contra el blanco y disparáis vuestras flechas contra mí. Y ni
siquiera me habéis ahorrado el arte adivinatorio. En cuanto a mi familia, hace
tiempo me ha expedido y vendido como una mercancía. Enriqueceos, si es eso lo
que queréis, ganad traficando con todos los metales de Sardes, con todo el oro
que hay en la India; pero jamás pondréis a Polinice en la tumba. No, aunque las
águilas de Zeus quisieran, para saciarse, llevar hasta los pies de su trono
divino los despojos de ese cadáver, ni aun en ese caso, consentiría yo por
miedo a esa muchacha que se le diese sepultura. Sé muy bien además que ningún
hombre tiene el poder de contaminar a los dioses. ¡Oh anciano Tiresias! Los
hombres más hábiles se exponen a vergonzosas claudicaciones cuando tienen como
cebo el lucro que les hace dar curso a las más vergonzosas peroratas.
TIRESIAS:
¡Ay! ¿Es que hay
alguien que sepa, hay alguien que conciba... ?
CREONTE:
¿De qué estás
hablando? ¿Qué quieres insinuar?
TIRESIAS:
Que la prudencia es
la mejor de todas las riquezas.
CREONTE:
También digo yo que
la demencia es el más grande de los males.
TIRESIAS:
Pues ése es
precisamente el mal que te aqueja.
CREONTE:
No quiero devolver a
un adivino injuria por injuria.
TIRESIAS:
Y, sin embargo, así
lo haces tachando mis predicciones de imposturas.
CREONTE:
La especie de los adivinos
es ávida de dinero.
TIRESIAS:
Y la de los tiranos
gusta de las adulaciones vergonzosas.
CREONTE:
¿Te das cuenta de que
tus palabras van dirigidas a tu rey?
TIRESIAS:
Lo sé, pues ha sido
gracias a mí cómo has salvado a la ciudad.
CREONTE:
Eres un hábil
adivino; pero te estás dando el gusto de mostrarte injusto.
TIRESIAS:
Me obligarás a decir
lo que hubiera querido guardar en mi corazón.
CREONTE:
Descúbrelo; pero
que no sea la codicia la, que te inspire.
TIRESIAS:
¿De modo que crees
verdaderamente que, al hablarte así, lo hago sólo movido por el interés.
CREONTE:
Por ningún precio,
tenlo bien entendido, cambiaré la idea.
TIRESIAS:
Pues bien, a tu vez
es preciso que sepas que las ruedas rápidas del Sol no darán, muchas vueltas
sin que un heredero de tu sangre pague su muerte otra muerte; porque tú has
precipitado ignominiosamente bajo tierra a un ser que vivía en su superficie y
le has obligado a vivir sepulcro, y por añadidura retienes aquí arriba un
cadáver lejos de los dioses subterráneos, sin honras fúnebres y sin sepultura.
Y tú no tienes derecho a hacer eso; ni tú, ni ninguno de los dioses celestes:
es un atropello que cometes; por eso las Divinidades vengadoras que persiguen
el crimen, las Erinas del Hades y de los dioses, están al acecho
para envolverte en los mismos males que tú has infligido. Y ahora mira si es la
codicia la que inspira mis palabras. Se aproxima la hora en que lamentaciones
de hombres y mujeres llenarán tu palacio. Contra, ti se concilian como enemigos
todas las ciudades en las que las aves de anchas alas, las fieras o los perros
han llevado restos despedazados de los cadáveres y un olor inmundo hasta los
hogares de esos muertos. Tales son los dardos que en mi cólera, ya
que me has irritado, he lanzado como un arquero infalible contra tu corazón, y
cuyas sangrantes heridas no podrás evitar. (Dirigiéndose a su lazarillo.) Tú,
niño, vuelve a llevarme a mi hogar. En cuanto a él que descargue su cólera en
gentes más jóvenes que yo, que aprenda a mantener su lengua más tranquila y a
acariciar en su corazón sentimientos más nobles que los que acaba de expresar
ahora.
(TIRESIAS y el niño
se retiran. El CORO está aterrado. Silencio.)
CORIFEO:
Rey: ese hombre se ha
retirado después de haber anunciado cosas espantosas, y yo he visto, desde que
cambié mis negros cabellos por, estos blancos que peino ahora, que este adivino
jamás predijo a la ciudad oráculos falsos.
CREONTE:
También yo lo sé, y
mi mente se debate en un mar de confusiones. Es duro ceder; pero no lo es menos
resistir y estrellarse contra la desgracia.
CORIFEO:
Es necesaria
prudencia, Creonte, hijo de Meneceo.
CREONTE:
¿Qué debo hacer?
Dímelo, que yo obedeceré.
CORIFEO:
Ve de prisa, saca a
la joven de su prisión subterránea y prepara una sepultura para quien permanece
al aire libre.
CREONTE:
¿Eso crees que es lo
que debo hacer? ¿Tú quieres que ceda?
CORIFEO:
Sí, rey; y lo más
pronto posible. La venganza de los dioses tiene rápido el paso, alcanza a los
males por los caminos más cortos.
CREONTE:
¡Lo siento! Con gran
pena, renuncio a mi resolución; pero, sin embargo, sigo tus indicaciones. Es
vano obstinarse en luchar contra la necesidad.
CORIFEO:
Ve, pues; corre, y no
fíes el cumplimiento de estos cuidados más que a ti mismo.
CREONTE:
Voy al instante yo
mismo. Vamos, corred, servidores, los que estáis aquí y los que no estáis;
corred con hachas en las manos hasta el lugar arbolado que veis desde aquí.
(Dirigiéndose al CORO.) Y yo, puesto que ya he cambiado de parecer, desde que
con mis manos até a Antígona, quiero ir en persona a libertarla. Me temo que no
sea lo mejor pasar la vida observando las leyes establecidas.
CORO:
Tú, a quien se honra
bajo tantos nombres diferentes; tú, orgullo de la ninfa de Cadmo, vástago de
Zeus, el del retumbante trueno; tú que proteges a la ínclita Italia y reinas en
los valles de Deméter Eleusinia patentes a todos los griegos; ¡oh Baco! Tú que
habitas en Tebas, madre patria de las Bacantes, la ciudad construida junto a
las plácidas aguas del Ismeno y cerca de los lugares en donde se fueran
sembrando los dientes del feroz Dragón: la resplandeciente luz de las antorchas
de negro humo te ha visto por encima de la roca de doble cima, en donde se
agitan las coricias ninfas, las Bacantes; te ha visto la fuente de Castalia,
cuando desde las escarpadas cumbres de hiedra tapizadas, y desde los montes de
Nisa y de las faldas donde feraces viñedos verdeguean, llegar aclamado por
divinos cantos a visitar las calles y la ciudad de Tebas, que te glorifican.
Es ésta la ciudad que
amas sobre todas las ciudades como la amaba tu madre, muerta por el rayo. Y
como hoy una plaga peligrosa amenaza a todo tu pueblo, ven y purifícalo:
franquea la cumbre del Parnaso o las olas resonantes del estrecho del Eurípilo.
¡Oh tú que diriges el coro de los astros rutilantes! tú, hijo de Zeus, que
presides los nocturnos clamores: aparece, ¡oh rey mío!, en compañía de las
Túadas, esas hijas de Naxos que, poseídas de divino delirio, pasan la noche
entera celebrándote con sus coros de danzas a ti, ¡oh soberano Iaco!, a quien
han consagrado su vida.
(Entra un MENSAJERO.)
MENSAJERO:
¡Oh vosotros que
habitáis en los alrededores del palacio de Cadmo y el templo de Anfión! No hay
vida humana que yo pueda considerar envidiable o digna de lástima mientras el
hombre exista. La Fortuna, en efecto, tan pronto ensalza al desgraciado como
abate para siempre al dichoso; nadie puede predecir el destino reservado a los
mortales. Creonte, hace poco, parecía a mi juicio digno de envidia: había
libertado de mano de sus enemigos a esta tierra cadmea; poseía un poder
absoluto, gobernaba la comarca entera, y unos hijos nobles eran ornato de su
raza. Y ahora ¡todo ha desaparecido! Cuando los hombres han perdido el objeto
de sus alegrías, yo ya no puedo afirmar que vivan, sino que los considero como
muertos que respiran. Acumula, si quieres inmensos tesoros en tu casa; vive con
toda la magnificencia de un rey; si falta la alegría, por todos esos bienes,
comparados con la verdadera dicha, no daría yo ni la sombra del humo.
CORIFEO:
¿Qué nuevo infortunio
de nuestros reyes vienes a anunciarnos?
MENSAJERO:
Han muerto, y son los
vivos los que los han hecho morir.
CORIFEO:
¿Quién ha matado?
¿Quién ha muerto? ¡Habla!
MENSAJERO:
¡Hemón ha muerto! Una
mano amiga ha derramado su sangre.
CORIFEO:
¿La mano de su padre
o bien la suya propia?
MENSAJERO:
Se mató por su mano,
enfurecido contra su padre por la muerte que había ordenado.
CORIFEO:
¡Oh adivino! ¡Tus
predicciones se han cumplido sin demora!
MENSAJERO:
Ya que así es,
conviene pensar en todo lo que puede suceder. (Se ve a EURÍDICE, que sale por
la puerta central.)
CORIFEO:
Pero veo que se
acerca la desgraciada Eurídice, la esposa de Creonte. ¿Sale del palacio porque
sabe la muerte de su hijo o por casualidad? (Entra EURÍDICE.)
EURÍDICE:
Ciudadanos todos,
aquí reunidos; he oído vuestras palabras cuando iba a salir para hacer mis
plegarias a la diosa Palas. Iba a abrir la puerta, cuando el rumor de una
desgracia doméstica hirió mis oídos. El susto me hizo caer de espaldas en
brazos de mis sirvientas, y helada de espanto me desmayé. Pero ¿qué decíais?
Repetidme vuestras palabras: no me falta experiencia en desgracias para que
pueda oír otras.
MENSAJERO:
Amada reina: te diré
todo aquello de que yo he sido testigo y no omitiré ni una palabra de verdad.
¿Para qué dulcificarte un relato que más tarde se vería que había sido falso?
La verdad es siempre el camino más derecho. Acompañaba y guiaba yo a tu esposo hacia
el sitio elevado de la llanura en donde, sin piedad y despedazado por los
perros, yacía todavía el cuerpo de Polinice. Allí, después de hacer nuestras
preces primero a la diosa de los caminos y a Plutón, para que contuviesen su
cólera y nos fueron propicios, lavamos el cadáver con agua lustral y quemamos
los restos que quedaban con ramas de olivo recién cortadas. Por fin con la
tierra natal, amontonada con nuestras manos, erigimos un túmulo elevado. Nos
encaminamos en seguida hacia ese antro de piedra, cámara nupcial de Hades, en
donde se hallaba la joven. Desde lejos uno de nosotros oyó un grito lejano y
agudos gemidos que salían de ese sepulcro privado de honras fúnebres y se lo
dijo inmediatamente al rey. El, a medida que se aproximaba, percibía acentos
confusos de una voz angustiada. De pronto, lanzando un gran grito de dolor,
profirió estas desgarradoras palabras: «¡Qué infortunado soy! ¿Habré adivinado?
¿Acaso hago el camino más triste por las sendas de mi vida? ¡Es la voz de mi
hijo la que llega a mis oídos! ¡Id, servidores, corred más de prisa, arrancad
la piedra que tapa la boca del antro, penetrad en él y decidme si es la voz de
Hemón la que oigo o si me engañan los dioses!» Atendiendo estas órdenes de
nuestro amo enloquecido, corrimos y miramos en el fondo de la tumba. Vimos a
Antígona colgada por el cuello: un nudo corredizo, que había hecho trenzando su
cinturón, la había ahorcado. Hemón, desfallecido, la sostenía, abrazado a ella
por la cintura; deploraba la pérdida de la que debía haber sido suya, y que
estaba ya en la mansión de los Muertos, la crueldad de su padre y el final
desastroso de su amor. En cuanto Creonte lo vio, lanzó un ronco gemido, entró a
la tumba y se fue derecho hacia su hijo, llamándolo y gritando dolorido:
«Desgraciado, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendías? ¡Qué desgracia te ha quitado el
juicio? Sal hijo mío; tu padre, suplicando te lo ruega». El hijo, entonces,
clava en su padre una torva mirada; le escupe a la cara, y desenvaina, sin
contestarle, su espada de doble filo y se lanza contra él. Creonte esquivó el
golpe hurtando el cuerpo. Entonces, el desgraciado, volviendo su rabia contra
sí mismo, sin soltar su espada, se la hundió en el costado, alargando los
brazos la mitad de su hoja. Dueño aún de sus sentidos, rodeo a Antígona con sus
brazos desfallecidos, y vertiendo un chorro de sangre, enrojeció las pálidas
mejillas de la doncella. ¡El desgraciado ha recibido la iniciación nupcial en
la mansión de Hades, y demostró a los hombres que la imprudencia es el peor de
los males!
(EURÍDICE,
enloquecida, se retira.)
CORIFEO:
¿Qué hemos de pensar
de esto? La reina, sin decir palabra ni favorable ni nefasta, se ha retirado.
