domingo, 24 de enero de 2021

Tres tragedias de Sófocles: Edipo, rey, Antígona y Ayax.

 

Edipo rey
[Teatro. Texto completo]

Sófocles

PERSONAJES:

EDIPO
SACERDOTE
CREONTE
CORO DE ANCIANOS TEBANOS
TIRESIAS
YOCASTA
MENSAJERO
SERVIDOR DE LAYO
OTRO MENSAJERO

(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)

PRÓLOGO

EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.

SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica,     junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.

La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida.

Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo     haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.

EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.

SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca.

EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante!

SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.

EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas?

(Entra Creonte en escena.)

CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien.

EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado.

CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro.

EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.

CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.

EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?

CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.

EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?

CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.

EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.

CREONTE.- Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia.

EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar?

CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto.

EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?

CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.

EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?

CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.

EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.

CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.

EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero?

CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias.

EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?

CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.

EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.

Ustedes, hijos, levántense de las gradas lo más pronto que puedan y recojan estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado.

(Entran Edipo y Creonte en el palacio.)

SACERDOTE.- Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a la epidemia!

(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos.)

CORO. PÁRODO

ESTROFA 1ª

¡Oh dulce oráculo de Zeus! ¿Con qué espíritu has llegado desde Pito, la rica en oro, a la ilustre Tebas? Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto, ¡oh dios, a quien se le dirigen agudos gritos, Delios, sanador! Por ti estoy lleno de temor. ¿Qué obligación de nuevo me vas a imponer, bien inmediatamente o después del transcurrir de los años? Dímelo, ¡oh hija de la áurea Esperanza, palabra inmortal!

ANTÍSTROFA 1ª

Te invoco la primera, hija de Zeus, inmortal Atenea, y a tu hermana, Artemis, protectora del país, que se asienta en glorioso trono en el centro del ágora y a Apolo el que flecha a distancia. ¡Ay! Háganse visibles para mí, los tres, como preservadores de la muerte.

Si ya anteriormente, en socorro de una desgracia sufrida por la ciudad, consiguieron arrojar del lugar el ardor de la plaga, preséntense también ahora.

ESTROFA 2ª

¡Ay de mí! Soporto dolores sin cuento. Todo mi pueblo está enfermo y no existe el arma de la reflexión con la que uno se pueda defender. Ni crecen los frutos de la noble tierra ni las mujeres tienen que soportar quejumbrosos esfuerzos en sus partos. Y uno tras otro, cual rápido pájaro, puedes ver que se precipitan, con más fuerza que el fuego irresistible, hacia la costa del dios de las sombras.

ANTÍSTROFA 2ª

La población perece en número incontable. Sus hijos, abandonados, yacen en el suelo, portadores de muerte, sin obtener ninguna compasión. Entretanto, esposas y, también, canosas madres gimen por doquier en las gradas de los templos, en actitud de suplicantes, a causa de sus tristes desgracias. Resuena el peán y se oye, al mismo tiempo, un sonido de lamentos. En auxilio de estos males, ¡oh dura hija de Zeus!, envía tu ayuda, de agraciado rostro.

ESTROFA 3ª.

Concede que el terrible Ares, que ahora sin la protección de los escudos me abrasa saliéndome al encuentro a grandes gritos, se dé la vuelta en su carrera, lejos de los confines de la patria, bien hacia el inmenso lecho de Anfitrita, bien hacia la inhóspita agitación de los puertos tracios. Pues si la noche deja algo pendiente, a terminarlo después llega el día. A ése, ¡oh tú, que repartes las fuerzas de los abrasadores relámpagos, oh Zeus padre!, destrúyelo bajo tu rayo.

ANTÍSTROFA 3ª.

Soberano Liceo, quisiera que tus flechas invencibles que parten de cuerdas trenzadas en oro se distribuyeran, colocadas delante, como protectoras y, también, las antorchas llameantes de Artemis con las que corre por los montes de Licia. Invoco al de la mitra de oro, el que da nombre a esta región, a Baco, el de rojizo color, al del evohé, compañero de las ménades, ¡que se acerque resplandeciente con refulgente antorcha contra el dios odioso entre los dioses!

(Sale Edipo y se dirige al Coro.)

EPISODIO I

EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien no tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, les diré a todos ustedes, cadmeos, lo siguiente: aquel de ustedes que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez, conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, callan y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos deben escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos lo expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios. Ésta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos.

Y a ustedes les encargo que cumplan todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que ustedes la dejaran sin expiación, sino que deberían hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y, a la vez, rey.

Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de la desgracia en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a ustedes, los demás Cadmeos, a quienes esto les parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses los asistan con buenos consejos.

CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni lo maté ni puedo señalar a quién lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.

EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no quieran.

CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo.

EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.

CORO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor.

EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato.

CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados.

EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor.

CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes.

EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vio.

CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones.

EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.

(Entra Tiresias con los enviados por Edipo. Un niño le acompaña.)

CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Éstos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.

EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguarlo correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.

TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.

EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!

TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.

EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si la privas de tu augurio.

TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo...!

(Hace ademán de retirarse.)

EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.

TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.

EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad?

TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.

EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso, a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?

TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras.

EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?

TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.

EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.

TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres irrítate de la manera más violenta.

EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy de encolerizado. Has de saber que parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.

TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.

EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poderte escapar a ella?

TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo la verdad como fuerza.

EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñado? Pues, desde luego, de tu arte no procede.

TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar en contra de mi voluntad.

EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo, de nuevo, para que aprenda mejor.

TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?

EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.

TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.

EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.

TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?

EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.

TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracia estás.

EDIPO.- ¿Crees tú, en verdad, que vas a seguir diciendo alegremente esto?

TIRESIAS.- Sí, si es que existe alguna fuerza en la verdad.

EDIPO.- Existe, salvo para ti. Tú no la tienes, ya que estás ciego de los oídos, de la mente y de la vista.

TIRESIAS.- Eres digno de lástima por echarme en cara cosas que a ti no habrá nadie que no te reproche pronto.

EDIPO.- Vives en una noche continua, de manera que ni a mí, ni a ninguno que vea la luz, podrías perjudicar nunca.

TIRESIAS.- No quiere el destino que tú caigas por mi causa, pues para ello se basta Apolo, a quien importa llevarlo a cabo.

EDIPO.- ¿Esta invención es de Creonte o tuya?

TIRESIAS.- Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú mismo.

EDIPO.- ¡Oh riqueza, poder y saber que aventajas a cualquier otro saber en una vida llena de encontrados intereses! ¡Cuánta envidia acecha en ustedes, si, a causa de este mando que la ciudad me confió como un don -sin que yo lo pidiera-, Creonte, el que era leal, el amigo desde el principio, desea expulsarme deslizándose a escondidas, tras sobornar a semejante hechicero, maquinador y charlatán engañoso, que sólo ve en las ganancias y es ciego en su arte! Porque, ¡ea!, dime, ¿en qué fuiste tú un adivino infalible? ¿Cómo es que no dijiste alguna palabra que liberara a estos ciudadanos cuando estaba aquí la perra cantora. Y, ciertamente, el enigma no era propio de que lo discurriera cualquier persona que se presentara, sino que requería arte adivinatoria que tú no mostraste tener, ni procedente de las aves ni conocida a partir de alguno de los dioses. Y yo, Edipo, el que nada sabía, llegué y la hice callar consiguiéndolo por mi habilidad, y no por haberlo aprendido de los pájaros. A mí es a quien tú intentas echar, creyendo que estarás más cerca del trono de Creonte. Me parece que tú y el que ha urdido esto tendrán que lograr la purificación entre lamentos. Y si no te hubieses hecho valer por ser un anciano, hubieras conocido con sufrimientos qué tipo de sabiduría tienes.

CORIFEO.- Nos parece adivinar que las palabras de éste y las tuyas, Edipo, han sido dichas a impulsos de la cólera. Pero no debemos ocuparnos en tales cosas, sino en cómo resolveremos los oráculos del dios de la mejor manera.

TIRESIAS.- Aunque seas el rey, se me debe dar la misma oportunidad de replicarte, al menos con palabras semejantes. También yo tengo derecho a ello, ya que no vivo sometido a ti sino a Loxias, de modo que no podré ser inscrito como seguidor de Creonte, jefe de un partido. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego, te digo: aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni dónde habitas ni con quiénes transcurre tu vida. ¿Acaso conoces de quiénes desciendes? Eres, sin darte cuenta, odioso para los tuyos, tanto para los de allí abajo como para los que están en la tierra, y la maldición que por dos lados te golpea, de tu madre y de tu padre, con paso terrible te arrojará, algún día, de esta tierra, y tú, que ahora ves claramente, entonces estarás en la oscuridad. ¡Qué lugar no será refugio de tus gritos!, ¡qué Citerón no los recogerá cuando te des perfecta cuenta del infausto matrimonio en el que tomaste puerto en tu propia casa después de conseguir una feliz navegación! Y no adviertes la cantidad de otros males que te igualarán a tus hijos. Después de esto, ultraja a Creonte y a mi palabra. Pues ningún mortal será aniquilado nunca de peor forma que tú.

EDIPO.- ¿Es que es tolerable escuchar esto de ése? ¡Maldito seas! ¿No te irás cuanto antes? ¿No te irás de esta casa, volviendo por donde has venido?

TIRESIAS.- No hubiera venido yo, si tú no me hubieras llamado.

EDIPO.- No sabía que ibas a decir necedades. En tal caso, difícilmente te hubiera hecho venir a mi palacio.

Tiresias.- Yo soy tal cual te parezco, necio, pero para los padres que te engendraron era juicioso.

EDIPO.- ¿A quiénes? Aguarda. ¿Qué mortal me dio el ser?

TIRESIAS.- Este día te engendrará y te destruirá.

EDIPO.- ¡De qué modo enigmático y oscuro lo dices todo!

TIRESIAS.- ¿Acaso no eres tú el más hábil por naturaleza para interpretarlo?

EDIP0.- Échame en cara, precisamente, aquello en lo que me encuentras grande.

TIRESIAS.- Esa fortuna, sin embargo, te hizo perecer.

EDIPO.- Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa.

TIRESIAS.- En ese caso me voy. Tú, niño, condúceme.

EDIPO.- Que te lleve, sí, porque aquí, presente, eres un molesto obstáculo; y, una vez fuera, puede ser que no atormentes más.

TIRESIAS.- Me voy, porque ya he dicho aquello para lo que vine, no porque tema tu rostro. Nunca me podrás perder. Y te digo: ese hombre que, desde hace rato, buscas con amenazas y con proclamas a causa del asesinato de Layo, está aquí. Se dice que es extranjero establecido aquí, pero después saldrá a la luz que es tebano por su linaje y no se complacerá de tal suerte. Ciego, cuando antes tenía vista, y pobre, en lugar de rico, se trasladará a tierra extraña tanteando el camino con un bastón. Será manifiesto que él mismo es, a la vez, hermano y padre de sus propios hijos, hijo y esposo de la mujer de la que nació y de la misma raza, así como asesino de su padre. Entra y reflexiona sobre esto. Y si me coges en mentira, di que yo ya no tengo razón en el arte adivinatorio.

(Tiresias se aleja y Edipo entra en palacio.)

ESTÁSIMO I

CORO

ESTROFA 1ª

¿Quién es aquel al que la profética roca délfica nombró como el que ha llevado a cabo, con sangrientas manos, acciones indecibles entre las indecibles? Es el momento para que él, en la huida, fuerce un paso más poderoso que el de caballos rápidos como el viento, pues contra él se precipita, armado con fuego y relámpagos, el hijo de Zeus. Y, junto a él, siguen terribles las infalibles diosas de la Muerte.

ANTÍSTROFA 1ª

No hace mucho resonó claramente, desde el nevado Parnaso, la voz que anuncia que, por doquier, se siga el rastro al hombre desconocido. Va de un lado a otro bajo el agreste bosque y por cuevas y grutas, cual un toro que vive solitario, desgraciado, de desgraciado andar, rehuyendo los oráculos procedentes del centro de la tierra. Pero éstos, siempre vivos, revolotean alrededor.

ESTROFA 2ª

De terrible manera, ciertamente, de terrible manera me perturba el sabio adivino, ya lo crea, ya niegue. ¿Qué diré? Lo ignoro. Estoy traído y llevado por las esperanzas, sin ver ni el presente ni lo que hay detrás. Yo nunca he sabido, ni antes ni ahora, qué motivo de disputa había entre los Labdácidas y el hijo de Pólibo, que, por haberlo probado, me haga ir contra la pública fama de Edipo, como vengador para los Labdácidas de muertes no claras.

ANTÍSTROFA 2ª

Por una parte, cierto es que Zeus y Apolo son sagaces y conocedores de los asuntos de los mortales, pero que un adivino entre los hombres obtenga mayor éxito que yo, no es un juicio verdadero. Un hombre podría contraponer sabiduría a sabiduría. Y yo nunca, hasta ver que la profecía se cumpliera, haría patentes los reproches. Porque, un día, llegó contra él, visible, la alada doncella y quedó claro, en la prueba, que era sabio y amigo para la ciudad. Por ello, en mi corazón nunca será culpable de maldad

EPISODIO II

 (Entra Creonte.)

CREONTE.- Ciudadanos, habiéndome enterado de que el rey Edipo me acusa con terribles palabras, me presento sin poder soportarlo. Pues si en los males presentes cree haber sufrido de mi parte con palabras o con obras algo que le lleve a un perjuicio, no tengo deseo de una vida que dure mucho tiempo con esta fama. El daño que me reporta esta acusación no es sin importancia, sino gravísimo, si es que voy a ser llamado malvado en la ciudad, y malvado ante ti y ante los amigos.

CORIFEO.- Tal vez haya llegado a este ultraje forzado por la cólera, más que intencionadamente.

CREONTE.- ¿Fue declarado por éste abiertamente que, persuadido por mis consejeros, el adivino decía palabras falaces?

CORIFEO.- Eso dijo, pero no sé con qué intención.

CREONTE.- ¿Y, con la mirada y la mente rectas, lanzó esta acusación contra mí?

CORIFEO.- No sé, pues no conozco lo que hacen los que tienen el poder. Pero él, en persona, sale ya del palacio.

(Entra Edipo en escena.)

EDIPO.- ¡Tú, ése! ¿Cómo has venido aquí? ¿Eres, acaso, persona de tanta osadía que has llegado a mi casa, a pesar de que es evidente que tú eres el asesino de este hombre y un usurpador manifiesto de mi soberanía? ¡Ea, dime, por los dioses! ¿Te decidiste a actuar así por haber visto en mí alguna cobardía o locura? ¿O pensabas que no descubriría que tu acción se deslizaba con engaño, o que no me defendería al averiguarlo? ¿No es tu intento una locura: buscar con ahínco la soberanía sin el apoyo del pueblo y de los amigos, cuando se obtiene con la ayuda de aquél y de las riquezas?

CREONTE.- ¿Sabes lo que vas a hacer? Opuestas a tus palabras, escúchame palabras semejantes y, después de conocerlas, juzga tú mismo.

EDIPO.- Tú eres diestro en el hablar y yo soy torpe para comprenderte, porque he descubierto que eres hostil y molesto para mí.

CREONTE.- En lo que a esto se refiere, óyeme primero cómo lo voy a contar.

EDIPO.- En lo que a esto se refiere, no me digas que no eres un malvado.

CREONTE.- Si crees que la presunción separada de la inteligencia es un bien, no razonas bien.

EDIPO.- Si crees que perjudicando a un pariente no sufrirás la pena, no razonas correctamente.

CREONTE.- De acuerdo contigo en que has dicho esto con toda razón. Pero infórmame qué perjuicio dices que has recibido.

EDIPO.- ¿Intentabas persuadirme, o no, de que era necesario que enviara a alguien a buscar al venerable adivino?

CREONTE.- Y soy aún el mismo en lo que a ese consejo se refiere.

EDIPO.- ¿Cuánto tiempo hace ya desde que Layo...

CREONTE.- ¿Qué fue lo que hizo? No entiendo.

EDIPO.- ... sin que fuera visible, pereciera en un asesinato?

CREONTE.- Podrían contarse largos y antiguos años.

EDIPO.- ¿Ejercía entonces su arte ese adivino?

CREONTE.- Sí, tan sabiamente como antes y honrado por igual.

EDIPO.- ¿Hizo mención de mí para algo en aquel tiempo?

CREONTE.- No, ciertamente, al menos cuando yo estaba presente.

EDIPO.- Pero, ¿no hicieron investigaciones acerca del muerto?

CREONTE.- Las hicimos, ¿cómo no? Y no conseguimos nada.

EDIPO.- ¿Y cómo, pues, ese sabio no dijo entonces estas cosas?

CREONTE.- No lo sé. De lo que no comprendo, prefiero guardar silencio.

EDIPO.- Sólo lo que sabes podrías decirlo con total conocimiento.

CREONTE.- ¿Qué es ello? Si lo sé, no lo negaré.

EDIPO.- Que, si no hubiera estado concertado contigo, no hubiera hablado de la muerte de Layo a mis manos.

CREONTE.- Si esto dice, tú lo sabes. Yo considero justo informarme de ti, lo mismo que ahora tú lo has hecho de mí.

EDIPO.- Haz averiguaciones. No seré hallado culpable de asesinato.

CREONTE.- ¿Y qué? ¿Estás casado con mi hermana?

EDIPO.- No es posible negar la pregunta que me haces.

CREONTE.- ¿Gobiernas el país administrándolo con igual poder que ella?

EDIPO.- Lo que desea, todo lo obtiene de mí.

CREONTE.- ¿Y no es cierto que, en tercer lugar, yo me igualo a ustedes dos?

EDIPO.- Por eso, precisamente, resultas ser un mal amigo.

CREONTE.- No si me das la palabra como yo a ti mismo. Considera primeramente esto: si crees que alguien preferiría gobernar entre temores a dormir tranquilo, teniendo el mismo poder. Por lo que a mí respecta, no tengo más deseo de ser rey que de actuar como si lo fuera, ni ninguna otra persona que sepa razonar. En efecto, ahora lo obtengo de ti todo sin temor, pero, si fuera yo mismo el que gobernara, haría muchas cosas también contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, iba a ser para mí más grato el poder absoluto, que un mando y un dominio exentos de sufrimientos? Aún no estoy tan mal aconsejado como para desear otras cosas que no sean los honores acompañados de provecho. Actualmente, todos me saludan y me acogen con cariño. Los que ahora tienen necesidad de ti me halagan, pues en esto está, para ellos, el obtener todo. ¿Cómo iba yo, pues, a pretender aquello desprendiéndome de esto? Una mente que razona bien no puede volverse torpe. No soy, por tanto, amigo de esta idea ni soportaría nunca la compañía de quien lo hiciera. Y, como prueba de esto, ve a Delfos y entérate si te he anunciado fielmente la respuesta del oráculo. Y otra cosa: si me sorprendes habiendo tramado algo en común con el adivino, tras hacerlo, no me condenes a muerte por un solo voto, sino por dos, por el tuyo y el mío; pero no me inculpes por tu cuenta a causa de una suposición no probada. No es justo considerar, sin fundamento, a los malvados honrados ni a los honrados malvados. Afirmo que es igual rechazar a un buen amigo que a la propia vida, a la que se estima sobre todas las cosas. Con el tiempo, podrás conocer que esto es cierto, ya que sólo el tiempo muestra al hombre justo, mientras que podrías conocer al perverso en un solo día.

CORIFEO.- Bien habló él, señor, para quien sea cauto en errar. Pues los que se precipitan no son seguros para dar una opinión.

EDIPO.- Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, los proyectos de éste se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones.

CREONTE.- ¿Qué pretendes, entonces? ¿Acaso arrojarme fuera del país?

EDIPO.- En modo alguno. Que mueras quiero, no que huyas.

CREONTE.- Cuando expliques cuál es la clase de aborrecimiento...

EDIPO.- ¿Quieres decir que no me obedecerás ni me darás crédito?

CREONTE.- ...pues veo que tú no razonas con cordura.

EDIPO.- Sí, al menos, en lo que me afecta.

CREONTE.- Pero es preciso que lo hagas también en lo mío.

EDIPO.- Tú eres un malvado.

CREONTE.- ¿Y si es que tú no comprendes nada?

EDIPO.- Hay que obedecer, a pesar de ello.

CREONTE.- No al que ejerce mal el poder.

EDIPO.- ¡Oh ciudad, ciudad!

CREONTE.- También a mí me interesa la ciudad, no sólo a ti.

CORIFEO.- Cesen, príncipes. Veo que, a tiempo para ustedes, sale de palacio Yocasta, con la que deben dirimir la disputa que están sosteniendo.

(Yocasta sale de palacio.)

YOCASTA.- ¿Por qué, oh desdichados, originaron esta irreflexiva discusión? ¿No les da vergüenza ventilar cuestiones particulares estando como está sufriendo la ciudad? ¿No irás tú a palacio y tú, Creonte, a tu casa sin transformar un disgusto que no es nada en algo importante?

CREONTE.- Hermana, Edipo, tu esposo, pretende llevar a cabo decisiones terribles respecto a mí, habiendo elegido entre dos calamidades: o desterrarme de la patria o, tras hacerme prisionero, matarme.

EDIPO.- Asiento. Pues lo he sorprendido, mujer, tramando contra mi persona con mañas ruines.

CREONTE.- ¡Que no sea feliz, sino que perezca maldito, si he realizado contra ti algo de lo que me imputas!

YOCASTA.- ¡Por los dioses!, Edipo, da crédito a esto, sobre todo si sientes respeto ante un juramento en nombre de los dioses y, después, también por respeto a mí y a los que están ante ti.

ESTROFA 1ª

CORO.- Obedece de grado y por prudencia, señor, te lo suplico.

EDIPO.- ¿En qué quieres que ceda?

CORO.- En respetar al que nunca antes fue necio y ahora es fuerte en virtud del juramento.

EDIPO.- ¿Sabes lo que pides?

CORIFEO.- Lo sé.

EDIPO.- Explícame qué dices.

CORO.- Que, por un rumor poco probado, nunca lances una acusación de deshonor a un pariente obligado por su propio juramento.

EDIPO.- Entérate bien ahora: cuando esto pretendes, me estás buscando la ruina o mi destierro de este país.

ESTROFA 2ª

CORO.- No, ¡por el dios primero entre todos los dioses el Sol! ¡Qué muera sin dios, sin amigos, de la peor manera, si tengo semejante pensamiento! Pero esta tierra que se consume aflige mi ánimo, desventurado, si los males que les atañen a ustedes dos se unen a los que ya había.

EDIPO.- ¡Que se vaya éste, aun cuando deba yo morir irremediablemente o ser expulsado por la fuerza, deshonrado, de esta tierra! Ante tus palabras dignas de lástima me apiado, que no ante las de éste. Él, en donde se encuentre, será objeto de mi aborrecimiento.

CREONTE.- Es evidente que lleno de odio cedes, y estarás molesto cuando termines de estar airado. Las naturalezas como la tuya son, con motivo, las que más se duelen de soportarse a sí mismas.

EDIPO.- ¿No me dejarás tranquilo y te irás fuera?

CREONTE.- Me voy sin que me hayas entendido, pero para éstos soy el mismo.

(Se aleja.)

ANTÍSTROFA 1ª

CORO.- Mujer, ¿qué estás esperando para llevarlo a palacio?

YOCASTA.- Conocer qué es lo que ocurre.

CORO.- Una oscura sospecha surgió de unas palabras, pero también me desgarra lo que puede ser injusto.

YOCASTA.- ¿Del uno y del otro?

CORIFEO.- Sí.

YOCASTA.- ¿Y cuál fue el motivo?

CORO.- Basta, me parece que es suficiente, estando atormentado el país. Que se quede el asunto allí donde cesó.

EDIPO.- Date cuenta dónde has llegado, aun siendo hombre honesto en tu intención, haciendo caso omiso y embotando mi corazón.

ANTÍSTROFA 2ª.

CORO.- ¡Oh señor, no te lo he dicho sólo una vez: sabe que habría de mostrarme insensato, falto de razonable juicio, si te abandonara. Tú, que dirigiste con justicia el rumbo de mi querido país, cuando estaba sacudido entre desgracias, llegarás a ser también ahora un buen guía, si puedes.

YOCASTA.- ¡En nombre de los dioses! Dime también a mí, señor, por qué asunto has concebido semejante enojo.

EDIPO.- Hablaré. Pues a ti, mujer, te venero más que a éstos. Es a causa de Creonte y de la clase de conspiración que ha tramado contra mí.

YOCASTA.- Habla, si es que lo vas a hacer para denunciar claramente el motivo de la querella.

EDIPO.- Dice que yo soy el asesino de Layo.

YOCASTA.- ¿Lo conoce por sí mismo o por haberlo oído decir a otro?

EDIPO.- Ha hecho venir a un desvergonzado adivino, ya que su boca, por lo que a él en persona concierne, está completamente libre.

YOCASTA.- Tú, ahora, liberándote a ti mismo de lo que dices, escúchame y aprende que nadie que sea mortal tiene parte en el arte adivinatoria. La prueba de esto te la mostraré en pocas palabras. Una vez le llegó a Layo un oráculo -no diré que del propio Febo, sino de sus servidores- que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros lo mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable. Por tanto, Apolo ni cumplió el que éste llegara a ser asesino de su padre ni que Layo sufriera a manos de su hijo la desgracia que él temía. Afirmo que los oráculos habían declarado tales cosas. Por ello, tú para nada te preocupes, pues aquello en lo que el dios descubre alguna utilidad, él en persona lo da a conocer sin rodeos.

EDIPO.- Al acabar de escucharte, mujer, ¡qué delirio se ha apoderado de mi alma y qué agitación de mis sentidos!

CREONTE.- ¿A qué preocupación te refieres que te ha hecho volverte sobre tus pasos?

EDIPO.- Me pareció oírte que Layo había sido muerto en una encrucijada de tres caminos.

YOCASTA.- Se dijo así y aún no se ha dejado de decir.

EDIPO.- ¿Y dónde se encuentra el lugar ese en donde ocurrió la desgracia?

YOCASTA.- Fócide es llamada la región, y la encrucijada hace confluir los caminos de Delfos y de Daulia.

EDIPO.- ¿Qué tiempo ha transcurrido desde estos acontecimientos?

YOCASTA.- Poco antes de que tú aparecieras con el gobierno de este país, se anunció eso a la ciudad.

EDIPO.- ¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?

YOCASTA.- ¿Qué es lo que te desazona, Edipo?

EDIPO.- Todavía no me interrogues. Y dime, ¿qué aspecto tenía Layo y de qué edad era?

YOCASTA.- Era fuerte, con los cabellos desde hacía poco encanecidos, y su figura no era muy diferente de la tuya.

EDIPO.- ¡Ay de mí, infortunado! Me parece que acabo de precipitarme a mí mismo, sin saberlo, en terribles maldiciones.

YOCASTA.- ¿Cómo dices? No me atrevo a dirigirte la mirada, señor.

EDIPO.- Me pregunto, con tremenda angustia, si el adivino no estaba en lo cierto, y me lo demostrarás mejor, si aún me revelas una cosa.

YOCASTA.- En verdad que siento temor, pero a lo que me preguntes, si lo sé, contestaré.

EDIPO.- ¿Iba de incógnito, o con una escolta numerosa cual corresponde a un rey?

YOCASTA.- Eran cinco en total. Entre ellos había un heraldo. Sólo un carro conducía a Layo.

EDIPO.- ¡Ay, ay! Esto ya está claro. ¿Quién fue el que entonces les anunció las nuevas, mujer?

YOCASTA.- Un servidor que llegó tras haberse salvado sólo él.

EDIPO.- ¿Por casualidad se encuentra ahora en palacio?

YOCASTA.- No, por cierto. Cuando llegó de allí y vio que tú regentabas el poder y que Layo estaba muerto, me suplicó, encarecidamente, cogiéndome la mano, que lo enviara a los campos y al pastoreo de rebaños para estar lo más alejado posible de la ciudad. Yo lo envié, porque, en su calidad de esclavo, era digno de obtener este reconocimiento y aún mayor.

EDIPO.- ¿Cómo podría llegar junto a nosotros con rapidez?

YOCASTA.- Es posible. Pero ¿por qué lo deseas?

EDIPO.- Temo por mí mismo, oh mujer, haber dicho demasiadas cosas. Por ello, quiero verlo.

YOCASTA.- Está bien, vendrá, pero también yo merezco saber lo que te causa desasosiego, señor.

EDIPO.- Y no serás privada, después de haber llegado yo a tal punto de zozobra. Pues, ¿a quién mejor que a ti podría yo hablar, cuando paso por semejante trance?

Mi padre era Pólibo, corintio, y mi madre Mérope, doria. Era considerado yo como el más importante de los ciudadanos de allí hasta que me sobrevino el siguiente suceso, digno de admirar, pero, sin embargo, no proporcionado al ardor que puse en ello. He aquí que en un banquete, un hombre saturado de bebida, refiriéndose a mí, dice, en plena embriaguez, que yo era un falso hijo de mi padre. Yo, disgustado, a duras penas me pude contener a lo largo del día, pero, al siguiente, fui junto a mi padre y mi madre y les pregunté. Ellos llevaron a mal la injuria de aquel que había dejado escapar estas palabras. Yo me alegré con su reacción; no obstante, eso me atormentaba sin cesar, pues me había calado hondo.

Sin que mis padres lo supieran, me dirigí a Delfos, y Febo me despidió sin atenderme en aquello por lo que llegué, sino que se manifestó anunciándome, infortunado de mí, terribles y desgraciadas calamidades: que estaba fijado que yo tendría que unirme a mi madre y que traería al mundo una descendencia insoportable de ver para los hombres y que yo sería asesino del padre que me había engendrado.

Después de oír esto, calculando a partir de allí la posición de la región corintia por las estrellas, iba, huyendo de ella, adonde nunca viera cumplirse las atrocidades de mis funestos oráculos.

En mi caminar llego a ese lugar en donde tú afirmas que murió el rey. Y a ti, mujer, te revelaré la verdad. Cuando en mi viaje estaba cerca de ese triple camino, un heraldo y un hombre, cual tú describes, montado sobre un carro tirado por potros, me salieron al encuentro. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente fuera del camino. Yo, al que me había apartado, al conductor del carro, lo golpeé movido por la cólera. Cuando el anciano ve desde el carro que me aproximo, apuntándome en medio de la cabeza, me golpea con la pica de doble punta. Y él no pagó por igual, sino que, inmediatamente, fue golpeado con el bastón por esta mano y, al punto, cae redondo de espaldas desde el carro. Maté a todos.