MENSAJERO:
¡Yo también estoy
aterrado! Me figuro que, informada de la desgracia de su hijo y no considerando
decoroso prorrumpir en sollozos a la vista de la ciudad, se ha ido dentro del
palacio a anunciar a sus esclavas el luto de su casa y a rogarles que lloren
con ella. Es demasiado prudente para cometer una falta.
CORIFEO:
¡No sé, no sé! Pero
un silencio demasiado grande me hace presagiar una desgracia inminente, lo
mismo que grandes gritos me parecen inútiles.
MENSAJERO:
Vamos a enterarnos,
entrando a palacio, si su corazón irritado no disimula algún secreto designio
desconocido; porque, tienes razón, un silencio excesivo es síntoma de tristes
presagios.
(El MENSAJERO penetra
al palacio. Se ve entrar a CREONTE con un grupo de servidores: trae el cadáver
de HEMÓN.)
CORIFEO:
Pero he aquí al rey
que llega en persona; trae en sus brazos la evidente señal, si me está
permitido expresarme así, no de la desgracia ajena, sino de sus propias culpas.
(CREONTE entra con su
séquito.)
CREONTE:
¡Oh irreparables y
mortales errores de mi mente extraviada! ¡Oh vosotros que veis al matador y a
la víctima de su propia sangre! ¡Oh sentencias llenas de demencia! ¡Ah, hijo
mío: mueres en tu juventud, de una muerte prematura, y tu muerte, ¡ay!, no ha
sido causada por una locura tuya, sino por la mía!
CORIFEO:
¡Ay, qué tarde me
parece que ves la Justicia!
CREONTE:
¡Ay! ¡Por fin la he
conocido, desgraciado de mí! Pero un dios, haciendo gravitar el peso de su
enojo, descargó sobre mí su mano. ¡El me ha empujado por rutas crueles,
pisoteando mi felicidad!
¡Ay! ¡Ay! ¡Oh
esfuerzos vanamente laboriosos de los mortales! (Del interior del palacio
vuelve el MENSAJERO)
MENSAJERO:
¡Qué serie de
desgracias son las tuyas! ¡Oh mi amo! Si de una tienes la prueba innegable en
tus brazos, de otras verás el testimonio en tu palacio: pronto tendrás ocasión
de verlo.
CREONTE:
Y ¿qué males más
espantosos que los que he soportado pueden acaecerme aún?
MENSAJERO:
Tu mujer ha muerto.
La madre amantísima del difunto que lloras, ha muerto, la desgraciada, por la
herida mortal que acaba de asestarse.
CREONTE:
¡Oh abismos
inexorables de Hades! ¿Por qué, por qué consumas mi pérdida? ¡Oh tú, mensajero
de aflicciones, ¿qué otra nueva vienes a anunciarme? ¡Cuando yo estaba casi
muerto vienen a descargarme el golpe mortal! Pero ¿qué dices, amigo mío? ¿Esa
nueva noticia que me anuncias es la muerte de mi esposa; una víctima más que
añadir a la muerte de mi hijo?
MENSAJERO:
Puedes verla, pues ya
no está en el interior. (La puerta se abre y se ve el cuerpo muerto de
EURÍDICE)
CREONTE:
¡Ah, infeliz de mí!
¡Veo esta otra y segunda desgracia! ¿Qué otro fatal destino, ¡ay!, mi esposa
aún? ¡Sostengo en mis brazos a mi hijo que acaba de expirar; y ahí, ante mis
ojos, tengo ese otro cadáver! ¡Ay!, ¡oh madre infortunada! ¡Ay!, ¡oh
hijo mío!
MENSAJERO:
Ante el altar se
atravesó con un hierro agudo y cerró sus párpados, llenos de obscuridad, no sin
haber llorado sobre la suerte gloriosa de Megareo, que murió el primero, y
sobre la de Hemón; te maldijo, deseándote toda clase desgracias
y llamándote al fin el asesino de su hijo.
CREONTE:
¡Ay! ¡Ay! ¡Enloquezco
de horror! ¿Por qué no ha de haber nadie para hundirme en pleno corazón el
doble filo de una espada? De todas partes me veo sumido en la desgracia.
MENSAJERO:
Ella, al morir, sólo
a ti te imputaba su muerte y la de sus hijos.
CREONTE:
¿De
qué modo se dio muerte?
MENSAJERO:
Ella misma se hundió
una espada debajo del hígado, así que supo el deplorable fin de su hijo.
CREONTE:
¡Ay de mí! ¡Jamás se
imputen estas calamidades a otro que a mí, pues he sido yo, miserable; sí, yo
he sido quien te ha matado, es la verdad! Vamos, servidores, llevadme lejos de
aquí; ya no soy nadie, ya no existo.
CORIFEO:
Lo que solicitas es
un bien si éste puede existir cuando se sufre; mientras más cortos son los
males presentes, mejor podemos soportarlos.
CREONTE:
¡Que llegue, que
llegue cuanto antes el más deseado de mis infortunios trayendo el fin de mis
días! ¡Que venga!, ¡que llegue, que llegue para que no vea brillar otro nuevo
día!
CORIFEO:
Estos votos
conciernen al futuro; ahora es del presente del que debemos preocuparnos.
Dejemos al cuidado de aquellos que de ello tienen que cuidarse, lo demás que ha
de venir.
CREONTE:
Pero lo que deseo es
lo que en mis súplicas pido.
CORIFEO:
Por el momento no
formules ningún voto, pues ningún mortal podrá escapar a las desgracias que le
están asignadas por el hado.
CREONTE:
Llevaos, pues, y muy
lejos, al ser insensato que soy; al hombre, que, sin quererlo, te hizo morir,
¡oh hijo mío, y a ti, querida esposa! ¡Desgraciado de mí! No sé hacia quién de
estos dos muertos debo dirigir mi vista, ni a dónde he de encaminarme. Todo
cuanto tenía se ha venido a tierra y una inmensa angustia se ha abatido sobre
mi cabeza. (Se llevan a CREONTE.)
CORO:
La prudencia es con
mucho la primera fuente de ventura. No se debe ser impío con los dioses. Las
palabras insolentes y altaneras las pagan con grandes infortunios los espíritus
orgullosos, que no aprenden a tener juicio sino cuando llegan las tardías horas
de la vejez.
FIN
Sófocles
Áyax
Entre las siete tragedias de Sófocles (c. 496 - 406 a. C.) que se han
conservado completas, Áyax es una tragedia de tema homérico que por su
sencilla estructura se aproxima aún al estilo esquiliano. El héroe,
desmesurado en su demencia, aparece en pugna con los principios morales
y es víctima del pundonor y la pasión. La obra de Sófocles se ha convertido
con el curso del tiempo en el paradigma de la tragedia griega, y sobre ella
descansa en gran medida nuestra comprensión de este género y de sus
implicaciones filosóficas y religiosas. Menos poético que Esquilo, Sófocles
emplea un estilo más claro y más llano, con elegante ornamentación y
dignísima mesura, y en el diálogo despliega una animada vivacidad. Estos
valores hicieron que los griegos vieron en Sófocles la realización de su ideal
literario y que reputaran como modélicas sus tragedias.
ATENEA.
ODISEO. ÁYAX.
CORO DE MARINEROS SALAMINIOS.
TECMESA.
MENSAJERO.
TEUCRO.
MENELAO.
AGAMENÓN.
PERSONAJES MUDOS
EURISACES. PEDAGOGO.
MENSAJERO DEL EJÉRCITO.
(La acción tiene lugar en el campamento de los griegos. Odiseo está ante
la tienda de Áyax examinando unas huellas fin la arena. Atenea aparece y le
habla.)
ATENEA.— Siempre te veo, hijo de Laertes, a la caza de alguna treta para
apoderarte de tus enemigos También ahora te veo junto a la marina tienda de Ayax en
la playa —que ocupa el puesto extremo—, siguiendo desde hace un rato la pista y
midiendo las huellas recién impresas de aquél, para conocer si está dentro o no lo
está. Tu paso bien te lleva, por tu buen olfato, propio de una perra laconia. En efecto,
dentro se encuentra el hombre desde hace un instante, bañadas en sudor su cabeza y
sus manos asesinas con la espada. Y no te tomes ya ningún trabajo en escudriñar al
otro lado de esta puerta, y sí en decirme por qué tienes ese afán, para que puedas
aprenderlo de la que lo sabe.
ODISEO.— ¡Oh voz de Atenea, la más querida para mí de los dioses! ¡Qué
claramente, aunque estés fuera de mi vista, escucho tu voz y la capta mi corazón,
como el sonido de tirrénica trompeta de abertura broncínea! También en esta ocasión
me descubres merodeando al acecho de un enemigo, de Áyax, el del gran escudo. De
él, que de ningún otro, sigo el rastro desde hace rato. Pues ha cometido contra
nosotros durante esta noche una increíble acción, si es que él es el autor. Nada
sabemos con exactitud sino que estamos faltos de datos y yo me he sometido gustoso
a esta tarea.
Hemos descubierto, hace poco, destrozadas y muertas todas las reses del botín por
obra de mano humana, junto con los guardianes mismos del majadal. Todo el mundo
echa la culpa de esto a aquél. Un testigo presencial que lo vio a él solo, dando saltos
por la llanura con la espada aún chorreante, me lo cuenta y me lo muestra. Yo, al
punto, me lanzo sobre sus huellas y por algunas lo confirmo, pero estoy
desconcertado por otras y no puedo saber de quién son. Te has presentado en el
momento oportuno; pues en todo, tanto en el pasado como en el futuro, tu mano es la
que me guía.
ATENEA.— Yo ya lo sabía, Odiseo, y desde hace rato me puse en tu camino como
resuelto guardián de tu persecución.
ODISEO.—Y bien, soberana querida, ¿me afano con algún provecho?
ATENEA.— Sí, pues esas acciones son obra de este hombre.
ODISEO.— ¿Por qué descargó así su mano tan insensatamente?
ATENEA.— Vejado por el resentimiento a causa de las armas de Aquiles.
ODISEO.— ¿Y por qué arremetió contra los rebaños?
ATENEA.— Creyendo que manchaba sus manos en vuestra sangre.
ODISEO.— ¿Conque ésta era su decisión, la de ir contra los Argivos?
ATENEA.— Y, de haberme yo descuidado, hubiera sido llevada a cabo.
ODISEO.— ¿Qué clase de audacia era ésta y qué osadía de ánimo?
ATENEA.— Se lanza contra vosotros solo, durante la noche y con engaños.
ODISEO.— ¿Es que ya estuvo cerca y llegó a su meta?
ATENEA.— Sí, ya estaba junto a las puertas de los dos jefes.
ODISEO.— ¿Y cómo retuvo a su ávida mano del asesinato?
ATENEA.— Yo se lo impedí infundiéndole en sus ojos falsas creencias, de una
alegría fatal, y le dirigí contra los rebaños y el botín que, mezclado y sin repartir,
guardan los boyeros. Cayendo allí, causó la muerte a hachazos de muchos animales
cornudos rompiendo espinazos a su alrededor. Unas veces creía tener a los dos
Atridas y que los mataba con su propia mano, otras, que caía contra cualquier otro de
los generales. Y cuando nuestro hombre iba y venía preso de furiosa locura, yo le
incitaba, le empujaba a la trampa funesta.
Y luego, después que se tomó un descanso en esta faena, habiendo atado a los
bueyes que quedaban vivos y a todas las reses, los lleva a la tienda como quien lleva
a hombres y no un botín de hermosos cuernos. Y ahora, atados, en su morada los está
maltratando.
Te mostraré esta manifiesta locura para que, tras verlo, se lo cuentes a todos los
Argivos. Resiste con valor y no recibas a nuestro hombre como una calamidad. Yo
haré que las miradas de sus ojos se vuelven a otra parte e impediré que vean tu rostro.
(Dirigiéndose a la entrada de la tienda grita.) ¡Eh, tú, que atas con lazos
las manos de los prisioneros a la espalda, te invito a venir aquí! A Áyax estoy
llamando. Ven delante de la puerta.
ODISEO.— ¿Qué haces, Atenea? De ningún modo le llames afuera.
ATENEA.— ¿No vas a mantenerte en silencio y dejar de dar muestras de cobardía?
ODISEO.— No, por los dioses, pero es suficiente con que se quede en el interior.
ATENEA.— ¿Qué temes que ocurra? ¿Acaso antes no era éste un hombre?
ODISEO.— Y enemigo del hombre aquí presente por cierto, y ahora aún más.
ATENEA.— Reírse de los enemigos, ¿acaso no es la risa más grata?
ODISEO.— A mí me basta que él se quede en la tienda.
ATENEA.— ¿Temes ver cara a cara a un hombre que está loco?
ODISEO.— No le evitaría por miedo, si estuviera cuerdo.
ATENEA.— Pero es que ahora, ni aunque estés cerca, te verá.
ODISEO.— ¿Cómo, si aún ve con los mismos ojos?
ATENEA.— Yo haré que sus ojos queden oscurecidos, aun cuando esté mirando.
ODISEO.— Ciertamente, todo puede suceder si lo maquina un dios.
ATENEA.— Permanece callado y quédate como estás.
ODISEO.— Me quedo, pero hubiera querido encontrarme en otro lugar.
ATENEA.— ¡Eh tú, Áyax!, por segunda vez te llamo. ¡Qué poco caso haces, pues,
de tu aliada!
(Áyax sale de la tienda llevando en la mano el látigo ensangrentado del
que se está sirviendo.)
ÁYAX.— Te saludo, Atenea, te saludo, hija de Zeus. ¡Cuán propicia me asististe!
Por este botín te honraré con áureos despojos.
ATENEA.— Bien has hablado. Pero dime una cosa, ¿has hundido bien la espada en
el ejército argivo?
ÁYAX.— Me cabe ese orgullo y no voy a negarlo.
ATENEA.— ¿También contra los Atridas has blandido tu armado brazo?
ÁYAX.— De tal modo que no deshonrarán nunca más a Áyax.
ATENEA.— Muertos están, por lo que puedo entender de tus palabras.
ÁYAX.— Estando muertos ya, ¡que me vengan a arrebatar mis armas!
ATENEA.— Sea. ¿Qué hay, pues, del hijo de Laertes? ¿Qué destino le has
deparado? ¿O es que se te ha escapado?
ÁYAX.— ¿Me preguntas acaso dónde se encuentra ese astuto zorro?
ATENEA.— Sí, hablo de Odiseo, tu adversario.
ÁYAX.— Mi más dulce presa, oh señora, dentro está. No quiero que muera
todavía…
ATENEA.— ¿Qué le quieres hacer antes o qué mayor provecho quieres sacar?
ÁYAX.—… antes de que atado en el poste de la tienda…
ATENEA.— ¿Qué daño le infligirás al infeliz?
ÁYAX.—… enrojecidas, previamente, sus espaldas por los latigazos, muera.
ATENEA.— No maltrates así al desgraciado.
ÁYAX.— En todo lo demás deseo agradarte, Atenea, pero ése expiará con este
castigo y no con otro.
ATENEA.— Ya que tu gusto es el hacerlo, sírvete tú, pues, de tu brazo y por nada
dejes de hacer lo que piensas.
ÁYAX.— Me voy a hacerlo. Una cosa deseo de ti, que me asistas siempre como la
aliada que eres.
(Entra Áyax de nuevo en la tienda.)
ATENEA.— ¿Ves, Odiseo, cuánto es el poder de los dioses? ¿A quién te podrías
haber encontrado más previsor que este hombre o que actuara con más oportunidad?
ODISEO.— Yo, por lo menos, no conozco a nadie. No obstante, aunque sea un
enemigo, le compadezco, infortunado, porque está amarrado a un destino fatal. Y no
pienso en el de éste más que en el mío, pues veo que cuantos vivimos nada somos
sino fantasmas o sombra vana.
ATENEA.— Por eso precisamente, viendo tales cosas, nunca digas tú mismo una
palabra arrogante contra los dioses, ni te vanaglories si estás por encima de alguien o
por la fuerza de tu brazo o por la importancia de tus riquezas. Que un solo día abate y,
otra vez, eleva todas las cosas de los hombres. Los dioses aman a los prudentes y
aborrecen a los malvados.
(Atenea desaparece. Odiseo sale de escena y entra el Coro de marineros.)
CORO.
Hijo de Telamón, que tienes por trono a Salamina, la que, situada en el cercano
mar, está rodeada por él, me alegro de tu bienestar. Pero cuando una aflicción de
parte de Zeus o el vehemente y malsonante lenguaje de los Dánaos te atacan, gran
temor siento y espantado estoy como la mirada de una alada paloma.
Así también en la noche que ahora termina, incesantes murmullos nos envuelven,
referentes a tu deshonor, de que, irrumpiendo en el prado, gratísimo a los caballos,
has dado muerte a las reses y acabado con el botín que, capturado por nuestras
lanzas, aún quedaba, matándolo con el reluciente hierro.
Tales maledicientes palabras ha inventado Odiseo y las dice en los oídos de todos
y los persuade completamente. Anda murmurando de ti cosas que convencen
fácilmente, y todo el que le escucha, más que el que lo ha contado, se complace en
injuriarte en tus desgracias.
Apuntando a los espíritus grandes no puedes errar. Pero si tales cosas se dijeran
contra mí no convencerían. La envidia se desliza contra el poderoso. Sin embargo,
los pequeños sin los poderosos scm débil protección de la torre. Porque, junto a los
grandes, el pequeño perfectamente se acopla y el grande se endereza con ayuda de
los pequeños. Pero no es posible instruir a tiempo a los insensatos en estas máximas.
Tal clase de hombres son los que alborotan y nosotros, contra esto, no tenemos
fuerzas para defendernos sin ti, señor.
Cuando ahora han esquivado tu mirada, meten ruido cual bandadas de aves,
pero ante el gran buitre, si tú aparecieras de repente, tal vez por espanto, en silencio,
se agazaparían sin voz.
ESTROFA.
¿Acaso la guardadora de toros, Ártemis la hija de Zeus —¡oh tremendo rumor, oh
causa de mi deshonra!—, le impulsó contra los bueyes, propiedad de todos, de la
majada? ¿Fue por causa de alguna infructuosa victoria, o por estar decepcionada
ante los gloriosos despojos, o por haber hecho cacerías de ciervos sin ofrendas? ¿O
pudo ser Enialio el de broncínea coraza que de su lanza aliada tiene queja y venga el
ultraje con ardides nocturnos?
ANTÍSTROFA.
Nunca, por propio impulso, hijo de Telamón, te has apartado de tu razón como
para arrojarte entre rebaños. Un mal divino debe haberte llegado. Que Zeus y Febo
quieran alejar este funesto rumor de los argivos.
Y si los grandes reyes inventan calumnias y las divulgan, o proceden de la
corrompida raza de los hijos de Sísifo no mantengas por más tiempo, oh señor, tu
rostro así, en la tienda a la orilla del mar, aumentando el nefasto rumor.
EPODO.
Antes bien, álzate de la morada donde te has instalado en esta inactividad
respecto al combate que ya dura largo tiempo, inflamando tu desgracia hasta el
cielo. La insolencia de tus enemigos se lanza sin miedo a través de valles bien
expuestos a los vientos, carcajeándose todos en sus lenguas con dichos que nos
causan vivo dolor.
(Sale Tecmesa, esposa de Áyax.)
TECMESA.— Ayudantes de la nave de Áyax, el de la raza de los Erecteidas que
proceden de la propia tierra, tenemos motivos para gemir los que nos preocupamos
por la casa de Telamón lejos de ella, porque ahora el fiero, el grande, el robusto Áyax
yace afectado por turbulenta agitación.
CORIFEO.— ¿Cuál es la pesadumbre que esta noche nos ha traído en lugar de la
tranquilidad? Habla, hija del frigio Teleutante, porque tras conquistarte con su espada
y hacerte su esposa, en su amor por ti es constante el impetuoso Áyax. Por eso, no
nos darías una explicación sin conocer los hechos.
TECMESA.— ¿Cómo, pues, puedo contar un relato que es inenarrable? Te vas a
informar de un suceso que equivale a una muerte: preso de un ataque de locura,
nuestro ilustre Áyax ha quedado en esta noche deshonrado. Dentro de la tienda
puedes ver víctimas bañadas en sangre, degolladas por su mano, sacrificio de ese
hombre.
CORO.
ESTROFA.
¡Qué noticia de este fiero varón, insufrible y sin escapatoria me confirmas,
divulgada por los poderosos dáñaos y a la que un insistente rumor acrecienta!
¡Ay! ¡Siento temor ante lo que se avecina! Este hombre a la vista de todos morirá
tras haber dado muerte por frenética mano al ganado, a la vez que a los pastores que
apacientan las yeguadas.
TECMESA.— ¡Ay de mí! De allí, de allí nos vino con cautivo rebaño, de los que a
unos degollaba dentro, sobre la tierra, y a otros, rompiéndoles las costillas, los abría
en dos partes. Después cogió dos carneros de blancas patas: a uno le cortó la cabeza y
el extremo de la lengua, y los tira lejos, y al otro, erguido, lo ata a un pilar y, con una
gran correa de atar caballos, le golpea con un sonoro látigo doble, denostándole con
insultos que un dios, no un hombre, le enseñó.
CORO.
ANTÍSTROFA
Es momento ya de que cada uno, cubierto el rostro con velos, emprenda en
secreto la huida o, sentado en banco de remeros con rápido movimiento, se vaya en
la nave que surca el alta mar. ¡Qué amenazas agitan contra nosotros los dos
poderosos Atridas! Temo que, golpeado, una muerte por lapidación comparta yo con
éste, de quien un terrible destino se apodera.
TECMESA.— Ya no. Pues tras un fulgente relámpago se calma, después de
irrumpir violentamente, como el viento del Sur. Ahora, consciente, experimenta un
nuevo dolor. En efecto, el contemplar las desgracias propias, en las que nadie más ha
intervenido, causa enormes dolores.
CORIFEO.— Si ya está calmado, creo que podrá irle bien. La importancia del mal
que ya se ha ido es menor.
TECMESA.— Si alguien te permitiera elegir, ¿qué preferirías: ser feliz tú afligiendo
a los tuyos, o estar con ellos compartiendo las penas?
CORIFEO.— La que es doble, oh mujer, es mayor desgracia.
TECMESA.— Nosotros, sin estar enfermos, sufrimos más ahora.
CORIFEO.— ¿Cómo dices eso? No comprendo tus palabras.
TECMESA.— Nuestro hombre cuando se encontraba en pleno ataque disfrutaba
con las atrocidades en las que estaba inmerso, aunque a nosotros, que a su lado
estábamos en nuestro juicio, nos afligiera. Pero ahora, una vez que ha cesado y ha
vuelto en sí de su locura, él mismo está hundido por completo en un fatal
abatimiento, mientras que nosotros en nada sufrimos menos que antes. ¿Acaso,
entonces, no son dobles los males a partir de uno solo?
CORIFEO.— Te comprendo y temo que algún golpe procedente de la divinidad
llegue. Porque, ¿cómo no, si cuando está calmado no está mejor que cuando estaba
enfermo?
TECMESA.— Debes conocer que la situación es ésta.
CORIFEO.— ¿Qué principio de locura se le presentó súbitamente? Háznoslo saber
a los que compartimos sus sufrimientos.
TECMESA.— Vas a conocer todos los hechos, puesto que eres partícipe. Aquél, en
las altas horas de la noche cuando las hogueras vespertinas ya no ardían, tomó la
espada de doble filo y trataba de marcharse en una injustificada salida. Yo le increpo
y le digo: ¿Qué haces, Áyax, por qué sin ser llamado ni convocado por mensajeros ni
por trompeta alguna te lanzas a este ataque? Ahora todo el ejército duerme.
Él me dirigió pocas palabras, de las siempre repetidas: «Mujer, el silencio es un
adorno en las mujeres». Cuando lo oí, yo no proseguí y él salió solo. No puedo contar
lo que allí sucedió. Lo cierto es que entró trayendo atados juntamente toros, perros
pastores y una presa de hermosa lana. A unos los desnucaba, a otros, haciéndoles
levantar sus cabezas, los degollaba y abría en canal. A otros, atados, los maltrataba
como si de hombres se tratara, precipitándose sobre el ganado. Por último, saliendo
fuera a través de la puerta, a una sombra dirige sus palabras, en contra unas veces de
los Atridas, otras hablando de Odiseo, añadiendo a grandes carcajadas, con cuánta
arrogancia se había vengado de ellos en su ataque.
Y después de eso, irrumpiendo otra vez en su tienda con dificultad y a medida que
pasa el tiempo, va volviéndose a su juicio. Y cuando observa su tienda llena de
estragos, golpeándose la cabeza se pone a gritar y, hundido entre los despojos de los
cadáveres de la matanza de corderos, se sentó y se arrancaba con fuerza los cabellos
con la mano y con las uñas.
Durante mucho tiempo se mantuvo sin hablar; luego me amenazó con terribles
palabras, si no le manifestaba todo lo que había sucedido, y me preguntaba en qué
aprieto se encontraba metido. Y yo, amigos, temerosa, le dije todo cuanto había
hecho que yo supiera. Al punto, él prorrumpió en penosos lamentos como nunca
antes le había yo escuchado —pues siempre consideraba que tales lamentos eran
propios de un hombre cobarde y pusilánime—. Se quejaba sordamente, sin proferir
agudos gritos, como cuando un toro muge. Y ahora, expuesto ese hombre a tan
infausta suerte, sin comer, sin beber, postrado entre los rebaños muertos por su
espada, está sentado inmóvil. Es evidente que algo aciago maquina, pues eso da a
entender en sus palabras y lamentos. Mas, ¡ea, amigos!, que por este motivo me
llegué aquí, venid en mi ayuda entrando, si es que algún poder tenéis, que los que son
de este modo, con los consejos de los amigos se doblegan.
CORIFEO.— Tecmesa, hija de Teleutante, nos dices cosas terribles: que nuestro
héroe se ha enloquecido por sus males.
(Se oye dentro la voz de Ayax.)
ÁYAX.— ¡Ay de mí!
TECMESA.— Pronto, según parece, estará peor. ¿O es que no habéis escuchado a
Áyax qué grito ha lanzado?
ÁYAX.— ¡Ay, aay de mí!
CORIFEO.— Parece que el hombre está enfermo o que sufre al encontrarse con
pasados motivos de desgracias.