Si alguna conexión hay entre Layo y este extranjero, ¿quién hay en este momento más infortunado que yo? ¿Qué hombre podría llegar a ser más odiado por los dioses, cuando no le es posible a ningún extranjero ni ciudadano recibirlo en su casa ni dirigirle la palabra y hay que arrojarlo de los hogares? Y nadie, sino yo, es quien ha lanzado sobre mí mismo tales maldiciones. Mancillo el lecho del muerto con mis manos, precisamente con las que lo maté. ¿No soy yo, en verdad, un canalla? ¿No soy un completo impuro? Si debo salir desterrado, no me es posible en mi destierro ver a los míos ni pisar mi patria, a no ser que me vea forzado a unirme en matrimonio con mi madre y a matar a Pólibo, que me crió y engendró. ¿Acaso no sería cierto el razonamiento de quien lo juzgue como venido sobre mí de una cruel divinidad? ¡No, por cierto, oh sagrada majestad de los dioses, que no vea yo este día, sino que desaparezca de entre los mortales antes que ver que semejante deshonor impregnado de desgracia llega sobre mí!

CORIFEO. A nosotros, oh rey, nos parece esto motivo de temor, pero mientras no lo conozcas del todo por boca del que estaba presente, ten esperanza.

EDIPO.- En verdad, ésta es la única esperanza que tengo: aguardar al pastor.

YOCASTA.- Y cuando él haya aparecido, ¿qué esperas que suceda?

EDIPO.- Yo te lo diré. Si descubrimos que dice lo mismo que tú, yo podría ponerme a salvo de esta calamidad.

YOCASTA.- ¿Qué palabras especiales me has oído?

EDIPO.- Decías que él afirmó que unos ladrones lo habían matado. Si aún confirma el mismo número, yo no fui el asesino, pues no podría ser uno solo igual a muchos. Pero si dice que fue un hombre que viajaba en solitario, está claro: el delito me es imputable.

YOCASTA.- Ten por seguro que así se propagó la noticia, y no le es posible desmentirla de nuevo, puesto que la ciudad, no yo sola, lo oyó. Y si en algo se apartara del anterior relato, ni aun entonces mostrará que la muerte de Layo se cumplió debidamente, porque Loxias dijo expresamente que se llevaría a cabo por obra de un hijo mío. Sin embargo, aquél, infeliz, nunca lo pudo matar, sino que él mismo sucumbió antes. De modo que en materia de adivinación yo no podría dirigir la mirada ni a un lado ni a otro.

EDIPO.- Haces un sensato juicio. Pero, no obstante, envía a alguien para que haga venir al labriego y no lo descuides.

(Entran en palacio.)

ESTÁSIMO II

CORO.

ESTROFA 1ª

¡Ojalá el destino me asistiera para cuidar de la venerable pureza de todas las palabras y acciones cuyas leyes son sublimes, nacidas en el celeste firmamento, de las que Olimpo es el único padre y ninguna naturaleza mortal de los hombres engendró ni nunca el olvido las hará reposar! Poderosa es la divinidad que en ellas hay y no envejece.

ANTÍSTROFA 1ª

La insolencia produce al tirano. La insolencia, si se harta en vano de muchas cosas que no son oportunas ni convenientes subiéndose a lo más alto, se precipita hacia un abismo de fatalidad donde no dispone de pie firme. Pido que la divinidad nunca haga cesar la emulación que es favorable para la ciudad. Al dios no cesaré de tener como protector.

ESTROFA 2ª

Si alguien se comporta orgullosamente en acciones o de palabra, sin sentir temor de la Justicia ni respeto ante las moradas de los dioses, ¡ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! Y si no saca con justicia provecho y no se aleja de los actos impíos, o toca cosas que son intocables en una insensata acción, ¿qué hombre, en tales circunstancias, se jactará aún de rechazar de su alma las flechas de los dioses? Si las acciones de este tipo son dignas de horrores, ¿por qué debo yo participar en los coros?

ANTÍSTROFA 2ª

Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo, extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los asuntos divinos se pierden.

EPISODIO III

 (Yocasta sale de palacio acompañada de servidoras.)

YOCASTA.- Señores de la región, se me ha ocurrido la idea de acercarme a los templos de los dioses con estas coronas y ofrendas de incienso en las manos. Porque Edipo tiene demasiado en vilo su corazón con aflicciones de todo tipo y no conjetura, cual un hombre razonable, lo nuevo por lo de antaño, sino que está pendiente del que habla si anuncia motivos de temor. Y ya que no consigo nada con mis consejos, me llego ante ti, oh Apolo Liceo -pues eres el más cercano-, cual suplicante, con estos signos de rogativas para que nos proporciones alguna liberación purificadora, puesto que ahora todos sentimos ansiedad, al ver asustado a aquel que es como el piloto de la nave.

(Entra en escena un mensajero.)

MENSAJERO.- ¿Podrían informarme, oh extranjeros, dónde se halla el palacio del rey Edipo?

CORIFEO.- Ésta es su morada y él mismo está dentro, extranjero. Esta mujer es la madre de sus hijos.

MENSAJERO.- ¡Que llegues a ser siempre feliz, rodeada de gente dichosa, tú que eres esposa legítima de aquél!

YOCASTA.- De igual modo lo seas tú, oh extranjero, pues lo mereces por tus favorables palabras. Pero dime con qué intención has llegado y qué quieres anunciar.

MENSAJERO.- Buenas nuevas para tu casa y para tu esposo, mujer.

YOCASTA.- ¿Cuáles son? ¿De parte de quién vienes?

MENSAJERO.- De Corinto. Ojalá te complazca -¿cómo no?- la noticia que te daré a continuación, aunque tal vez te duelas.

YOCASTA.- ¿Qué es? ¿Cómo puede tener ese doble efecto?

MENSAJERO.- Los habitantes de la región del Istmo lo van a designar rey, según se ha dicho allí.

YOCASTA.- ¿Por qué? ¿No está ya el anciano Pólibo en el poder?

MENSAJERO.- No, ya que la muerte lo tiene en su tumba.

YOCASTA.- ¿Cómo dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo?

MENSAJERO.- Que sea merecedor de muerte, si no digo la verdad.

YOCASTA.- Sirvienta, ¿no irás rápidamente a decirle esto al amo? ¡Oh oráculos de los dioses! ¿Dónde están? Edipo huyó hace tiempo por el temor de matar a este hombre y, ahora, él ha muerto por el azar y no a manos de aquél.

(Sale Edipo de palacio.)

EDIPO.- ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí desde palacio?

YOCASTA.- Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han quedado los respetables oráculos del dios.

EDIPO.- ¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?

YOCASTA.- Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que ha muerto.

EDIPO.- ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.

MENSAJERO.- Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar, entérate bien de que aquél ha muerto.

EDIPO.- ¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una enfermedad?

MENSAJERO.- Un pequeño quebranto rinde los cuerpos ancianos.

EDIPO.- A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que parece.

MENSAJERO.- Y por haber vivido largos años.

EDIPO.- ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberlo tocado con arma alguna, a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor.

YOCASTA.- ¿No te lo decía yo desde antes?

EDIPO.- Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.

YOCASTA.- Ahora no tomes en consideración ya ninguno de ellos.

EDIPO.- ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?

YOCASTA.- Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son los que lo pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda. Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.

EDIPO.- Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mi madre. Pero como lo está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.

YOCASTA.- Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.

EDIPO.- Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que vive.

MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que temen?

EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.

MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que los induzca al temor?

EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.

MENSAJERO.- ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?

EDIPO.- Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.

MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí?

EDIPO.- Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.

MENSAJERO.- ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?

EDIPO.- En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.

MENSAJERO.- Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses a palacio.

EDIPO.- Pero jamás iré con los que me engendraron.

MENSAJERO.- ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces...

EDIPO.- ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los dioses.

MENSAJERO.- ...si por esta causa rehúyes volver a casa!

EDIPO.- Temeroso de que Febo me resulte veraz.

MENSAJERO.- ¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?

EDIPO.- Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.

MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?

EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?

MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.

EDIPO.- ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?

MENSAJERO.- No más que el hombre aquí presente, sino igual.

EDIPO.- Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?

MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.

EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?

MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.

EDIPO.- Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?

MENSAJERO.- La falta hasta entonces de hijos lo persuadió del todo.

Edipo.- Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?

MENSAJERO.- Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.

EDIPO.- ¿Por qué recorrías esos lugares?

MENSAJERO.- Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.

EDIPO.- ¿Eras pastor y nómada a sueldo?

MENSAJERO.- Y así fui tu salvador en aquel momento.

EDIPO.- ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?

MENSAJERO.- Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.

EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?

MENSAJERO.- Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.

EDIPO.- ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!

MENSAJERO.- Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.

EDIPO.- ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre lo recibí? Dímelo.

MENSAJERO.- No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.

EDIPO.- Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?

MENSAJERO.- No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.

EDIPO.- ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?

MENSAJERO.- Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.

EDIPO.- ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?

MENSAJERO.- Sí, de ese hombre era él pastor.

EDIPO.- ¿Está aún vivo ese tal como para poder verme?

MENSAJERO.- (Dirigiéndose al Coro.) Ustedes, los habitantes de aquí, podrían saberlo mejor.

EDIPO.- ¿Hay entre ustedes, los que me rodean, alguno que conozca al pastor a que se refiere, por haberlo visto, bien en los campos, bien aquí? Indíquenmelo, pues es el momento de descubrirlo de una vez por todas.

CORIFEO.- Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes haciéndolo venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.

EDIPO.- Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se presentara? ¿Es a él a quien éste se refiere?

YOCASTA.- ¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún caso, no quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.

EDIPO.- Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi origen.

YOCASTA.- ¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo esté angustiada.

EDIPO.- Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava por tres generaciones, tú no aparecerás innoble.

YOCASTA.- No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo hagas.

EDIPO.- No podría obedecerte en dejar de averiguarlo con claridad.

YOCASTA.- Sabiendo bien qué es lo mejor para ti, hablo.

EDIPO.- Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde hace rato.

YOCASTA.- ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!

EDIPO.- ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejen a ésta que se complazca en su poderoso linaje.

YOCASTA.- ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en adelante!

(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)

CORIFEO.- ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.

EDIPO.- Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.

ESTÁSIMO III

CORO

ESTROFA

Si yo soy adivino y conocedor de entendimiento, ¡por el Olimpo!, no quedarás, ¡oh Citerón!, sin saber que desde el plenilunio de mañana yo te ensalzaré como región de Edipo, al tiempo que nodriza y madre, y serás celebrado con coros por nosotros como quien se hace protector de mis reyes. ¡Oh Febo, que esto te sirva de satisfacción!

ANTÍSTROFA

¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre Pan que vaga por los montes? ¿O fue una amante de Loxias, pues a él le son queridas todas las agrestes planicies? El soberano de Cilene o el dios báquico que habita en lo más alto de los montes te recibió como un hallazgo de alguna de las ninfas del Helicón con las que juguetea la mayor parte del tiempo

EPISODIO IV

 (Entra el anciano pastor acompañado de dos esclavos.)

EDIPO.- Si he de hacer yo conjeturas, ancianos, creo estar viendo al pastor que desde hace rato buscamos, aunque nunca he tenido relación con él. Pues en su acusada edad coincide por completo con este hombre y, además, reconozco a los que lo conducen como servidores míos. Pero tú, tal vez, podrías superarme en conocimientos por haber visto antes al pastor.

CORIFEO.- Lo conozco, ten la certeza. Era un pastor de Layo, fiel cual ninguno.

EDIPO.- A ti te pregunto en primer lugar, al extranjero corintio: ¿es de ése de quien hablabas?

MENSAJERO.- De éste que contemplas.

EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo, al servicio de Layo?

SERVIDOR.- Sí, como esclavo no comprado, sino criado en la casa.

EDIPO.- ¿En qué clase de trabajo te ocupabas o en qué tipo de vida?

SERVIDOR.- La mayor parte de mi vida conduje rebaños.

EDIPO.- ¿En qué lugares habitabas sobre todo?

SERVIDOR.- Unas veces, en el Citerón; otras, en lugares colindantes.

EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?

SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres?

EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?

SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.

MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres períodos enteros de seis meses, desde la primavera hasta Arturo. Ya en el invierno yo llevaba mis rebaños a los establos, y él, a los apriscos de Layo. ¿Cuento lo que ha sucedido o no?

SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado un largo tiempo.

MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo criara como un retoño mío?

SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?

MENSAJERO.- Éste es, querido amigo, el que entonces era un niño.

SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No callarás?

EDIPO.- ¡Ah! No lo reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las que requieren un reprensor.

SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?

EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide información.

SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.

EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.

SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!

EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?

SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?

EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?

SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!

EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.

SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.

EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.

SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué.

EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?

SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de uno.

EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?

SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor!

EDIPO.- Estás muerto, si te lo tengo que preguntar de nuevo.

SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.

EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?

SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.

EDIPO.- Y yo de escuchar; pero, sin embargo, hay que oírlo.

Servidor.- Era tenido por hijo de aquél. Pero la que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir cómo fue.

EDIPO.- ¿Ella te lo entregó?

SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.

EDIPO.- ¿Con qué fin?

SERVIDOR.- Para que lo matara.

EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?

SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos.

EDIPO.- ¿A cuáles?

SERVIDOR - Se decía que él mataría a sus padres.

EDIPO.- Y ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a este anciano?

SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y éste lo salvó para los peores males. Pues si eres tú, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.

EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!

(Entra en palacio.)

ESTÁSIMO IV

CORO

ESTROFA 1ª

¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vives una vida igual a nada! Pues, ¿qué hombre, qué hombre logra más felicidad que la que necesita para parecerlo y, una vez que ha dado esa impresión, para declinar? Teniendo este destino tuyo, el tuyo como ejemplo, ¡oh infortunado Edipo!, nada de los mortales tengo por dichoso.

ANTÍSTROFA 1ª

Tú, que, tras disparar el arco con incomparable destreza, conseguiste una dicha por completo afortunada, ¡oh Zeus!, después de hacer perecer a la doncella de corvas garras cantora de enigmas, y te alzaste como un baluarte contra la muerte en mi tierra. Y, por ello, fuiste aclamado como mi rey y honrado con los mayores honores, mientras reinabas en la próspera Tebas.

ESTROFA 2ª

Y ahora, ¿de quién se puede oír decir que es más desgraciado? ¿Quién es el que vive entre violentas penas, quién entre padecimientos con su vida cambiada? ¡Ah noble Edipo, a quien le bastó el mismo espacioso puerto para arrojarse como hijo, padre y esposo! ¿Cómo, cómo pudieron los surcos paternos tolerarte en silencio, infortunado, durante tanto tiempo?

ANTÍSTROFA 2ª

Te sorprendió, a despecho tuyo, el tiempo que todo lo ve y condena una antigua boda que no es boda en donde se engendra y resulta engendrado. ¡Ah, hijo de Layo, ojalá, ojalá nunca te hubiera visto! Yo gimo derramando lúgubres lamentos de mi boca; pero, a decir verdad, yo tomé aliento gracias a ti y pude adormecer mis ojos.

EPÍLOGO-ÉXODO

 (Sale un mensajero del palacio.)

MENSAJERO.- ¡Oh ustedes, honrados siempre, en grado sumo, en esta tierra! ¡Qué sucesos van a escuchar, qué cosas contemplarán y en cuánto aumentará la aflicción de ustedes, si es que aún, con fidelidad, se preocupan por la casa de los Labdácidas! Creo que ni el Istro ni el Fasis podrían lavar, para su purificación, cuanto oculta este techo y los infortunios que, enseguida, se mostrarán a la luz, queridos y no involuntarios. Y, de las amarguras, son especialmente penosas las que se demuestran buscadas voluntariamente.

CORIFEO.- Los hechos que conocíamos son ya muy lamentables. Además de aquéllos, ¿qué anuncias?

MENSAJERO.- Las palabras más rápidas de decir y de entender: ha muerto la divina Yocasta.

CORIFEO.- ¡Oh desventurada! ¿Por qué causa?

MENSAJERO.- Ella, por sí misma. De lo ocurrido falta lo más doloroso, al no ser posible su contemplación. Pero, sin embargo, en tanto yo pueda recordarlo te enterarás de los padecimientos de aquella infortunada. Cuando, dejándose llevar por la pasión atravesó el vestíbulo, se lanzó derechamente hacia la cámara nupcial mesándose los cabellos con ambas manos. Una vez que entró, echando por dentro los cerrojos de las puertas, llama a Layo, muerto ya desde hace tiempo, y le recuerda su antigua simiente, por cuyas manos él mismo iba a morir y a dejar a su madre como funesto medio de procreación para sus hijos. Deploraba el lecho donde, desdichada, había engendrado una doble descendencia: un esposo de un esposo y unos hijos de hijos.

Y, después de esto, ya no sé cómo murió; pues Edipo, dando gritos, se precipitó y, por él, no nos fue posible contemplar hasta el final el infortunio de aquélla; más bien dirigíamos la mirada hacia él mientras daba vueltas.

En efecto, iba y venía hasta nosotros pidiéndonos que le proporcionásemos una espada y que dónde se encontraba la esposa que no era esposa, seno materno en dos ocasiones, para él y para sus hijos.

Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien lo guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no lo verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba.

Haciendo tales imprecaciones una y otra vez  -que no una sola-, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.

Esto estalló por culpa de los dos, no de uno sólo, pero las desgracias están mezcladas para el hombre y la mujer. Su legendaria felicidad anterior era entonces una felicidad en el verdadero sentido; pero ahora, en el momento presente, es llanto, infortunio, muerte, ignominia y, de todos los pesares que tienen nombre, ninguno falta.

CORIFEO.- ¿Y ahora se encuentra el desdichado en alguna tregua de su mal?

MENSAJERO.- Está gritando que se descorran los cerrojos y que muestren a todos los Cadmeos al homicida, al que de su madre... profiriendo expresiones impías, impronunciables para mí, como si se fuera a desterrar él mismo de esta tierra y a no permanecer más en el palacio, estando como está sujeto a la maldición que lanzó. Lo cierto es que requiere un soporte y un guía, pues la desgracia es mayor de lo que se puede tolerar. Te lo mostrará también a ti, pues se abren los cerrojos de las puertas. Pronto podrás ver un espectáculo tal, como para mover a compasión, incluso, al que lo odiara.

(Se abren las puertas del palacio y aparece Edipo con la cara ensangrentada, andando a tientas.)

CORO.

¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres! ¡Oh el más espantoso de todos cuantos yo me he encontrado! ¿Qué locura te ha acometido, oh infeliz? ¿Qué deidad es la que ha saltado, con salto mayor que los más largos, sobre su desgraciado destino? ¡Ay, ay, desdichado! Pero ni contemplarte puedo, a pesar de que quisiera hacerte muchas preguntas, enterarme de muchas cosas y observarte mucho tiempo. ¡Tal horror me inspiras!

EDIPO.- ¡Ah, ah, desgraciado de mí! ¿A qué tierra seré arrastrado, infeliz? ¿Adónde se me irá volando, en un arrebato, mi voz? ¡Ay, destino! ¡Adónde te has marchado?

CORIFEO.- A un desastre terrible que ni puede escucharse ni contemplarse.

ESTROFA 1ª

EDIPO.- ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de estos aguijones y el recuerdo de mis males!

CORIFEO.- No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes males dobles.

ANTÍSTROFA 1ª

EDIPO.- ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi ceguera. ¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin embargo, tu voz.

CORIFEO.- ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu vista?, ¿qué dios te impulsó?

ESTROFA 2ª

EDIPO.- Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos, infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba por ver a mí, a quien, aunque viera, nada me sería agradable de contemplar?

CORO.- Eso es exactamente como dices.

EDIPO.- ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado, amigos? Sáquenme fuera del país cuanto antes, saquen, oh amigos, al que es funesto en gran medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses.

CORIFEO.- ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera deseado no haberte conocido nunca!

ANTÍSTROFA 2ª

EDIPO.- ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si hubiera muerto entonces, no habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos.

CORO.- Incluso para mí hubiera sido mejor.

EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos comunes con aquella de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el mal, ése alcanzó a Edipo.

CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya no existieras a vivir ciego.

EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis ojos.

Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo, desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato.

¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste, para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criaron con apariencia de belleza, pero corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.

¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebieron, por obra de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Se acuerdan aún de mí? ¡Qué clase de acciones cometí ante la presencia de ustedes y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo! ¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas, mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocúltenme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar fuera del país o mátenme o arrójenme al mar, donde nunca más me puedan ver. Vengan, dígnense tocar a este hombre desgraciado. Obedézcanme, no tengan miedo, ya que mis males ningún mortal, sino yo, puede arrostrarlos.

CORIFEO.- A propósito de lo que pides, aquí se presenta Creonte para tomar iniciativas o decisiones, ya que se ha quedado como único custodio del país en tu lugar.

EDIPO.- ¡Ay de mí! ¿Qué palabras le voy a dirigir? ¿Qué garantía justa de confianza podrá aparecer en mí? Pues de mi enfrentamiento anterior con él, en todo me descubro culpable.

(Entra Creonte.)

CREONTE.- No he venido a burlarme, Edipo, ni a echarte en cara ninguno de los ultrajes de antes. (Dirigiéndose al Coro.) Pero si no sienten respeto ya por la descendencia de los mortales, siéntanlo, al menos, por el resplandor del soberano Helios que todo lo nutre y no muestren así descubierta una mancilla tal, que ni la tierra ni la sagrada lluvia ni la luz acogerán. Antes bien, tan pronto como sea posible, métanlo en casa; porque lo más piadoso es que las deshonras familiares sólo las vean y escuchen los que forman la familia.

EDIPO.- ¡Por los dioses!, ya que me has liberado de mi presentimiento al haber llegado con el mejor ánimo junto a mí, que soy el peor de los hombres, óyeme, pues a ti te interesa, que no a mí, lo que voy a decir.

CREONTE.- ¿Y qué necesitas obtener para suplicármelo así?

EDIPO.- Arrójame enseguida de esta tierra, donde no pueda ser abordado por ninguno de los mortales.

CREONTE.- Hubiera hecho esto, sábelo bien, si no deseara, lo primero de todo, aprender del dios qué hay que hacer.

EDIPO.- Pero la respuesta de aquél quedó bien evidente: que yo perezca, el parricida, el impío.

CREONTE.- De este modo fue dicho; pero, sin embargo, en la necesidad en que nos encontramos es más conveniente saber qué debemos hacer.

EDIPO.- ¿Es que van a pedir información sobre un hombre tan miserable?

CREONTE.- Sí, y tú ahora sí que puedes creer en la divinidad.

EDIPO.- En ti también confío y te hago una petición: dispón tú, personalmente, el enterramiento que gustes de la que está en casa. Pues, con rectitud, cumplirás con los tuyos. En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté con vida, antes bien, déjame morar en los montes, en ese Citerón que es llamado mío, el que mi padre y mi madre, en vida, dispusieron que fuera legítima sepultura para mí, para que muera por obra de aquellos que tenían que haberme matado.

No obstante, sé tan sólo una cosa, que ni la enfermedad ni ninguna otra causa me destruirán. Porque no me hubiera salvado entonces de morir, a no ser para esta horrible desgracia. Pero que mi destino siga su curso, vaya donde vaya. Por mis hijos varones no te preocupes, Creonte, pues hombres son, de modo que, donde fuera que estén, no tendrán nunca falta de recursos. Pero a mis pobres y desgraciadas hijas, para las que nunca fue dispuesta mi mesa aparte de mí, sino que de cuanto yo gustaba, de todo ello participaban siempre, a éstas cuídamelas. Y, sobre todo, permíteme tocarlas con mis manos y deplorar mis desgracias. ¡Ea, oh Señor! ¡Ea, oh noble en tu linaje! Si las tocara con las manos, me parecería tenerlas a ellas como cuando veía. ¿Qué digo? (Hace ademán de escuchar.) ¿No estoy oyendo llorar a mis dos queridas hijas? ¿No será que Creonte por compasión ha hecho venir lo que me es más querido, mis dos hijas? ¿Tengo razón?

(Entran Antígona e Ismene conducidas por un siervo.)

CREONTE.- La tienes. Yo soy quien lo ha ordenado, porque imaginé la satisfacción que ahora sientes, que desde hace rato te obsesionaba.

EDIPO.- ¡Ojalá seas feliz y que, por esta acción, consigas una divinidad que te proteja mejor que a mí! ¡Oh hijas! ¿Dónde están? Vengan aquí, acérquense a estas fraternas manos mías que les han proporcionado ver de esta manera los ojos, antes luminosos, del padre que las engendró. Este padre, que se mostró como tal para ustedes sin conocer ni saber dónde había sido engendrado él mismo.

Lloro por ustedes dos -pues no puedo mirarlas-, cuando pienso qué amarga vida les queda y cómo será preciso que pasen sus vidas ante los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos llegarán, a qué fiestas, de donde no vuelvan a casa bañadas en lágrimas, en lugar de gozar del festejo? Y cuando lleguen a la edad de las bodas, ¿quién será, quién, oh hijas, el que se expondrá a aceptar semejante oprobio, que resultará una ruina para ustedes dos como, igualmente, lo fue para mis padres? ¿Cuál de los crímenes está ausente? El padre de ustedes mató a su padre, fecundó a la madre en la que él mismo había sido engendrado y las tuvo a ustedes de la misma de la que él había nacido. Tales reproches soportarán. Según eso, ¿quién querrá desposarlas? No habrá nadie, oh hijas, sino que seguramente será preciso que se consuman estériles y sin bodas.

¡Oh hijo de Meneceo!, ya que sólo tú has quedado como padre para éstas -pues nosotros, que las engendramos, hemos sucumbido los dos-, no dejes que las que son de tu familia vaguen mendicantes sin esposos, no las iguales con mis desgracias. Antes bien, apiádate de ellas viéndolas a su edad así, privadas de todo excepto en lo que a ti se     refiere. Prométemelo, ¡oh noble amigo!, tocándome con tu mano. Y a ustedes, ¡oh hijas!, si ya tuvieran capacidad de reflexión, les daría muchos consejos. Ahora, supliquen conmigo para que, donde les toque en suerte vivir, tengan una vida más feliz que la del padre que les dio el ser.

CREONTE.- Basta ya de gemir. Entra en palacio.

EDIPO.- Te obedeceré, aunque no me es agradable.

CREONTE.- Todo está bien en su momento oportuno.

EDIPO.- ¿Sabes bajo qué condiciones me iré?

CREONTE.- Me lo dirás y, al oírlas, me enteraré.

EDIPO.- Que me envíes desterrado del país.

CREONTE.- Me pides un don que incumbe a la divinidad.

EDIPO.- Pero yo he llegado a ser muy odiado por los dioses.

CREONTE.- Pronto, en tal caso, lo alcanzarás.

EDIPO.- ¿Lo aseguras?

CREONTE.- Lo que no pienso, no suelo decirlo en vano.

EDIPO.- Sácame ahora ya de aquí.

CREONTE.- Márchate y suelta a tus hijas.

EDIPO.- En modo alguno me las arrebates.

CREONTE.- No quieras vencer en todo, cuando, incluso aquello en lo que triunfaste, no te ha aprovechado en la vida.

(Entran todos en palacio.)

CORIFEO.- ¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, miren: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso.

 

 

 

 

 

SÓFOCLES                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             ANTÍGONA

 

ARGUMENTO

Reina en Tebas, después de la muerte de los hermanos ETÉOCLES y POLINICE, CREONTE. El nuevo soberano prohíbe dar sepultura al cadáver del segundo. ANTÍGONA, su hermana, a pesar del decreto del tirano, obedeciendo a sus sentimientos de amor fraternal, se propone ir a sepultarlo y así se lo comunica a su hermana ISMENA, Esta rehúsa acompañarla; entonces ella decide realizarlo sola, pero es detenida y conducida ante el tirano CREONTE que la condena a muerte.

HEMÓN, hijo de CREONTE y prometido de ANTÍGONA, pide a su padre que derogue esta sentencia, que considera injusta. Su padre no accede, y el joven se va al antro en donde ha sido encerrada ANTÍGONA; pero, cuando llega ésta ya se ha suicidado. El adivino TIRESIAS anuncia a CREONTE los tristes acontecimientos que deducidos de sus presagios se avecinan, y el CORO exhorta a CREONTE a que, para evitarlos, rectifique su sentencia, perdone a ANTÍGONA y dé sepultura a POLINICE. CREONTE, aunque de mala gana, accede; pero tardíamente, pues HEMÓN, en su desesperación, al encontrar a ANTÍGONA muerta, se suicida a la vista de su padre.

Un mensajero viene a anunciar a la reina EURÍDICE la muerte de su hijo. Ella, enloquecida por el dolor que le produce la noticia, se retira en silencio y, dentro del palacio, se hunde una espada y muere increpando a CREONTE por la muerte de sus hijos. CREONTE se ve castigado, como lo dice el CORO: «¡Qué tarde parece que vienes a entender lo que es justicia!», y añade: «Hay que ser sensato en las resoluciones y no violar las leyes escritas, las leyes eternas».

ACCION

La acción transcurre en el Agora de Tebas, ante de la puerta del palacio de CREONTE. La víspera, los argivos, mandados por POLINICE, han sido derrotados: han huido durante la noche que ha terminado. Despunta el día. En escena, ANTIGONA e ISMENA.

ANTIGONA:

Tú, Ismena, mi querida hermana, que conmigo compartes las desventuras que Edipo nos legó, ¿sabes de un solo infortunio que Zeus no nos haya enviado desde que vinimos al mundo? Desde luego, no hay dolor ni maldición ni vergüenza ni deshonor alguno que no pueda contarse en el número de tus desgracias y de las mías. Y hoy, ¿qué edicto es ese que nuestro jefe, según dicen, acaba de promulgar para todo el pueblo? ¿Has oído hablar de él, o ignoras el daño que preparan nuestros enemigos contra los seres que no son queridos?

ISMENA:

Ninguna noticia, Antígona, ha llegado hasta mí, ni agradable ni dolorosa, desde que las dos nos vimos privadas de nuestros hermanos, que en un solo día sucumbieron el uno a manos del otro.

«El ejército de los argivos desapareció durante la noche que ha terminado, y desde entonces no sé absolutamente nada que me haga más feliz ni más desgraciada.

ANTÍGONA:

Estaba segura de ello, y por eso te he hecho salir del palacio para que puedas oírme a solas.

ISMENA:

¿Qué hay? Parece que tienes entre manos algún proyecto.