ÁYAX.— ¡Ay, hijo, hijo!
TECMESA.— ¡Ay de mí, infortunada! Eurísaces, por ti clama. ¿Qué está tramando?
¿Dónde estás? ¡Desdichada de mí!
ÁYAX.— A Teucro llamo, ¿dónde está Teucro? ¿Es que constantemente va a estar
saqueando, mientras yo me estoy muriendo?
CORIFEO.— El hombre parece que razona. Ea, abrid.
Tal vez adquiera un cierto respeto cuando me haya visto.
TECMESA.— Mira, abro. Te es posible ver sus acciones y cómo está él mismo.
(Abre la puerta y aparece Áyax sentado en medio de las reses muertas.)
ESTROFA 1.a
ÁYAX.— ¡Ah, mis marineros, los únicos de mis amigos, los únicos que
permanecéis fieles a una recta ley! Ved qué ola desde ha poco me envuelve,
rodeándome bajo los efectos de la sangrienta tempestad.
CORIFEO.— ¡Ah, cuán fidedignamente pareces probarlo! Se demuestra que su
acción procedió de la locura.
ANTISTROFA 1.a
ÁYAX.— ¡Ah raza protectora del arte naval! Tú te embarcaste haciendo girar el
marino remo. A ti, a ti sólo veo que puedas apartar mi desgracia. ¡Ea, degolladme!
CORIFEO.— Di palabras de buen agüero, no vayas a acrecentar el sufrimiento de
tu destino ofreciendo un mal remedio a la desgracia.
ESTROFA 2.a
ÁYAX.— ¿Ves al intrépido, al animoso, al que en destructores combates no
tembló jamás? A mí, terrible por mis manos, entre animales que no producen temor.
¡Ay de mí, motivo de irrisión! ¡Cómo he sido ultrajado!
TECMESA.— Áyax, dueño mío, te lo suplico, no digas eso.
ÁYAX.— ¿No te irás fuera? ¿No te volverás sobre tus pasos? ¡Ay, ay!
TECMESA.— ¡Oh, por los dioses, cede y sé sensato!
ÁYAX.— ¡Ay infortunado de mí, que con mi mano solté los genios vengadores y,
cayendo sobre cornudos bueyes y lustrosas cabras, derramé negra sangre!
CORIFEO.— ¿Por qué te afliges, si es por hechos ya pasados? No podría suceder
que estas cosas no fueran así.
ANTISTROFA 2.a
ÁYAX.— ¡Ah el que todo lo observas, constante instrumento de todos los males,
hijo de Laertes, el más sucio truhán del ejército! Ciertamente, para tu contento llevas
gran motivo de risa.
CORIFEO.— Con la intervención de un dios, cualquiera ríe o se lamenta.
ÁYAX.— ¡Ojalá lo viera, aun estando así de afligido, ay de mí!
CORIFEO.— Nada hables orgullosamente. ¿No ves en qué punto de desgracia
estás?
ÁYAX.— ¡Oh Zeus, padre de mis antepasados! ¿Cómo, tras destruir al muy
astuto, odioso truhán, y a los dos poderosos reyes, podría finalmente morir también
yo?
TECMESA.— Cuando esto pidas, pide también mi muerte a la vez. Pues, ¿por qué
tengo que vivir yo, si tú estás muerto?
ESTROFA 3.a
ÁYAX.— ¡Ah oscuridad que eres luz para mí! ¡Oh Érebo, que me resultas muy
luminoso! Recibidme, recibidme como habitante, recibidme. Ni a la estirpe de los
dioses ni a la de los efímeros hombres soy ya digno de mirar esperando ayuda
alguna. La poderosa diosahija de Zeus, a mí, desdichado, me atormenta. ¿Adonde
puede uno huir? ¿Adonde iré a quedarme, si nuestras cosas se consumen, amigos, y
el castigo está cerca de mí y estoy dedicado a una loca cacería? El ejército entero
podría venir a matarme a mandobles.
TECMESA.— ¡Oh desdichada! ¡Que un hombre cabal diga cosas semejantes, que
nunca antes él mismo hubiera osado!
ANTISTROFA 3.a
ÁYAX.— ¡Ah, pasos que resuenan con el ruido del mar, cuevas marítimas y prado
costero, mucho, mucho, largo tiempo ya me retenéis en torno a Troya! Pero ya no
más, ya no conservaré el aliento. ¡Sépalo esto todo el que entienda! ¡Oh vecinas
corrientes del Escamandro, favorables a los argivos! Ya no veréis a este hombre —
voy a hacer una orgullosa afirmación—, a un hombre cual Troya no ha visto ningún
otro en el ejército que vino de la tierra helénica; y ahora, en cambio, deshonrado,
yace aquí.
CORIFEO.— Yo no puedo impedírtelo y no sé cómo permitirte hablar, caído como
estás en tales desgracias.
ÁYAX.— ¡Ay, ay! ¿Quién hubiera pensado nunca que mi nombre se iba a adecuar
tan significativamente a mis males? Ahora me es posible dar ayes dos y tres veces ya
que en tales infortunios me encuentro. Mi padre, después de obtener como premio los
primeros galardones del ejército, desde esta tierra del Ida regresó a su patria con gran
gloria. Yo, sin embargo, hijo de aquél, habiendo llegado más tarde a esta misma tierra
troyana con un arrojo no inferior y habiendo rendido no menores servicios con mi
propia mano, muero así deshonrado por los argivos.
No obstante, creo estar seguro de una cosa: que si Aquiles viviera y fuera a
adjudicar a alguien con sus armas el premio del heroísmo, ningún otro que no fuera
yo se lo hubiera llevado. Pero ahora los Atridas actuaron en esto de acuerdo con un
hombre malvado, con desprecio de las hazañas de mi persona.
Y si estos ojos y la mente extraviada no se hubieran desviado de mi intención,
nunca hubieran vuelto a sentenciar así contra otro hombre. Ahora la indómita diosa
hija de Zeus, la de aterradora mirada, cuando dirigía ya mi brazo contra ellos, me
hizo fracasar, infundiéndome un rapto de locura, de suerte que en estos animales he
ensangrentado mis manos. Y aquéllos se ríen porque se han librado contra mi
voluntad. Pero, cuando es un dios el que inflige el daño, incluso el débil podría
esquivar al poderoso.
Y ahora, ¿qué debo hacer? Yo que soy claramente aborrecible a los dioses, al que
el ejército de los helenos odia, y Troya entera, así como estas llanuras, detestan…
¿Acaso atravesaré el mar Egeo en dirección a mi casa abandonando estos lugares que
nos sirven de puertos y dejando solos a los Atridas? ¿Y qué rostro mostraré cuando
me presente ante mi padre Telamón? ¿Cómo va a soportar verme, si aparezco sin
galardones, de los que él obtuvo una gran corona de gloria? No es cosa soportable.
Entonces, pues, ¿iré hacia la fortificación de los troyanos y combatiré yo solo
contra ellos sin nadie más, para hacer alguna proeza y, por último, morir? Pero de
esta manera yo daría gusto a los Atridas. No es posible esto. Tengo que buscar un
proyecto de unas características tales que evidencien a mi anciano padre, de algún
modo, que no he nacido de él para ser un cobarde. Porque vergonzoso es que un
hombre desee vivir largamente sin experimentar ningún cambio en sus desgracias.
¿Cómo puede alegrarnos añadir un día a otro y apartarnos de morir? No compraría
por ningún valor al hombre que se anima con esperanzas vanas; el noble debe vivir
con honor o con honor morir. Mi discurso por entero has escuchado.
CORIFEO.— Ninguno dirá nunca que has hablado palabras fraudulentas, Áyax,
sino de tu propio sentir. Desiste, sin embargo, y permite a los amigos que prevalezcan
sobre tu determinación y echa en olvido estas consideraciones.
TECMESA.— ¡Oh Áyax, dueño mío!, ningún mal hay mayor para los hombres que
el destino que se nos ha impuesto. Yo nací de un padre libre y poderoso y rico cual
ninguno entre los frigios. Ahora soy una esclava porque así les plugo a los dioses y,
sobre todo, a tu brazo. Por tanto, una vez que compartí tu lecho, bien miro por lo tuyo
y te imploro, por Zeus protector de nuestro hogar y por tu tálamo en el que conmigo
te uniste, que no me hagas merecedora de alcanzar dolorosa fama entre tus enemigos,
si me dejas sometida a otro.
Porque si tú mueres y, con ello, me dejas abandonada, piensa que en ese día
también yo, arrebatada a la fuerza por alguno de los argivos, juntamente con tu hijo,
tendré el régimen de vida de una esclava. Y alguno de mis amos, hiriéndome con sus
palabras, me lanzará mordaz saludo: «Ved a la esposa de Áyax, el que fue el más
poderoso del ejército, qué servidumbre soporta, en vez de ser objeto de envidia.» Así
hablará alguien y, mientras un dios a mí me maltratará, para ti y para tu linaje estas
palabras serán motivo de oprobio.
Ea, avergüénzate de abandonar a tu padre en la penosa vejez, siente respeto por tu
madre, de edad avanzada, que muchas veces implora a los dioses que vuelvas a casa
sano y salvo. Apiádate, señor, de tu hijo, si, privado del cuidado que requiere su
niñez, separado de ti, va a pasar su vida bajo tutores que no le quieran. Piensa qué
gran infortunio nos dejas a él y a mí con ello, en el caso de que mueras. Para mí no
hay ya a qué dirigir la mirada si no estás tú. Porque tú aniquilaste mi patria con tu
espada y otro sino arrebató a mi madre y al que me engendró para que, muertos,
fueran habitantes del Hades. ¿Qué patria podría tener yo que no fueras tú? ¿Qué
riqueza? En ti estoy yo completamente a salvo. Así pues, tenme también a mí en el
recuerdo: pues es preciso que el hombre recuerde, si es que algún contento ha
sentido. Un favor otro favor siempre engendra. Aquel para quien el recuerdo de un
beneficio se pierde, no podrá llegar a ser un hombre de noble linaje.
CORIFEO.— Áyax, quisiera que tú sintieras en tu ánimo la compasión que yo
siento. En ese caso aprobarías las palabras de ésta.
ÁYAX.— Y, ciertamente, obtendrá alabanza por mi parte, si sólo lo que yo ordene
se resigna a cumplir.
TECMESA.— Sea, querido Áyax, yo te obedeceré en todo.
ÁYAX.— Tráeme, pues, a mi hijo para que lo vea.
TECMESA.— En verdad que por causa de mis temores lo saqué de aquí.
ÁYAX.— ¿Mientras estaba en estos males, o qué me dices?
TECMESA.— No fuera a ser que al toparse contigo el infeliz encontrara la muerte.
ÁYAX.— ¡Esto hubiera sido digno de mi destino!
TECMESA.— En cualquier caso yo vigilé para evitarlo.
ÁYAX. —Alabo tu acción y la previsión que has tenido.
TECMESA.— Según esto, ¿en qué podría serte útil?
ÁYAX.— Permíteme hablarle y verle cara a cara.
TECMESA.— Está cerca de aquí, vigilado por los servidores.
ÁYAX.— ¿Por qué, pues, se retarda su presencia?
TECMESA.— Hijo mío, tu padre te llama. Tráelo aquí, tú, siervo, que lo guías con
tu mano.
ÁYAX.— ¿Se lo dices a uno que viene a rastras o a quien es tardo en obedecer?
TECMESA.— Aquí cerca viene ya el servidor.
(Entra un esclavo con Eurísaces. Tecmesa lo coge y lo acerca a Áyax.)
ÁYAX.— Levántalo, levántalo aquí, que no se asustará por mirar esta carnicería
recién cometida, si es que en verdad es hijo mío. Antes bien, hay que adiestrarlo en
seguida en las duras costumbres de su padre y asemejarle en su naturaleza.
¡Oh hijo, ojalá alcances a ser más feliz que tu padre y semejante a él en las demás
cosas, y no serías un cobarde! Sin embargo, ahora, por esto te envidio, por no ser
consciente de ninguna de estas desgracias. La vida más grata está en la inconsciencia
hasta que llegas a conocer las alegrías y las penas. Y cuando llegues a esto, deberás
mostrar entre los enemigos de tu padre quién eres y por quién has sido formado.
Mientras tanto, aliméntate de brisas vanas, robusteciendo tu joven vida para contento
de tu madre. Que ninguno de los Aqueos, lo sé, te humillará con hostiles ultrajes, ni
aunque estés separado de mí: tal será el protector que como guardián tuyo dejaré,
Teucro, que no descuidará tu crianza, a pesar de que ahora lejos se ha ido a la caza de
enemigos.
Pero, guerreros amigos, tropa marina, a vosotros os suplico este favor común, que
a aquél comuniquéis mi encargo de llevar a este hijo mío a mi casa y mostrárselo a
Telamón y a mi madre, a Eribea me refiero, para que llegue a ser para ellos un
constante sustento de su ancianidad hasta que alcancen los abismos del dios de los
infiernos. En cuanto a mis armas, que ni unos jueces de certámenes ni el que es mi
ruina, las expongan entre los aqueos, sino que tú mismo, hijo, Eurísaces, tomando lo
que te ha dado el nombre, sujétalo por la correa fuertemente unida haciendo girar el
indestructible escudo de siete capas. Las demás armas juntamente conmigo serán
enterradas.
(Devolviendo el niño a Tecmesa.) Pero cuanto antes recibe ya a este niño,
cierra el cuarto y no te lamentes llorando delante de la tienda. La mujer es
muy amiga de gimotear. No es de médico sabio entonar palabras de conjuros
ante un mal que hay que sajar.
CORIFEO.— Siento miedo al escuchar esta decisión. No me gusta tu tajante modo
de hablar.
TECMESA.— ¡Oh Áyax, mi señor! ¿Qué maquinas en tu corazón?
ÁYAX.— No me interrogues, no me preguntes. Bueno es ser prudente.
TECMESA.— ¡Ay, qué angustiada estoy! En nombre de tu hijo y de los dioses te
suplico, no nos traiciones.
ÁYAX.— Mucho me importunas. ¿No comprendes que yo no estoy ya obligado
por gratitud a contentar en nada a los dioses?
TECMESA.— Di palabras respetuosas.
ÁYAX.— Dilo a los que quieran oír.
TECMESA.— ¿No nos harás caso?
ÁYAX.— Estás diciendo ya demasiadas cosas.
TECMESA.— Es que estoy asustada, señor.
ÁYAX.— (A los criados.) ¿No vais a cerrar cuanto antes?
TECMESA.— ¡Ablándate, por los dioses!
ÁYAX.— Me parece que discurres como una necia, si precisamente ahora esperas
educar mi carácter.
(Áyax entra en la tienda. Tecmesa y su hijo se van.)
CORO.
ESTROFA 1.a
¡Oh ilustre Salamina!, allí donde estás eres feliz, batida por el mar, famosa desde
siempre para todos. Yo, infortunado, desde largo tiempo aguardando en el Ida,
durante incontable número de meses estoy tendido siempre en la pradera cubierta de
hierba, consumido por el tiempo, con el funesto presentimiento de que cualquier día
recorreré el horrible y oscuro camino del Hades.
ANTISTROFA 1.a
Y sentado se encuentra cerca de mí Áyax, difícil de cuidar, ¡ay de mí!, poseído de
divina locura, a quien tú en tiempos pasados enviaste poderoso en el violento Ares.
Ahora, en cambio, apacentando en la soledad sus pensamientos, manifiesta ser una
gran aflicción para los suyos. Las antiguas acciones de enorme valor de sus manos
han caído, han caído hostiles a juicio de los hostiles y miserables Atridas.
ESTROFA 2.a
Ciertamente que su madre, cargada de años y compañera de blanca ancianidad,
cuando oiga que él ha perdido la razón lanzará, desdichada, un grito de dolor, un
canto de dolor y no el lamento del quejumbroso pájaro, del ruiseñor. Más bien
entonará agudos cantos y en su pecho caerán sordos golpes producidos con sus
manos y se arrancará los cabellos de la blanca melena.
ANTISTROFA 2.a
Mejor es que se oculte en el Hades el que sufre este delirio, el que por linaje
paterno vino a ser el mejor de los Aqueos que arrostran muchos trabajos. Y ya no es
constante en sus habituales impulsos, sino que se mantiene alejado. ¡Oh infortunado
padre!, ¡qué penosa locura de tu hijo te resta por conocer: nunca destino alguno de
los Eácidas la alimentó antes que éste!
(Áyax se presenta con una espada en la mano. Por la derecha de los
espectadores entra Tecmesa con el hijo.)
ÁYAX.— El tiempo largo y sin medida saca a la luz tocio lo que era invisible, así
como oculta lo que estaba claro. Nada hay que no se pueda esperar, sino que son
doblegados, incluso, el terrible juramento y las mentes obstinadas. Yo, que hace un
momento resistía tan violentamente, cual el hierro al temple, me he sentido ablandado
en mi afilado lenguaje a causa de esta mujer. Siento compasión de dejarla viuda entre
mis enemigos, y huérfano a mi hijo.
Ea, iré a bañarme y a las praderas junto al mar para que, purificando mis
manchas, pueda evitar la terrible cólera de la diosa y, llegando allí donde encuentre
un lugar sin pisar, tras excavar la tierra, ocultaré esta espada mía, la más odiosa de las
armas, donde no sea posible que nadie la vea. ¡Que la noche y el Hades la guarden
allá abajo! Pues yo desde que la recibí en mis manos como ofrenda de Héctor, mi
peor enemigo, nunca recibí un beneficio de parte de los Aqueos. Cierto es el dicho de
los hombres: «los dones de los enemigos no son tales y no aprovechan».
Así pues, de aquí en adelante sabré ceder ante los dioses y aprenderé a respetar a
los Atridas; jefes son, por tanto hay que obedecerles, ¿por qué no? Las más terribles y
resistentes cosas ceden ante mayores prerrogativas. Y así, los inviernos con sus pasos
de nieve dejan paso al verano de buenos frutos. Y el círculo sombrío de la noche se
aparta ante el día de blancos corceles para que brille su luz. Y el soplo de terribles
vientos calma el ruidoso mar; el omnipotente sueño libera tras haber encadenado y no
te tiene por siempre aunque te haya apresado. Y nosotros, ¿no vamos a aprender a ser
sensatos? Yo, al menos, acabo de aprender que el enemigo deberá ser odiado por
nosotros hasta un punto tal que también pueda ser amado en otra ocasión, y que voy a
desear ayudar al amigo prestándole servicios en tanto que no va a durar siempre. Pues
para la mayor parte de los hombres no es de fiar el puerto de la amistad. Y por ello,
en relación con esto, todo saldrá bien. Tú, mujer, entra y suplica a los dioses que se
cumplan enteramente los deseos de mi corazón. Y vosotros, compañeros, dadme
honra en las mismas cosas que ella y comunicadle a Teucro, cuando llegue, que se
ocupe de mí, al tiempo que se porte bien con vosotros. Yo voy allí donde debo
encaminarme. Vosotros haced lo que os digo y, tal vez pronto, os enteréis de que
estoy salvado, aunque ahora sufra el infortunio.
CORO.
ESTROFA.
Me estremezco de gozo y, de alegría, me echo a volar. ¡Ió, ió, Pan, Pan! ¡Oh Pan,
Pan, que vagas por la orilla del mar, muéstrate desde la cumbre del monte Cileno,
batida por la nieve, oh señor organizador de los coros de los dioses, para que en mi
compañía impulses las danzas que se aprenden solas de Nisa y de Cnoso! Ahora me
interesa danzar y que Apolo Delio, viniendo por encima de los mares de Ícaro,
fácilmente reconocible, me asista en todo propicio.
Antrístofa.
Ares nos quitó la terrible aflicción de los ojos. ¡Ió, ió! Ahora de nuevo, ahora, oh
Zeus, es posible que la reluciente luz, anuncio de días felices, se acerque a las
veloces naves que se deslizan rápidas por el mar. Cuando Áyax se ha vuelto a olvidar
de sus males y, otra vez, cumple los ritos con toda clase de sacrificios a los dioses,
honrándoles con el mayor sometimiento.
Todo lo marchita el tiempo poderoso y nada diría yo que no pueda decirse
cuando, contra lo que podría esperarse, Áyax ha desistido de su cólera contra los
Atridas y de sus grandes querellas.
(Llega corriendo un mensajero procedente del campamento de los
griegos.)
MENSAJERO.— Amigos, quiero en primer lugar anunciaros que Teucro está entre
nosotros, que acaba de llegar de los barrancos de Misia. Al llegar junto a la tienda de
los generales, fue insultado por todos los argivos al tiempo. Pues cuando supieron que
se acercaba, le empezaron a rodear desde lejos para después, todos sin excepción,
imprecarle con insultos desde ambos lados. Le llaman hermano del loco, del que es
enemigo solapado del ejército, diciendo que no conseguirá evitar el morir destrozado
por completo a pedradas. A tal punto han llegado, que, incluso, blanden al aire en sus
manos las espadas ya desenvainadas.
La pendencia que había ido muy lejos, cesó por la mediación de las palabras de
los ancianos. Pero, ¿dónde está Ayax para que le diga esto? Es a los de mayor
autoridad a quienes debo comunicarles todo.
CORIFEO.— No está dentro. Hace poco que se ha ido, después de haber adecuado
sus nuevos planes a sus nuevas disposiciones de ánimo.
MENSAJERO.— ¡Ay, ay! El que me envió con esta misiva lo hizo demasiado tarde
o, acaso, yo me mostré calmoso.
CORIFEO.— ¿En qué se ha dejado de cumplir este cometido?
MENSAJERO.— Teucro prohibió que nuestro hombre saliera del interior de la
morada antes de que él, en persona, se encontrara presente.
CORIFEO.— Pues ya se ha ido, orientado a lo más provechoso de su plan, para
reconciliarse con los dioses por su ira.
MENSAJERO.— Estas palabras están llenas de gran insensatez, si Calcas profetiza
con clarividencia.
CORIFEO.— ¿Cómo? ¿Qué sabes tú acerca de este asunto?
MENSAJERO.— Esto sé, pues me encontraba presente. Del círculo de los
consejeros reales, sólo Calcas se levantó, lejos de los Atridas, y, colocando su mano
afablemente sobre el brazo derecho de Teucro, le dice y le encomienda que por todos
los medios, mientras dure el día que está aún luciendo, encierre a Áyax bajo el techo
de la tienda y que no le permita salir, si quiere ver a aquél vivo. Según sus palabras,
la cólera de la divina Atenea sólo le alcanzará durante este día. Porque los mortales
orgullosos y vanos caen —seguía diciendo el adivino— bajo el peso de las desgracias
que envían los dioses, como aquél que, naciendo de naturaleza mortal, no razona
después como hombre. Ése, por su parte, nada más abandonar su casa, se mostró un
inconsciente, a pesar de los buenos consejos de su padre, que le decía: «Hijo, desea la
victoria con la lanza, pero siempre con la ayuda de la divinidad.»
Pero él, de forma jactanciosa e insensata, respondía: «Padre, con los dioses,
incluso el que nada es, podría obtener una victoria. Yo, sin ellos estoy seguro de
conseguir esa fama.» Con palabras tales alardeaba.
En otra segunda ocasión, a la divina Atenea, cuando le decía, animándole, que
dirigiera la mano homicida contra los enemigos, le contestó, enfrentándosele, con
terribles e inusitadas palabras: «Señora, asiste a otros argivos, que por mi lado nunca
flaqueará la lucha». Con estas palabras, se ganó la cólera hostil de la diosa, por no
razonar como un hombre.
Pero, si vive en este día, tal vez podríamos ser sus salvadores con la ayuda de un
dios. Esto dijo el adivino y, apartándose al punto del sitio, me envía a ti con estas
órdenes para que sean cumplidas. Y si hemos llegado tarde, no vive ya aquel hombre
—si Calcas es sabio.
CORIFEO.— ¡Oh desventurada Tecmesa, ser desdichado! Ven a ver qué palabras
dice éste, pues hieren en lo vivo y no pueden alegrar a nadie.
(Sale Tecmesa de la tienda.)
TECMESA.— ¿Por qué, desventurada de mí, cuando acabo de descansar de mis
incesantes desgracias, de nuevo me levantas de mi puesto?
CORIFEO.— Escucha a este hombre, porque ha venido trayéndonos una noticia
acerca de la suerte de Áyax que me ha apesadumbrado.
TECMESA.— ¡Ay de mí! ¿Qué dices, hombre? ¿Es que estamos perdidos?
MENSAJERO.— No conozco tu suerte, pero acerca de la de Áyax, si es que está
fuera, no estoy confiado.
TECMESA.— Sí está fuera, de modo que estoy angustiada ante lo que dices.
MENSAJERO.— Teucro manda que retengamos a aquél dentro de la tienda y que no
salga solo.
TECMESA.— ¿Dónde está Teucro y por qué razón dice esto?
MENSAJERO.— Él está aquí desde hace muy poco. Piensa que esta salida de Áyax
es funesta.
TECMESA.— ¡Ay de mí, desdichada! ¿De qué hombre lo ha sabido?
MENSAJERO.— Del adivino hijo de Téstor. En este día de hoy le ocurrirá lo que le
vaya a traer muerte o vida.
TECMESA.— ¡Ay de mí, amigos!, protegedme contra un destino ineluctable.
Apresuraos vosotros para que Teucro venga cuanto antes. Vosotros, yendo unos hacia
los recodos de occidente y otros, a los del levante, tratad de hallar la fatal salida del
héroe. Me doy cuenta de que he sido engañada por este hombre y despojada del favor
de antaño. ¡Ah! ¿Qué haré, hijo? No debo quedarme sentada. Ea, iré también yo allá
hasta donde resista. Partamos, apresurémonos. No es momento de sentarse cuando
queremos salvar a un hombre que, se afana por morir.
CORIFEO.— Estoy dispuesto a salir y no lo demostraré sólo de palabra. La
prontitud de la acción se acomodará, a la vez, a la de mis pasos.
(Salen de la escena el Coro, Tecmesa y el mensajero. Ahora estamos en un
paraje solitario a orillas del mar. Se distinguen unos arbustos. Áyax entra en
escena y clava la espada en tierra con la punta hacia arriba.)