ANTIGONA:

Creonte ha acordado otorgar los honores de la sepultura a uno de nuestros hermanos y en cambio se la rehúsa al otro. A Etéocles, según parece, lo ha mandado enterrar de modo que sea honrado entre los muertos bajo tierra; pero en lo tocante al cuerpo del infortunado Polinice, también se dice que ha hecho pública una orden para todos los tebanos en la que prohíbe darle sepultura y que se le llore: hay que dejarlo sin lágrimas e insepulto para que sea fácil presa de las aves, siempre en busca de alimento. He aquí lo que el excelente Creonte ha mandado pregonar por ti y por mí; sí, por mí misma; y que va a venir aquí para anunciarlo claramente a quien lo ignore; y que no considerará la cosa como baladí; pues cualquiera que infrinja su orden, morirá lapidado por el pueblo.  Esto es lo que yo tenía que comunicarte. Pronto vas a tener que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres más que una cobarde que desmientes la nobleza de tus padres.

ISMENA:

Pero, infortunada, si las cosas están dispuestas así ¿qué ganaría yo desobedeciendo o acatando esas órdenes?

ANTÍGONA:

¿Me ayudarás? ¿Procederás de acuerdo conmigo? Piénsalo.

ISMENA:

¿A qué riesgo vas a exponerte? ¿Qué es lo que piensas?

ANTÍGONA:

¿Me ayudarás a levantar el cadáver?

ISMENA:

Pero ¿de verdad piensas darle sepultura, a pesar de que se haya prohibido a toda la ciudad?

ANTÍGONA:

Una cosa es cierta: es mi hermano y el tuyo, quiéraslo o no. Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado.

ISMENA:

¡Desgraciada! ¿A pesar de la prohibición de Creonte?

ANTÍGONA:

No tiene ningún derecho a privarme de los míos.

ISMENA:

¡Ah! Piensa, hermana, en nuestro padre, que pereció cargado del odio y del oprobio, después que por los pecados que en sí mismo descubrió, se reventó los ojos con sus propias manos; piensa también que su madre y su mujer, pues fue las dos cosas a la vez, puso ella misma fin a su vida con un cordón trenzado, y mira, como tercera desgracia, cómo nuestros hermanos, en un solo día, los dos se han dado muerte uno a otro, hiriéndose mutuamente con sus propias manos. ¡Ahora que nos hemos quedado solas tú y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera si a pesar de la ley, si con desprecio de ésta, desafiamos el poder y el edicto del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no podemos luchar contra los hombres; y luego, que estamos sometidas a gentes más poderosas que nosotras, y por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes aunque fuesen aún más rigurosas. En cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros muertos que están bajo tierra que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia, obedeceré a los que están en el poder, pues querer emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza no tiene ningún sentido.

ANTIGONA:

No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo, por mi parte, enterraré a Polinice. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano; rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo

tierra. Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado

ISMENA:

No desprecio nada; pero no dispongo de recursos para actuar en contra de las leyes de la ciudad.

ANTÍGONA:

Puedes alegar ese pretexto. Yo, por mi parte, iré a levantar el túmulo de mi muy querido hermano.

ISMENA:

¡Ay, desgraciada!, ¡qué miedo siento por ti!

ANTÍGONA:

No tengas miedo por mí; preocúpate de tu propia vida.

ISMENA:

Pero por lo menos no se lo digas a nadie. Manténlo secreto; yo haré lo mismo.

ANTÍGONA:

Yo no. Dilo en todas partes. Me serías más odiosa callando la decisión que he tomado que divulgándola.

ISMENA:

Tienes un corazón de fuego para lo que hiela de espanto.

ANTÍGONA:

Pero sé que soy grata a aquellos a quienes sobre todo me importa agradar.

ISMENA:

Si al menos pudieras tener éxito; pero sé que te apasionas por un imposible.

ANTÍGONA:

Pues bien, ¡cuando mis fuerzas desmayen lo dejaré!

ISMENA:

Pero no hay que perseguir lo imposible.

ANTÍGONA:

Si continúas hablando así, serás el blanco de mi odio y te harás odiosa al muerto a cuyo lado dormirás un día. Déjame, pues, con mi temeridad afrontar este peligro, ya que nada me sería más intolerable que no morir con gloria.

ISMENA:

Pues si estás tan decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una cosa: te embarcas en una aventura insensata; pero obras como verdadera amiga de los que te son queridos.

(ANTÍGONA e ISMENA se retiran. ANTÍGONA se aleja;

ISMENA entra al palacio. El CORO, compuesto de ancianos de Tebas, entra y saluda lo primero al Sol naciente.)

CORO:

¡Rayos del Sol naciente! ¡Oh tú, la más bella de las luces que jamás ha brillado sobre Tebas la de las siete puertas! Por fin has lucido, ojos del dorado día, llegando por sobre las fuentes circeas. Obligaste a emprender precipitada fuga, en su veloz corcel, a toda brida, al guerrero de blanco escudo que de Argos vino armado de todas sus armas. «Este ejército que en contra nuestra, sobre nuestra tierra, había levantado Polinice, excitado por equívocas discordias, y que, cual águila que lanza estridentes gritos, se abatió sobre nuestro país, protegido con sus blancos escudos y cubierto con cascos empenachados con crines de caballos, poniendo en movimiento innumerables armas, planeando sobre nuestros hogares abiertas sus garras, cercaba con sus mortíferas lanzas las siete puertas de nuestra ciudad. Pero hubo de marcharse sin poder saciar su voracidad en nuestra sangre, y antes que Efesto y sus teas resinosas prendiesen sus llamas en las torres que coronan la ciudad; tan estruendoso ha sido el estrépito de Ares, que resonó a espaldas de los arivos, y que ha hecho invencible al Dragón competidor.

CORIFEO:

Zeus, en efecto, aborrece las bravatas de una lengua orgullosa; y cuando vio a los argivos avanzar como impetuosa riada, arrogantes, con el estruendo de sus doradas armas, blandiendo el rayo de su llama abatió al hombre que, en lo alto de las almenas, se aprestaba ya a entonar himnos de victoria.

CORO:

Sobre el suelo que retumbó al chocar con él, cayó fulminado el portador del fuego en el momento en que, llevado por el empuje de un frenético ardor, respiraba contra nosotros el soplo los vientos más desoladores. En cuanto a los demás, el gran Ares, nuestro propicio aliado, les infligió, persiguiéndolos con otros reveses, otra clase de muerte.

CORIFEO:

Los siete jefes apostados ante las siete puertas, enfrentándose con los otros siete, dejaron como ofrenda a Zeus, victorioso, el tributo de sus armas de bronce.

«Todos huyeron, salvo los dos desgraciados que, nacidos de un mismo padre y de una misma madre, enfrentando una contra otra sus lanzas soberanas, alcanzaron los dos la misma suerte en un común perecer.

CORO:

Pero Niké, la gloriosa, llegó y pagó en retorno el amor de Tebas, la ciudad de los numerosos carros, haciendo que pasase del dolor a la alegría. La guerra ha terminado. Olvidémosla. Vayamos con nocturnos coros, que se prolongan en la noche, a todos los templos de los dioses; y que Baco, el dios que con sus pasos hace vibrar nuestra tierra, sea nuestro guía.

CORIFEO:

Pero he aquí que llega Creonte, hijo de Meneceo, nuevo rey del país en virtud de los acontecimientos que los dioses acaban de promover.

«¿Qué proyecto se agita en su espíritu para que haya convocado, por heraldo público, esta asamblea de ancianos aquí congregados?

(Entra CREONTE con numeroso séquito.)

CREONTE:

Ancianos, los dioses, después de haber agitado rudamente con la tempestad la ciudad, le han devuelto al fin la calma. A vosotros solos, de entre todos los ciudadanos, os han convocado aquí mis mensajeros porque me es conocida vuestra constante y respetuosa sumisión al trono de Layo, y vuestra devoción a Edipo mientras rigió la ciudad, así como cuando, ya muerto, os conservasteis fieles con constancia a sus hijos. Ahora, cuando éstos, por doble fatalidad, han muerto el mismo día, al herir y ser heridos con sus propias fratricidas manos, quedo yo, de ahora en adelante, por ser el pariente más cercano de los muertos, dueño del poder y del trono de Tebas. Ahora bien, imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del poder. Por mi parte considero, hoy como ayer, un mal gobernante al que en el gobierno de una ciudad no sabe adoptar las decisiones más cuerdas y deja que el miedo, por los motivos que sean, le encadene la lengua; y al que estime más a un amigo que a su propia patria, a ése lo tengo como un ser despreciable. ¡Que Zeus eterno, escrutador de todas las cosas, me oiga! Jamás pasaré en silencio el daño que amenaza a mis ciudadanos, y nunca tendré por amigo a un enemigo del país. Creo, en efecto, que la salvación de la patria es nuestra salvación y que nunca nos faltarán amigos mientras nuestra nave camine gobernada con recto timón. Apoyándome en tales principios, pienso poder lograr que esta ciudad sea floreciente; y guiado por ellos, acabo hoy de hacer proclamar por toda la ciudad un edicto referente a los hijos de Edipo. A Etéocles, que halló la muerte combatiendo por la ciudad con un valor que nadie igualó, ordeno que se le entierre en un sepulcro y se le hagan y ofrezcan todos los sacrificios expiatorios que acompañan a quienes mueren de una manera gloriosa. Por el contrario, a su hermano, me refiero a Polinice, el desterrado que volvió del exilio con ánimo de trastornar de arriba abajo el país paternal y los dioses familiares, y con la voluntad de saciarse con vuestra sangre y reduciros a la condición de esclavos, queda públicamente prohibido a toda la ciudad honrarlo con una tumba y llorarlo. ¡Que se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las aves y de los perros! Tal es mi decisión; pues nunca los malvados obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien. En cambio, quienquiera que se muestre celoso del bien de la ciudad, ése hallará en mí, durante su vida como después de su muerte, todos los honores que se deben a los hombres de bien.

CORIFEO:

Tales son las disposiciones, Creonte, hijo de Meneceo, que te place tomar tanto respecto del amigo como del enemigo del país. Eres dueño de hacer prevalecer tu voluntad, tanto sobre los que han muerto como sobre los que vivimos.

CREONTE:

Velad, pues, para que mis órdenes se cumplan.

CORIFEO:

Encarga de esta comisión a otros más jóvenes que nosotros.

CREONTE:

Guardias hay ya colocados cerca del cadáver.

CORIFEO:

¿Qué otra cosa tienes aún que recomendarnos?

CREONTE:

Que seáis inflexibles con los que infrinjan mis órdenes.

CORIFEO:

Nadie será lo bastante loco como para desear la muerte.

CREONTE:

Y tal sería su recompensa. Pero por las esperanzas que despierta el lucro se pierden a menudo los hombres.

(Llega un MENSAJERO, uno de los guardianes colocados cerca del cadáver de Polinice. Después de muchas vacilaciones, se decide a hablar.) MENSAJERO:

Rey, no diré que llego así, sin aliento, por haber venido de prisa y con pies ligeros, porque varias veces me he detenido a pensar, y al volver a andar, me volví a parar y a desandar el camino. Mi alma conversaba conmigo, y a menudo me decía: «¡Desgraciado!, ¿por qué vas a donde serás castigado apenas llegues? ¡Infortunado! ¿Vas todavía a retrasarte de nuevo? Y si Creonte se entera por otro de lo que vas a decirle, ¿cómo podrías escapar al castigo?» Rumiando tales pensamientos, avanzaba lentamente y alargaba el tiempo. De este modo, un camino corto se convierte en un trayecto largo. Al fin, sin embargo, me decidí a venir aquí y comparecer ante ti. Y aunque no pueda explicar nada, hablaré a pesar de ello, pues vengo movido por la esperanza de sufrir tan sólo lo que el Destino haya decretado.

CREONTE:

¿Qué hay? ¿Qué es lo que te tiene tan perplejo?

MENSAJERO:

Quiero primero informarte de lo que me concierne. La cosa no he sido yo quien la ha hecho, ni he visto al autor: no sería, pues, justo que yo sufriese castigo por ello.

CREONTE:

¡Cuánta prudencia y cuántas precauciones tomas! Voy creyendo que tienes que darme cuenta de algunas novedades.

MENSAJERO:

Cuesta mucho trabajo decir las cosas desagradables.

CREONTE:

¿Hablarás al fin y dirás tu mensaje para descargarte de él?

MENSAJERO:

Voy, pues, a hablarte. Un desconocido, después de haber sepultado al muerto y esparcido sobre su cuerpo un árido polvo y cumplidos los ritos necesarios, ha huido hace rato.

CREONTE:

¿Qué es lo que dices? ¿Qué hombre ha tenido tal audacia?

MENSAJERO:

Yo no sé. Allí no hay señales de golpe de azada, ni el suelo está removido con la ligona: la tierra está dura, intacta, y ningún carro la ha surcado. El culpable no ha dejado ningún indicio. Cuando el primer centinela de la mañana dio la noticia el hecho nos produjo triste sorpresa; el cadáver no se veía; no estaba enterrado; aparecía solamente cubierto con un polvo fino, como si se lo hubieran echado para evitar una profanación.  Ni rastro de fiera ni de perros que lo hubieran arrastrado para destrozarlo. Una lluvia de insultos descargamos unos contra otros. Cada centinela echaba la culpa al otro, y hubiéramos llegado a las manos sin que hubiera nadie para impedirlo. Cada cual sospechaba del otro, pero nadie quedaba convicto; todos negaban y todos decían que no sabían nada. Estábamos ya dispuestos a la prueba de coger el hierro candente en las manos, a pasar por el fuego y jurar por los dioses que éramos inocentes y que desconocíamos tanto al autor del proyecto como a su ejecutor, cuando al fin, como nuestras pesquisas no conducían a nada, uno de nosotros habló de modo que nos obligó a inclinar medrosamente la cabeza, pues no podíamos ni contradecirle ni proponer una solución mejor. Su opinión fue que había que comunicarte lo que pasaba y no ocultártelo.  Esta idea prevaleció, y fui yo, ¡desgraciado de mí!, a quien la suerte designó para esta buena comisión. Heme aquí, pues, contra mi voluntad y contra la tuya también, demasiado lo sé, ya que nadie desea un mensajero con malas noticias.

CORIFEO:

Rey, desde hace tiempo mi alma se pregunta si este acontecimiento no habrá sido dispuesto por los dioses.

CREONTE:

Cállate, antes que tus palabras me llenen de cólera, si no quieres pasar a mis ojos por viejo y necio a la vez. Dices cosas intolerables, suponiendo que los dioses puedan preocuparse por ese cadáver. ¿Es que podrían ellos, al darle tierra,  premiar como a su bienhechor al que vino a incendiar sus templos con sus columnatas, y a quemar las ofrendas que se les hacen y a trastornar el país y sus leyes? ¿Cuándo has visto tú que los dioses honren a los malvados? No, ciertamente. Pero desde hace tiempo algunos ciudadanos se someten con dificultad a mis órdenes y murmuran en contra mía moviendo la cabeza, pues no quieren someter su cuello a mi yugo, como convenía, para acatar de corazón mis mandatos. Son estas gentes, lo sé, las que habrán sobornado a los centinelas y les habrán inducido a hacer lo que han hecho. De todas las instituciones humanas, ninguna como la del dinero trajo a los hombres consecuencias más funestas. Es el dinero el que devasta las ciudades, el que echa a los hombres de los hogares, el que seduce las almas virtuosas y las incita a acciones vergonzosas; es el dinero el que en todas las épocas ha hecho a los hombres cometer todas las perfidias y el que les enseñó la práctica de todas las impiedades. Pero los que, dejándose corromper, han cometido esta mala acción, tendrán en plazo más o menos largo su castigo. Porque tan cierto como que Zeus sigue siendo el objeto de mi veneración, tenlo entendido, y te lo digo bajo juramento, que si no encontráis, y traéis aquí, ante mis ojos, a aquel cuyas manos hicieron esos funerales, la muerte sola no os bastará, pues seréis colgados vivos hasta que descubráis al culpable y conozcáis así de dónde hay que esperar sacar provecho y aprendáis que no se debe querer sacar ganancia de todo, y veréis entonces que los beneficios ilícitos han perdido a más gente que la que han salvado.

MENSAJERO:

¿Me permitirás decir una palabra, o tendré que retirarme sin decir nada?

CREONTE:

¿No sabes ya cuán insoportables me resultan tus palabras?

MENSAJERO:

¿Es que ellas muerden tus oídos o tu corazón?

CREONTE:

¿Por qué quieres precisar el lugar de mi dolor?

MENSAJERO:

El culpable aflige tu alma; yo no hago más que ofender tus oídos.

CREONTE:

¡Ah! ¡Qué insigne charlatán has salido desde tu nacimiento!

MENSAJERO:

Por lo menos no he sido yo quien ha cometido ese crimen.

CREONTE:

Pero, ya que por dinero has vendido tu alma...

MENSAJERO:

¡Ay! ¡Gran desgracia es juzgar por sospechas, y que las sospechas sean falsas!

CREONTE:

¡Vamos! ¡Ahora te vas a andar con sutilezas sobre la opinión! Si no me traéis a los autores del delito, tendréis que reconocer, a no tardar, que las ganancias que envilecen causan graves perjuicios.

MENSAJERO:

¡Sí; que se descubra al culpable ante todo! Pero que se le coja, o que no, pues es el Destino quien lo decidirá, no hay peligro de que tu me veas jamás volver por aquí, y ahora que, contra toda esperanza y contra todos mis temores, logro escapar, debo a los dioses una gratitud infinita.

(El GUARDIÁN se retira.)

CORO:

Numerosas son las maravillas del mundo; pero, de todas, la más sorprendente es el hombre. El es quien cruza los mares espumosos agitados por el impetuoso Noto, desafiando las alborotadas olas que en torno de él se encrespan y braman. La más poderosa de todas las diosas, la imperecedera, la inagotable Tierra, él la cansa año tras año, con el ir y venir de la reja de los arados, volteándola con ayuda de las yuntas de caballos.

«El hombre industrioso envuelve en las mallas de sus tendidas redes y captura a la alígera especie de las aves, así como a la raza temible de las fieras y a los seres que habitan el océano. El, con sus artes se adueña de los animales salvajes y montaraces; y al caballo de espesas crines lo domina con el freno, y somete bajo el yugo, que por ambas partes le sujeta, al indómito toro bravío. Y él se adiestró en el arte de la palabra y en el pensamiento, sutil como el viento, que dio vida a las costumbres urbanas que rigen las ciudades, y aprendió a resguardarse de la intemperie, de las penosas heladas y de las torrenciales lluvias. Y porque es fecundo en recursos, no le faltan en cualquier instante para evitar que en el porvenir le sorprenda el azar; sólo del Hades no ha encontrado medio de huir, a pesar de haber acertado a luchar contra las más rebeldes enfermedades, cuya curación ha encontrado. Y dotado de la industriosa habilidad del arte, más allá de lo que podía esperarse, se labra un camino, unas veces hacia el mal y otras hacia el bien, confundiendo las leyes del mundo y la justicia que prometió a los dioses observar. «Es indigno de vivir en una ciudad el que, estando al frente de la comunidad, por osadía se habitúa al mal. Que el hombre que así obra no sea nunca ni mi huésped en el hogar ni menos amigo mío.

(Llega de nuevo el CENTINELA trayendo atada a ANTÍGONA.)

CORIFEO:

¡Qué increíble y sorprendente prodigio! ¿Cómo dudar, pues la reconozco, que sea la joven Antígona? ¡Oh! ¡Desdichada hija del desgraciado Edipo! ¿Qué pasa? Te traen porque has infringido los reales edictos y te han sorprendido cometiendo un acto de tal imprudencia?

CENTINELA:

¡He aquí la qué lo ha hecho! La hemos cogido en trance de dar sepultura al cadáver. Pero, ¿dónde está Creonte?

CORIFEO:

Sale del palacio y llega oportunamente.

(Llega CREONTE.)

CREONTE:

¿Qué hay? ¿Para qué es oportuna mi llegada?

CENTINELA:

Rey, los mortales no deben jurar nada, pues una segunda decisión desmiente a menudo un primer propósito. No hace mucho, en efecto, amedrentado por tus amenazas, me había yo prometido no volver a poner los pies aquí. Pero una alegría que llega cuando menos se la espera no tiene comparación con ningún otro placer. Vuelvo, pues, a despecho de mis juramentos, y te traigo a esta joven que ha sido sorprendida en el momento en que cumplía los ritos funerarios. La suerte, esta vez, no ha sido consultada, y este feliz hallazgo ha sido descubierto por mí solo y no por otro. Y ahora que está ya en tus manos, rey, interrógala y hazle confesar su falta. En cuanto a mí, merezco quedar suelto y para siempre libre, a fin de escapar a los males con que estaba amenazado.

CREONTE:

¿En qué lugar y cómo has cogido a la que me traes?

CENTINELA:

Ella misma estaba enterrando el cadáver; ya lo sabes todo. ¿Hablo concretamente y con claridad?.

CREONTE:

¿Cómo la has visto y cómo la has sorprendido en el hecho?

CENTINELA:

Pues bien, la cosa ha ocurrido así: cuando yo llegué, aterrado por las terribles amenazas que tú habías pronunciado, barrimos todo el polvo que cubría al muerto y dejamos bien al descubierto el cadáver, que se estaba descomponiendo. Después, para evitar que las fétidas emanaciones llegasen hasta nosotros, nos sentamos de espaldas al viento, en lo alto de la colina. Allí, cada uno de nosotros excitaba al otro con rudas palabras a la más escrupulosa vigilancia, para que nadie anduviera remiso en el cumplimiento de la empresa. Permanecimos así hasta que el orbe resplandeciente del Sol se paró en el centro del éter y el calor ardiente arrasaba. En este momento, una tromba de viento, trastorno prodigioso, levantó del suelo un torbellino de polvo; llenó la llanura, devastó todo el follaje del bosque y obscureció el vasto éter. Aguantamos con los ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero cuando la calma volvió, mucho después, vimos a esta joven que se lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada que  encuentra su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo, a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus manos recogió en seguida polvo seco, y luego, con una jarra de bronce bien cincelado, fue derramando sobre el difunto tres libaciones. Al ver esto, nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo que acababa de realizar, no negó nada. Esta confesión fue para mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre del castigo es muy dulce, en efecto; pero es doloroso arrastrar a él a sus amigos. Pero, en fin, estos sentimientos cuentan para mí menos que  mi propia salvación.

(Una pausa.)

CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.):

¡Oh! Tú, tú que bajas la frente hacia la tierra, confirmas o niegas haber hecho lo que éste dice?

ANTÍGONA:

Lo confirmo, y no niego absolutamente nada.

CREONTE (Al CENTINELA.):

Libre de la grave acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir ahora a donde quieras.

(El CENTINELA se va.)

CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.): ¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta claramente.

ANTÍGONA (Levanta la cabeza y mira a CREONTE.):

La conocía. ¿Podía ignorarla?  Fue públicamente proclamada.

CREONTE:

¿Y has osado, a pesar de ello, desobedecer mis órdenes?

ANTÍGONA:

Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy bien, aun antes de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me causa ninguna pena. En cambio, hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre, después de su muerte, quedase sin sepultura.  Lo demás me es indiferente. Si, a pesar de todo, te parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco quien me trata de loca.

CORIFEO:

En esta naturaleza inflexible se reconoce a la hija del indomable Edipo: no ha aprendido a ceder ante la desgracia.

CREONTE (Dirigiéndose al CORO.):

Pero has de saber que esos espíritus demasiado inflexibles son entre todos los más fáciles de abatir, y que el hierro, que es tan duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el metal que con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina. El orgullo sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha sabido ser temeraria infringiendo la ley que he promulgado y añade una nueva ofensa a la primera, gloriándose de su desobediencia y exaltando su acto. En verdad, dejaría yo de ser hombre y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta, entre todos los que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana no escaparán a la suerte más funesta, pues yo acuso igualmente a su hermana de haber premeditado y hecho estos funerales. Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí. Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto reprobable, suelen por lo general traicionarse antes de la ejecución de sus actos. Pero aborrezco igualmente al que, sorprendido en el acto de cometer su falta, intenta dar a su delito nombres gloriosos.

ANTÍGONA:

Ya me has cogido. ¿Quieres algo más que matarme?

CREONTE:

Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero.

ANTÍGONA:

Pues, entonces, ¿a qué aguardas? Tus palabras me disgustan y ojalá me disgusten siempre, ya que a ti mis actos te son odiosos. ¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más gloriosa que de dar sepultura a mi hermano? (Con un gesto designando el CORO.) Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo quieren.

CREONTE:

Tú eres la única entre los cadmeos que ve las cosas así.

ANTÍGONA:

Ellos las ven como yo; pero ante ti, sellan sus labios.

CREONTE:

Y tú, ¿cómo no enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?

ANTÍGONA:

No hay motivos para enrojecer por honrar a los que salieron del mismo seno.

CREONTE:

¿No era también hermano tuyo el que murió combatiendo contra el otro?

ANTÍGONA:

Era mi hermano de padre y de madre.

CREONTE:

Entonces, ¿por qué hacer honores al uno que resultan impíos para con el otro?

ANTÍGONA:

No diría que lo son el cadáver del muerto.

CREONTE:

Sí; desde el momento en que tú rindes a este muerto más honores que al otro.

ANTÍGONA:

No murió como su esclavo, sino como su hermano.

CREONTE:

Sin embargo, el uno asolaba esta tierra y el otro luchaba por defenderla.

ANTÍGONA:

Hades, sin embargo, quiere igualdad de leyes para todos.

CREONTE:

Pero al hombre virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.

ANTÍGONA:

¿Quién sabe si esas máximas son santas allá abajo?

CREONTE:

No; nunca un enemigo mío será mi amigo después de muerto.

ANTÍGONA:

No he nacido para compartir el odio, sino el amor.

CREONTE:

Ya que tienes que amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya están allí. En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me

mandará

(Se ve llegar a ISMENA entre dos esclavos.)

CORIFEO:

Pero he aquí que en el umbral del palacio está Ismena, dejando correr lágrimas de amor por su hermana. Una nube de dolor que pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro enrojecido, y baña en llanto sus lindas mejillas.

(Entra ISMENA.)

CREONTE:

¡Oh tú que, como una víbora, arrastrándose cautelosamente en mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi sangre en la sombra! ¡No sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a derribar mi trono! Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado en los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?

ISMENA:

Sí, soy culpable, si mi hermana me lo permite; cómplice soy suya y comparto también su pena.

ANTÍGONA (Vivamente.):

Pero la Justicia no lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme y yo no te he asociado a mis actos.

ISMENA:

Pero en la desgracia en que te hallas no me avergüenza asociarme al peligro que corres.

ANTÍGONA:

Hades y los dioses infernales saben quiénes son los responsables. Quien me ama sólo de palabra, no es amiga mía.

ISMENA:

Hermana mía, no me juzgues indigna de morir contigo y de haber honrado al difunto.

ANTÍGONA:

Guárdate de unirte a mí muerte y de atribuirte lo que no has hecho. Bastará que muera yo.

ISMENA:

Y ¿qué vida, abandonada de ti, puede serme aún apetecible?

ANTÍGONA:

Pregúntaselo a Creonte, que tanta solicitud te inspira.

ISMENA:

¿Por qué quieres afligirme así, sin provecho alguno para ti?

ANTÍGONA:

Si te mortifico, ciertamente no es sin dolor.

ISMENA:

¿No puedo al menos ahora pedirte algún favor?

ANTÍGONA:

Salva tu vida; no te envidio al conservarla.

ISMENA:

¡Malhaya mi desgracia! ¿No podría yo compartir tu muerte?

ANTÍGONA:

Tú has preferido vivir; yo en cambio, he escogido morir.

ISMENA:

Pero al menos te he dicho lo que tenía que decirte.

ANTÍGONA:

Sí, a unos les parecerán sensatas tus palabras; a otros, las mías.

ISMENA:

Sin embargo, la falta es común a ambas.

ANTÍGONA:

Tranquilízate. Tú vives; pero mi alma está muerta desde hace tiempo y ya no es capaz de ser útil más que a los muertos.

CREONTE:

Estas dos muchachas, lo aseguro, están locas. Una acaba de perder la razón; la otra la había perdido desde el día en que nació.

ISMENA:

Es que, ¡oh rey!, la razón con que la Naturaleza nos ha dotado no persiste en un momento de desgracia excesiva, y en ciertos casos, aun el más cuerdo acaba por perder el juicio.

CREONTE:

El tuyo, seguramente, se perdió cuando quisiste ser cómplice de unos malvados.

ISMENA:

Sola y sin ella, ¿qué será para mí la vida?

CREONTE:

No hables más de ella, pues ya no existe.

ISMENA:

Y ¿vas a matar a la prometida de tu hijo?

CREONTE:

Hay otros surcos donde poder labrar.

ISMENA:

No era eso lo que entre ellos se había convenido.

CREONTE:

No quiero para mis hijos mujeres malvadas.

ISMENA:

¡Oh Hemón bienamado! ¡Cuán gran desprecio siente por ti tu padre!

CREONTE:

Me estáis resultando insoportables tú y esas bodas.

CORIFEO:

¿Verdaderamente privarás de ésta a tu propio hijo?

CREONTE:

Es Plutón, no yo, quien ha de poner fin a esas nupcias.

ISMENA:

¿De modo que, según parece, su muerte está ya decidida?

CREONTE:

Lo has dicho y lo he resuelto. Que no se retrase más. Esclavos, llevadlas al palacio. Es preciso que queden bien sujetas, de modo que no tengan ninguna libertad.  Que los valientes, cuando ven que Hades amenaza su vida, intentan la huida.

(Unos esclavos se llevan a ANTÍGONA e ISMENA. CREONTE queda.)

CORO:

Dichosos aquellos cuya vida se ha deslizado sin haber probado los frutos de la desgracia. Porque cuando un hogar sufre los embates de los dioses, el infortunio se ceba en él sin tregua sobre toda su descendencia. Al modo como cuando los vientos impetuosos de Tracia azotan, las aguas remueven hasta el fondo los abismos submarinos, y levantan las profundas arenas, que el viento dispersa, y las olas mugen y braman batiendo las costas, en la mansión de los Labdácidas, voy viendo desde hace mucho tiempo cómo nuevas desgracias se van acumulando unas tras otras a las que padecieron los que ya no existen.