ÁYAX.— La que me ha de matar está clavada por donde más cortante podrá ser, si
alguno tiene, incluso, la calma de calcularlo. Es un regalo de Héctor, el que me es el
más aborrecible de mis huéspedes, y el más odioso a mi vista. Está hundida en tierra
enemiga, en la Tróade, recién afilada con la piedra que roe el hierro. Yo la he fijado
con buen cuidado, de modo que, muy complaciente para este hombre, cuanto antes le
haga morir. Y así bien equipados vamos a estar.
Después de estos preparativos, tú el primero, ¡oh Zeus!, como es justo,
socórreme. No te pido alcanzar un gran privilegio: que envíes un mensajero que lleve
la noticia fatal a Teucro, a fin de que él, el primero, me levante, cuando haya caído en
esta espada, con la sangre aún reciente, y no suceda que, reconocido antes por alguno
de mis enemigos, me dejen expuesto, presa y botín de perros y aves de rapiña. Esto es
lo que te suplico, oh Zeus, y a la vez invoco a Hermes, el que conduce al mundo
subterráneo, que bien me haga dormir, después que, sin convulsiones y en rápido
salto, me haya traspasado el costado con esta espada.
Invoco también en mi ayuda a las siempre vírgenes, que sin cesar contemplan los
sufrimientos de los mortales, a las augustas Erinis, de largos pasos, para que sepan
cómo yo perezco, desdichado, por culpa de los Atridas. ¡Ojalá los arrebaten a ellos,
malvados, del peor modo, destruidos por completo, igual que ven que yo caigo
muerto por mi propia mano! ¡Así perezcan aniquilados por sus más queridos
familiares! Venid, rápidas y vengadoras Erinis, hartaros, no tengáis clemencia con
ninguno del ejército.
Y tú también, oh Sol, que el inaccesible cielo recorres en tu carro, cuando veas mi
tierra patria, sujeta la rienda dorada y anuncia mi desgracia y mi destino a mi anciano
padre y a mi desgraciada madre. De seguro que la infeliz, cuando oiga esta noticia, un
gran gemido lanzará por toda la ciudad. Pero no es provechoso lamentarse en vano de
estas cosas, sino que hay que poner manos a la obra cuanto antes.
¡Oh Muerte, Muerte!, ven ahora a visitarme. Pero a ti también allí te hablaré
cuando viva contigo, en cambio a ti, oh resplandor actual del brillante día, y a ti, el
auriga Sol, os saludo por última vez y nunca más lo haré de nuevo. ¡Oh luz, oh suelo
sagrado de mi tierra de Salamina!, ¡oh sede paterna de mi hogar, ilustre Atenas y raza
familiar!, ¡oh fuentes y ríos de aquí, llanura Troyana!, a vosotros os hablo y os digo
adiós, ¡oh vosotros que habéis sido alimento para mí! Esta palabra es la última que os
dirijo, las demás se las diré a los de abajo en el Hades.
(Áyax se lanza sobre la espada y muere. Queda oculto entre la maleza.
Entra el Coro buscando a Áyax. Viene dividido en dos semicoros.)
Primer Semicoro.
La angustia arrastra angustia sobre angustia. Pues ¿por dónde, por dónde, por
dónde no he pasado yo? Ningún lugar sabe socorrerme. Atención, atención, de nuevo
oigo un ruido.
Segundo Semicoro.
De nosotros, tus compañeros de la nave.
Primer Semicoro.
¿Y qué, pues?
Segundo Semicoro.
Está explorado todo el lado occidental de las naves.
Primer Semicoro.
¿Has obtenido…?
Segundo Semicoro.
Enorme fatiga y nada nuevo a la vista.
Primer Semicoro.
Pero tampoco el hombre se ha aparecido por parte alguna en la ruta del Oriente.
CORO.
ESTROFA.
¿Quién, quién entre los afanados pescadores que sin descanso hacen su pesca, o
cuál de las diosas del Olimpo, o de los ríos que corren al Bosforo, si en alguna parte
ha visto errante al de fiero corazón, podría decírmelo a voces? Es terrible que yo,
que ando errante con grandes fatigas, no pueda llegar junto a él en un recorrido
favorable y no pueda ver dónde está ese hombre de descarriada mente.
(Se oyen lamentos detrás de los matorrales.)
TECMESA.— ¡Ay de mí, ay!
CORIFEO.— ¿De quién es ese grito cercano que ha partido del bosque?
TECMESA.— ¡Ah, desdichada!
CORIFEO.— Reconozco a la infeliz mujer conquistada por la lanza, a Tecmesa,
profundamente afectada, a juzgar por este lamento.
(Aparece Tecmesa.)
TECMESA.— ¡Estoy perdida, estoy muerta, destrozada, amigos!
CORO.
¿Qué sucede?
TECMESA.— Áyax yace aquí, se nos acaba de sacrificar atravesado por la espada
que está oculta.
CORO.
¡Ay de mi regreso! ¡Ay, has matado a la vez, oh señor, a este compañero de
travesía, oh desgraciado de mí! ¡Oh desdichada mujer!
TECMESA.— Estando éste como está, hay motivo para dar ayes.
CORIFEO.— ¿Y por mano de quién el desdichado lo llevó a cabo?
TECMESA.— Él mismo por sí mismo. Es evidente: la espada sobre la que ha caído,
clavada por él en tierra, lo manifiesta.
CORO.
¡Ay, qué desgracia la mía! Por lo visto tú solo te has dado muerte, sin protección
de amigos. Y yo, sordo a todo, sin enterarme de nada, me despreocupé. ¿Dónde,
dónde yace el obstinado Ayax, de funesto nombre?
TECMESA.— No está para ser visto. Yo lo cubriré con este manto que le abarca por
completo, ya que nadie, ni siquiera un amigo, podría soportar verle expulsando negra
sangre por las narices y de su mortal herida por su propio suicidio. ¡Ay de mí! ¿Qué
haré? ¿Quién de tus amigos te levantará? ¿Dónde está Teucro? ¡Qué a punto vendría,
si llegara, para ayudarme a enterrar a su hermano! Aquí yaces muerto, ¡oh
infortunado Áyax!, siendo cual eres. ¡En qué estado te encuentras, que te hace
merecedor de alcanzar lamentos, incluso, de tus enemigos!
CORO.
ANTÍSTROFA.
¡Desventurado! Al final ibas, ibas a cumplir, por tu obstinado corazón, tu fatal
destino de inmensos males. ¡Qué odiosas quejas exhalabas, corazón cruel, contra los
Atridas de día y de noche, con funesto sentimiento! ¡Grande en desgracias fue aquel
día desde el principio, cuando tuvo lugar un certamen de valor por las armas!
TECMESA.— ¡Ay de mí!
CORIFEO.— Llega a tus entrañas una auténtica aflicción.
TECMESA.— ¡Ay, ay de mí!
CORIFEO.— Nada me asombra que doblemente te lamentes, mujer, cuando acabas
de perder tal ser querido.
TECMESA.— A ti te es posible imaginarlo, pero en mí hay un desmesurado
sentimiento.
CORO.
Lo confirmo.
TECMESA.— ¡Ay de mí, hijo! ¡Hacia qué yugos de esclavitud nos encaminamos,
qué clase de protectores nos vigilan!
CORO.
¡Ah! En tu aflicción has nombrado inenarrables hechos de los dos implacables
Atridas. Pero, ¡ojalá lo impida la divinidad!
TECMESA.— ¡No se habría llegado a esta situación sin la colaboración de los
dioses!
CORIFEO.— Pesada, por encima de nuestras fuerzas, es la carga que nos han
impuesto.
TECMESA.— Palas, la terrible diosa hija de Zeus, ha causado, sin embargo, tal
dolor para agrado de Odiseo.
CORO.
Sin duda que el muy osado varón se ensoberbece en su sombrío corazón y ríe por
estos frenéticos males con estentórea carcajada, ¡ay, ay!, y juntamente los dos
soberanos Atridas al escucharlo.
TECMESA.— Pues bien, ¡que ellos se rían y se regocijen con las desgracias de
éste! Que, tal vez, aunque no le echaban de menos mientras vivía, le lamenten muerto
por la necesidad de su lanza. Los torpes no conocen lo valioso, aun teniéndolo en sus
manos, hasta que se lo arrebatan.
Su muerte me es amarga, en la medida que es dulce para aquéllos y, para él
mismo, es agradable. Lo que deseaba obtener lo ha conseguido para sí: la muerte que
quería. ¿Por qué, en ese caso, podrían reírse de él? A los dioses concierne su muerte,
no a aquéllos, no. Según eso, que se jacte Odiseo con argumentos vanos. Áyax no
existe ya para ellos, se ha ido dejándome penas y lamentos.
(Tecmesa sale. Se oyen los lamentos de Teucro antes de que aparezca en
escena.)
TEUCRO.— ¡Ay de mí, ay!
CORIFEO.— Silencio. Me parece estar oyendo la voz de Teucro, que deja oír un
canto acorde con esta desgracia.
(Aparece Teucro.)
TEUCRO.— ¡Oh muy querido Áyax! ¡Oh rostro fraterno para mí! ¿Es verdad que
has sucumbido como el rumor asegura?
CORIFEO.— El héroe ha perecido, Teucro, entérate.
TEUCRO.— ¡Ay de mí! ¡Cruel es, pues, mi suerte!
CORIFEO.— Como que estando así las cosas…
TEUCRO.— ¡Ah, desgraciado de mí, desgraciado!
CORIFEO.—… hay razón para gemir.
TEUCRO.— ¡Oh impetuoso sufrimiento!
CORIFEO.— Excesivo, en verdad, Teucro.
TEUCRO.— ¡Ah, infortunado! ¿Qué es de su hijo? ¿Dónde se encuentra en la tierra
de Troya?
CORIFEO.— Está solo junto a las tiendas.
TEUCRO.— ¿No lo traerás cuanto antes aquí, no sea que alguno con malas
intenciones lo arrebate como a un cachorro de leona sin protección? Ve, apresúrate,
socórrele. Todos suelen reírse de los muertos tan pronto como están caídos.
CORIFEO.— Ciertamente que cuando aquel varón aún vivía, Teucro, encargó que
te cuidaras de él como lo estás haciendo.
TEUCRO.— ¡Oh el más doloroso, para mí, de cuantos espectáculos he
contemplado con mis ojos, y camino, de todos los caminos, el que más ha afligido mi
alma, el que ahora he hecho, oh queridísimo Áyax, lanzándome a seguir tu rastro, una
vez que me enteré de tu muerte! La noticia acerca de ti rápidamente, como si fuera de
una divinidad, corrió a través de todos los Aqueos: que habías muerto. Yo,
desdichado, al oírlo, mientras estaba ausente, gemía y ahora, al verte, me muero. ¡Ay!
(A un esclavo.) Ea, descúbrelo para que vea la desgracia en todo su
alcance. ¡Oh rostro terrible de contemplar y de cruel audacia, cuántas
amarguras siembras en mí con tu muerte! ¿Adonde me es posible ir, a qué
mortales, ya que no te serví de ayuda en tus dolores? ¡Sí que me va a recibir
con buena cara y propicio Telamón, tu padre a la vez que mío, cuando llegue
sin ti! Y ¿cómo no?, si a él ni en la prosperidad le es natural una agradable
sonrisa. ¿Qué guardará, qué insulto no dirá al bastardo nacido de una
cautiva enemiga, al que te ha traicionado por temor y por cobardía, a ti, muy
querido Áyax, acaso con engaños, para obtener tus privilegios y tu palacio,
una vez muerto? Tales cosas dirá ese hombre iracundo, pesaroso en su vejez,
que por nada se encoleriza y llega hasta la disputa.
Y, finalmente, seré desterrado, echado del país, mostrándome en habladurías
como un esclavo, en lugar de como un hombre libre. Tales cosas me aguardan en mi
patria. Y en Troya tengo muchos enemigos y pocas ayudas, y todo esto lo he
encontrado con tu muerte, ¡ay de mí! ¿Qué haré? ¿Cómo te arrancaré de esta cortante
espada de resplandeciente filo, desdichado, por la cual has perecido? ¿Has visto cómo
al cabo del tiempo iba Héctor, incluso muerto, a matarte?
Considerad, por los dioses, la suerte de estos dos hombres: Héctor, sujeto al
barandal del carro por el cinturón con el que precisamente fue obsequiado por éste,
fue desgarrándose hasta que expiró. Y éste, que poseía este don de aquél, ha perecido
en mortal caída por causa de la espada. ¿No es Erinis, acaso, la que forjó esta espada
y Hades, fiero artesano, lo otro? Yo, ciertamente, diría que éstas, así como todas las
cosas, las traman siempre los dioses para los hombres. Y para quien estos
pensamientos no sean aceptables en su creencia, que él se conforme con los suyos y
yo con éstos.
CORIFEO.— No te extiendas demasiado, antes bien, piensa en seguida cómo
enterrarás al hombre y qué vas a decir. Pues veo un enemigo, y tal vez venga a reírse
de nuestras desgracias, cual haría un malvado.
TEUCRO.— ¿Quién es el guerrero del ejército que ves?
CORIFEO.— Menelao, en cuyo provecho emprendimos esta travesía.
TEUCRO.— Ya veo, pues de cerca no es difícil reconocerlo.
(Entra Menelao con su séquito.)
MENELAO.— ¡Eh, tú, te ordeno que no entierres ese cadáver con tus manos, sino
que lo dejes como está!
TEUCRO.— ¿Con qué objeto has malgastado tantas palabras?
MENELAO.— Porque así nos parece bien a mí y al que manda el ejército.
TEUCRO.— ¿Y no podrías decir qué razón invocáis?
MENELAO.— Que, habiendo creído traernos de la patria con él a un aliado y
amigo de los aqueos, nos hemos encontrado, tras una prueba, a alguien peor que los
frigios, un hombre que, tras maquinar la destrucción para todo el ejército, salió por la
noche a sembrar la muerte con su espada. Y, si uno de los dioses no hubiera
amortiguado este intento, seríamos nosotros los que yaceríamos muertos de la peor de
las muertes, cual el destino que ése ha obtenido, mientras que él estaría vivo. Pero un
dios cambió el rumbo de su insolencia para hacerla recaer en carneros y rebaños.
Por ello, ningún hombre existe con tanto poder como para enterrar en la sepultura
su cuerpo, sino que, abandonado en la parda arena, será pasto para las marinas aves.
Y, ante esto, no te exaltes en cólera terrible; pues, si estando vivo no fuimos capaces
de dominarle, lo haremos por completo ahora que está muerto, aunque tú no quieras,
controlándole en nuestras manos.
Nunca quiso escuchar mis palabras cuando vivía. Y en verdad que es propio de un
malvado el que, como hombre del pueblo, no tenga en nada el obedecer a los que
están al frente. En efecto, en una ciudad donde no reinase el temor, nunca se llevarían
las leyes a buen cumplimiento, ni podría ser ya prudentemente guiado un ejército, si
no hubiera una defensa del miedo y del respeto. Y es preciso que el hombre, aunque
sea corpulento, crea que puede caer, incluso por un pequeño contratiempo. Quien
tiene temor y, a la vez, vergüenza sabe bien que tiene salvación. Y donde se permite
la insolencia y hacer lo que se quiera, piensa que una ciudad tal, con el tiempo caería
al fondo, aunque corrieran vientos favorables. Que tenga yo también un oportuno
temor, y no creamos que, si hacemos lo que nos viene en gana, no lo pagaremos a
nuestra vez con cosas que nos aflijan.
Alternativamente llegan las situaciones. Antes era éste el fiero insolente, y ahora
soy yo, a mi vez, el que estoy engreído y te mando que no des sepultura a éste para
que no caigas tú mismo en la tumba, si lo haces.
CORIFEO.— Menelao, después de haber dado sabias sentencias, no seas luego tú el
insolente con los muertos.
TEUCRO.— Nunca, varones, me podré extrañar de que un hombre que no haya
sido nada en sus orígenes después cometa faltas, cuando los que parecen haber nacido
nobles yerran con tales razones en sus discursos. ¡Ea, dilo otra vez desde el principio!
¿Es que afirmas tú que trajiste a este hombre aquí por haberlo elegido como aliado de
los aqueos? ¿No se embarcó espontáneamente, siendo como era dueño de sí mismo?
¿Con qué razón eres tú el jefe de éste? ¿Con qué razón te permites mandar sobre unas
tropas que él trajo de su patria?
Has llegado como rey de Esparta, no como soberano nuestro. Nunca ha sido
establecida una norma de autoridad, según la cual dispusieras tú sobre él más que él
sobre ti. Has navegado aquí en calidad de lugarteniente de los demás, no de general
de todos como para mandar alguna vez sobre Áyax. Así que da órdenes a los que
gobiernas y repréndeles a ellos con las altivas palabras; que a éste, ya ordenes tú que
no, ya lo haga otro general, yo lo pondré en una tumba con todo derecho sin temor a
tu lengua. Porque él no entró en campaña por causa de tu mujer, como los que están
llenos de agobio por doquier, sino por los juramentos a los que estaba ligado. Y para
nada lo hizo por ti, pues no tenía en cuenta a los don nadies.
Para refutar esto, ven aquí con más heraldos y con el general en jefe. No me
volvería yo por el ruido que hagas, mientras seas cual precisamente eres.
CORIFEO.— No me gusta tampoco un lenguaje así en las desgracias. Las palabras
duras, aunque estén cargadas de razón, muerden.
MENELAO.— El arquero parece no razonar con humildad.
TEUCRO.— No he adquirido un arte mezquino.
MENELAO.— Grande sería tu jactancia, si tomaras un escudo.
TEUCRO.— Incluso desarmado me defendería de ti, aunque tú tuvieras armas.
MENELAO.— ¡A qué terrible valor da aliento tu lengua!
TEUCRO.— Con la razón de mi parte, es posible mostrarse orgulloso.
MENELAO.— ¿Es que es justo portarse bien con el hombre que me ha matado?
TEUCRO.— ¿Que te ha matado? Extraño es, en verdad, lo que dices, si vives
después de muerto.
MENELAO.— Un dios me puso a salvó, pues por éste estaría muerto.
TEUCRO.— No deshonres, pues, a los dioses, si has sido salvado por ellos.
MENELAO.— ¿Es que yo estoy reprobando las leyes de los dioses?
TEUCRO.— Sí, si impides enterrar a los muertos con tu presencia.
MENELAO.— Yo mismo lo impido a los que son mis propios enemigos. Pues no es
decoroso.
TEUCRO.— ¿Es que Áyax se colocó frente a ti como tu enemigo?
MENELAO.— Nuestro odio era mutuo y tú lo sabías.
TEUCRO.— Porque fuiste descubierto como un ladrón amañador de votos contra
él.
MENELAO.— Por los jueces, que no por mí, se vio en eso frustrado.
TEUCRO.— Tú podías a escondidas haber hecho hábilmente muchas acciones
perversas.
MENELAO.— Esta acusación va contra algún otro para su tormento.
TEUCRO.— No mayor, a lo que parece, que el que causaremos nosotros.
MENELAO.— Sólo una cosa te diré: a éste no se le va a enterrar.
TEUCRO.— Tú, a tu vez, escucha: a éste se le enterrará.
MENELAO.— En una ocasión, ya conocí yo a un hombre osado en sus palabras
que animaba a los marineros a navegar en medio del mal tiempo. Su voz, en cambio,
no la hubieras encontrado cuando estaba en lo peor de la tempestad, sino que, oculto
por su manto, se dejaba pisotear por cualquiera de los marineros. Así también,
respecto a ti y a tu fiera boca, tal vez un gran huracán que sople desde una pequeña
nube podría ahogar tu incesante griterío.
TEUCRO.— Yo también he visto a un hombre lleno de insensatez que se
comportaba insolentemente con ocasión de las desgracias de los que le rodeaban.
Entonces, observándolo alguien parecido a mí y semejante en su carácter, le dijo lo
siguiente: «¡Oh hombre, no te comportes mal con los muertos. Si lo haces sabe que te
dolerás!» Así amonestaba, a la cara, al malhadado varón. Le estoy viendo y me
parece que no es otro que tú. ¿Acaso he hablado enigmáticamente?
MENELAO.— Me voy. Sería una vergüenza que alguien se enterara de que castigo
con palabras a quien es posible someter por la fuerza.
TEUCRO.— Vete, entonces. También para mí sería muy vergonzoso escuchar a un
hombre necio que dice palabras desagradables.
(Sale Menelao.)
CORO.
Habrá una contienda de gran porfía. Ea, Teucro, apresurándote cuanto puedas,
lánzate a buscar una oquedad profunda para éste, y allí ocupará su sombría tumba
de eterno recuerdo para los hombres.
(Entra Tecmesa acompañada de su hijo.)
TEUCRO.— Ciertamente en el momento oportuno se presentan aquí el hijo y la
mujer de este hombre para cuidar de la sepultura de este desventurado cadáver. ¡Oh
hijo, acércate aquí, colócate a su lado y, como suplicante, toca al padre que te
engendró! Siéntate implorante, teniendo entretanto en tus manos cabellos míos, de
éste y, en tercer lugar, tuyos, tesoro del suplicante. Y, si algún guerrero te apartara por
la fuerza de este cadáver, que, como criminal, sea arrojado por las malas de esta
tierra, insepulto, extinguido todo su linaje desde la raíz, así como yo corto este rizo.
Tenlo, oh niño y cuídalo, y que nadie te mueva, antes bien, arrodillándote, sujétate a
él. Y vosotros, no estéis parados a su lado como mujeres, en lugar de como hombres,
y socorredle hasta que yo vuelva de ocuparme de la sepultura para éste, aunque nadie
me lo permita.
CORO.
ESTROFA 1.a
¿Cuál será el último? ¿Para cuándo se terminará el número de los errantes años
que me trae, constantemente, la desgracia sin fin de las fatigas marciales en la
espaciosa Troya, afrenta infortunada de los helenos?
ANTISTROFA 1.a
¡Ojalá antes se hubiera sumergido en el amplio cielo o en el Hades, común a
todos, aquel hombre que mostró a los helenos la guerra de odiosas armas que a
todos afecta! ¡Oh infortunios creadores de infortunios nuevos! Ella fue la que
empezó a destruir a los hombres.
ESTROFA 2.a
Aquélla no me concedió que me acompañara la satisfacción de las coronas ni de
las profundas copas, ni el dulce sonido de las flautas, desdichado, ni pasar la noche
en suave reposo. De los amores, de los amores me apartó, ¡ay de mí! Y yazco así,
desamparado, empapados mis cabellos siempre por abundantes rocíos, recuerdos de
la funesta Troya.
ANTISTROFA 2.a
Antes yo tenía en el aguerrido Ayax una defensa del incesante temor nocturno.
Pero ahora él está entregado a un odioso destino. ¿Qué goce, qué goce aún me
queda? ¡Ojalá estuviera allí donde me protegiera el promontorio cubierto de bosque
y bañado por el mar, al pie de la alta meseta de Sunion, para saludar a la sagrada
Atenas!
(Teucro entra en escena.)
TEUCRO.— Me he dado prisa al ver venir hacia aquí al jefe Agamenón. Es
evidente que contra mí va a desatar su infausta lengua.
(Entra Agamenón.)
AGAMENÓN.— ¿Eres tú el que te atreves a proferir impunemente —según me
dicen— terribles palabras contra mí? A ti me dirijo, al hijo de la esclava. En verdad
que te jactarías con mucho orgullo y andarías muy estirado, si de una madre noble
hubieras nacido, ya que, no siendo nada, nos has hecho frente defendiendo a quien
nada era y has afirmado solemnemente que nosotros no hemos venido como
generales ni como almirantes de los aqueos ni de ti, sino que, según tú dices, Áyax se
embarcó mandando sobre sí mismo.
¿No son grandes afrentas para escuchar de esclavos? ¿Por qué clase de hombre
has dado esos arrogantes gritos? ¿Adónde ha ido él o en dónde ha estado que yo no
estuviera? ¿Es que no tienen los aqueos más guerrero que éste? Cruel fue el concurso,
al parecer, que proclamamos entonces entre los argivos por las armas de Aquiles, si
por doquier vamos a aparecer como malvados según Teucro, y si no va a bastar ni el
que quedéis vencidos para que os sometáis a lo que a la mayoría de los jueces pareció
bien, sino que siempre los que habéis perdido nos vais a asaetear con insultos o a
agredir con traición.
Como resultado de esta conducta, sin embargo, nunca se podría llegar a establecer
ninguna ley, si rechazamos a los que con justicia han vencido y llevamos adelante a
los que están atrás. ¡Hay que impedir eso! No son los más seguros los hombres
grandes y de anchas espaldas, sino que en todas partes vencen los que razonan
prudentemente. A un buey de anchos costados con un pequeño látigo, sin embargo, se
le conduce derecho en su camino. Y yo veo que este remedio a no tardar te convendrá
a ti, si no adquieres algo de juicio. Porque, no existiendo ya ese hombre, sino que es
ya una sombra, te insolentas con arrojo y te expresas audazmente. ¿No te harás
razonable? Y si te das cuenta de quién eres por tu origen, ¿no traerás aquí a algún otro
hombre, a uno libre, para que ante nosotros defienda tu causa en tu lugar? Yo no te
comprendería cuando hablases, pues no conozco la lengua bárbara.
CORIFEO.— ¡Ojalá tuvierais vosotros dos la inteligencia de ser sensatos! Nada
mejor que esto puedo deciros.
TEUCRO.— ¡Ay! ¡Cuán rápidamente se pierde para los mortales el agradecimiento
al que ha muerto! ¿Puede ser considerado una traición el que este hombre ya no
guarde de ti ni un pequeño recuerdo en sus palabras, Áyax, por quien tantas veces tú
te has esforzado exponiendo tu vida con la lanza? ¡Todas estas cosas dejadas de lado
se han desvanecido! ¡Oh tú, que acabas de decir muchas e insensatas palabras!, ¿no te
acuerdas ya cuando, en cierta ocasión en que vosotros estabais encerrados dentro de
vuestros muros, reducidos ya a la nada en la fuga del ejército, éste, yendo él solo, os
salvó, a pesar de estar ardiendo ya el fuego en torno a las cubiertas extremas de los
barcos y de que Héctor estaba a punto de saltar desde arriba por encima de los fosos a
las naves? ¿Quién lo impidió? ¿No fue éste el que lo hizo, de quien tú dices que
nunca puso el pie donde tú no estuvieras? ¿Es que para vosotros no lo hizo según
debía?