«Una generación no libera a la siguiente; un dios se encarniza con ella sin darle reposo. Hoy que la luz de una esperanza se columbraba para la casa de Edipo en sus últimos retoños, he aquí que un polvo sangriento otorgado a los dioses infernales, unas palabras poco sensatas, y el espíritu ciego y vengativo de un alma, han extinguido esa luz. ¿Qué orgullo humano podría, ¡oh Zeus!, atajar tu poder, que jamás doma ni el suelo, que todo lo envejece, ni el transcurso divino de los meses infatigables? Exento de vejez, reinas como soberano en el resplandor reverberante del Olimpo. Para el hombre esta ley inmutable prevalecerá por toda la eternidad, y regirá, como en el pasado, en el presente y en el porvenir; en la vida de los mortales nada grave ocurre sin que la desgracia se mezcle en ello. La esperanza inconstante es un consuelo, en verdad, para muchos hombres; pero para otros muchos no es más que un engaño de sus crédulos anhelos. Se infiltra en ellos sin que se den cuenta hasta el momento en que el fuego abrasa sus pies. Un sabio dijo un día estas memorables palabras: «El mal se reviste con el aspecto del bien para aquel a quien un dios empuja a la perdición; entonces sus días no están por mucho tiempo al abrigo de la desgracia».

(HEMÓN entra por la puerta central.)

CORIFEO:

Pero he aquí a Hemón, el menor de tus hijos. Viene afligido por la suerte de su joven prometida, Antígona, con quien debía desposarse, y llora su boda frustrada.

CREONTE (Al CORO.):

En seguida vamos a saberlo mucho mejor que los adivinos. (A HEMÓN.) Hijo mío, al saber la suerte irrevocable de tu futura esposa, ¿llegas ante tu padre transportado de furor o bien, cualquiera que sea nuestra determinación, te soy igualmente querido?

HEMÓN:

Padre, te pertenezco. Tus sabios consejos me gobiernan, y estoy dispuesto a seguirlos. Para mí, padre, ningún himeneo es preferible a tus justas decisiones.

CREONTE:

Esta es efectivamente, hijo mío, la norma de conducta que ha de seguir tu corazón: todo deberá pasar a segundo término ante las decisiones de un padre. Por esta razón los hombres desean tener y conservan en el seno de sus hogares hijos dóciles: para que se venguen de los enemigos sus padres y prosigan honrando a los amigos como lo hizo su padre. El que procrea hijos que no le reportan ningún provecho, ¿qué otra cosa ha hecho sino dar vida a gérmenes de sinsabores para él y motivos de burla para sus enemigos? No pierdas, pues, jamás hijo mío, por atractivos del placer a causa de una mujer, los sentimientos que te animan, porque has de saber que es muy frío el abrazo que da en el lecho conyugal una mujer perversa. Pues, en efecto, ¿qué plaga puede resultar más funesta que una compañera perversa? Rechaza, pues, a esa joven como si fuera un enemigo, y déjala que se busque un esposo en el Hades. Ya que la he sorprendido, única en esta ciudad, en flagrante delito de desobediencia, no he de sentar plaza de inconsecuente a los ojos del pueblo, y la mataré. Por tanto, que implore a Zeus, el protector de la familia; porque si he de tolerar la rebeldía de mis deudos, ¿qué podría esperar de quienes no lo son, de los extraños?

«Quienquiera que sepa gobernar bien a su familia, sabrá también regir con justicia un Estado. Por el contrario, no saldrá jamás de mis labios una palabra de elogio para quien se propase a quebrantar las leyes o pretenda imponerse a quien gobierna. Pues se debe obediencia a aquel a quien la ciudad colocó en el trono, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas; en las que son justas como en las que pueden no serlo a los ojos de los particulares. De un hombre así no puedo dudar que sabrá mandar tan bien como ejecutar las órdenes que reciba, y cuando tenga que afrontar el tumulto de la batalla, será un valeroso soldado que permanecerá firme en su puesto. No hay peste mayor que la desobediencia; ella devasta las ciudades, trastorna a las familias y empuja a la derrota las lanzas aliadas. En cambio, la obediencia es la salvación de pueblos que se dejan guiar por ella. Es mejor, si es preciso, caer por la mano de un hombre, que oírse decir que hemos sido vencidos por una mujer.

CORIFEO:

En lo que nos concierne, si la edad no nos engaña, nos parece que has estado razonable en lo que acabas de decir.

HEMÓN:

Padre: los dioses, al dar la razón a los hombres, les dieron el bien más grande de todos los que existen. En cuanto a mí, no podría ni sabría decir que tus palabras no sean razonables. Sin embargo, otros también pueden ser capaces de decir  palabras sensatas. En todo caso, mi situación me coloca en condiciones de poder observar mejor que tú todo lo que se dice, todo lo que se hace y todo lo que se murmura en contra tuya. EL hombre del pueblo teme demasiado tu mirada para que se atreva a decirte lo que te sería desagradable oír. Pero a mí me es fácil escuchar en la sombra cómo la ciudad compadece a esa joven, merecedora, se dice, menos que ninguna, de morir ignominiosamente por haber cumplido una de las acciones más gloriosas: la de no consentir que su hermano muerto en la pelea quede allí tendido, privado de sepultura; ella no ha querido que fuera despedazado por los perros hambrientos o las aves de presa. ¿No es, pues, digna de una corona de oro?  He aquí los rumores que circulan en silencio. Para mí, tu prosperidad, padre mío, es el bien más preciado. ¿Qué más bello ornato para los hijos que la gloria de su padre, y para un padre la de sus hijos? No te obstines, pues, en mantener como única opinión la tuya creyéndola la única razonable. Todos los que creen que ellos solos poseen una inteligencia, una elocuencia o un genio superior a los de los demás, cuando se penetra dentro de ellos muestran sólo la desnudez de su alma. Porque al hombre, por sabio que sea, no debe causarle ninguna vergüenza el aprender de otros siempre más y no aferrarse demasiado a juicios. Tú ves que, a lo largo de los torrentes engrosados por las lluvias invernales, los árboles que se doblegan conservan sus ramas, mientras que los que resisten son arrastrados con sus raíces. Lo mismo le ocurre, sea quien fuere, al dueño de una nave: si atesando firmemente la bolina no quiere aflojarla nunca, hace zozobrar su embarcación y navega con la quilla al aire. Cede, pues, en tu cólera y modifica tu decisión. Si a pesar de mi juventud soy capaz de darte un buen consejo, considero que el  hombre que posee experiencia aventaja en mucho a los demás; pero como difícilmente se encuentra a una persona dotada de esa experiencia, bueno es aprovecharse de los consejos prudentes que nos dan los demás.

CORIFEO:

Rey, conviene, cuando se nos da un consejo oportuno, tenerlo en cuenta. Tú escucha también a tu padre. ¡Tanto el uno como el otro habéis hablado bien!

CREONTE:

¿Es que a nuestra edad tendremos que aprender prudencia de un hombre de sus años?

HEMÓN:

No, en lo que no sea justo. Aunque sea joven, no es mi edad, son mis consejos los que hay que tener en cuenta.

CREONTE:

¿Y tu consejo es que honremos a los promotores de desórdenes?

HEMÓN:

Nunca te aconsejaré rendir homenaje a los que se conducen mal.

CREONTE:

Pues esta mujer, ¿no ha sido sorprendida cometiendo una mala acción?

HEMÓN:

No; al menos así lo dice el pueblo de Tebas.

CREONTE:

¡Cómo! ¿Ha de ser la ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?

HEMÓN:

¿No te das cuenta de que acabas de hablar como un hombre demasiado joven?

CREONTE:

¿Es que incumbe a otro que a mí el gobernar a este país?

HEMÓN:

No hay ciudad que pertenezca a un solo hombre.

CREONTE:

Pero ¿no se dice que una ciudad es legítimamente del que manda?

HEMÓN:

Unicamente en un desierto tendrías derecho a gobernar solo.

CREONTE:

Está bien claro que te has convertido en el aliado de una mujer.

HEMÓN:

Sí, si tú eres una mujer; pues es por tu persona por quien me preocupo.

CREONTE:

¡Y lo haces, miserable, acusando a tu padre!

HEMÓN:

Porque te veo, en efecto, violar la Justicia.

CREONTE:

¿Es violarla hacer que se respete mi autoridad?

HEMÓN:

Empiezas por no respetarla tú mismo hollando los honores debidos a los dioses.

CREONTE:

¡Oh, ser impuro, esclavizado por una mujer!

HEMÓN:

Nunca me verás ceder a deseos vergonzosos.

CREONTE:

En todo caso, no hablas más que en favor de ella.

HEMÓN:

Hablo por ti, por mí y por los dioses infernales.

CREONTE:

Jamás te casarás con esa mujer en vida.

HEMÓN:

Ella morirá, pues; pero su muerte acarreará la de otro.

CREONTE:

¿Llega tu audacia hasta amenazarme?

HEMÓN:

¿Es amenazarte refutar tus poco sensatas decisiones?

CREONTE:

Insensato; vas a pagar con lágrimas estas tus lecciones de cordura.

HEMÓN:

¿Es que quieres hablar tú solo, sin escuchar nunca a nadie?

CREONTE:

¡Vil esclavo de una mujer, cesa ya de aturdirme con tu charla!

HEMÓN:

Si no fueras mi padre, diría que desvarías.

CREONTE:

¿De veras? Pues bien, por el Olimpo, has de saber que no tendrás motivo para regocijarte por haberme dirigido reproches ultrajantes. (Dirigiéndose a los guardianes.) ¡Qué traigan aquí a esa mujer odiosa! ¡Que muera al instante en presencia de su prometido!

HEMÓN:

No; de ninguna manera en mi presencia morirá. Y, en cuanto a ti, te digo que tampoco tendrás ya jamás mi cara ante tus ojos. Te dejo desahogar tu locura con aquellos amigos tuyos que a ello se presten.

(HEMÓN se va.) CORIFEO:

Rey, ese hombre se ha ido despechado y encolerizado. Para un corazón de esa edad, la desesperación es terrible.

CREONTE:

Que se marche y que presuma de ser todo un hombre. Jamás arrancará a esas dos muchachas de la muerte.

CORIFEO:

¿Has decidido, pues, matarlas a las dos?

CREONTE:

Perdonaré a la que no tocó al muerto; tienes razón.

CORIFEO:

Y ¿de qué muerte quieres que perezca la otra?

CREONTE:

La llevaré por un sendero estrecho y abandonado y la encerraré viva en caverna de una roca, sin más alimento que el mínimo necesario, que evite el sacrilegio y preserve de esa mancha a la ciudad entera. Allí, implorando a Hades, el único dios al que ella adora, obtendrá quizás de él escapar a la muerte, o, cuando menos, aprenderá que rendir culto a los muertos es una cosa superflua.

(CREONTE se va.)

CORO:

Eros, invencible Eros, tú que te abates sobre los seres de quien te apoderas y que durante la noche te posas sobre las tiernas mejillas de las doncellas; tú, que vagabundeas por la extensión de los mares y frecuentas los cubiles en que las fieras se guarecen, nadie entre los Inmortales puede escapar de ti, nadie entre los hombres de efímera existencia sabría evitarte; tú haces perder la razón al que posees.

«Hasta los corazones de los mismos justos los haces injustos y los llevas a la ruina. Por ti acaba de estallar este conflicto entre seres de la misma sangre. Triunfa radiante el atractivo que provocan los ojos de una doncella, cuyo lecho es deseable, y tu fuerza equivale al poder que mantiene las eternas leyes del mundo. Pues Afrodita, diosa irresistible, se burla de nosotros.

(Aparece ANTÍGONA conducida por dos centinelas y con las manos atadas.)

CORIFEO:

Y yo también ahora, al ver lo que estoy viendo, me siento inclinado a desobedecer las leyes y no puedo retener el raudal de mis lágrimas contemplando cómo Antígona avanza hacia el lecho, el lecho nupcial en que duerme la vida de todos los humanos.

(Entra ANTÍGONA.)

ANTÍGONA (Saliendo del palacio.):

¡Oh ciudadanos de mi madre patria! ¡Vedme emprender mi último camino y contemplar por última vez la luz del Sol! ¡Nunca lo volveré a ver! Pues Hades, que a todos los seres adormece, me lleva viva a las riberas del Aqueronte, aun antes que se hayan entonado para mí himnos de himeneo y sin que a la puerta nupcial me haya recibido ningún canto: mi esposo será el Aqueronte.

CORIFEO:

Pero te vas hacia el abismo de los muertos revestida de gloria y de elogios, sin haber sido alcanzada por las enfermedades que marchitan ni sometida a servidumbre por una espada victoriosa; sola entre todos los mortales, por tu propia voluntad, libre y viva, vas a bajar al Hades.

ANTÍGONA:

Sé qué lamentable fin tuvo la extranjera de Frigia, hija de Tántalo, que murió en la cumbre del Sípilo. Al crecer en torno de ella como hiedra robusta, la roca la envolvió por completo. La nieve y las lluvias, según se cuenta, no dejan que se corrompa, y las lágrimas inagotables que brotan de sus párpados bañan los collados. El Destino me reserva una tumba semejante.

CORIFEO:

Pero ella era diosa e hija de un dios. En cuanto a nosotros, no somos más que mortales y seres nacidos de padres mortales. De modo que cuando ya no vivas, no será una gloria para ti que se llegue a decir que hasta has obtenido en la vida y en la muerte un destino semejante al que habían recibido seres divinos.

ANTÍGONA:

¡Ay! ¡Te burlas de mí! ¿Por qué, en nombre de los dioses paternos, ultrajarme viva sin esperar a mi muerte? ¡Oh patria! ¡Oh muy afortunados habitantes de mi ciudad! ¡Fuentes de Dircé y bosque sagrado de Tebas, la de los hermosos carros! ¡Sed vosotros al menos testigos de cómo sin ser llorada por mis amigos y en nombre de qué nuevas leyes me dirijo hacia el calabozo bajo tierra que me servirá de insólita tumba! ¡Ay, qué desgraciada soy! ¡No habitaré ni entre los hombres ni entre las sombras, y no seré ni de los vivos ni de los muertos!

CORIFEO:

Te has dejado llevar por un exceso de audacia, y te has estrellado contra el trono elevado de la Justicia. Expías, sin duda, alguna falta ancestral.

ANTÍGONA:

¡Qué pensamientos más amargos has despertado en mí al recordarme el destino demasiado conocido de mi padre, la ruina total que cayó sobre nosotros, el famoso destino de las Labdácidas! ¡Oh fatal himeneo materno! ¡Unión con un padre que fue el mío, de una madre infortunada que le dio el día! ¡De qué padres, desgraciada, nací! Voy hacia ellos ahora, desventurada, y sin haber sido esposa, voy a compartir con ellos su mansión. Y tú, hermano mío, ¡qué unión funesta has formado! ¡Muerto tú, me matas a mí, que vivo aún!

CORIFEO:

Es ser piadoso sin duda honrar a los muertos; pero el que tiene la llave del poder no puede tolerar que se viole ese poder. Tu carácter altivo te ha perdido.

ANTÍGONA:

Sin que nadie me llore, sin amigos, sin cantos nupciales, me veo arrastrada, desgraciada de mí, a este inevitable viaje que me apremia. ¡Infortunada, no debo ver ya el ojo sagrado de la antorcha del Sol y nadie llorará sobre mi suerte; ningún amigo se lamentará por mí! (Entra CREONTE)

CREONTE:

(A los guardianes que conducen a ANTÍGONA.): -¿Ignoráis que nadie pondría término a las lamentaciones y llantos de los que van a morir si se les dejase en libertad de entregarse a ellos? Llevadla sin demora. Encerradla, como he dicho, en aquella cueva abovedada. Dejadla allí sola, abandonada; que se muera, o que permanezca viva, sepultada bajo ese techo. Nosotros quedaremos exentos de culpa, en lo que a la joven se refiere, de la mancha de su muerte; pero lo cierto es que ella habrá terminado de habitar con los que viven en la Tierra.

ANTÍGONA:

¡Oh sepulcro, cámara nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme! ¡Voy a juntarme con casi todos los míos, a quienes Perséfone ya ha recibido entre las sombras! ¡Desciendo la última y la más desgraciada, antes de haber vivido la parte de vida que me había sido asignada! ¡Allí al menos iré nutriendo la certera esperanza de que mi llegada será grata a mi padre (mi querido padre); grata a ti, madre mía, y grata a ti también, hermano mío, bienamado! Mis propias manos, después de vuestra muerte, os han lavado, os han vestido y han derramado sobre vosotros las libaciones funerarias; y hoy, Polinice, por haber sepultado tus restos, ¡he aquí mi recompensa! No he hecho, sin embargo, a juicio de las personas sensatas, más que rendirte los honores que te debía. (Es verdad que si hubiese sido madre con hijos por quienes mirar, si mi esposo hubiese estado consumiéndose por la muerte, nunca me hubiera impuesto tal tarea en contra del pensar de los ciudadanos. Pero ¿qué razón justifica lo que acabo de decir? Después de la muerte de un esposo me hubiera sido permitido tomar otro esposo; y por el hijo que hubiese perdido me hubiera podido nacer otro. Pero puesto que tengo a mi padre y a mi madre encerrados en el Hades, ya no me puede nacer otro hermano.) Por esta razón, ¡oh hermano mío!, te he honrado más que a nadie, aunque a los ojos de Creonte haya cometido un crimen y realizado una acción inaudita. Y ahora, con las manos atadas, me arrastran al suplicio sin haber conocido el himeneo, sin haber gustado de las felicidades del matrimonio ni de las de criar hijos. Abandonada de mis amigos, ¡desgraciada!, voy a encerrarme viva en la caverna subterránea de los muertos. ¿Qué ley divina he podido transgredir? ¿De qué me sirve, infortunada, elevar todavía mi mirada hacia los dioses? ¿Qué ayuda puedo invocar, ya que el premio de mi piedad es ser tratada como una impía? Si la suerte que me aflige es justa a los ojos de los dioses, acepto sin quejarme el crimen y la pena; pero si los que me juzgan lo hacen injustamente, ojalá tengan ellos que soportar más males que los que me hacen sufrir inicuamente.

CORIFEO:

Las mismas tempestades que agitaban su alma la atormentan aún.

CREONTE:

Por eso va a costar lágrimas a los que la conducen con tanta lentitud.

ANTÍGONA:

¡Ay! ¡Esas palabras vienen a anunciarme que está próximo el momento de mi, muerte!

CREONE:

No te aconsejo, en efecto, que esperes que mis órdenes quedarán incumplidas.

ANTÍGONA:

¡Oh ciudad de mis padres en el país tebano! Y vosotros, dioses de mis padres, ya me están llevando. Nada espero. ¡Ved, jefes tebanos, a la última de las hijas de vuestros reyes! ¡Ved qué ultrajes sufro y por qué manos los padezco, por haber respetado la religión de los Muertos!

(ANTÍGONA es llevada lentamente por los guardias; el CORO canta.) CORO:

Dánae también sufrió una suerte semejante cuando se vio obligada a despedirse de la claridad del cielo en su prisión de bronce; encerrada en una tumba, que fue su lecho nupcial, fue sometida al, yugo de la Necesidad. Era, sin embargo, ¡oh hija mía!, de ilustre origen, y en su seno conservaban esparcida en lluvia de oro la semilla de Zeus.

«Pero el poder del Destino es terrible, y ni la opulencia ni Ares ni las torres de las murallas ni los obscuros navíos batidos por las olas, pueden esquivarlo.

«También fue encadenado el hijo impetuoso de Driante, el rey de los Edones, quien, en castigo de sus violentos arrebatos, fue encerrado por Dioniso en una prisión de piedra. Y así purgó la terrible violencia de su exuberante locura. El reconoció que era insensato atacar al dios con insolentes palabras, pues intentaba poner término al delirio de las Bacantes y apagar el báquico fuego y provocó a las Musas, amigas de las flautas.

«Viniendo de las rocas Cianeas, entre los dos mares, se encuentran la ribera del Bósforo y la inhospitalaria Salmideso de los tracios. Ares, adorado en estos lugares, vio la cegadora y maldita herida que a los dos hijos de Fineo infligió su feroz madrastra al reventar en sus ojos las órbitas odiadas, armada no de una espada, sino con la punta de una lanzadera y con ayuda de sus manos sanguinarias. Los desgraciados, en el paroxismo de sus dolores deploraban la desgracia de su suerte y el fatal himeneo de la madre de la que habían nacido. Esta, sin embargo, descendía de la antigua raza de los Eréctidas. Había crecido en los antros lejanos en medio de las tempestades que desencadenaba su padre Bóreas; rápida como un corcel, recorría la montaña escarpada por el hielo esta hija de los dioses. Pero las Furias inmortales le habían hecho, blanco de sus tiros, hija mía. ¡Silencio!

(Llega TIRESIAS de la mano de un niño.)

TIRESIAS:

Jefes de Tebas, hemos hecho juntos el camino, ya que el uno ve por el otro; pues los ciegos no pueden andar sino guiados.

CREONTE:

¡Oh anciano Tiresias! ¿Qué hay dé nuevo? TIRESIAS:

Voy a decírtelo y tú obedecerás al adivino.

CREONTE:

Nunca hasta ahora desatendí tus consejos.

TIRESIAS:

Y por eso gobiernas rectamente esta ciudad.

CREONTE:

Reconozco que me has dado útiles consejos.

TIRESIAS:

Pues es preciso que sepas que la Fortuna te ha puesto otra vez sobre el filo de la navaja.

CREONTE:

¿Qué hay? Me estremezco al pensar qué palabras van a salir de tus labios.

TIRESIAS:

Las que vas a oír y que los signos de mi Arte me han proporcionado. Estaba, pues, en mi viejo asiento augural, desde donde observo todos los presagios, cuando de repente oí extraños graznidos que con funesta furia e ininteligible algarabía lanzaban unas aves; comprendí en seguida, por el retumbante batir de sus alas, que con sus garras, y sus picos se despedazaban unas a otras.

Espantado, en el acto recurrí al sacrificio del fuego sobre el altar. Pero la llama no brillaba encima de las víctimas; la grasa de los muslos se derretía y goteaba sobre la ceniza, humeaba y chisporroteaba; la hiel se evaporaba en el aire y quedaban los huesos de los muslos desprovistos de su carne. He aquí, lo que me comunicaba este niño: los presagios no se manifestaban; el sacrificio no daba signo alguno: él es para mí un guía, como yo lo soy para otros. Y esa desgracia que amenaza a la ciudad es por culpa tuya. Nuestros altares y nuestros hogares sagrados están todos repletos con los pedazos que las aves de presa y los perros han arrancado al cadáver del desgraciado hijo de Edipo. Por eso los dioses no acogen ya las preces de nuestros sacrificios ni las llamas que ascienden de los muslos de las víctimas; ningún ave deja oír gritos de buen augurio, pues todas están ahítas de sangre humana y de grasa fétida. ¡Hijo mío, piensa en todos esos presagios! Común es a todos los hombres el error; pero cuando se ha cometido una falta, el persistir en el mal en vez de remediarlo es sólo de un hombre desgraciado e insensato. La terquedad es madre de la tontería. Cede, pues, ante un muerto, y no aguijonees ya al que ha dejado de existir. ¿Qué valor supone matar a un muerto por segunda vez? Movido de mi devoción por ti, te aconsejo bien; no hay nada más grato que escuchar a un hombre que solamente habla en provecho nuestro.

CREONTE:

Anciano, venís todos como arqueros contra el blanco y disparáis vuestras flechas contra mí. Y ni siquiera me habéis ahorrado el arte adivinatorio. En cuanto a mi familia, hace tiempo me ha expedido y vendido como una mercancía. Enriqueceos, si es eso lo que queréis, ganad traficando con todos los metales de Sardes, con todo el oro que hay en la India; pero jamás pondréis a Polinice en la tumba. No, aunque las águilas de Zeus quisieran, para saciarse, llevar hasta los pies de su trono divino los despojos de ese cadáver, ni aun en ese caso, consentiría yo por miedo a esa muchacha que se le diese sepultura. Sé muy bien además que ningún hombre tiene el poder de contaminar a los dioses. ¡Oh anciano Tiresias! Los hombres más hábiles se exponen a vergonzosas claudicaciones cuando tienen como cebo el lucro que les hace dar curso a las más vergonzosas peroratas.

TIRESIAS:

¡Ay! ¿Es que hay alguien que sepa, hay alguien que conciba... ?

CREONTE:

¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres insinuar?

TIRESIAS:

Que la prudencia es la mejor de todas las riquezas.

CREONTE:

También digo yo que la demencia es el más grande de los males.

TIRESIAS:

Pues ése es precisamente el mal que te aqueja.

CREONTE:

No quiero devolver a un adivino injuria por injuria.

TIRESIAS:

Y, sin embargo, así lo haces tachando mis predicciones de imposturas.

CREONTE:

La especie de los adivinos es ávida de dinero.

TIRESIAS:

Y la de los tiranos gusta de las adulaciones vergonzosas.

CREONTE:

¿Te das cuenta de que tus palabras van dirigidas a tu rey?

TIRESIAS:

Lo sé, pues ha sido gracias a mí cómo has salvado a la ciudad.

CREONTE:

Eres un hábil adivino; pero te estás dando el gusto de mostrarte injusto.

TIRESIAS:

Me obligarás a decir lo que hubiera querido guardar en mi corazón.

CREONTE:

Descúbrelo; pero que  no sea la codicia la, que te inspire.

TIRESIAS:

¿De modo que crees verdaderamente que, al hablarte así, lo hago sólo movido por el interés.

CREONTE:

Por ningún precio, tenlo bien entendido, cambiaré la idea.

TIRESIAS:

Pues bien, a tu vez es preciso que sepas que las ruedas rápidas del Sol no darán, muchas vueltas sin que un heredero de tu sangre pague su muerte otra muerte; porque tú has precipitado ignominiosamente bajo tierra a un ser que vivía en su superficie y le has obligado a vivir sepulcro, y por añadidura retienes aquí arriba un cadáver lejos de los dioses subterráneos, sin honras fúnebres y sin sepultura. Y tú no tienes derecho a hacer eso; ni tú, ni ninguno de los dioses celestes: es un atropello que cometes; por eso las Divinidades vengadoras que persiguen el crimen, las Erinas del Hades y de los dioses,  están al acecho para envolverte en los mismos males que tú has infligido. Y ahora mira si es la codicia la que inspira mis palabras. Se aproxima la hora en que lamentaciones de hombres y mujeres llenarán tu palacio. Contra, ti se concilian como enemigos todas las ciudades en las que las aves de anchas alas, las fieras o los perros han llevado restos despedazados de los cadáveres y un olor inmundo hasta los hogares de esos muertos.  Tales son los dardos que en mi cólera, ya que me has irritado, he lanzado como un arquero infalible contra tu corazón, y cuyas sangrantes heridas no podrás evitar. (Dirigiéndose a su lazarillo.) Tú, niño, vuelve a llevarme a mi hogar. En cuanto a él que descargue su cólera en gentes más jóvenes que yo, que aprenda a mantener su lengua más tranquila y a acariciar en su corazón sentimientos más nobles que los que acaba de expresar ahora.

(TIRESIAS y el niño se retiran. El CORO está aterrado. Silencio.)

CORIFEO:

Rey: ese hombre se ha retirado después de haber anunciado cosas espantosas, y yo he visto, desde que cambié mis negros cabellos por, estos blancos que peino ahora, que este adivino jamás predijo a la ciudad oráculos falsos.

CREONTE:

También yo lo sé, y mi mente se debate en un mar de confusiones. Es duro ceder; pero no lo es menos resistir y estrellarse contra la desgracia.

CORIFEO:

Es necesaria prudencia, Creonte, hijo de Meneceo.

CREONTE:

¿Qué debo hacer? Dímelo, que yo obedeceré.

CORIFEO:

Ve de prisa, saca a la joven de su prisión subterránea y prepara una sepultura para quien permanece al aire libre.

CREONTE:

¿Eso crees que es lo que debo hacer? ¿Tú quieres que ceda?

CORIFEO:

Sí, rey; y lo más pronto posible. La venganza de los dioses tiene rápido el paso, alcanza a los males por los caminos más cortos.

CREONTE:

¡Lo siento! Con gran pena, renuncio a mi resolución; pero, sin embargo, sigo tus indicaciones. Es vano obstinarse en luchar contra la necesidad.

CORIFEO:

Ve, pues; corre, y no fíes el cumplimiento de estos cuidados más que a ti mismo.

CREONTE:

Voy al instante yo mismo. Vamos, corred, servidores, los que estáis aquí y los que no estáis; corred con hachas en las manos hasta el lugar arbolado que veis desde aquí. (Dirigiéndose al CORO.) Y yo, puesto que ya he cambiado de parecer, desde que con mis manos até a Antígona, quiero ir en persona a libertarla. Me temo que no sea lo mejor pasar la vida observando las leyes establecidas.

CORO:

Tú, a quien se honra bajo tantos nombres diferentes; tú, orgullo de la ninfa de Cadmo, vástago de Zeus, el del retumbante trueno; tú que proteges a la ínclita Italia y reinas en los valles de Deméter Eleusinia patentes a todos los griegos; ¡oh Baco! Tú que habitas en Tebas, madre patria de las Bacantes, la ciudad construida junto a las plácidas aguas del Ismeno y cerca de los lugares en donde se fueran sembrando los dientes del feroz Dragón: la resplandeciente luz de las antorchas de negro humo te ha visto por encima de la roca de doble cima, en donde se agitan las coricias ninfas, las Bacantes; te ha visto la fuente de Castalia, cuando desde las escarpadas cumbres de hiedra tapizadas, y desde los montes de Nisa y de las faldas donde feraces viñedos verdeguean, llegar aclamado por divinos cantos a visitar las calles y la ciudad de Tebas, que te glorifican.

Es ésta la ciudad que amas sobre todas las ciudades como la amaba tu madre, muerta por el rayo. Y como hoy una plaga peligrosa amenaza a todo tu pueblo, ven y purifícalo: franquea la cumbre del Parnaso o las olas resonantes del estrecho del Eurípilo. ¡Oh tú que diriges el coro de los astros rutilantes! tú, hijo de Zeus, que presides los nocturnos clamores: aparece, ¡oh rey mío!, en compañía de las Túadas, esas hijas de Naxos que, poseídas de divino delirio, pasan la noche entera celebrándote con sus coros de danzas a ti, ¡oh soberano Iaco!, a quien han consagrado su vida.

(Entra un MENSAJERO.)

MENSAJERO:

¡Oh vosotros que habitáis en los alrededores del palacio de Cadmo y el templo de Anfión! No hay vida humana que yo pueda considerar envidiable o digna de lástima mientras el hombre exista. La Fortuna, en efecto, tan pronto ensalza al desgraciado como abate para siempre al dichoso; nadie puede predecir el destino reservado a los mortales. Creonte, hace poco, parecía a mi juicio digno de envidia: había libertado de mano de sus enemigos a esta tierra cadmea; poseía un poder absoluto, gobernaba la comarca entera, y unos hijos nobles eran ornato de su raza. Y ahora ¡todo ha desaparecido! Cuando los hombres han perdido el objeto de sus alegrías, yo ya no puedo afirmar que vivan, sino que los considero como muertos que respiran. Acumula, si quieres inmensos tesoros en tu casa; vive con toda la magnificencia de un rey; si falta la alegría, por todos esos bienes, comparados con la verdadera dicha, no daría yo ni la sombra del humo.

CORIFEO:

¿Qué nuevo infortunio de nuestros reyes vienes a anunciarnos?

MENSAJERO:

Han muerto, y son los vivos los que los han hecho morir.

CORIFEO:

¿Quién ha matado? ¿Quién ha muerto? ¡Habla!

MENSAJERO:

¡Hemón ha muerto! Una mano amiga ha derramado su sangre.

CORIFEO:

¿La mano de su padre o bien la suya propia?

MENSAJERO:

Se mató por su mano, enfurecido contra su padre por la muerte que había ordenado.

CORIFEO:

¡Oh adivino! ¡Tus predicciones se han cumplido sin demora!

MENSAJERO:

Ya que así es, conviene pensar en todo lo que puede suceder. (Se ve a EURÍDICE, que sale por la puerta central.)

CORIFEO:

Pero veo que se acerca la desgraciada Eurídice, la esposa de Creonte. ¿Sale del palacio porque sabe la muerte de su hijo o por casualidad? (Entra EURÍDICE.)

EURÍDICE:

Ciudadanos todos, aquí reunidos; he oído vuestras palabras cuando iba a salir para hacer mis plegarias a la diosa Palas. Iba a abrir la puerta, cuando el rumor de una desgracia doméstica hirió mis oídos. El susto me hizo caer de espaldas en brazos de mis sirvientas, y helada de espanto me desmayé. Pero ¿qué decíais? Repetidme vuestras palabras: no me falta experiencia en desgracias para que pueda oír otras.

MENSAJERO:

Amada reina: te diré todo aquello de que yo he sido testigo y no omitiré ni una palabra de verdad. ¿Para qué dulcificarte un relato que más tarde se vería que había sido falso? La verdad es siempre el camino más derecho. Acompañaba y guiaba yo a tu esposo hacia el sitio elevado de la llanura en donde, sin piedad y despedazado por los perros, yacía todavía el cuerpo de Polinice. Allí, después de hacer nuestras preces primero a la diosa de los caminos y a Plutón, para que contuviesen su cólera y nos fueron propicios, lavamos el cadáver con agua lustral y quemamos los restos que quedaban con ramas de olivo recién cortadas. Por fin con la tierra natal, amontonada con nuestras manos, erigimos un túmulo elevado. Nos encaminamos en seguida hacia ese antro de piedra, cámara nupcial de Hades, en donde se hallaba la joven. Desde lejos uno de nosotros oyó un grito lejano y agudos gemidos que salían de ese sepulcro privado de honras fúnebres y se lo dijo inmediatamente al rey. El, a medida que se aproximaba, percibía acentos confusos de una voz angustiada. De pronto, lanzando un gran grito de dolor, profirió estas desgarradoras palabras: «¡Qué infortunado soy! ¿Habré adivinado? ¿Acaso hago el camino más triste por las sendas de mi vida? ¡Es la voz de mi hijo la que llega a mis oídos! ¡Id, servidores, corred más de prisa, arrancad la piedra que tapa la boca del antro, penetrad en él y decidme si es la voz de Hemón la que oigo o si me engañan los dioses!» Atendiendo estas órdenes de nuestro amo enloquecido, corrimos y miramos en el fondo de la tumba. Vimos a Antígona colgada por el cuello: un nudo corredizo, que había hecho trenzando su cinturón, la había ahorcado. Hemón, desfallecido, la sostenía, abrazado a ella por la cintura; deploraba la pérdida de la que debía haber sido suya, y que estaba ya en la mansión de los Muertos, la crueldad de su padre y el final desastroso de su amor. En cuanto Creonte lo vio, lanzó un ronco gemido, entró a la tumba y se fue derecho hacia su hijo, llamándolo y gritando dolorido: «Desgraciado, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendías? ¡Qué desgracia te ha quitado el juicio? Sal hijo mío; tu padre, suplicando te lo ruega». El hijo, entonces, clava en su padre una torva mirada; le escupe a la cara, y desenvaina, sin contestarle, su espada de doble filo y se lanza contra él. Creonte esquivó el golpe hurtando el cuerpo. Entonces, el desgraciado, volviendo su rabia contra sí mismo, sin soltar su espada, se la hundió en el costado, alargando los brazos la mitad de su hoja. Dueño aún de sus sentidos, rodeo a Antígona con sus brazos desfallecidos, y vertiendo un chorro de sangre, enrojeció las pálidas mejillas de la doncella. ¡El desgraciado ha recibido la iniciación nupcial en la mansión de Hades, y demostró a los hombres que la imprudencia es el peor de los males!

(EURÍDICE, enloquecida, se retira.)

CORIFEO:

¿Qué hemos de pensar de esto? La reina, sin decir palabra ni favorable ni nefasta, se ha retirado.

MENSAJERO:

¡Yo también estoy aterrado! Me figuro que, informada de la desgracia de su hijo y no considerando decoroso prorrumpir en sollozos a la vista de la ciudad, se ha ido dentro del palacio a anunciar a sus esclavas el luto de su casa y a rogarles que lloren con ella. Es demasiado prudente para cometer una falta.

CORIFEO:

¡No sé, no sé! Pero un silencio demasiado grande me hace presagiar una desgracia inminente, lo mismo que grandes gritos me parecen inútiles.

MENSAJERO:

Vamos a enterarnos, entrando a palacio, si su corazón irritado no disimula algún secreto designio desconocido; porque, tienes razón, un silencio excesivo es síntoma de tristes presagios.

(El MENSAJERO penetra al palacio. Se ve entrar a CREONTE con un grupo de servidores: trae el cadáver de HEMÓN.)

CORIFEO:

Pero he aquí al rey que llega en persona; trae en sus brazos la evidente señal, si me está permitido expresarme así, no de la desgracia ajena, sino de sus propias culpas.

(CREONTE entra con su séquito.)

CREONTE:

¡Oh irreparables y mortales errores de mi mente extraviada! ¡Oh vosotros que veis al matador y a la víctima de su propia sangre! ¡Oh sentencias llenas de demencia! ¡Ah, hijo mío: mueres en tu juventud, de una muerte prematura, y tu muerte, ¡ay!, no ha sido causada por una locura tuya, sino por la mía!

CORIFEO:

¡Ay, qué tarde me parece que ves la Justicia!

CREONTE:

¡Ay! ¡Por fin la he conocido, desgraciado de mí! Pero un dios, haciendo gravitar el peso de su enojo, descargó sobre mí su mano. ¡El me ha empujado por rutas crueles, pisoteando mi felicidad!

¡Ay! ¡Ay! ¡Oh esfuerzos vanamente laboriosos de los mortales! (Del interior del palacio vuelve el MENSAJERO)

MENSAJERO:

¡Qué serie de desgracias son las tuyas! ¡Oh mi amo! Si de una tienes la prueba innegable en tus brazos, de otras verás el testimonio en tu palacio: pronto tendrás ocasión de verlo.

CREONTE:

Y ¿qué males más espantosos que los que he soportado pueden acaecerme aún?

MENSAJERO:

Tu mujer ha muerto. La madre amantísima del difunto que lloras, ha muerto, la desgraciada, por la herida mortal que acaba de asestarse.

CREONTE:

¡Oh abismos inexorables de Hades! ¿Por qué, por qué consumas mi pérdida? ¡Oh tú, mensajero de aflicciones, ¿qué otra nueva vienes a anunciarme? ¡Cuando yo estaba casi muerto vienen a descargarme el golpe mortal! Pero ¿qué dices, amigo mío? ¿Esa nueva noticia que me anuncias es la muerte de mi esposa; una víctima más que añadir a la muerte de mi hijo?

MENSAJERO:

Puedes verla, pues ya no está en el interior. (La puerta se abre y se ve el cuerpo muerto de EURÍDICE)

CREONTE:

¡Ah, infeliz de mí! ¡Veo esta otra y segunda desgracia! ¿Qué otro fatal destino, ¡ay!, mi esposa aún? ¡Sostengo en mis brazos a mi hijo que acaba de expirar; y ahí, ante mis ojos, tengo ese otro cadáver! ¡Ay!, ¡oh madre infortunada!  ¡Ay!, ¡oh hijo mío!

MENSAJERO:

Ante el altar se atravesó con un hierro agudo y cerró sus párpados, llenos de obscuridad, no sin haber llorado sobre la suerte gloriosa de Megareo, que murió el primero, y sobre la de Hemón; te maldijo, deseándote toda clase desgracias y  llamándote al fin el asesino de su hijo.

CREONTE:

¡Ay! ¡Ay! ¡Enloquezco de horror! ¿Por qué no ha de haber nadie para hundirme en pleno corazón el doble filo de una espada? De todas partes me veo sumido en la desgracia.

MENSAJERO:

Ella, al morir, sólo a ti te imputaba su muerte y la de sus hijos.

CREONTE:

¿De qué  modo se dio muerte?

MENSAJERO:

Ella misma se hundió una espada debajo del hígado, así que supo el deplorable fin de su hijo.

CREONTE:

¡Ay de mí! ¡Jamás se imputen estas calamidades a otro que a mí, pues he sido yo, miserable; sí, yo he sido quien te ha matado, es la verdad! Vamos, servidores, llevadme lejos de aquí; ya no soy nadie, ya no existo.

CORIFEO:

Lo que solicitas es un bien si éste puede existir cuando se sufre; mientras más cortos son los males presentes, mejor podemos soportarlos.

CREONTE:

¡Que llegue, que llegue cuanto antes el más deseado de mis infortunios trayendo el fin de mis días! ¡Que venga!, ¡que llegue, que llegue para que no vea brillar otro nuevo día!

CORIFEO:

Estos votos conciernen al futuro; ahora es del presente del que debemos preocuparnos. Dejemos al cuidado de aquellos que de ello tienen que cuidarse, lo demás que ha de venir.

CREONTE:

Pero lo que deseo es lo que en mis súplicas pido.

CORIFEO:

Por el momento no formules ningún voto, pues ningún mortal podrá escapar a las desgracias que le están asignadas por el hado.

CREONTE:

Llevaos, pues, y muy lejos, al ser insensato que soy; al hombre, que, sin quererlo, te hizo morir, ¡oh hijo mío, y a ti, querida esposa! ¡Desgraciado de mí! No sé hacia quién de estos dos muertos debo dirigir mi vista, ni a dónde he de encaminarme. Todo cuanto tenía se ha venido a tierra y una inmensa angustia se ha abatido sobre mi cabeza. (Se llevan a CREONTE.)

CORO:

La prudencia es con mucho la primera fuente de ventura. No se debe ser impío con los dioses. Las palabras insolentes y altaneras las pagan con grandes infortunios los espíritus orgullosos, que no aprenden a tener juicio sino cuando llegan las tardías horas de la vejez.

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sófocles

Áyax

 

Entre  las       siete   tragedias      de       Sófocles        (c.       496    -          406    a.         C.)       que            se        han conservado     completas,   Áyax   es        una     tragedia        de       tema            homérico      que     por     su sencilla    estructura    se        aproxima      aún     al         estilo            esquiliano.   El         héroe, desmesurado        en       su        demencia,    aparece         en            pugna            con     los       principios     morales y     es        víctima          del      pundonor            y          la         pasión.          La        obra   de       Sófocles        se        ha       convertido con            el         curso  del      tiempo          en       el         paradigma   de       la         tragedia            griega,           y          sobre ella descansa          en       gran   medida         nuestra            comprensión           de       este    género          y          de       sus implicaciones   filosóficas            y          religiosas.     Menos           poético          que     Esquilo,         Sófocles emplea    un            estilo  más    claro  y          más    llano, con     elegante       ornamentación      y dignísima            mesura,        y          en       el         diálogo          despliega      una     animada       vivacidad.            Estos valores          hicieron        que     los       griegos          vieron           en       Sófocles            la         realización   de       su        ideal literario          y          que     reputaran     como            modélicas     sus      tragedias.

 

ATENEA.

ODISEO. ÁYAX.

CORO              DE          MARINEROS      SALAMINIOS.

TECMESA.

MENSAJERO.

TEUCRO.

MENELAO.

AGAMENÓN.

PERSONAJES          MUDOS

EURISACES. PEDAGOGO.

 

MENSAJERO     DEL         EJÉRCITO.

(La   acción           tiene  lugar  en       el         campamento          de       los       griegos.     Odiseo           está    ante la          tienda            de       Áyax  examinando            unas     huellas          fin       la        arena.           Atenea          aparece        y          le habla.)

ATENEA.—          Siempre        te        veo,    hijo     de       Laertes,         a          la         caza   de            alguna           treta   para apoderarte    de       tus      enemigos     También       ahora te            veo     junto  a          la         marina          tienda            de       Ayax   en la   playa  —que            ocupa            el         puesto           extremo—,  siguiendo     desde hace   un       rato    la            pista   y midiendo   las       huellas          recién            impresas       de       aquél,            para            conocer        si         está    dentro           o          no       lo está.          Tu       paso   bien    te            lleva,  por     tu        buen  olfato,           propio           de       una     perra laconia.         En            efecto, dentro        se        encuentra    el         hombre        desde hace   un       instante,            bañadas        en       sudor su        cabeza           y sus   manos           asesinas        con     la            espada.         Y          no       te        tomes            ya       ningún          trabajo          en            escudriñar    al otro           lado    de       esta    puerta,          y          sí         en       decirme            por     qué     tienes            ese      afán,  para   que     puedas aprenderlo           de       la            que     lo         sabe.

ODISEO.—          ¡Oh     voz     de       Atenea,         la         más    querida         para   mí       de            los       dioses!           ¡Qué claramente,  aunque         estés  fuera  de       mi       vista,            escucho        tu        voz     y          la         capta  mi       corazón, como       el         sonido            de       tirrénica        trompeta      de       abertura       broncínea!   También       en       esta            ocasión me  descubres    merodeando           al         acecho          de       un       enemigo,            de       Áyax,  el         del      gran   escudo.         De él, que     de       ningún           otro,  sigo            el         rastro desde hace   rato.   Pues   ha       cometido      contra nosotros     durante            esta    noche            una     increíble       acción,          si         es        que     él         es        el            autor.            Nada sabemos       con     exactitud      sino    que     estamos        faltos de            datos y          yo       me      he       sometido      gustoso a     esta    tarea.

Hemos   descubierto,            hace   poco, destrozadas             y          muertas        todas las            reses  del      botín  por obra       de       mano humana,       junto  con     los       guardianes            mismos         del      majadal.       Todo  el         mundo echa           la         culpa  de       esto            a          aquél.            Un      testigo           presencial     que     lo        vio      a          él         solo,            dando            saltos por    la         llanura           con     la         espada          aún     chorreante,            me      lo         cuenta           y          me      lo         muestra.       Yo,      al punto,       me      lanzo            sobre sus      huellas          y          por     algunas         lo        confirmo,     pero   estoy desconcertado       por     otras  y          no       puedo            saber de       quién son.    Te       has            presentado  en       el momento            oportuno;    pues   en       todo,  tanto  en       el            pasado          como en       el         futuro,          tu        mano es        la que            me      guía.

ATENEA.—          Yo       ya       lo        sabía, Odiseo,         y          desde hace   rato    me      puse            en       tu        camino          como resuelto        guardián       de       tu        persecución.

ODISEO.—Y        bien,  soberana      querida,        ¿me    afano con     algún provecho?

ATENEA.—          Sí,       pues   esas    acciones        son     obra   de       este    hombre.

ODISEO.—           ¿Por   qué     descargó      así       su        mano tan      insensatamente?

ATENEA.—          Vejado          por     el         resentimiento         a          causa de       las     armas            de       Aquiles.

ODISEO.—           ¿Y       por     qué     arremetió     contra           los       rebaños?

ATENEA.—          Creyendo     que     manchaba    sus      manos           en       vuestra     sangre.

ODISEO.—           ¿Conque       ésta    era      su        decisión,       la         de       ir         contra     los       Argivos?

ATENEA.—          Y,        de       haberme      yo       descuidado,            hubiera         sido     llevada          a          cabo.

ODISEO.—           ¿Qué  clase   de       audacia         era      ésta    y          qué     osadía            de     ánimo?

ATENEA.—          Se       lanza  contra           vosotros       solo,   durante        la         noche     y          con     engaños.

ODISEO.—           ¿Es      que     ya       estuvo           cerca  y          llegó   a          su        meta?

ATENEA.—          Sí,       ya       estaba           junto  a          las       puertas         de       los       dos     jefes.

ODISEO.—           ¿Y       cómo retuvo           a          su        ávida  mano del      asesinato?

ATENEA.—          Yo       se        lo        impedí           infundiéndole         en       sus      ojos    falsas            creencias,     de       una alegría  fatal,  y          le         dirigí  contra           los       rebaños            y          el         botín  que,   mezclado     y          sin       repartir, guardan  los       boyeros.            Cayendo       allí,     causó la         muerte          a          hachazos      de       muchos            animales cornudos           rompiendo  espinazos     a          su        alrededor.    Unas  veces            creía   tener  a          los       dos Atridas  y          que     los       mataba         con     su            propia           mano,           otras, que     caía     contra           cualquier      otro    de los            generales.    Y          cuando         nuestro         hombre        iba      y          venía  preso de            furiosa           locura,          yo       le incitaba,   le         empujaba    a          la         trampa            funesta.

Y  luego,            después        que     se        tomó  un       descanso      en       esta    faena,            habiendo      atado a          los bueyes   que     quedaban    vivos  y          a          todas las            reses, los       lleva   a          la         tienda            como quien lleva a           hombres       y            no       un       botín  de       hermosos     cuernos.       Y          ahora,           atados,          en            su        morada         los       está maltratando.

Te            mostraré      esta    manifiesta    locura            para   que,   tras     verlo, se        lo            cuentes         a          todos los Argivos. Resiste           con     valor  y          no       recibas            a          nuestro         hombre        como una     calamidad.   Yo haré         que     las            miradas         de       sus      ojos    se        vuelven         a          otra    parte  e          impediré            que     vean   tu        rostro.

(Dirigiéndose        a         la        entrada        de       la        tienda           grita.)     ¡Eh,    tú,       que     atas    con     lazos las        manos           de       los       prisioneros   a     la        espalda,        te        invito a         venir  aquí!  A         Áyax  estoy llamando.     Ven    delante         de       la        puerta.

ODISEO.—           ¿Qué  haces,            Atenea?        De       ningún          modo le         llames     afuera.

ATENEA.—          ¿No    vas      a          mantenerte en       silencio          y          dejar  de       dar     muestras      de       cobardía?

ODISEO.—           No,     por     los       dioses,           pero   es        suficiente     con     que     se     quede            en       el         interior.

ATENEA.—          ¿Qué  temes            que     ocurra?         ¿Acaso          antes  no       era      éste     un       hombre?

ODISEO.—           Y          enemigo       del      hombre         aquí    presente       por     cierto,     y          ahora aún     más.

ATENEA.—          Reírse            de       los       enemigos,    ¿acaso           no       es        la         risa     más    grata?

ODISEO.—           A         mí       me      basta  que     él         se        quede            en       la     tienda.

ATENEA.—          ¿Temes         ver      cara    a          cara    a          un       hombre         que     está     loco?

ODISEO.—           No      le         evitaría         por     miedo,          si         estuviera      cuerdo.

ATENEA.—          Pero   es        que     ahora,           ni        aunque         estés  cerca, te        verá.

ODISEO.—           ¿Cómo,         si         aún     ve        con     los       mismos         ojos?

ATENEA.—          Yo       haré   que     sus      ojos    queden         oscurecidos,            aun     cuando          esté    mirando.

ODISEO.—           Ciertamente,           todo   puede            suceder         si         lo         maquina     un       dios.

ATENEA.—          Permanece  callado          y          quédate        como estás.

ODISEO.—           Me      quedo,          pero   hubiera         querido         encontrarme           en     otro    lugar.

ATENEA.—          ¡Eh      tú,       Áyax!,            por     segunda        vez     te        llamo.            ¡Qué            poco  caso    haces,            pues, de       tu        aliada!

(Áyax          sale    de       la        tienda            llevando       en       la        mano el         látigo     ensangrentado      del que         se        está    sirviendo.)

ÁYAX.—  Te        saludo,          Atenea,         te        saludo,          hija     de       Zeus.  ¡Cuán     propicia        me      asististe!

Por     este    botín  te        honraré        con     áureos           despojos.

ATENEA.—          Bien    has     hablado.       Pero   dime  una     cosa,  ¿has   hundido        bien            la         espada          en el   ejército         argivo?

ÁYAX.—  Me      cabe   ese      orgullo          y          no       voy     a          negarlo.

ATENEA.—          ¿También     contra           los       Atridas          has     blandido       tu     armado         brazo?

ÁYAX.—  De       tal       modo que     no       deshonrarán           nunca            más    a          Áyax.

ATENEA.—          Muertos       están,            por     lo        que     puedo           entender     de       tus      palabras. ÁYAX.—  Estando         muertos        ya,      ¡que   me      vengan     a          arrebatar      mis     armas!

ATENEA.—          Sea.    ¿Qué  hay,    pues,  del      hijo     de       Laertes?        ¿Qué  destino            le         has deparado?       ¿O      es        que     se        te        ha       escapado?

ÁYAX.—  ¿Me    preguntas    acaso dónde            se        encuentra    ese      astuto     zorro?

ATENEA.—          Sí,       hablo de       Odiseo,         tu        adversario.

ÁYAX.—  Mi       más    dulce  presa,            oh       señora,         dentro           está.   No            quiero           que     muera todavía…

ATENEA.—          ¿Qué  le         quieres          hacer antes  o         qué     mayor           provecho     quieres          sacar?

ÁYAX.—…           antes  de       que     atado en       el         poste de       la     tienda… ATENEA.— ¿Qué  daño  le         infligirás        al         infeliz?

ÁYAX.—…           enrojecidas,            previamente,          sus      espaldas       por     los     latigazos,      muera.

ATENEA.—          No      maltrates      así       al         desgraciado.

ÁYAX.—  En       todo   lo        demás           deseo agradarte,    Atenea,         pero   ése            expiará          con     este castigo y          no       con     otro.

ATENEA.—          Ya       que     tu        gusto es        el         hacerlo,        sírvete           tú,       pues,            de       tu        brazo y          por     nada dejes   de       hacer lo        que     piensas.

ÁYAX.—  Me      voy     a          hacerlo.        Una    cosa   deseo de       ti,        que     me     asistas            siempre        como la aliada        que     eres.

(Entra         Áyax  de       nuevo            en       la        tienda.)

ATENEA.—          ¿Ves,  Odiseo,         cuánto           es        el         poder de       los       dioses?            ¿A       quién te        podrías haber        encontrado  más    previsor        que     este            hombre         o         que     actuara         con     más    oportunidad?

ODISEO.—          Yo,      por     lo        menos,          no       conozco        a          nadie.            No            obstante,      aunque         sea      un enemigo,            le         compadezco,            infortunado,           porque          está    amarrado     a          un       destino          fatal.  Y            no pienso     en       el         de       éste    más    que     en       el         mío,   pues   veo     que            cuantos         vivimos         nada  somos sino  fantasmas    o         sombra         vana.

ATENEA.—          Por     eso     precisamente,         viendo           tales   cosas,            nunca            digas  tú        mismo           una palabra arrogante     contra           los       dioses,           ni            te        vanaglories  si         estás  por     encima          de       alguien          o por  la            fuerza            de       tu        brazo o         por     la         importancia            de       tus            riquezas.       Que    un       solo    día      abate y, otra           vez,    eleva  todas  las       cosas            de       los       hombres.     Los      dioses            aman a          los       prudentes    y aborrecen            a          los       malvados.

(Atenea      desaparece.            Odiseo           sale    de       escena          y          entra el         Coro   de       marineros.)

CORO.

Hijo         de       Telamón,      que     tienes por     trono a         Salamina,    la         que, situada         en       el         cercano mar,          está    rodeada       por     él,       me      alegro de       tu        bienestar.     Pero   cuando         una     aflicción        de parte       de       Zeus   o el         vehemente  y          malsonante lenguaje       de       los       Dánaos         te        atacan, gran temor  siento            y          espantado   estoy  como la        mirada          de       una    alada paloma.

Así           también        en       la        noche que     ahora termina,       incesantes    murmullos nos     envuelven, referentes      a         tu        deshonor,    de       que,   irrumpiendo            en el         prado,           gratísimo     a         los       caballos, has           dado  muerte          a         las reses  y          acabado       con     el         botín  que,    capturado   por     nuestras lanzas,    aún quedaba,     matándolo   con     el         reluciente     hierro.

Tales       maledicientes         palabras       ha       inventado    Odiseo           y          las       dice en       los       oídos  de       todos y         los       persuade      completamente.    Anda murmurando          de       ti         cosas que     convencen fácilmente,    y          todo   el         que le         escucha,       más    que     el         que     lo         ha       contado,      se        complace     en injuriarte      en       tus      desgracias.

Apuntando       a         los       espíritus        grandes        no       puedes          errar. Pero   si tales   cosas se        dijeran contra        mí       no       convencerían.        La       envidia          se desliza           contra           el         poderoso.    Sin      embargo, los          pequeños     sin       los poderosos    scm     débil   protección   de       la         torre. Porque,        junto  a          los grandes, el         pequeño       perfectamente       se        acopla           y          el         grande          se endereza      con     ayuda           de los pequeños.    Pero   no       es        posible          instruir a         tiempo          a         los       insensatos    en       estas  máximas. Tal          clase   de hombres       son     los       que     alborotan    y          nosotros,      contra           esto,   no tenemos fuerzas   para   defendernos           sin       ti,        señor.

Cuando  ahora han    esquivado    tu        mirada,         meten           ruido  cual    bandadas de       aves, pero    ante   el         gran   buitre,           si         tú        aparecieras de       repente, tal       vez     por     espanto,       en       silencio, se   agazaparían           sin       voz.

ESTROFA.

¿Acaso   la         guardadora de       toros, Ártemis         la        hija     de       Zeus   —¡oh tremendo     rumor,          oh causa      de       mi       deshonra!—,          le         impulsó contra           los       bueyes,         propiedad    de       todos,            de       la majada?  ¿Fue   por causa de       alguna          infructuosa  victoria,        o         por     estar  decepcionada ante los       gloriosos       despojos,     o         por     haber hecho cacerías        de       ciervos          sin ofrendas?    ¿O pudo       ser      Enialio           el         de       broncínea    coraza           que     de su        lanza aliada            tiene  queja y          venga            el ultraje      con     ardides nocturnos?

ANTÍSTROFA.

Nunca,   por     propio           impulso,       hijo     de       Telamón,      te        has     apartado de       tu        razón como para  arrojarte      entre  rebaños.       Un      mal     divino            debe haberte        llegado.        Que    Zeus   y          Febo quieran          alejar este    funesto rumor           de       los       argivos.

Y   si         los       grandes        reyes  inventan       calumnias    y          las       divulgan,      o proceden     de       la corrompida        raza   de       los       hijos   de       Sísifo  no       mantengas por     más    tiempo,         oh       señor,            tu rostro       así,     en       la        tienda            a la        orilla  del      mar,   aumentando          el         nefasto         rumor.

EPODO.

Antes      bien,   álzate            de       la        morada        donde           te        has     instalado en       esta    inactividad respecto        al        combate       que     ya       dura   largo  tiempo, inflamando tu        desgracia     hasta el cielo.         La       insolencia     de       tus      enemigos se        lanza sin       miedo            a         través            de       valles bien expuestos       a         los vientos,         carcajeándose       todos en       sus      lenguas         con     dichos            que     nos causan          vivo    dolor.

(Sale            Tecmesa,      esposa          de       Áyax.)

TECMESA.—        Ayudantes   de       la         nave   de       Áyax, el         de       la         raza    de            los       Erecteidas    que proceden         de       la         propia           tierra,            tenemos            motivos         para   gemir los       que     nos     preocupamos por la         casa    de            Telamón       lejos   de       ella,    porque          ahora el         fiero,  el         grande,         el            robusto         Áyax yace    afectado       por     turbulenta   agitación.

CORIFEO.—         ¿Cuál es        la         pesadumbre            que     esta    noche            nos     ha            traído            en       lugar  de       la tranquilidad?      Habla,           hija     del      frigio            Teleutante,  porque          tras     conquistarte            con     su        espada y       hacerte            su        esposa,          en       su        amor  por     ti         es        constante     el         impetuoso            Áyax. Por     eso,    no nos           darías            una     explicación   sin       conocer        los            hechos.

TECMESA.—        ¿Cómo,         pues,  puedo            contar           un       relato que     es            inenarrable?           Te       vas      a informar   de       un       suceso           que     equivale            a          una     muerte:        preso de       un       ataque          de       locura, nuestro            ilustre            Áyax   ha       quedado       en       esta    noche            deshonrado.            Dentro          de       la         tienda puedes        ver      víctimas        bañadas        en            sangre,          degolladas   por     su        mano,            sacrificio       de       ese hombre.

CORO.

ESTROFA.

¡Qué       noticia           de       este    fiero   varón,           insufrible      y          sin       escapatoria     me      confirmas, divulgada      por     los       poderosos    dáñaos         y          a         la     que     un       insistente      rumor           acrecienta!

¡Ay!         ¡Siento          temor            ante   lo         que     se        avecina!       Este    hombre a         la        vista   de       todos morirá tras  haber dado  muerte          por     frenética       mano al        ganado,        a         la        vez     que     a          los       pastores       que apacientan     las yeguadas.

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí!      De       allí,      de       allí       nos     vino    con     cautivo            rebaño,         de       los       que     a unos           degollaba     dentro,         sobre la            tierra,            y          a          otros, rompiéndoles         las       costillas,        los       abría en            dos     partes.           Después        cogió  dos     carneros       de       blancas          patas:            a          uno     le         cortó  la         cabeza           y el     extremo        de       la         lengua,            y          los       tira     lejos,  y          al         otro,   erguido,        lo        ata      a          un       pilar            y,        con     una gran      correa           de       atar    caballos,       le         golpea           con            un       sonoro          látigo doble,            denostándole          con insultos que     un       dios,            no       un       hombre,       le         enseñó.

CORO.

ANTÍSTROFA

Es momento     ya       de       que     cada  uno,   cubierto        el         rostro con     velos, emprenda    en secreto    la        huida o,        sentado        en       banco            de       remeros con     rápido           movimiento,           se        vaya   en la  nave  que     surca el         alta    mar. ¡Qué  amenazas    agitan           contra           nosotros       los       dos poderosos        Atridas! Temo que,   golpeado,    una    muerte          por     lapidación    comparta     yo       con éste, de       quien un       terrible          destino          se        apodera.

TECMESA.—        Ya       no.      Pues   tras     un       fulgente        relámpago   se        calma,            después        de irrumpir  violentamente,       como el         viento            del      Sur.            Ahora,           consciente,  experimenta            un nuevo     dolor. En       efecto,           el            contemplar  las       desgracias    propias,        en       las       que     nadie más    ha intervenido,            causa enormes       dolores.

CORIFEO.—         Si         ya       está    calmado,      creo   que     podrá irle      bien.   La            importancia             del      mal que        ya        se        ha       ido      es        menor.

TECMESA.—        Si         alguien          te        permitiera    elegir,            ¿qué  preferirías:   ser            feliz    tú        afligiendo a los       tuyos,            o         estar  con     ellos   compartiendo            las       penas?

CORIFEO.—         La        que     es        doble,            oh       mujer,           es        mayor     desgracia.

TECMESA.—        Nosotros,     sin       estar  enfermos,    sufrimos       más    ahora.

CORIFEO.—         ¿Cómo          dices  eso?   No       comprendo tus      palabras.

TECMESA.—        Nuestro        hombre        cuando          se        encontraba  en       pleno            ataque           disfrutaba con       las       atrocidades  en       las       que     estaba            inmerso,       aunque         a          nosotros,      que     a          su        lado estábamos      en            nuestro         juicio, nos     afligiera.       Pero   ahora,           una     vez     que     ha            cesado           y          ha vuelto      en       sí         de       su        locura,          él         mismo            está    hundido        por     completo      en       un       fatal abatimiento, mientras       que            nosotros       en       nada  sufrimos       menos           que     antes.            ¿Acaso, entonces,            no       son     dobles           los       males a          partir de       uno    solo?

CORIFEO.—         Te       comprendo y          temo  que     algún golpe procedente  de       la            divinidad llegue.    Porque,        ¿cómo           no,      si         cuando         está    calmado            no       está    mejor que     cuando         estaba enfermo?

TECMESA.—        Debes            conocer        que     la         situación       es        ésta.

CORIFEO.—         ¿Qué  principio       de       locura            se        le         presentó            súbitamente?          Háznoslo      saber a          los       que     compartimos          sus            sufrimientos.

TECMESA.—        Vas     a          conocer        todos los       hechos,         puesto           que     eres            partícipe.      Aquél,           en las altas   horas de       la         noche            cuando          las            hogueras      vespertinas  ya       no       ardían,          tomó  la espada      de       doble filo            y          trataba          de       marcharse   en       una     injustificada            salida.            Yo            le         increpo y      le         digo:  ¿Qué  haces,            Áyax, por     qué     sin       ser            llamado         ni        convocado   por     mensajeros  ni por trompeta      alguna           te            lanzas            a          este    ataque?        Ahora            todo   el         ejército         duerme.

Él me      dirigió            pocas palabras,      de       las       siempre        repetidas:     «Mujer,            el         silencio          es        un adorno   en       las       mujeres».    Cuando         lo        oí,            yo       no       proseguí       y          él         salió    solo.   No      puedo           contar lo       que            allí       sucedió.        Lo       cierto es        que     entró trayendo      atados           juntamente            toros, perros pastores      y          una     presa  de       hermosa       lana.   A         unos   los            desnucaba,  a          otros, haciéndoles levantar       sus      cabezas,       los       degollaba            y          abría  en       canal. A         otros, atados,          los       maltrataba como  si         de            hombres       se        tratara,         precipitándose       sobre el         ganado.        Por            último,          saliendo fuera        a          través            de       la         puerta,          a          una            sombra         dirige sus      palabras,      en       contra           unas   veces de los Atridas,            otras  hablando      de       Odiseo,         añadiendo    a          grandes        carcajadas,  con            cuánta arrogancia se        había vengado       de       ellos   en       su        ataque.

Y  después        de       eso,    irrumpiendo            otra    vez     en       su        tienda            con            dificultad      y          a          medida         que pasa       el         tiempo,         va        volviéndose            a          su        juicio. Y          cuando         observa         su        tienda            llena   de estragos,            golpeándose           la         cabeza          se        pone  a          gritar y,        hundido        entre            los       despojos       de       los cadáveres          de       la         matanza       de       corderos,            se        sentó  y          se        arrancaba    con     fuerza           los       cabellos con            la            mano y          con     las       uñas.

Durante mucho           tiempo          se        mantuvo       sin       hablar;          luego  me            amenazó      con     terribles palabras,            si         no       le         manifestaba            todo            lo        que     había sucedido,     y          me      preguntaba en       qué aprieto  se            encontraba  metido.         Y          yo,      amigos,         temerosa,    le         dije     todo            cuanto           había hecho            que     yo       supiera.        Al        punto,           él            prorrumpió en       penosos        lamentos      como nunca antes            le         había yo            escuchado    —pues          siempre        consideraba            que     tales   lamentos      eran propios         de       un       hombre        cobarde        y          pusilánime—.         Se        quejaba            sordamente,           sin       proferir agudos      gritos,            como cuando          un       toro            muge.            Y          ahora,           expuesto       ese      hombre        a          tan infausta            suerte,           sin       comer,          sin       beber,           postrado      entre  los       rebaños            muertos        por     su espada,   está    sentado         inmóvil.        Es        evidente       que            algo    aciago            maquina,      pues   eso      da       a entender   en       sus      palabras            y          lamentos.     Mas,   ¡ea,     amigos!,        que     por     este    motivo          me llegué            aquí,  venid  en       mi       ayuda            entrando,     si         es        que     algún  poder            tenéis,           que     los       que     son de           este    modo,           con     los       consejos            de       los       amigos          se        doblegan.

CORIFEO.—         Tecmesa,      hija     de       Teleutante,  nos     dices  cosas  terribles:       que            nuestro héroe        se        ha       enloquecido            por     sus      males.

(Se   oye     dentro           la        voz     de       Ayax.)

ÁYAX.—  ¡Ay      de       mí!

TECMESA.—        Pronto,         según parece,          estará            peor.  ¿O      es        que     no            habéis            escuchado   a Áyax           qué     grito   ha       lanzado?

ÁYAX.—  ¡Ay,    aay     de       mí!

CORIFEO.—         Parece           que     el         hombre         está    enfermo       o          que     sufre            al         encontrarse             con pasados            motivos        de       desgracias.

ÁYAX.—  ¡Ay,    hijo,   hijo!

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí,      infortunada!           Eurísaces,     por     ti          clama.            ¿Qué  está    tramando? ¿Dónde         estás?            ¡Desdichada            de       mí!

ÁYAX.—  A         Teucro          llamo,            ¿dónde         está    Teucro?        ¿Es      que            constantemente     va       a          estar saqueando,  mientras       yo       me      estoy            muriendo?

CORIFEO.—         El         hombre        parece           que     razona.         Ea,      abrid.

Tal           vez      adquiera       un       cierto respeto         cuando         me      haya   visto.

TECMESA.—        Mira,  abro.  Te       es        posible          ver      sus      acciones        y          cómo     está    él         mismo.

(Abre            la         puerta           y          aparece        Áyax  sentado        en       medio            de          las       reses  muertas.)

ESTROFA           1.a

ÁYAX.—   ¡Ah,    mis     marineros,   los       únicos            de       mis     amigos,         los únicos           que permanecéis   fieles  a         una     recta  ley!     Ved    qué     ola      desde ha poco  me      envuelve, rodeándome   bajo   los       efectos          de       la        sangrienta tempestad.

CORIFEO.—         ¡Ah,    cuán   fidedignamente      pareces         probarlo!     Se        demuestra            que     su acción      procedió       de       la         locura.

ANTISTROFA    1.a

ÁYAX.—   ¡Ah     raza   protectora   del      arte    naval!           Tú       te        embarcaste haciendo      girar   el marino     remo. A         ti,        a         ti         sólo    veo     que     puedas apartar         mi       desgracia.    ¡Ea,    degolladme!

CORIFEO.—         Di        palabras       de       buen  agüero,         no       vayas a          acrecentar            el         sufrimiento  de tu  destino          ofreciendo   un       mal     remedio        a          la            desgracia.

ESTROFA           2.a

ÁYAX.—   ¿Ves   al        intrépido,     al        animoso,      al        que     en       destructores combates     no tembló    jamás?          A         mí,      terrible          por     mis     manos,          entre animales      que     no       producen     temor.

¡Ay      de       mí,      motivo          de       irrisión!         ¡Cómo           he       sido    ultrajado!

TECMESA.—        Áyax, dueño           mío,   te        lo        suplico,         no       digas  eso.

ÁYAX.—  ¿No    te        irás     fuera?           ¿No    te        volverás       sobre tus      pasos?     ¡Ay,    ay!

TECMESA.—        ¡Oh,   por     los       dioses,           cede   y          sé        sensato!

ÁYAX.—   ¡Ay      infortunado de       mí,      que     con     mi       mano solté   los       genios vengadores y, cayendo   sobre cornudos      bueyes          y          lustrosas       cabras, derramé       negra sangre!

CORIFEO.—         ¿Por   qué     te        afliges,           si         es        por     hechos          ya            pasados?      No      podría           suceder que            estas  cosas  no       fueran           así.

ANTISTROFA    2.a

ÁYAX.—   ¡Ah     el         que     todo   lo        observas,     constante     instrumento            de todos los       males, hijo   de       Laertes,        el         más    sucio  truhán          del      ejército! Ciertamente,           para   tu        contento      llevas gran  motivo          de       risa.

CORIFEO.—         Con    la         intervención            de       un       dios,   cualquiera    ríe       o     se        lamenta.

ÁYAX.—  ¡Ojalá            lo        viera, aun    estando        así       de       afligido,        ay       de     mí!

CORIFEO.—         Nada  hables           orgullosamente.     ¿No    ves      en       qué     punto de            desgracia estás?

ÁYAX.—   ¡Oh     Zeus,  padre de       mis     antepasados!         ¿Cómo,         tras     destruir al        muy astuto, odioso           truhán,         y          a         los       dos     poderosos    reyes, podría           finalmente   morir también yo?

TECMESA.—        Cuando         esto    pidas, pide    también        mi       muerte          a          la            vez.    Pues,  ¿por   qué tengo    que     vivir    yo,      si         tú        estás  muerto?

ESTROFA           3.a

ÁYAX.—   ¡Ah     oscuridad     que     eres    luz       para   mí!      ¡Oh     Érebo,           que     me resultas         muy luminoso!       Recibidme,   recibidme     como habitante,    recibidme.    Ni a         la        estirpe           de       los dioses     ni         a         la        de       los       efímeros hombres       soy      ya       digno de       mirar esperando   ayuda alguna.       La        poderosa diosahija      de       Zeus,  a         mí,      desdichado, me      atormenta.  ¿Adonde puede     uno huir?  ¿Adonde       iré       a         quedarme,  si         nuestras       cosas se        consumen, amigos,        y el      castigo          está    cerca de       mí       y          estoy  dedicado      a         una loca    cacería?        El         ejército         entero podría         venir  a         matarme      a mandobles.

TECMESA.—        ¡Oh     desdichada!            ¡Que   un       hombre        cabal  diga    cosas            semejantes,             que nunca   antes  él         mismo           hubiera         osado!

ANTISTROFA    3.a

ÁYAX.—   ¡Ah,    pasos que     resuenan      con     el         ruido  del      mar,   cuevas marítimas    y          prado costero,       mucho,         mucho,         largo  tiempo          ya       me retenéis        en       torno a         Troya!           Pero   ya       no más,        ya       no       conservaré el         aliento.         ¡Sépalo         esto    todo   el         que     entienda!     ¡Oh     vecinas corrientes del      Escamandro,          favorables   a         los       argivos!        Ya       no       veréis a         este hombre        — voy           a         hacer una    orgullosa      afirmación—,         a          un hombre        cual    Troya no       ha       visto   ningún otro en       el         ejército         que     vino de       la        tierra helénica;      y          ahora,           en       cambio,        deshonrado, yace aquí.

CORIFEO.—         Yo       no       puedo           impedírtelo  y          no       sé        cómo permitirte            hablar,          caído  como estás  en       tales   desgracias.

ÁYAX.—  ¡Ay,    ay!      ¿Quién          hubiera         pensado       nunca            que     mi            nombre         se        iba      a          adecuar tan significativamente            a          mis            males?           Ahora            me      es        posible          dar     ayes   dos     y          tres     veces            ya que           en       tales   infortunios   me      encuentro.   Mi       padre,           después            de       obtener         como premio          los primeros            galardones   del      ejército,            desde esta    tierra del      Ida      regresó         a          su        patria con     gran gloria.  Yo,            sin       embargo,     hijo     de       aquél,            habiendo      llegado          más    tarde  a            esta    misma           tierra troyana        con     un       arrojo            no       inferior          y            habiendo      rendido         no       menores       servicios       con     mi propia     mano,            muero           así       deshonrado por     los       argivos.

No           obstante,      creo   estar  seguro           de       una     cosa:  que     si         Aquiles            viviera           y          fuera  a adjudicar  a          alguien          con     sus      armas            el            premio          del      heroísmo,    ningún           otro    que     no       fuera yo        se        lo            hubiera         llevado.         Pero   ahora los       Atridas          actuaron      en       esto    de            acuerdo        con     un hombre  malvado,      con     desprecio     de       las       hazañas            de       mi       persona.

Y  si         estos  ojos    y          la         mente            extraviada    no       se        hubieran            desviado       de       mi       intención, nunca   hubieran      vuelto            a          sentenciar            así       contra           otro    hombre.       Ahora            la         indómita       diosa hija     de            Zeus,  la         de       aterradora   mirada,         cuando         dirigía            ya        mi       brazo            contra           ellos,  me hizo        fracasar,       infundiéndome      un       rapto  de            locura,           de       suerte            que     en       estos  animales       he ensangrentado            mis     manos.          Y          aquéllos        se        ríen    porque          se        han     librado            contra           mi voluntad.           Pero,  cuando          es        un       dios    el         que            inflige            el         daño, incluso          el         débil   podría esquivar     al         poderoso.

Y  ahora,           ¿qué  debo  hacer?           Yo       que     soy     claramente  aborrecible  a            los       dioses,           al         que el            ejército         de       los       helenos         odia,  y            Troya entera,          así       como estas  llanuras,        detestan… ¿Acaso            atravesaré            el         mar    Egeo   en       dirección      a          mi       casa    abandonando         estos            lugares          que nos        sirven            de       puertos         y          dejando        solos  a            los       Atridas?        ¿Y       qué     rostro            mostraré      cuando me  presente       ante            mi       padre Telamón?     ¿Cómo          va        a          soportar       verme,          si            aparezco      sin galardones,      de       los       que     él         obtuvo          una     gran            corona          de       gloria?           No      es        cosa   soportable.

Entonces,          pues,  ¿iré     hacia  la         fortificación             de       los       troyanos       y            combatiré    yo       solo contra  ellos   sin       nadie más,   para   hacer alguna            proeza           y,        por     último,          morir?           Pero   de esta          manera         yo            daría  gusto  a          los       Atridas.         No       es        posible          esto.   Tengo            que            buscar           un proyecto            de       unas   características        tales   que     evidencien            a          mi       anciano         padre,           de       algún modo,           que     no       he            nacido           de       él         para   ser      un       cobarde.       Porque          vergonzoso  es            que     un hombre  desee vivir    largamente  sin       experimentar          ningún            cambio          en       sus      desgracias. ¿Cómo           puede            alegrarnos    añadir            un       día      a          otro    y          apartarnos   de       morir?           No      compraría por            ningún           valor  al         hombre        que     se        anima            con     esperanzas            vanas;            el         noble debe  vivir con       honor            o         con     honor            morir.            Mi       discurso        por     entero           has     escuchado.

CORIFEO.—         Ninguno       dirá    nunca            que     has     hablado        palabras            fraudulentas,          Áyax, sino    de       tu        propio           sentir.            Desiste,         sin            embargo,     y          permite         a          los       amigos          que     prevalezcan sobre            tu        determinación        y          echa   en       olvido            estas  consideraciones.

TECMESA.—        ¡Oh     Áyax, dueño           mío!,  ningún          mal     hay     mayor           para            los       hombres       que el            destino          que     se        nos     ha       impuesto.     Yo            nací    de       un       padre libre   y          poderoso      y          rico     cual ninguno           entre            los       frigios.           Ahora            soy     una     esclava          porque          así       les       plugo            a          los       dioses            y, sobre        todo,  a          tu        brazo.           Por     tanto,            una     vez      que     compartí      tu        lecho,            bien    miro   por     lo         tuyo y            te        imploro,        por     Zeus   protector      de       nuestro         hogar y          por     tu            tálamo           en       el         que     conmigo te  uniste,           que     no       me      hagas            merecedora            de       alcanzar        dolorosa       fama  entre  tus      enemigos, si            me      dejas  sometida      a          otro.

Porque  si         tú        mueres         y,        con     ello,    me      dejas  abandonada,            piensa            que     en       ese      día también yo,      arrebatada  a          la         fuerza            por     alguno           de       los       argivos,         juntamente con     tu        hijo, tendré el            régimen        de       vida    de       una     esclava.         Y          alguno           de       mis            amos,            hiriéndome  con     sus palabras,           me      lanzará          mordaz            saludo:          «Ved  a          la         esposa           de       Áyax, el         que     fue      el         más poderoso     del      ejército,        qué     servidumbre           soporta,        en       vez      de       ser            objeto           de       envidia.»      Así hablará  alguien          y,        mientras       un       dios            a          mí       me      maltratará,  para   ti          y          para   tu        linaje  estas palabras            serán motivo          de       oprobio.

Ea,           avergüénzate          de       abandonar   a          tu        padre en       la         penosa            vejez, siente             respeto         por     tu madre,     de       edad  avanzada,    que            muchas         veces implora         a          los       dioses            que     vuelvas          a          casa sano   y          salvo. Apiádate,     señor,            de       tu        hijo,   si,        privado         del            cuidado         que     requiere       su niñez,       separado      de       ti,        va        a          pasar            su        vida    bajo   tutores          que     no       le         quieran.        Piensa            qué gran            infortunio     nos     dejas  a          él         y          a          mí       con     ello,    en       el         caso            de       que     mueras.        Para   mí       no hay           ya       a          qué     dirigir la            mirada          si         no       estás  tú.       Porque          tú        aniquilaste   mi       patria con            tu espada     y          otro    sino    arrebató       a          mi       madre           y          al         que            me      engendró     para   que,   muertos, fueran    habitantes    del      Hades.           ¿Qué            patria podría           tener  yo       que     no       fueras            tú?      ¿Qué riqueza?        En            ti         estoy  yo       completamente     a          salvo. Así      pues,  tenme            también            a          mí       en       el recuerdo:            pues   es        preciso          que     el         hombre            recuerde,     si         es        que     algún contento       ha sentido.  Un      favor  otro    favor            siempre         engendra.    Aquel para   quien el         recuerdo      de       un beneficio            se        pierde,          no       podrá llegar a          ser      un       hombre        de       noble            linaje.

CORIFEO.—         Áyax, quisiera         que     tú        sintieras        en       tu        ánimo            la            compasión   que     yo siento.     En       ese      caso   aprobarías   las       palabras        de            ésta.

ÁYAX.—  Y,         ciertamente,           obtendrá      alabanza       por     mi       parte, si         sólo            lo        que     yo       ordene se    resigna          a          cumplir.

TECMESA.—        Sea,    querido         Áyax, yo       te        obedeceré   en       todo.

ÁYAX.—  Tráeme,        pues,  a          mi       hijo     para   que     lo        vea.

TECMESA.—        En       verdad          que     por     causa de       mis     temores        lo        saqué     de       aquí.

ÁYAX.—  ¿Mientras     estaba           en       estos  males,           o         qué     me      dices?

TECMESA.—        No      fuera  a          ser      que     al         toparse         contigo          el         infeliz     encontrara   la         muerte.

ÁYAX.—  ¡Esto   hubiera         sido    digno de       mi       destino!

TECMESA.—        En       cualquier      caso   yo       vigilé  para   evitarlo.

ÁYAX.       —Alabo         tu        acción           y          la         previsión      que     has      tenido.

TECMESA.—        Según            esto,   ¿en     qué     podría           serte  útil?

ÁYAX.—  Permíteme   hablarle        y          verle   cara    a          cara.

TECMESA.—        Está    cerca  de       aquí,  vigilado         por     los       servidores.

ÁYAX.—  ¿Por   qué,   pues,  se        retarda          su        presencia?

TECMESA.—        Hijo    mío,   tu        padre te        llama.            Tráelo            aquí,   tú,            siervo,           que     lo        guías  con tu            mano.

ÁYAX.—  ¿Se     lo        dices  a          uno    que     viene  a          rastras           o          a          quien     es        tardo  en       obedecer?

TECMESA.—        Aquí   cerca  viene  ya       el         servidor.

(Entra          un       esclavo         con     Eurísaces.     Tecmesa       lo        coge   y          lo          acerca           a         Áyax.)

ÁYAX.—  Levántalo,    levántalo      aquí,  que     no       se        asustará        por     mirar esta            carnicería recién    cometida,     si         es        que     en       verdad          es        hijo     mío.            Antes bien,   hay     que     adiestrarlo   en seguida   en       las       duras costumbres  de            su        padre y          asemejarle   en       su        naturaleza.

¡Oh         hijo,    ojalá   alcances        a          ser      más    feliz    que     tu        padre y            semejante    a          él         en       las       demás cosas,          y          no       serías un            cobarde!       Sin      embargo,     ahora,           por     esto    te        envidio,         por     no            ser consciente        de       ninguna        de       estas  desgracias.   La        vida    más    grata            está    en       la         inconsciencia hasta          que     llegas a          conocer        las            alegrías         y          las       penas.           Y          cuando         llegues           a          esto,            deberás mostrar    entre  los       enemigos      de       tu        padre quién eres    y          por            quién has      sido    formado. Mientras           tanto,            aliméntate   de       brisas            vanas,            robusteciendo        tu        joven vida    para   contento de            tu            madre.          Que    ninguno        de       los       Aqueos,        lo        sé,       te        humillará            con     hostiles          ultrajes,        ni aunque     estés  separado      de       mí:      tal       será            el         protector      que     como guardián       tuyo   dejaré, Teucro,      que     no            descuidará   tu        crianza,         a          pesar  de       que     ahora lejos   se        ha       ido            a          la         caza   de enemigos.

Pero,      guerreros     amigos,         tropa marina,         a          vosotros       os        suplico            este    favor  común,         que a aquél comuniquéis           mi       encargo        de       llevar            a          este    hijo     mío     a          mi       casa    y          mostrárselo a Telamón    y          a            mi       madre,          a          Eribea            me      refiero,         para   que     llegue             a            ser      para   ellos   un constante          sustento        de       su        ancianidad   hasta  que            alcancen       los       abismos        del      dios    de       los infiernos.           En       cuanto            a          mis      armas,           que     ni        unos   jueces            de       certámenes  ni        el            que     es        mi ruina,      las       expongan     entre  los       aqueos,         sino    que     tú            mismo,          hijo,   Eurísaces,     tomando      lo que            te        ha       dado  el            nombre,       sujétalo         por     la         correa           fuertemente           unida haciendo            girar   el indestructible     escudo          de       siete   capas.            Las      demás            armas            juntamente conmigo       serán enterradas.

(Devolviendo        el         niño   a         Tecmesa.)    Pero   cuanto          antes  recibe     ya       a          este    niño, cierra  el         cuarto           y          no       te        lamentes     llorando        delante         de       la        tienda.          La       mujer es muy          amiga     de       gimotear.     No      es        de       médico          sabio  entonar        palabras     de       conjuros ante         un       mal     que     hay     que     sajar.

CORIFEO.—         Siento            miedo            al         escuchar       esta    decisión.       No      me            gusta  tu        tajante          modo de      hablar.

TECMESA.—        ¡Oh     Áyax, mi       señor!            ¿Qué  maquinas     en       tu        corazón?

ÁYAX.—  No       me      interrogues,            no       me      preguntes.   Bueno            es        ser     prudente.

TECMESA.—        ¡Ay,    qué     angustiada   estoy!            En       nombre        de       tu        hijo            y          de       los       dioses            te suplico,    no       nos     traiciones.

ÁYAX.—  Mucho          me      importunas.            ¿No    comprendes            que     yo       no            estoy  ya        obligado por           gratitud         a          contentar     en       nada   a          los            dioses?

TECMESA.—        Di        palabras       respetuosas.

ÁYAX.—  Dilo     a          los       que     quieran         oír.

TECMESA.—        ¿No    nos     harás caso?

ÁYAX.—  Estás   diciendo       ya       demasiadas  cosas.

TECMESA.—        Es        que     estoy  asustada,      señor.

ÁYAX.—  (A        los       criados.)       ¿No    vais     a          cerrar            cuanto           antes?

TECMESA.—        ¡Ablándate, por     los       dioses!

ÁYAX.—  Me      parece           que     discurres       como una     necia, si         precisamente            ahora esperas educar      mi       carácter.

(Áyax          entra en       la        tienda.          Tecmesa       y          su        hijo     se        van.)

CORO.

ESTROFA           1.a

¡Oh          ilustre            Salamina!,   allí      donde            estás  eres    feliz,   batida           por el         mar,   famosa         desde siempre        para   todos.            Yo,      infortunado,           desde largo  tiempo          aguardando           en       el         Ida, durante           incontable    número de       meses            estoy  tendido         siempre         en       la        pradera        cubierta        de hierba,          consumido   por     el         tiempo,         con     el         funesto         presentimiento de       que     cualquier      día recorreré          el         horrible        y          oscuro           camino del      Hades.

ANTISTROFA    1.a

Y   sentado        se        encuentra    cerca de       mí       Áyax, difícil  de       cuidar,          ¡ay de       mí!,    poseído         de divina      locura,          a         quien tú        en       tiempos pasados        enviaste        poderoso     en       el         violento        Ares. Ahora,           en cambio,        apacentando          en       la        soledad         sus      pensamientos,        manifiesta ser      una gran      aflicción        para   los       suyos.            Las      antiguas       acciones       de enorme         valor  de       sus      manos han  caído, han    caído hostiles         a          juicio  de los       hostiles          y          miserables   Atridas.

ESTROFA           2.a

Ciertamente     que     su        madre,          cargada        de       años   y          compañera  de blanca           ancianidad, cuando         oiga   que     él         ha       perdido         la         razón lanzará,        desdichada, un       grito   de       dolor, un canto       de       dolor  y          no       el lamento        del      quejumbroso          pájaro,          del      ruiseñor.      Más    bien entonará agudos         cantos           y          en       su        pecho caerán          sordos           golpes producidos  con     sus manos   y          se        arrancará    los       cabellos        de       la blanca           melena.

ANTISTROFA    2.a

Mejor     es        que     se        oculte            en       el         Hades            el         que     sufre  este delirio,          el         que     por     linaje paterno        vino    a         ser      el         mejor de       los Aqueos         que     arrostran     muchos         trabajos.      Y          ya       no       es constante en       sus      habituales    impulsos,      sino    que     se        mantiene     alejado.        ¡Oh infortunado padre!,         ¡qué   penosa          locura            de       tu        hijo     te        resta  por conocer:       nunca            destino          alguno          de los Eácidas         la        alimentó       antes que     éste!

(Áyax          se        presenta       con     una     espada          en       la        mano.           Por     la        derecha        de       los espectadores    entra Tecmesa       con     el         hijo.)

ÁYAX.—  El         tiempo          largo  y          sin       medida         saca    a          la         luz      tocio            lo        que     era      invisible,       así como       oculta            lo        que     estaba           claro.            Nada  hay     que     no       se        pueda            esperar,        sino    que     son doblegados,            incluso,         el         terrible          juramento    y          las       mentes          obstinadas.  Yo,            que     hace   un momento          resistía           tan      violentamente,       cual    el            hierro            al         temple,         me      he       sentido          ablandado en         mi            afilado           lenguaje       a          causa de       esta    mujer.           Siento            compasión            de       dejarla           viuda entre mis     enemigos,    y          huérfano      a          mi       hijo.

Ea,           iré       a          bañarme      y          a          las       praderas       junto  al         mar    para            que,   purificando  mis manchas,         pueda            evitar la         terrible          cólera            de       la         diosa  y,        llegando       allí       donde           encuentre un         lugar  sin            pisar, tras     excavar         la         tierra,            ocultaré        esta    espada          mía,    la            más    odiosa           de       las armas,    donde            no       sea      posible          que     nadie            la         vea.    ¡Que  la         noche            y          el         Hades            la         guarden allá            abajo!            Pues   yo       desde que     la         recibí en       mis     manos           como            ofrenda         de       Héctor,         mi peor         enemigo,      nunca            recibí  un            beneficio      de       parte  de       los       Aqueos.        Cierto            es        el         dicho de los            hombres:      «los    dones            de       los       enemigos     no       son     tales   y          no            aprovechan».

Así           pues,  de       aquí    en       adelante       sabré ceder ante   los       dioses            y            aprenderé    a          respetar        a los   Atridas;         jefes   son,    por     tanto  hay     que            obedecerles,           ¿por   qué     no?     Las      más    terribles        y resistentes            cosas            ceden            ante   mayores       prerrogativas.         Y          así,      los       inviernos      con            sus      pasos de       nieve  dejan paso   al         verano          de       buenos          frutos.            Y          el         círculo           sombrío        de       la         noche            se aparta      ante   el            día      de       blancos         corceles        para   que     brille  su        luz.     Y          el         soplo            de       terribles vientos    calma el         ruidoso         mar;   el         omnipotente            sueño            libera tras     haber encadenado            y          no te  tiene  por     siempre            aunque         te        haya   apresado.     Y          nosotros,      ¿no     vamos           a            aprender      a          ser sensatos?          Yo,      al         menos,          acabo de       aprender            que     el         enemigo       deberá          ser      odiado          por nosotros           hasta  un            punto tal       que     también        pueda            ser      amado          en       otra    ocasión,            y          que     voy     a desear       ayudar          al         amigo            prestándole servicios            en       tanto  que     no       va       a          durar siempre.       Pues para    la         mayor            parte  de       los       hombres       no       es        de       fiar     el         puerto           de       la            amistad.        Y          por     ello, en         relación         con     esto,   todo   saldrá            bien.            Tú,      mujer,           entra  y          suplica           a          los       dioses            que     se cumplan            enteramente           los       deseos           de       mi       corazón.       Y          vosotros,            compañeros,           dadme honra         en       las       mismas         cosas  que     ella     y            comunicadle           a          Teucro,         cuando          llegue,           que     se ocupe       de            mí,      al         tiempo          que     se        porte  bien    con     vosotros.      Yo       voy     allí            donde            debo encaminarme.         Vosotros       haced            lo        que     os        digo            y,        tal       vez     pronto,         os        enteréis         de       que estoy     salvado,            aunque         ahora sufra  el         infortunio.

CORO.

ESTROFA.

Me           estremezco  de       gozo  y,        de       alegría,         me      echo   a          volar. ¡Ió, ió,       Pan,   Pan!   ¡Oh     Pan, Pan,     que     vagas por     la        orilla  del      mar,   muéstrate desde la        cumbre         del      monte           Cileno, batida         por     la        nieve, oh       señor organizador            de       los       coros de       los       dioses,           para   que     en       mi compañía     impulses       las       danzas          que     se        aprenden     solas  de       Nisa    y de       Cnoso!           Ahora            me interesa danzar          y          que     Apolo Delio, viniendo por     encima          de       los       mares            de       Ícaro, fácilmente   reconocible,            me asista en       todo   propicio.

Antrístofa.

Ares        nos     quitó  la        terrible          aflicción        de       los       ojos.   ¡Ió,      ió! Ahora            de       nuevo,          ahora,           oh Zeus,        es        posible          que     la reluciente     luz,     anuncio        de       días    felices,           se        acerque        a          las veloces naves que     se        deslizan        rápidas         por     el         mar.   Cuando         Áyax   se        ha vuelto            a          olvidar de    sus      males y,         otra    vez,    cumple          los       ritos   con toda   clase  de       sacrificios     a         los       dioses, honrándoles         con     el         mayor sometimiento.

Todo       lo         marchita      el         tiempo          poderoso     y          nada  diría   yo       que no       pueda            decirse cuando,     contra           lo        que     podría           esperarse,    Áyax ha       desistido       de       su        cólera            contra           los Atridas   y          de       sus grandes        querellas.

(Llega          corriendo     un       mensajero   procedente  del      campamento          de     los griegos.)

MENSAJERO.—   Amigos,        quiero           en       primer           lugar  anunciaros   que            Teucro           está    entre nosotros,      que     acaba de       llegar de       los       barrancos            de       Misia. Al        llegar junto  a          la         tienda            de los generales,    fue            insultado      por     todos los       argivos          al         tiempo.         Pues   cuando            supieron       que se           acercaba,     le         empezaron  a          rodear           desde lejos            para   después,       todos sin       excepción, imprecarle     con     insultos         desde            ambos           lados. Le        llaman           hermano      del      loco,   del      que     es enemigo            solapado       del      ejército,        diciendo        que     no       conseguirá   evitar el         morir            destrozado por      completo      a          pedradas.     A         tal       punto han     llegado,            que,   incluso,         blanden        al         aire     en       sus manos   las       espadas         ya            desenvainadas.

La pendencia    que     había ido      muy   lejos,  cesó   por     la         mediación    de       las            palabras        de los ancianos.      Pero,  ¿dónde         está    Ayax   para   que     le         diga            esto?  Es        a          los       de       mayor autoridad   a          quienes         debo            comunicarles          todo.

CORIFEO.—         No      está    dentro.         Hace   poco  que     se        ha       ido,     después            de       haber adecuado sus         nuevos          planes           a          sus      nuevas            disposiciones           de       ánimo.

MENSAJERO.—   ¡Ay,    ay!      El         que     me      envió con     esta    misiva            lo        hizo            demasiado   tarde o,        acaso,            yo       me      mostré          calmoso.

CORIFEO.—         ¿En     qué     se        ha       dejado           de       cumplir         este    cometido?

MENSAJERO.—   Teucro          prohibió       que     nuestro         hombre        saliera            del            interior          de       la morada    antes  de       que     él,       en       persona,       se            encontrara   presente.

CORIFEO.—         Pues   ya       se        ha       ido,     orientado     a          lo        más    provechoso            de       su        plan,  para reconciliarse con     los       dioses            por     su        ira.

MENSAJERO.—   Estas  palabras       están  llenas de       gran   insensatez,   si         Calcas            profetiza con          clarividencia.

CORIFEO.—         ¿Cómo?        ¿Qué  sabes tú        acerca           de       este    asunto?

MENSAJERO.—   Esto    sé,       pues   me      encontraba  presente.      Del      círculo           de            los consejeros        reales,           sólo    Calcas            se        levantó,        lejos   de       los            Atridas,         y,        colocando    su        mano afablemente           sobre el         brazo            derecho        de       Teucro,         le         dice    y          le         encomienda            que     por            todos los      medios,         mientras       dure   el         día      que     está    aún     luciendo,            encierre        a          Áyax   bajo   el         techo de       la         tienda            y          que     no            le         permita         salir,   si         quiere            ver      a          aquél vivo.   Según            sus            palabras, la  cólera            de       la         divina            Atenea          sólo    le         alcanzará            durante         este    día.     Porque          los       mortales orgullosos         y          vanos caen            —seguía        diciendo       el         adivino—      bajo   el         peso   de       las       desgracias que     envían           los       dioses,           como aquél  que,   naciendo      de       naturaleza            mortal,          no       razona después     como hombre.       Ése,    por     su        parte, nada            más    abandonar   su        casa,  se        mostró          un inconsciente,    a          pesar de            los       buenos          consejos       de       su        padre,           que     le         decía: «Hijo, desea            la victoria     con     la         lanza, pero   siempre         con     la         ayuda            de       la            divinidad.»

Pero       él,        de       forma            jactanciosa   e          insensata,     respondía:    «Padre,            con     los       dioses, incluso       el         que     nada  es,       podría           obtener         una            victoria.        Yo,      sin       ellos   estoy  seguro           de conseguir           esa      fama.»            Con    palabras        tales   alardeaba.

En            otra    segunda        ocasión,        a          la         divina            Atenea,         cuando            le         decía, animándole,            que dirigiera           la         mano homicida      contra            los       enemigos,    le         contestó,      enfrentándosele,   con terribles            e            inusitadas     palabras:      «Señora,      asiste  a          otros  argivos,         que     por     mi            lado    nunca flaqueará    la         lucha».          Con    estas  palabras,      se        ganó  la            cólera            hostil  de       la         diosa, por     no razonar  como un       hombre.

Pero,      si         vive    en       este    día,     tal       vez     podríamos   ser      sus      salvadores            con     la         ayuda            de       un dios.         Esto    dijo     el         adivino          y,            apartándose            al         punto del      sitio,   me      envía  a          ti         con     estas órdenes        para   que     sean   cumplidas.   Y          si         hemos           llegado          tarde, no            vive    ya        aquel hombre —si            Calcas            es        sabio.

CORIFEO.—         ¡Oh     desventurada         Tecmesa,      ser      desdichado!            Ven    a            ver      qué     palabras dice          éste,   pues   hieren           en       lo        vivo    y          no            pueden         alegrar          a          nadie.

(Sale            Tecmesa       de       la        tienda.)

TECMESA.—        ¿Por   qué,   desventurada         de       mí,      cuando         acabo de            descansar     de       mis incesantes        desgracias,   de       nuevo            me      levantas            de       mi       puesto?

CORIFEO.—         Escucha        a          este    hombre,       porque          ha       venido            trayéndonos           una     noticia acerca         de       la         suerte            de       Áyax   que            me      ha       apesadumbrado.

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí!      ¿Qué  dices, hombre?      ¿Es      que     estamos     perdidos?

MENSAJERO.—   No      conozco        tu        suerte,           pero   acerca           de       la         de            Áyax, si         es        que     está fuera,   no       estoy  confiado.

TECMESA.—        Sí         está    fuera, de       modo que     estoy  angustiada   ante    lo        que     dices.

MENSAJERO.—   Teucro          manda          que     retengamos a          aquél dentro           de            la         tienda            y          que     no salga        solo.

TECMESA.—        ¿Dónde         está    Teucro           y          por     qué     razón dice    esto?

MENSAJERO.—   Él         está    aquí    desde hace   muy   poco. Piensa           que     esta    salida            de       Áyax es         funesta.

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí,      desdichada!             ¿De    qué     hombre         lo        ha     sabido?

MENSAJERO.—   Del      adivino          hijo     de       Téstor.          En       este    día      de       hoy            le         ocurrirá        lo        que     le vaya          a          traer  muerte          o          vida.

            TECMESA.—     ¡Ay   de   mí,   amigos!,  protegedme  contra  un  destino   ineluctable.

Apresuraos  vosotros       para   que     Teucro           venga cuanto          antes.            Vosotros,            yendo            unos   hacia los       recodos         de       occidente     y          otros, a          los            del      levante,         tratad            de       hallar la         fatal   salida del héroe.    Me      doy            cuenta           de       que     he       sido    engañada     por     este    hombre         y            despojada    del      favor de        antaño.         ¡Ah!    ¿Qué  haré,  hijo?  No       debo            quedarme    sentada.       Ea,      iré       también        yo       allá hasta     donde            resista.          Partamos,    apresurémonos.    No      es        momento     de       sentarse            cuando queremos             salvar a          un       hombre        que,   se        afana por            morir.

CORIFEO.—         Estoy  dispuesto     a          salir    y          no       lo        demostraré  sólo    de            palabra.        La prontitud            de       la         acción           se        acomodará, a          la            vez,    a          la         de       mis     pasos.

(Salen         de       la        escena          el         Coro, Tecmesa       y          el     mensajero.  Ahora            estamos        en       un paraje     solitario        a          orillas     del      mar.   Se       distinguen    unos   arbustos.      Áyax  entra en escena     y     clava  la         espada          en       tierra con     la        punta hacia arriba.)

ÁYAX.—  La        que     me      ha       de       matar            está    clavada         por     donde            más    cortante        podrá ser,     si alguno       tiene, incluso,         la         calma de            calcularlo.    Es        un       regalo            de       Héctor,         el         que     me      es        el más    aborrecible  de       mis     huéspedes,  y          el         más    odioso           a          mi       vista.            Está    hundida        en       tierra enemiga,      en       la         Tróade,         recién            afilada           con     la         piedra           que     roe     el         hierro.           Yo       la         he            fijado con     buen  cuidado,       de       modo que,   muy   complaciente          para   este            hombre,       cuanto          antes  le haga          morir.            Y          así       bien    equipados            vamos           a          estar.

Después            de       estos  preparativos,          tú        el         primero,       ¡oh      Zeus!,            como es        justo, socórreme.  No      te        pido   alcanzar        un       gran   privilegio:            que     envíes            un       mensajero   que     lleve la          noticia           fatal    a            Teucro,         a          fin       de       que     él,        el         primero,       me      levante,            cuando          haya   caído  en esta          espada,         con     la         sangre           aún            reciente,       y          no       suceda          que,    reconocido  antes  por     alguno de     mis            enemigos,    me      dejen expuesto,     presa  y          botín  de       perros           y          aves            de       rapiña.          Esto    es lo   que     te        suplico,         oh       Zeus,  y          a          la            vez     invoco           a          Hermes,        el         que     conduce       al         mundo subterráneo,           que     bien    me      haga   dormir,         después        que,   sin            convulsiones           y          en       rápido salto,            me      haya   traspasado   el            costado         con     esta    espada.

Invoco   también        en       mi       ayuda            a          las       siempre        vírgenes,       que            sin       cesar  contemplan los sufrimientos     de       los       mortales,      a          las            augustas       Erinis,            de       largos            pasos,            para   que     sepan cómo            yo       perezco,       desdichado,            por     culpa  de       los       Atridas.         ¡Ojalá los            arrebaten     a          ellos, malvados,     del      peor   modo,           destruidos    por            completo,     igual   que     ven     que     yo       caigo muerto          por     mi       propia            mano!           ¡Así     perezcan      aniquilados  por     sus      más    queridos familiares!            Venid,            rápidas          y          vengadoras  Erinis,            hartaros,      no       tengáis            clemencia     con ninguno           del      ejército.

Y  tú        también,       oh       Sol,     que     el         inaccesible   cielo   recorres        en       tu            carro, cuando          veas   mi tierra       patria,           sujeta            la         rienda            dorada          y          anuncia         mi       desgracia      y          mi       destino          a          mi            anciano padre        y          a          mi       desgraciada madre.          De       seguro           que            la         infeliz,           cuando         oiga    esta    noticia,          un gran         gemido            lanzará          por     toda   la         ciudad.          Pero   no       es        provechoso lamentarse            en       vano   de estas        cosas,            sino    que     hay     que     poner manos           a            la         obra   cuanto          antes.

¡Oh         Muerte,        Muerte!,       ven     ahora a          visitarme.     Pero   a          ti            también        allí       te        hablaré cuando     viva    contigo,        en       cambio          a            ti,        oh       resplandor   actual            del      brillante        día,     y          a          ti,        el auriga            Sol,     os        saludo           por     última            vez     y          nunca            más    lo            haré   de       nuevo.          ¡Oh     luz,     oh       suelo sagrado         de       mi       tierra de            Salamina!,    ¡oh     sede   paterna         de       mi       hogar,           ilustre            Atenas            y          raza familiar!,         ¡oh     fuentes          y          ríos     de       aquí,  llanura            Troyana!,     a          vosotros       os        hablo y          os        digo adiós,   ¡oh      vosotros            que     habéis            sido    alimento       para   mí!      Esta    palabra         es        la            última            que     os dirijo,       las       demás           se        las       diré    a          los       de            abajo en       el         Hades.

(Áyax          se        lanza sobre la        espada          y          muere.          Queda         oculto            entre  la        maleza.

Entra      el         Coro   buscando     a         Áyax. Viene dividido        en       dos     semicoros.)

Primer    Semicoro.

La angustia       arrastra        angustia       sobre angustia.      Pues   ¿por   dónde,          por dónde,          por dónde    no       he       pasado          yo?     Ningún          lugar  sabe   socorrerme. Atención,     atención,      de       nuevo oigo  un       ruido.

Segundo            Semicoro.

De           nosotros,      tus      compañeros            de       la        nave.

Primer    Semicoro.

¿Y qué,   pues?

Segundo            Semicoro.

Está        explorado    todo   el         lado   occidental    de       las       naves.

Primer    Semicoro.

¿Has       obtenido…?

Segundo            Semicoro.

Enorme fatiga y          nada  nuevo            a          la        vista.

Primer    Semicoro.

Pero       tampoco       el         hombre        se        ha       aparecido    por     parte  alguna     en       la         ruta    del      Oriente.

CORO.

ESTROFA.

¿Quién,  quién entre  los       afanados     pescadores  que     sin       descanso      hacen su pesca,           o cuál de       las       diosas            del      Olimpo,         o         de       los       ríos     que corren           al         Bosforo,       si         en       alguna          parte ha       visto   errante         al de       fiero   corazón,       podría           decírmelo     a         voces?           Es        terrible          que yo, que         ando  errante         con     grandes        fatigas,         no       pueda            llegar junto a         él         en       un       recorrido favorable          y          no       pueda           ver      dónde está    ese      hombre         de       descarriada mente.

(Se   oyen   lamentos      detrás           de       los       matorrales.)

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí,      ay!

CORIFEO.—         ¿De    quién es        ese      grito   cercano        que     ha       partido          del     bosque?

TECMESA.—        ¡Ah,    desdichada!

CORIFEO.—         Reconozco   a          la         infeliz mujer conquistada            por     la         lanza,            a          Tecmesa, profundamente         afectada,      a          juzgar            por     este            lamento.

(Aparece    Tecmesa.)

TECMESA.—        ¡Estoy            perdida,        estoy  muerta,        destrozada, amigos!

CORO.

¿Qué      sucede?

TECMESA.—        Áyax   yace   aquí,  se        nos     acaba de       sacrificar      atravesado   por            la         espada que  está    oculta.

CORO.

¡Ay          de       mi       regreso!       ¡Ay,    has     matado        a         la        vez,    oh señor,            a          este    compañero de travesía, oh       desgraciado            de       mí!      ¡Oh desdichada  mujer!

TECMESA.—        Estando        éste    como está,   hay     motivo          para   dar      ayes.

CORIFEO.—         ¿Y       por     mano de       quién el         desdichado  lo        llevó   a          cabo?

TECMESA.—        Él         mismo           por     sí         mismo.          Es        evidente:      la            espada          sobre la         que     ha       caído, clavada        por     él         en       tierra,            lo        manifiesta.

CORO.

¡Ay,         qué     desgracia     la        mía!   Por     lo        visto   tú        solo    te        has     dado muerte,        sin       protección de         amigos.         Y          yo,      sordo a         todo,  sin enterarme   de       nada, me      despreocupé.          ¿Dónde, dónde      yace   el         obstinado Ayax, de       funesto         nombre?

TECMESA.—        No      está    para   ser      visto.  Yo       lo        cubriré          con     este            manto           que     le         abarca           por completo,         ya       que     nadie,            ni            siquiera         un       amigo,           podría           soportar       verle  expulsando  negra sangre           por     las       narices          y          de       su        mortal           herida            por     su            propio           suicidio.        ¡Ay     de       mí!      ¿Qué haré? ¿Quién          de       tus            amigos          te        levantará?   ¿Dónde         está    Teucro?        ¡Qué  a          punto            vendría, si    llegara,          para   ayudarme    a          enterrar        a          su        hermano!            Aquí   yaces  muerto,        ¡oh infortunado     Áyax!,            siendo           cual    eres.   ¡En            qué     estado           te        encuentras, que     te        hace merecedor    de       alcanzar            lamentos,     incluso,         de       tus      enemigos!

CORO.

ANTÍSTROFA.

¡Desventurado!          Al        final   ibas,   ibas    a         cumplir,        por     tu        obstinado corazón,       tu        fatal destino           de       inmensos      males.           ¡Qué  odiosas quejas           exhalabas,   corazón        cruel, contra           los Atridas   de       día      y          de noche,           con     funesto         sentimiento!            ¡Grande        en       desgracias   fue      aquel día      desde el         principio,      cuando         tuvo   lugar  un       certamen     de       valor  por las       armas!

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí!

CORIFEO.—         Llega  a          tus      entrañas       una     auténtica      aflicción.

TECMESA.—        ¡Ay,    ay       de       mí!

CORIFEO.—         Nada  me      asombra       que     doblemente            te        lamentes,            mujer,           cuando         acabas de    perder           tal       ser      querido.

TECMESA.—        A         ti         te        es        posible          imaginarlo,  pero   en       mí       hay            un       desmesurado sentimiento.

CORO.

Lo confirmo.

TECMESA.—        ¡Ay     de       mí,      hijo!   ¡Hacia            qué     yugos de       esclavitud     nos            encaminamos, qué          clase   de       protectores  nos     vigilan!

CORO.

¡Ah!         En       tu        aflicción        has     nombrado   inenarrables           hechos          de los       dos     implacables Atridas.        Pero,  ¡ojalá lo        impida          la        divinidad!

TECMESA.—        ¡No     se        habría           llegado          a          esta    situación       sin       la            colaboración           de       los dioses!

CORIFEO.—         Pesada,         por     encima          de       nuestras       fuerzas,         es        la            carga que     nos     han impuesto.

TECMESA.—        Palas, la         terrible          diosa  hija     de       Zeus,  ha       causado,       sin            embargo,     tal dolor       para   agrado          de       Odiseo.

CORO.

Sin           duda  que     el         muy   osado            varón se        ensoberbece           en       su sombrío        corazón        y          ríe       por estos      frenéticos     males con     estentórea carcajada,   ¡ay,     ay!,    y          juntamente los       dos soberanos       Atridas          al escucharlo.

TECMESA.—        Pues   bien,  ¡que   ellos   se        rían    y          se        regocijen      con     las            desgracias    de éste!        Que,   tal       vez,    aunque         no       le         echaban        de            menos           mientras       vivía,  le         lamenten      muerto por la         necesidad     de            su        lanza. Los      torpes           no       conocen        lo        valioso,         aun     teniéndolo            en       sus manos,  hasta  que     se        lo         arrebatan.

Su            muerte          me      es        amarga,        en       la         medida         que     es        dulce            para   aquéllos        y,        para   él mismo,     es        agradable.   Lo       que     deseaba            obtener         lo        ha       conseguido  para   sí:        la         muerte          que quería.  ¿Por            qué,   en       ese      caso,  podrían         reírse de       él?      A         los       dioses            concierne     su        muerte, no  a          aquéllos,       no.      Según            eso,    que     se            jacte   Odiseo           con     argumentos             vanos.           Áyax   no existe       ya       para            ellos,  se        ha       ido      dejándome  penas y          lamentos.

(Tecmesa   sale.   Se       oyen  los       lamentos      de       Teucro          antes  de       que     aparezca      en escena.)

TEUCRO.—          ¡Ay     de       mí,      ay!

CORIFEO.—         Silencio.        Me      parece           estar  oyendo         la         voz     de            Teucro,         que     deja    oír       un canto       acorde          con     esta    desgracia.

(Aparece    Teucro.)

TEUCRO.—          ¡Oh     muy   querido         Áyax! ¡Oh     rostro            fraterno        para   mí!            ¿Es      verdad          que has         sucumbido   como el         rumor           asegura?

CORIFEO.—         El         héroe ha       perecido,      Teucro,         entérate.

TEUCRO.—          ¡Ay     de       mí!      ¡Cruel            es,       pues,  mi       suerte!

CORIFEO.—         Como que     estando        así       las       cosas… TEUCRO.—          ¡Ah,    desgraciado            de       mí,     desgraciado!

CORIFEO.—…      hay     razón para   gemir.

TEUCRO.—          ¡Oh     impetuoso   sufrimiento!

CORIFEO.—         Excesivo,      en       verdad,         Teucro.

TEUCRO.—          ¡Ah,    infortunado!           ¿Qué  es        de       su        hijo?  ¿Dónde         se            encuentra    en       la         tierra de       Troya?

CORIFEO.—         Está    solo    junto  a          las       tiendas.

TEUCRO.—          ¿No    lo        traerás          cuanto           antes  aquí,  no       sea      que            alguno           con     malas intenciones lo         arrebate       como a          un       cachorro            de       leona  sin       protección? Ve,      apresúrate, socórrele.     Todos            suelen            reírse de       los       muertos        tan      pronto           como están  caídos.

CORIFEO.—         Ciertamente            que     cuando          aquel varón aún     vivía,  Teucro,            encargó        que te           cuidaras        de       él         como lo        estás  haciendo.

TEUCRO.—          ¡Oh     el         más    doloroso,      para   mí,      de       cuantos            espectáculos           he contemplado    con     mis     ojos,   y          camino,         de       todos            los       caminos,       el         que     más    ha       afligido          mi alma,       el         que     ahora            he       hecho,           oh       queridísimo Áyax,  lanzándome            a          seguir            tu            rastro,           una vez         que     me      enteré           de       tu        muerte!        La            noticia           acerca           de       ti         rápidamente,          como si         fuera  de una            divinidad,     corrió a          través            de       todos los       Aqueos:        que     habías            muerto.        Yo, desdichado,     al         oírlo,  mientras       estaba           ausente,            gemía            y          ahora,           al         verte, me      muero.          ¡Ay!

(A     un       esclavo.)       Ea,      descúbrelo   para   que     vea     la        desgracia     en     todo   su alcance.  ¡Oh     rostro terrible          de       contemplar y          de       cruel     audacia,       cuántas amarguras         siembras       en       mí       con     tu        muerte!     ¿Adonde       me      es        posible          ir,        a         qué mortales,         ya       que     no     te        serví   de       ayuda           en       tus      dolores?       ¡Sí       que     me      va       a     recibir con   buena           cara   y          propicio        Telamón,      tu        padre a         la     vez     que     mío,   cuando         llegue sin      ti!        Y          ¿cómo           no?,    si         a     él         ni         en       la        prosperidad le         es        natural         una    agradable sonrisa. ¿Qué  guardará,    qué     insulto           no       dirá    al        bastardo      nacido     de       una cautiva enemiga,      al        que     te        ha       traicionado por     temor     y          por     cobardía,     a         ti,        muy querido           Áyax, acaso con     engaños,     para   obtener         tus      privilegios    y          tu        palacio, una           vez      muerto?     Tales  cosas  dirá    ese      hombre        iracundo,     pesaroso      en       su        vejez, que     por     nada  se        encoleriza    y          llega   hasta la        disputa.

Y, finalmente,  seré    desterrado, echado          del      país,   mostrándome         en            habladurías como un       esclavo,        en       lugar  de       como un       hombre         libre.            Tales  cosas  me      aguardan     en       mi patria.     Y          en       Troya tengo muchos            enemigos      y          pocas ayudas,         y          todo   esto    lo        he encontrado       con            tu        muerte,         ¡ay      de       mí!      ¿Qué  haré? ¿Cómo          te        arrancaré     de            esta    cortante espada    de       resplandeciente     filo,     desdichado,             por     la            cual    has      perecido?     ¿Has   visto   cómo al         cabo   del      tiempo          iba            Héctor,          incluso          muerto,        a          matarte?

Considerad,      por     los       dioses,           la         suerte            de       estos  dos     hombres:            Héctor,          sujeto            al barandal  del      carro  por     el         cinturón        con     el            que     precisamente          fue      obsequiado  por     éste, fue       desgarrándose       hasta            que     expiró.           Y          éste,   que     poseía            este    don    de       aquél,            ha            perecido en mortal           caída  por     causa de       la         espada.         ¿No    es            Erinis,            acaso,            la         que     forjó   esta    espada y      Hades,           fiero            artesano,      lo        otro? Yo,      ciertamente,           diría   que     éstas, así       como todas            las cosas,      las       traman          siempre         los       dioses            para   los       hombres.            Y          para   quien estos pensamientos         no       sean   aceptables   en       su            creencia,       que     él         se        conforme     con     los       suyos y yo    con     éstos.

CORIFEO.—         No      te        extiendas      demasiado,  antes  bien,  piensa            en            seguida         cómo enterrarás   al         hombre         y          qué     vas      a          decir. Pues            veo     un       enemigo,      y          tal       vez      venga a          reírse de       nuestras            desgracias,   cual    haría  un       malvado.

TEUCRO.—          ¿Quién          es        el         guerrero       del      ejército         que     ves?

CORIFEO.—         Menelao,      en       cuyo   provecho      emprendimos         esta    travesía.

TEUCRO.—          Ya       veo,    pues   de       cerca  no       es        difícil  reconocerlo.

(Entra         Menelao       con     su        séquito.)

MENELAO.—       ¡Eh,    tú,       te        ordeno          que     no       entierres       ese      cadáver            con     tus      manos,          sino que       lo         dejes  como está!

TEUCRO.—          ¿Con  qué     objeto           has      malgastado  tantas            palabras?

MENELAO.—       Porque          así       nos     parece           bien    a          mí       y          al         que     manda           el         ejército.

TEUCRO.—          ¿Y       no       podrías         decir   qué     razón invocáis?

MENELAO.—       Que,   habiendo      creído            traernos       de       la         patria con     él            a          un       aliado            y amigo         de       los       aqueos,         nos     hemos            encontrado,            tras     una     prueba,         a          alguien          peor   que     los frigios,            un       hombre         que,   tras     maquinar     la         destrucción para   todo   el            ejército,        salió   por     la noche       a          sembrar        la         muerte          con     su            espada.         Y,        si         uno    de       los       dioses            no       hubiera amortiguado            este    intento,         seríamos       nosotros       los       que     yaceríamos  muertos        de            la         peor   de las muertes,       cual    el         destino          que     ése      ha       obtenido,            mientras       que     él         estaría           vivo.   Pero   un dios          cambió          el            rumbo           de       su        insolencia     para   hacerla          recaer           en       carneros            y          rebaños.

Por          ello,    ningún          hombre        existe con     tanto  poder como para   enterrar            en       la         sepultura su           cuerpo,         sino    que,   abandonado           en       la            parda arena,            será    pasto para   las       marinas        aves. Y,         ante    esto,   no            te        exaltes           en       cólera            terrible;         pues,  si         estando         vivo    no            fuimos           capaces de  dominarle,   lo         haremos       por     completo      ahora que            está    muerto,        aunque         tú        no       quieras, controlándole    en       nuestras            manos.

Nunca    quiso  escuchar       mis     palabras        cuando         vivía.  Y          en       verdad            que     es        propio           de       un malvado el         que,   como hombre         del            pueblo,         no       tenga en       nada  el         obedecer      a          los       que están     al            frente.           En       efecto,          en       una     ciudad           donde           no       reinase            el         temor,           nunca            se        llevarían las leyes  a          buen  cumplimiento,            ni        podría           ser      ya       prudentemente      guiado           un       ejército,        si no            hubiera         una     defensa         del      miedo            y          del      respeto.        Y          es            preciso          que     el         hombre,       aunque sea  corpulento, crea    que     puede            caer,  incluso           por     un       pequeño       contratiempo.        Quien tiene temor            y,        a          la         vez,    vergüenza    sabe   bien    que     tiene  salvación.     Y            donde            se        permite la    insolencia     y          hacer lo        que     se        quiera,            piensa            que     una     ciudad           tal,      con     el         tiempo          caería al            fondo,           aunque         corrieran      vientos          favorables.  Que    tenga yo            también        un       oportuno temor,   y          no       creamos       que,   si         hacemos            lo        que     nos     viene  en       gana, no       lo        pagaremos  a nuestra      vez     con            cosas  que     nos     aflijan.

Alternativamente       llegan las       situaciones.  Antes era      éste    el         fiero   insolente,            y          ahora soy     yo,      a          mi       vez,    el         que     estoy  engreído       y          te            mando          que     no       des     sepultura      a          éste    para que      no       caigas            tú        mismo           en       la         tumba,          si         lo        haces.

CORIFEO.—         Menelao,      después        de       haber dado  sabias            sentencias,   no            seas    luego  tú        el insolente  con     los       muertos.

TEUCRO.—          Nunca,          varones,       me      podré extrañar       de       que     un            hombre         que     no       haya sido     nada   en       sus      orígenes       después            cometa          faltas,            cuando         los       que     parecen        haber nacido nobles            yerran           con     tales   razones         en       sus      discursos.     ¡Ea,     dilo     otra    vez            desde el         principio! ¿Es         que     afirmas          tú        que     trajiste           a          este            hombre         aquí    por     haberlo         elegido          como aliado            de los aqueos?            ¿No    se        embarcó       espontáneamente,           siendo           como era      dueño            de       sí         mismo? ¿Con         qué     razón eres    tú        el         jefe     de       éste?  ¿Con            qué     razón te        permites       mandar         sobre unas tropas que     él         trajo   de            su        patria?

Has         llegado          como rey      de       Esparta,        no       como soberano      nuestro.            Nunca            ha       sido establecida     una     norma           de       autoridad,    según la            cual    dispusieras   tú        sobre él         más    que     él sobre        ti.        Has     navegado            aquí    en       calidad          de       lugarteniente          de       los       demás,          no       de            general de   todos como para   mandar         alguna           vez     sobre Áyax.  Así      que            da       órdenes        a          los       que gobiernas        y          repréndeles a          ellos   con            las       altivas            palabras;      que     a          éste,   ya       ordenes        tú        que no,            ya       lo         haga   otro    general,        yo       lo        pondré          en       una     tumba            con     todo   derecho        sin       temor            a tu    lengua.          Porque          él         no            entró en       campaña      por     causa de       tu        mujer,           como los       que     están llenos de       agobio           por     doquier,       sino    por     los       juramentos  a          los       que            estaba           ligado.           Y          para nada    lo        hizo    por     ti,        pues   no       tenía            en       cuenta           a          los       don    nadies.

Para        refutar          esto,   ven     aquí    con     más    heraldos       y          con     el            general          en       jefe.   No      me volvería yo       por     el         ruido  que     hagas,            mientras       seas    cual    precisamente          eres.

CORIFEO.—         No      me      gusta  tampoco       un       lenguaje       así       en       las            desgracias.   Las      palabras duras,      aunque         estén  cargadas       de       razón,            muerden.

MENELAO.—       El         arquero        parece           no       razonar         con     humildad.

TEUCRO.—          No      he       adquirido     un       arte    mezquino.

MENELAO.—       Grande         sería   tu        jactancia,      si         tomaras        un       escudo.

TEUCRO.—          Incluso          desarmado  me      defendería   de       ti,        aunque         tú     tuvieras         armas.

MENELAO.—       ¡A        qué     terrible          valor  da       aliento           tu        lengua!

TEUCRO.—          Con    la         razón de       mi       parte, es        posible          mostrarse     orgulloso.

MENELAO.—       ¿Es      que     es        justo  portarse        bien    con     el         hombre         que     me      ha       matado?

TEUCRO.—          ¿Que  te        ha       matado?       Extraño         es,       en       verdad,         lo            que     dices, si         vives después         de       muerto.

MENELAO.—       Un      dios    me      puso   a          salvó, pues   por     éste    estaría     muerto.

TEUCRO.—          No      deshonres,   pues,  a          los       dioses,           si         has      sido     salvado         por     ellos.

MENELAO.—       ¿Es      que     yo       estoy  reprobando las       leyes  de       los       dioses?

TEUCRO.—          Sí,       si         impides         enterrar        a          los       muertos        con     tu     presencia.

MENELAO.—       Yo       mismo           lo        impido           a          los       que     son     mis            propios         enemigos.    Pues   no       es decoroso.

TEUCRO.—          ¿Es      que     Áyax   se        colocó           frente            a          ti          como tu     enemigo?

MENELAO.—       Nuestro        odio   era      mutuo           y          tú        lo        sabías.

TEUCRO.—          Porque          fuiste descubierto como un       ladrón           amañador    de            votos contra él.

MENELAO.—       Por     los       jueces,          que     no       por     mí,      se        vio      en       eso     frustrado.

TEUCRO.—          Tú       podías           a          escondidas   haber hecho            hábilmente            muchas         acciones perversas.

MENELAO.—       Esta    acusación     va       contra           algún otro    para   su        tormento.

TEUCRO.—          No      mayor,          a          lo         que     parece,         que     el         que     causaremos nosotros.

MENELAO.—       Sólo    una     cosa   te        diré:   a          éste    no       se        le         va       a     enterrar.

TEUCRO.—          Tú,      a          tu        vez,    escucha:       a          éste    se        le         enterrará.

MENELAO.—       En       una     ocasión,        ya        conocí           yo       a          un       hombre            osado            en       sus      palabras que           animaba       a          los       marineros    a            navegar        en       medio            del      mal     tiempo.         Su       voz,    en       cambio, no            la         hubieras       encontrado cuando          estaba           en       lo        peor   de       la            tempestad,  sino    que,   oculto por   su        manto,          se        dejaba           pisotear            por     cualquiera    de       los       marineros.   Así      también, respecto            a          ti            y          a          tu        fiera   boca, tal       vez      un       gran   huracán        que     sople  desde            una     pequeña nube        podría           ahogar          tu        incesante      griterío.

TEUCRO.—          Yo       también        he       visto   a          un       hombre        lleno   de            insensatez    que     se comportaba      insolentemente      con     ocasión         de       las            desgracias    de       los       que     le         rodeaban.

Entonces,     observándolo         alguien          parecido       a          mí       y          semejante    en            su        carácter,       le         dijo     lo siguiente:             «¡Oh  hombre,       no       te            comportes   mal     con     los       muertos.       Si         lo        haces sabe   que     te dolerás!»            Así      amonestaba,           a          la         cara,   al         malhadado  varón.           Le        estoy            viendo           y          me parece   que     no       es        otro    que     tú.       ¿Acaso          he            hablado        enigmáticamente?

MENELAO.—       Me      voy.    Sería  una     vergüenza    que     alguien          se        enterara            de       que     castigo con  palabras       a          quien es        posible          someter        por            la         fuerza.

TEUCRO.—          Vete,  entonces.     También       para   mí       sería   muy   vergonzoso            escuchar       a          un hombre  necio  que     dice    palabras       desagradables.

(Sale            Menelao.)

CORO.

Habrá     una     contienda    de       gran   porfía.           Ea,      Teucro,         apresurándote cuanto          puedas, lánzate     a         buscar           una    oquedad      profunda      para   éste, y          allí      ocupará        su        sombría        tumba de     eterno           recuerdo      para   los hombres.

(Entra         Tecmesa       acompañada          de       su        hijo.)

TEUCRO.—          Ciertamente            en       el         momento     oportuno     se        presentan            aquí    el         hijo     y          la mujer        de       este    hombre        para   cuidar            de            la         sepultura      de       este    desventurado         cadáver.       ¡Oh hijo,       acércate            aquí,  colócate        a          su        lado    y,         como suplicante,   toca    al         padre que            te engendró!           Siéntate        implorante,  teniendo       entretanto   en       tus            manos           cabellos        míos,  de éste          y,        en       tercer            lugar, tuyos,            tesoro            del      suplicante.   Y,        si         algún guerrero       te        apartara       por la            fuerza            de       este    cadáver,       que,    como criminal,       sea      arrojado       por            las       malas de       esta tierra,   insepulto,     extinguido    todo   su        linaje  desde la            raíz,    así       como yo       corto  este    rizo. Tenlo,   oh       niño   y          cuídalo,         y            que     nadie  te        mueva,         antes  bien,   arrodillándote,       sujétate         a él.    Y            vosotros,      no       estéis parados        a          su        lado    como mujeres,       en       lugar            de       como hombres, y  socorredle   hasta  que     yo       vuelva           de       ocuparme            de       la         sepultura      para   éste,   aunque         nadie me      lo        permita.

CORO.

ESTROFA           1.a

¿Cuál      será    el         último?         ¿Para cuándo         se        terminará    el         número de       los       errantes        años que      me      trae,   constantemente,   la        desgracia     sin fin       de       las       fatigas          marciales     en       la espaciosa            Troya,           afrenta infortunada de       los       helenos?

ANTISTROFA    1.a

¡Ojalá     antes  se        hubiera         sumergido   en       el         amplio          cielo   o         en el         Hades,           común          a todos,        aquel hombre        que     mostró          a         los helenos         la         guerra          de       odiosas         armas           que     a todos          afecta! ¡Oh     infortunios   creadores    de       infortunios   nuevos!        Ella     fue      la         que empezó a         destruir         a         los       hombres.

ESTROFA           2.a

Aquélla  no       me      concedió      que     me      acompañara          la        satisfacción de las       coronas        ni        de las profundas    copas,           ni        el         dulce  sonido           de las       flautas,         desdichado, ni        pasar la         noche en      suave reposo.         De       los amores,        de       los       amores         me      apartó,         ¡ay      de       mí!      Y          yazco así, desamparado,        empapados mis     cabellos        siempre        por     abundantes rocíos, recuerdos    de la   funesta         Troya.

ANTISTROFA    2.a

Antes      yo       tenía  en       el         aguerrido     Ayax  una    defensa        del      incesante temor            nocturno. Pero       ahora él         está    entregado   a         un       odioso destino.        ¿Qué  goce, qué     goce   aún    me queda?  ¡Ojalá            estuviera      allí donde           me      protegiera   el         promontorio           cubierto        de       bosque y bañado         por     el         mar,   al        pie      de       la        alta    meseta          de       Sunion, para   saludar         a         la        sagrada Atenas!

(Teucro      entra en       escena.)

TEUCRO.—          Me      he       dado  prisa   al         ver      venir  hacia  aquí    al         jefe            Agamenón.  Es evidente  que     contra           mí       va       a          desatar          su            infausta         lengua.

(Entra         Agamenón.)

AGAMENÓN.—   ¿Eres  tú        el         que     te        atreves          a          proferir            impunemente         —según        me dicen—  terribles        palabras       contra           mí?            A         ti          me      dirijo, al         hijo     de       la         esclava.         En       verdad que  te            jactarías        con     mucho          orgullo          y          andarías       muy   estirado,       si            de       una     madre           noble hubieras       nacido,          ya       que,   no       siendo            nada, nos     has     hecho            frente            defendiendo           a          quien nada  era            y          has      afirmado      solemnemente       que     nosotros       no       hemos            venido           como generales     ni        como almirantes    de       los       aqueos          ni            de       ti,        sino    que,   según tú        dices, Áyax   se embarcó mandando   sobre sí            mismo.

¿No         son     grandes        afrentas        para   escuchar       de       esclavos?      ¿Por   qué            clase   de       hombre has dado  esos    arrogantes   gritos?           ¿Adónde       ha       ido            él         o          en       dónde           ha       estado           que     yo       no estuviera?          ¿Es            que     no       tienen            los       aqueos          más    guerrero       que     éste?  Cruel  fue            el         concurso, al parecer,        que     proclamamos          entonces      entre  los            argivos          por     las       armas            de       Aquiles,         si por doquier         vamos            a          aparecer       como malvados     según Teucro,         y          si         no       va       a            bastar            ni        el que            quedéis         vencidos       para   que     os        sometáis            a          lo         que     a          la         mayoría        de       los       jueces            pareció bien,            sino    que     siempre        los       que     habéis            perdido         nos     vais     a            asaetear        con     insultos         o         a agredir       con     traición.

Como     resultado      de       esta    conducta,     sin       embargo,     nunca            se            podría           llegar a          establecer ninguna          ley,     si         rechazamos a          los            que     con     justicia          han     vencido         y          llevamos       adelante       a los   que            están  atrás. ¡Hay   que     impedir         eso!    No      son     los       más    seguros         los            hombres grandes  y          de       anchas           espaldas,      sino    que     en       todas            partes            vencen          los       que     razonan prudentemente.           A         un       buey            de       anchos          costados       con     un       pequeño       látigo,            sin       embargo,            se le   conduce        derecho        en       su        camino.        Y          yo       veo     que     este            remedio        a          no       tardar            te        convendrá a           ti,        si         no            adquieres     algo    de       juicio. Porque,         no       existiendo    ya       ese      hombre,            sino    que     es ya  una     sombra,        te        insolentas     con     arrojo            y          te            expresas       audazmente.          ¿No    te        harás razonable?  Y          si         te        das            cuenta           de       quién eres    por     tu        origen,          ¿no     traerás          aquí    a            algún otro hombre,          a          uno    libre,  para   que     ante   nosotros       defienda            tu        causa en       tu        lugar?            Yo       no       te comprendería   cuando            hablases,      pues   no       conozco        la         lengua           bárbara.

CORIFEO.—         ¡Ojalá tuvierais       vosotros       dos     la         inteligencia  de       ser            sensatos!      Nada mejor que     esto    puedo            deciros.

TEUCRO.—          ¡Ay!    ¡Cuán rápidamente           se        pierde           para   los       mortales            el         agradecimiento al que     ha       muerto!        ¿Puede         ser      considerado            una     traición         el         que     este    hombre         ya       no guarde    de       ti         ni            un       pequeño       recuerdo      en       sus      palabras,      Áyax, por     quien tantas            veces tú te   has     esforzado     exponiendo tu        vida    con     la         lanza?            ¡Todas           estas  cosas  dejadas         de       lado se          han     desvanecido!          ¡Oh            tú,       que     acabas           de       decir  muchas         e          insensatas    palabras!,     ¿no            te acuerdas  ya       cuando,        en       cierta ocasión         en       que     vosotros            estabais         encerrados  dentro           de vuestros  muros,          reducidos     ya       a            la         nada   en       la         fuga   del      ejército,        éste,   yendo            él         solo,   os salvó, a          pesar  de       estar  ardiendo      ya        el         fuego en       torno a          las            cubiertas      extremas      de       los barcos    y          de       que     Héctor           estaba            a          punto de       saltar desde arriba por     encima          de       los       fosos  a las            naves?           ¿Quién          lo        impidió?       ¿No    fue      éste    el         que     lo        hizo,            de       quien tú        dices  que nunca   puso   el         pie      donde           tú        no            estuvieras?  ¿Es      que     para   vosotros       no       lo        hizo    según debía?

¿Y cuando          otra    vez     él,       en       persona,       porque          le         tocó    en            suerte            y          no       por     haber sido mandado,       se        enfrentó       solo    a            Héctor,          también        solo,   echando       ante   todos no       la         bola    que desertara,    un       grumo           de       húmeda        tierra,            sino    la         que     iba      a            saltar en       primer           lugar  del yelmo     de       hermoso       penacho?     Él         era            quien hacía  estas  hazañas        y          yo       a          su        lado,  el esclavo,    el            nacido           de       madre           bárbara.

¡Desdichado!   ¿Adonde      podrías         mirar  al         pronunciar  tus      palabras?     ¿Es            que     no       sabes que    el         legendario    Pélope,         el         que     fue      padre de            tu        padre,           era      bárbaro,       un       frigio; que Atreo,   el         que,    a          su            vez,    te        engendró,    ofreció          a          su        hermano      el         más    impío            banquete,    el de   sus      propios         hijos;  que     tú        mismo           has      nacido            de       una     madre           cretense,      y          que, sorprendiendo         en       brazos            de       ella      a          un       hombre        extranjero,   su        propio           padre la         hizo arrojar          a          los       mudos           peces como pasto?           Y          siendo           de       tal            clase, ¿me    haces reproches sobre    mi       origen,          a          mí       que     he            nacido           de       mi       padre Telamón,      aquel que,   por     sobresalir en           el            ejército         por     su        valor, obtuvo          a          mi       madre           como esposa,            la         que     era      por     su nacimiento         princesa,      hija     de       Laomedonte?            Se       la         ofreció          como escogido       regalo            el         hijo de           Alcmena.

Si he       nacido           así       noble,            de       padre y          madre           nobles,            ¿podría         acaso deshonrar    al         que es           de       mi       sangre,          al         que            en       tan      gran   miseria          yace   y          a          quien tú        ahora quieres            arrojar insepulto? ¿Y       no       te        avergüenzas            de       decirlo?         Pues   bien,            entérate        de       esto:   si         echáis            a éste a          alguna           parte  tendréis            que     echarnos      a          la         vez     a          nosotros       tres,   muertos,       a          su            lado. Porque           es        evidente       que     es        más    honroso        para   mí       morir            esforzándome        en       defensa         de Áyax,       que     por     tu        mujer,           o            ¿por   la         de       tu        hermano      he       de       decir?            Ante   esto,   atiende            no       a mi    interés,         sino    al         tuyo,  puesto           que,   si         me      ofendes            en       algo,   preferirás     algún día      haber sido,  incluso,         cobarde        conmigo            a          valiente.

(Entra         Odiseo.)

CORIFEO.—         Soberano     Odiseo,         sabe   que     has     llegado          muy            oportunamente,    si         te presentas            no       para   complicar     las       cosas,            sino    para   resolverlas.

ODISEO.—          ¿Qué  ocurre,          guerreros?   Desde            lejos   oí        el         griterío            de       los       Atridas          sobre el        cadáver         de       este    valiente.

AGAMENÓN.—   ¿Acaso          no       estábamos   escuchando hace   muy   poco, rey            Odiseo, palabras   muy   ultrajantes   en       boca   de       este    hombre?

ODISEO.—          ¿Cuáles?       Porque          yo       soy     indulgente   con     el         hombre            que     lanza  palabras injuriosas           cuando          también        él         las       oye.

AGAMENÓN.—   Oyó    afrentas,       porque          él         hacía  lo        mismo           contra     mí.

ODISEO.—           ¿Y       qué     hizo    contra           ti         como para   que     lo         tengas     por     una     ofensa?

AGAMENÓN.—   Dijo    que     no       permitiría     que     este    cadáver        quedara            privado         de sepultura,          sino    que     lo        enterrará     contra           mi            voluntad.

ODISEO.—          ¿Le     es        posible          a          un       amigo            decirte           la            verdad          y          seguir            siendo           tan      amigo como           antes?

AGAMENÓN.—   Dímela.         Si         no       fuera  así,      estaría           loco,   ya        que     te            considero     el         mejor amigo           entre  los       argivos.

ODISEO.—          Escucha,       pues.  No      te        atrevas,        por     los       dioses,           a            exponer        así       cruelmente a         este    hombre        insepulto,     y          que     la            violencia       no       se        apodere        de       ti         para   odiarle          hasta  el punto            de       pisotear        la         justicia.         También       para   mí       era      el         peor            enemigo       del      ejército         desde que    me      hice    con     las       armas            de            Aquiles,         pero   yo       no       le         respondería             con     injurias          hasta negar            que     he       visto   en       él         al         más    valiente         de       cuantos         argivos            llegamos       a          Troya,           después de  Aquiles.

De           modo que     en       justicia          no       podría           ser      deshonrado por     ti,            pues   no       destruirías    a éste sino    las       leyes  de       los       dioses.           Y          no            es        justo   dañar a          un       hombre         valiente         si         muere,          ni aunque            le         odies.

AGAMENÓN.—   ¿Tú,    Odiseo,         tomas            en       este    asunto           la         defensa     de       éste    contra           mí?

ODISEO.—           Sí,       le         odiaba           cuando          hacerlo         era      decoroso.

AGAMENÓN.—   ¿No    debías           tú        también        pisotear        al         muerto?

ODISEO.—           No      te        alegres,         Atrida,           de       provechos    que     no       son     honestos.

AGAMENÓN.—   No      es        fácil    que     un       tirano            sea      piadoso.

ODISEO.—           Pero   sí         que     honre a          los       amigos          que     le         dan     buenos          consejos.

AGAMENÓN.—   Es        preciso          que     el         hombre        noble obedezca      a          los     que     tienen            el         poder.

ODISEO.—           Desiste.         Seguirás        mandando   aunque         seas    vencido         por     un       amigo.

AGAMENÓN.—   Recuerda      a          qué     clase   de       hombre        le         estás     concediendo           el         favor.

ODISEO.—           Este    hombre        era      un       enemigo,      pero   de       noble raza.

AGAMENÓN.—   ¿Qué  harás,            entonces?,   ¿así     respetas        un       cadáver     enemigo?

ODISEO.—           El         valor  puede            en       mí       más    que     su        enemistad.

AGAMENÓN.—   ¿Así    de       volubles        son     entre  los       mortales       algunos     hombres?

ODISEO.—          Ciertamente,           muchos         son     amigos          en       un       momento            y          después        son enemigos.

AGAMENÓN.—   ¿Son  ésos    los       amigos          que     tú        aconsejas     que     tengamos?

ODISEO.—           Yo       no       suelo  aconsejar     tener  un       alma   inflexible.

AGAMENÓN.—   Nos     harás aparecer       cobardes      en       el         día      de       hoy.

ODISEO.—           No,     sino    hombres       justos a          los       ojos    de       todos los     helenos.

AGAMENÓN.—   ¿Me   ordenas        que     permita         sepultar        al         cadáver?

ODISEO.—           Sí,       pues   yo       mismo           también        llegaré           a          esa     situación.

AGAMENÓN.—   ¡Todo es        igual! Cada  cual    se        afana por     sí         mismo.

ODISEO.—           ¿Para quién es        más    natural          que     me      afane que     para   mí     mismo?

AGAMENÓN.—   Tuya   será    considerada            esta    acción,          que     no       mía.

ODISEO.—           De       cualquier      modo que     obres serás  honrado.

AGAMENÓN.—   Pero   al         menos           sabe   bien    esto:   que     yo       te        concedería            un       favor incluso           mayor           que     éste;   pero   que     ése,    aquí    y          allí,            será    para   mí       siempre        el         más    odioso. Tú   puedes          hacer lo        que            quieras.

(Sale            Agamenón.)

CORIFEO.—         Aquel que     diga    que     tú,       Odiseo,         siendo           de       esta            manera,        no       eres    en       tus decisiones         un       sabio, es        un       hombre            necio.

ODISEO.—          Y          ahora,           a          partir de       este    momento,    comunico     a            Teucro           que,   en       la medida     en       que     era      antes  enemigo,      es        ahora            amigo            y          que     estoy  dispuesto      a          ayudarle       a sepultar     este            cadáver         y          a          hacer con     él         los       preparativos           sin       omitir            ninguna        de       cuantas cosas         deben            los       hombres       preparar       a            los       varones         excelentes.

TEUCRO.—          Muy   noble Odiseo,         todos los       motivos        tengo para   alabarte            por     tus palabras.           Mucho          me      has     engañado     en       mi            presentimiento,     pues   siendo           el         mayor enemigo     de       entre  los            argivos          para   éste,   sólo    tú        has      acudido        a          su        defensa         con            actos  y no    has     osado,           estando         tú        vivo,   hacer ultrajes            desmesurados        en       presencia     del      muerto, como        ha       hecho            el            jefe,   ese      loco,   que,   habiéndose  presentado  él         en       persona        y          su hermano,     quiso  arrojarle       ignominiosamente            sin       sepultura.

Por          ello,    que     el         Padre que     domina         en       el         Olimpo,         la            implacable   Erinis  y          la         Justicia que castiga           les       hagan            perecer            de       mala   manera         a          los       malvados,    al         igual   que indignamente            querían         echar ellos   a          nuestro         héroe con     afrentas.

En            cuanto           a          ti,        oh       vástago         del      anciano         Laertes,         no            me      atrevo           a          permitirte    que intervengas     en       este    enterramiento,            no       sea      que     haga, con     ello,    algo    enojoso        para   el muerto.    Pero   en            todo   lo         demás           participa       también        y,        si         quieres          traerte            a          alguien          del ejército, no       tendremos   inconveniente.       Yo       prepararé            lo        que     me      corresponde           y          tú        sabe que      eres    para   nosotros            un       hombre         noble.

ODISEO.—          Hubiera        sido    mi       deseo,           pero   si         no       te        es        grato            que     haga   esto,   dándote        la razón        me      voy.

(Sale            Odiseo.)

TEUCRO.—          Basta,            pues   ya       ha       pasado         mucho          tiempo.         Así que     apresuraos  los       unos a           hacer con     vuestros       brazos           una     fosa profunda,    otros  disponed      un       elevado         trípode rodeado    de       fuego, propio           para   lavatorios    rituales.        Que    un       grupo de       hombres       traiga de la        tienda            su        armadura    y          su        escudo.         Hijo,   tú        coge tiernamente            a         tu        padre con     todas tus      fuerzas         y          ayúdame      a levantarle    por     los       costados.     Las      venas aún    calientes       exhalan una            negra sangre.         Pero   vamos,          que     todo   hombre         que     diga   ser      su        amigo se        apresure, que         venga,          afanándose por     este    hombre        que     fue      noble en       todo,  y          ninguno        fue      mejor entre los       mortales;     hablo de       Áyax, cuando         estaba           vivo.

CORIFEO.—         Ciertamente            que     a          los       mortales       les       es        posible conocer        muchas         cosas al        verlas.           Pero   antes nadie es        adivino          de cómo serán las       cosas futuras.

 

SÓFOCLES    (Colono,        hoy     parte  de       Atenas,          (Grecia),       496    a.         C.        -            Atenas,          406    a.        C.)       es considerado       uno    de       los       tres     grandes            dramaturgos           de       la         antigua          Atenas,         junto  con Esquilo  y            Eurípides.     Hijo    de       Sofilo,            un       acomodado fabricante    de       armaduras,            Sófocles recibió     la         mejor educación    aristocrática            tradicional.  De       joven            fue      llamado         a          dirigir el coro           de       muchachos  para   celebrar        la            victoria          naval  de       Salamina      en       el         año     480    a.C.     En el   468    a.C.,            a          la         edad  de       28       años,  derrotó         a          Esquilo,         cuya            preeminencia          como poeta trágico          había sido    indiscutible  hasta  entonces,            en       el         curso de       un       concurso      dramático. En        el         441     a.C.     fue            derrotado    a          su        vez     por     Eurípides      en       uno    de       los       concursos dramáticos  que     se        celebraban  anualmente             en       Atenas.         Sin      embargo,            a          partir del      468 a.C.,       Sófocles        ganó  el         primer           premio          en            veinte            ocasiones,    y          obtuvo          en       muchas         otras el         segundo.            Su       vida,   que     concluyó      en       el         año     406    a.C.,   cuando          el            escritor         contaba        casi noventa           años,  coincidió       con     el         periodo            de       esplendor     de       Atenas.         Entre  sus      amigos figuran       el         historiador            Herodoto     y          el         estadista       Pericles.        Pese   a          no       comprometerse activamente            en       la         vida    política          y          carecer         de       aspiraciones            militares,      fue      elegido          por     los atenienses         en       dos     ocasiones     para            desempeñar            una     importante  función         militar.

Sófocles        escribió         más    de       cien    piezas            dramáticas, de       las       cuales            se        conservan    siete tragedias       completas    y          fragmentos  de       otras            ochenta        o         noventa.       Las      siete   obras conservadas           son     Antígona,            Edipo Rey,    Electra,         ÁyaxLas      Traquinias,  Filoctetes      y Edipo          en            Colono          (producida   póstumamente       en       el         año     401    a.C.).  También            se        conserva un            gran   fragmento    del      drama           satírico          Los            sabuesos,     descubierto en       un       papiro           egipcio alrededor del      siglo   XX.            De       estas   siete   tragedias      la         más    antigua         es        probablemente Áyax            (c.       451-444       a.C.).  Le        siguen            Antígona      y          Las      Traquinias            (posteriores             a          441    a.C.). Edipo  Rey     y          Electra          datan del      430            al         415     a.C.     Se       sabe   que     Filoctetes      fue      escrita           en       el año            409    a.C.     Estas  siete   tragedias      se        consideran   sobresalientes         por     la            fuerza            y          la complejidad       de       su        trama            y          su        estilo            dramático,   y          al         menos           tres     de       ellas    AntígonaEdipo     Rey     y            Edipo en       Colono          son     consideradas           unánimemente      como obras            maestras. Antígona          propone       uno     de       los       principales   temas            del            autor:            el         carácter        de       los protagonistas,  las       decisiones    que            toman           y          las       consecuencias,       a          menudo        dolorosas,    de estos            dictados        de       la         voluntad       personal.      Antígona      relata el         rito            funerario      de       su hermano Polinice,        muerto         en       combate       al            desobedecer           el         edicto            de       Creonte, gobernador      de       Tebas.            El         entierro        del      hermano      acarrea         para   Antígona      su        propia muerte,        la         muerte          de       su        amante,        Hemón,        que     no       es        otro            que     el         hijo     de       Creonte,       y          la muerte     de       Eurídice,       esposa            de       Creonte.       ÁyaxFiloctetes,    Electra           y          Las      Traquinias, repiten,            en       mayor           o         menor           grado,           los       temas            ya        expuestos            en       Antígona.     Edipo Rey, merecidamente        famosa          por     su        impecable            construcción,          su        fuerza           dramática     y          su eficaz       ironía,            fue            considerada            por     Aristóteles    en       su        Poética,        como la         más representativa,      y          en       muchos         aspectos       la         más    perfecta,       de       las            tragedias      griegas.         La trama       gira     en       torno al         héroe mitológico            Edipo,            que     poco  a          poco  descubre      la         terrible verdad      de       haber            ascendido     al         cargo de       gobernador de       Tebas tras     haber asesinado involuntariamente            a          su        padre,           primero,       y          casándose    con     su            madre,          la         reina  Yocasta, después. Edipo en       Colono          describe        la            reconciliación         del      ciego  y          anciano         Edipo con     su destino,   y          su            sublime         y          misteriosa    muerte          en       Colono,         tras     vagar durante            años   en       el exilio,        apoyado       por     el         amor  de       su        hija     Antígona.

Sófocles        es        considerado            hoy     por     muchos         estudiosos    como el            mayor           de       los dramaturgos    griegos,         por     haber alcanzado     un            equilibrio      expresivo     que     está    ausente tanto         en       el         pesado            simbolismo  de       Esquilo          como en       el         realismo       teórico          de            Eurípides. Se           le         atribuyen     numerosas   aportaciones           a          la            técnica          dramática,   y          dos     importantes innovaciones:        la            introducción           de       un       tercer            actor  en       escena,         lo         que            permite         complicar notablemente            la         trama            y          realzar           el            contraste      entre  los       distintos        personajes,  y          la         ruptura con la         moda            de       las       trilogías,       impuesta      por     Esquilo,         que     convierte      cada   obra            en       una unidad  dramática    y          psicológica   independiente,       y          no       en            parte  de       un       mito   o         tema central.          Sófocles        también        transformó            el         espíritu          y          la         importancia             de       la         tragedia;       en       lo sucesivo,      aunque         la         religión         y          la         moral siguieron      siendo           los            principales   temas dramáticos,           la         voluntad,     las       decisiones    y          el            destino          de       los       individuos    pasaron        a          ocupar el      centro           de            interés           de       la         tragedia        griega.

 

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