¿Y cuando otra vez él, en persona, porque le tocó en suerte y no por haber sido
mandado, se enfrentó solo a Héctor, también solo, echando ante todos no la bola que
desertara, un grumo de húmeda tierra, sino la que iba a saltar en primer lugar del
yelmo de hermoso penacho? Él era quien hacía estas hazañas y yo a su lado, el
esclavo, el nacido de madre bárbara.
¡Desdichado! ¿Adonde podrías mirar al pronunciar tus palabras? ¿Es que no sabes
que el legendario Pélope, el que fue padre de tu padre, era bárbaro, un frigio; que
Atreo, el que, a su vez, te engendró, ofreció a su hermano el más impío banquete, el
de sus propios hijos; que tú mismo has nacido de una madre cretense, y que,
sorprendiendo en brazos de ella a un hombre extranjero, su propio padre la hizo
arrojar a los mudos peces como pasto? Y siendo de tal clase, ¿me haces reproches
sobre mi origen, a mí que he nacido de mi padre Telamón, aquel que, por sobresalir
en el ejército por su valor, obtuvo a mi madre como esposa, la que era por su
nacimiento princesa, hija de Laomedonte? Se la ofreció como escogido regalo el hijo
de Alcmena.
Si he nacido así noble, de padre y madre nobles, ¿podría acaso deshonrar al que
es de mi sangre, al que en tan gran miseria yace y a quien tú ahora quieres arrojar
insepulto? ¿Y no te avergüenzas de decirlo? Pues bien, entérate de esto: si echáis a
éste a alguna parte tendréis que echarnos a la vez a nosotros tres, muertos, a su lado.
Porque es evidente que es más honroso para mí morir esforzándome en defensa de
Áyax, que por tu mujer, o ¿por la de tu hermano he de decir? Ante esto, atiende no a
mi interés, sino al tuyo, puesto que, si me ofendes en algo, preferirás algún día haber
sido, incluso, cobarde conmigo a valiente.
(Entra Odiseo.)
CORIFEO.— Soberano Odiseo, sabe que has llegado muy oportunamente, si te
presentas no para complicar las cosas, sino para resolverlas.
ODISEO.— ¿Qué ocurre, guerreros? Desde lejos oí el griterío de los Atridas sobre
el cadáver de este valiente.
AGAMENÓN.— ¿Acaso no estábamos escuchando hace muy poco, rey Odiseo,
palabras muy ultrajantes en boca de este hombre?
ODISEO.— ¿Cuáles? Porque yo soy indulgente con el hombre que lanza palabras
injuriosas cuando también él las oye.
AGAMENÓN.— Oyó afrentas, porque él hacía lo mismo contra mí.
ODISEO.— ¿Y qué hizo contra ti como para que lo tengas por una ofensa?
AGAMENÓN.— Dijo que no permitiría que este cadáver quedara privado de
sepultura, sino que lo enterrará contra mi voluntad.
ODISEO.— ¿Le es posible a un amigo decirte la verdad y seguir siendo tan amigo
como antes?
AGAMENÓN.— Dímela. Si no fuera así, estaría loco, ya que te considero el mejor
amigo entre los argivos.
ODISEO.— Escucha, pues. No te atrevas, por los dioses, a exponer así cruelmente
a este hombre insepulto, y que la violencia no se apodere de ti para odiarle hasta el
punto de pisotear la justicia. También para mí era el peor enemigo del ejército desde
que me hice con las armas de Aquiles, pero yo no le respondería con injurias hasta
negar que he visto en él al más valiente de cuantos argivos llegamos a Troya, después
de Aquiles.
De modo que en justicia no podría ser deshonrado por ti, pues no destruirías a
éste sino las leyes de los dioses. Y no es justo dañar a un hombre valiente si muere, ni
aunque le odies.
AGAMENÓN.— ¿Tú, Odiseo, tomas en este asunto la defensa de éste contra mí?
ODISEO.— Sí, le odiaba cuando hacerlo era decoroso.
AGAMENÓN.— ¿No debías tú también pisotear al muerto?
ODISEO.— No te alegres, Atrida, de provechos que no son honestos.
AGAMENÓN.— No es fácil que un tirano sea piadoso.
ODISEO.— Pero sí que honre a los amigos que le dan buenos consejos.
AGAMENÓN.— Es preciso que el hombre noble obedezca a los que tienen el poder.
ODISEO.— Desiste. Seguirás mandando aunque seas vencido por un amigo.
AGAMENÓN.— Recuerda a qué clase de hombre le estás concediendo el favor.
ODISEO.— Este hombre era un enemigo, pero de noble raza.
AGAMENÓN.— ¿Qué harás, entonces?, ¿así respetas un cadáver enemigo?
ODISEO.— El valor puede en mí más que su enemistad.
AGAMENÓN.— ¿Así de volubles son entre los mortales algunos hombres?
ODISEO.— Ciertamente, muchos son amigos en un momento y después son
enemigos.
AGAMENÓN.— ¿Son ésos los amigos que tú aconsejas que tengamos?
ODISEO.— Yo no suelo aconsejar tener un alma inflexible.
AGAMENÓN.— Nos harás aparecer cobardes en el día de hoy.
ODISEO.— No, sino hombres justos a los ojos de todos los helenos.
AGAMENÓN.— ¿Me ordenas que permita sepultar al cadáver?
ODISEO.— Sí, pues yo mismo también llegaré a esa situación.
AGAMENÓN.— ¡Todo es igual! Cada cual se afana por sí mismo.
ODISEO.— ¿Para quién es más natural que me afane que para mí mismo?
AGAMENÓN.— Tuya será considerada esta acción, que no mía.
ODISEO.— De cualquier modo que obres serás honrado.
AGAMENÓN.— Pero al menos sabe bien esto: que yo te concedería un favor
incluso mayor que éste; pero que ése, aquí y allí, será para mí siempre el más odioso.
Tú puedes hacer lo que quieras.
(Sale Agamenón.)
CORIFEO.— Aquel que diga que tú, Odiseo, siendo de esta manera, no eres en tus
decisiones un sabio, es un hombre necio.
ODISEO.— Y ahora, a partir de este momento, comunico a Teucro que, en la
medida en que era antes enemigo, es ahora amigo y que estoy dispuesto a ayudarle a
sepultar este cadáver y a hacer con él los preparativos sin omitir ninguna de cuantas
cosas deben los hombres preparar a los varones excelentes.
TEUCRO.— Muy noble Odiseo, todos los motivos tengo para alabarte por tus
palabras. Mucho me has engañado en mi presentimiento, pues siendo el mayor
enemigo de entre los argivos para éste, sólo tú has acudido a su defensa con actos y
no has osado, estando tú vivo, hacer ultrajes desmesurados en presencia del muerto,
como ha hecho el jefe, ese loco, que, habiéndose presentado él en persona y su
hermano, quiso arrojarle ignominiosamente sin sepultura.
Por ello, que el Padre que domina en el Olimpo, la implacable Erinis y la Justicia
que castiga les hagan perecer de mala manera a los malvados, al igual que
indignamente querían echar ellos a nuestro héroe con afrentas.
En cuanto a ti, oh vástago del anciano Laertes, no me atrevo a permitirte que
intervengas en este enterramiento, no sea que haga, con ello, algo enojoso para el
muerto. Pero en todo lo demás participa también y, si quieres traerte a alguien del
ejército, no tendremos inconveniente. Yo prepararé lo que me corresponde y tú sabe
que eres para nosotros un hombre noble.
ODISEO.— Hubiera sido mi deseo, pero si no te es grato que haga esto, dándote la
razón me voy.
(Sale Odiseo.)
TEUCRO.— Basta, pues ya ha pasado mucho tiempo. Así que apresuraos los unos
a hacer con vuestros brazos una fosa profunda, otros disponed un elevado trípode
rodeado de fuego, propio para lavatorios rituales. Que un grupo de hombres traiga
de la tienda su armadura y su escudo. Hijo, tú coge tiernamente a tu padre con todas
tus fuerzas y ayúdame a levantarle por los costados. Las venas aún calientes exhalan
una negra sangre. Pero vamos, que todo hombre que diga ser su amigo se apresure,
que venga, afanándose por este hombre que fue noble en todo, y ninguno fue mejor
entre los mortales; hablo de Áyax, cuando estaba vivo.
CORIFEO.— Ciertamente que a los mortales les es posible conocer muchas cosas
al verlas. Pero antes nadie es adivino de cómo serán las cosas futuras.
SÓFOCLES (Colono, hoy parte de Atenas, (Grecia), 496 a. C. - Atenas, 406 a. C.) es
considerado uno de los tres grandes dramaturgos de la antigua Atenas, junto con
Esquilo y Eurípides. Hijo de Sofilo, un acomodado fabricante de armaduras, Sófocles
recibió la mejor educación aristocrática tradicional. De joven fue llamado a dirigir el
coro de muchachos para celebrar la victoria naval de Salamina en el año 480 a.C. En
el 468 a.C., a la edad de 28 años, derrotó a Esquilo, cuya preeminencia como poeta
trágico había sido indiscutible hasta entonces, en el curso de un concurso dramático.
En el 441 a.C. fue derrotado a su vez por Eurípides en uno de los concursos
dramáticos que se celebraban anualmente en Atenas. Sin embargo, a partir del 468
a.C., Sófocles ganó el primer premio en veinte ocasiones, y obtuvo en muchas otras
el segundo. Su vida, que concluyó en el año 406 a.C., cuando el escritor contaba casi
noventa años, coincidió con el periodo de esplendor de Atenas. Entre sus amigos
figuran el historiador Herodoto y el estadista Pericles. Pese a no comprometerse
activamente en la vida política y carecer de aspiraciones militares, fue elegido por los
atenienses en dos ocasiones para desempeñar una importante función militar.
Sófocles escribió más de cien piezas dramáticas, de las cuales se conservan siete
tragedias completas y fragmentos de otras ochenta o noventa. Las siete obras
conservadas son Antígona, Edipo Rey, Electra, Áyax, Las Traquinias, Filoctetes y Edipo en Colono (producida póstumamente en el año 401 a.C.). También se conserva
un gran fragmento del drama satírico Los sabuesos, descubierto en un papiro egipcio
alrededor del siglo XX. De estas siete tragedias la más antigua es probablemente Áyax (c. 451-444 a.C.). Le siguen Antígona y Las Traquinias (posteriores a 441 a.C.). Edipo Rey y Electra datan del 430 al 415 a.C. Se sabe que Filoctetes fue escrita en el
año 409 a.C. Estas siete tragedias se consideran sobresalientes por la fuerza y la
complejidad de su trama y su estilo dramático, y al menos tres de ellas Antígona, Edipo Rey y Edipo en Colono son consideradas unánimemente como obras maestras.
Antígona propone uno de los principales temas del autor: el carácter de los
protagonistas, las decisiones que toman y las consecuencias, a menudo dolorosas, de
estos dictados de la voluntad personal. Antígona relata el rito funerario de su
hermano Polinice, muerto en combate al desobedecer el edicto de Creonte,
gobernador de Tebas. El entierro del hermano acarrea para Antígona su propia
muerte, la muerte de su amante, Hemón, que no es otro que el hijo de Creonte, y la
muerte de Eurídice, esposa de Creonte. Áyax, Filoctetes, Electra y Las Traquinias,
repiten, en mayor o menor grado, los temas ya expuestos en Antígona. Edipo Rey,
merecidamente famosa por su impecable construcción, su fuerza dramática y su
eficaz ironía, fue considerada por Aristóteles en su Poética, como la más
representativa, y en muchos aspectos la más perfecta, de las tragedias griegas. La
trama gira en torno al héroe mitológico Edipo, que poco a poco descubre la terrible
verdad de haber ascendido al cargo de gobernador de Tebas tras haber asesinado
involuntariamente a su padre, primero, y casándose con su madre, la reina Yocasta,
después. Edipo en Colono describe la reconciliación del ciego y anciano Edipo con su
destino, y su sublime y misteriosa muerte en Colono, tras vagar durante años en el
exilio, apoyado por el amor de su hija Antígona.
Sófocles es considerado hoy por muchos estudiosos como el mayor de los
dramaturgos griegos, por haber alcanzado un equilibrio expresivo que está ausente
tanto en el pesado simbolismo de Esquilo como en el realismo teórico de Eurípides.
Se le atribuyen numerosas aportaciones a la técnica dramática, y dos importantes
innovaciones: la introducción de un tercer actor en escena, lo que permite complicar
notablemente la trama y realzar el contraste entre los distintos personajes, y la ruptura
con la moda de las trilogías, impuesta por Esquilo, que convierte cada obra en una
unidad dramática y psicológica independiente, y no en parte de un mito o tema
central. Sófocles también transformó el espíritu y la importancia de la tragedia; en lo
sucesivo, aunque la religión y la moral siguieron siendo los principales temas
dramáticos, la voluntad, las decisiones y el destino de los individuos pasaron a ocupar
el centro de interés de la tragedia griega.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario