TRAGEDIAS
ESQUILO
INDICE
1- LOS PERSAS
2- LOS SIETE
CONTRA TEBAS
3- LOS
SUPLICANTES
4- PROMETEO
ENCADENADO
5- AGAMENÓN
6- LAS
COÉFORAS
7- LAS
EUMÉNIDES
LOS PERSAS
PERSONAJES
Coro de ancianos
Acosa (madre del rey)
Mensajero
Sombra de Darío
Jerjes (rey de los persas)
La escena tiene lugar en Susa, capital de
los persas, delante del palacio del Gran Rey. El coro está compuesto de
ancianos consejeros del monarca, llamados los Fieles.
CORIFEO. De los persas que han
marchado hacia la tierra de la Hélade, estos son los llamados Fieles,
guardianes de este palacio opulento y lleno de oro, que por su magnificencia el
propio rey Jerjes, hijo de Darío, escogió para vigilar sobre el país.
Pero cuando pienso en el retorno
del rey y del brillante ejército, harto ya de ser profeta de desgracias, se me
angustia el corazón en el pecho -toda la fuerza de la estirpe asiática se ha
marchado- y reclama a su joven señor, pero ni mensajero ni jinete alguno llega
a la ciudad de los persas.
Dejando Susa y Ecbatana y el
viejo recinto de Cisia, han marchado, unos a caballo, otros en naves, y a pie
los infantes que constituyen la masa guerrera.
Así van al combate Amistres y
Artafrenes, Megabates y Astaspes, capitanes de los persas, reyes vasallos del
Gran Rey, celadores de un inmenso ejército, y con ellos, los temibles arqueros
y los caballeros formidables de contemplar, terribles en el combate por la
valerosa decisión de su espíritu. Y Artambaces, contento encima de su caballo,
y Masistres, y el valiente Imeo, arquero victorioso, y Farandaces, y Sóstanes
el conductor de carros.
El ancho y fecundo Nilo ha
enviado también los suyos: Susiscanes, Pegastón, nacido de Egipto, y el
soberano de la sagrada Menfis, Arsames el Grande, y el regente de la antigua
Tebas, Arimardo, y los hábiles remeros que surcan los pantanos, multitud
difícil de contar.
A continuación viene la tropa de
los lidios de vida fácil, que dominan a todos los pueblos de su continente;
Metrogates, y el valiente Arcteo, reyes conductores, y Sardes, la ciudad del
oro, los envían al combate en muchos carros de dos y tres lanzas dispuestos en
escuadrones, formidable espectáculo terrible.
Los vecinos del sagrado Tmolo se
jactan de que harán caer sobre la Hélade el yugo de la esclavitud, Mardon,
Taribis, yunques de la lanza, y los lanceros misios. Babilonia, rica en oro,
envía en torrente una mezclada multitud, marinos en sus naves, y soldados
llenos de fe en el coraje con que tensan el arco. Detrás viene, procedente de
toda Asia, la gente de espada corta, obediente a las órdenes terribles del Gran
Rey.
Tal es la flor de los guerreros del
país de Persia que han marchado, y por ellos toda la tierra de Asia, su
nodriza, llora con ardiente nostalgia; y sus padres y esposas, contando los
días, tiemblan del tiempo que se demora.
CORO. El ejército del rey, destructor de ciudades, ya, sin
duda, a la ribera opuesta del continente vecino, después de haber atravesado el
estrecho de Hele, hija de Atamantis, en baleas atadas con cuerdas de lino, y
lanzado sobre el cuello del mar el yugo de una pasarela tachonada con
innumerables clavijas.
El impetuoso señor de la populosa
Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres por un doble
camino: para los soldados de a pie y los del mar confían en sus fuertes y rudos
capitanes, el hijo del linaje del oro, mortal igual a los dioses.
En sus ojos brilla la sombría
mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos, e
impulsando su carro sirio conduce un Ares que triunfa con el arco contra
guerreros ilustres por la lanza.
Nadie es reputado capaz de hacer
frente a este inmenso torrente de hombres y con poderosos diques contener el
invencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su
valiente pueblo.
Pero ¿qué mortal puede escapar al
astuto engaño de un dios? ¿Quién con el ágil pie de un salto feliz sabría lanzarse
por encima?
Dulce y halagador, Ate atrae al
hombre hacia sus redes, y ningún mortal puede esquivarlas y huir. El destino
que los dioses han asignado desde antiguo a los persas les impone la tarea de
ocuparse de las guerras destructoras de torres, de los tumultos, placer de los
jinetes, y de las devastaciones de ciudades.
Pero ahora han aprendido en las
vastas rutas del mar, grisáceo por el viento impetuoso, a contemplar el sagrado
recinto de las aguas, confiados en frágiles cordajes de lino y en ingenios para
transportar a los hombres.
Por ello la angustia lacera mi
corazón enlutado. «¡Oh! ¡Ah, el ejército persa!» ¿No es esta la nueva que oirá
mi urbe, la gran ciudad de Susa, vacía de hombres, y la fortaleza de Cisia
tornaría los ecos? «¡Oh!» ¿Es este el grito que hará resonar una muchedumbre
femenina, mientras desgarra sus vestidos de lino?
Pues todo un pueblo de jinetes y
de infantes ha dejado el país, como un enjambre de abejas, con su jefe de
ejército; ha salvado el promontorio marino, uncido y común a los dos
continentes.
Los tálamos, con la añoranza de
los hombres, se llenan de lágrimas; todas las mujeres persas, en la ternura de
su duelo, han seguido con nostalgia amorosa el belicoso y valiente esposo, y
solas quedan en el yugo.
CORIFEO. Vamos, pues, persas, y
sentados bajo este tejado antiguo, meditemos sabia y profundamente -la
necesidad nos acosa- examinando la situación de Jerjes rey, nacido de Darío,
raza nuestra con el nombre heredado de sus abuelos. ¿Acaso triunfa el tiro del
arco? ¿O ha vencido la lanza con moharra de hierro?
Pero, mirad, he aquí la madre del
rey, mi reina, luz igual a la de los ojos de los dioses; yo me arrodillo. Que
todos la saluden con los homenajes debidos.
(El coro se postra y entra la Reina madre
en su carro, seguida de un numeroso cortejo.)
Oh reina, soberana de las mujeres
persas, de grácil talle, madre venerable de Jerjes, salve, mujer de Darío.
Compañera de lecho de un dios de
los persas, habrás sido también madre de un dios, si al menos la ancestral
fortuna no ha desertado de nuestro ejército.
REINA. Por esta causa he venido
aquí, dejando el palacio brillante y la alcoba de Darío y mía; también a mí la
inquietud desgarra mi corazón y a vosotros quiero decirlo, amigos. Yo misma no
estoy exenta de temor, no sea que nuestra gran riqueza derribe de un puntapié,
cubriendo de polvo el suelo, la felicidad que Darío levantó no sin el concurso
de algún dios. Así una doble e inexplicable preocupación radica en mi corazón:
ni las riquezas sin hombres son honradas y apreciadas, ni para los hombres sin
riquezas brilla tanta luz cuanta es su fuerza. Nuestra riqueza es
irreprochable; pero el temor es por nuestros ojos. Porque el ojo de una casa
creo que es la presencia del señor. Siendo esto así, sed, persas, antigua
confianza mía, consejeros en lo que os diré; pues en vosotros radican todos mis
prudentes consejos.
CORIFEO. Sabe bien esto, reina de
este país: no tendrás necesidad de indicarme dos veces ni de palabra ni de obra
en lo que sea capaz de servirte de guía. Llamas en nosotros a unos diligentes
consejeros.
REINA. Vivo siempre acompañada de
muchos sueños nocturnos desde que mi hijo, equipando un ejército, ha partido
con el deseo de devastar la tierra de Jonia; pero todavía no he visto uno tan
claro como el de la noche pasada. Te lo diré. Me ha parecido que se presentaban
ante mis ojos dos mujeres bien vestidas, una adornada con ropas persas, otra
dóricas; ambas en estatura y en belleza sin mancha superaban, con mucho, a las
mujeres de ahora y eran hermanas de la misma raza; pero habitaban, una la
Hélade, que la fortuna le había asignado, otra un país bárbaro. Una disputa se
originó entre ellas, según me pareció ver;' mi hijo, al darse cuenta, las
contenía y calmaba; después las unce a su carro y les coloca el yugo sobre el
cuello. Entonces una se jactaba de este atavío, y ofrecía a las riendas una
boca dócil; la otra, al contrario, respingaba y de repente con las manos
destroza los arreos del carro, lo arrastra con violencia a pesar de las
riendas, y finalmente rompe por el medio el yugo. Mi hijo cae; su padre, Darío,
compadeciéndolo, acude a su lado; pero Jerjes al verlo rasga los vestidos que
le cubren. Esta es, pues, digo, la visión que he tenido esta noche. Al
levantarme, baño mis manos en las corrientes puras de una fuente y cargada de
ofrendas me acerco al altar para ofrecer una torta a los dioses protectores, a
los que se debe este homenaje. Entonces veo un águila que huye hacia el hogar
de Febo. Muda de terror, me detengo, amigos; pero pronto contemplo un gavilán
que se lanza con rápido batir de alas y con las garras despluma la cabeza del
águila, la cual no hace otra cosa que acurrucarse y ofrecer su cuerpo como
presa. Esto es para mí terrible de contemplar y para vosotros de escucharlo.
Pues bien, lo sabéis, mi hijo, si triunfa, será un rey admirable; pero si
fracasa no ha de rendir cuentas al país, y si se salva gobernará igualmente
esta tierra.
CORIFEO. No deseamos, madre, ni
espantarte demasiado con nuestras palabras, ni inspirarte demasiada confianza.
Llégate a los dioses en súplica. Si has visto algo siniestro; pídele que
aparten de ti su cumplimiento, pero que realicen todo lo bueno para ti, para
tus hijos, para el país y para todos tus amigos. Después es necesario que
derrames libaciones a la tierra y a los difuntos; encarecidamente suplico a tu
esposo Darío, que dices haber visto esta noche, que te envíe de debajo de
tierra a la luz augurios favorables para ti y para tu hijo, y que retenga
marchito lo adverso en las sombras subterráneas. Esto es lo que, profeta
inspirado por el corazón, te aconsejo desde lo más recóndito de mi alma.
Creemos que estos presagios se realizarán del todo bien.
REINA. Reconozco tu afecto a mi
hijo y a mi casa en esta interpretación de mis sueños que tú has sido el
primero en confirmar. ¡Ojalá se realicen felizmente! Todo lo que concierne a
los dioses y a los amigos subterráneos, lo realizaré, según tus deseos, tan pronto
como llegue a palacio. Pero hay cosas que quiero conocer, amigos: Atenas, ¿en
qué lugar de la Tierra está situada?
CORIFEO. Lejos, hacia poniente,
donde desaparece nuestro señor el Sol.
REINA. ¿Pero mi
hijo deseaba tomar esta ciudad?
CORIFEO. Toda la Hélade entonces
habría estado sometida al Rey.
REINA. ¿Así
tienen un ejército tan numeroso?
CORIFEO. Sí, un ejército que ha
hecho ya mucho daño a los medos.
REINA. ¿Y qué hay además de esto?
¿Tienen riqueza suficiente en sus casas?
CORIFEO. Una fuente de plata
tienen, un tesoro que guarda la tierra.
REINA. ¿El arma que los distingue
es la flecha que tensa el arco?
CORIFEO. No; espadas para el
cuerpo a cuerpo y escudos que llevan en el brazo.
REINA. ¿Y qué
jefe acaudilla y manda el ejército?
CORIFEO. No se
llaman esclavos ni vasallos de nadie.
REINA. ¿Cómo entonces podrán
hacer frente al ataque de los enemigos?
CORIFEO. Bastante como para haber
destruido a Darío un numeroso y magnífico ejército.
REINA. Dices cosas terribles de
pensar para las madres de los que han partido.
CORIFEO. Pero, según creo, pronto
sabrás toda la verdad. He aquí a un hombre que viene corriendo y que parece ser
un persa. Trae claramente alguna noticia, buena o mala de oír.
(Llega
corriendo un mensajero.)
MENSAJERO. ¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia, oh país
pérsico y enorme puerto de riqueza, cómo, de un solo golpe, ha sido destruida
una inmensa felicidad, ha desaparecido pisoteada la flor de los persas! ¡Ay de
mí! Es una desgracia ser el primero en anunciar males. Sin embargo, es
necesario que os revele todo el desastre, persas: el ejército entero de los
bárbaros ha perecido.
CORO. Horribles, horribles
desgracias, inauditas y desgarradoras. ¡Ay, ay! Llorad, persas, al oír este
dolor.
MENSAJERO. Sí, todo aquello está
terminado, y yo mismo contra toda esperanza veo la luz del regreso.
CORO. Demasiado longeva se nos
aparece hoy la existencia a nosotros, ancianos, para oír esta calamidad
inesperada.
MENSAJERO. Y en verdad, como
testigo y no oyendo el relato de otros, persas, quiero contaros las desgracias
que os han sucedido allí.
CORO. ¡Otototoi! En vano miles de
dardos juntamente han pasado de Asia a una tierra enemiga, al país de la
Hélade.
MENSAJERO. Las riberas de
Salamina y todo el lugar contiguo están llenos de cadáveres que un funesto
destino ha destrozado.
CORO. ¡Otototoi! Te refieres a de
los miembros muertos de seres queridos, revolcados por las olas, sin cesar
zambullidos, arrastrados en sus largas capas errantes.
MENSAJERO. No era suficiente cl
arco, y todo nuestro ejército sucumbió, domado por los espolones navales.
CORO. Lanza sobre nuestros
desgraciados un grito malhadado, lúgubre. Los dioses todo lo han dispuesto para
perdición completa de los persas. ¡Ay, ay, ejército destruido!
MENSAJERO. ¡Nombre de Salamina,
el más odioso a mis oídos! ¡Ah! ¡Cómo gimo al acordarme de Atenas!
CORO. Sí, Atenas, odiosa para nuestra perdición. Tengo
motivos para acordarme de ella, cuando ha hecho, en vano, de tantas persas,
madres sin hijos, esposas sin maridos. (Un silencio.)
REINA. Hace rato que no hablo,
infeliz, abrumada por las desgracias. Este desastre es demasiado grande para
poder decir, para interrogar acerca de los sufrimientos. Sin embargo, es
necesario que los mortales soporten las penas que envían los dioses.
Desarrolla, pues, toda la catástrofe, y soségante dinos, aunque gimas por los
males, quién, de entre los jefes, no ha muerto, a quién hemos de llorar, y
quién prestando servicio como cetrero ha dejado al morir su lugar vacío.
MENSAJERO. El
propio Jerjes vive y ve la luz.
REINA. Tus palabras son para mi
casa una gran luz, un día blanco después de la sombría noche.
MENSAJERO. Mas, Artambares, jefe
de diez mil jinetes, está sien- i do golpeado a lo largo de la escarpada costa
de Silenia, y Dadaces, quiliarca, bajo el golpe de una lanza, ha dado un ligero
salto desde su nave. Tenagonte, el héroe bactriano de noble linaje, gira en
torno a la isla de Ayax batida por las olas. Lileo, Arsames y Argestes el
tercero, alrededor de la isla de las palomas cargan la dura costa con sus
cabezas vencidas. Y los egipcios, vecinos de las fuentes del Nilo, Arcteo,
Adenes y, en tercer lugar, Farnuco, provisto de un escudo, han caído de la
misma nave. Mátalo de Crisa, jefe de diez mil hombres, al morir teñía su larga
y espesa barba pelirroja que cambiaba de color en un baño de púrpura. El mago
Arabo y Artames bactriano, que guiaban treinta mil caballos negros, ahora están
domiciliados en la áspera tierra en donde han perecido. Amistris y Amfistreo,
que manejaba una pesada lanza, y el valiente Ariomardo, que ha proporcionado un
duelo a Sardes, y el misio Sísames y Taribis, el almirante de cinco veces
cincuenta naves, lirneo de linaje, varón soberbio, ahora yace muerto, infeliz,
no con muy buena estrella.
Y Sienisis, el más valiente de
los hombres, capitán de los cilicios, después de haber causado él solo mil
bajas a los enemigos, ha muerto gloriosamente. Tales son los jefes que
recuerdo; pero siendo tantas las desgracias, sólo te he contado un pequeño
número.
REINA. ¡Ay, ay! Oigo los más
supremos males, vergüenza para los persas y causa de lamentos agudos. Pero
vuelve atrás y dime cuál era la multitud de naves helenas para que se hayan
decidido a trabar combate con el ejército persa y atacar nuestra flota.
MENSAJERO. Por lo que respecta a
la multitud, sabe que el bárbaro habría vencido con sus naves; pues los helenos
tenían un total de trescientos navíos y, además de estos, diez naves escogidas.
Jerjes, al contrario, lo sé, conducía una flota de mil naves, y las que
sobresalían por su rapidez eran doscientas siete. Este es el cómputo. ¿Te
parece que estábamos en inferioridad en esta lucha? Sino que algún dios ha
destruido a nuestro ejército, inclinando la balanza con una fortuna no
equilibrada. Los dioses protegen la ciudad de la diosa Palas.
REINA. ¿Así la
ciudad de Atenas está todavía intacta?
MENSAJERO. Sí, porque teniendo a
sus hombres tiene un baluarte seguro.
REINA. Pero ¿cuál fue para las
naves la señal del combate? Dime: ¿quién empezó al lucha, los helenos o mi
hijo, envanecido por la multitud de sus naves?
MENSAJERO. El que inició, mi
reina, todo este desastre fue un dios maléfico o un espíritu vengador, quién
sabe de dónde salió. Un heleno del ejército ateniense vino a decir a tu hijo
Jerjes que al llegar las sombras de la noche los helenos no esperarían más,
sino que saltando sobre los bancos de sus naves, buscarían, cada uno por su
parte, salvar la vida en una huida secreta. Él, tan pronto lo oyó, no
comprendiendo el engaño del heleno y ni la envidia de los dioses, declara a
todos los capitanes de nave esta orden: cuando el sol haya cesado de quemar la
tierra con sus rayos y las tinieblas llenen el sagrado recinto del éter,
colocarán el grueso de sus naves en tres líneas para guardar las salidas y los
pasos resonantes, y las otras en círculo alrededor de la isla de Ayax; pues, si
los helenos intentan huir de un destino fatal y encuentran secretamente con sus
naves una evasión, había sido decretado que todos serían decapitados. Así habló
en el fervor de su corazón animoso; porque no sabía el futuro que le reservaban
los dioses. Ellos mansamante y sin desorden, preparan la cena y cada marino ata
el remo al escálamo dispuesto a bogar. Cuando se apagó la luz del sol y llegó
la noche, todos los remeros, todos los soldados de marina suben a las naves.
Una flota exhorta a la otra en la larga noche; rema cada uno hacia el sitio
asignado y toda la noche los jefes de las naves mantienen navegando a todo el
personal naval. Y la noche transcurre sin que la flota helénica intente por
ningún lado una salida secreta.
Pero cuando el día con sus
blancos corceles se extiende sobre toda la Tierra, resplandeciente a los ojos,
llega de parte de los helenos un sonoro clamor modulado como un himno, mientras
que el eco de los peñascos isleños responde con un grito agudo. El terror se
apodera de todos los bárbaros engañados en su pensamiento, pues no era para una
huida que los helenos entonces cantaban un solemne peán, sino para lanzarse al
combate con audacia valerosa; y el sonido de la trompeta enardecía a todo el
ejército. Pronto, a golpes iguales del ruidoso remo batían las profundas aguas
saladas a la voz del cómitre, y rápidamente todos aparecieron a nuestra vista.
El ala derecha, bien alineada, marchaba la primera, en orden; después toda la
flota avanzaba. Entonces se oyó de cerca un gran grito: «Id, hijos de los
helenos, libertad a la patria, libertad a los hijos, a las mujeres, a los
santuarios de los dioses patrios y a las tumbas de los antepasados; la lucha
ahora es en defensa de todo esto.» Por nuestra parte les responde un alboroto
de lengua persa: no es el momento de titubeos. Al punto, nave contra nave choca
con su estrave broncíneo. Un navío helénico comenzó el abordaje y destroza todo
el codaste de una nave fenicia; después, cada uno dirige el ataque contra otro.
Al principio el núcleo del ejército persa resistía, pero como la multitud de
las naves estaba agrupada en un estrecho, en donde no podían prestarse ayuda, y
se golpeaban unas a otras con sus espolones de bronce, rompían todo el aparejo
de sus remos. Entonces las naves helénicas, sabiamente las rodean y embisten;
se vuelcan las quillas de las naves, el mar ya no se ve, cubierto de despojos y
de matanza de hombres; las orillas y los acantilados están llenos de cadáveres
y todo lo que queda de la flota bárbara huye en desbandada a fuerza de remos,
mientras que los helenos, como si se tratara de atunes o de alguna redada de
peces, con trozos de remos o restos del naufragio golpean, matan. Un lamento
mezclado de sollozos se extiende por la llanura marítima hasta que el ojo de la
sombría noche los oculta al vencedor. El total de nuestros males, ni que
hablara diez días seguidos, lo podría completar; porque nunca, sábelo bien,
nunca en un solo día una multitud tan numerosa de hombres ha perecido.
REINA. ¡Ay, ay! Un vasto océano
de desgracias se ha precipitado sobre los persas y toda la raza bárbara.
MENSAJERO. Sabe bien que esto no
es ni tan solo la mitad de los males. Una dolorosa calamidad se ha abatido
sobre ellos, de forma que es dos veces más pesada que lo anterior.
REINA. ¿Y qué desgracia podría
ser más cruel que ésta? Continúa, ¿cuál es este desastre que ha venido sobre el
ejército inclinando más abajo el platillo de nuestras desgracias?
MENSAJERO. Todos los persas que
estaban en pleno vigor corporal, los mejores por su espíritu, los más
sobresalientes por su nobleza y los primeros en su constante fidelidad al rey,
han perecido vergonzosamente de la muerte mas ignominiosa.
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada,
por este percance cruel, amigos! Pero ¿por qué clase de muerte dices que han
perecido?
MENSAJERO. Hay delante de
Salamina una isla estrecha, de difícil anclaje para las naves, y de la cual
sólo Pan, amigo de las danzas, frecuenta sus orillas marinas. Allí los envía
Jerjes a fin de que, si náufragos enemigos intentaban alcanzar la isla,
pudieran fácilmente matar a los soldados helenos y salvar a los suyos de los
estrechos marinos. ¡Mal conocía el futuro! Porque así que un dios dio a los
helenos la gloria en el combate de las naves, el mismo día, cubriendo sus cuerpos
con armaduras de bronce, saltaron de las naves y rodearon toda la isla de
suerte que los nuestros no sabían adónde volverse. Miles de piedras salidas de
sus manos los hirieron y las flechas arrojadas por las cuerdas del arco caían
sobre ellos y los mataban. Por fin, lanzándose de un solo impulso golpean,
despedazan los cuerpos de aquellos desgraciados hasta que los exterminan a
todos. Jerjes rompe en sollozos al ver aquel culmen de males; porque tenía un
sitial desde donde distinguía claramente todo el ejército, un alcor elevado
junto a la llanura marina; rasga sus vestidos, lanza un grito agudo y de
repente, dando una orden al ejército de tierra, se precipita a una huida
desordenada. Tal es, junto al primero, la desventura que has de llorar.
REINA. ¡Ah, odioso destino, cómo
has engañado las esperanzas de los persas! ¡Qué amargo ha encontrado mi hijo el
castigo de la ilustre Atenas! No fueron suficientes los bárbaros que antes mató
Maratón; creyendo poder cobrarse el rescate, mi hijo ha traído sobre sí esta
multitud de desgracias. Pero dime, las naves que han escapado a la destrucción,
¿dónde las ha dejado? ¿Sabes indicármelo con claridad?
MENSAJERO. Los capitanes de las
naves que quedaban emprenden apresuradamente, a favor del viento, una huida sin
orden. El resto del ejército, en tierra de Beocia, iba diezmándose: unos,
buscando las claras fuentes para apagar su sed, otros exhaustos y jadeantes.
Nosotros logramos pasar a territorio focense y a tierra dórida y al golfo de
Melia, en donde el Esperquio riega la llanura con sus aguas bienhechoras. De
allí los campos de la tierra aquea y las ciudades de Tesalia nos reciben faltos
de víveres. Después llegamos al país magnesio y a la región de los macedonios,
al curso del Axios, y al cañaveral pantanoso de Bolbe y al monte Pangeo, en el
país de los edonios. En esta noche un dios suscitó un invierno prematuro, e
hiela toda la corriente del sagrado Estrimón. Aquel que antes no creía en los
dioses ahora les dirige súplicas, adorando cielo y tierra; y cuando el ejército
cesó en sus insistentes invocaciones, se aventura por el helado camino del río.
Sólo los que nos lanzamos antes de que se difundieran los rayos del sol, ahora
estamos con vida; porque el círculo luminoso del sol encendido en rayos,
penetra a través de la corriente calentándola con su llama: los hombres se
amontonan unos sobre otros y feliz el que pierde rápidamente el soplo de la
vida. Los restantes que lograron salvarse después de atravesar a duras penas y
con gran fatiga Tracia, llegaron fugitivos, no muchos, a la tierra de sus
lares. ¡De qué modo se va a lamentar la ciudad de los persas, deseosa de la
querida juventud del país! Esta es la verdad. Y dejo, fuera del relato, muchos
de los desgracias que un dios ha lanzado como un rayo sobre los persas.
(El mensajero
se va.)
CORIFEO. ¡Oh divinidad dolorosa!
¡Cuán pesadamente has hollado toda la raza persa!
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada!
Nuestra ejército está aniquilado. ¡Ah, diáfana visión de mis sueños nocturnos,
demasiado claramente me habías mostrado estos males! ¡Y vosotros, con qué
ligereza los habíais juzgado! Pero, puesto que os habéis pronunciado en este
sentido, quiero ante todos rogar a los dioses; luego, en la ofrenda a la tierra
y a los muertos vendré a traer una torta escogida de mi casa. Sé que lo hago
por hechos consumados, pero quizá el destino nos reserve algo mejor. Vosotros
debéis comunicar, acerca de los acontecimientos, fieles consejos a los leales
príncipes. Y si mi hijo llega aquí antes que yo, consoladlo, acompañadlo a
palacio, no sea que añada a nuestras desgracias otra.
(La reina se
retira de su séquito.)
CORIFEO. ¡Oh Zeus, rey! Ahora
habiendo destruido el ejército de los persas altivos e innumerables, has
cubierto la ciudad de Susa y Ecbatana con un duelo tenebroso.
Miles de mujeres con sus tiernas
manos desgarran sus vestidos y bañan sus pechos en copiosas lágrimas
compartiendo nuestro sufrimiento.
Y las mujeres de los persas,
lánguidamente llorosas, deseosas de ver a su recién desposado, abandonando los
lechos de mullidas colchas, deleite de una delicada juventud, lloran con
lamentos insaciables, mientras yo mismo invoco sinceramente el trágico destino
de los que han muerto.
Corto. Y ahora toda la tierra de
Asia, vacía de hombres, llora. Jerjes los ha conducido, ¡ay, ay!, Jerjes los ha
perdido, ¡ay, ay!, Jerjes lo ha dirigido todo locamente con sus barcazas
marinas. ¿Por qué Darío, señor de arqueros, fue tan inofensivo para su pueblo,
jefe querido de la Súsida?
Soldados de tierra y de mar,
sombríos navíos de alas rápidas los han conducido, ¡ay, ay!, los han perdido,
¡ay, ay!, los navíos del funesto abordaje y los brazos de los jonios. Apenas si
el mismo monarca, según se dice, ha podido escapar por las llanuras de Tracia y
los caminos siniestros.
Y los que han quedado, ¡ay!,
oprimidos primeramente por un destino fatal giran alrededor de las costas
Cicreas. Gime, desgárrate el corazón, clama hasta el cielo tus desdichas, ¡oh,
oh!, tiende tu grito ruidoso, tu voz miserable.
Cruelmente vencidos por el mar,
¡ay!, son desollados por los mudos infantes de la Incorruptible, mientras que
la casa llora al hombre que le han cogido y los ancianos padres, sin hijos,
lamentándose de los incomprensibles sufrimientos, conocen el inmenso dolor. y
los pueblos de la tierra de Asia ya no obedecerán por largo tiempo a la ley de
los persas, ya no pagarán más tributo a las imposiciones de los sátrapas, ni se
prosternarán para recibir más órdenes: el poderío real ya no existe.
La lengua ya no será más
amordazada; pues un pueblo logra hablar libremente cuando ha desuncido el yugo
de la esclavitud. Ensangrentada en su suelo, la isla de Ayax, batida por las
olas, posee ahora todo lo que fue Persia.
(Llega la
reina con esclavos que portan ofrendas.)
REINA. Amigos, aquel que tiene
experiencia de los sufrimientos sabe que los mortales, cuando una marejada de
males se ha abatido sobre ellos, acostumbran temer de todo; pero cuando el
destino fluye de manera favorablemente están convencidos de que siempre soplará
el misma destino de fortuna. Para mí ahora todo está lleno de terror: a mis
ojos se revela el abandono de los dioses, un grito resuena en mis oídos que
nada tiene de saludable. ¡Tal es el estupor de males que aterroriza mi corazón!
Por esto he recorrido de nuevo este camino desde el palacio, sin carrozas, sin
la pompa de antes, para llevar al padre de mi hijo las libaciones
propiciatorias, que amansan a los difuntos: la blanca leche gustosa de una vaca
no sometida al yugo, la dorada miel destilada por la obrera de las flores,
juntamente con el agua que mana de una fuente virgen, y el puro licor de una
madre silvestre, esta delicia de una viña antigua. Hay también el fruto oloroso
del grisáceo olivo, siempre floreciente de vida en su follaje, y guirnaldas de
flores, hijas de la fértil tierra. Venid, amigos, y sobre estas libaciones a
los muertos cantad himnos favorables: evocad al divino Darío, mientras yo
enviaré a los dioses subterráneos estos homenajes que beberá la tierra.
CORIFEO. Oh soberana, veneración
de los persas, tú envía libaciones a las moradas subterráneas; nosotros con
nuestros himnos pediremos que los guías de los muertos nos sean propicios bajo
tierra.
Ea, pues, sagradas divinidades
infernales, Tierra, Hermes y tú, rey de los muertos, envíanos del seno de la
tierra a la luz, el alma de Darío; si, más que nosotros sabe un remedio a
nuestros pesares, es el único mortal que puede revelarnos el fin.
(El coro evoca al muerto con gritos y
gestos violentos: gime, da palmadas, se golpea el pecho.)
CORO. ¿Me oye, el bienaventurado,
el rey semejante a los dioses, cuando lanzo en clara lengua bárbara estos
gritos diversos, lúgubres, dolientes? Gritaré bien alto mis desgracias de total
congoja. ¿Desde debajo me oye?
Oh, tú, Tierra, y vosotros,
príncipes de los muertos, dejad salir de vuestras moradas este numen ilustre,
el susígena dios de los persas: enviad hacia arriba aquél, semejante al cual,
todavía no ha cubierto a nadie la tierra persa.
Querido es este héroe y querido
tu túmulo; porque en él descansa una prenda querida. Edoneo, tú que conduces
hacia la luz, deja libre al príncipe único, a Darío, ¡eh, eh!
Porque jamás perdió a sus hombres
en mortíferos contratiempos. Inspirado de los dioses lo llamaban los persas,
inspirado de los dioses era, porque dirigía bien el timón de su pueblo, ¡eh,
eh!
Antiguo monarca, oh monarca, ven,
ven, aparece sobre la cima de este túmulo; eleva hasta allí la azafranada
sandalia de tu pie, haz brillar el botón de la tiara real; acude, padre
benéfico, Darío. ¡Ah, ah!
Ven a oír nuevos e inauditos
desgracias. Señor de mi señor, aparece. Sobre nosotros vuela una lúgubre
niebla, porque toda nuestra juventud ha perecido. Acude, padre benéfico, Darío.
¡Ah, ah!
¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Oh muerte
lamentada por miles de deudos! ¿Por qué mi señor, mi soberano, sobrevino tan
desmedido contratiempo, tal sufrimiento sobre sufrimiento, a toda esta tu
tierra? Del todo han desaparecido las trirremes, nuestras naves que ya no son
naves, que ya no son naves.
(Por encima
del túmulo aparece la Sombra de Darío.)
SOMBRA DE DARIO. Oh fieles entre
los fieles, compañeros de mi juventud, persas ancianos, ¿qué aflicción sufre la
ciudad? Gime, se golpea el pecho y el suelo se resquebraja. Al ver a mi esposa
junto a mi mausoleo, me turbo y he aceptado de todo corazón sus libaciones.
Pero vosotros os lamentáis de pie cabe mi sepulcro y avivando vuestros lamentos
evocadores de los muertos me llamáis lastimosamente. No es fácil de salir, máxime
cuando los dioses subterráneos saben más coger que soltar. Pero yo he usado
entre ellos de mi poder y aquí estoy. Apresúrate que no se me reproche por mi
tardanza ¿Qué terrible desgracia se ha abatido sobre los persas?
CORO. No me atrevo a mirarte, a
hablarte cara a cara, por el ancestral temor que me infundías.
SOMBRA DE DARÍO. Pero, ya que he
venido de debajo tierra obedeciendo a tus lamentos, renuncia a un largo
discurso: exprésate brevemente y, dejando de lado el respeto que me tienes,
explícamelo todo.
CORO. Temo complacerte, temo
hablarte a la cara, diciéndote cosas difíciles de contar a los amigos.
SOMBRA DE DARÍO. Puesto que el
viejo temor de espíritu se te opone, tú, anciana compañera de mi lecho, cesa en
tus lamentos y gemidos y háblame claramente: humanos son los trabajos que
pueden alcanzar a los mortales. Muchos males llegan del mar a los hombres,
muchos de la tierra firme, si la vida prolonga su curso durante lar o tiempo.
REINA. ¡Oh tú que has superado a
todos los mortales en felicidad por tu venturoso destino! Mientras has
contemplado los rayos del sol, digno de envidia, has hecho pasar, como un dios,
una vida dichosa a los persas. Ahora te envidio por estar muerto antes de haber
visto el abismo de nuestros males. Todo, Darío, lo oirás contar en breves
palabras: el poderío de los persas está, por así decir, del todo destruido.
SOMBRA DE DARIO. ¿De qué manera?
¿Se ha abatido sobre la ciudad la tormenta de una peste o una guerra civil?
REINA. En modo alguno; pero cerca
de Atenas todo el ejército ha sido aniquilado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Cuál de mis hijos ha guiado allí el
ejército? Dime.
REINA. El impetuoso Jerjes,
vaciando todas las llanuras del continente.
SOMBRA DE DARIO. ¿Por tierra o
por mar ha intentado esta locura, desgraciado?
REINA. Por ambos caminos; había
un doble frente de dos armamentos.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y cómo ha
llegado a pasar un ejército de tierra tan numeroso?
REINA. Unció con sus recursos el
estrecho de Hele para tener un paso.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y lo logró
hasta cerrar el gran Bósforo? REINA. Así es; un dios sin duda se adhirió a esta
idea.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah, un poderoso
dios vino para trastornar le así el juicio!
REINA. Sí, ya que se puede ver el
fin desastroso que ha realizado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y qué les ha
ocurrido para que gimáis así? REINA. La derrota del ejército naval ha perdido
al de tierra. SOMBRA DE DARIO. ¿Así todo un pueblo ha sido completamente
destruido por la lanza?
REINA. Sí, toda la ciudad de Susa
llora, vacía de hombres. SOMBRA DE DARIO. ¡Oh dioses, el ejército, nuestra
buena defensa, nuestra ayuda!
REINA. El pueblo bactriano ha
sucumbido por completo y no habrá más viejos.
SOMBRA DE DARIO. ¡Oh
malaventurado, qué juventud de aliados ha perdido!
REINA. Pero dicen que Jerjes,
solo, abandonado, con unos pocos...
SOMBRA DE DARIO. ¿Cómo y dónde ha terminado? ¿Hay alguna
salvación para él?
REINA. Ha sido afortunado de
llegar al puente que unía ambas tierras.
SOMBRA DE DARIO. Y de llegar vivo
a nuestro continente. ¿Es verdad esto?
REINA. Sí; el relato que
prevalece al menos en este respecto es claro; no hay discordancias.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah! Rápida ha
llegado la realización de los oráculos y sobre mi hijo ha lanzado Zeus el
cumplimiento de las profecías. Yo en cierta manera me imaginaba que sólo
después de mucho tiempo los dioses las llevarían a término; pero cuando uno
mismo se afana en su perdición, los dioses colaboran con él. Ahora parece que
se ha encontrado una fuente de males para todos los amigos, y mi hijo, sin
saberlo, ha realizado todo esto en su juvenil audacia. El que concibió la
esperanza de detener en su curso, con cadenas de esclavo, el sagrado
Helesponto, el Bósforo, corriente de un dios; que buscaba cambiar la manera de
cruzar el estrecho y poniéndole grilletes forjados a martillo, abrió un inmenso
camino a su inmenso ejército. Mortal, creía en su locura triunfar de todos los
dioses y particularmente de Posidón. ¿Cómo en esto no hay una enfermedad del
espíritu que se ha apoderado de mi hijo? Temo que mi gran trabajo de riqueza
llegue a ser para los hombres el botín del primero que llegue.
REINA. Estas son las lecciones
que el impetuoso Jerjes aprende en su trato con los malos. Le decían que tú
adquiriste para tus hijos una gran riqueza con la lanza, mientras que él, por
cobardía, combatía en casa, sin aumentar en nada la propiedad paterna. Oyendo
mil veces los reproches de estos malvados, decidió esta expedición y este
ejército contra la Hélade.
SOMBRA DE DARIO. Así son ellos los autores del desastre
inmenso, inolvidable, tal como ningún otro ha caído jamás sobre la ciudad de
Susa vaciándola, desde que el soberano Zeus ha otorgado a un solo hombre el
privilegio de maridar a toda Asia nutridora de corderos, teniendo en sus manos
el cetro rector. Un medo fue el primer jefe del pueblo en armas; y otro, su
hijo, acabó esta empresa, porque la razón en él gobernaba su corazón. El
tercero después de él, Ciro, héroe feliz, al tomar el poder estableció la paz
entre los suyos; conquistó pueblo de los lidios y de los frigios, y sometió por
fuerza a toda Jonia; dios no le era hostil, porque tenía sabiduría. El hijo de
Ciro fue el cuarto en dirigir ejército, y el quinto, Mardis, tomó el poder,
vergüenza para su patria y para el antiguo trono; pero con astucia el valiente
Artafrenes lo mató en el palacio ayudado de amigos que consideraban esto como
una obligación. Y yo mismo, habiendo obtenido por suerte lo que quería, hice
muchas expediciones con un numeroso ejército pero nunca causé un mal tan grande
a mi ciudad. Pero Jerjes, mi hijo, es joven y piensa como joven y no acuerda de
mis consejos. Porque, sabedlo bien, compañeros: todos nosotros, que tuvimos
este poder soberano, es manifiesto que no somos los autores de daños tan
grandes.
CORIFEO. ¿Qué, pues, rey Darío,
hacia dónde diriges el fin de tus palabras? ¿Cómo, después de esto, todavía
podríamos, el pueblo persa, alcanzar el mejor éxito posible?
SOMBRA DE DARIO. Si no lleváis la
guerra al país de helenos, aunque el ejército medo sea más fuerte; pues la
tierra misma es su aliada.
CORIFEO. ¿Qué quieres decirnos
con esto? ¿De qué manera es aliada?
SOMBRA DE DARIO. Haciendo morir
de hambre a los demasiado numerosos.
CORIFEO. Pero organizaremos un ejército escogido, bien
equipado.
SOMBRA DE DARIO. Pero ni el ejército
que permanece en la Hélade logrará la salvación del retorno.
CORIFEO. ¿Cómo dices? ¿Todo el
ejército de los bárbaros no ha atravesado el estrecho de Hele y dejado Europa?
SOMBRA DE DARIO. Tan sólo unos
pocos entre muchos, si hemos de creer en los oráculos de los dioses, mirando lo
que ha ocurrido ahora; porque es posible que unos se cumplan y otros no. Y si
esto es así, Jerjes deja una multitud escogida de tropas obedeciendo a vanas
esperanzas. Se detienen en los lugares donde el Asopo riega la llanura con sus
aguas corrientes, querido sustento para la tierra beocia; y allí les aguarda
sufrir los supremos males, en expiación de su insolencia y su orgullo impío:
ellos que, llegando a tierra helénica, no sintieron vergüenza en profanar las
estatuas de los dioses y en incendiar los templos; han desaparecido los altares
y han derribado confusamente desde sus cimientos los monumentos funerarios de
los héroes. Así, habiendo obrado mal, sufren males no menores, y otros les
aguardan; aún no se ha agotado la fuente de sus desgracias, sino que todavía
mana abundantemente; tan grande es el borbotón de sangre vertida en el degüello
que hacía la lanza dórica en tierra de Platea. Montones de muertos hasta la
tercera generación mostraron en silencio a los ojos de los hombres que ningún
mortal ha de pensar por encima de la condición humana; porque la insolencia, al
florecer, produce la espiga del error, de donde se siega una cosecha de
lágrimas. Viendo estas faltas así castigadas, acordaos de Atenas y de la
Hélade, y que nadie, despreciando su actual fortuna para desear otra, eche a
perder una gran felicidad. Zeus es el vengador de los pensamientos demasiado
soberbios y exige una cuenta severa. Por ello, como a uno que carece de
sabiduría, advertirle con vuestras razonables amonestaciones, a fin de que cese
de ofender a los dioses con su insolente audacia. Y tú, anciana madre, querida
de Jerjes, entra en palacio, saca un atuendo solemne y sal al encuentro de tu
hijo; pues en el dolor de sus desgracias, sus brillantes vestidos son por
completo unos jirones que cuelgan alrededor de su cuerpo. Tú cálmalo con
palabras bondadosas; eres la única, lo sé, cuya voz soportara. Yo vuelvo a las
tinieblas subterráneas; y vosotros, ancianos, adiós; a pesar de vuestros males,
dad a vuestras almas el gozo cotidiano; porque a los muertos de nada les sirve
la riqueza.
(La Sombra de
Darío desaparece.)
CORIFEO. ¡Qué dolor experimento
cuando oigo estas desgracias innumerables que en el presente y en el futuro
todavía están reservadas a los bárbaros!
REINA. ¡Oh destino, cuanto me
afecta conocer de estos males! Pero sobre todo me muerde la calamidad al saber
de la vergüenza de vestidos que ahora cubren el cuerpo de mi hijo. Voy, pues, a
buscar un atavío en el palacio e intentaré encontrar a mi hijo. Porque no
traicionaré en la desgracia a lo que mas quiero.
(Entra en
palacio.)
CORO. ¡Oh dioses! ¡Qué grande y
hermosa existencia tuvimos en el gobierno de nuestras ciudades, cuando el
venerable rey, el magnánimo, el bienhechor, el invencible Darío, igual a los
dioses, reinaba en este país!
Primero, mostramos al mundo
ejércitos de buena fama, que atacaban las fortalezas según tácticas
establecidas; y los regresos de la guerra conducían unos hombres, sin fatiga ni
daño, a sus felices hogares.
¡Cuantas ciudades conquistó sin
atravesar el río Halís sin dejar el suelo patrio! Tal las ciudades marítimas
del golfo estrímóníco, que limitan con las aldeas tracias.
Y mas allá de este lago, las que
en el continente están circunvaladas de murallas, obedecían también a este
príncipe; y las que se gloriaban de su situación alrededor del dilatado
estrecho de Hele, y el repliegue profundo de la Propóntíde y las bocas del
Ponto.
Y las islas bañadas por las olas
que, enfrente del promontorio marino, están junto a nuestra tierra, Lesbos, y
Samos, plantada de olivos, Quíos, y también Paros, Naxos, Míconos y Andros,
vecina pegada a Tenos.
Y mandaba asimismo las que en
medio del mar están entre dos orillas, Lemnos, y el país de Ícaro, y Rodas, y
Cnído, y las ciudades de Chipre: Pafos, Solí y Salamína, de la cual hoy la
metrópoli es causa de nuestros lamentos.
Y en el territorio jónico, las ciudades
griegas ricas y populosas conquistadas por su sabiduría, apoyado en la fuerza
incansable de sus soldados y la multitud de sus aliados. Pero ahora sufrimos
este revés, querido sin duda de los dioses, y estamos domados por los terribles
golpes marinos de la guerra.
(Llega Jerjes en su carro, se apea
lentamente y se va acercando al coro.)
JERJES. ¡Ah desgraciado de mí!
¡Qué odiosa y tan imprevisible suerte he encontrado! ¡Con qué crueldad el
destino se ha cebado en la raza de los persas! ¡Qué será de mí, infeliz! Se
abate la fuerza de mis miembros cuando contemplo la edad de los ciudadanos. ¡Oh
Zeus! Ojalá también a mí con mis hombres muertos me hubiera sepultado el
destino por la parca.
CORIFEO. ¡Otototoí! ¡Oh rey! ¡Ay
por vuestro magnífico ejército, y el gran prestigio del imperio persa, y los
espléndidos guerreros que hoy ha segado el destino!
CORO. La tierra llora la juventud
del país destrozada por Jerjes, hacínador de persas en el Hades. Pasajeros del
Hades, miles de hombres, flor de este país, arqueros triunfantes, toda una
densa miríada de guerreros ha perecido. ¡Ay, ay, ay, nuestra buena defensa! Y
la tierra de Asia, rey de este país, terriblemente, terriblemente ha doblado la
rodilla.
JERJES. Soy yo, ¡ay, ay!,
lamentable y miserable, que he sido la ruina para mi raza y mi patria.
CORO. Para saludar tu regreso
pronunciaré el grito de siniestro augurio, el lamento de infortunio del lloroso
mariandino, el alarido bañado en lagrimas.
JERJES. Lanzad dolorosos,
quejosos, lúgubres acentos; el destino ahora se ha vuelto contra mí.
CORO. Sí, voy a lanzar gemidos
lamentables para deplorar la nueva calamidad y los dolores del desastre
marítimo; lloraré por la ciudad, por la raza; haré resonar un lamento
lacrimoso.
JERJES. El Ares de Jonia ha
arrebatado nuestros hombres; el Ares . de Jonia, armado de naves, ha inclinado
la balanza del otro lado, segando la nocturna llanura y la ribera desdichada.
CORO. ¡Oh, oh! Grita e infórmate
de todo. ¿Dónde está la otra muchedumbre de los tuyos? ¿Dónde están los que
combatían + a tu lado, Farandaces, Susas, Pelagon, Dótamas y Agdabatas, Psamis
y Susiscanes, que dejó Ecbatana?
JERJES. Todos han perecido. Allí
los dejé, precipitados de un navío tirio, en las riberas de Salamina, chocando
contra una acantilada costa.
CORO. ¡Oh, oh! ¿Dónde está tu
Farnuco, y el valiente Ariomardo? ¿Dónde el príncipe Senaces, el noble Lileo,
Menfis, Taribis; y Masistras, y Artembares, e Histecmas? JERJES. ¡Ay, ay de mí!
Han visto la antigua, la odiosa Atenas, y todos, de un solo golpe, ¡eh, eh!,
miserables, se estremecen en la arena.
CORO. ¿Y aquél que contaba tus
persas de diez mil en diez mil, tu ojo siempre fiel, Alpisto, hijo de Batanoco,
y los hijos de Sésamas y de Megabatas, y Parto, y el gran Oibares, los has
dejado, los has dejado? ¡Oh, oh, desgraciado! Para los persas ilustres anuncias
males sobre males.
JERJES. Despiertas en mí,
ciertamente, el recuerdo de los valientes compañeros, con tus palabras
inolvidables, crueles, más que dolorosas: mi corazón en el pecho grita, grita.
CORO. Y todavía otros echamos de
menos: el capitán de diez mil mardos, Jantes, y el belicoso Ancares y Diexis y
Arsaces, comandantes de caballería; y Dádaces y Litimnes, y Tolmo, insaciable
de batalla; me asusto, asusto de que no sigan tu tienda sobre ruedas.
JERJES. Han
desaparecido los que mandaban el ejército.
CORO. Han
desaparecido, ay, sin gloria.
JERJES. ¡Ié, ié!
¡lo, lo.
CORO. ¡ló, ió! Los dioses han
provocado un desastre inesperado, clarísimo, como los que ve Ate.
JERJES. Somos golpeados para
siempre en nuestro destino.
CORO. Somos
golpeados, está bien claro.
JERJES. Por un
nuevo infortunio, por un nuevo infortunio.
CORO. Por haber encontrado, no
felizmente, a los marinos de Jonia. Desgraciado en la guerra es el pueblo de
los persas.
JERJES. ¿Cómo no? He sido
abatido, infeliz, en mi ejército tan numeroso.
CORO. ¿Qué es lo que no ha
perecido? Grande era el poder de los persas.
JERJES. ¿Ves lo
que queda de mi séquito?
CORO. Lo veo, lo
veo.
JERJES. ¿Y este
estuche de flechas?
CORO. ¿Qué dices
que has salvado?
JERJES. Este
carcaj de dardos.
CORO. Poca cosa
comparada con lo mucho que tenías.
JERJES. Hemos
perdido los defensores.
CORO. El pueblo
de Jonia no rehúye el combate.
JERJES. Demasiado belicoso. Y he
contemplado una pena imprevista.
CORO. ¿Quieres
decir la derrota de la hueste naval?
JERJES. He
desgarrado mis vestidos ante este golpe fatal.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Y mucho
más que ¡ay!
CORO. Sí, dobles
y triples males.
JERJES. Dolor
para nosotros, alegría para los enemigos.
CORO. Sí,
nuestra fuerza ha sido rota.
JERJES. Estoy
desprovisto de escolta.
CORO. Por la
derrota naval de los nuestros.
JERJES. Llora,
llora la pena, y vete hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay!
Aflicción, aflicción.
JERJES. Responde
a mis gritos con los tuyos.
CORO. Consuelo
miserable de miserables a miserables.
JERJES. Gime,
poniendo tu canto junto al mío.
¡Ototototoi!
CORO. ¡Otototoi! Pesada es esta
desgracia y sufro también por ello.
JERJES. Golpea,
golpea y laméntate para complacerme.
CORO. Estoy
bañado en lágrimas y me lamento.
JERJES. Responde
a mis gritos con los tuyos.
CORO. No es
posible hacerlo, señor.
JERJES. Levanta
la voz con lamentos. ¡Otototoi!
CORO. ¡Otototoi! Y con ellos se
mezclarán golpes negros, dolientes.
JERJES. Golpea
también tu pecho y lanza el grito misio.
CORO.
¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arrasa
el pelo blanco de tu barba.
CORO. Con uñas de sierra, con
uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Lanza
gritos agudos.
CORO. También lo
haré.
JERJES. Desgarra con tus dedos la
ropa que cubre tu pecho.
CORO.
¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arráncate también los
cabellos y gime por el ejército.
CORO. Con uñas de sierra, con
uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Empapa
tus ojos de lágrimas.
CORO. Estoy
empapado de ellas.
JERJES. Responde
a mis gritos con los tuyos.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Vete
gimiendo hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay!
Jerjes. ¡Ay, por
la ciudad!
CORO. ¡Ay, sí,
sí!
JERJES. Gemid,
triste cortejo.
CORO. ¡Ay, ay!
¡Tierra de Persia triste de pisar!
JERJES. ¡Ié! Los que han muerto
por nuestras galeazas trirremes!
CORO. Sí, te
acompañaré con mis funestos lamentos.
(El rey, acompañado del coro, entra en el palacio.)
LOS SIETE
CONTRA TEBAS
PERSONAJES
Eteocles
Un mensajero explorador
Coro de doncellas tebanas
Antígona
Ismena
Un heraldo
La acción se desarrolla en Tebas. La
escena representa la acrópolis de Tebas, con altares y estatuas de dioses.
Llega Eteocles con un grupo de gente armada.
ETEOCLES. Pueblo de Cadmo, el
vigía del bien público en la proa de la ciudad dirigiendo el timón sin dejar
cerrar sus ojos por el sueño, ha de decir lo que exige el momento. Pues si
alcanzamos éxito, el mérito es de los dioses; pero si, por el connrario, lo que
ojalá no ocurra, sucede una desgracia, sólo el nombre de Eteocles correrá por
la ciudad cantado por los ciudadanos con himnos increpantes y con lamentos, de
los cuales Zeus Preservador sea un nombre veraz para esna ciudad de los
cadmeos. Ahora vosotros, el que todavía no alcanza el pleno vigor de la
juventud y aquel que ya ha salido de ella por la edad, acrecentando grandemente
el empuje del cuerpo y poniendo cada uno la solicinud que conviene, debéis
ayudar a la ciudad y a los altares de los dioses de esta tierra para que sus
honores nunca sean borrados, y a los hijos y a la Tierra madre, amadísima
nodriza; pues ésta en vuestra infancia, cuando os arrastrabais por su suelo
bondadoso, acepnando, como hospedera, noda la faniga de vuestra niñez, os crió
para que fuerais ciudadanos portadores de escudos, fieles en la presente
necesidad. Y ahora, hasta este día, el dios inclina favorable la balanza; pues
en todo este tiempo en que estamos sitiados, la guerra, gracias a los dioses,
se desarrolla casi siempre bien. Mas ahora, según dice el adivino, pastor de
aves, que en sus oídos y en su mente, sin ayuda del fuego, maneja los pájaros
proféticos con un arte que no miente, éste, señor de tales augurios, dice que
el ataque mayor de los aqueos se decide en un consejo nocturno y va a lanzarse
sobre la ciudad. Ea, pues, marchad todos a las almenas y a las puertas de las
torres, lanzaos con todas vuestras armas, llenad los parapetos, colocaos en las
terrazas de las torres, en las salidas de las puertas, resistid confiadamente y
no temáis demasiado la turba de los asaltantes; la divinidad lo acabará todo
bien. He enviado vigías y exploradores del ejército, los cuales confío que no
harán el camino inútilmenne. Una vez los habré oído, no hay miedo de que sea
cogido con engaño.
(Llega un
mensajero.)
MENSAJERO. Eteocles, nobilísimo
señor de los cadmeos, vengo del ejército trayendo de allí noticias ciertas; yo
mismo soy testigo de los hechos. Siete guerreros, impetuosos capitanes,
degollando un toro en un escudo negro, y mojando sus manos en la sangre del
toro, por Ares, Enio y Terror juraron o destruir y saquear por la violencia
esta ciudad de los cadmeos o, muriendo, empapar esta tierra con su sangre.
Después colgaron con sus manos en el carro de Adrasto recuerdos suyos para sus
padres en las casas, derramando lágrimas; pero ninguna queja había en sus
labios, pues su corazón de hierro, inflamado de valennía, respiraba coraje,
como leones con ojos llenos de Ares. Y la prueba de esto no se retarda por
negligencia: los dejé echando suertes a qué puerta cada uno de ellos, según
obtuviera en el sorteo, conduciría sus tropas. Ante esto, coloca como jefes
rápidamente a los mejores guerreros escogidos de la ciudad, en las salidas de
las puertas; pues cerca ya el ejército argivo, con toda su armadura, avanza,
levanta polvo y una espuma blanca mancha la llanura con la baba que sale de los
pulmones de los caballos. Tú, como diestro piloto, defiende la ciudad antes de
que se desaten las ráfagas de Ares, pues ya grita la ola terrestre del
ejército. Aprovecha para ello la circunstancia, lo más pronto posible; yo, en
adelante, tendré mis ojos fiel vigía de día, y sabiendo con un relato exacto lo
que sucede fuera de las murallas, serás sin daño.
(Se marcha el
mensajero.)
ETEOCLES. Oh Zeus, y Tierra, y
dioses protectores de la ciudad, y Maldición, Erinis poderosa de un padre; a
esta ciudad, al menos, os ruego, no arranquéis de cuajo, enteramente destruida,
presa del enemigo a ella que vierte el habla de Grecia, ni a los hogares de sus
mansiones. No doméis jamás con los yugos de la esclavitud una tierra libre y
una ciudad de Cadmo. Sed nuestra fuerza: creo decir cosas de interés común;
pues una ciudad próspera, honra a sus diosas.
(Sale Eteocles y llega el coro de mujeres
tebanas que evolucionan en la orquesta.)
CORO. Clamo temibles, grandes
males: el ejército avanza. Dejando el campamento fluyen numerosos destacamentos
de caballería. El polvo que veo subir al éter me lo confirma, mudo, claro,
verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de
armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la
montaña. ¡Ay, ay, dioses y diosas! ¡Alejad el mal que nos acomete!
Un griterío por encima de las
murallas. El ejército de blancos escudos, dispuesto ya, se lanza rápido contra
la ciudad. ¿Quién nos salvará, cuál de los dioses o diosas nos defenderá? ¿Me
arrojaré cabe las estatuas de los dioses? ¡Ay, felices, bien firmes en vuestros
santuarios! Es el momento de abrazarse a las estatuas. ¿Por qué nos demoramos
gimientes?
¿Oís o no oís estrépito de
escudos? ¿Cuándo, si no ahora, presentaremos súplicas de peplos y coronas?
Veo ese estrépito: no es el
choque de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ,Traicionarás, Ares, antiguo dios
indígena, tu tierra? r ¡Demon de áureo casco, mira, mira la ciudad que un día
te fue tan querida!
Dioses defensores del país, venid
todos. Contemplad esta tropa de vírgenes suplicantes que teme la esclavitud.
Alrededor de la ciudad una ola de soldados de ondeante penacho muge, empujada
por los soplos de Ares. Pero tú, ¡oh Zeus, Zeus!, padre que todo lo cumples,
aleja para siempre de enemigos la presa. Pues los argivos están cercando la
ciudad de Cadmo, me invade el temor de sus armas de guerra. Entre las quijadas
de caballos los frenos proclaman ya matanza. Siete distinguidos capitanes del
ejército, blandiendo lanzas impetuosas, avanzan hacia las siete puertas,
escogidas a suerte.
¡Oh tú, hija de Zeus, fuerza que
ama las batallas, sé nuestra salvadora, Palas! ¡Y tú, jinete soberano, que
gobiernas el ponto con tu ingenio, arpón de peces, Posidón, líbranos de estos
temores! ¡Y tú, Ares, oh, oh, guarda una ciudad que lleva el nombre de Cadmo,
cuídala manifiestamente! Y Cipris, madre antigua de nuestra raza, protégenos,
pues hemos nacido de tu sangre, y a ti nos acercamos invocándole con súplicas
que imploran tu divinidad. Y tú, príncipe matador de lobos, sé un lobo para la
hueste enemiga, vengando mis Sollozos. Y tú, virgen nacida de Leto, prepara
bien el arco. ¡Ah, ah! Oigo estruendo de carros en torno a Tebas. ¡Oh, Hera,
Señora! Los cubos de las ruedas rechinaron bajo el peso de los ejes. ¡Oh
Artemis querida! Sacudido por las lanzas, el éter se enfurece. ¿Qué va a sufrir
nuestra ciudad? ¿Qué será de ella? ¿Adónde la llevará finalmente la divinidad?
¡Ah, ah! De lejos alcanza
nuestras almenas una lluvia de piedras. ¡Oh querido Apolo! ¡Hay en las puertas
un ruido de escudos broncíneos! Escúchanos, hija de Zeus, que en la batalla
decides el sagrado fin de la guerra. Y tú, reina feliz, Onca, delante de nuestras
murallas salva la ciudad de siete puertas.
¡Oh dioses todopoderosos, dioses
y diosas, consumados guardianes de las torres de esta tierra, no entreguéis
nuestra ciudad, oprimida por las lanzas, a un ejército que habla otra lengua!
Escuchad, escuchad justamente, los ruegos de estas vírgenes que alzan hacia
vosotros sus manos. ¡Oh divinidades queridas, que protegéis, salvadores, la
ciudad! Mostrad que amáis la ciudad. Pensad en las ofrendas de un pueblo, y
pensando en ello, defendedlo. Guardad el recuerdo de las sagradas fiestas de la
ciudad, generosas en sacrificios.
(Llega Eteocles indignado por los lamentos
de las mujeres.)
ETEOCLES. A vosotros pregunto,
insoportables criaturas: ¿es esto lo mejor, salvación para la ciudad y
confianza para este ejército encerrado en sus torres, caer sobre las imágenes
de los dioses tebanos, gritar, chillar cosas odiosas a los sabios? Ni en la
desgracia ni en la agradable prosperidad tenga yo que vivir con la gente
mujeril. Pues si triunfa es de una audacia intratable, y si se atemoriza,
todavía es un mal peor para la casa y la ciudad. Así ahora, con estas huidas
desordenadas por las calles, habéis extendido vociferando la cobardía exánime.
Y acrecentáis con mucho la suerte de los de fuera, mientras que desde dentro nos
destruimos a nosotros mismos. Tales cosas encuentra uno conviviendo con
mujeres. Pero si alguien no obedece sus órdenes, hombre, mujer o el que sea, se
decidirá contra él una sentencia de muerte, y no podrá escapar al destino de
morir lapidado por el pueblo. Al hombre incumbe, no a la mujer, resolver los
asuntos de fuera. Quédate en casa y no hagas daño. ¿Me oíste o no me oíste? ¿O
hablo a una sorda?
CORO. ¡Oh querido hijo de Edipo!
Tuve miedo al oír el estrépito, el estrépito retumbante de los carros y el
chillido de los cubos que hacen girar las ruedas, y los gobernalles insomnes en
la boca de los caballos, frenos surgidos de la llama.
ETEOCLES. ¿Qué, pues? ¿Acaso el
marinero, huyendo de la popa a la proa, encuentra la maniobra de la salvación,
cuando la nave forcejea ante el asalto de la ola marina?
CORO. Yo he venido corriendo a
las antiguas estatuas de los dioses, confiando en ellos, cuando el fragor de un
funesto alud se ha precipitado contra nuestras puertas, entonces me levanté de
miedo para suplicar a los Bienaventurados, que extendieran su protección sobre
la ciudad.
ETEOCLES. Rogad que las torres
nos protejan de la lanza enemiga. ¿Estas cosas no proceden también de los
dioses? Sin embargo, se dice que los dioses de la ciudad tomada, la abandonan.
CORO. Que jamás, mientras yo
viva, la abandone esta congregación de dioses, ni vea las calles de esta ciudad
invadidas y a la tropa que prende fuego destructor.
ETEOCLES. Mira que invocando a
los dioses no resuelvas con daño; pues la obediencia es madre del triunfo
salvador, mujer. Así se dice.
CORO. Sí, pero el poder de los
dioses es más grande aún. Muchas veces, en medio de males, levanta al impotente
de su cruel destino, cuando nubarrones se ciernen sobre sus ojos.
ETEOCLES. Es cosa de hombres
ofrecer a los dioses sacrificios y consultas cuando van a hacer frente a los
enemigos; lo tuyo es callar y permanecer en casa.
CORO. Gracias a los dioses
vivimos una ciudad libre, y nuestras torres nos defienden de una turba enemiga.
¿Qué resentimiento divino puede odiar mis cantos?
ETEOCLES. No me sabe mal que
honres al linaje de los dioses. Pero para que no vuelvas a los ciudadanos
cobardes, tranquilízane y no ne nurbes en exceso.
CORO. Al oír poco ha un confuso
estruendo con alarmante temor he llegado a esna ciudadela, asiento augusno.
ETEOCLES. Ahora, si os llegan
nuevas de fallecidos o de heridos, no las recibáis con lamentos. Pues Ares se
alimenta de esto: de sangre de hombres.
CORIFEO. Escucho
el relinchar de los caballos.
ETEOCLES. Si lo escuchas, no lo
escuches demasiado con claridad.
CORIFEO. La ciudad se lamenta del
fondo de su suelo, pues es tamos cercados.
ETEOCLES. Sobre estas cosas es suficiente que yo decida.
CORIFEO. Tengo miedo; aumenta el
golpeteo en las puertas.
ETEOCLES. ¡Silencio! ¿No dirás
nada de esto en la ciudad?
CORIFEO. ¡Oh pléyade de dioses!
¡No abandonéis las torres!
ETEOCLES. ¡Maldición! ¿No
soportarás esto en silencio? CORIFEO. Dioses ciudadanos, que no me caiga en
suerte la es clavitud.
ETEOCLES. ¡Tú sí que me esclavizas a mí y a toda la
ciudad!
CORIFEO. ¡Oh Zeus todopoderoso,
vuelve tu dardo contra los enemigos!
ETEOCLES. ¡Oh Zeus, qué linaje
nos has regalado con las mujeres!
CORIFEO. Miserable, como los
hombres, cuando su ciudad es tomada.
ETEOCLES. ¿Hablas todavía de
desgracias, tocando las estatuas de los dioses?
CORIFEO. Sí, pues a causa del
desaliento el terror me arrebata la lengua.
ETEOCLES. Si me concedieras, te
lo ruego, un pequeño favor...
CORIFEO. Puedes decirlo cuanto antes y pronto lo sabré.
ETEOCLES. Calla, desgraciada, no
atemorices a los muertos.
CORIFEO. Ya callo: con los otros
sufriré la muerte decretada.
ETEOCLES. Te acepto esta palabra
en vez de aquéllas. Y además: deja estas estatuas, y pide a los dioses lo más
adecuado: que sean nuestros aliados. Ahora atiende mis plegarias y luego tú, a
modo de peán, lanza el grito sagrado, grito ritual de los helenos al ofrecer un
sacrificio, confianza para los nuestros y terroro para los enemigos. Yo, a los
dioses protectores del país, a los del campo y a los guardianes de nuestras
plazas, y a las fuentes de Dirce y al agua del Ismene, hago voto, de que, si
todo sale bien y la ciudad se salva, los ciudadanos ensangren tarán con ovejas
y toros las aras de los dioses, en sacrificio de victoria, y yo con los trofeos
de los enemigos, conquistados con la lanza, coronaré las sagradas moradas de
los templos. Estas son las súplicas que has de hacer a los dioses, sin
complacerte con los lamentos y en estas exclamaciones tan inútiles como
salvajes; pues con ello no podrás escapar más a tu destino. Yo iré a colocar en
las siete salidas de nuestra muralla a seis guerreros, conmigo como séptimo,
remeros poderosos contra el enemigo, antes de que lleguen veloces mensajeros y
rumores precipitados, y arda todo por causa de la necesidad.
(Eteocles
entra de nuevo en palacio.)
CORO. Lo quiero, pero por pavor
no duerme mi corazón, y, vecinas de mi pecho, las angustias inflaman mi temor
ante esta tropa que rodea las murallas, como a la vista de serpientes de mortal
connubio una paloma temblorosa teme por el nido de sus pequeños. Unos en masa
compacta avanzan hacia nuestras torres -¿qué será de mí?-, otros sobre los
ciudadanos cercados lanzan agudas piedras. Por todos los medios, dioses hijos
de Zeus, salvad al pueblo nacido de Cadmo.
¿Qué tierra mejor que ésta vais a
tomar a cambio, si abandonáis a los enemigos esta tierra de hondas glebas y el
agua de Dirce, la más nutricia de cuantas bebidas hace brotar Posidón que ciñe
la tierra y las hijas de Tetis? De esta forma, oh dioses defensores de esta
ciudad, a los de fuera de las murallas enviadles la cobardía, perdición de los
hombres, el extravío, que arroja las armas, conceded por el contrario, la
gloria a estos ciudadanos, y salvadores de Tebas permaneced en vuestros
hermosos santuarios por el agudo gemido de nuestros ruegos.
Sería desgraciado precipitar así
al Hades una ciudad tan antigua, presa servil de la lanza, reducida a frágiles
escombros, vergonzosamente destruida por los aqueos según designios divinos; y
que sus mujeres privadas de protectores -¡ay, jóvenes y viejas-, fuesen
llevadas como yeguas, por sus cabelleras, mientras sus vestidos se desgarran.
Grita la ciudad vaciándose, y va a la perdición un botín de profundas voces.
Veo venir con temor un pesada carga.
Sería deplorable, antes del rito,
hayan de tomar el odioso camino de unas casas que recogen frutos todavía
verdes. ¿Qué diré más? Porque los muertos, lo proclamo, tienen un destino mejor
que éstas. Muchas, cuando una ciudad es conquistada, son sus desgracias. Uno se
lleva a otro, le mata; otros incendian la ciudad y toda ella se mancha de humo.
Enloquecido sopla encima, el destructor del pueblo, el que atropella toda
pureza, Ares.
Un ronco estrépito cunde por la
ciudad, mientras alrededor se extiende una red de torres. El guerrero cae bajo
la lanza del guerrero. Vagidos ensangrentados, infantiles, resuenan encima de
los pechos nutricios. En todas partes el robo, unido a las persecuciones; el
saqueador se encuentra con otro saqueador, y el que está todavía sin botín
llama a otro, queriendo tener un cómplice; nadie codicia ni menos ni igual. La
razón puede conjeturar lo que vendrá después de esto.
Frutos de todas clases esparcidos
por el suelo causan dolor y el ojo de las despenseras se llena de amargura.
Abundantes dones de la tierra en confusa mezcla son arrastrados por torrentes
inútiles. Jóvenes cautivas, inexpertas en el sufrimiento, se lamentan al pensar
en un lecho prisionero de un hombre afortunado, de un enemigo poderoso, y no
les queda otra esperanza que este final nocturno, afrenta acumulada a unos
dolores lamentabilísimos.
(Llega el
mensajero. Eteocles sale del palacio.)
CORIFEO. El espía del ejército,
según creo, nos trae, amigas, alguna nueva noticia, moviendo con diligencia los
cubos de los pies que le conducen. También está aquí el propio monarca, hijo de
Edipo, que viene justo a punto para conocer el relato del mensajero. La prisa
no deja mover comedidamente sus pies.
MENSAJERO. Puedo decir, sabiendo
bien las cosas de los enemigos, qué suerte ha obtenido cada uno en la
asignación de las puertas. Tideo brama ya junto a la puerta de Preto, pero el
adivino no le deja atravesar la corriente del Ismeno, pues las víctimas no son
favorables. Pero Tideo, enloquecido y ansioso de batalla, grita, como serpiente
que silba al sol del mediodía, y lastima al sabio adivino, hijo de Ecleo, con
el insulto de halagar cobardemente al destino y la batalla. Y mientras lanza
estos gritos, agita tres penachos umbrosos, cabellera del casco, y debajo del
escudo las campanillas de bronce hacen resonar el pavor. Y en el mismo escudo
lleva un emblema arrogante: un cielo cincelado resplandeciente de estrellas, y
en medio se destaca una luna llena brillante, reina de los astros, ojo de la
noche. En la locura que le infunde este arrogante arnés, vocifera por las
márgenes del Ismeno, mientras aguarda ansioso la llamada de la trompeta. ¿Quién
pondrá frente a éste? ¿Quién, cuando caigan los cerrojos, será capaz de
defender la puerta de Preto?
ETEOCLES. No hay adorno de
guerrero que me atemorice y los emblemas no causan heridas: penachos y
campanillas no muerden sin la lanza. Y esa noche sobre el escudo que describes,
fulgurante de estrellas celestes, quizá para alguien resultará profética esta locura.
Pues si la noche cae sobre sus ojos moribundos, este emblema arrogante tendrá
para el que lo lleva una significación exacta y justa:, él contra sí mismo
habrá profetizado esta insolencia. Yo pondré enfrente de Tideo, como defensor
de esa puerta, el prudente hijo de Astaco, de noble raza, que venera el trono
del Honor y odia las palabras altisonantes. Opuesto a las acciones vergonzosas,
no quiere ser cobarde. Él procede como descendiente de los hombres sembrados
que Ares respetó; es un auténtico hijo de nuestra tierra, Melanipo. La batalla
lo decide Ares con sus dados; pero es en verdad la Justicia cosanguínea quien
le envía para que aleje de su madre nutricia la lanza enemiga.
CORO. Que los dioses concedan la
victoria a nuestro campeón, pues justamente se lanza a luchar por la ciudad.
Pero tiemblo de ver las muertes sangrientas de aquellos que caerán en defensa
de los suyos.
MENSAJERO. A éste los dioses le
concedan la buena estrella que deseas. A Capaneo le ha tocado en suerte la
puerta Electra: otro gigante mayor que el antes citado, un fanfarrón que no
piensa como hombre, y profiere contra las torres amenazas terribles que ojalá
el destino no cumpla. Quiéranlo o no los dioses dice que destruirá la ciudad y
ni que descargara la cólera de Zeus sobre la tierra podría pararle. Los
relámpagos y las descargas del rayo los comparó a los calores del mediodía. Por
emblema tiene un hombre desnudo, que lleva fuego, y en sus manos, como armas,
arde una antorcha, y proclama en letras de oro: «Incendiaré la ciudad». Contra
este guerrero envía..., pero ¿quién le hará frente? ¿Quién resistirá sin temor
a ese hombre arrogante?
ETEOCLES. Esta ganancia engendra
otra ganancia. La lengua es un acusador verídico contra los hombres llenos de
vana soberbia. Capaneo amenaza, dispuesto a obrar; despreciando a los dioses,
ejercitando su boca con necia alegría, envía, simple mortal, al cielo
resonante, tempestuosas palabras contra Zeus. Estoy convencido de que con
justicia llegará sobre él el rayo que lleva el fuego, que no se parece en nada
a los calores del sol del mediodía. Un varón contra él, a pesar de su insolente
lenguaje, ha sido designado, el valeroso Polifontes, voluntad ardiente,
baluarte de garantía por la benevolencia de Artemis Protectora y de otros
dioses. Dime otro guerrero designado por la suerte para otra puerta.
CORO. Muera el hombre que
profiere contra la ciudad tan grandes amenazas; que el dardo del rayo le
detenga antes de que traspase en mi morada y con su lanza soberbia me arrastre
fuera de las alcobas virginales.
MENSAJERO. Te voy a contar ahora,
el que ha designado después contra nuestras puertas. Es Eteoclo, el tercer
guerrero, para quien una tercera suerte saltó del casco de bello bronce
volcado: llevar su tropa a la puerta Neísta. Y hace girar en redondo a sus
yeguas que relinchan en sus frontales deseos de haber caído ya sobre la puerta;
las muserolas silban un bárbaro sonido, llenas de resuello de los orgullosos
ollares. Su escudo lleva un un emblema de no modesta condición: hoplita sube
por una escalera apoyada a una torre enemiga que quiere derribar. También él
grita, en una inscripción, que ni Ares podría arrojarle de los baluartes.
Contra ese hombre envía al que sea capaz de alejar de esta ciudad el yugo de la
esclavitud.
ETEOCLES. Enviaría ahora a éste,
pero con fortuna ha sido ya enviado uno que tiene en sus manos la arrogancia,
Megareo, semilla de Creonte, del linaje de los guerreros sembrados, que no
retrocederá de las puertas espantado del ruido de los locos relinchos de
caballos, sino que o muriendo pagará la crianza a esta tierra o apoderándose de
los dos guerreros y de la fortaleza del escudo, adornará con estos despojos la
casa paterna. Pasa a los alardes de otro y no me seas parco de palabras.
CORO. Solicito a los dioses el
triunfo para esta parte -¡oh campeón de mi casa!- y para los otros la derrota.
Y así, como con mente alocada profieren contra la ciudad fanfarronadas, del
mismo modo Zeus Vengador lance sobre ellos una mirada enfurecida.
MENSAJERO. Otro, el cuarto, que
ocupa la puerta contigua de Atenea Onca, se acerca gritando: es la figura y la
gran talla de Hipomedonte. Al verle blandir una era inmensa -digo el disco de
su escudo-, me estremecí, no puedo expresarme de otro modo. El autor que
cinceló esa divisa en su escudo no era un artista vulgar: Tifón, que lanza de
su boca inflamada una negra humareda, voluble hermana del fuego, y serpientes
enlazadas sujetan el reborde extremo del escudo de vientre cóncavo. Él mismo ha
lanzado un alarido, y lleno de Ares delira por el combate como una bacante y
sus ojos infunden miedo. Hay que guardarse bien del empuje de un tal guerrero:
pues el terror ya proclama su arrogancia ante la puerta.
ETEOCLES. Primero Palas Onca, que
habita cerca de la ciudad, vecina de esta puerta, odiando la insolencia de este
hombre, lo apartará de la nidada como a serpiente horrible. Luego Hiperbio,
ilustre hijo de Enope, es el varón escogido contra aquél, deseoso de interrogar
al destino en el lance de la necesidad. Es irreprochable en su porte, en su
ánimo y en el arreo de las armas. Hermes con razón los juntó: un enemigo se
enfrentará con otro enemigo y dioses enemigos chocarán en sus escudos. Pues uno
tiene a Tifón que exhala fuego, mientras que para Hiperbio está de pie en su
escudo Zeus padre, llameando en sus manos el rayo; y nadie todavía ha visto a
Zeus vencido. Tal está ahora distribuida la amistad de los dioses. Nosotros
estamos del lado de los vencedores, ellos de los derrotados, si es verdad que
Zeus en la batalla es más fuerte que Tifón. Es natural que a los dos
contrincantes les suceda lo mismo, y que Hiperbio, de acuerdo con su emblema,
encuentre un salvador en el Zeus de su escudo.
CORO. Estoy convencida de que el que lleva sobre su escudo el
cuerpo del demon sepultado bajo tierra, odioso enemigo de Zeus, imagen tan
aborrecida de los hombres como de los dioses inmortales, caerá de cabeza ante
las puertas.
MENSAJERO. Así ocurra. Ahora voy
a referirme al quinto, apostado en la quinta puerta, la de Bóreas, junto a la
tumba de Anfión, hijo de Zeus. Jura por la lanza que empuña, y que en su
presunción venera más que a un dios y por encima de sus ojos, destruir la
ciudad de los cadmeos a despecho de Zeus. Así vocifera este retoño de madre
montañesa, hermosa proa, hombre infante: el bozo acaba de extenderse por sus
mejillas y tupida barba brota en su adolescencia. Pero su ánimo es cruel, en
nada acorde con un nombre de virgen, y avanza con ojo feroz, Partenopeo
arcadio. Tal guerrero es un meteco, y quiere pagar a Argos su espléndida
crianza; pues parece haber venido no para traficar con la batalla, sino para
hacer honor al trayecto de un largo camino. Con todo, no sin jactancia se
presenta ante nuestras puertas, pues en el escudo de bronce trabajado, baluarte
circular de su cuerpo, agita la afrenta de Tebas, una esfinge carnicera fijada
con clavos, brillante figura repujada y que en sus garras lleva un cadmeo, para
que sean lanzados contra este hombre muchísimos dardos.
ETEOCLES. ¡Ojalá alcancen de los
dioses lo que piensan con sus impías jactancias: así perecerán del todo y
miserablemente! También hay para este arcadio del que hablas, un hombre sin
jactancia, pero cuyo brazo sabe actuar: Actor, hermano del antes citado. El
cual no permitirá que una lengua sin obras fluyendo dentro de las puertas haga
crecer desgracias ni que se abra paso a través de las murallas un hombre que
lleva la imagen de una odiosísima fiera sobre su enemigo escudo. Su reproche
alcanzará al que lo lleva, cuando se encontrará con un esposo martilleo al pie
de la ciudad. Si los dioses lo quieren, mis palabras serán verdaderas.
CORO. Tus palabras me llegan al
fondo del pecho, los bucles de mis cabellos se levantan erizados, al oír la
insolencia de estos arrogantes impíos. ¡Ojalá los diosos los aniquilen en mi
tierra!
MENSAJERO. Voy a decir el sexto,
el varón más sabio y, más valiente en el combate, el poderoso adivino Anflarao.
Colocado delante de la puerta Homoloide, llena de improperios al fuerte Tideo:
«Homicida, perturbador de la ciudad, el maestro mayor de los infortunios para
Argos, mensajero de Erinis, ministro de Muerte, consejero de estas desgracias
para Adrasto.» Después, dirigiendo la mirada hacia tu hermano, el fuerte
Polinices, elevando los ojos, y al fin partiendo el nombre en dos, le llama y
salen estas palabras de su boca: «¡Ciertamente, tal hazaña es agradable a los
dioses y bella de escuchar y de decir a los descendientes: destruir la ciudad
de los padres y los dioses de la raza, lanzando contra ellos un ejército
extranjero! ¿Con qué derecho vas a restañar la fuente materna? La tierra patria
conquistada por tu afán con la lanza, ¿cómo será tu aliada? Yo, por mi parte,
fertilizaré este suelo, adivino sepultado bajo tierra enemiga. Luchemos: no es
deshonroso el destino que espero.» Así habló el adivino, mientras llevaba
gravemente su escudo de macizo bronce. Pero no hay emblema en su escudo: pues
no quiere parecer el mejor sino serio, cosechando surco profundo en su ánimo,
del cual brotan nobles designios. Contra éste te aconsejo que envíes sabios y
valientes adversarios. Temible es el que honra a los dioses.
ETEOCLES. ¡Ah, funesto presagio
que asoció un hombre justo a los impíos! En toda empresa no hay nada peor que
una mala compañía: el fruto no es bueno para cosecharse.
Si un hombre
piadoso se embarca con marineros ardientes para el crimen, perece con la raza
de hombres odiosa a los dioses; o si un justo se une con ciudadanos
inhospitalarios que no se acuerdan de los dioses, cae justamente en la misma
red y sucumbe a golpes del látigo común del dios. Así ese adivino, digo el hijo
de Ecico, prudente, justo, valiente, piadoso, gran profeta, mezclado contra su
voluntad, a impíos de boca temeraria, comprometidos en una expedición de
difícil regreso, será, si Zeus quiere, arrastrado en la misma red. Creo que ni
siquiera atacará nuestras puertas, no porque carezca de valor ni por cobardía
de ánimo, sino que sabe cómo ha de morir en la batalla, si los oráculos de
Loxias han de llevar su fruto: acostumbra callar o decir lo que conviene. Con todo,
contra él colocaremos a otro guerrero, el fuerte Lástenes, guardián de puerta
que odia al extranjero; anciano por su mente, tiene, en cambio, un cuerpo
joven, ojo rápido y mano presta para alcanzar con la lanza un flanco no
protegido junto al escudo. Pero para los mortales el vencer es un don divino.
CORO. Escuchad, dioses, estas
justas súplicas, llevarlas a cumplimiento para que se salve la ciudad; girad
los males de la guerra sobre nuestros invasores y que Zeus con su rayo los
alcance y mate fuera de las murallas.
MENSAJERO. Voy a hablarte del
séptimo que viene contra la séptima puerta, de tu propio hermano, y de las
desdichas que impreca y pide para la ciudad. Quiere, después de escalar las
torres, de ser proclamado rey del país y de haber prorrumpido con un canto de
conquista, encontrarse contigo y habiéndose dado muerte morir cerca de ti, si
deja vivo al que ha agraviado con la expulsión, castigarle de la misma manera
con el destierro. Estas cosas pide el fuerte Polinices, y llama a los dioses gentilicios
de la tierra paterna para que vigilen por el total cumplimiento de sus
súplicas. Lleva un escudo redondo, recién forjado, sobre el cual figura un
doble emblema: un hombre cincelado en oro, vistoso por sus armas, al que
conduce una mujer, guía de mente sensata. Pretende ser justicia, según dicen
las letras: «Restituiré este hombre a la patria y volverá a tener su ciudad y
la mansión de sus padres». Tales son los emblemas de aquellos: nunca podrás
reprocharme por mis relatos. Mas tú sólo decide cómo se ha de pilotar esta
cuidad.
(Sale el
mensajero.)
ETEOCLES. ¡Oh enloquecido por la
divinidad, gran aborrecimiento de los dioses, linaje de Edipo, el mío digno de
toda lágrima! ¡Ay de mí! Ahora se cumplen las maldiciones de un padre. Pero no
es bueno llorar ni quejarse, no sea que se engendre un lamento más agobiante.
Para ese hombre tan bien nombrado, digo, Polinices, pronto sabremos en dónde
terminará su emblema: si le devolverán a su patria unas letras de oro
cinceladas que fluyen en su escudo con descarrío de la mente. Si la virgen,
hija de Zeus, Justicia, estuviera presente en sus acciones y sus pensamientos,
quizá esto podría realizarse; pero nunca ni el día que huyó de las tinieblas
maternas ni en su crianza, ni al entrar en la adolescencia, ni cuando la barba
le esperaba en su mentón, justicia le ha dicho una palabra y le creyó digno de
ella; ni creo que ahora, cuando maltrata su tierra patria se ponga a su lado, o
sería entonces con razón de r nombre falso, esa justicia aliada a un hombre que
a todo se atreve en su ánimo. Con esta confianza yo mismo iré a su encuentro.
¿Qué otro podría actuar con más derecho? Príncipe contra príncipe, hermano
contra hermano, enemigo contra enemigo, yo le haré frente. Trae cuanto antes
las grebas, protección de la lanza y de las piedras.
CORO. ¡Oh el más querido de los
hombres, hijo de Edipo, no seas semejante en cólera al que habla tan horribles
palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues
existe purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es
una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Si uno ha de sufrir un
mal, que sea sin deshonra; pues es el único provecho entre los muertos; pero
los males con deshonra no podrás celebrarlos.
CORO. ¿Qué deseas, hijo? No te
arrastre la ceguera llena de cólera al que habla tan horribles palabras!
Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe
purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es una
mancha que no envejece.
ETEOCLES. Ya que un dios
precipita los acontecimientos, que vaya viento en popa hacia la ola del Cocoto,
su lote, todo el linaje de Layo, odioso a Febo.
CORO. Un deseo cruel, roedor en
exceso, te impulsa a cumplir una matanza de fruto amargo de una sangre no
lícita.
ETEOCLES. Es que la odiosa, la
negra maldición de un padre, se asienta en mis ojos secos, sin lágrimas, y me
dice: «Mejor morir antes que más tarde.»
CORO. Pero tú no te dejes llevar.
No te llamarán cobarde si miras por tu vida. La Erinis de negra égida, ¿no
saldrá de esta mansión, cuando los dioses acepten una ofrenda de tus manos?
ETEOCLES. Pero los dioses ya no
me protegen, sólo les place la ofrenda de mi muerte. ¿Por qué, pues, halagar
todavía un destino tan funesto?
CORO. Ahora, al menos, cuando
está junto a ti. Porque el demon, con el tiempo, por un cambio de designio,
puede mudar y venir con un soplo más clemente. Pero ahora todavía hierve.
ETEOCLES. Lo han hecho hervir las maldiciones de Edipo.
Demasiado
verídicas eran las visiones de sueños fantasmales que repartían la herencia
paterna.
CORIFEO. Escucha a las mujeres,
por doloroso que te resulte.
ETEOCLES. Podrías decirme algo
que sea posible; pero no ha de ser largo.
CORIFEO. No
cojas el camino de la séptima puerta.
ETEOCLES. Estoy afilado y no me
embotarás con tu palabra.
CORIFEO. Pero la victoria,
incluso sin gloria, los dioses la honran.
ETEOCLES. A un soldado no debe gustar esta palabra.
CORIFEO. Pero ¿quieres segar la
sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES. Tú no podrás sustraerte
a los males cuando los dioses los envían.
(Sale
Eteocles.)
CORO. Tengo miedo de que la
aniquiladora de estirpes, la divinidad tan diferente de las otras divinidades,
la infalible profetisa de desgracias, la Erinis invocada por un padre, dé
cumplimiento a las irritadas imprecaciones de Edipo en el extravío de su mente,
esta discordia, funesta a sus hijos, la empuja.
Un extranjero reparte las
suertes: un cálibo emigrado de Escitia, amargo distribuidor de patrimonios, el
hierro de corazón cruel, echando suertes, ha decidido que ocupen tanta tierra
cuanta poseen los muertos, sin parte en las vastas llanuras.
Cuando mueran asesinados,
destrozados por sí mismos, y el poder de la tierra haya bebido la cuajada negra
sangre de ese crimen, ¿quién podría ofrecer purificaciones, quién los lavará?
¡Oh nuevos dolores de la casa mezclados con antiguas Desgracias!
Hablo de la falta antigua, pronto
castigada -pero que permanece hasta esta tercera generación- cuando Layo,
rebelde a Apolo, que por tres veces en su oráculo profético, ombligo del mundo,
le había declarado que muriera sin hijos si quería salvar a Tebas.
Pero él, vencido por un dulce
extravío, engendró su propia muerte, el parricida Edipo, quien sembrando el
sagrado campo de su madre, donde se había criado, se atrevió a plantar una raíz
sangrienta: un delirio juntó a los esposos insensatos.
Como un mar de males lanza sus
olas contra nosotros, si una cae, levanta otra de triple garra, que brama en
torno a la popa de la ciudad. En medio se extiende la defensa de un escaso
espesor de muralla, y temo que con los reyes sucumba nuestra ciudad.
Porque se cumplen los dolorosos
desenlaces de antiguas imprecaciones. La perdición no alcanza a los pobres;
pero la prosperidad en exceso, acumulada por hombres afanosos, obliga a arrojar
carga de lo alto de la popa.
¿A quién admiraron tanto los
dioses, los ciudadanos de Tebas y los hombres todos que alimenta la tierra,
como honraron a Edipo cuando quitó de este país al monstruo ladrón de hombres?
Pero después que el mísero
conoció su desgraciada boda, atormentado por el dolor, en el delirio de su
corazón, realizó un doble mal: con mano parricida se privó de sus ojos más
queridos que sus hijos; y contra sus propios hijos, indignado por el mezquino
sustento, lanzó, ¡ay, ay!, maldiciones de amarga lengua, y que un día empujando
el hierro se partirían la hacienda. Y ahora temo que las cumpla la Erinis de
pies rápidos.
(Llega un
mensajero.)
MENSAJERO. Tened confianza, hijas criadas por vuestras
madres. La ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud; han caído al suelo las
baladronadas de aquellos hombres arrogantes, y la ciudad en la calma y en los
numerosos embates de las olas, no ha hecho agua. Sus murallas la protegen y
cubrimos las puertas con campeones capaces de defenderlas en combate singular.
La mayor parte de las cosas van bien en las seis puertas; pero en la séptima,
el augusto señor del siete, el soberano Apolo, la eligió para sí, cumpliendo
sobre la raza de Edipo los antiguos extravíos de Layo.
CORIFEO. Pero ¿qué suceso nuevo
todavía le ha ocurrido a la ciudad?
MENSAJERO. La ciudad se ha
salvado, pero los reyes de una misma siembra...
CORIFEO. ¿Quiénes? ¿Qué dices?
Enloquezco por miedo a tu palabra.
MENSAJERO. Cálmate ahora, escucha: los hijos de
Edipo...
CORIFEO. ¡Ay desgraciada de mí!
Soy adivina de estos males.
MENSAJERO. Sin duda alguna, ambos
caídos en el polvo...
CORIFEO. ¿Yacen
allí? Por cruel que sea, dímelo.
MENSAJERO. Han muerto los
varones, derribados por sus propias manos.
CORIFEO. Así se quitaron la vida con fraternas manos.
MENSAJERO. La tierra ha bebido su
sangre en la mutua matanza.
CORIFEO. Así el demon les dio a
ambos igual destino: la ciudad ha vencido, pero sus príncipes, sus dos
caudillos, se han repartido todo su patrimonio con el hierro escita forjado a
martillo. Poseerán la tierra que reciban por tumba, arrastrados por las
imprecaciones malhadadas de un padre. (El mensajero sale.)
CORO. ¡Oh gran Zeus y dioses
protectores de la ciudad que os habéis dignado salvar las murallas de Cadmo!
¿Me alegro y lanzo el grito de, júbilo en honor del Salvador que ha conservado
la ciudad? ¿O lloro a sus capitanes deplorables y desgraciados, privados de
hijos, que justificando con razón su nombre «de muchas querellas», perecieron
con propósito impío?
¡Qué negra y fatal maldición de
la raza de Edipo! Un frío cruel me atenaza el corazón. Entono, cual bacante,
para mi tumba una canción, al oír que cuerpos ensangrentados han miserablemente
perecido. Es de mal agüero este acorde de la lanza.
Se realizó sin titubeo la
maldición salida de la boca paterna: las resoluciones indóciles de Layo han
continuado hasta el fin. Una angustia rodea la ciudad: los oráculos no se
embotan. ¡Ay, desgraciados príncipes! Habéis conseguido una obra increíble. Han
llegado penas aflictivas y no de palabra.
(Se va aproximando el cortejo fúnebre con
los cuerpos de Eteocles y Polinices. Sus hermanas Antígona e Ismena asisten
también a la ceremonia.)
Es evidente por sí mismo, a la
vista está el relato del mensajero: doble angustia, doble el dolor de estas
muertes mutuas, doble lote de sufrimientos consumados. ¿Qué decir? ¿Qué otra
cosa que dolores sobre dolores se asientan en esta casa? Arriba, amigas, con el
viento de los lamentos, acompañad, golpeando con las manos la cabeza, el ritmo
de los remos que siempre a través del Aqueronte hacen cruzar la barca peregrina
de negras velas hasta la orilla no pisada por Apolo, privada de sol, hacia la
tierra sombría, que a todos acoge.
Pero, aquí estén para un deber amargo, Antígona e Ismena,
para el lamento por sus dos hermanas. No hay duda, creo, que de sus bellos
pechos, de pliegues profundos, lanzarán un digno dolor. Es justo que, antes que
otra voz, nosotras hagamos resonar el lúgubre himno de Erinis, y luego cantemos
el odioso peán de Hades.
¡Ay, las más infortunadas de
cuantas mujeres ciñen sus vestidos con un cinturón! Lloro, suspiro y no
disimulo los gritos agudos que como es justo salen de mi corazón!
(El coro se divide en dos semicoros que se contestan.)
¡Oh, oh, insensatos, incrédulos a
vuestras amigas, insaciables de males, que habéis tomado, míseros, la casa
paterna por la fuerza!
Míseros, sí, pues encontraron una
miserable muerte con afrenta de su casa.
¡Oh, oh, habéis hollado los muros
de vuestra casa y, después de haber visto una amarga realeza, estáis ahora
reconciliados con el hierro!
Así la augusta Erinis ha cumplido
muy verídicamente la maldición del padre Edipo.
Heridos en el siniestro lado, sí,
heridos en los costados nacidos de unas mismas entrañas, golpe por golpe dentro
de su corazón. ¡Ay, ay, infortunados! ¡Ay, ay, maldiciones que han causado
mutuas muertes!
Han atravesado con sus golpes de
lado a lado la casa y sus cuerpos con increíble ira, y por el hado de discordia
nacido de la imprecación paterna.
Recorre la ciudad un gemido,
gimen las murallas, gime el suelo que ama a los varones. Para los venideros
quedan estos bienes, por los cuales vino, para los malhadados, la querella y su
fatal desenlace.
Se repartieron, insaciables, el
patrimonio, y recibieron igual parte. Pero el mediador no está sin reproche
para los amigos: Ares no es condescediente.
Heridos por el hierro, así ambos
yacen, heridos por el hierro les espera -quizá alguien diga: ¿qué?- su parte en
la tumba paterna.
El lamento de su casa les
acompaña, resonante, lacerante, que gime y llora por sí mismo, desolado, no
amigo de la dicha, que vierte lágrimas Sin cesar de un corazón que se consume
en el llanto por estos dos príncipes.
Puede decirse de estos
desgraciados que mucho han hecho por los ciudadanos, y que en la lucha han
destrozado las filas de todos los extranjeros.
Infortunada la que los dio a luz,
más que todas las mujeres que son llamadas madres. De un hijo que había tomado
por esposo los concibió; y así han perecido ambos por manos fratricidas
surgidas de una misma semilla.
De la misma semilla, sí, en
completa ruina, a causa de una partición sin amor, en una loca disputa, que ha
puesto fin a la querella.
Ha cesado el odio, y sobre el
suelo ensangrentado sus vidas se mezclan. En verdad son de una misma sangre.
Cruel es el árbitro de su discordia, el extranjero del Ponto, el hierro afilado
salido de la fragua; y cruel el malvado partidor de riquezas.
Ares, que ha
hecho cierta la maldición paterna.
Ya tienen, míseros, la parte que
les corresponde de los su frimientos que los dioses envían. Debajo de sus
cuerpos habrá una insondable riqueza de tierra.
¡Oh cuántas penas habéis hecho
brotar sobre vuestra raza! Al fin las Maldiciones han lanzado el canto agudo
del triunfo, después de haber emprendido la raza la huida en una total derrota.
Un trofeo de Ate se ha levantado en la puerta en la que se batieron, y vencedor
de ambos, descansa cl demon.
(El cortejo
fúnebre se pone en marcha.)
ANTIGONA. (Dirigiéndose
a Polinices.) Herido, heriste.
ISMENA. (Dirigiéndose a
Eteocles.) Tú has muerto habiendo matado.
ANTIGONA. Con
lanza mataste.
ISMENA. Con
lanza moriste.
ANTIGONA.
Desgracias causaste.
ISMENA.
Desgracias sufriste.
ANTIGONA. Salid
lágrimas.
ISMENA. Salid
lamentos.
ANTIGONA. Yaces
delante nuestro.
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Mi
alma enloquece de gemidos.
ISMENA. En un
pecho gime el corazón.
ANTIGONA. ¡Oh
tú, digno de todas las lágrimas!
ISMENA. ¡Y tú,
también, en todo desgraciado!
ANTIGONA. Has
muerto a manos de un hermano.
ISMENA. Y has
matado a un hermano.
ANTIGONA. Doble
es de decir.
ISMENA. Y doble
de ver.
ANTIGONA. En los
dolores, unos cerca de los otros.
ISMENA. Y los
hermanos junto a los hermanos.
CORO. ¡Oh, Parca, funesta
distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán
poderosa eres!
ANTIGONA. ¡Ay!
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA.
Sufrimientos lamentables de contemplar...
ISMENA. ...me
mostraste al volver del destierro.
ANTIGONA. Tan pronto llegó,
mató. ISMENA. Se había salvado y
expiró.
ANTIGONA. Sí,
perdió la vida.
ISMENA. Y la
quitó a éste.
ANTiGONA.
Deplorable de decir.
ISMENA.
Deplorable de ver.
ANTIGONA. Doble
penar de igual nombre.
ISMENA. Doble
llorar, por triple dolor.
CORIFEO. ¡Oh Parca, funesta
distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán
poderosa eres!
ANTIGONA. Tú la conoces
por haberla experimentado.
ISMENA. Y tú no
has tardado en conocerla.
ANTIGONA. Cuando
regresaste a la ciudad.
ISMENA. Y
enfrentaste tu lanza a la de éste.
ANTIGONA.
¡Mísera raza!
ISMENA.
¡Afligida de miserias!
ANTIGONA. ¡Ay,
pena!
ISMENA. ¡Ay,
desgracias!
ANTIGONA. Para
la casa y el país.
ISMENA. Y ante
todo para mí.
ANTiGONA. ¡Ay,
ay, soberano de lamentos y miserias!
ISMENA. ¡Ay, de
todos el más digno de compasión!
ANTIGONA E
ISMENA. ¡Ay, poseídos de Ate!
ANTIGONA. ¡Ay, ay! ¿En qué lugar
de la tierra les daremos se pultura?
ISMENA. ¡Ay!
Donde sea más grande el honor.
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, ay! Su
desventura reposará al lado de su padre.
(El cortejo sale muy despacio de la
orquesta. Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Debo pregonar las
decisiones tomadas por los magistrados populares de esta ciudad cadmea. A
Eteocles, que aquí veis, han acordado a causa de su amor al país, sepultarlo en
amorosa fosa de tierra; pues odiando al enemigo ha preferido la muerte en su
ciudad, y siendo puro y sin reproche hacia los templos de nuestros padres, ha
muerto donde es hermoso morir para los jóvenes. Así se me ha ordenado hablar
acerca de éste. En cuanto al otro cadáver, el de su hermano Polinices, han
resuelto que sea arrojado fuera, sin sepultura, presa para los sabuesos, pues
habría sido el devastador del país de los cadmeos, si un dios no hubiera
obstaculizado su lanza. Incluso muerto, conservará la mancha de su falta contra
los dioses ancestrales, a los que ha ofendido lanzando contra Tebas un ejército
extranjero para tomarla. Se ha decidido, pues, que reciba su castigo siendo
enterrado ignominiosamente por las aves aladas, y que nadie le acompañe para apilar
su tumba, ni le honre con cantos agudos de lamentos; y que sea privado del
honor del cortejo fúnebre de los suyos. Tal es lo que ha decretado el nuevo
poder de los cadmeos.
ANTIGONA. Pero yo digo a los
gobernantes cadmeos: si nadie quiere ayudarme a sepultar a éste, yo lo
sepultaré y asumiré el peligro de enterrar a mi hermano, sin avergonzarme de
ser desobediente y rebelde para con la ciudad. Es terrible la común entraña de
que nacimos, hijos de una madre desgraciada y de un padre mísero. Así, alma mía,
participa de manera voluntaria de los males con el que ya no tiene voluntad,
siendo viva para el que está muerto con corazón fraterno. Su carne, no, los
hambrientos lobos no la devorarán; que nadie lo piense. Pues un sepulcro y un
enterramiento yo, aunque soy mujer, se los proporcionaré, llevándole en los
pliegues de mi peplo de lino. Y yo sola lo cubriré. Que nadie piense lo
contrario. Algún expediente eficaz ayudará a mi audacia.
MENSAJERO. Te prevengo que no
hagas esta afrenta a la ciudad.
ANTIGONA. Te prevengo que no me
hagas discursos inútiles.
MENSAJERO. Sin embargo, es duro
un pueblo que ha escapado de un desastre.
ANTIGONA. Tan duro como quieras,
pero éste no quedará sin sepultar.
MENSAJERO. ¿Al que odia la
ciudad, tú le honrarás con una sepultura?
ANTIGONA. ¿Los dioses no le han
concedido ya su parte de honor?
MENSAJERO. Sí, hasta el día en
que ha arrojado el peligro a este país.
ANTIGONA. Ha sufrido males y con males ha contestado.
MENSAJERO. Pues su lucha ha sido
contra todos, en vez de contra uno.
ANTIGONA. La Discordia es la
diosa que tiene la última palabra. Yo le enterraré: no hables más.
MENSAJERO. Tú, obra por propia voluntad;
yo te lo prohíbo.
CORIFEO. ¡Ay, ay! ¡Oh altaneras,
destructoras de las familias, Erinis de la Muerte, que habéis aniquilado de
raíz el linaje de Edipo! ¿Qué sufriré? ¿Qué haré? ¿Qué decidiré? ¿Cómo tendré
valor para no llorarte ni acompañarte hasta la tumba?
Pero siento espanto y desisto por
miedo a estos ciudadanos. Tú, al menos, tendrás muchos que por ti se afligirán;
pero aquél, infortunado, se irá sin lamentos y sólo tendrá por canto fúnebre
las lágrimas de una hermana. ¿Quién podría creerlo?
PRIMER SEMICORO. (Con Antígona.)
Que la ciudad castigue o no castigue a los que lloran a Polinices, nosotras
iremos y con Antígona le acompañaremos y enterraremos. Este duelo es común a
toda la raza, y la ciudad alaba ya esto, ya aquello como justo.
SEGUNDO SEMICORO. (Con Ismena.) Y
nosotras iremos con éste, como la ciudad y lo justo a la vez lo alaban, porque,
después de los Felices y del poder de Zeus, éste es el que salvó la ciudad de
los cadmeos para que no volcara y fuera del todo sumergida por la ola de los
bárbaros.
LOS
SUPLICANTES
PERSONAJES
DÁNAO, padre de los Danoides
Pelasgo, rey de Argos
Mensajero de los hijos de Egipto
Coro de las hijas de Dánao
La acción se desarrolla en la playa cerca
de Argos. Al fondo de la orquesta hay una loma con las estatuas de Zeus,
Posidón, Herrases Y Apolo.
CORIFEO. Que Zeus, defensor de
los suplicantes, quiera mirar lleno de benevolencia a nuestra gente que, en una
nave, marchó de la desembocadura del Nilo de fina arena. Habiendo dejado la
tierra de Zeus, fronteriza con Siria, andamos errantes; no que un voto de la
ciudad nos haya condenado al destierro por sangre vertida, sino que, en nuestra
repugnancia instintiva por el hombre, detestamos las bodas de los hijos de
Egipto y su impía locura.
Dánao, nuestro padre, consejero y
guía de nuestra decisión, pensando todas las jugadas, se ha decidido por la más
gloriosa de las desgracias: huir, veloz, a través de las olas saladas y abordar
a la tierra de Argos de donde ha surgido nuestra raza, que se pavonea de haber
nacido de la ternera hostigada por el revoloteo del tábano, bajo los efectos
del contacto y del soplo de Zeus. ¿A qué país mejor preparado que éste
podríamos llegar, con estos brazos suplicantes, con estos ramos ceñidos de
lana? Que esta ciudad, su tierra y sus aguas límpidas, que los dioses celestes
y los pesados vengadores subterráneos que habitan las tumbas, y Zeus Salvador
en tercer lugar, guardián de a los hogares de los justos, acepten como
suplicantes a este grupo de mujeres en el espíritu reverente del país; y antes
que este enjambre insolente de hombres, los hijos de Egipto, pise esta tierra
cenagosa, echadlos al mar con su veloz nave; y entonces, en un torbellino de
azotadora tempestad, en medio del trueno, del rayo y de los vientos cargados de
lluvia, enfrentados con un mar salvaje, perezcan antes de apoderarse de las
hijas de un tío y subir, a pesar de la ley que lo prohíbe, en tálamos que los
rechazan.
CORO. Y ahora llamo al protector
más allá el mar, al ternero :' nacido de Zeus que, de un soplo, lo hizo nacer
de la ternera, nuestra antepasada que se alimentaba de flores; con el contacto
que le dio su nombre puso un justo fin al tiempo reservado a las Parcas, y dio
a luz a Épafo.
A éste invocando hoy y recordando
las desgracias que mi antigua madre padeció en estos lugares en donde pacía,
enseñaré de mis ascendientes pruebas fidedignas que, aunque inesperadas,
aparecerán claras a los habitantes de este país; a la larga se reconocerá la
verdad.
Y si hay cerca de aquí algún
indígena que sepa interpretar el canto de las aves, al percibir mis lamentos
creerá oír la voz de la esposa de Tereo, lastimosa en sus pensamientos, la voz
del ruiseñor que persigue el gavilán.
Arrojada de su hogar de antaño,
llora la nostalgia de sus lugares acostumbrados, y compone el canto de la
muerte de su hijo, cómo sucumbió bajo los golpes de su propia mano, víctima de
la cólera de una mala madre.
Así también yo me recreo en
lamentarme a la manera jónica, desgarrando mi tierna mejilla tostada al sol del
Nilo y mi corazón inexperto en lágrimas. Acumulo sollozos, anhelante de amigos,
preguntándome si alguien se preocupa de mi destierro lejos de una tierra
caliginosa.
¡Ah dioses de nuestra raza, que
sabéis dónde está la justicia, escuchadnos! Si no dais pleno cumplimiento
porque es contra el Destino, al menos, vosotros que detestáis prontamente la
violencia, sed justos con estas bodas. Incluso para los fugitivos destrozados
por una guerra es un refugio contra la desgracia el altar donde reside la
majestad de los dioses.
¡Ojalá el fin fuera del todo y
verdaderamente feliz! La voluntad de Zeus no es fácil de cazar; pero, por todas
partes resplandece, incluso en la lúgubre noche del destino, para la estirpe de
los mortales.
Cae siempre segura y no de
espaldas, si Zeus decide en su cólera el cumplimiento de una cosa; los caminos
de su pensamiento se extienden confusos, sombríos, indescifrables a toda
mirada.
Él precipita a los mortales de
las altas torra de sus esperanzas a su perdición, pero sin armarse de
violencia; todo es fácil para un dios. Su mente, desde lo alto del cielo,
ejecuta todos sus designios sin moverse de su sagrado sitial.
Que gire sus ojos hacia la insolencia humana, tal como retoña
floreciente en el tronco con obstinados pensamientos a causa de nuestras bodas,
aguijoneada por un irresistible delirio, y que reconozca el engaño de Ate.
Tales son los tristes infortunios
que digo en mis cantos agudos, sordos, bañados en lágrimas, ¡ié, ié! y lamentos
semejantes a cantos fúnebres; viva me honro con mis gemidos.
Séme propicia, tierra montañosa
de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se
abate, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Hacia los dioses corren
sacrificios expiatorios para obtener la salud, cuando la muerte se cierna
encima. iló, ió, ió! Vientos inciertos, ¿hacia dónde nos llevará esta ola?
Séme propicia, tierra montañosa
de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se
abate, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Cierto que el remo y la casa de
madera, ceñida de cuerdas, que protege del mar, me han guiado aquí sin
tempestad con ayuda de los vientos. No me quejo. Pero el Padre que todo le ve
ponga, en su tiempo, término favorable a mi infortunio.
Que el gran germen de una augusta
madre logre huir del lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
Y que la casta hija de Zeus,
correspondiendo a mi petición, deje caer sobre mí de su rostro augusto una
mirada salvadera. Que con todo su poder, indignada de esta persecución, libre,
ella que es virgen, a otra virgen.
Que el gran germen de una augusta
madre logre huir del í lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
De lo contrario, negra raza
tostada por los rayos del sol, iremos, con nuestros ramos suplicantes, al dios
subterráneo, a Zeus hospitalario de los muertos y moriremos colgadas si no s
logramos alcanzar a los dioses olímpicos.
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que
persigue esta escudriñadora ira de los dioses. Demasiado conozco el triunfo de
una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la
tempestad.
Y entonces Zeus recurrirá a
relatos no justos, por haber despreciado al hijo de la ternera, al que él mismo
en otro tiempo engendró, y ahora tiene los ojos apartados de nuestras
plegarias. ¡Que desde lo alto de los cielos escuche la voz que le llama!
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que
persigue esta investigadora ira de f los dioses. Demasiado conozco el triunfo
de una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la
tempestad.
(Dánao, que durante el canto del coro, ha
subido a una loma, observa el horizonte. Luego desciende y se dirige a sus
hijas.)
DÁNAO. Hijas, es preciso ser
juiciosas. Habéis llegado aquí gracias a la prudencia de este piloto, vuestro
viejo progenitor, en quien confiáis. Y ahora que estamos en tierra firme os
animo, con la misma solicitud, a que guardéis bien gravadas mis palabras. Veo una
polvareda, muda mensajera de un ejército. Los cubos de las ruedas no callan,
empujados por los ejes. Contemplo una tropa, bajo escudo y blandiendo la lanza,
con caballos y carros encurvados. Quizá son jefes de esta tierra que, enterados
por alguna noticia, vienen a observarnos. Pero ya sea propicio, o esté
inflamado por una cólera feroz aquel que conduce el ímpetu de este escuadrón,
es mejor, en todo caso, oh hijas, que os sentéis en la colina de los dioses
agonales. Más fuerte que una torre es un altar, escudo indestructible. Pero
apresuraos y teniendo piadosamente en vuestro brazo izquierdo ramos de
suplicantes adornados de blanco lino, ornato de Zeus venerable, responded a los
extranjeros con palabras respetuosas, doloridas y vehementes, como conviene a recién
llegados, diciéndoles claramente que vuestro destierro está limpio de sangre.
Ante todo que el atrevimiento no acompañe a vuestra voz; que ninguna vanidad,
en vuestras caras de frente modesta, salga de vuestra mirada tranquila. No seas
precipitada en el hablar ni prolija: la gente de aquí es muy sensible.
Acuérdate de ceder: eres una extranjera, una desterrada en la necesidad. Un
lenguaje altanero no conviene a los débiles.
CORIFEO. Padre, hablas
juiciosamente a juiciosos: procuraré recordar tus sabios avisos. Pero que Zeus
progenitor nos mire.
DÁNAO. Sí, que
nos mire con ojo clemente.
CORIFEO. Si él
lo desea, todo acabará bien.
DÁNAO. Ahora no
te demores, y que triunfe mi plan
CORO. Quisiera ya estar sentada
cerca de ti. (Dirigiéndose a los altares.) Oh Zeus, ten compasión de nuestras
desgracias, antes de que hayamos perecido.
DÁNAO. Invocad
también a este hijo de Zeus.
CORIFEO. Invoco
a los rayos salvadores del Sol.
DÁNAO. Y también al puro Apolo,
dios desterrado del cielo.
CORIFEO. Conociendo este destino,
puede compadecerse de los mortales.
DÁNAO. Sí, que
nos compadezca y nos asista benévolo.
CORIFEO. ¿A qué
divinidad invoco todavía?
DÁNAO. Veo aquí
un tridente, atributo de un dios.
CORIFEO. Como nos ha guiado bien,
que nos acoja bien en esta tierra.
DÁNAO. Hay
también este Hermes según las leyes helénicas.
CORIFEO. Que nos anuncie, pues,
un feliz mensaje de libertad.
DÁNAO. Venerad el altar común de
todos estos dioses; sentaos en este lugar sagrado, como una bandada de palomas
que huyen de gavilanes del mismo plumaje, de enemigos de la misma sangre que
quieren mandar la propia raza. ¿Cómo permanecería puro el pájaro que come carne
de pájaro? ¿Y cómo sería puro el que quiere casarse en contra de la voluntad de
la mujer y del padre de ella? No, ni en el Hades. Una vez muerto, escaparía a
la inculpación de lujuria, si realizara tales cosas; todavía hay allí, según
dicen, otros Zeus que, sobre todas las faltas, pronuncia entre los difuntos la
suprema sentencia. Sed discretas y responded en este sentido, si queréis que
triunfe vuestra causa.
(Llega el rey
acompañado de una escolta armada.)
REY. ¿De dónde viene esta gente
en traje no helénico, ataviada con ropas y cintas bárbaras, a la que nos
dirigimos? Pues el vestido no es de Argólida ni de ningún país helénico. Mas me
admira el que os hayáis atrevido, osadas, a venir a este país, sin mensajeros,
ni patronos, ni guías. Es verdad que, según costumbre de los suplicantes,
tenéis ramos puestos junto a las estatuas de los dioses agonales; sólo en esto
la tierra griega concuerda con la conjetura. Y sería justo hacer muchas otras
suposiciones, si tú, que estás presente, no tuvieras la palabra para
explicarlo.
CORIFEO. En cuanto a nuestro
adorno no es falso lo que has dicho. Pero yo, dirigiéndome a ti, ¿a quién
hablo? ¿A un ciudadano? ¿A un mensajero que lleva el bastón sagrado? ¿O al jefe
de la ciudad?
REY. En lo que respecta a esto
contéstame y habla confiadamente. Yo soy el hijo de Palecton, nacido de la
Tierra, Pelasgo, jefe supremo de este país; y de mí, su rey, ha tomado con
razón su nombre el pueblo de los pelasgos, que cultiva esta tierra. Soy dueño
de toda la comarca que atraviesa el puro Estrimón, al lado del sol poniente;
confino con la tierra de los perrebos, y el país que está más allá del Pindo,
tocando a Peonia, y las montañas de Dódona hasta donde el mar corta mi
frontera. Todo lo que está dentro de estos límites lo domino. Y esta llanura
del país de Apis se llama así desde antiguo en memoria de un héroe sanador.
Pues Apis, procedente del otro lado del golfo de Naupacto, profeta hijo de
Apolo, limpia este país de monstruos homicidas, azote que la Tierra, infectada
por las manchas de antiguas sangres, en su ira soltó, serpientes pululantes,
funesta compañía. Apis, aplicando irreprochablemente a la tierra de Argos
remedios decisivos, nos liberó de estos males y en recompensa mereció el recuerdo
en nuestras súplicas. Y ahora que ya tienes mis señas, declara de qué linaje te
ufanas y explícate. Con todo, un largo discurso no es grato a la ciudad.
CORIFEO. Breve y clara será la
contestación: nos gloriamos de ser de raza argiva y simiente de una ternera
prolífica. Y toda esta verdad la confirmaré si hablo.
REY. Increíbles son a mis oídos,
extranjeras, estas palabras: no sé cómo puede ser argiva vuestra raza. Os
parecéis más bien a mujeres libias, pero en manera alguna a las nuestras.
Todavía el Nilo podría alimentar tal planta. Y el tipo chipriota, que en los
moldes femeninos acuñan los artífices masculinos, es semejante al vuestro. He
oído hablar también de los indios nómadas que cabalgan en sillas con respaldo
sobre camellos a través de las regiones vecinas a Etiopía; y de las amazonas,
sin maridos, que comen carne cruda. Si llevarais arcos, os habría tomado por
ellas. Pero enséñame; que entienda mejor que tu estirpe y tu sangre son
argivas.
CORIFEO. ¿No dicen que en otro
tiempo existió en este país de Argos una guardiana del templo de Hera, lo?
REY. Sí, así es,
es un rumor bien confirmado.
CORIFEO. ¿Un relato no dice
también que Zeus se unió con ella,' aunque mortal?
REY. Y estos
abrazos no escaparon a Hera.
CORIFEO. ¿Y cómo
acabaron estas disputas reales?
REY. La diosa de
Argos transformó la mujer en ternera.
CORIFEO. ¿Y Zeus no se acercó
todavía a la ternera cornuda?
REY. Así dicen,
bajo forma de un toro semental.
CORIFEO. ¿Qué hizo entonces la
poderosa esposa de Zeus? REY. Junto a la ternera puso de guardián al que todo
lo ve.
CORIFEO. ¿Qué omnividente boyero
de una sola ternera quieres decir?
REY. Argos, hijo
de la Tierra, que fue muerto por Hermes.
CORIFEO. ¿Qué otra cosa inventó,
pues, contra la infeliz ternera?
REY. Un insecto
que persigue y aguijonea los bueyes.
CORIFEO. Las
gentes cercanas al Nilo lo llaman tábano.
REY. Así pues, la arroja de esta
tierra en una larga carrera. Corifeo. También en esto has hablado en todo de
acuerdo con migo.
REY. Y por fin
llegó ella a Canobo y a Menfis.
CORIFEO. Y allí Zeus la toca con
la mano y hace nacer una estirpe.
REY. ¿Qué
becerro, hijo de Zeus, se gloria de la ternera?
CORIFEO. Épafo, cuyo nombre
verídico recuerda la liberación de Io.
REY. Y de Épafo,
¿quién desciende?
CORIFEO. Libia,
que recoge fruto de la parte mayor de la Tierra. REY. ¿Y qué otro vástago dices
que ha nacido de ella?
CORIFEO. Belo, que tuvo dos hijos
y fue padre de este mi padre. REY. Dime ahora el nombre de este hombre sabio.
CORIFEO. Dánao, y tiene un
hermano, padre de cincuenta hijos.
REY. Dime
también su nombre con palabras altruistas.
CORIFEO. Egipto. Y ahora que
conoces mi antiguo linaje, trata como argivo al grupo que tienes delante.
REY. Parecéis, en efecto, tener
parte desde antiguo en nuestra tierra. Pero ¿cómo habéis osado a dejar las
mansiones paternas? ¿Qué destino ha caído sobre vosotras?
CORIFEO. Rey de los pelasgos, los
males humanos son cambiantes: no podría ser jamás igual el ala del infortunio.
Pues ¿quién habría pensado que esta huida inesperada llevaría al puerto de
Argos a un pariente indígena desde antiguo, y lo conduciría espantado por el
odio del tálamo nupcial?
REY. ¿Qué vienes a pedir de estos
dioses agonales con estos ramos recién cortados, adornados de blanco?
CORIFEO. Que no
sea esclava de la raza de Épafo.
REY. ¿A causa
del odio, o hablas de algo injusto?
CORIFEO. ¿Quién apreciaría a los
señores que ha de comprar?
REY. Así se
aumenta para los mortales su fuerza.
CORIFEO. Y también un remedio
fácil para los malaventurados.
REY. ¿Cómo puedo
yo, pues, testimoniaros mi piedad?
CORIFEO. No devolviéndome a los
hijos de Egipto si me reclaman.
REY. Grave es lo
que dices: es provocar una guerra.
CORIFEO. Pero la justicia es
aliada de los que luchan con ella.
REY. Si desde
los inicios estaba de vuestro lado.
CORIFEO. Respeta la pompa de la
ciudad adornada con estas ofrendas.
REY. Me estremezco al ver estos
altares sombreados por estos ramos.
CORIFEO. Terrible es también la ira de Zeus Suplicante.
CORO. Hijo de Palecton, rey de
los pelasgos, óyeme con corazón benévolo. Mira a esta suplicante, una errática
fugitiva, como una ternera que perseguida por el lobo trepa a las rocas es
carpadas, y allí, segura de defenderse, muge contando al boyero sus cuitas.
REY Veo, a la sombra de ramos
recién cortados, un grupo nuevo delante de los dioses de la ciudad. Que la
causa de estos ciudadanos extranjeros no traiga ningún mal ni, de improviso,
surja para la ciudad una disputa inesperada, porque Argos no la necesita.
CORO. Que Temis Suplicante, hija
de Zeus, que reparte los destinos, mire este destierro para que no sea pesado.
Y tú, a pesar de tu edad y sabiduría, aprende de uno más joven: respetando al
suplicante prosperarás. Pues los dioses reciben de buen grado las ofrendas que
proceden de un hombre puro.
REY Vosotras no suplicáis
sentadas en mi morada. Si es la ciudad en común que está manchada, que todo el
pueblo se ocupe en conseguir remedios. Yo, por mi parte, no podría hacerte
promesas antes de haber comunicado estas cosas a todos los ciudadanos.
CORO. Tú eres la ciudad, tú el
pueblo. Soberano irresponsable, tú eres el dueño del altar, hogar del país. Los
únicos sufragios son los movimientos de tu cabeza, el único cetro, el que
tienes en tu mano. Tú todo lo decides, guárdate de un sacrilegio.
REY. El sacrilegio sea para mis
enemigos. Pero yo no puedo ir en vuestra ayuda sin daño. Sin embargo, es
desagradable despreciar vuestras súplicas. No sé qué conducta seguir; tengo ,
miedo de obrar, de no obrar y de tentar el Destino.
CORO. Dirige tu mirada hacia el
que vigila desde lo alto, guardián de los mortales desgraciados que, suplicando
a sus prójimos, no obtienen la justicia de la ley. La cólera de Zeus Suplicante
aguarda a los que son inconmovibles a los lamentos del que padece.
REY Si los hijos de Egipto tienen
poder sobre ti, por la ley de tu ciudad, alegando que son los más próximos
parientes, ¿quién querría oponerse a ellos? Es preciso defender que según las
leyes de tu país no tienen ningún poder sobre ti.
CORO. Que no esté yo nunca
sometida al yugo de los hombres. Bajo los astros me aplico un remedio contra
unos casamientos odiosos: la huida. Toma la Justicia por aliada y juzga según
el respeto debido a los dioses.
REY. No es fácil la decisión; no
me escojas por juez. Antes te lo dije: sin el pueblo no obraría así por
potestad que tenga. Que nunca pueda decirme el pueblo, si alguna vez ocurre
algún mal: «Por honrar a unos extranjeros has perdido la ciudad.»
CORO. Consanguíneo de las dos
partes, contempla este debate Zeus imparcial, él que, con razón, asigna la
injusticia a los malos, la piedad a los que observan las leyes. Si todo se pesa
con equidad, ¿por qué te duele hacer lo justo?
REY. Es necesario un profundo
pensamiento salvador, un ojo penetrante y no turbado por el vino que descienda
al abismo, como un buzo, para que el asunto no atraiga, en primer lugar,
tribulaciones para la ciudad, y para uno mismo acabe feliz mente. Es decir, que
no se apodere de Argos una lucha de represalias, y que yo entregándoos así
postradas ante los altares de los dioses, no consiga de compañero al dios de la
ruina, al pesado vengador que ni en el Hades libera al difunto. ¿No te parece,
pues, que es necesario un pensamiento salvador?
CORO. Piensa, pues, y sé para
nosotras, como es de justicia, un patrono piadoso. No traiciones a la fugitiva
que un exilio impío ha arrojado de un país lejano.
No quieras verme arrancada de
este santuario consagrado atantos dioses, oh tú, dueño absoluto de este país;
reconoce la insolencia de los varones y guárdate de la ira que conoces.
No consientas ver a la
suplicante, a despecho de la justicia, arrastrada lejos de las imágenes de los
dioses, como un caballo, por las cintas, y unas manos coger mis velos de espeso
tejido.
Porque, has de saber que, obres
como obres, tus hijos y tu casa deberán pagar un día a Ares la estricta
justicia. Reflexiónalo: el poder de Zeus es el de la justicia.
REY. He reflexionado. Aquí
encalla mi nave. O contra unos o contra otros es completa necesidad provocar una
dura guerra, y el casco de la nave está clavado en el escollo como si lo
hubieran levantado con ayuda de cabrestantes navales. Sin dolor no hay
desenlace posible. Saqueadas las riquezas de una casa, se pueden adquirir otras
de más valor que las perdidas y volver a completar la carga por voluntad de
Zeus, protector de los bienes; una lengua ha lanzado flechas inoportunas que
remueven dolorosamente el corazón: una palabra puede ser el bálsamo de otra.
Pero para impedir que se vierta de sangre humana es necesario hacer sacrificios
e inmolar muchas víctimas a muchos dioses, remedio contra la desgracia. O yo me
equivoco mucho sobre esta disputa. Pero prefiero ser patán que profeta de
desgracias. Que todo acabe bien contra mi opinión.
CORIFEO. Escucha el fin de tantas palabras suplicantes.
REY Escucho,
habla; no se me escapará.
CORIFEO. Tengo lazos y cinturones
para sostener mis vestidos.
REY. Sin duda son objetos
apropiados a la indumentaria femenina.
CORIFEO. Pues sabe que de ellos
espero un hermoso recurso.
REY. Explícame
qué significan estas palabras tuyas.
CORIFEO. Si no
ofreces a esta gente una promesa...
REY ¿Qué vas a
realizar con ayuda de los ceñidores?
CORIFEO. Adornar
estas imágenes con ofrendas insólitas. REY Estas palabras son enigmáticas; habla
claramente.
s
CORIFEO. Colgarnos lo más
rápidamente posible de estos dioses.
REY. He oído una
palabra que me flagela el corazón.
CORIFEO. Has
comprendido; te he abierto los ojos.
REY Sí, por todas partes
obstáculos invencibles. Una multitud de , males como un río, avanza sobre mí:
me he sumergido en este mar de ruina, sin fondo, infranqueable, y en ninguna
parte hay un puerto para estos males. Porque, si yo no llevo a cabo vuestra petición,
no puedo alcanzar con mi arco la mancha que evocas. Y si, por otra parte,
contra tus parientes, los hijos de Egipto, de pie delante de las murallas,
llego a la decisión de un combate, ¿no es una pérdida cruel que unos hombres, a
causa de las mujeres, ensangrenten la llanura? Sin embargo, me urge respetar la
ira de Zeus Suplicante: entre los mortales,' es el temor supremo. Así pues, tú,
anciano, padre de estas vírgenes, toma al instante estos ramos en tus brazos y
colócalos sobre otros altares de nuestros dioses patrios, para que todos los
ciudadanos vean esta señal de tu súplica y no profieran alguna palabra contra
mí: porque el pueblo gusta de criticar a los que gobiernan. Y quizás al ver
estas cosas surja la compasión: el pueblo odiará la insolencia del conjunto
masculino y estará mejor dispuesto para con vosotros. Porque todo el mundo se
inclina benevolamente los débiles.
DÁNAO. Es para nosotros un bien
muy grande haber encontrado un patrón que respeta al suplicante. Pero hazme
acompañar de guardias y guías indígenas para que me ayuden a encontrar los
altares colocados delante de los templos de los dioses de la ciudad y sus
moradas hospitalarias, y podamos avanzar con seguridad a través de la ciudad.
La naturaleza nos ha dado rasgos diferentes: el Nilo y el Inaco no alimentan
razas semejantes. Vigila que la osadía no provoque temor: más de uno ha muerto
a un amigo por ignorancia.
REY. Id, guardianes; el
extranjero tiene razón. Guiadlo a los altares de la ciudad, morada de nuestros
dioses. Y a los que encontréis, decidles, sin extenderos, que conducíis a un
marino, suplicante de nuestros dioses.
(Dánao se marcha en dirección a la ciudad
en compañía de unos guardias.)
CORIFEO. Has hablado a mi
progenitos y puede marchar con tus instrucciones. Pero yo, ¿qué haré? ¿En dónde
me ofreces una seguridad?
REY Deja aquí
tus ramos, símbolo de tus penas.
CORIFEO. Los dejo confiando en tu
brazo y en tus palabras.
REY. Ahora pasa
a la parte llana del recinto sagrado.
CORIFEO. ¿Y cómo podría
defenderme la parte abierta a todos?
REY No queremos
entregarte a las aves de presa.
CORIFEO. Pero ¿sí me entregas a
monstruos más odiosos que crueles serpientes?
REY A palabras favorables responde con palabras confiadas.
CORIFEO. No es de extrañar que
seamos pesadas a causa del temor del corazón.
REY. Siempre el miedo ha sido improcedente en reyes.
CORIFEO. Tú, pues, reconforta mi
corazón con palabras y obras.
REY Tu padre no te dejará sola
mucho tiempo. Yo voy a reunir a la gente del país, para disponer a tu favor la
comunidad, y enseñaré a tu padre lo que debe decir. Quédate, pues, aquí, y en
tus oraciones pide a los dioses del país lo que deseas obtener. Yo voy a
ocuparme de todo esto.
Que la Persuasión
me acompañe y la Fortuna eficaz.
(El rey sale
con su tropa.)
CORO. Rey de reyes,
bienaventurado entre los bienaventurados, poder soberano entre los poderes,
feliz Zeus, óyenos, aleja airado de tu raza la insolencia masculina, y en el
mar purpúreo precipita la fatal negra nave.
Propicio a la causa de las
mujeres, mira nuestro antiguo linaje; renueva la gozosa leyenda de nuestra
abuela que fue querida. Acuérdate, tú que tocaste a lo. Nos honramos de ser
linaje de Zeus y de esta tierra emigramos.
Una antigua huella me lleva a los
lugares en donde mi madre, bajo la mirada del guardián, pacía las flores, en la
pradera nutridora de bueyes. De allí, lo, agitada por el tábano, huye aturdida
a través de muchos pueblos diversos, y cruzando, por orden del destino, el
estrecho encrespado, pasa los límites de los dos continentes opuestos. Se lanza
a través de Asia, de un extremo a otro de Frigia, criadora de corderos, pasa la
ciudad misia de Teutras y los valles de Lidia, y precipitada a través de las
montañas de Cilicia y Panfilia, alcanza los ríos inagotables, el país de
opulencia, la ilustre tierra de Afrodita, fértil en trigo.
Pero, acosada siempre por el
dardo del boyero alado, llega al i sagrado recinto de Zeus, rico en frutos de
todas clases, el prado alimentado por las nieves y asaltado por el furor de
Tifón, y a las aguas intactas del Nilo, enloquecida por los ignominiosos
trabajos y los dolores causados por el aguijón de Hera.
Los mortales que vivían entonces
en esta región palidecieron de espanto y sus corazones palpitaron delante de un
espectáculo inusitado, al ver una bestia repulsiva, mezclada de ser humano, en
parte ternera, en parte mujer, y quedaron atónitos ante el prodigio.
Pero entonces, ¿quién fue el que
curó a la errante y miserable lo, aguijoneada por el tábano?
El que gobierna por tiempo
infinito, Zeus la libró de sus males con su fuerza salutífera y su soplo
divino, y ella destila el doloroso pudor de las lágrimas. Pero el germen
recibido de Zeus, según un relato verídico, dio a luz a un hijo irreprochable.
Un hijo feliz por mucho tiempo.
De donde toda la tierra pregona. «Un hijo, fuente de vida, es en verdad linaje
de Zeus.» Pues ¿quién habría hecho cesar un delirio querido por Hera? Obra es
de Zeus. Y quien dice que esta raza es hija de Épafo, lo acierta.
¿A qué dios podría invocar con
más razón por sus justas acciones? Él es nuestro padre, que con su propia mano
nos ha plantado, soberano, antiguo en sabiduría, gran artífice de nuestra raza,
remedio universal, dios de los vientos propicios, Zeus.
No sometido al dominio de nadie,
dirige lo más débil siendo el poder más grande. Nadie tiene el trono más alto,
que él adore desde abajo. Así está su obra, su palabra ordena realizar lo que
en la mente su espíritu lleva. (Llega Dánao.)
DÁNAO. Tened confianza, hijas; todo va bien en la ciudad. El
pueblo ha votado un decreto decisivo.
CORIFEO. ¡Salve, oh anciano que
anuncias noticias tan buenas! Pero cuéntanos hacia dónde se ha confirmado la
decisión, de qué manera ha prevalecido la poderosa mano del pueblo.
DÁNAO. Los argivos han votado no
de una manera dudosa, sino para rejuvenecer mi viejo corazón. Porque el éter se
ha erizado de las manos levantadas de todo el pueblo que ha sancionado estas
palabras: «Nosotros tendremos la residencia en este país, libres, sin rescate y
con derecho de asilo contra todo mortal; nadie, ni habitante ni bárbaro, podrá
llevársenos; y si alguien acude a la fuerza, el terrateniente que no nos ayude
será privado de sus derechos de ciudadano y desterrada por sentencia del
pueblo.» Tal es la resolución que les ha animado, en defensa nuestra, el rey de
los pelasgos, invitando a la ciudad a no hacer crecer en el futuro la terrible
ira de Zeus, y evocando la doble mancha, nacional y extranjera, que aparecería
contra la ciudad, monstruo indomable, alimentado de dolor. Al escuchar estas
palabras, las manos del pueblo de Argos, sin esperar al mensajero, han
decretado estas cosas. El pueblo pelásgico ha escuchado las razones persuasivas
de una arenga, pero Zeus ha llevado a cabo la decisión.
CORIFEO. ¡Ea! Invoquemos sobre
los argivos bendiciones como premio a sus beneficios. Y Zeus Hospitalario se
digne dar en verdad a los honores de una boca bárbara un cumplimiento del todo
irreprochable.
CORO. Ahora que los dioses, hijos
de Zeus, nos escuchen mientras derramamos votos sobre esta raza. Que nunca
prenda fuego a la tierra pelásgica el ardiente Ares, que detiene con sus gritos
las danzas y siega los hombres en campos ajenos.
Pues han tenido piedad de nosotras, han dado un voto
favorable, respetando los suplicantes de Zeus en este rebaño no envidiable. No
han votado con los hombres, despreciando la causa de las mujeres; han puesto
los ojos en el vengador de Zeus, vigilante, incombatible, el cual ¿qué casa
tendré sobre el tejado manchándolo? Pesado se posa encima de ella.
Honran su misma sangre en estos
suplicantes de Zeus santo; por ello con altares puros agradarán a los dioses.
Que a la sombra de estos ramos
vuele, pues, de nuestra boca una súplica deseosa de su gloria. Que nunca la
peste vacíe de hombres la ciudad, ni el bárbaro tiña de sangre de cuerpos
indígenas la llanura de su tierra.
Que la flor de la juventud no sea
segada, ni que el amante de Afrodita, Ares, azote de los humanos, la tronche en
capullo.
Que resplandezcan llenos de
ofrendas los altares cabe los cuales se reúnen los ancianos, así la ciudad
prospere en el respeto a Zeus poderoso, hospitalario en grado sumo, que con
ancestral ley rige el destino.
Os pedimos que nuevos nacimientos
sin cesar proporcionen protectores al país, y que Artemis Hecate vigile el
alumbramiento de las mujeres.
Que ningún azote mortífero venga
sobre esta ciudad destrozándola, armando a Ares, enemigo de danzas y cítaras,
engendrador de lágrimas, y suscite los clamores de la guerra civil.
Que el enjambre doloroso de las
enfermedades se coloque lejos de la cabeza de los ciudadanos, y Apolo Liceo sea
propicio a todos sus niños.
Haga Zeus que la tierra tributé
su fruto en abundancia de todo el año, que las ovejas que pacen sus campos sean
fecundas, y que todo florezca bajo el favor de los dioses.
Que sobre los altares los rapsodas pongan un canto de buena
suerte, y que de labios puros salga la voz amante de la cítara.
Que guarde impertérrito sus
honores el Consejo soberano de la ciudad, poder previsor que atiende al bien
común. Y a los bárbaros, antes de amar a Ares, premien, sin dolores,
satisfacciones reguladas por tratados. Y a los dioses protectores del país
siempre den, coronados de laureles, los honores de las hecatombes ancestrales;
pues el respeto a los padres es la tercera ley escrita en el libro de la
Justicia, divinidad supremamente venerable.
(Dánao sube al altozano y desde allí
observa el mar. Después se gira hacia sus hijas.)
DÁNAO. Alabo estas peticiones
sensatas, hijas; pero vosotras no os turbéis al oír de vuestro padre una nueva
inesperada. Desde esta atalaya asilo de suplicantes, diviso la nave. Es fácil
de distinguir: no se me oculta ni el aparejo de las velas, ni las empavesadas,
ni la proa que con sus ojos mira el camino a seguir, obediente al timón que la
dirige desde la popa, demasiado obediente para aquellos a los que no es amiga.
Es posible ver a los marinos con sus miembros negros que salen de las túnicas
blancas, y son bien visibles las otras naves y toda la tropa auxiliar. La nave
capitana, junto a la costa, ha amainado y rema poderosamente. Pero hay que
mirar hacia el horizonte con calma y prudencia y no descuidar estos dioses. Yo,
habiendo tomado defensores y abogados, volveré. Quizá venga un mensajero o una
embajada queriendo llevaros y cogeros por derecho de rescate. Pero nada de esto
acontecerá; no les temáis. Sin embargo, es mejor, por si nos demoramos en el
auxilio, que no olvidéis en ningún momento este asilo. ¡Ánimo! Con el tiempo,
en el día fijado, todo mortal que desprecia a los dioses recibirá su castigo.
CORIFEO. Padre, estoy asustado; las naves ¡cuán veloces
se aproximan! No
hay en medio ningún plazo largo de tiempo.
CORO. Un miedo terrible se apodera
de mí; ciertamente, ¿de qué me ha servido la huida por tantos caminos? Padre,
estoy muerta de espanto.
DÁNAO. Puesto que el voto de los
argivos es irrevocable, hija, ten confianza. Ellos combatirán por ti, lo sé
bien.
CORIFEO. Es una maldición la
voraz estirpe de Egipto, insaciable de combates, y hablo al que lo sabe.
CORO. Han logrado en su odio
surcar el mar en naves bien en sambladas de rostro sombrío, con un numeroso
ejército
negro.
DÁNAO. Más numerosos son los que
aquí encontrarán, con brazos bien curtidos al sol del mediodía.
CORIFEO. No me dejes sola, padre,
te lo pido; una mujer sola, nada es. Ares no habita en ella.
CORO. Llenos de pensamientos
criminales de pérfidos designios, con impuros corazones, ellos, como cuervos,
no se preocupan de los altares.
DÁNAO. Sería para nosotros muy
conveniente, hija, si se hicieran odiosos de ti y de los dioses.
CORIFEO. Pero no será por temor
de estos tridentes y de la majestad de los dioses que retirarán las manos de
nosotras, padre.
CORO. Orgullosos sin límite,
devoradores con audacia impía, perros sin vergüenza, están sordos a la voz de
los dioses.
DÁNAO. Pero hay un proverbio: los
lobos son más fuertes que los perros; y el fruto del papiro no gobierna a la
espiga.
CORIFEO. Como tienen también instintos
de fieras lujuriosas y salvajes, hay que guardarse de caer en su poder.
DÁNAO. No es tan veloz el apresto
de un ejército naval ni el amarre: hay que conducir a tierra los cables
salvadores e incluso una vez echada el áncora los jefes de flota no se muestran
confiados en seguida, máxime cuando llegan a un país sin puerto, a la hora en
que el sol declina hacia la noche: la noche acostumbra ser causa de angustia
para el piloto juicioso. Así, el desembarco de un ejército no podría realizarse
bien, si la nave no se asegura antes con el anclaje. Pero tú piensa que por el
miedo no te olvides de los dioses. Yo me apresuraré en volver habiendo
conseguido ayuda. La ciudad no se lamentará del mensajero: es ya anciano, pero
joven de espíritu y bien hablado.
(Dánao se
marcha en dirección a la ciudad)
CORO. ¡Oh, tierra montañosa,
justa veneración nuestra! ¿Qué será de nosotras? ¿Adónde huiremos en este país
de Apis, si es que hay en algún lugar un escondrijo sombrío? ¡Ojalá me
transformara en un negro humo vecino de las negras nubes de Zeus y
desapareciendo del todo, como polvo en vuelo sin alas, muriese!
Mi alma no deja de estremecerse y
mi corazón, ennegrecido, palpita. Los barruntos de mi padre me han impresionado
y estoy muerta de miedo. Quisiera hallar el destino en un lazo colgada, antes
de que un hombre maldito tocara mi piel. ¡Que muera, mejor, con Hades por
señor!
¿En qué lugar del éter podría
tener un asiento, allí donde la humedad de las nubes se cambia en nieve? ¿O una
roca desnuda, abandonada de cabras, inaccesible, solitaria, colgada en el
vacío, nido de buitres, que me asegura una caída profunda, antes que sufrir,
contra mi corazón, unas bodas desgarradoras?
Entonces, no lo niego, sería
presa de los perros, festín de las aves del lugar. Pues morir libera de males
miserables; venga el destino antes que el tálamo nupcial. ¿Qué otra senda
fugitiva puedo trazar, para escapar del matrimonio?
Eleva tu voz aguda hasta el cielo
invocando a los dioses y a las diosas. Pero ¿cómo se cumplirán estas súplicas?
Echa sobre nosotras, padre, una mirada liberadora, combativo, mira la violencia
con ojos no amigos, como es justo. Respeta a tus suplicantes, señor de la
tierra, todopoderoso Zeus.
Pues la raza de Egipto,
insolencia intolerable, acosándonos en carrera varonil, con clamores
injuriosos, anhela coger violentamente a esta fugitiva. Pero sólo tú tienes el
astil de la balanza. ¿Qué pueden los mortales llevar a cabo sin ti?
(Ven a lo lejos una tropa egipcia y
aumenta su desasosiego.)
¡Oh, oh, oh, ah, ah, ah! He aquí
a nuestro raptor que sale de la nave, que llega a tierra. Ojalá perezcas antes,
raptor.
Pronuncio un grito de angustia.
Veo el preludio de los violentos trabajos que me aguardan. ¡Ah, ah! Huye hacia
el refugio. El terror triunfa insoportable, en tierra en mar. Señor del país,
protégenos.
(Corren hacia los altares. Llega un
mensajero egipcio con tropa armada.)
MENSAJERO. Rápido, rápido, hacia
la galeota, con toda la celeridad de vuestras piernas. Si no, si no, habrá
cabellos arrancados, arrancados, y marcas con hierro candente, y cabezas
cortadas en un sangriento degüello. Rápido, rápido, a la nave.
CORO. Ojalá en medio del curso
impetuoso de la ruta marina hubieras perecido con la insolencia de tus amos y
la nave de fuertes clavijas.
MENSAJERO. Sangrante te hago ir
al barco si no te vas veloz de aquí. Yo te aconsejo: cede a la fuerza, renuncia
a la obstinación, a la ofuscación. ¡Eh, eh! Levántate del asiento y rápido ves
a bordo. No respeto al que está sin ciudad.
CORO. Que nunca más vuelva a ver
las que hacen crecer y fluir en los mortales la sangre que da la vida.
MENSAJERO. De allí soy yo, de
noble cuna, de rancia nobleza. Pero tú irás al barco, al barco, veloz. Quieras
o no quieras. Por la fuerza, por la fuerza, adelante contigo. Ahora arriba, que
no sufrirás nada malo si mueres por nuestras manos.
CORO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Así
perecieras violentamente en el sagrado recinto marino, errante, a merced de los
celestes vientos, alrededor del promontorio arenoso de Sarpedón.
MENSAJERO. Grita, vocifera, calma
a los dioses; tú no saltarás la borda de la nave egipcia, por más que des
salida muy amargamente a tus lamentos.
CORO. ¡Ay ay! Que salvajemente
ladrando al país como un perro, alardeas lleno de vanagloria. Que el gran Nilo
que ve tu insolencia aparte tu inaudita soberbia.
MENSAJERO. Te ordeno ir lo más
velozmente posible hacia la galeota de buenos flancos. Que nadie se demore. El
arrastramiento no respeta los rizos.
CORO. ¡Ay, ay!, padre, el refugio
del altar es una mentira. Me arrastra al mar como una araña, paso a paso, un
espectro, un espectro negro. ¡Otototoi! madre Tierra, madre Tierra, aparta el
grito terrible. ¡Oh padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. No, yo no tengo miedo
de los dioses de aquí, ellos no me han criado ni han alimentado mi vejez.
CORO. Hacia mí salta la serpiente
bípeda. Como una víbora me amenaza. Lo que me libra de ella, ¿me librará de su
mordedura?
¡Otototoi! madre Tierra, madre
Tierra, aparta el grito terrible. ¡Oh, padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. Si no vienes a la nave
siguiendo mi mandato, el desgarramiento no compadecerá el trabajo de tu túnica.
CORO. Estamos
perdidas. Señor, sufrimos tratos impíos.
MENSAJERO. Pronto veréis a muchos
señores, los hijos de Egipto. Confiad, no hallaréis la anarquía.
CORO. ¡Ah, jefes, gobernantes de
este país, soy sometida a la fuerza!
MENSAJERO. Parece que os habré de
arrancar de aquí, arrastrar por los cabellos, ya que no escucháis con atención
a mis palabras.
(En el momento que los soldados se
disponen a arrastrar a las suplicantes, aparece el rey del país con sus
tropas.)
REY. ¡Eh! Tú, ¿qué haces? ¿Con
qué osadía ultrajas esta tierra de los pelasgos? ¿O crees haber llegado a una
ciudad de mujeres?
Por ser bárbaro eres demasiado
osado para con los helenos.
Habiendo errado
mucho nada acertaste con inteligencia.
MENSAJERO. ¿Qué
falta he cometido contra la justicia?
REY En primer
lugar, no sabes ser extranjero.
MENSAJERO. ¿Cómo no? ¿Encontrando
lo que había perdido?
REY ¿A qué
patronos del país te has dirigido?
MENSAJERO. Al más grande de los
patronos, a Hermes, dios de los que buscan.
REY Dirigiéndote a los dioses no
tienes ningún respeto por ellos.
MENSAJERO. Yo venero a las
divinidades del Nilo. REY Y las de aquí nada son, según cuentas.
MENSAJERO. Me llevaré a estas
mujeres, si alguien no me las arrebata.
REY. Llorarás,
si las tocas, y no tardarás mucho tiempo.
MENSAJERO. Oigo
unas palabras en nada hospitalarias.
REY No considero
por huéspedes a los que despojan a los dioses.
MENSAJERO. Iré a
contarlo a los hijos de Egipto.
REY. Esto no va
a atemorizar mi corazón.
MENSAJERO. Pero, para saber y
comunicar más claramente las cosas -pues conviene que un mensajero lo anuncie
con exactitud todo-, ¿cómo me expresaré? ¿Quién diré, al llegar, que me ha
quitado el grupo de primas? Estos pleitos no los juzga Ares sirviéndose de
testimonios: una disputa la ha resuelto por un ajuste con dinero; antes hay
muchas pérdidas humanas, muchas vidas segadas.
REY. ¿Por qué debo decirte cómo
me llamo? Con el tiempo lo sabrás tú y tus compañeros. En cuanto a estas mujeres,
con su beneplácito podrás llevártelas, si las convence una piadosa razón. Un
voto unánime del pueblo argivo lo ha decidido sin apelación: nunca entregaré
por la violencia a un grupo de mujeres. El clavo está claramente sujeto de
parte a parte, de suerte que permanecerá inquebrantable. No se trata de
palabras conservadas en tablillas, ni selladas en los pliegues de un papiro:
oyes con claridad el lenguaje de una boca libre. Y ahora desaparece lo más
rápidamente posible de mi vista.
MENSAJERO. Sabe que desde ahora
provocas una guerra incierta. ¡Que sean la victoria y el poder para los
varones!
REY. De hombres también
encontrarás en este país y que no beben vino de cebada.
(El mensajero
se retira. El rey se dirige al coro.)
Y vosotras todas, con vuestras
sirvientas, tened confianza y entrad en nuestra bien cercada ciudad, protegida
por el elevado aparejo de sus torres. De casas hay allí muchas propiedad del
pueblo -yo mismo me la he construido con mano generosa- en donde hay estancias
dispuestas para alojaros con otros muchos; pero si os place más, podéis habitar
en casas para vosotras solas. Sois libres de escoger lo que os sea más
ventajoso y placentero. Yo soy vuestro protector y todos los ciudadanos, cuya
decisión se cumple ya. ¿Aguardas acaso patrones más soberanos que éstos?
CORIFEO. Que por estos regalos
seas colmado de bienes, divino rey de los pelasgos. Benévolo, envíanos aquí a
nuestro padre, el denodado Dánao, providente y mentor. Pues primeramente que
decida él en dónde debemos alojarnos y qué lugar es el más adecuado: todo el
mundo está pronto a lanzar reproches a los que hablan otra lengua. Ocurra lo
mejor conservando nuestra reputación y sin palabras airadas por j parte del
pueblo de esta ciudad.
(El rey se marcha.) Colocaos en
vuestro sitio, queridas siervas, en el mismo orden en que Dánao nos asignó a
cada una la criada como dote.
(Llega Dánao
con hombres armados.)
DÁNAO. Hijas mías, hay que
ofrecer a los argivos, oraciones, sacrificios y libaciones, como a unos dioses
del Olimpo, porque han sido salvadores sin vacilar. Así han escuchado el relato
.j de los acontecimientos con el amor que se tiene por los parientes y la
indignación que merecen vuestros primos. Y han asignado a mi persona esta
escolta de hombres armados, para que tenga mi privilegio de honor y para que no
muera de manera inesperada e imprevista por un golpe fatal de lanza y venga
sobre este país un peso eterno. A cambio de tales servicios, si nuestra alma
está bien gobernada, debemos honrarlos de una manera más digna. Y ahora, junto
a las numerosas . lecciones de humildad inscritas en vosotras por vuestro
padre, escribiréis ésta: una compañía desconocida se prueba con el tiempo;
todos, en el caso de un bárbaro, tienen una lengua pronta, y es fácil decir una
palabra que puede manchar. Así os exhorto a no avergonzarme, ya que poseéis
esta edad que atrae la mirada de los hombres.
El tierno fruto maduro es difícil
de guardar: las bestias se afanan como los hombres, ¿cómo no?, las fieras
aladas y las que pisan la tierra. Cipris proclama los cuerpos llenos de savia,
invitando al amor a coger la flor de la juventud. Sobre la delicada belleza de
las vírgenes, todo el que pasa, vencido por el deseo, lanza el dardo encantador
de sus ojos. Procurad que no suframos tal destino, que hemos evitado a costa de
muchos trabajos y surcando con nuestra quilla una gran extensión de mar; no
consigamos una vergüenza para nosotros mismos y un placer para mis enemigos.
Alojamiento lo
tenemos doble: uno lo ofrece Pelasgo, otro la ciudad, para vivir sin alquiler.
Todo nos lo facilitan. Guarda sólo estos consejos paternos, honrando más la
honestidad que la vida.
CORIFEO. Por lo demás, que nos
sean propicios los dioses olímpicos; pero en cuanto a mi belleza, confía,
padre. Porque, si los dioses no han decidido nada nuevo, no me desviaré del
camino que hasta ahora ha seguido mi corazón.
(Dánao se va.
Sus hijas se preparan para seguirlo.)
CORO. Venid y celebremos a los
dioses bienaventurados, señores de Argos, los que protegen la ciudad y los que
habitan cabe las corrientes del antiguo Erásino. Responded a nuestro canto,
compañeras. Reciba nuestra alabanza esta ciudad de los pelasgos, no honremos
con nuestros himnos las bocas del Nilo, sino a los ríos que, a través del país,
derraman, prolíficos, sus aguas tranquilas y con fértiles riegos nutren el
suelo de esta tierra.
Que la casta Artemis lance sobre
nuestro grupo una mirada compasiva y que Citerea no nos imponga a la fuerza
unos matrimonios. Este premio sea para los que odio.
SIRVIENTAS. Nuestro canto piadoso
no descuida a Cipris: pues con Hera es casi tan Poderosa como Zeus. Diosa de la
astucia, es honrada por sus obras augustas. Junto a ella, asociada a su madre,
están el Deseo y la encantadora Persuasión, a quien nada resiste. También
Harmonía ha recibido su parte en el lote de Afrodita, y el cuchicheante juego
de mores.
Para las fugitivas temo de
antemano grandes tempestades, crueles dolores y guerras sangrientas. ¿Por qué
han tenido ellos una travesía favorable para las rápidas persecuciones? Lo que
está marcado por el destino, ocurrirá. No se puede pasar más allá de la mente
de Zeus, augusta, inaccesible. Como tantas otras mujeres antes que tú, tu
destino puede ser el tálamo nupcial.
CORO. Que el gran Zeus retire de
mí las bodas de la estirpe de Egipto.
SIRVIENTAS. Con
todo, esto sería lo más sensato.
CORO. Tú tratas
de seducir lo inseducible.
SIRVIENTAS. Y tú
desconoces el futuro.
CORO. ¿Por qué debo yo bucear en
el pensamiento de Zeus, un abismo insondable?
SIRVIENTAS.
Suplica con palabra moderada.
CORO. ¿Qué justa
medida me enseñas?
SIRVIENTAS. No escudriñes con
excesiva curiosidad los asuntos de los dioses.
CORO. Que el soberano Zeus me
libre de un casamiento detestable, odioso, como liberó a lo, acabando sus
sufrimientos con mano sanadora y haciéndole una saludable violencia.
Que otorgue el éxito a las
mujeres: me resigno con la parte mejor del mal y con dos tercios de la suerte;
y siga al proceso una sentencia justa, de acuerdo con mis súplicas, por los
caminos de salvación que tiene la divinidad.
PROMETEO ENCADENADO
PERSONAJES
Fuerza y Violencia, criados de Zeus
Hefesto, dios del fuego, hijo de Zeus
Prometeo, hijo de la diosa Temis
Océano, divinidad
Io, hija de Inaco
Hermes, mensajero de los dioses
Coro de Oceánides
La escena representa una región montañosa,
en los confines del mundo, cerca del mar. Llegan Fuerza y Violencia, traen
prisionero a Prometeo. Les sigue Hefesto con sus herramientas de herrero. Se
disponen a clavar al titán en una escarpada roca.
FUERZA. Hemos
alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto
nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu
padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes
irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del
fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la
pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la
tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.
HEFESTO.
Fuerza y Violencia, para vosotros se ha cumplido ya el mandato de Zeus y nada
os retiene ya. Pero yo no me atrevo a atar a un dios hermano en esta sima
tormentosa. Sin embargo, es incontestablemente necesario tener coraje para
ello:
es cosa grave
no cumplir las palabras de un padre. (A Prometeo.) De Temis, la consejera, hijo
de elevados pensamientos, contra tu voluntad y la mía voy a clavarte con
indisolubles lazos de bronce a esta roca inhóspita, en donde no verás ni la voz
ni la figura de un mortal, sino que quemado por la resplandeciente llama del
sol, cambiarás la flor de tu piel; con alegría para ti, la noche con su manto
estrellado ocultará la luz y el sol disipará de nuevo la escarcha del alba;
pero siempre te abrumará la carga del mal presente, pues todavía no ha nacido
tu libertador. Esto has ganado con tus sentimientos humanitarios. Tú, un dios
que no te acoquinas ante la cólera de los dioses, has otorgado, más allá de lo
justo, unos honores a los mortales; por esto montarás en esta roca una guardia
ingrata, de pie, sin dormir ni doblar la rodilla. Lanzarás muchos' lamentos y
gemidos inútiles, pues el corazón de Zeus es inflexible. Un nuevo señor siempre
es duro.
FUERzA. Vamos, ¿por qué te demoras y te apiadas en vano?
¿Por' qué no aborreces al dios más odioso de los dioses, que ha, entregado a
los mortales tu privilegio?
HEFESTO. El
parentesco es muy fuerte, y la amistad.
FUERZA. Lo
concedo. Pero desobedecer las palabras de un padre ¿cómo es posible? ¿No temes
esto más?
HEFESTO. Tú
siempre eres cruel y lleno de audacia.
FUERZA.
Ningún remedio proporcionará el llorar por ése; no t3 canses en un trabajo
inútil.
HEFESTO. ¡Oh
oficio muy odiado por mí!
FuERzA. ¿Por
qué lo odias? De los males presentes, ciertamente no tiene culpa alguna tu
oficio.
HEFESTO. Sin
embargo, ojalá hubiera tocado a otro.
FUERZA. Todo
es enojoso, salvo mandar sobre los dioses; porque nadie es libre excepto Zeus.
HEFESTO. Lo sé,
y nada puedo responder a esto.
FUERZA. ¿No
te apresuras, pues, en rodearle de cadenas, para que el padre no te vea remiso?
HEFESTO. Pueden
verse ya en sus manos las manillas.
FUERZA.
Cíñeselas a los brazos y con toda tu fuerza golpea con el martillo y clávalo en
las rocas.
HEFESTO. El
trabajo ya se termina y no en vano.
FUERZA.
Golpea más, aprieta, nada dejes flojo; pues es capaz de encontrar alguna
salida, incluso de lo impracticable.
HEFESTO. Este
codo, al menos, está fijo y es difícil que le suelte.
FUERZA. Ahora
clávale en medio del pecho, bien fuerte, la dura mandíbula de una cuña de
acero.
HEFESTO. ¡Ay,
ay, Prometeo, gimo por tus penas!
FUERZA.
¿Vacilas y lloras por los enemigos de Zeus? Vigila no sea que un día te
compadezcas a ti mismo.
HEFESTO. Ves un
espectáculo horrible de ver.
FUERZA. Veo
que ése tiene lo que merece. Mas échale a los costados las bridas.
HEFESTO. Es
mi obligación hacerlo, no me lo mandes con tanta insistencia.
FUERZA. Pues
te ordenaré y además te azuzaré. Baja y sujeta sólidamente con anillas sus
piernas.
HEFESTO. El
trabajo está hecho y sin gran esfuerzo.
FUERZA. Con
vigor hunde estas trabas en la carne; pues es severo el que juzgará tu obra.
HEFESTO. Tu lenguaje
responde a tu figura.
FUERZA.
Ablándate; pero no me reproches mi obstinación y la aspereza de mi carácter.
HEFESTO.
Vámonos; tiene una red en torno a sus miembros.
FUERZA. Ahora
sé, allá, insolente y despojando a los dioses de sus privilegios, dáselos a los
efímeros. ¿Qué alivio son capaces los mortales de llevar a tus penas? Con falso
nombre los dioses te llaman Prometeo, pues tú mismo necesitas un previsor para
saber de qué manera te librarás de tal artificio.
(Hefesto con Fuerza y Violencia salen.)
PROMETEO. ¡Oh
éter divino, y vientos de alas rápidas, y fuentes de los ríos, y sonrisa
innumerable de las olas marinas, y Tierra madre universal, y círculo
omnividente del Sol; yo os invoco: ved lo que, siendo dios, sufro de los
dioses!
Mirad con qué
ultrajes desgarrado he de padecer durante un tiempo infinito de años. Tal es la
cadena infame que contra mí ha inventado el joven caudillo de los Felices. ¡Ay,
ay! Por el sufrimiento, presente y futuro gimo, sin saber cuándo surgirá el fin
de estos males.
Pero ¿qué
digo? Todo lo que ha de acontecer lo sé bien de antemano y ninguna desgracia
imprevista vendrá de nuevo sobre mí. Pero es preciso soportar lo más
ligeramente posible la suerte decretada, sabiendo que no hay lucha contra la
fuerza de la Necesidad.
Con todo, me
es igual de imposible callar o no callar esta desgracia. Porque habiendo
proporcionado una dádiva a los mortales estoy uncido al yugo de la necesidad,
desdichado. En el tallo de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego
robado, que es para los mortales maestro de todas artes y gran recurso. De este
pecado pago ahora la pena, clavado con cadenas bajo el éter.
¡Ah, ah! ¿Qué
ruido, qué aroma invisible ha volado hasta mí? ¿Vienes de un dios, de un mortal
o de un semidiós? ¿Ha llegado a este peñasco, en los límites del mundo para
contemplar mis penas, o qué quiere? Mirad encadenado a este dios desgraciado
Odiado de Zeus, me he enemistado con todos los dioses que frecuentan la corte
de Zeus por mi gran amor hacía los hombres. ¡Ay, ay! ¿Qué movimiento de alas
escucho cerca de aquí? El aire susurra con ese ligero batir de alas. Todo lo
que se aproxima me produce pavor.
(Llega el coro de las Oceánides en un carro
alado que se coloca sobre un roquero cercano al que está clavado Prometeo.)
CORO. Nada
temas. Amiga es esta tropa que en rápida carrera de alas se ha acercado a este
peñasco, consiguiendo persuadir a duras penas el corazón paterno. Veloces las
brisas me trajeron.
Pues el eco
de los golpes de hierro penetró hasta el fondo de mis cavernas y arrojó de mí
el tímido pudor; descalza me lancé en mi carro alado.
PROMETEO.
¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Prole de la fecunda Tetis, hijas del padre Océano, que con su
curso insomne gira en torno a toda tierra, mirad, contemplad con qué cadenas
clavado en la cima rocosa de este precipicio monto una guardia no envidiable.
CORO. Veo, Prometeo; y una tímida niebla llena de lágrimas
a mis ojos, cuando contemplo sobre esa roca tu cuerpo que se consume en la
ignominia de estos grilletes de acero. Porque nuevos pilotos gobiernan el
Olimpo y Zeus, con nuevas leyes, reina arbitrariamente y aniquila ahora los
colosos de antes.
PROMETEO. ¡Si
al menos me hubiera precipitado bajo tierra, más allá del Hades hospitalario a
los muertos, hasta el Tártaro infranqueable, echándome ferozmente en cadenas
insolubles, de suerte que ni un dios ni nadie se regocijará de ello! Pero ahora
juguete de los vientos, miserable, sufro para escarnio de mis enemigos.
CORO. ¿Cuál
de los dioses tiene un corazón tan duro que haga burla de esto? ¿Quién no
comparte tus pesares, excepto Zeus? Éste, siempre en su ira, de un alma
inflexible, somete la raza celeste, y no cesará hasta que se haya saciado su
corazón, o que alguien con alguna artimaña conquiste el mando tan difícil de
conquistar.
PROMETEO.
Ciertamente, aunque ultrajado en estos brutales grilletes de mis miembros,
todavía tendrá necesidad de mí el príncipe de los Felices para enseñarle el
nuevo designio que le despojará de su cetro y honores. Y no me ablandará con
melifluos sortilegios de la persuasión, ni nunca yo, acoquinado con sus duras
amenazas, revelaré este secreto, antes de que me libre de fieras cadenas y
consienta en pagar la pena de este ultraje.
CORO. Tú eres
osado y en vez de ceder por estos amargos sufrimientos, hablas con demasiada
libertad. Un temor penetrante altera mi corazón y me estremezco por la suerte
que te espera: dónde debes abordar para contemplar el fin de estos
sufrimientos. Pues el hijo de Crono tiene un carácter inaccesible y un corazón
inflexible.
PROMETEO. Sé
que es severo y que tiene en su poder la justicia; sin embargo, creo que un día
será de blando corazón cuando sea sacudido de este modo. Entonces aplacando
esta rígida cólera, vendrá presuroso a concertar conmigo alianza y amistad.
CORIFEO.
Descríbelo todo y explícanos en qué culpa te ha sorprendido Zeus para
ultrajarte de una manera tan infame y cruel. Infórmanos, si no te perjudica el
relato.
PROMETEO. Me
duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos
modos, infortunios. Así que los dioses empezaron a enfadarse y se produjo entre
ellos la discordia, unos queriendo arrojar a Crono de su trono, para que Zeus
desde entonces reinara; otros por el contrario esforzándose para que Zeus no
mandara nunca sobre los dioses; entonces yo, que quería persuadir con los
mejores consejos a los titanes, hijos de la Tierra y del Cielo, no pude.
Despreciando las arteras trazas creyeron, en su brutal presunción, que sin
fatiga se harían los dueños por la violencia. Pero, no una sola ; vez, mi
madre, Temis y Tierra, forma única bajo nombres diversos, me había profetizado
cómo se cumpliría el futuro: que no por la fuerza ni por la violencia, sino con
engaño deberían vencer a los poderosos. Mientras yo les iba explicando estas
cosas con mis palabras, no se dignaron ni dirigirme la mirada. Lo mejor en
aquellas circunstancias me pareció que era, haciendo caso de mi madre, ponerme
al lado de Zeus que recibía de grado a un voluntario. Por mis consejos el antro
negro y profundo del Tártaro oculta al antiguo Crono y a sus aliados. Tales son
los beneficios que ha recibido de mí el tirano
de los dioses y
que me ha pagado con esta cruel
recompensa.
Sin duda es
un achaque inherente a la tiranía no confiar en los amigos.
Ahora, lo que
me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el
trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada
uno diferentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los
míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva.
A este proyecto nadie se opuso sólo yo. Yo me atreví; libré a los mortales de
ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientas,
dolorosos de sufrir, lamentables de ver. Por haber tenido ante todo piedad de
los mortales, no fui juzgado digno de conseguirla, sino que implacablemente
estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.
CORIFEO. De
corazón de hierro y tallado de una piedra, Prometeo, es el que no se indigna
contigo por tus penas. Yo, por mi parte, habría deseado no verlas, y ahora que
las veo siento un dolor en el corazón.
PROMETEO. Sí,
sin duda, para los amigos soy doloroso de ver.
CORIFEO.
¿Fuiste, tal vez, más lejos que esto?
PROMETEO. Sí.
Hice que los mortales dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo.
CORIFEO. ¿Qué
solución hallaste a este mal?
PROMETEO.
Albergué en ellos esperanzas ciegas.
CORIFEO. Gran
favor otorgaste a los mortales.
PROMETEO. Además
de esto, yo les regalé el fuego.
CORIFEO. ¿Y
ahora los efímeros tienen el fuego resplandeciente?
PROMETEO. Por él
aprenderán muchas artes.
CORIFEO. Por
tales culpas Zeus te...
PROMETEO. ... me
ultraja y no afloja para nada mis males.
CORIFEO. ¿No hay
un término fijado a tu prueba?
PROMETEO. No,
ninguno, salvo cuando le plazca a él.
CORIFEO.
¿Cuándo le placerá? ¿Hay alguna esperanza? ¿No ves que has delinquido? Pero
decir que has delinquido, para mí no es ningún placer y para ti es dolor. Pero
dejemos esto y busca algún medio de librarte de esta prueba.
PROMETEO. Es
fácil al que tiene el pie fuera de las desgracias aconsejar y amonestar al
infortunado. Pero todo esto yo lo sabía. De grado, de grado falté, no lo
negaré; ayudando a los mortales yo mismo me he encontrado castigos. Con todo,
no creía que con tales penas había de consumirme en unas rocas abruptas,
encontrándome en una cima desierta y sin vecinos. Pero ahora, sin lamentaros
por estos sufrimientos, bajando a tierra firme, escuchad mi suerte futura, para
que lo sepáis todo hasta el fin. Creedme, creedme, compadeced al que ahora
sufre: la aflicción vuela sin cesar, y ora se posa en uno, ora en otro.
CORIFEO. Tú
urges a una tropa dispuesta a obedecerte, Prometeo. Ahora, dejando con pie
ligero este raudo asiento y el éter, ruta sagrada de las aves, me acercaré a
este suelo escabroso; porque deseo escuchar hasta el final tus padecimientos.
(Mientras las
Oceánides descienden al suelo, aparece Océano en un carro tirado por un caballo
alado.)
OCEANO. He
llegado al final de un largo viaje en mi recorrido hacia ti, Prometeo,
dirigiendo con mi mente, sin bridas, este ave de alas veloces. De tus
desgracias, sábelo, me compadezco. El parentesco, creo, me obliga, y, aparte la
sangre, no hay a quien diera parte mayor que a ti. Conocerás que digo la verdad
y que no se halla en mí adular en vano. Venga, pues, dime en qué he de
ayudarte; porque nunca dirás que tienes un amigo más seguro que Océano.
PROMETEO.
¡Ea!, ¿qué es esto? ¿También tú vienes a ser testigo de mis males? ¿Cómo te
atreviste, dejando la corriente que lleva tu nombre y las roqueras grutas
naturales, llegar a la tierra madre del hierro?. ¿O has venido para contemplar
mi suerte e indignarte con mis males? Mira este espectáculo: yo, el amigo de
Zeus, que le ayudé a establecer su tiranía, con qué sufrimientos soy abatido
por él.
OCÉANO. Lo
veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres listo. Conócete a ti
mismo y adopta nuevas actitudes, pues también hay un nuevo tirano entre los dioses.
Pero si lanzas palabras tan duras y aceradas, quizá te oiga Zeus que está
sentado mucho más alto que tú, y el enojo de estos males presentes te parezca
un juego. Así, desgraciado, deja este afán y busca la liberación de estos
males. Tal vez te parecerá que digo cosas viejas; sin embargo, tal es,
Prometeo, el salario de una lengua demasiado altiva. Tú todavía no eres humilde
ni cedes a los males, y a los presentes quieres añadir otros. Tómame, pues, por
maestro y no estires tu pierna contra el aguijón, viendo que ahora reina un
monarca duro y sin que tenga que rendir cuentas. Ahora me marcho e intentaré,
si puedo, librarte de estas penas; tú tranquilízate y no hables con demasiado
insolencia. ¿O no sabes siendo en rigor tan sabio, que se castiga a una lengua
disparatada?
PROMETEO. Te
envidio porque te encuentras fuera de culpa aunque participaste en todo y te
asociaste a mi osadía. Ahora déjalo y no te preocupes. De todos modos no le
convencerás; no es fácil de convencer. Y vigila que no te perjudiques en este
camino.
OCÉANO. Eres
mucho mejor para inspirar prudencia al prójimo que a ti mismo; juzga por
hechos, no por palabras. Pero en mi afán, no me retengas. Porque me ufano, sí,
me ufano de que Zeus me concederá la gracia de librarte de estos males.
PROMETEO. Te
alabo por tu solicitud y no cesaré de hacerlo; en buena voluntad nada
descuidas. Pero no te esfuerces: trabajarás en vano, sin provecho para mí, si
es que quieres hacerlo. Permanece tranquilo y mantente apartado. Porque yo, si
soy desgraciado, no por esto quisiera que a los más alcanzaran las desgracias.
No, en verdad, pues ya me consume la suerte de mi hermano, Atlas, que en las
regiones de occidente, de pie, sostiene en sus espaldas la columna del cielo y
de la tierra, peso no fácil para el brazo. También he compadecido, al verle, al
hijo de la Tierra, habitante de las cuevas cilicias, gran gigante de cien
cabezas, domado por la fuerza, el impetuoso Tifón. Se enfrentó a todos los
dioses, silbando miedo de sus atroces fauces; de sus ojos brillaba horrible
esplendor, como si fuera a aniquilar violentamente la tiranía de Zeus. Pero le
alcanzó el dardo que no duerme de Zeus, cl rayo que desciende respirando fuego
y le derrotó de sus altivas fanfarronadas. Pues herido en el mismo corazón,
quedó reducido a cenizas y su fuerza disipada por el rayo. Y ahora, cuerpo
inútil y arrinconado, yace cerca del estrecho marino, oprimido bajo las raíces
del Etna, mientras Hefesto, instalado en las altas cimas, forja el hierro
ardiente. De allí un día irrumpirán torrentes de fuego que con feroces fauces
devorarán las vastas llanuras de la fecunda Sicilia. Tal ira exhalará Tifón con
los ardientes dardos de una insaciable tormenta de fuego, aunque carbonizado
por el rayo de Zeus. Pero tú no eres inexperto y no me necesitas como guía;
sálvate, como sabes. Yo apuraré este mi destino hasta que Zeus aplaque su ira.
OCÉANO. ¿No
sabes esto, Prometeo, que las palabras son médicos de la enfermedad de la
cólera?
PROMETEO. Sí,
si uno ablanda el corazón en el momento preciso, y no reduce por la fuerza una
pasión virulenta.
OCÉANO. Pero,
si uno muestra solícito esfuerzo y valor para la acción, ¿qué daño ves tú que
haya en ello?
PROMETEO.
Trabajo inútil y simplicidad irreflexiva.
OCÉANO. Déjame que sufra esta enfermedad; pues es
provechoso parecer insensato cuando uno es cuerdo. PROMETEO. Esta falta más
bien parecerá la mía.
OCÉANO. Sin
duda tus palabras me envían de nuevo a casa.
PROMETEO.
Temo que tu lamento por mí te lance a una enemistad.
OCÉANO. ¿Con
el que acaba de sentarse en un todopoderoso asiento?
PROMETEO. Vigila
que no se altere tu corazón.
OCÉANO. Tu
infortunio, Prometeo, es maestro.
PROMETEO. Vete,
aléjate, salva tu actual buen sentido.
OCÉANO.
Cuando ya me iba, me molestaban tus palabras. Pues mi cuadrúpeda ave acaricia
ya con sus alas el dilatado camino del éter y gozoso doblará la rodilla en su
establo.
(Océano se marcha en su monstruo alado.
Tras un silencio, las Oceánides aparecen sobre de una roca y cantan lo
siguiente.)
CORO. Lloro
por tu fatal destino, Prometeo; y vertiendo de mis delicados ojos una corriente
de lágrimas mojo mi mejilla con húmedas fuentes. Hostilmente gobernando con
leyes propias Zeus manifiesta a los dioses de antaño su lanza soberbia.
Ya todo este
país ha lanzado un grito lastimero; sus pueblos lloran por la grandeza y el
antiguo prestigio tuyo y de tus hermanos, y todos cuantos mortales habitan la
tierra vecina de la sagrada Asia, ante el gran gemido de tus penas sufren con
tigo.
Y las
vírgenes que habitan en la tierra cólquide, valientes luchadoras, y la turba de
Escitia, que ocupa el lugar más remoto de la tierra alrededor del lago Meótico.
Y la flor
guerrera de Arabia, los que viven una ciudadela escarpada cerca del Cáucaso,
hostil ejército que brama en lanzas de acerada proa.
Sólo antes
otro dios titán he visto sufrir, vencido en la ignominia de unos lazos de
acero, Atlas, que llevando siempre en la espalda, fuerza inflexible, la tierra
y la bóveda celeste, gime.
La ola marina
cayendo ola sobre ola brama, llora el abismo, el tenebroso Hades en las
profundidades de la tierra ruge, y las fuentes de los sagrados ríos exhalan su
dolor quejumbroso.
PROMETEO. (Tras
de un largo silencio.) No penséis que callo por arrogancia o altanería; pero un
pensamiento me devora el corazón al verme así tan vilipendiado. En verdad, a
estos dioses nuevos, ¿qué otro si no yo les repartió exactamente sus
privilegios? Pero sobre esto callo; pues sabéis lo que podría deciros.
Escuchad, en cambio, los males de los hombres, cómo de niños que eran antes he
hecho unos seres inteligentes, dotados de razón. Os lo diré, no para censurar a
los hombres, sino para mostraros la buena voluntad de mis dones. Al principio,
miraban sin ver y escuchaban sin oír, y semejantes a las formas de los sueños
en su larga vida todo lo mezclaban al azar. No conocían las casas de ladrillos
secados al sol, ni el trabajo de la madera; soterrados vivían como ágiles
hormigas en el fondo de antros sin sol. No tenían signo alguno seguro ni del
invierno, ni de la floreciente primavera ni del estío fructuoso, sino que todo
lo hacían sin razón, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de los astros,
difíciles de conocer.
Después
descubrí también para ellos la ciencia del número, la más excelsa de todas, y
las uniones de las letras, memoria de todo, laboriosa madre de las Musas. Y el
primero até bajo el yugo a las bestias esclavizadas a las gamellas y a las
albardas, a fin de que tomaran el lugar de los mortales en las fatigas mayores,
y llevé bajo el carro a los caballos, dóciles a las riendas, orgullo del fasto
opulento.
Sólo yo inventé
el vehículo de los marinos, que surca el mar con sus alas de lino. Y, mísero de
mí, yo que he encontrado estos artificios para los mortales, no tengo artimaña
que pueda librarme de la actual desgracia.
CORIFEO.
Padeces un castigo indigno; privado de razón divagas, y como un mal médico que
a su vez ha enfermado, te de sanimas y no puedes encontrar para ti mismo los
remedios curativos.
PROMETEO.
Escucha el resto y te sorprenderás más: las artes y recursos que ideé. Lo más
importante: si uno caía enfermo, no había ninguna defensa, ni alimento, ni
unción, ni pócima, sino que faltos de medicinas morían, hasta que les enseñé
las mezclas de remedios clementes con los que ahuyentan todas las enfermedades.
Clasifiqué muchos procedimientos de adivinación y fui el primero en distinguir
lo que de los sueños ha de suceder en la vigilia, y les di a conocer los
sonidos de oscuro presagio y los encuentros del camino. Determiné exactamente
el vuelo de las aves rapaces, los que son naturalmente favorables y los
siniestros, los hábitos de cada especie, los odios y amores mutuos, sus
compañías; la lisura de las entrañas y qué color necesitan para agradar a los
dioses, y los matices favorables de la bilis y del lóbulo del hígado. Haciendo
quemar los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo, encaminé a los mortales
a un arte difícil de entender y revelé los signos de la llama que antes eran
oscuros. Tal es mi obra. Y los recursos escondidos a los hombres debajo de la
tierra, bronce, hierro, plata, oro, ¿quién podría preciarse de haberlos
descubierto antes que yo? Nadie, lo sé bien, a menos que quiera hablar en vano.
En una palabra, sabe todo a la vez: todas las artes para los mortales proceden
de Prometeo.
CORIFEO. No
ayudes a los mortales más allá de lo necesario y descuides tu propia desgracia.
Yo tengo buena esperanza de que un día, liberado de estas cadenas, no tendrás
un poder inferior a Zeus.
PROMETEO. No
tiene decretado todavía que esto se cumpla, la Moira que todo lo lleva a
término; cuando estaré encorvado por mil dolores y desgracias, entonces
escaparé de estas cadenas. El arte es con mucho más débil que la Necesidad.
CORIFEO. ¿Y
quién es el timonero de la Necesidad?
PROMETEO. Las
Moiras de tres formas y las memoriosas
Erinis.
CORIFEO. ¿Zeus,
pues, es más débil que ellas?
PROMETEO. No
puede, por lo menos, escapar a su destino.
CORIFEO. ¿Y
cuál es el destino de Zeus sino reinar por siempre?
PROMETEO. Sobre
esto no preguntes más, no insistas.
CORIFEO. Es, sin
duda, un augusto secreto lo que ocultas.
PROMETEO.
Hablad de otra cosa; no es el momento de revelar este secreto, sino de
esconderlo lo más posible; pues guardándolo oculto, escaparé de estas cadenas
humillantes y de estos sufrimientos.
CORO. Que
nunca el que todo lo gobierna, que nunca Zeus coloque enfrente de mi voluntad
su fuerza, que jamás me tarde en acercarme a los dioses con sagrados festines
de hecatombes junto al curso inagotable del Padre Océano, ni los ofenda con mis
palabras. Antes permanezca firme en mí este propósito y no se borre jamás.
Es dulce
pasar una larga vida en confiadas esperanzas alimentando el corazón de deleites
radiosos. Pero me estremezco cuando te veo desgarrado por tantos sufrimientos.
Pues sin temer a Zeus, por propio criterio honras en exceso a los mortales, Prometeo.
Vamos, amigo,
dime, ¿qué favor te aporta tu favor? ¿Dónde está la defensa, la ayuda de los
efímeros? ¿No has visto la impotencia reducida, igual al sueño, que encadena la
ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el orden establecido
por Zeus.
Esto he
aprendido observando tu funesto destino, Prometeo. Y un canto bien diferente ha
volado hacia mí, el canto de himeneo que un día en torno a tu baño y a tu lecho
de bodas entoné, cuando, persuadida por tus presentes, llevaste a nuestra
hermana Hesíone a compartir contigo el lecho como esposa.
(Entra lo teniendo en su frente dos
cuernos de vaca. Tras sus primeras palabras se siente de nuevo sacudida por el
aguijón del tábano.)
IO. ¿Qué
tierra es ésta? ¿Qué raza? ¿A quién diré que miro atormentada con pétrea brida?
¿Qué falta expiras tú en esta agonía? Dime a qué parte de la tierra he llegado,
mísera, en mi extravío.
¡Ay, ay! ¡Ah,
ah! Vuelve nuevamente a picarme, desgraciada, un tábano, fantasma de Argos,
hijo de la Tierra. Apártalo, Tierra, porque tiemblo al ver al boyero de mil
ojos. Camina con su pérfida mirada. Ni muerto la tierra lo oculta, sino que
saliendo de las sombras a mí, infortunada, me da caza y me hace errar, afamada,
por los arenales de la playa.
Detrás de mí,
la sonora caña encerada deja oír la canción que duerme. ¡Ay, ay, dioses! ¿A qué
lejanas tierras me llevan estas carreras errantes? ¿En qué falta, hijo de
Crono, en qué falta me has sorprendido para haberme uncido en estos tormentos,
¡ay, ay!, y extenuar así a una desgraciada alocada por el temor del tábano que
la persigue? Abrásame en el fuego, escóndeme bajo tierra, dame por alimento a
los monstruos marinos. No rechaces mis ruegos, Señor. Mis carreras infinitas me
han sobradamente ejercitado, ni puedo saber cómo escapar a los padecimientos.
¿Oyes la voz de la cornígera doncella?
PROMETEO.
¿Cómo no oír a la muchacha hostigada por el tábano, a la hija de Inaco, que
abrasa de amor el corazón de Zeus y ahora, odiada de Hera, se ejercita por
fuerza en esas infinitas carreras?
IO. ¿De dónde
viene que has pronunciado el nombre de mi padre? Responde a la infortunada:
¿quién eres tú, miserable, que a esta desgraciada saludas en términos tan
verídicos y nombraste el mal de divina procedencia que me consume al morderme
con aguijones vagabundos?
Empujada con
violencia por el hambriento ultraje de mis saltos, he llegado víctima del
airado designio de Hera. ¿Cuál de los desgraciados sufre, ¡ay, ay!, como yo?
Pero dime con claridad lo que voy a padecer. ¿Qué expediente, qué remedio hay
de mi mal? Enseñamelo, si lo sabes. Habla, da a conocer esto a la pobre virgen
errante.
PROMETEO. Te
diré claramente todo lo que quieras saber, no entretejiendo enigmas, sino en
lenguaje simple, como es justo abrir la boca a amigos. Estás viendo al dador
del fuego a los mortales. Prometeo.
IO. Oh tú que
te mostraste tan beneficioso a la comunidad de los mortales, paciente Prometeo,
¿por qué razón sufres esto?
PROMETEO.
Acabo justamente de quejarme por mis trabajos.
IO. Entonces,
¿no vas a otorgarme ese favor?
PROMETEO. Di qué
pides: de mí puedes saberlo todo.
IO. Indica quién
te ató en esa roca escarpada.
PROMETED. La
decisión de Zeus, pero la mano de Hefesto.
IO. ¿Y de qué
faltas pagas tú la pena?
PROMETED. Basta
que te haya manifestado sólo esto.
IO. Muéstrame,
además, el fin de mi viaje y cuál será este día para mí, la desdichada.
PROMETEO. No
conocerlo es mejor para ti que conocerlo. lo. No me escondas lo que he de
padecer. PROMETEO. No te rehúso ese favor.
IO. Entonces,
¿por qué tardas en proclamarlo todo?
PROMETED. No
hay malquerencia, pero dudo en turbar tu alma.
IO. No te
preocupes más por mí, pues me es dulce.
PROMETEO. Ya que
lo deseas, debo hablar; escucha, pues.
CORIFEO. No,
todavía no; dame también a mí una parte de satisfacción. Sepamos primero la
enfermedad de ésta, que nos diga ella misma sus funestos infortunios. De ti
aprenda después los restantes trabajos.
PROMETED.
Trabajo tuyo es, lo, de complacerles con esta dádiva, máxime cuando son
hermanas de tu padre; pues llorar y lamentar las desgracias cuando se ha de
obtener una lágrima de los que escucha, merece el esfuerzo realizado.
IO. No sé
cómo podría negarme a vosotras: en términos claros sabréis todo lo que pedís;
sin embargo, me da vergüenza contaros cómo la tempestad suscitada por un dios y
causa de mis metamorfosis se ha abatido sobre mí, mísera.
Sin cesar
visiones nocturnas visitaban mi alcoba virginal y me exhortaban con dulces
palabras: «Oh muy feliz muchacha, ¿por qué permanecer tan largo tiempo virgen,
cuando puedes alcanzar la boda más excelsa? Porque Zeus está inflamado por ti
con el dardo del deseo y anhela compartir contigo los placeres de Cipris. Tú,
niña, no rechaces el lecho de Zeus; marcha hacia la pradera ubérrima de Lerna,
a los rediles y boyeras de tu padre, para que el ojo de Zeus cese en su deseo.»
Tales eran los sueños que todas las noches me sobresaltaban, mísera, hasta que
osé revelar a mi padre los sueños nocturnos. Entonces a Pito y a Dodona
despachó frecuentes mensajeros para saber qué debía emprender o decir que fuera
agradable a los dioses. Pero ellos regresaban refiriendo unos oráculos
equívocos, oscuros, difíciles de interpretar. Por último, una respuesta nítida
llegó a Inaco, que claramente le recomendaba y anunciaba que me arrojara de la
casa y de la patria, para errar en libertad hasta los últimos confines de la
tierra, si no quería que viniera el rayo inflamado de Zeus que destruiría todo
su linaje. Obediente a estos oráculos de Loxias, mi padre me desterró y cerró
su casa, a pesar suyo y mío: pero el freno de Zeus le obligaba a obrar así con
violencia. Al punto mi forma y mi espíritu se alteraron y cornuda, como veis, y
mordida por el tábano de acerado aguijón, me precipito, de un salto benéfico,
hacia la corriente salutífera de Cernea y a la fuente de Lerna. Un boyero, hijo
de la Tierra, de intemperados humos, me seguía con sus innumerables ojos fijos
en mis pasos. Un destino imprevisto le privó de repente el vivir, y yo,
desgarrada por el tábano, corro de país en país bajo el látigo divino. Ya sabes
lo sucedido; y si puedes decirme qué penas me faltan, dímelo; no intentes, por
compasión, tranquilizarme con relatos falsos; pues digo que no hay enfermedad
más vergonzosa que las palabras compuestas.
CORO. Deja,
deja, calla. ¡Ay! Nunca, nunca pensé que unas palabras tan extrañas llegaran a
mis oídos, que unos sufrimientos, unas miserias, unos espantos, tan penosos de
ver, tan penosos de sufrir, helaran mi alma con aguijón de doble filo. ¡Ay,
destino, destino, me estremezco al contemplar la suerte de lo!
PROMETEO.
Demasiado pronto gimes y llena estás de temor; aguarda hasta que sepas el
resto.
CORIFEO.
Habla, explícate: es dulce a los enfermos conocer exactamente de antemano el
dolor que les falta.
PROMETEO. La
anterior petición la lograsteis fácilmente gracias a mí; deseabais primero
saber por ella misma el relato de su desgracia; ahora oír lo que queda, qué
sufrimientos ha de padecer esta joven por orden de Hera. Y tú, semilla de
Inaco, guarda mis palabras en tu corazón, si quieres conocer el final de tu camino.
Primero,
partiendo de aquí, vuélvete hacia el sol saliente y dirígete hacia los campos
sin arar. Llegarás a los escitas nómadas que habitan chozas de mimbre trenzado
sobre carros de hermosas ruedas y que llevan colgados arcos de largo alcance.
No te aproximes a ellos, sino que, poniendo el pie en los acantilados en donde
resuena el mar, atraviesa el país. A mano izquierda viven los que trabajan el
hierro, los cálibes: guárdate de ellos, pues son feroces, inaccesibles a los
extranjeros. Llegarás al río Hibristes, de nombre verídico; no lo atravieses,
no es fácil de cruzar antes que alcances el mismo Cáucaso, el más alto de los
montes, donde este río impetuoso brota de sus sienes. Debes pasar por encima de
sus cumbres vecinas de los astros, para tomar el camino que lleva al mediodía,
en donde hallarás a la hueste de las amazonas enemigas de los hombres, que un
día fundarán Temiscira en torno al Termodonte, allí donde está Salmideso,
mandíbula áspera del Ponto, huésped cruel a los marinos, madrastra de las
naves; ellas te guiarán muy gustosamente. Entonces llegarás junto a las mismas
puertas estrechas del lago, al ; istmo de Cimería, el cual con corazón
intrépido debes dejarlo y atravesar el estrecho Meótico. Entre los mortales
siempre vivirá el glorioso relato de tu paso y Bósforo recibirá de sobrenombre.
Dejando el suelo de Europa, llegarás al continente asiático. ¿No os parece que
el tirano de los dioses es en todo igualmente violento? Deseando, dios como es,
unirse a esta mortal lanzó contra ella este destino errante. ¡Amargo
pretendiente de tu boda has encontrado, doncella! Pues el relato que acabas de
oír, piensa que todavía no es ni siquiera el preludio.
IO. ¡Ay, ay de
mí! ¡Ah, ah!
PROMETEO. De
nuevo gritas y suspiras; ¿qué harás, pues, cuando sepas los sufrimientos que te
restan?
CORIFEO.
¿Tienes todavía otros sufrimientos para decirle? PROMETEO. Sí, un mar
tempestuoso de fatal calamidad.
IO. ¿Qué
gano, entonces, con vivir? ¿Por qué no al instante me arrojo de esta roca
escarpada, para que, aplastándome en el suelo, me libere de todos estos males?
Mejor es morir de una vez que sufrir miserablemente todos los días.
PROMETEO.
Difícilmente, entonces, podrías soportar mis pruebas. Yo no tengo destinado
morir, pues la muerte sería una liberación de mis dolores. Pero ahora no hay
término fijado a mis trabajos, hasta que Zeus caiga de su trono.
IO. ¿Es posible
que un día caiga Zeus de su poder?
PROMETEO. Tú te
alegrarías, creo, de ver este suceso.
IO. ¿Y cómo
no, si es por Zeus que sufro tan desgraciadamente?
PROMETEO. Que
esto será así, puedes estar segura.
IO. ¿Quién lo
despojará de su cetro tiránico?
PROMETEO. Él
mismo y sus insensatos planes. lo. ¿De qué manera? Dímelo, si no hay daño en
ello.
PROMETEO.
Contraerá una boda de la que un día se arrepentirá.
IO. ¿Con una
diosa o con una mortal? Dímelo, si se puede.
PROMETEO. ¿Por
qué con quién? No está permitido decirlo.
IO. ¿Acaso será
derribado de su trono por su esposa?
PROMETEO. Ella
tendrá un hijo más fuerte que su padre.
IO. ¿Y no tiene
ningún medio de apartar este infortunio?
PROMETEO. No
ciertamente, salvo yo desatado de estas cadenas.
IO. ¿Y quién te
desatará sin el permiso de Zeus?
PROMETEO. Debe
ser uno de tus descendientes.
IO. ¿Cómo
dijiste? ¿Un hijo mío te librará de estos males?
PROMETEO. Sí,
el tercer linaje después de diez generaciones más.
IO. No es fácil
de comprender esta profecía.
PROMETEO.
Tampoco busques conocer a fondo tus padecimientos.
IO. No me
ofrezcas un bien para después quitármelo.
PROMETEO. De dos
presentes, te concederé uno.
IO. ¿Cuáles?
Muéstramelos y dame a elegir.
PROMETEO. Te
lo concedo, elige: o te diré claramente tus males o el que me liberará.
CORIFEO. De
estas dádivas concede una a ésta y otra a mí, y no desprecies mis palabras. A
ella cuenta lo que le falta por correr y a mí tu libertador. Pues esto es lo
que deseo.
PROMETEO.
Puesto que éste es vuestro deseo, no me negaré a narrar todo cuanto deseáis. A
ti, primero, lo, revelaré tu agitada carrera; grábala en las fieles tablillas
de tu memoria.
Cuando hayas
atravesado la corriente, frontera de los dos continentes, sigue adelante hacia
los encendidos levantes pisados por el sol, cruzando el mugiente mar, hasta que
alcances la llanura gorgónea de Cístenes, donde viven las Fórcides, tres viejas
doncellas de figura de cisne, que tienen un ojo común, un solo diente, y a las
que nunca mira el sol con sus rayos ni la nocturna luna. Cerca de ellas se
hallan tres hermanas aladas con cabellera de serpientes, las Gorgonas,
aborrecidas de los hombres, a las que ningún mortal puede ver sin expirar. Tal
es la advertencia que te hago. Pero escucha otro peligroso espectáculo:
guárdate de los perros mudos de Zeus, de dientes afilados, los grifos y del
ejército Arimaspo, gente de un solo ojo, montada a caballo, que vive junto a
las aguas del aurífero río Plutón: tú no te acerques a ellos. Entonces llegarás
a una tierra lejana, un pueblo de tez oscura, establecido junto a las fuentes
del sol, donde está el río Etíope. Baja por las riberas de éste hasta que
llegues a la catarata, en donde de los montes Biblinos Nilo vierte sus aguas
augustas y saludables. Éste te conducirá hasta el país triangular nilótico,
donde el destino os reserva, lo, a ti y a tus hijos, fundar una gran colonia.
Sí algo de esto es confuso y difícil de comprender, pregunta de nuevo y
entérate con precisión. Dispongo de más tiempo del que quiero.
CORIFEO. Si
tienes algo nuevo u olvidado que contar de su fatigosa carrera, dilo; pero si
lo has dicho todo, concédenos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas, sin
duda.
PROMETEO.
Ésta ha oído enteramente el final de su viaje. Pero, porque sepa que no
vanamente me escucha, le diré qué trabajos bajos ha sufrido antes de venir
aquí, dándole con ello la prueba de mi relato. Con todo omitiré la mayor parte
de las fatigas e iré al término mismo de tus viajes.
En cuanto
llegaste a las llanuras de los morosos y al escarpado dorso de Dodona, donde
está el profético asiento de Zeus Tesproto con el prodigio increíble de las
encinas que hablan, las cuales te saludaron claramente y sin enigmas como la
que había de ser la ilustre esposa de Zeus -¿te halaga algo de esto?-, te
lanzaste, punzada por tábano, por el camino de la costa hasta el gran golfo de
Real, de donde la tormenta vuelve a traer aquí tus cursos errantes. Pero con el
tiempo este golfo marino, sábelo bien, será llamado Jonio, recuerdo para todos
los mortales de tu paso. Ésta es la prueba de que mi mente ve más de lo que es
manifiesto.
Lo demás os
lo relataré a la vez a vosotras y a ésta, volviendo sobre la huella de mi
anterior relato. Hay una ciudad, Cánobo, en el extremo del país, junto a la
misma boca y alfaque del Nilo; allí Zeus, imponiéndote su mano serena, al
simple contacto, te vuelve el juicio; y darás a luz un hijo, cuyo nombre
recordará que hizo nacer Zeus, el negro Épafo, que recogerá el fruto de todo el
país que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación después de él,
formada por cincuenta doncellas, volverá de nuevo a Argos no de buen grado,
huyendo de unas bodas consanguíneas con sus primos; éstos, en el frenesí de su
deseo, halcones que van a la caza de palomas, vendrán también dando caza a unas
bodas prohibidas. Mas un dios les negará lo que desean, y el país pelasgo los
recibirá, vencidos por los golpes de un Ares femenino con una audacia que vela
en la noche; pues cada esposa quitará la vida a su esposo tiñendo en el
degüello una espada de doble filo. ¡Tal venga Cipris a mis enemigos! A una sola
de las muchachas el encanto del amor no le deja dar muerte al compañero de
lecho, sino que será ablandada en su resolución; de dos cosas preferirá una,
ser llamada cobarde antes que asesina. Y ésta, en Argos; dará a luz a un real
linaje. Sería necesario un largo discurso para exponerlo claramente; sabed, al
menos, que de esta siembra nacerá el hombre valiente, famoso por su arco, que
me librará de estos tormentos. Tal es el oráculo que me contó mi madre, la
titánide Temis, de antiguo nacida. Mas, cómo y de qué manera, se necesita mucho
tiempo para decirlo, y tú no ganarías nada con saberlo.
IO. ¡Ah, ah!
Una convulsión, un delirio que turba mi mente, vuelven a abrasarme; el dardo
sin forjar del tábano me hiere; mi corazón horrorizado palpita en mi pecho; mis
ojos giran en sus órbitas. Arrastrada fuera del camino por un viento furioso de
locura no gobierno mi lengua, y confusos pensamientos chocan al azar contra las
olas de odiosa Ate.
(Io sale apresuradamente.)
CORO. Sabio,
sí, sabio era el primero que concibió en su espíritu y formuló con la lengua
que casarse según su rango es con mucho lo mejor, y cuando se es artesano no
ambicionar unas bodas con gente enervada por las riquezas o envanecida por el
linaje.
¡Ojalá que
nunca, nunca, oh Moiras inmortales, me veáis aproximarme como esposa al lecho
de Zeus, ni conseguir por marido a alguien de los dioses! Pues me estremezco al
ver la doncella lo, hostil al varón, consumirse, gracias a Hera, en la fatigosa
carrera de sufrimientos.
A mí, una
boda con un igual, no me asusta. Lo que temo es que el amor de dioses poderosos
me mire con su ojo inevitable. Pues es una guerra contra la cual no es posible
la guerra, sin más esperanza que la desesperanza, y no sé qué sería de mí.
Porque no veo cómo podría escapar a la voluntad de Zeus.
PROMETEO. En
verdad, todavía Zeus, por altivo que sea de corazón, será humilde, según la
boda que se dispone a contraer, que lo arrojará aniquilado de su tiranía y de
su trono. Entonces se cumplirá del todo la maldición de su padre Crono, que
pronunció al caer de su antiguo trono. De estos trabajos, ningún dios, salvo
yo, podría mostrarle claramente la solución. Yo lo sé y de qué forma. Después
de esto, que esté sentado, animoso y confiado en los ruidos con que llena los
aires, blandiendo en sus manos un dardo flamígero. Nada de esto le bastará para
no caer ignominiosamente con una caída intolerable: tal es el adversario que se
está preparando contra sí mismo, prodigio invencible, que encontrará una llama
más poderosa que el rayo y un ruido más ensordecedor que el trueno; y
dispersará el azote marino que sacude la tierra, el tridente, lanza de Posidón.
Cuando choque con este mal, aprenderá qué diferencia hay entre mandar y ser
esclavo.
CORIFEO. Tú
rechazas, según tus deseos, a Zeus.
PROMETEO.
Digo lo que se cumplirá y además lo que deseo.
CORIFEO. ¿Hay
que esperar a que alguien mande sobre Zeus?
PROMETEO. Y
tendrá que soportar fatigas más pesadas que las mías.
CORIFEO.
¿Cómo no tienes miedo de lanzar palabras como éstas?
PROMETEO. ¿Y
qué puede temer aquel que está decretado que no muera?
CORIFEO.
Puede enviarte una prueba más dolorosa que ésta.
PROMETEO. Que lo
haga: todo lo espero.
CORIFEO. Sabios
son los que se inclinan ante Adrastea.
PROMETEO.
Adora, implora, adula al poderoso del momento; a mí me importa Zeus menos que
nada. Que haga, que mande como quiera durante este corto período; pues no
reinará mucho tiempo sobre los dioses.
Pero veo a
ese correo de Zeus, al servidor del nuevo tirano; seguramente viene a comunicar
algo nuevo.
(Llega Hermes conduciendo por sus
sandalias aladas.)
HERMES. A ti,
el diestro, sumamente mordaz, que ofendiste a los dioses, pasando a los
efímeros sus privilegios, ladrón del fuego, a ti te lo digo: el padre te manda
decir qué bodas son ésas de que tanto alardeas por las cuales él caerá de su
trono. Y esta vez explícate sin enigmas y cada cosa por separado. No me
obligues, Prometeo, a un doble viaje, porque ya ves que Zeus no se ablanda con
tus procedimientos.
PROMETEO. He
aquí un discurso solemne y lleno de arrogancia, como de un criado de los
dioses. Sois jóvenes y ejercéis un poder joven, y creéis que habitáis una
fortaleza inaccesible a los dolores. Pero ¿no he visto ya a dos soberanos
caídos de estas alturas? Y al tercero, al que ahora señorea, lo veré con más
ignominia y rapidez. ¿Acaso te parezco tener miedo y agazaparme delante de los
dioses jóvenes? Mucho, más bien todo, me falta para ello. Y tú regresa de nuevo
por el camino que seguiste, pues no sabrás nada de lo que intentas averiguar de
mí.
HERMES. Sin
embargo, con estas arrogancias de antaño has venido a anclar en estos males.
PROMETEO. No
cambiaría, sábelo bien, mi desgracia por tu servil condición. Es mejor, creo,
estar esclavizado a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus. Es así
que a los ultrajes hay que corresponder con ultrajes.
HERMES. Pareces
envanecerse de tu actual situación.
PROMETEO. ¿Yo
envanecerme? Así viera yo envanecidos a mis enemigos. Y a ti te cuento entre
ellos.
HERMES. ¿También
a mí me acusas, de tus desgracias?
PROMETEO. En
una palabra, odio a todos los dioses que ha biendo recibido beneficios de mí me
tratan inicuamente.
HERMES.
Comprendo que deliras de una gran enfermedad maligna.
PROMETEO.
Estoy enfermizo si enfermedad es odiar a los enemigos.
HERMES. Serías
insoportable si estuvieras bien.
PROMETEO. ¡Ay de
mí!
HERMES. Zeus no
conoce esta palabra.
PROMETEO. El
tiempo, al envejecer, todo lo enseña.
HERMES. Tú, sin
embargo, todavía no sabes ser sensato.
PROMETEO.
Ciertamente, no habría hablado a un criado como tú.
HERMES.
Parece que no quieres decir nada de lo que desea el padre.
PROMETEO.
Estando en deuda con él, debería devolverle el favor.
HERMES. Te
burlas de mí como si fuera un niño.
PROMETEO. ¿No
eres un niño y algo más simple todavía, si esperas saber alguna noticia de mí?
No hay ultraje ni artificio con cuales me impele Zeus a declarar esto antes de
que desate estas cadenas infamantes. Según ello, que lance la llama devoradora,
que con la nieve de blanca ala y con truenos subterráneos confunda y agite todo
el universo; nada de ello me doblegará hasta revelarle por quién ha de caer de
su tiranía.
HERMES. Mira si
esta actitud te resulta útil.
PROMETEO. Hace
tiempo que todo está visto y decidido.
HERMES.
Decídete, insensato, decídete a razonar bien ante estos sufrimientos.
PROMETEO. En
vano me importunas, como si exhortaras a una ola. No imagines que un día,
asustado por el decreto de Zeus, llegue a ser de alma mujeril y suplique al
gran odiado, levantando hacia él mis palmas a guisa de mujer, para que me
libere de estas trabas.
HERMES. Me
parece que, si hablo, voy a hablar mucho y en vano, pues en nada te conmueves
ni ablandas con ruegos; sino que mordiendo el bocado como un potro recién
domado, te rebelas y luchas contra las riendas. Sin embargo, tu violencia se
funda en un débil razonamiento: pues la obstinación, para el que razona mal,
nada puede por sí misma. Considera, si no te convencen mis palabras, qué
tempestad, qué triple ola de desgracias te caerá inexorablemente encima.
Primero, ese escarpado pico, con el trueno y la llama del relámpago, el padre
lo hará pedazos y esconderá tu cuerpo que quedará aprisionado en los brazos
encorvados de la piedra. Cuando haya transcurrido una larga duración de tiempo,
regresará nuevamente a la luz; pero entonces el perro alado de Zeus, el águila
sangrienta, desgarrará vorazmente un gran jirón de tu cuerpo, un comensal que,
sin ser invitado, vendrá todo el día a regalarse con el negro manjar de tu
hígado. No esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios
dispuesto a sucederte en los trabajos y se ofrezca a descender al tenebroso
Hades y a las oscuras profundidades del Tártaro. Ante esto, t reflexiona; pues
no se trata de una jactancia fingida, sino de una palabra muy bien pronunciada.
Porque la boca de Zeus no sabe mentir, sino que cumple todo lo que dice. Tú
mira bien y medita y no creas jamás que la insolencia sea mejor que el prudente
consejo.
CORIFEO. Para
nosotras, Hermes no parece hablar desatinadamente: porque te invita a dejar la
arrogancia y a buscar la sabia discreción. Escucha: para un sabio es vergonzoso
persistir en el error.
PROMETEO.
Conocía yo el mensaje que ése ha vociferado; pero que un enemigo sea maltratado
por enemigos, no es deshonroso. Así pues, que lance contra mí el rizo de fuego
de doble filo, que el éter sea agitado por el trueno y la furia de vientos
salvajes; que su soplo sacuda la tierra y la arranque de sus fundamentos con
sus raíces; que la ola del mar con áspero bramido confunda las rutas de los
astros celestes; que precipite mi cuerpo al negro Tártaro en los implacables
torbellinos de la Necesidad. Sin embargo, él nunca me hará morir.
HERMES. Tales
son los pensamientos y las palabras que es posible oír de seres sin juicio.
¿Qué falta a su suplicio para ser un delirio? ¿Se relaja en sus furores? Pero
en todo caso, vosotras que compartís sus sufrimientos, retiraos aceleradamente
estos lugares, no sea que el mugido implacable del trueno aturda vuestros
sentidos.
CORIFEO.
Háblame de otras maneras y exhórtame en términos que me convenzan, pues de
ninguna manera se puede tolerar la palabra que acabas de soltar. ¿Cómo puedes
obligarme a practicar villanías? Con éste quiero sufrir lo que sea preciso,
pues he aprendido a odiar a los traidores, y no hay peste que aborrezca más que
ésta.
HERMES. Bien,
pues, no olvidéis lo que ahora os prevengo, y cuando seáis botín de la
calamidad no reprochéis a la fortuna y nunca digáis que Zeus os lanzó a un
padecimiento imprevisible, sino, en verdad, vosotras a vosotras mismas. Porque
sabiéndolo y sin sorpresas ni engaño os encontraréis por vuestra locura
prendidas en la red inextricable de Ate.
(Hermes se retira. El huracán empieza a
desencadenarse y la tierra a temblar.)
PROMETEO. Ahora
no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en
sus zigzagueantes profundidades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran
encendidos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan
unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan
confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando
asustarme, avanza claramente contra mí. ¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que
haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta!
(Las rocas, con Prometeo y las Océanides,
se sumergen estrepitosamente entre rayos y truenos.)
AGAMENÓN
PERSONAJES
Guardián
Coro de ancianos
Clitemnestra
Mensajero
Agamenón
Casandra
Egipto
La escena representa el palacio de los
Atridas, en Argos. Delante hay varios altares y estatuas de los dioses. Es de
noche y en la azotea del palacio hay un guardián.
GUARDIÁN. A los dioses solicito
el fin de esta tarea, la vigilancia de un largo año en que tumbado, a manera de
perro, en lo alto del palacio de los Atridas, he llegado a conocer la asamblea
de los astros nocturnos y los que traen a los hombres el invierno y el verano,
poderosos luminares que brillan en el éter, con sus ocasos y salidas. Y ahora
espero la señal de la antorcha, el resplandor del fuego que nos traiga desde
Troya la noticia de su conquista: así lo manda un corazón esperanzado de mujer
de varonil propósito. Pero, cuando tengo el lecho húmedo de rocío que me
inquieta durante la noche, sin visita de sueños -pues el miedo, en vez de
sueño, me acompaña y no me deja cerrar sólidamente los párpados de sueño-
cuando, digo, quiero cantar o silbar y conseguir así con el canto un remedio
contra el sueño, entonces lloro lamentando la desgracia de esta casa, no
dirigida sabiamente como en el pasado. ¡Ojalá venga ahora una feliz liberación
de estos trabajos, apareciendo en la noche el alegre mensaje de fuego!
(Se ve de pronto lucir, a lo lejos, la llama de un fuego.)
¡Oh salve, luminaria de la noche,
que anuncias una luz diurna y la celebración de numerosas danzas en Argos, en
gracia a este suceso!
¡Iú, iú! Estoy anunciando
claramente a la esposa de Agame- nón que se alce rápidamente de su lecho y
eleve en la casa, con motivo de esta antorcha, un grito de alegría, si en
verdad ha sido conquistada Ilión, como la hoguera proclama con su brillo. Y yo mismo
bailaré el preludio, pues voy a mover mis fichas de acuerdo con la jugada de
mis amos: tres veces seis me proporciona en suerte esta hoguera.
¡Ojalá que pueda, al volver el
señor de este palacio, aguantar con mi mano la suya querida! Lo demás callo: un
buey enorme pesa sobre mi lengua; pero el palacio mismo, si voz tuviera,
hablaría con claridad. Pero yo, de grado, me explico para los que saben y me
olvido del ignorante.
CORIFEO. Este es el décimo año
desde que el gran aniversario de Príamo, el rey Menelao, y Agamenón, coyunda
poderosa de Atridas, honrada por Zeus en un doble trono y cetro, sacaron de
esta tierra una expedición argiva de mil naves.
Con fuerza, de su pecho gritaban
la guerra, a manera de buitres que en extremo dolor por sus polluelos revolotean
por encima del nido, bogando con los remos de sus alas, tras perder el trabajo
de empollar sus crías.
Pero alguien -quizá Apolo, o Pan,
o Zeus-, oyendo en las alturas el graznido agudo de estas aves, vecinas de su
reino, envía a los culpables una Erinis, tardía vengadora.
Así también el poderoso Zeus
hospitalario manda contra Alejandro a los hijos de Atreo: y por culpa de una
mujer de muchos hombres impone luchas numerosas y extenuantes la rodilla
hundida en el polvo y rota la lanza en combate preliminar- a dánaos y troyanos
por igual.
Las cosas permanecen donde ahora
están, pero se cumplirán en el tiempo marcado por el destino; ni con
sacrificios que arden ni con libaciones de no quemadas ofrendas aplacarán la
inflexible ira de los dioses.
Mas nosotros, incapaces por la
carne vieja, excluidos de esta empresa, aquí permanecemos, guiando con el
bastón nuestra fuerza de mitos. Porque la joven médula que reina en los pechos
es igual que la de un viejo y Ares no habita en ellos. ¿Y qué es un hombre en
su extrema vejez, marchito ya su follaje? Anda sobre tres pies, y no más fuerte
que un niño camina errante cual sueño aparecido en pleno día.
Pero tú, hija de Tindáreo, reina
Clitemnestra, ¿qué sucede?, ¿qué noticias hay? ¿Qué sabes? ¿En virtud de qué nuevas,
enviando avisos por todas partes, mandas hacer sacrificios?
De todos los dioses protectores
de la ciudad -supremos, subterráneos, domésticos, placeros- los altares arden
de ofrendas. Aquí y allá, larga hasta el cielo, sube la llama animada con los
dulces estímulos, sin engaño, de un aceite puro, sacado del fondo del palacio.
Relátame de esto lo que puedas y
debas; hazte médico de esta inquietud, que unas veces me llena de tristes
pensamientos, y otras, a la vista de los sacrificios que haces brillar, una
esperanza aleja de mi corazón la congoja insaciable, este sufrimiento que me
destroza la vida.
CORO. Soy dueño de cantar el
mando de feliz agüero de los caudillos de la expedición, pues mi vieja
existencia por voluntad de los dioses todavía me inspira la persuasión, fuerza
de los cantos. Diré cómo el poder de doble trono de los aqueos, autoridad
concorde a la juventud helena, envía con lanza y mano vengadora un presagio
impetuoso a la tierra téucrida: dos reyes de las aves contra dos reyes de las naves,
una negra, otra blanca por la espaldas. Aparecieron cerca del palacio, del lado
de la mano que blande la lanza, en lugares bien visibles, devorando una liebre
madre, cargada con su preñez, frustrada en su última carrera.
Canta un himno lúgubre, lúgubre,
pero que triunfe, al fin, lo mejor.
Y el sabio adivino del ejército,
al ver a los valerosos Atridas dispares en carácter, en las aves devoradoras de
la liebre, reconoció a los caudillos de la guerra y dijo así, interpretando el
prodigio: «Con el tiempo, esta expedición conquistará la ciudad de Príamo, y
una Moira aniquilará con violencia a todos, junto a la muralla, como ovejas
numerosas de un rebaño, sólo que alguna envidia de los dioses, anticipando el
golpe, no ensombrezca cl gran bocado bélico forjado para Troya. Porque Artemis,
la pura, por compasión está irritada contra los perros alados de su padre, que
antes del parto inmolan con sus crías la liebre desgraciada, y aborrece el
festín de las águilas.»
Canta un himno lúgubre, pero que
triunfe, al fin, lo mejor.
«Ella la Hermosa, tan amiga de
los tiernos cachorros de feroces leones y tan grata para los retoños deseosos,
aún de la teta, de las fieras silvestres, pide que se cumplan los presagios de
estos hechos y las visiones favorables y a la vez acusadoras de las aves. Pero
yo invoco a Peán, el sanador, para que la diosa no proporcione a los dánaos una
larga demora en el puerto, en las naves retenidas por vientos contrarios,
provocando un nuevo sacrificio sin flautas ni festines, artífice familiar de
discordias que no respeta ni al esposo. Pues aguarda un terrible, traidor,
infatigable intendente, el rencor memorioso que toma venganza de los hijos.»
Estos fueron los destinos fatales
que, junto a los venturosos, sacados de las aves agoreras proclamó Calcante
para la casa de los reyes. Y de acuerdo con ellos canta el himno lúgubre,
lúgubre, pero que triunfe, al fin, lo mejor.
Zeus, quienquiera que sea, si
quiere ser designado así, así te invoco. Nada puedo, por más que todo lo
pondero, comparar con Zeus, si es que en verdad hay que arrojar el peso vano de
la cavilación.
El que antes era grande,
rebosante de audacia, invencible, nadie habla de él, ya existió; y el que vino
después, halló un vencedor. Mas, el hombre que con fervor hará resonar epinicios
en honor de Zeus alcanzará la suprema sabiduría.
Él condujo a los hombres al
saber, estableciendo como ley: «el aprender sufriendo». En vez del sueño
destila el corazón un dolor por males pasados, y a los rebeldes llega incluso
la sensatez. Sin duda un favor violento de los dioses sentados cabe el timón
augusto.
De este modo cl caudillo superior
de las naves aqueas, sin censurar al adivino, cedió a los vientos del destino
adverso cuando por la calma y el ayuno el pueblo aqueo sufría detenido enfrente
de Calcis, en medio de las agitadas aguas de Áulide.
Pues los vientos venían del
Estrimón, trayendo funestos descansos, hambres, peligrosos anclajes, dispersión
de hombres, ruina de naves y jarcias; y prolongando más la demora consumían con
la tardanza la flor de los argivos. Y cuando el adivino, invocando a Artemis,
anunció a los jefes otro remedio más penoso que la amarga tempestad, los
Atridas golpeando la tierra con sus báculos no pudieron contener las lágrimas.
Y así el rey más anciano habló de
esta forma: «Penoso es mi destino si desobedezco, pero penoso también si doy
muerte a mi hija, orgullo de la casa, mancillando ante el altar mis manos
paternas con arroyos de sangre virginal. ¿Cuál de las dos acciones está libre
de males? ¿Cómo voy a dejar las naves, faltando a mi alianza? Porque si el
sacrificio y la sangre virginal calman los vientos, es lícito desearlo
apasionadamente. Sea para bien.»
Y después que su cuello fue
uncido al yugo del destino, y sopló en su mente un viento contrario, impío,
impuro, sacrílego, desde entonces cambió de opinión hasta resolver un acto de
increíble audacia. Porque a los mortales enardece la mísera demencia, torpe
consejera, causante de desgracias. Él, pues, se atrevió a hacerse verdugo de su
hija, para ayudar a una guerra en venganza de una mujer, y como ofrenda
propiciatoria por las naves. Las súplicas, los clamores a su padre, la edad
virginal, en nada lo tuvieron los jefes deseosos de guerra. Después de la
plegaria, al ver a la muchacha asida con toda su fuerza a los vestidos de su
padre, ordenó éste a los siervos que, a manera de cabra, inclinando su cuello
hacia adelante, la condujeran en vilo sobre el altar y ahogaran todo grito de
maldición para la casa amordazando su hermosa boca con la violencia y la fuerza
muda de un freno.
Hasta el suelo se desliza su
túnica teñida de azafrán y de sus ojos lanzaba dardos lastimeros a cada
sacrificador. Parece por su porte una imagen que quiere hablar, ella que tantas
veces en los banquetes suntuosos de los Atridas había cantado y entonado amorosamente
con voz pura y virginal, en la tercera libación, el feliz peán del padre
querido.
Lo que después sucedió ni lo vi
ni lo digo, pero las artes de Calcante no fueron vanas. Justicia otorga, a los
que han sufrido, conocimiento; el futuro, cuando suceda, lo oirás. De momento
déjalo correr, no llores antes de hora, pues claramente llegará con los rayos
de la aurora. Y en adelante salgan tan bien las cosas como las desea la que,
aquí presente, es el único baluarte que defiende la tierra de Apis.
(Sale
Clitemnestra.)
CORIFEO. Vengo, Clitemnestra, a
rendir homenaje a tu poder, pues es justo honrar a la esposa de un príncipe,
cuando el trono carece de varón. Pero ya sea que sacrifiques por haber recibido
alguna buena noticia, ya sea por gratas esperanzas, te escucharía con gusto;
pero no me ofenderé si callas.
CLITEMNESTRA. Dulce mensajera,
como dice el proverbio, sea la Aurora, hija de la madre Noche. Oirás una alegre
noticia mayor que toda esperanza: los argivos han conquistado la ciudad de
Príamo.
A
CORIFEO. ¿Qué dices? Tus palabras
me han escapado de tan increíbles.
CLITEMNESTRA. Troya es de los
aqueos. ¿Hablo claramente?
CORIFEO. La alegría me inunda provocando mis lágrimas.
CLITEMNESTRA. Sí, tus ojos
revelan tus buenos sentimientos.
CORIFEO. ¿Es digno de crédito?
¿Posees de ello alguna prueba?
CLITEMNESTRA. La tengo, ¿cómo
no?, si un dios no me ha engañado.
CORIFEO. ¿Acaso honras a las
crédulas visiones de los sueños?
CLITEMNESTRA. No podría aceptar
la opinión de una mente dormida.
CORIFEO. ¿O es un rumor sin alas
el que te ha engordado?
CLITEMNESTRA. Te burlas de mi
juicio como si fuera el de una niña.
CORIFEO. ¿Y desde cuándo ha sido destruida la ciudad?
CLITEMNESTRA. Te lo digo: en la
noche que ha engendrado este día.
CORIFEO. ¿Y qué mensajero podría
llegar tan rápidamente?
CLITEMNESTRA. Hefesto, que desde
el Ida ha enviado un fulgor brillante. Una lumbre enviaba aquí, otra lumbre por
un correo de fuego: el Ida al monte Hermeo de Lemno; desde esta isla acoge la
gran hoguera, la tercera, la cumbre de Atos, consagrada a Zeus; saltando sobre
el dorso del mar, la fuerza de la antorcha viajera, el pino ardiente, transmite
alegre su brillo dorado, como un sol, a las cumbres del Macisto; éste, sin
demora ni dejarse vencer por un sueño irreflexivo, no descuida su turno de
mensajero: de lejos la luz de la lumbrera señala a los guardianes del Mesapio
su paso por las corrientes del Euripo; ellos hacen brillar su respuesta y
envían adelante el mensaje prendiendo fuego a un montón de brezo seco. Vigorosa
y sin nunca apagarse, la llama corre de un salto la llanura del Asopo, a manera
de luna brillante hasta las rocas del Citerón, y allí despierta otro relevo del
fuego mensajero. La guardia no se niega a la luz viajera quemando más que los
precedentes. La luz se lanzó por encima de la laguna Gorgopis, y llegando al
monte Egiplancto les ordena a no retrasar el servicio del fuego. Envían,
prendiéndola con ímpetu pletórico, una gran barba de fuego, que resplandece a
lo lejos hasta lanzarse al otro lado del promontorio que vigila el estrecho del
Satánico. En cuanto llega al monte Araene busca la cumbre vecina de esta ciudad
y, por fin, alcanza esta mansión de los Atridas una luz que no es sin
parentesco con el fuego del Ida.
Tales son las órdenes dadas a mis
lampadeforos, que se han cumplido por relevos sucesivos y vencen el primer
corredor y el último. Esta es la prueba y la señal, te digo, que me envía mi
esposo desde Troya.
CORIFEO. Después, señora, daré
gracias a los dioses; pero yo quisiera oír del principio al fin lo que acabas
de decir y sorprenderme de ello.
CLITEMNESTRA. Troya los aqueos
poseen en este día. Creo que se alza de la ciudad un clamor inconfundible: si
viertes vinagre y aceite en la misma vasija, podrás decir que se separan
hostilmente. Así es posible oír, por separado, los gritos de vencidos y
vencedores, siendo diversa su fortuna. Unos, caídos en tierra, abrazan los
cadáveres de esposos y hermanos, y los niños, hijos de padres ya ancianos,
gimen del fondo de una gargante esclava por la muerte de los seres más
queridos. A otros, la noctívaga fatiga después de la batalla los aglomera,
hambrientos, al banquete de lo que guarda la ciudad, sin orden alguno, sino
según la suerte que ha tocado a cada uno. En las casas conquistadas de Troya
viven ya, libres de las heladas y de los rocíos al raso. ¡Cuán felices dormirán
toda la noche sin montar guardia!
Si ellos honran a los dioses,
patronos de la tierra cautiva, y los templos de esos dioses, los conquistadores
no serán a su vez conquistados. Pero que no se apodere de los soldados un deseo
de saquear lo que no es lícito, vencidos por el deseo de lucro. Porque
necesitan un regreso seguro a la patria, recorrer la vuelta de la doble
carrera. Incluso si el ejército regresa sin ofensa contra los dioses, pudiera
despertarse el dolor de los muertos, si es que no ocurre alguna inesperada
desgracia. Tales cosas escuchas de mí, que soy una mujer; pero que triunfe el
bien de modo que se vea de manera clarísima. Pues prefiero este disfrute a
muchos dones.
CORIFEO. Mujer, tú hablas con
cordura como un varón sensato. Yo, después de escuchar de ti pruebas
convincentes, me dispongo a invocar a los dioses. Porque nos han otorgado una
gracia no indigna de nuestros trabajos.
CORO. ¡Oh soberano Zeus, oh noche
amiga, conquistadora de grandes glorias! Tú has lanzado sobre las torres de
Troya una red que las cubre de modo que ni grande ni pequeño han podido evitar
el fuerte cáncamo de la esclavitud de Ate que todo lo avasalla.
Yo adoro al gran Zeus
hospitalario que ha realizado esta hazaña de tensar desde antiguo el arco
contra Alejandro, a fin de que ni antes del blanco ni más allá de las estrellas
fuera lanzada en vano la flecha.
De Zeus puede decirse que es el
golpe: fácil es de rastrearlo. Actuó como había decretado. Alguien ha dicho que
los dioses no se dignan cuidarse del mortal que pisotea la gracia intangible,
pero éste no es hombre piadoso. Pues a los hijos alcanza el castigo por
acciones que no deben ser osadas, si alguien aspira a más de lo justo, si una casa
desborda de opulencia excesiva. Sea sin peligro la riqueza, de modo que baste
al hombre juicioso.
Porque no hay defensa para el
hombre que, ahíto de riqueza, cocea contra el gran altar de la Justicia para
destruirlo.
Le fuerza la funesta Persuasión,
hija irresistible de Ate consejera. Todo remedio es inútil. La culpa no se
puede esconder, sino que brilla con fulgor siniestro. A manera de mala moneda
ennegrecida por el uso y los golpes, así resulta al ser juzgado, pues se porta
como un niño que persigue un pájaro que vuela, causando a su ciudad un dolor
inmenso. Ninguno de los dioses escucha su plegaria: aniquilan al varón injusto,
culpable de estos crímenes.
Así sucedió con Paris que,
entrando en la casa de los Atridas, afrentó la mesa hospitalaria con el rapto
de una esposa.
Y ella, dejando a su pueblo
choques tumultuosos de escudos, lanzas y aprestos de naves, llevando en vez de
dote la ruina para Ilión, atravesó con rapidez las puertas y se atrevió a hacer
lo que no debía. Profundamente temían los adivinos del palacio diciendo: «¡Oh
casa, casa y príncipes! ¡Oh lecho y huellas de un esposo amante! Es posible ver
el silencio humillante, irreprochable, sin olvido del marido abandonado. Por la
nostalgia de la que está allende del Mar, un fantasma parecerá reinar en esta
casa.»
El encanto de estatuas tan bellas
es odioso al marido, en sus ojos vacíos se disipa del godo Afrodita.
En sueños se le aparecen
dolorosas figuras que le traen una vana alegría. Vana, sí, porque cuando
imagina ver lo deseable, se desliza fugitiva de sus manos la visión,
recorriendo con sus alas los caminas del sueño. Tales son los dolores en el
hogar de esta casa y ogros que superan a éstos. En godas partes, en las moradas
de cada uno de los que partieron juntos de la tierra helénica, se manifiesta
una pena que destroza el corazón. Muchas son, por cierto, las desgracias que
hieren el alma.
Cada cual sabe el familiar que
partió para la guerra; pero en lugar de hombres, sólo urnas y cenizas retornan
a sus casas.
Ares, el cambista de cadáveres,
coloca su balanza en medio de la lucha, y llenando fácilmente las urnas de
cenizas humanas, envía desde Ilión a los amitos, carbonizado, un penoso polvo
causa de amargas lágrimas. Y timen ensalzando ya a uno como «insigne en la
batalla», ya a ogro como «caído gloriosamente en la matanza» por culpa de una
mujer ajena. Tales murmuraciones se profieren quedamente y un resentimiento
doloroso se esparce contra los Agridas vengadores.
En cambio, allí mismo, en torno a
la muralla, ogros bizarros guerreros ocupan, sepultados, la tierra ilíaca.
Peligroso es el rumor de los
ciudadanos, lleno de ira: así se pata la deuda debida a maldición del pueblo.
Mi ansiedad espera escuchar alto escondido en la noche, pues los dioses no
dejan de vigilar a los homicidas. Y las negras Erinis, con el tiempo, hunden en
las tinieblas, con trastorno infortunado de su vida, al que ha prosperado
contra justicia, y cuando está entre los invisibles ya no tiene fuerza. Es
riesgo grave la gloria excesiva, pues Zeus hiere con rayos certeros.
Yo prefiero una prosperidad sin
envidia; ni sea un destructor de ciudades, ni, cautivo, vea mi vida sometida a
ogros.
Por la ciudad se extiende una
veloz noticia llevada por el fuego mensajero de tragas nuevas. ¿Quién sabe si
es auténtica o si es un engaño de los dioses? ¿Quién es tan infantil o privado
de razón que inflamado su corazón por un reciente mensaje de la llama, luego,
si el caso es ogro, se amilane? Es propio del gobierno de una mujer expresar su
contenido antes de que aparezca la realidad. Demasiado crédula se extiende
rápidamente la opinión femenina; pero rápida también perece la nueva proclamada
por mujer.
CORIFEO. Pronto sabremos si esas
antorchas brillantes, los relevos de las hogueras y del fuego son verdaderos o
si, como los sueños, esta alegre luz ha venido a engañar nuestros sentidos. Veo
a un mensajero que viene de la ribera sombreado por las ramas del olivo. Este
polvo sediento, hermano y vecino del lodo, me atestigua que no sin voz ni
encendiendo la llama con leña del bosque te dará noticias con el humo del
fuego, sino que hablando nos invitará a alegrarnos aún más. 0... me horroriza
el relato contrario. ¡Ojalá que a la ventura que ya se ha mostrado se añada
ogro acontecimiento favorable! Y si alguien hace votos para la ciudad en ogro
sentido, que él mismo coja el fruto de la perversidad de su corazón.
(Llega un
mensajero.)
MENSAJERO. ¡Oh suelo patrio de la
tierra argiva! En este día del año décimo llego a ti, habiendo conseguido una
esperanza después de muchas fallidas. Pues jamás pensaba que en esta tierra de
Argos, al morir, iba a tener mi parte de queridísima sepultura. Salve, tierra,
salve, luz del sol, y tú, Zeus, supremo soberano del país, y el señor Pitio,
que ya no enviarán el arco más flechas contra nosotros: bastante tiempo, junto
al Escamandro, nos fuiste hostil; pero ahora sé nuestro salvador y médico,
señor Apolo. A los dioses que presiden el ágora, a todos os invoco, y a mi
protector Hermes, mensajero querido, orgullo de los mensajeros, y a los héroes
que nos acompañaron: recibid de nuevo benévolos al ejército que queda todavía
de la guerra. ¡Oh mansión de los reyes, techos queridos, bancos augustos,
estatuas brillantes de los dioses! Si alguna vez en otro tiempo, también ahora
acoged dignamente con estos resplandecientes rostros al rey, después de tantos
años. Pues viene nuestro rey Agamenón, llevando para vosotros y para todos
éstos una luz en plena noche. Recibidle de corazón, se lo merece, después que
destruyó Troya, habiendo removido el suelo con el pico de Zeus el justiciero.
Han desaparecido los altares y los templos de los dioses; la semilla de todo el
país ha sido eliminada. Habiendo lanzado sobre Troya un pesado yugo, ha llegado
el soberano Atrida, anciano afortunado. De todos los hombres de ahora es el más
digno de ser honrado: pues ni Paris ni la ciudad que comparte el castigo pueden
jactarse que la hazaña sea mayor que la pena. Condenado por rapto y hurto, ha
perdido la presa y ha segado de raíz su casa paterna y su país.
Doblemente los
Priámidas han pagado sus culpas.
CORIFEO. ¡Salve, mensajero del ejército de los aqueos!
MENSAJERO. Sí, estoy convencido;
no negaré a los dioses mi muerte.
CORIFEO. Estabais heridos del
deseo por quienes os deseaban.
MENSAJERO. Quieres decir que esta
tierra afloraba el ejército, que también le añoraba.
CORIFEO. Mucho
ha llorado mi corazón enlutado.
MENSAJERO. ¿De dónde procedía
este amargo sufrimiento?
CORIFEO. Hace tiempo que el
silencio es el único remedio de mis males.
MENSAJERO. ¿Y cómo? Ausentes tus
reyes, ¿temías a alguien?
CORIFEO. Tanto que ahora morir
sería para mí, como para ti, una gran alegría.
MENSAJERO. Sí, porque las cosas
han acabado bien. Pero todo lo que se prolonga puede decirse que tiene por un
lado desenlaces felices y por otro motivos de reproche. ¿Quién, excepto los
dioses, está libre por completo de dolores durante toda su existencia? ¡Si te
contara nuestras fatigas, las malas noches a la intemperie, los pasamanos
estrechos y los duros lechos de cubierta! ¿Qué parte del día pasábamos sin
gemir ni lamentarnos? Y luego, en tierra, todavía era peor nuestro enfado: los
lechos estaban junto a los nuevos enemigos, y del cielo y de la tierra los
rocíos de los prados nos empapaban, ruina continua de la ropa, llenando de
insectos nuestro pelo. Y si te hablara del invierno, matador de las aves -¡cuán
intolerable nos lo hacía la nieve Idea!-; o del calor cuando el ponto cae
dormido, sin olas en su lecho meridiano de bonanza. ¿Por qué padecer por estas
cosas? Pasaron los sufrimientos, pasaron en verdad; los muertos ya ni siquiera
desean levantarse de nuevo. ¿Por qué hay que contar el número de los muertos y
que los vivos sufran por la suerte adversa? Yo juzgo digno alegrarse ahora por
lo que ha sucedido. Para los que quedamos del ejército argivo, vence la
ganancia, y la pena no indina la balanza. Así es que tenemos el derecho de
jactamos al resplandor de este sol que vuela por encima del mar y de la tierra:
«Conquistada Troya, el ejército argivo ha colgado para los dioses en los
templos de Grecia este botín, antiguo y digno ornamento.» Los que oigan esto
tienen que elogiar a la ciudad y a sus caudillos; y también será honrada la
merced de Zeus que lo ha cumplido todo. Tienes el mensaje completo.
CORIFEO. No niego que soy vencido
por tus razones: los viejos con siempre jóvenes para aprender una buena
lección. Pero a esta casa y a Clitemnestra principalmente conciernen como es
natural estas nuevas, aunque a mí una parte de riqueza.
CLITEMNESTRA. He lanzado hace
tiempo un grito de alegría, cuando llego el primer mensajero nocturno de fuego,
anunciando la conquista y destrucción de Troya. Y alguien censurándome me dijo:
«Convencida por estas señales de fuego, ¿crees que Troya ha sido ya destruida?
Muy propio es de mujer dejar exaltar así el corazón...» Con tales razones me
hacían pasar por loca. Con todo, hice sacrificios; y por mandato de esta mujer
aquí y allí, a través de la ciudad, se lanzaban los gritos rituales invocando a
los dioses en los templos y adormeciendo el devorante ardor de las llamas
perfumadas. Ahora, ¿por qué es preciso que me cuentes más cosas? Por el propio
rey me enteraré de todo. Me apresuraré a recibir del mejor modo a mi amado
esposo que regresa; pues, para una mujer, ¿qué día hay más dulce de ver que
éste para abrir de par en par las puertas cuando un dios ha salvado al marido
de la guerra? Comunícale a mi esposo: «Que venga cuanto antes a una ciudad
querida. Encontrará, al llegar, que su esposa en su casa es fiel, tal como la
dejo, perra guardiana, buena para él y feroz para sus enemigos, la misma en
todo lo demás, que no ha roto ningún sello en un tiempo tan largo. El placer y
las habladurías referentes a otro hombre, los ignoro tanto como el temple del
bronce.» Tal es mi jactancia, pero llena de verdad no es vergonzosa cuando la
proclama una mujer noble.
(La reina
entra en palacio.)
CORIFEO. La reina ha hablado, si
tú lo comprendes, un lenguaje apropiado para los agudos intérpretes. Pero dime,
mensajero, te pregunto por Menelao: ¿ha vuelto ya y, salvo, regresará de nuevo
con nosotros, príncipe tan querido de esta tierra?
MENSAJERO. No podría relatar lo
que es falso de una manera tan bella que aprovechara por mucho tiempo a los
amigos.
CORIFEO. ¿Como podrías decir
noticias verdaderas de suerte que fueran agradables? Separadas unas de otras no
se ocultan fácilmente.
MENSAJERO. El rey ha desaparecido
del ejército aqueo, y, con él, su navío. No miento.
CORIFEO. ¿Se embarco desde Ilión,
a la vista de todos, o una tempestad, aflicción común, la arrebato al ejército?
MENSAJERO. Como hábil arquero has
hecho diana: con pocas palabras has dicho un gran desastre.
CORIFEO. ¿Y le daban por vivo o
por muerto las noticias de los otros navegantes?
MENSAJERO. Nadie lo sabe para
poderlo anunciar exactamente, solo el sol que nutre de vida a la tierra.
CORIFEO. ¿Como dices que vino la
tempestad sobre la flota por la ira de los dioses y como termino?
MENSAJERO. Un día propicio no
conviene ensuciarlo con una lengua mensajera de desgracias: es aparte el honor
debido a los dioses. Cuando un mensajero, con rostro triste, trae a una ciudad
el abominable dolor de la derrota de su ejército -a la ciudad le ha alcanzado
una herida común, mientras que muchos guerreros son sacados de sus casas por el
doble látigo que ama Ares, calamidad de dos puntas, yugo sangriento-, cargado
de tales desgracias debe ese mensajero entonar este peán a las Erinis. Pero
llegando, feliz mensajero de sucesos salvadores, a una ciudad alegre de dicha,
¿como mezclaré los bienes con los males, contando una tempestad que no puede
haber caído sobre los aqueos sin la ira de los dioses? Se conjuraron, siendo
antes enemigos, fuego y mar y mostraron su alianza destruyendo la miserable
armada de los argivos. Durante la noche se alzaron males con olas crueles.
Vientos de Tracia hacían chocar entre sí los navíos: corneándose con violencia
entre el tifón tempestuoso y el turbión de lluvia que los azotaba,
desaparecieron en el torbellino del cruel pastor. Y cuando se elevo la luz
brillante del sol, vemos al mar Egeo florecido de cadáveres de los aqueos y de
restos de naves. A nosotros y a nuestra nave, con el casco indemne, alguien nos
; salvó ocultamente o rogó por nosotros un dios, no un hombre, cogiendo el
timón. Fortuna salvadera se sentó de grado sobre la nave, de suerte que ni en
el anclaje tuvimos la furia del oleaje ni encallamos en los escollos de la
costa. Después, habiendo escapado de aquel Hades marino, durante el blanco día,
sin fe en nuestra suerte, dábamos paso a nuestros pensamientos con un nuevo
sufrimiento: arruinada la flota y cruelmente reducida a cenizas. Y ahora, si
alguno de aquéllos está con vida, debe hablar de nosotros como muertos, ¿por
qué no?, y nosotros pensamos que ellos sufren este mismo . destino. ¡Que suceda
lo mejor! Pues confía que Menelao, el primero y antes que nadie, volverá. Al
menos, si algún rayo de sol le descubre vivo viendo la luz, por los recursos de
Zeus que aún no quiere extinguir su linaje, hay esperanza de que regrese algún
día a su casa. Después que has escuchado este relato, sabe que te has enterado
de la verdad.
(Sale el
mensajero.)
CORO. ¿Quién sino alguien a quien
no vemos y que en su presidencia de lo que está decretado rige con acierto su
lengua, daba este nombre del todo verídico a la casada entre lanzas, rodeada de
discordia, a Helena? Pues de acuerdo con su nombre, ha perdido a las naves, ha
perdido a los hombres, ha perdido a las ciudades, cuando de entre cortinas
suntuosas se hizo a la mar al soplo del céfiro poderoso, y tras ella numerosos
cazadores armados de escudos que seguían la estela fugitiva de los remos,
después que ellos habían desembarcado en las riberas frondosas del Simoente,
llevados por una Eris sangrienta.
Una cólera de infalibles
designios empujó una boda de nombre cierto para Ilión, exigiendo con el tiempo
la paga por el ultraje perpetrado a la mesa y a Zeus, defensor del huésped, de
aquellos que ruidosamente celebraban el canto en honor de los esposos, el
himeneo que aquel día correspondía a los parientes entonar. Mas ahora,
aprendiendo otro himno en lugar de éste, la vieja ciudad de Príamo gimecon
fuerza un canto de lamentos, llamando a Paris «el funesto desposado», y llora
su vida llena de ruinas y de llanto, habiendo tenido que soportar la visión de
la mísera sangre vertida de los ciudadanos.
Así un hombre crío en su casa un
cachorro de león, privado de la leche materna pero deseoso aún de mamar, manso
en los inicios de su vida, amigo de los niños y alegría para los mayores;
muchas veces estaba en brazos, a manera de un bebé, mirando con ojos brillantes
hacia la mano y moviendo la cola a impulso de las necesidades del vientre.
Pero, con el tiempo, reveló la
naturaleza que había recibido de sus padres. Pues devolviendo el favor a los
que lo criaron, se preparó espontáneamente un festín con ruinosa matanza de
ovejas. La casa se inundó de sangre, dolor ineluctable para sus habitantes,
azote de innumerables muertos. Por voluntad de un dios ha sido criado en la
casa un sacrificador de destrucción.
De momento llegó a la ciudad de
Ilión, pudiera yo decir, un espíritu de bonanza en ausencia de vientos, dulce
ornamento de riqueza, tierno dardo de los ojos, flor del deseo que muerde los
corazones. Pero ella, desviando su camino, cumplió un amargo fin de su boda:
funesta donde vive, funesta compañera, se ha precipitado, por orden de Zeus
Hospitalario, sobre los Priámidas, Erinis luctuosa para las esposas.
Desde antaño existe entre los
mortales una vieja sentencia: la felicidad humana, cuando crece poderosamente,
engendra hijos y no muere sin ellos, y de la excelsa fortuna brota para el
linaje una miseria insaciable. Diferente de los otros es mi opinión: pues es la
acción impía que engendra muchas otras, semejantes a su raza; porque en las
casas donde se asienta la justicia, el destino tiene siempre hijos hermosos.
Mientras que la insolencia, cuando es vieja, suele engendrar
entre los malvados otra nueva, ahora o luego, cuando llega el día fijado del
parto, y con ella una diosa invencible, irresistible, impía audacia de negra
Ate para las casas, imagen de sus padres.
Justicia, con todo, luce en las
moradas de techos ahumados y honra una vida pura. Pero, apartando la vista de
las mansiones doradas con suciedad de manos, las deja y se dirige hacia las
piadosas, no honrando el poder de la riqueza y su falso sello de gloria. Y todo
lo conduce a su término.
(Llega
Agamenón, con Casandra, en un carro.)
CORIFEO. Oh mi rey, destructor de
Troya, vástago de Atreo ¿cómo he de saludarte? ¿Cómo honrarte, sin excederme mi
quedarme corto en el oportuno homenaje? Muchos son los mortales que honran la
apariencia transgrediendo la justicia. Todos están prestos a llorar al
desgraciado -pero la mordedura del dolor no alcanza nunca el hígado-, y
fingiendo compartir una alegría fuerzan un semblante adusto. Pero al buen
conocedor de su ganado no pueden escapar unas miradas que, pareciendo proceder
de un corazón leal, le halagan con una amistad aguada. Cuando tú, entonces, a
causa de Helena -no voy a ocultártelo- enviaste una expedición, formé de ti una
imagen desagradable: incapaz de gobernar el timón del pensamiento, hiciste
morir a muchos hombres para rescatar una audacia voluntaria. Mas, ahora, de lo
profundo del corazón y como un verdadero amigo doy la bienvenida a los que han terminado
bien la empresa. Con el tiempo conocerás, si investigas, quién de los
ciudadanos administra la ciudad justa o injustamente.
AGAMENON. Primeramente es justo
saludar a Argos y a sus dioses, coautores de mi retorno y de la justicia que
tomé contra la ciudad de Príamo. Los dioses, sin atender los argumentos de las
partes, con decisión unánime sus votos homicidas, destrucción de Ilión, echaron
en una urna sangrienta; pero a la contraria que quedó vacía, sólo se acercó la
esperanza de una mano. La ciudad conquistada humea visiblemente. Viven sólo las
tempestades de Ate: muriendo con Troya la ceniza envía hacia el cielo
grasientos vapores de riqueza. A los dioses hemos de pagar por todo esto una
deuda inolvidable de gratitud, si en verdad hemos vengado cumplidamente el
rapto y por una mujer una ciudad pereció bajo el monstruo argivo, cría de un
caballo, tropa armada de escudo, que se lanzó al ocultarse las Pléyades, y
saltando por encima de los muros, como carnicero león, lamió hasta saciarse de
la sangre de príncipes.
En honor de los dioses he
alargado este preludio. En cuanto a los sentimientos que te he oído expresar,
los recuerdo; yo digo lo mismo y me tienes a tu lado. Pocos de los hombres
tienen la innata cualidad de honrar sin envidia al amigo afortunado. Un veneno
malévolo invadiendo el corazón dobla el dolor del que posee esta enfermedad: se
agobia con sus propias desgracias y gime al contemplar la dicha ajena. Por
experiencia puedo decir -pues conozco bien el espejo del trato humano- que
aquellos que parecían serme muy adictos resultaron la imagen de una sombra.
Sólo Ulises, que embarcó contra su voluntad, una vez uncido fue para mí
valeroso caballo de tirante; te lo digo ya esté muerto, ya vivo.
En cuanto a lo demás que atañe a
la ciudad y a los dioses, abriendo públicos debates en la asamblea, lo
trataremos. Hay que buscar la manera de que dure mucho tiempo lo que esté bien;
y si alguno precisa remedios curativos, quemando o cortando prudentemente,
intentaremos alejar el azote de la enfermedad.
Ahora, entrando en el palacio y
en mi hogar, saludaré en primer lugar a los dioses, que después de haberme
enviado lejos me trajeron otra vez. ¡Que la Victoria, puesto que me ha seguido,
permanezca aquí por siempre!
(Clitemnestra sale del palacio junto a sus
esclavas, que portan telas y tejidos preciosos.)
CLITEMNESTRA. Ciudadanos,
veneración de los argivos, no voy a avergonzarme de expresar delante de
vosotros mi amor por mi marido: con el tiempo desaparece la timidez en las
personas. Sin haberlo aprendido de otros, os contaré mi propia vida agobiante
durante el tiempo en que este hombre estuvo al frente de Ilión. En primer
lugar, es un mal terrible para una mujer quedarse sola en casa, lejos de su
esposo; y luego, venga uno y otro a llevar noticias cada vez peores, gritando
males para la casa.
Y si este varón hubiera recibido
tantas heridas como el rumor traía a la casa, bien se puede decir que estaría
más agujereado que una red. Y si estuviera muerto tantas veces como contaban
los relatos, podría jactarse, Gerión segundo, de haber tenido tres cuerpos y de
haber recibido una triple carga de tierra, ? muriendo una vez con cada una de
estas tres formas. Por esos rumores tan malignos, otras personas soltaron
violentamente muchos lazos que, colgando del techo, aprisionaban ya mi cuello.
Por estas causas no está junto a
mí, como debería, tu hijo garantía de nuestra fe, Orestes. No te extrañes: le
cría un huésped amigo, Estrofo el focense, que me anunciaba penas dobles: tu
peligro al pie de Ilión, y que un motín popular derribara el Consejo, ya que es
innato a los hombres cocear al ' caído. En un alegato como éste no hay engaño.
En cuanto a mí, se me han secado
las fuentes copiosas de las lágrimas; no queda ni una gota. Con las largas
vigilias mis ojos están enfermos de llorar esperando las llamas anunciadoras de
tu vuelta, que siempre eran retrasadas. Y durante mis sueños, era despertada
por los vuelos ligeros de un mosquito zumbador, después de ver más desgracias
sobre ti que tiempo duraba el sueño.
Ahora, tras tanto dolor, con el
corazón libre de angustia, bien puedo llamar a este hombre perro guardián de la
casa, cable salvador de la nave, firme columna del elevado techo, hijo
unigénito de un padre, tierra aparecida a los navegantes con tra toda esperanza,
día bellísimo de ver después de la tormenta, chorro de fuente para el sediento
caminante. Es dulce escapar de toda necesidad: de tales saludos le juzgo digno.
¡Que se aleje la envidia: muchas son las desgracias que hemos sufrido ya antes!
Y ahora, querido, desciende de este carro sin poner en el suelo tu pie, oh
señor, destructor de Troya. ¿Qué esperáis, esclavas, a quienes se ha mandado
cubrir con una alfombra el suelo de su carrera? Que el camino sea al punto
cubierto de púrpura para que la justicia le conduzca a una mansión no esperada.
Lo demás, mi cuidado, no vencido del sueño, lo cumplirá justamente con ayuda de
los dioses, de acuerdo con lo fijado por el destino.
AGAMENÓN. Hija de Leda, guardián
de mi casa, has hablado de manera semejante a mi ausencia, pues te has
extendido largamente. Pero alabarme dignamente es un homenaje que ha de venir
de otros. Por lo demás, no me mimes a manera de mujer, ni como si fuera un
bárbaro me acojas, postrada, con clamores, ni extendiendo alfombras hagas
envidioso mi camino. A los dioses hay que honrar así; pero, siendo yo mortal,
no puedo caminar sin miedo en medio de bordadas maravillas. Digo que me honres
como a un hombre, no como a un dios. Sin alfombras ni bordados también mi fama
grita, y el no ser insensato es el mayor regalo del los dioses. Feliz se ha de
llamar sólo al que ha terminado la vida en grato bienestar. Te lo dije, yo no
podría hacer confiadamente lo que desea.
CLITEMNESTRA. Ahora, respóndeme a
esto con entera franqueza.
AGAMENÓN. Ten por cierto que no
falsearé mi pensamiento.
CLITEMNESTRA. En un momento de
temor, ¿habrías prometido a los dioses obrar así?
AGAMENÓN. Sí, si alguien bien
entendido me hubiera manifestado este deber.
CLITEMNESTRA. ¿Qué crees que
hubiera hecho Príamo si hubiera logrado esta victoria?
AGAMENÓN. Me parece de cierto que
habría pisado tejidos bordados.
CLITEMNESTRA. Así pues, no temas
a las censuras humanas.
AGAMENON. Con
todo, la opinión del pueblo tiene gran fuerza. CLITEMNESTRA. El que no es
envidiado no es digno de envidia.
AGAMENÓN. Ni es propio de mujer desear pendencias.
CLITEMNESTRA. A los afortunados
también conviene el dejarse vencer.
AGAMENON. ¿Tú en tanto estimas la
victoria en esta disputa?
CLITEMNESTRA. Créeme y concédeme
voluntariamente la victoria.
jAGAMENÓN. Pues bien, si así lo
deseas, que me desaten al punto las sandalias, calzado esclavo de mi pie, y que
al pisar esta púrpura ninguno de los dioses alce contra mí desde lejos una
mirada envidiosa. Es una gran vergüenza arruinar la casa destrozando con los
pies un tesoro de tejidos pagados en plata. Pero basta de esto. A la
extranjera, acógela con bondad: la divinidad mira con ojos complacida al que
gobierna con dulzura. Nadie con gusto lleva el yugo de esclavo. Y esta mujer
que me acompaña es flor escogida entre muchas riquezas, regalo del ejército. Y
puesto que me he sometido a obedecerte en esto, voy a entrar en las salas del
palacio pisando púrpura.
CLITEMNESTRA. Existe el mar
-¿quién podrá agotarlo?- que nutre el jugo de la abundante púrpura, preciado
cual la plata, siempre renovado, tinte de los tejidos. La casa, gracias a los
dioses, tiene de todo esto, señor: no conoce el palacio la pobreza. Habría
ofrecido en mis votos el hollar de muchos tapices, si los oráculos lo hubieran
ordenado a esta casa cuando buscaba yo la manera de rescatar tu vida. Porque
mientras la raíz vive, el follaje llega a la casa, extendiendo su sombra que
protege del perro Sirio. Así, cuando tú has regresado al hogar del palacio, el
calor anuncia su llegada en medio del invierno; y cuando Zeus hace vino de la
uva ácida, entonces hay en la casa un soplo fresco, si un varón cumplido
retorna a palacio. ¡Oh Zeus, Zeus que todo lo cumples, cumple mis deseos, y
toma interés en aquello que vayas a cumplir!
(Clitemnestra
entra en palacio.)
CORO. ¿Porqué este temor se
cierne pertinaz en mi corazón y vaticina graciosa y espontáneamente? ¿Por qué
no puedo escupir a la manera de los sueños oscuros y un valor persuasivo no se
sienta en el trono de mi mente? El tiempo ya pasó desde que las amarras fueron
arrojadas a las orillas arenosas, cuando el ejército naval llegó a Troya.
Me he enterado de su regreso por
mis ojos, testigo soy; sin embargo, mi corazón, desde dentro, sin lira,
autodidacto, entona el canto fúnebre propio de la Erinis, y ya no poseo el
querido valor de la esperanza. Pero mis entrañas no se equivocan: mi corazón en
el vaticinio de mi mente gira y gira con movimientos que se cumplen. Solicito a
los dioses que tales cosas caigan de mi esperanza, como mentiras, al lugar
donde no se realicen.
Sí, en verdad, el límite de la
excelente salud es insaciable, pues la enfermedad, cual vecino medianero, se le
echa encima y un próspero destino humano choca en invisible escollo. Si al
menos, con honda moderada, el miedo ha arrojado una parte de la riqueza
adquirida, la casa no se hunde por completo a pesar de la carga excesiva de
opulencia y el navío no se precipita al fondo del mar. Un gran don de Zeus,
abundante y nacido de los surcos de las cosechas anuales, aleja la plaga del
hambre.
Mas la negra sangre de un hombre,
una vez vertida al suelo, ¿quién podría devolverla a la vida con encantos? Al
que sabía la recta manera de hacer volver de entre los muertos, ¿no le detuvo
Zeus para nuestro bien? Pero si un destino establecido por los dioses no
impidiera al propio llevarse más de lo debido, mi corazón, adelantándose a la
lengua, revelaría estas cosas; pero ahora brama en las tinieblas, con ánimo
afligido, sin esperanza de que se cumpla oportunamente ningún propósito,
mientras ardiente viva mi pecho.
(Clitemnestra
sale del palacio.)
CLITEMNESTRA. Entra en palacio
también tú, Casandra, a ti lo digo. Ya que Zeus, benévolamente, te ha hecho
partícipe de las libaciones en el palacio -de pie entre numerosos esclavos
junto a su altar-, baja de ese carro y no seas soberbia. También el hijo de
Alcmena dicen, fue vendido y se resignó a la vida de la hogaza servil. Pero si
la necesidad inclina la balanza en este sentido, es una gran suerte hallar unos
señores ricos de antiguo. Pero, los que sin esperarlo recogieron una hermosa
cosecha, son siempre crueles y rigurosos con los esclavos. Tú has oído ya
nuestras costumbres.
CORIFEO. (A Casandra.) A ti acaba
de hablarte claramente. Puesto que estás dentro de una red fatal, obedece si
estás dispuesta a hacerlo; pero quizá no lo hagas.
CLITEMNESTRA. Si no posee, cual
golondrina, una lengua bárbara desconocida, intentaré persuadirla con palabras
que lleguen a su mente.
CORIFEO. Síguela. Te dice lo
mejor en este caso. Obedece, deja el asiento de este carro.
CLITEMNESTRA. No tengo tiempo que
perder ante la puerta; porque en el hogar interior del palacio las ovejas están
ya dispuestas para el sacrificio. Tú, si vas a hacer algo de lo que te digo, no
te demores. Pero si, incapaz de comprenderme, no aceptas mis palabras, en vez
de con tu voz, explícate con tu mano bárbara.
CORIFEO. La extranjera parece que
necesita un intérprete lúcido. Sus modales son los de una fiera acabada de
coger.
CLITEMNESTRA. Está loca sin duda
y sólo escucha sus locos consejos: una mujer que llega abandonando una ciudad
conquistada y no sabe soportar el freno antes de echar fuera la cólera en una
sangrante espuma. Ya no me rebajaré profiriendo más palabras.
(Clitemnestra
entra en palacio.)
CORIFEO. Ya que, como me apiado
de ella, no me alteraré. Ve, desgraciada, dejando este carro; cede al destino,
estrena el yugo.
(Calandra, que hasta el momento callaba,
empieza a gritar.)
CASANDRA. ¡Ay,
ay, ay, horror! ¡Apolo, Apolo!
CORIFEO. ¿Por qué estos ayes
sobre Loxias? Pues este dios nada tiene que ver con los lamentos.
CASANDRA. ¡Ay,
ay, ay, horror! ¡Apolo, Apolo!
CORIFEO. De nuevo tu triste
lamento vuelve a invocar al dios a quien no conviene un lugar en los gemidos.
CASANDRA. ¡Apolo, Apolo, dios de
los caminos, Apolo mío! Me has perdido sin remedio por segunda vez.
CORIFEO. Parece que va a
vaticinar sus propios males. La inspiración divina permanece en su mente,
aunque de esclava.
CASANDRA. ¡Apolo, Apolo, dios de
los caminos, Apolo mío! ¿Adónde, adónde me has traído? ¿A qué mansión?
CORIFEO. A la de los Atridas: si
tú no lo sabes, yo te lo digo; y tú no podrás decir que es mentira.
CASANDRA. ¡Ah! Casa odiosa a los dioses, testigo de muchos crímenes dentro
de la
familia, de desmembramientos; un matadero de gente, un suelo empapado en
sangre.
CORIFEO. La extranjera, creo,
tiene buen olfato, como una perra; sigue la pista de muerte de personas, cuya
sangre va a descubrir.
CASANDRA. ¡Ah! Creo en estos
testimonios: esos niños que lloran su degüello, esas carnes asadas devoradas
por un padre.
CORIFEO. Conocíamos tu fama de
adivina; pero no buscamos profetas.
CASANDRA. ¡Oh dioses! ¿Qué se
prepara? ¿Qué es este nuevo y gran dolor? Un gran mal se trama en esta casa,
insoportable para los amigos, incurable, y el socorro está lejos.
CORIFEO. No entiendo estos
vaticinios; pero lo demás lo comprendo; toda la ciudad lo proclama.
CASANDRA. ¡Oh miserable! ¿Vas a
terminar esta acción? Al esposo que comparte tu lecho, después de haberlo
lavado en el baño... ¿cómo diré el final? Pues esto será rápido: extiende mano
tras mano deseosa de alcanzarlo.
CORIFEO. Todavía no entiendo;
ahora estoy desconcertado por tus oscuros oráculos, con sus enigmas.
CASANDRA. ¡Eh, eh, oh, oh! ¿Qué es
esto que aparece? ¿Es una red de Hades? No, más bien la red es su propia
esposa, la cómplice del crimen. Que la Discordia, insaciable a la familia,
lance un grito de triunfo sobre sacrificio abominable.
CORO. ¿A qué Erinis exhortas a
gritar sobre el palacio? Tus palabras no me alegran. Corre a mi corazón una
gota de tinte amarillo, semejante a la que llega al caído por la lanza con los
rayos del ocaso de su vida, mientras la desgracia rápida se acerca.
CASANDRA. ¡Ah, ah! ¡Ahí, ahí!
Aparta el toro de la vaca. Entre vestidos la ha cogido, con un artificio de
cuernos negros la hiere y cae en la bañera llena. Te cuento el suceso de un
recipiente de sangrienta traición.
CORO. No me jactaría de ser un
experto conocedor de oráculos, pero estas palabras las comparo a algo infausto.
¿Qué noticia buena sale nunca de los presagios para los mortales? Por medio de
desgracias las artes parleras de los profetas dan a entender el error.
CASANDRA. ¡Ay, ay, desgraciada!
¡malhadada suerte mía! Lloro mi propio dolor y lo vierto también a la copa.
¿Con qué fin me has traído aquí, desdichada de mí? No a otra cosa que compartir
la muerte, sin duda.
CORO. Eres una loca, juguete de
los dioses y lloras sobre ti misma un canto destemplado, como el rubio
ruiseñor, insaciable de llanto que, ay, en su infeliz corazón grita: «Itis,
Itis» durante toda su vida ubérrima de penas.
CASANDRA. ¡Ay, ay, destino del
melodioso ruiseñor! Los dioses le otorgaron un cuerpo alado y una vida feliz,
sin lágrimas. En cambio a mí me espera una muerte a lanza de doble filo.
CORO. ¿De dónde sacas esos
tormentos inútiles, violentos, enviados por los dioses y esos horrores que
modulas a la vez con lúgubres gritos y notas penetrantes? ¿De dónde los
ominosos hitos de tu sendero profético?
CASANDRA. ¡Oh la boda, la boda de
Paris fatal a los suyos! ¡Oh Escamandro, río de la patria! En otro tiempo a tus
orillas, desgraciada, crecía y me criaba, pero, ahora, cabe el Cocito y en las
márgenes del Aqueronte, pronto, creo, cantaré mis oráculos.
CORO. ¿Qué palabras son éstas
demasiado claras que has pronunciado? Un niño oyéndolas las entendería. Estoy
abatido por tu suerte dolorosa, como por una sangrienta mordedura, mientras tú
cantas tus plañideras desgracias que me hieren al oírlas.
CASANDRA. ¡Oh Miserias, Miserias
de mi ciudad del todo destruida! ¡Oh sacrificios paternos por las murallas,
inmolación de innumerables ovejas de nuestros prados! Ningún remedio ha evitado
a la ciudad sufrir lo que sufre. Y yo inflamado el corazón pronto caeré en
tierra
CORO. Tus palabras de ahora
siguen a las de antes. Algún dios malévolo, cayendo sobre ti con peso enorme,
te hace cantar sufrimientos lastimeros que traen la muerte. Pero no puedo
conjeturar el fin.
CASANDRA. Ya el oráculo ya no
mirará más a través de velos, como una joven recién desposada; brillante, estoy
segura, llegará soplando hacia el sol naciente, de suerte que una desgracia
mucho mayor surgirá, como una ola, a la luz. Ya no os informaré por medio de
enigmas. Y sed testigos de que olfateo, sin perderme, las huellas de los
crímenes antiguos. Este palacio nunca lo abandona un coro que si canta al
unísono, no es de dulce melodía; pues no entona alabanzas. Sí, ha bebido para
tener más coraje, sangre humana la tropa, difícil de expulsar, de las Erinis
familiares que permanecen en el palacio. Sitiando esta morada, cantan el himno
de la maldad inicial: después, a su vez, escupen sobre el lecho de su hermano,
cruel al que lo mancilla. ¿Erré el blanco o lo acierto como un arquero? ¿O soy
una falsa adivina que llama de puerta en puerta diciendo necedades? Jura en
testimonio de que no has oído y no conoces el viejo crimen de esta casa.
CORIFEO. ¿Y cómo un firme
juramento, por sólido y sincero que fuera, podría ser una solución? Pero me
admiro de que tú, criada al otro lado del mar, en una lengua extranjera, hables
con acierto en todo, como sí hubieras vivido entre nosotros. CASANDRA. Apolo,
el adivino, me encargó esta tarea.
CORIFEO. ¿Cómo siendo un dios
estaba herido por un deseo?
CASANDRA. En otro tiempo se
avergonzaba de hablar de ello.
CORIFEO. Todo el mundo es más
delicado en la prosperidad.
CASANDRA. Era un luchador que
respiraba un completo amor por mí.
CORIFEO. ¿Y llegasteis, como es
costumbre, a la hora de los hijos?
CASANDRA. Tras
consentir, engañé a Loxias.
CORIFEO.
¿Estabas ya en posesión del arte adivino?
CASANDRA. Sí, ya vaticinaba a mis
conciudadanos todas sus desgracias.
CORIFEO. ¿Cómo, pues, te quedaste
impasible a la ira de Loxias?
CASANDRA. A nadie convencía en
nada, después de esta falta.
CORIFEO. Sin embargo, por todo
esto creemos que vaticinas cosas dignas de fe.
CASANDRA. ¡Ay, ay, oh desventura!
De nuevo la terrible fatiga de la adivinación me agita profundamente,
turbándome con sus siniestros preludios. ¿Veis estos niños sentados delante del
palacio, semejantes a las formas de un sueño? Como niños muertos por sus
parientes, las manos llenas de carne, alimento de sí mismos, llevando -carga
lamentable- sus entrañas e intestinos de que gustó su padre. Por ello alguien,
digo, medita su venganza, un cobarde insolente, casero, que se revuelve en el
lecho contra el señor que ha llegado, el mío, pues debo soportar el yugo
esclavo. Y el capitán de las naves y destructor de Troya no sabe lo que ha
dicho y declamado extensa y alegremente la lengua de esa perra odiosa y que, a
manera de infortunio solapado, cumpliré con perversas artes. Tal es su audacia:
una mujer asesina del varón es... ¿Qué nombre acertaría a dar a este monstruo
repugnante? ¿Dragón de dos cabezas, Escila habitante de las rocas, ruina de
nave gantes? ¡Rabiosa madre de Hades, que respira para los suyos Ares sin
tregua!
¡Qué alarido de triunfo ha
lanzado la mujer toda audacia, como en una batalla victoriosa! ¡Y finge
alegrarse de un retorno feliz! Y sí no me creéis, me es igual. ¿Qué importa? Lo
que ha de ser, llegará. Y tú, estando presente, pronto me dirás, lleno de
lástima, que soy una adivina demasiado verídica.
CORIFEO. El banquete de Tiestes y
la carne de sus hijos he comprendido y me estremezco: estoy poseída de terror
al oír la verdad y no con imágenes. Pero en cuanto a lo restante que he
escuchado, he perdido la pista y corro fuera del camino.
CASANDRA. Digo que vas a ver la muerte de Agamenón.
CORIFEO. Cierra
tu boca con un silencio propicio.
CASANDRA. Ningún
dios salvador guía mis palabras.
CORIFEO. No, sí
ha de ser así: pero ojalá no ocurra.
CASANDRA. Tú haces plegarías,
pero ellos se cuidan de matar.
CORIFEO. ,Y qué
varón prepara este sufrimiento?
CASANDRA. Demasiado te extravías de mis profecías.
CORIFEO. Sí, pues no comprendo
los recursos del asesino.
CASANDRA. Sin embargo, conozco
muy bien la lengua griega.
CORIFEO. También los oráculos de
Delfos y, con todo, son dífícíles de entender.
CASANDRA. ¡Ah, ah! ¿Qué fuego
avanza sobre mí? ¡Oh, oh, Apolo Lícío! ¡Ay, ay de mí! Esta leona de dos píes
que yace con el lobo, por ausencia del león generoso, me matará a mí, míse
rable. Como sí preparara un veneno, añadirá a su poción también un salario para
mí. Se jacta, afilando el puñal contra el varón, que también me matará a mí
como paga de mí llegada aquí. ¿Por qué entonces llevo estos adornos risibles
para mí, el bastón y las guirnaldas fatídicas alrededor del cuello? Os
destruiré antes de mí muerte. Id a la perdición: así, arroján doos al suelo, os
pago. Colmad de calamidad a otro en vez de
a mí. He aquí,
Apolo desnudándome él mismo del vestido de profetisa, contemplándome bajo estos
ornamentos el hazmerreír unánime de amigos y enemigos. Como una vagabunda de
casa en casa en busca de limosna, soportaba ser llamada mendiga, miserable,
hambrienta. Y ahora el profeta que me hizo Profetisa me ha conducido a este
destino de muerte: en vez del altar patrio me espera un tajo, ensangrentado con
la sangre caliente de mi degüello.
Mas no moriremos impunes por parte
de los dioses: vendrá un vengador nuestro, un vástago matricida que hará pagar
la muerte de su padre. Desterrado, errante, extranjero a esta tierra, vendré
para coronar estas desgracias de los suyos; pues los dioses han jurado un gran
juramento, que le traerá el cuerpo yacente de su padre. ¿Por qué, entonces,
enternecida, gimo así? Habiendo visto cómo trataron a Troya, los que tomaron la
ciudad terminan de este modo por juicio de los dioses. Vamos, voy a entrar y
seré fuerte para morir. Saludo en estas puertas a las del Hades: ruego sólo un
golpe certero para que, sin convulsiones, derramando dulcemente mi sangre,
cierre estos ojos.
CORIFEO. ¡Oh mujer muy
desgraciada y muy sabia también, mucho te has extendido! Pero si verdaderamente
conoces tu propio destino, ¿cómo, a manera de una vaca conducida por un dios,
caminas tan valiente hacia el altar?
CASANDRA. No hay salida posible,
extranjeros, en el tiempo.
CORIFEO. Pero el
último momento se estima en más.
CASANDRA. Este día ha llegado:
poco provecho sacaré con la huida.
CORIFEO. Sabe
que eres valiente, de corazón audaz.
CASANDRA. Nadie
que es feliz escucha estos elogios.
CORIFEO. Mas morir de forma
gloriosa es una gracia para un mortal.
(Casandra se marcha hacia el palacio, pero
se vuelve cede asustada.)
CASANDRA. ¡Ay
padre, tú y tus nobles hijos!
CORIFEO. ¿Qué
ocurre? ¿Qué terror te hace retroceder?
CASANDRA. ¡Ah,
ah!
CORIFEO. ¿Por qué gritas así, si
no es algún espanto de tu mente?
CASANDRA. El palacio exhala un
olor de muerte y de sangre derramada.
CORIFEO. ¿Cómo?
Es el olor de los sacrificios del hogar.
CASANDRA. Es un hedor como el que sale de un sepulcro.
CORIFEO. No hablas de aromas de
Siria, esplendor para la casa.
CASANDRA. Voy a llorar en el
palacio mi destino y el de Agamenón. Basta ya de vida. ¡Oh extranjeros! No
lloro como un pájaro que pía de miedo ante una mata, sino porque, una vez
muerta, deis testimonio cuando una mujer muera, a cambio de mí y un hombre
caiga a cambio de otro mal casado. Es el presente de hospitalidad que pido a la
hora de morir.
CORIFEO. ¡Oh desgraciada! Te
compadezco por tu destino previsto.
CASANDRA. Deseo aún decir una
palabra o un lamento por mí misma. Al sol, hacia su última luz, imploro: que
mis asesinos paguen a mis vengadores la deuda de esta esclava muerta, de tan
fácil presa.
¡Oh empresas humanas! Prósperas,
una sombra puede mudarlas; adversas, unos golpes de esponja mojada borran el
dibujo. Y esto, más que aquello, me llena de piedad.
(Casandra
entra en Palacio.)
CORIFEO. La prosperidad es
insaciable para los mortales. Nadie renuncia a ella, ni la aleja de los
palacios ya señalados, diciendo: ano entres aquí.»
A este varón, los bienaventurados
le otorgaron la gracia de conquistar la ciudad de Príamo y honrado por los
dioses ha regresado a casa. Mas, si ahora ha de pagar la sangre derramada
antes, y sacrificando a los muertos, provocar el castigo de otros muertos, ¿qué
hombre, al oír esto, podría jactarse de haber nacido con venturoso destino?
(Se oye un grito de Agamenón, procedente del palacio.)
AGAMENON. ¡Ay de mí! He recibido
un golpe mortal dentro del pecho.
CORIFEO. ¡Silencio! ¿Quién grita mortalmente herido?
AGAMENON. ¡Ay de mí, de nuevo! Otra vez me hirieron.
CORIFEO. Me parece por los
gemidos del rey que el crimen se ha realizado. Comuniquemos, pues, varones,
seguros consejos.
(Cada uno de los doce coreutas transmite su opinión.)
1.Os
digo mi opinión: enviemos mensajeros a los ciudada nos para que acudan al
palacio.
2.Soy
del parecer de precipitarnos rápidamente dentro y sorprender el crimen con la
espada que mana todavía sangre.
3.Estoy
de acuerdo. Mi voto es hacer algo; no es momento de vacilar.
4.Se
puede ver: como un preludio, sus acciones presagian tiranía para la ciudad.
5.Nosotros
perdemos tiempo; ellos, en cambio, pisoteando por tierra la gloria de la
demora, no duermen con su
mano.
6.No
sé, en verdad, qué consejo formular.
7.Ésta
es también mi opinión, porque no veo la manera de resucitar al muerto con
palabras.
8.Para
prolongar nuestras vidas, ¿vamos a ceder ante estos gobernantes que ultrajan el
palacio?
9.No
es soportable. Es preferible morir la muerte es mejor que la tiranía.
10.
Sí; pero por los indicios de esos gemidos,
¿vamos a profetizar que el rey ha muerto?
11.
Es necesario enfadarse cuando se sabe cierto una
cosa; conjeturar es distinto de saber.
12.
Celebro esta idea y la comparto de lleno: saber
exactamente qué es del Atrida.
(Se abre la puerta del palacio y aparece Clitemnestra con
la espada en la mano. Próximos de ella
están los cadáveres de Agamenón y Casandra.)
CLITEMNESTRA. No me avergonzaré de
decir lo contrario de muchas cosas dichas antes oportunamente. Pues, ¿cómo el
que prepara acciones enemigas contra sus enemigos que fingen ser amigos, podría
tender los hilos de la perdición a mayor altura que su salto? Este encuentro no
he dejado de meditarlo hace tiempo: la lucha del desquite ha venido a la postre
y estoy donde he herido, sobre la obra realizada. La realicé de manera -y no lo
negaré- que no pudiera huir ni evitar su muerte. En torno suyo extiendo una red
sin escape, como la de los peces, una tela de fatal riqueza. Le hiero dos
veces, y con dos gemidos se debilitan sus miembros; caído ya, le doy un tercer
golpe, ofrenda votiva al Hades subterráneo, salvador de los muertos. Así,
cayendo, exhala su alma, y lanzando con su aliento un vómito impetuoso de
sangre, me alcanza con las negras gotas de sangriento rocío, alegrándome no
menos que la lluvia de Zeus alegra a los sembrados en la maternidad germinal
del grano.
Así están las cosas, ancianos
venerables de Argos; podéis regocijarnos si os place; yo me ufano de ellas. Si
fuera lícito verter libaciones sobre el cadáver, sería justo hacerlo aquí, e
incluso más que justo. Pues éste ha llenado de tal manera en el palacio la
crátera de crímenes malditos, que ahora a su regreso él mismo la ha apurado.
CORIFEO. Nos maravilla la osadía
de tu lengua, ya que hablas con tanta jactancia de tu esposo.
CLITEMNESTRA. Me probáis como si
fuera una mujer irreflexiva. Pero yo os hablo, bien lo sabéis, con un corazón
valiente, y me es igual si queréis elogiarme o condenarme. Este es Agamenón, mi
esposo, cadáver por obra de esta mano derecha, trabajo de justo artífice. Eso
es todo.
o qué bebida sacada de las
corrientes marinas probaste para cargar con este sacrificio y las maldiciones
de un pueblo? Arrojaste, cortase: serás mujer apátrida, odio abrumador de los
ciudadanos.
CLITEMNESTRA. Ahora me castigas
al exilio, lejos de la ciudad y a soportar el odio de los ciudadanos y las
maldiciones del pueblo. Entonces nada hiciste contra este hombre que, sin
importarle, como si se tratara de la muerte de una res entre innumerables
ovejas de lanudos rebaños, sacrificó a su hija, mi parto más querido, para
encantar los vientos tracios. ¿No era a éste al que debías haber desterrado de
este país, como castigo a sus crímenes? En cambio, al enterarte de mis
crímenes, eres un juez implacable. Mas yo te digo que puedes lanzar estas
amenazas con la convicción de que estoy preparada del mismo modo: si me vences
con tu mano, gobernarás; pero si la divinidad decide lo contrario, aprenderás,
aunque sea tarde, a ser prudente.
CORO. Eres ambiciosa y hablaste
con arrogancia. Así, a causa de una acción sangrienta la mente delira, una
mancha de sangre brilla en tus ojos. Despreciada, privada de amigos, pagarás la
herida con la herida.
CLITEMNESTRA. ¿Y tú quieres oír
la sagrada ley de mis juramentos? Por Justicia que ha vengado a mi hija; por
Ate y por Erinis, a quienes he sacrificado a este hombre, no se me ocurre ni
pensarlo que el temor pise este palacio mientras encienda el fuego de mi hogar
Egisto, leal a mí como hasta ahora. Ése es para mí escudo no pequeño de valor.
Yace en tierra al que ha
injuriado a esta mujer, felicidad de las Criseidas bajo Ilión; y también esa
esclava y adivina, la profetisa que compartió su lecho, fiel concubina, que ha
desgastado junto a él los bancos de la nave. Ambos han tenido lo que merecían.
Pues él, así, sin más, y ella después de cantar el último lamento de la muerte,
yace, su amante, y me la ha traído el propio marido para condimento de mi gozo.
CORO. ¡Ay! ¿Qué destino podría
venir en breve, sin excesivo sufrimiento, sin prolongada enfermedad, trayéndome
el eterno sueño interminable, después que ha sucumbido el más bondadoso
guardián y que tanto sufrió por obra de una mujer? Y ahora a manos de una mujer
ha fallecido.
¡Ay, ay, la loca Helena, que tú
sola has destruido tantas, tantísimas vidas bajo Troya! Te has adornado tú misma
con una suprema, inolvidable corona, a causa de una sangre indeleble. En
verdad, había entonces en el palacio una Discordia, establecida allí para
desgracia de un hombre.
CLITEMNESTRA. No invoques,
abrumado por estas cosas, un destino de muerte. No vuelvas tu ira contra
Helena, cruel destructora de hombres, como si ella sola hubiera perdido las
almas de muchos dánaos y provocado un dolor incurable.
CORO. ¡Oh demon, que te lanzas
sobre este palacio y sobre los dos Tantálidas, y afirmas la fuerza, desgarradora
de mi corazón, de dos mujeres de iguales sentimientos'! Puesto encima del
cadáver, a manera de cuervo enemigo, se jacta de cantar, según el rito, un
himno triunfal.
CLITEMNESTRA. Ahora has
rectificado la sentencia de tus labios, invocando al genio que tres veces se ha
saciado de esta familia. Es él que alimenta en las entrañas este deseo de lamer
sangre, y antes que cese el mal antiguo se declara un nuevo absceso.
CORO. Si, grande, grande es para
esta casa y de pesada cólera el demon que recuerdas. ¡Ay, ay, doloroso recuerdo
insaciable de destino calamitoso! ¡Ay, ay, por la voluntad de Zeus, causa de
todo y que todo lo cumple! Pues ¿qué cosa para los mortales se termina sin
Zeus? ¿Cuál de estos sucesos no es obra de un dios?
¡Ay, ay, rey mío, rey mío! ¿Cómo
llorarte? ¿Qué puedo decirte del fondo de mi corazón? Yaces en esta tela de
araña, exhalando la vida con muerte impía, ¡ay de mí!, domado en este lecho
ignominioso por muerte traidora, bajo el arma de dos filos manejada por mano de
mujer.
CLITEMNESTRA. Aseguras que esto
es obra mía: no consideres que soy la esposa de Agamenón. Tomando la forma de
la mujer di este muerto, el antiguo, amargo Alastor di Atreo, cruel anfitrión,
lo ofreció en pago, sacrificando un adulto en venganza por unos niños.
CORO. ¡Tú inocente di este
crimen! ¿Quién dará testimonio? ¿Cómo, cómo el Alastor de los padres podría ser
tu cómplice? Usando de violencia, entre arroyos de sangre fraterna, el negro
Ares avanza hacia el lugar en que hará justicia por el cuajo de sangre de unos
niños devorados.
¡Ay, ay, rey mío, rey mío! ¿Cómo
llorarte? ¿Qué puedo decirte del fondo de mi corazón? Yaces en esta tela de
araña, exhalando la vida con muerte impía, ¡ay de mí!, domado en este lecho
ignominioso por muerte traidora, bajo el arma de dos filos manejada por mano de
mujer.
CLITEMNESTRA. No, innoble no creo
que haya sido la muerte de éste. Pues ¿no es éste quien ha traído una dolosa
calamidad a la casa? Sufrió merecidamente por lo que hizo sufrir a mi retoño
nacido de él, mi Ifigenia tan llorada. Que no se jacte demasiado en el Hades:
con su muerte a filo de espada ha pagado todo cuanto hizo.
CORO. No sé, privado de la
solicitud ingeniosa de mi mente, adónde volverme cuando se hunde la casa. Tengo
miedo del ruido de este aguacero de sangre que abate la casa. La llovizna ya
cesa y la Moira, a la vista de otro crimen, afila en otras piedras su justicia.
¡Oh tierra, ojalá me hubieras
recibido antes de ver este hombre ocupando el lecho de bañera plateada! ¿Quién
le enterrará o cantará su trino? ¿Te atreverás, después de dar muerte a tu
esposo, a honrarlo con tus lamentos y por sus grandes empresas tributar
pérfidamente a su alma un homenaje desagradable? ¿Y quién junto a la tumba se
afanará en lanzar con sus lágrimas sobre el héroe un elogio con sincero
corazón?
CLITEMNESTRA. No te concierne
preocuparte de este cuidado. Por mis manos cayó y murió y también le
enterraremos, acompañado no de los llantos de los de su casa, sino que
Ifiginia, mi hija, cual conviene, saldrá dulcemente al encuentro de su padre,
junto al impetuoso río di los dolores y, abrazándole, le besará.
CORO. Un Ultraje quien en lugar
de otro ultraje, y es difícil decidirse entre ellos. Quien despoja es despojado
y el que mata paga su deuda. Mientras Zius permanezca en su trono, subsiste:
«que el culpable pague», es la ley sagrada. ¿Quién podría echar de la casa al
germen maldito? La raza está soldada a la calamidad.
CLITEMNESTRA. Has regado con
verdad a este oráculo. Pues bien; yo quiero, concluyendo un pacto con el demon
de los Plisténidas, sufrir esta situación por dura que sea; pero, para el
futuro, que saliendo de esta casa abrume a otra familia con muertes intestinas.
Me basta, en absoluto, con tener una parte de los bienes, si puedo quitar del
palacio la locura de recíprocas matanzas.
(Llega Egisto
con una escolta de soldados.)
EXISTO. ¡Oh luz amable de este
día justiciero! Ya podría decir ahora qué dioses vengadores de los mortales
contemplan desde arriba los sufrimientos de la tierra, puesto que veo, in un
manto tejido por las Erinis, a ese hombre que yace di manera grata para mí,
pagando las maquinaciones de la mano paterna. Porque Atreo, señor de esta
tierra, padre de ése, a Tiestis, mi padre, para decirlo claramente, le desterró
de la ciudad y del palacio. Y regresando como suplicante del hogar, el
desgraciado Tiestes encontró un destino seguro: no ensangrentar, muriendo aquí
mismo, el suelo de la patria. Mas, como presente di hospitalidad, el padre
impío de este hombre, Atrio, con más diligencia que amistad, fingiendo que
celebraba alegremente un día sacrificar, ofreció a mi padre un banquete con la
carne de sus hijos. Desmenuzó, retirado, los pies y el peine extremo de las
manos para que no fueran conocidos por los comensales; y Tiestes, en su
ignorancia, cogiendo las carnes, comió un alimento funesto, como ves, para el
linaje. Después, dándose cuenta de la acción abominable, se queja, y cae de
espaldas vomitando el degüello e invoca sobre los pelápidas un destino
insoportable, derribando con el pie la mesa al mismo tiempo que lanzaba esta
imprecación: «Así perezca todo el linaje de Plístenes».
Por todo esto podéis ver a ese
hombre caído; y yo soy en justicia el que ha urdido esta muerte. Decimotercero
de los hijos me desterró, cuando era todavía niño en pañales, con mi
desventurado padre; después que fui criado, la justicia me ha vuelto a la
patria, y sin franquear la puerta he alcanzado a este hombre, anudando toda la
trama del plan fatal. Así bello sería para mí morir, ahora que he visto a ése
en las redes de la Justicia.
CORIFEO. Egisto, no tengo respeto
por aquel que se burla del crimen. ¿Dices que mataste intencionadamente a este
varón y que tú solo has planeado este lamentable crimen? Pues yo te digo que a
la hora de la justicia, sábelo bien, tu cabeza no escapará a las piedras y a
las imprecaciones populares.
EGISTO. ¿Tú, sentado en la última fila de remeros, hablas así,
cuando mandan los que están en el puente de la nave? Aunque seas viejo, sabrás
cuán duro es a tu edad aprender a ser discreto cuando la orden ha sido dada.
Las cadenas y los ayunos son excelentes médicos profetas de las almas para
enseñar incluso a la vejez. ¿No te das cuenta de ello viendo estas cosas? No
lances coces contra el aguijón, no sea que te lastimes golpeándolo.
CORIFEO. ¿Tú, mujer, aguardando
en casa a los hombres, venidos de la guerra, has deshonrado el hecho del esposo
y has tramado esta muerte para el caudillo del ejército?
EGISTO. También estas palabras
serán causa de llanto. Tienes una lengua contraria a la de Orfeo: él se lo
llevaba todo tras sí por la delicia de sus cantos. Tú, provocándome con tus
necio ladridos, serás llevado; y una vez dominado te mostrarás
más manso.
CORIFEO. ¡Qué! ¿Tú serás mi rey
de los argivos, tú que tras planeas la muerte de éste, no osaste poner en obra
esta acción matándole con tus manos?
EGISTO. Porque el engañarle era,
sin duda, propio de una mujer; yo era un sospechoso enemigo de antiguo. Mas,
con su dinero intentaré gobernar a los ciudadanos; al que no obedezca unciré un
pesado yugo: y no estará harto de cebada, cual potro sujeto por tirantes, sino
que el hambre cruel asociada a las tinieblas se cuidará de su docilidad.
CORIFEO. ¿Por qué en tu alma
cobarde no mataste tú solo a este hombre, sino que una mujer, baldón para este
país y los dioses locales, le mató? ¿Acaso Orestes ve la luz para que,
regresando con un destino favorable, llegue a ser el victorioso matador de
ambos?
EGISTO. Puesto que pretendes
actuar y hablar así, pronto aprenderás: ¡ea, mis guardias, a la acción!
CORIFEO. ¡Ea,
espada en puño, todos preparados!
EGISTO. También yo tengo el puño
en la espada y no rehúso morir.
CORIFEO. Hablas a quienes aceptan
morir; elegimos este riesgo.
CLITEMNESTRA. De ningún modo, ¡oh
el más querido de los hombres, causemos otros males. Deplorable cosecha es el
haber segado ya tantos. Basta de dolor; no nos manchemos con más sangre.
Id, ancianos, a las casas que el
destino os ha concedido, antes de sufrir o hacer algo inoportuno; debía suceder
lo que hemos hecho. Si estos trabajos fueran suficientes, lo aceptaríamos,
heridos cruelmente por la garra pesada de un dios. Tal es el parecer de una
mujer, si alguien estima escucharlo.
EGISTO. ¡Y que brote de estos
contra mí una lengua insolente y lancen tales palabras desafiando a un dios, y
se alejen del consejo prudente e insulten al que manda!
CORIFEO. No sería propio de
argivos defender a un malvado.
EGISTO. Yo iré
en tu busca todavía con el tiempo.
CORIFEO. No, si un dios conduce a
Orestes hasta que llegue aquí.
EGISTO. Sé que
los exiliados se alimentan de esperanzas.
CORIFEO. Sigue actuando, engorda
la justicia, mientras te es posible.
EGISTO. Tú me
vas a pagar cara tu locura.
CORIFEO. Jáctate animosamente,
como un gallo al lado de la hembra.
CLITEMNESTRA. No te preocupes de
esos vanos ladridos; tú y yo, señores de este palacio, restableceremos todo el
orden.
LAS COÉFORAS
PERSONAJES
Orestes
Pilades
Coro de esclavas Electra
La nodriza de Orestes
Clitemnestra
Egisto
Un esclavo
El fondo de la escena representa el palacio
de los Atridas, con tres puertas. Una de las laterales conduce al gineceo. En
el proscenio se levanta la tumba de Agamenón. Por la izquierda entran Orestes y
Pílades.
ORESTES. Hermes infernal, que
defiendes los poderes paternos, sé para mí, te lo pido, un salvador y un
aliado. Pues llego a esta tierra y regreso...
Sobre lo alto de esta tumba
invoco a mi padre: óyeme, escúchame...
He ofrecido un rizo de mis
cabellos a Ínaco que me alimentó; y otro en señal de duelo...
Pues no lloré, padre, tu muerte
estando presente, ni extendí la mano cuando sacaban tu cadáver...
¿Qué cosa veo? ¿Qué cortejo de
mujeres con negros velos es ese que avanza? ¿A qué desgracia asignarlo? ¿Acaso
un nuevo sufrimiento se cierne sobre el palacio? ¿O acierto suponiendo que
llevan a mi padre las libaciones que apaciguan a los muertos? No puede ser otra
cosa, porque con ellas va, creo, Electra, mi hermana, que se distingue por su
llanto amargo. ;Oh Zeus! Concédeme vengar la muerte de mi padre y sé de grado
mi aliado. Pílades, alejémonos para que vea claramente qué es esa procesión de
mujeres.
CORO. Enviada de palacio he
venido, trayendo libaciones, con agudos golpes de manos. Sangrientas incisiones
muestra mi mejilla por el surco reciente que ha abierto la uña, pues mi corazón
se alimenta continuamente de gemidos. Los crujientes jirones de mis vestidos de
lino han resonado, por causa de mis dolores, en el velo que cubre mi pecho, y
estoy abatida por tristes desgracias.
Clamoroso y espeluznante llega el
Terror, como vidente de los sueños, en el corazón de la noche, respirando
venganza y sacudiendo el sueño; desde el fondo de la casa he hecho resonar
estridente un grito de espanto, cayendo pesadamente sobre las habitaciones de
las mujeres. Los intérpretes de sueños, que tienen a los dioses por garantes,
han proclamado que, bajo tierra, los muertos se quejan airadamente y se irritan
contra sus asesinos.
Deseando que este homenaje
-inútil homenaje- aleje de ella los males, oh madre Tierra, me envía la mujer
maldita. Tengo miedo de preferir estas palabras, pues ¿qué rescate hay de la
sangre vertida por el suelo? ¡Oh miserable hogar! ¡Oh palacio aniquilado! Sin
sol, odiosas a los mortales, las tinieblas envuelven las mansiones por la
muerte de sus señores.
La majestad de antaño,
invencible, indestructible, inatacable, que penetraba los oídos y el corazón
del pueblo, ya no existe. Todos temen. Triunfar: éste es entre los hombres un
dios y más que un dios. Mas, el peso de la justicia alcanza rápida a unos en
pleno día; para otros reserva penas tardías en la hora del crepúsculo; y a
otros los coge una noche sin fin.
Así como la sangre bebida por la
madre Tierra no desaparece, sino que se coagula en grumos que esperan venganza,
así una cruel Ate soporta al culpable hasta cubrirlo con una abundancia de
males.
No hay remedio para el que ha
hollado la habitación de una virgen, y así, aunque todos los ríos confluyeran
en uno para purificar la sangre de la mano impura, lavarían en vano.
En cuanto a mí -ya que los dioses me han obligado a compartir
la desgracia que envuelve a mi patria, y que de la casa paterna me han traído
aquí para un destino servil- debo, a pesar mío, obedecer las órdenes justas o
injustas de mis dueños y dominar el odio que roe mi corazón. Debajo de mis
velos lloro el miserable destino de mi señor, helado mi corazón por secretos
dolores.
ELECTRA. Siervas, bien probadas
en el servicio de la casa, puesto que me estáis acompañando en esta procesión,
sed también mis consejeras. ¿Qué diré, mientras derramo estas libaciones
fúnebres? ¿Qué palabra le será grata? ¿Cómo rogaré a mi padre? ¿Diré que de
parte de una mujer amada a un esposo querido traigo la ofrenda, sí, de mi
madre? No tengo valor para ello, ni sé qué decir derramando esta ofrenda sobre
la tumba de mi padre. ¿O pronunciaré las palabras, como es costumbre entre los
hombres: «A los que te envían estas guirnaldas otórgales una feliz
recompensa»... un presente digno de sus crímenes? ¿O en silencio, con
desprecio, tal como pereció mi padre, verteré estas libaciones que beberá la
tierra, y regresaré lanzando la urna, como se hace en las lustraciones, sin
volver los ojos? Asistidme, amigas, en esta decisión, puesto que alimentamos un
odio común. No me ocultéis el fondo de vuestro corazón por miedo de alguien;
porque lo que está decretado aguarda tanto al libre como al sometido a una mano
extranjera. Hablad, pues, si tenéis algo mejor que decir.
CORIFEO. Como un altar adoro la
tumba de tu padre. Te diré, puesto que me lo ordenas, las palabras que salen de
mi corazón.
ELECTRA. Habla, tal como adoras la tumba de mi padre.
CORIFEO. Mientras haces
libaciones pide bendiciones para los leales.
ELECTRA. Pero ¿a cuál de los suyos puedo saludar con este nombre?
CORIFEO. Ante todo, a ti misma, y
luego, a todo el que odia a Egisto.
ELECTRA. ¿Para
mí y para ti haré, entonces, esta súplica?
CORIFEO. Por ti
misma puedes ya juzgar y decidir.
ELECTRA. ¿A qué
otro puedo asociar a nuestra causa?
CORIFEO. Acuérdate de Orestes,
aunque esté lejos de la casa.
ELECTRA.
Excelente idea; no podrías aconsejarme mejor.
CORIFEO. Ahora
acuérdate de los culpables de la muerte.
ELECTRA. ¿Qué pediré? Enseña a
una inexperta, explícame.
CORIFEO. Que
venga contra ellos algún dios o mortal.
ELECTRA. ¿Hablas
de un juez o de un vengador?
CORIFEO. Di
sencillamente: alguien que mate a su vez.
ELECTRA. ¿Es
piadoso pedir esto de los dioses?
CORIFEO. ¿Cómo no lo es devolver
mal por mal a los enemigos?
ELECTRA. Heraldo supremo de los
vivos y de los muertos, escucha, Hermes infernal, lleva por mí este mensaje y
que mis plegarias escuchen los dioses de bajo tierra, vigilantes de la sangre
paterna, y la misma Tierra que engendra a todos los seres y habiéndoles nutrido
vuelve a recibir su germen. Y yo al derramar esta agua lustral a los muertos,
digo, invocando a mi padre: «Ten piedad de mí y de tu Orestes. ¡Que seamos
dueños de la casa! Ahora somos unos errantes, vendidos por la que nos ha
alumbrado, y que en tu lugar ha tomado por esposo a Egisto, cómplice de tu
muerte. Yo soy como una esclava, Orestes está privado de sus bienes, mientras
ellos se gozan, insolentemente, con el fruto de tus trabajos. ¡Que venga Orestes
con fausto suceso, te lo suplico, escúchame, padre! Y a mí concédeme ser más
casta que mi madre y que mis manos sean más piadosas.
Para nosotros
estos votos; pero, para los contrarios digo que aparezca, padre, un vengador y
que los asesinos mueran a su vez en justicia. Esto introduzco en mis súplicas,
formulando para ellos esta funesta imprecación; para nosotros, en cambio, envía
desde abajo bendiciones con ayuda de los dioses, de la Tierra y de la justicia
victoriosa.»
Sobre tales plegarias vierto
estas libaciones; vosotros corona dlas, según costumbre, con vuestros lamentos,
entonando el peán del muerto.
CORO. Derramad lágrimas, un
lamento mortuorio para nuestro fenecido señor, junto a este baluarte que
protege de los males y es defensa de los buenos contra el poder de las
abominables libaciones vertidas. Escúchame, majestad, escucha, ¡oh señora, la
voz de mi confuso corazón. ¡Ay, ay, ay! ¡Oh! ¿Qué esforzado guerrero, liberador
de esta mansión, vendrá blandiendo en la batalla el arco escita tendido en
sus manos y
empuñando la espada para combatir de cerca?
ELECTRA. La tierra ha bebido ya nuestras
libaciones y están en poder de mi padre. (Electra se dispone a bajar del túmulo
y entonces se da cuenta de los cabellos de Orestes.)
¡Ah! Compar tid ahora esta
novedad.
CORIFEO. Habla,
mi corazón palpita de miedo.
ELECTRA. Veo
sobre la tumba este bucle cortado.
CORIFEO. ¿De un hombre o de una
mujer de ceñida cintura?
ELECTRA. Esto es
fácil de adivinar para cualquiera.
CORIFEO. ¿Cómo, pues, a mi edad
puedo aprender de la juventud?
ELECTRA. ¿No hay, fuera de mí,
quien haya podido cortarse este rizo?
CORIFEO. No, porque son enemigos aquellos que debían
al muerto el homenaje
de sus cabellos.
ELECTRA. Pero,
mirad, este rizo es muy semejante...
CORIFEO. ¿A qué
cabellos? Eso deseo saber.
ELECTRA. A los
míos. Mira, el parecido es perfecto.
CORIFEO. ¿Acaso
será de Orestes esta ofrenda secreta?
ELECTRA.
Muchísimo se parecen a sus cabellos.
CORIFEO. ¿Y cómo aquél se ha
atrevido a venir hasta aquí?
ELECTRA. Ha enviado este rizo,
cortado en homenaje a su padre.
CORIFEO. Lo que me dices no es
menos deplorable, si su pie no ha de pisar más esta tierra.
ELECTRA. También a mí me invade
el corazón una oleada de 3 amargura y estoy herida como por un dardo agudo. De
mis ojos caen amargas, incontenibles, las lágrimas de una pleamar tempestuosa,
a la vista de este rizo. Pues ¿cómo puedo esperar que estos cabellos
pertenezcan a algún otro ciudadano? Y menos aún se los cortó la asesina, mi
madre, que desmiente este nombre por los sentimientos que alberga, impía, para
sus hijos. Mas ¿cómo puedo aceptar del todo la idea de que esta ofrenda procede
del más querido para mí de los mortales, de Orestes? Con todo, estoy lisonjeada
por la esperanza. ¡Ah! Ojalá este rizo tuviera una lengua inteligente, a manera
de mensajero, para no ser agitada entre dos pensamientos y supiera claro o que
he de arrojarlo, si ha sido cortado de una cabeza enemiga o, si procede de un
hermano, asociarlo a mi duelo para ornamento de esta tumba y homenaje a mi
padre. Mas, los dioses que invocamos saben en qué tempestades, cual marinos,
somos agitados; pero si el destino quiere salvarnos, de una pequeña semilla
puede nacer un gran árbol.
(Electra se
agacha para dejar el rizo y descubre unas huellas en el suelo.)
Mirad, pisadas, otra señal,
iguales a las de mis pies. Sí, hay dos trazas de huellas, las de aquél y las de
algún compañero de viaje. Los talones y los contornos de las plantas, si se
miden, coinciden en todo con mis pisadas. Me invade una angustia, un
desfallecimiento de la razón.
(Salen de su escondite Orestes y Pílades.
Aquél avanza y saluda a su hermana.)
ORESTES. Solicita a los dioses
que en lo sucesivo tengas buen éxito, anunciando que tus plegarias han sido
realizadas.
ELECTRA. ¿Y cuál es la gracia que
acabo de obtener de los dioses?
ORESTES. Estás ante la vista de
aquel que poco ha invocabas.
ELECTRA. ¿Y cuál de los mortales
puedes saber que yo llamaba?
ORESTES. Sé que es Orestes por quien tanto suspiras.
ELECTRA. ¿Y qué obtengo ahora en
respuesta a mis ruegos?
ORESTES. Éste soy yo: no busques a otro más querido.
ELECTRA. ¿Es que tramas,
extranjero, algún engaño contra mí?
ORESTES.
Entonces maquino contra mí mismo.
ELECTRA. Pero
¿quieres burlarte de mis desgracias?
ORESTES. Y también de las mías,
si yo me río de las tuyas.
ELECTRA. ¿Puedo decir que es
realmente Orestes a quien hablo?
ORESTES. Así pues, ahora que me
ves, eres tarda en reconocerme, y en cambio, cuando viste este mechón de pelo
cortado en señal de duelo y examinaste las huellas de mis pies, volabas en alas
de la esperanza y te parecía tenerme ante los ojos. Examina, aproximándolo al
lugar de donde lo he cortado, este rizo de tu hermano tan semejante a tu
cabellera. Mira este tejido, obra de tus manos; observa la trama de la
lanzadera y la imagen de caza. (Electra se lanza gritando en los brazos de
Orestes.) Domínate; que la alegría no te haga perder la razón. Pues sé que los
seres queridos son nuestros enemigos.
ELECTRA. ¡Oh cuidado queridísimo
para el palacio paterno, llorada esperanza de un germen salvador, confía en tu
valor y reconquistarás la casa del padre! ¡Oh dulce luz de mis ojos, que
compartes cuatro veces mi destino! Pues debo saludarte como un padre, hacia ti
se inclina el amor debido a una madre -con toda justicia aborrecida-, y a la
hermana inmolada sin piedad; y tú eres el hermano fiel que me trae el respeto.
¡Que solamente la Fuerza y la Justicia, y Zeus, el más poderoso de todos, sean
mis aliados!
ORESTES. Zeus, Zeus, contempla
nuestra situación. Mira la cría huérfana del águila, del padre muerto entre los
repliegues y espiras de la terrible víbora. Desamparados, el hambre devoradora
los oprime, porque no tienen todavía edad para traer a la tienda la caza
paterna. Así puedes ver en mí y en ella, digo Electra, hijos sin padre, a dos
seres que sufren el mismo destierro de su casa. Si destruyes los polluelos de
un padre que te ofreció tantas víctimas y te colmó de honores, ¿de qué otra
mano semejante recibirás el homenaje de unos espléndidos festines? Si aniquilas
la raza del águila, ya no podrás enviar a los mortales augurios persuasivos; y
si dejas secar por entero este tronco real, ya no servirá más a tus altares en
los días de ' hecatombes. Protege nuestra casa; de la pequeñez extrema en que
ahora parece haber caído, levántala a la grandeza.
CORIFEO. ¡Oh muchachos, salvadores del hogar paterno, callad!
Que nadie se entere, hijos, y que por dar gusto a la lengua no vaya alguien a
referir estas cosas a los que mandan. ¡Ojalá que a éstos pueda yo verlos un día
muertos en el humo resinoso de la llama!
ORESTES. No, no me traicionará el
poderoso oráculo de Loxias, que me ordena afrontar este peligro, y con voces
amenazadoras me anuncia desgracias que hielan mi ardiente corazón, si no
persigo a los culpables de mi padre del mismo modo, dando muerte por muerte,
con un ímpetu taurino que no conoce rescate de dinero. Sino, decía, pagaré con
mi propia vida la deuda en medio de muchos y crueles dolores. Revelando a los
mortales el enojo de los muertos irritados bajo tierra, me ha dicho las
terribles enfermedades que asaltan las carnes, lepras que con salvajes
mandíbulas devoran su antigua naturaleza y pelos blancos que surgen sobre estas
llagas. Anuncia también los asaltos de las Erinis, provocados por la sangre de
un padre, cuando se ven sus ojos brillando en la oscuridad. El dardo tenebroso
de los poderes infernales, cuando piden venganza los muertos de una familia, y
la rabia y los vanos terrores que salen de noche, agitan, perturban al hombre y
lo arrojan de la ciudad con la carne ultrajada por el agujón broncíneo. Un
hombre así no puede tener parte en la crátera y en la amigable libación; la ira
invisible de un padre le expulsa de los altares; nadie le recibe ni le aloja;
despreciado de todos, sin amigos, muere al fin, miserablemente consumido por un
mal aniquilador. ¿Acaso no hay que tener fe en tales oráculos? Sea como sea, la
obra ha de realizarse. Muchos deseos confluyen en uno: las órdenes del dios, el
duelo inmenso de un padre, la indigencia que me oprime y, en fin, que los
ciudadanos más ilustres del mundo, los destructores de Troya, con glorioso
espíritu, estén así sometidos a dos mujeres.
Porque su corazón
es de mujer; y si no, pronto lo sabré.
(O restes y Electra ascienden al túmulo de Agamenón.)
CORO. ¡Oh grandes Moiras, que
todo se cumpla por obra de Zeus en el sentido que reclama la justicia!
«Que un ultraje se pague con otro
ultraje», grita la justicia, reclamando lo que se le debe.
«Que un golpe mortal se expíe con
otro golpe mortal: el que así ha obrado así sufra», proclama una máxima tres
veces vieja.
ORESTES. ¡Oh padre, mísero padre!
¿Qué cosa haciendo o diciendo podría arribar de lejos, con viento propicio, al
lecho que te retiene? La luz y las tiniebla se compensan: el llanto que celebra
a los Atridas ante palacio es también un grato homenaje.
CORO. Hijo, la feroz quijada del
fuego no domina el espíritu del muerto: un día u otro manifiesta su cólera. El
muerto es llorado y el vengador aparece. El lamento justificado por padres y
genitores arrastra la casa, cuando se lanza con todo vigor.
ELECTRA. Escucha, pues, padre, en
respuesta a mis luctuosos pesares. Tus dos hijos sobre la tumba gimen un treno:
un sepulcro nos acoge, suplicantes e igualmente desheredados. ¿Qué de estas
cosas está sin males? ¿No es invencible Ate?
CORO. Pero todavía un dios, si
quiere, puede hacer salir de estos males cantos de acentos más dulces. En vez
de lamentos sobre una tumba, el peán puede traer al palacio real una querida
crátera de vino nuevo.
ORESTES. ¡Ojalá, bajo Ilión,
padre, hubieras muerto atravesado por la lanza de un licio! Habiendo dejado en
tu palacio un nombre glorioso y estableciendo en los caminos de tus hijos una
vida por todos admirada, tendrías allende el mar una tumba colosal, soportable
a los tuyos.
CORO. Amigo entre amigos allí gloriosamente fallecidos,
luciría bajo tierra, príncipe venerado, ministro de los poderosos reyes
subterráneos, pues fue rey mientras vivió, teniendo en sus manos la suerte del
destino y el cetro persuasivo.
ELECTRA. No, padre, no es mi
deseo que caído bajo los muros de Troya, con otros guerreros heridos por la lanza,
hubieses sido sepultado junto a las orillas del Escamandro, sino que tus
asesinos hubieran sucumbido del mismo modo a fin de que aquí, lejos, nos
enteráramos de su destino de muerte, libres de estos deseos.
CORO. ¡Oh hija! Quieres más que
oro, más que la suprema felicidad de los hiperbóreos; bien puedes. Con todo, me
alcanza el chasquido de un doble látigo: de un lado los defensores están bajo
tierra, de otro los dueños tienen manos impuras -situación odiosa para él, más
todavía para los hijos.
ORESTES. Estas palabras
atraviesan mis oídos como una flecha. Zeus, Zeus, que del mundo subterráneo
haces surgir la desgracia, en castigo ulterior a la mano atrevida y pérfida de
los hombres... sobre los genitores la venganza igualmente se cumple.
CORO. ¡Ojalá pueda lanzar un
poderoso alarido sobre el hombre abatido, sobre la mujer expirante! ¿Por qué
oculto en mi alma lo que de todas maneras vuela y delante de la proa de mi
corazón sopla la ira impetuosa, el odio rencoroso?
ELECTRA. ¿Cuándo, pues el
exuberante Zeus lanzará contra ellos su brazo? ¡Ay, ay! ¡Que habiendo cortado
las cabezas, vuelva la confianza al país. Reclamo justicia contra justicia:
escuchadme, Tierra y potestades infernales.
CORO. Pero es ley que las gotas
de sangre vertidas por tierra exigen otra sangre. Homicidio grita la Erinis,
que en nombre de las primeras víctimas envía calamidad sobre calamidad.
ORESTES. ¡Ah, ah! Soberanas del
mundo subterráneo, muy poderosas imprecaciones de los muertos, ved, ved lo que
resta de los Atridas, la indigencia, la humillante privación del palacio.
¿Hacia dónde dirigirse, oh Zeus?
CORO. Mi corazón de nuevo se
agita al oír estos lamentos. Entonces desespera y mis entrañas se ennegrecen a
cada palabra que oigo. Pero cuanto te veo lleno de coraje, mi espíritu
destierra la pena y todo me parece bello.
ELECTRA. ¿Con qué palabras
acertaríamos, padre? ¿Recordaré las penas que hemos sufrido de parte de una
madre? Es posible halagarlas, pero ellas no se calman: como un lobo voraz, mi
corazón, por obra de mi madre, es implacable.
CORO. Golpeo mi pecho al ritmo de
un canto ario y según los ritos de las plañideras cisias, podéis ver mis manos
extendidas, acumulando golpe tras golpe, agitándose sin cesar, de arriba, de
lejos, y con el choque retumba mi resonante y dolorida cabeza.
ELECTRA. ¡Oh, oh, madre cruel y
atrevida! En crueles exequias, a un rey sin su pueblo, a un marido sin llantos
ni lamentos osaste sepultar.
ORESTES. Has dicho toda la
infamia, ¡ay de mí! Pero esta afrenta de mi padre, ¿no la pagará con la ayuda
de los dioses, con la ayuda de mis brazos? ¡Que yo muera después que la haya
matado!
CORO. Lo mutiló, para que lo
sepas. Obró, al sepultarlo así, anhelosa de proporcionar a tu existencia un
destino insoportable. Ya oyes los tratamientos ignominiosos infligidos a tu padre.
ELECTRA. Hablas del destino
paterno. Pero yo era alejada, humillada, por nada tenida. Recluida en mi
habitación como perra perniciosa, las lágrimas más prontas que la risa brotaban
de mis ojos, vertiendo ocultamente infinitos llantos y gemidos. Oyendo esto
fíjalo en tu memoria.
CORO. Fíjalo y por tus oídos deja
penetrar una palabra al fondo tranquilo de tu corazón. El pasado es así, el
futuro, que tu cólera te lo enseñe. Conviene lanzarse al combate con un ímpetu
indomable.
ORESTES. A ti te lo digo, padre:
ven en auxilio de los tuyos.
ELECTRA. Y yo también te invoco, derramando lágrimas.
CORO. Y nosotros, con grito
concorde, hacemos eco a tus llamadas: óyenos, regresa a la luz, sé nuestro
aliado contra los enemigos.
ORESTES. Ares luchará contra
Ares, la justicia contra la justicia.
ELECTRA. ¡Oh
dioses! Haced prevalecer la justicia.
CORO. Un temblor se desliza
dentro de mí al oír estas súplicas. El destino aguarda hace tiempo, pero, si
rogamos, puede venir. ¡Oh dolor de la raza, golpe de Ares, lúgubre y sangrante!
¡Oh lamentables, insoportables afanes! ¡Oh dolores que nunca se calman! En la
casa está el remedio para curar estas heridas; no de fuera, sino de ella misma,
por medio de una cruel, sangrienta discordia. Este es el himno de los dioses
subterráneos. Escuchando, dioses infernales, esta imprecación, enviad,
clementes, a estos muchachos un socorro para la victoria.
(Orestes y Electra se arrodillan y golpean
la tierra con sus manos.)
ORESTES. Padre, muerto de una
manera indigna de un rey, yo te imploro, dame la soberanía de tu palacio.
ELECTRA. Y yo, padre, tengo necesidad de ti para escapar
de es teduro
trabajo e infligirle a su vez a Egisto.
ORESTES. Así se establecerán en
tu honor los solemnes festines debidos a los muertos, de lo contrario,
permanecerás sin
honor en los
suntuosos, brillantes, grasientos banquetes de esta
tierra.
ELECTRA. Y yo, de mi intacta
herencia te traeré mis libaciones nupciales al salir de la casa paterna y
honraré esta
tumba.
ORESTES. ¡Oh tierra!, deja subir
a mi padre para que presida el combate.
ELECTRA. ¡Oh
Perséfone, otórganos una brillante victoria!
ORESTES. Recuerda el baño en
donde fuiste arrebatado, padre.
ELECTRA.
Recuerda la red que estrenaste.
ORESTES. En qué
lazos innobles fuiste cazado, padre.
ELECTRA. En qué
velos ignominiosamente urdidos.
ORESTES. ¿No
despiertas a estos ultrajes, padre?
ELECTRA. ¿No
alces tu queridísima cabeza?
ORESTES. Envía la justicia a
combatir con los tuyos y déjanos usar las mismas tretas, si, vencido, quieres
ser, a su vez vencedor.
ELECTRA. Y escucha, Padre, mi
último clamor. Viendo tus polluelos acurrucados junto a tu tumba, compadécete
de la hembra tanto como de la estirpe varonil y no dejes aniquilar esta semilla
de los Pelópidas; pues incluso muerto, no estás sin vida.
ORESTES. Pues los hijos salvan el
nombre del padre muerto, como los corchos que sostienen la red y salvan de la
profundidad la malla de lino. Escucha, por ti son estos lamentos, tú mismo te
salvas haciendo honor a mi plegaria. (Orestes y Electra descienden del túmulo.)
CORIFEO. Larga pero irreprochable
ha sido vuestra plegaria, honor tributado a una tumba no llorada. Y ahora,
puesto que tu corazón ha resuelto actuar, deberías actuar ya probando el
destino.
ORESTES. Así será; pero no es
fuera de camino preguntar de dónde, por qué razón ha enviado estas libaciones,
tratando de sanar demasiado tarde un mal incurable. ¡Miserable tributo para
enviar a un muerto miserable! Yo no sabría calcular el valor de estas ofrendas,
pero son inferiores a la culpa. Todas las libaciones podrías verte por una sola
gota de sangre: sería trabajo inútil. Así se dice. Pero si lo sabes, cuéntame,
te lo ruego, estas cosas.
CORIFEO. Lo sé, hijo, porque
estaba presente. Sobresaltada por sueños y temores nocturnos, ha enviado estas
libaciones la mujer impía.
ORESTES. ¿Y conocéis el sueño
para explicarlo claramente?
CORIFEO. Creyó dar a luz una
serpiente, según ella misma dice.
ORESTES. ¿Y cuál es la conclusión
y el compendio de este relato?
CORIFEO. La ha
envuelto en pañales, como a un niño.
ORESTES. ¿Qué alimento buscaba
este monstruo recién nacido?
CORIFEO. Ella
misma en sueños le ha ofrecido su pecho.
ORESTES. ¿Y cómo
no fue herida por la horrible bestia?
CORIFEO. Sí, hasta sacar con la
leche un coágulo de sangre.
ORESTES. Esta
visión bien podría no ser vana.
CORIFEO. Ella se
despierta y lanza, espantada, un grito.
Numerosas antorchas, cegadas por
las tinieblas, surgen en el palacio a la voz de la dueña. Entonces envía estas
libaciones fúnebres, esperando un remedio que corte sus males.
ORESTES. Mas yo ruego a esta
tierra y a la tumba de mi padre que este sueño tenga para mí cumplimiento. Lo
interpreto de tal forma que puede concordar en todo: si esta serpiente saliendo
del mismo seno que yo, fue envuelta, como un niño, en pañales y abría su boca
alrededor del pecho que me nutrió, y mezcló la dulce leche con un coágulo de
sangre, mientras ella gimió de miedo por este hecho, entonces es necesario que,
como alimentó al monstruo espantoso, así muera de manera violenta; y yo,
transformado en serpiente, la mataré, como predice esta visión.
CORIFEO. Te escojo por adivino de
este sueño. Así suceda. Y ahora instruye a tus amigos: a unos explica lo que
han de hacer, a otros lo que han de evitar.
ORESTES. El plan es bien
sencillo. Ésta que vaya dentro; a vosotros os exhorto que ocultéis estos proyectos
míos, a fin de que aquellos que con engaño mataron a un hombre honorable, con
engaño también sean cogidos en el mismo lazo y mueran de la manera que ha
proclamado Loxias, el soberano Apolo, profeta hasta ahora verídico. Yo,
semejante a un extranjero, con un bagaje completo, llegaré a las puertas del
recinto con Pílades -yo como forastero, él como huésped antiguo de la casa-.
Los dos emplearemos la lengua del Parnaso, imitando el acento del dialecto
focense. Si ninguno de los porteros nos acoge con semblante alegre, porque la
casa está poseída de males, esperaremos hasta que alguien al pasar delante del
palacio conjeture y diga: «,Por qué Egisto si está en Argos y lo sabe, cierra
la puerta al suplicante?» Pero si logro franquear el umbral de la puerta del
recinto y lo encuentro en el trono de mi padre o viene a hablarme cara a cara y
al alcance de mis ojos, sábelo bien, antes que diga: «,De qué país es el
extranjero?», haré un cadáver, envolviéndolo con ágil bronce. Y la Erinis,
saciándose de muerte, beberá una sangre pura en la tercera libación.
Ahora, pues, tú vigila bien lo
que sucede en el palacio, para que todo ocurra según lo concertado. A vosotras
os recomiendo tener una lengua discreta: callar cuando precise y hablar
oportunamente. El resto ruego a mi padre que lo presida, dándome la victoria en
los combates de la espada.
(Electra en el palacio. Orestes y Pílades
se alejan por la puerta izquierda.)
CORO. Muchos, terribles azotes de
terror nutre la tierra, y los senos del mar, monstruos enemigos de los hombres,
entre cielo y tierra surgen brillantes meteoros, y todo ser que vuela o anda
puede contar la furia proceloso de los huracanes.
Pero ¿quién será capaz de decir
la audacia sin límites del espíritu del hombre, y las violentas pasiones,
compañeras de desastres para los mortales, de las mujeres de insolente corazón?
Las uniones matrimoniales son quebrantadas por el imprudente deseo que se
apodera de las hembras, en las bestias y en los hombres.
Sépalo aquél que no tiene una
mente olvidadiza, recordando el designio incendiario que concibió la miserable
Testíada, matadora de su hijo, cuando lanzó a las llamas del rojo tizón,
compañero dado a su hijo desde su primer vagido al salir del seno materno y que
debía medir su paso a través de la vida hasta el día decretado por el destino.
Otra mujer hay de recuerdo
abominable, la sanguinaria Escila, que en favor de los enemigos sacrificó a un
ser querido y, seducida por los collares de oro cretenses, presente de Minos,
arrancó -¡corazón de perra!- el cabello inmortal de Niso, mientras éste
confiadamente dormía, y Hermes lo alcanzó.
Y ya que he recordado infortunios
tan amargos, ¿no es hora de que el palacio maldiga la vil unión, la
conspiración de un corazón de mujer contra el guerrero, contra un varón
violento, terror de los enemigos? Yo admiro un hogar doméstico sin pasiones, un
corazón de mujer sin audacia.
Mas, entre todos los crímenes el
de Lemnos ocupa el primer lugar, según cuenta. El pueblo proclama la vileza del
hecho y todo horror nuevo se compara a crimen aborrecido por la calamidad de
Lemnos. Por este los dioses, la raza desaparece en el menosprecio de los
hombres; nadie venera lo que es odioso a los dioses. ¿Cuál de estos ejemplos no
aduzco con razón?
Pero ya la aguda espada está
cerca del pecho y lo atraviesa en nombre de la justicia. Es de rigor contra los
que, quebrantando todo derecho, han ultrajados pisoteado por tierra, la plena
majestad de Zeus. La base de la justicia está firme y la Moira, forjadora de
espadas, martillea ya el hierro. Al hijo que ha de vengar, por fin, la
abominación de los antiguos homicidios, introduce en palacio la ilustre Erinis
de profundos designios.
(Orestes y Pílades entran por la izquierda
y se dirigen hacia palacio. Les siguen algunos siervos que llevan los
equipajes.)
ORESTES. Esclavo, esclavo,
escucha que llaman a la puerta del patio. ¿Quién hay dentro, en el palacio?
Esclavo, esclavo, de nuevo llamo. Por tercera vez grito que alguien salga de la
casa, si se practica la hospitalidad bajo el gobierno de Egisto.
ESCLAVO. Sí, escucho. ¿De qué
país es el extranjero? ¿De dónde procede?
ORESTES. Anuncia a los señores de
la casa que por ellos vengo y traigo noticias; pero date prisa, que el carro
tenebroso de la noche se acerca y es hora de que los viajeros echen el áncora
en las moradas acogedoras de los huéspedes. Que salga alguien con autoridad de
la casa, la dueña, o mejor un hombre, porque entonces en la conversación ningún
pudor empaña las palabras: un hombre habla a otro con confianza y manifiesta
sin reserva su objeto.
(La reina sale
del palacio.)
CLITEMNESTRA. Extranjeros, decid
si necesitáis algo, pues tenemos todo lo que se puede esperar de una casa como
ésta: barros calientes, un lecho que es descanso de las fatigas y la presencia
de unos ojos leales. Pero si habéis de tratar algo de mayor reflexión, esto es
un asunto de hombres y lo consultaremos.
ORESTES. Soy extranjero, de
Daulia, en la Fócide. Había iniciados ya mi viaje hacia Argos, cargado con el
bagaje de mi propio negocio, cuando, sin conocernos, se me aproxima un hombre y
después de haber averiguado mi viaje y manifestado el suyo, me dice Estrafio de
Fócide -pues en la conversación conocí su nombre-: «Puesto que, en todo caso,
extranjero, vas a Argos, acuérdate, sin falta, de decir a sus padres que
Orestes está muerto; no lo olvides. Ya sea que prevalezca entre los suyos la
opinión de llevarlo a su casa, o de enterrarlo, huésped para siempre, en la
tierra donde habitaba, transmíteme de regreso sus órdenes. Ahora, los flancos
de una urna de bronce guardan las cenizas de un hombre llorado como se debía.»
Lo que oí te lo digo. Si por casualidad hablo con los parientes y allegados, lo
ignoro; pero su madre debe saberlo.
CLITEMNESTRA. ¡Ay de mí! Lo que
acabas de decir nos ha arruinado del todo. ¡Oh invencible maldición de este
palacio! ¡Cómo todo lo vigilas aunque esté bien guardado lejos del camino, y
con tus certeros dardos me despojas privándome de los míos, desgraciada! Y
ahora, Orestes -que con tan buen consejo había sacado el pie del funesto
lodazal-, ahora la única esperanza de una bella alegría, sanadora de esta
mansión, la borra tan pronto surge.
ORESTES. Verdaderamente hubiera
deseado , con buenas noticias, darme a conocer a unos huéspedes tan nobles y
ser por ellos acogido. ¿Qué cosa hay más favorable que un huésped para sus
huéspedes? Pero hubiera tenido en mi corazón por una impiedad no haber coronado
esta obra para unos amigos, después del juramento realizado y recibimiento
dispensado.
CLITEMNESTRA. No por ello
obtendrás un trato menos digno ni serás menos que un amigo para esta casa: otro
igualmente hubiera venido a anunciar estas cosas. Pero es hora de que unos
extranjeros, al final de la jornada, obtengan los cuidados apropiados a un
largo camino. (Dirigiéndose a un esclavo.) Llévalo a las habitaciones
reservadas a los huéspedes con sus servidores y compañeros de viaje: y que allí
encuentren lo que conviene a nuestro palacio. Te encargo hacer esto
considerando que debes rendir cuentas. Nosotros iremos a comunicarlo todo al
señor de la casa y, como no carecemos de amigos, decidiremos sobre este
acontecimiento.
(Clitemnestra entra en palacio, Orestes y
Pílades le siguen.)
CORO. Ea, leales servidoras del
palacio, ¿cuándo enseñaremos la fuerza de nuestras bocas en defensa de Orestes?
¡Oh augusta tierra, augusto túmulo que estás puesto sobre el cuerpo del jefe de
las naves, del rey, escúchanos, ayúdanos! Ahora es el momento en que la
dolorosa Persuasión baje con ellos a la lid, que Hermes subterráneo y nocturno
dirija los combates de la espada homicida.
(La nodriza
sale del palacio.)
CORIFEO. Creo que el extranjero
está preparando un mal golpe: Veo a la nodriza de Orestes deshecha en lágrimas.
¿Adónde vas, Cilicia, fuera del palacio? Tu pena es un compañero sin paga.
NODRIZA. Que los huéspedes llaman
a Egisto -me mandan decir cuanto antes la dueña- para que más claramente de
hombre a hombre venga a informarse de la reciente noticia. Delante de la
servidumbre ha mostrado una actitud sombría, pero en el fondo de los ojos
ocultaba una sonrisa, porque todo ha terminado bien para ella; pero, para esta
casa todo es desventura por el mensaje que los extranjeros han anunciado de una
manera inequívoca. Aquél, al escuchar esta noticia, alegrará su corazón cuando
la sepa. ¡Ay desgraciada de mí! Los antiguos dolores intolerables acumulados
sobre esta casa de Atreo, ¡cómo han afligido mi corazón en el pecho! pero
todavía no había tenido que sufrir una pena como ésta: los Otros males,
pacientemente, podía soportarlos. Mas ¡mi Orestes, el desvelo de mi vida, que
recibí del seno de su madre, que yo crié... ! ¡y los gritos agudos que me
hacían vagar toda la noche y las penas que soporté, todo lo habré sufrido inútilmente!
Un niño que no tiene conocimiento se ha de criar como un animalito, ¿no es
verdad?, según el criterio de la nodriza. Una criatura todavía en pañales no
habla, tenga hambre, sed o ganas de orinar: su joven vientre se basta por sí
mismo. Yo bien intentaba adivinar sus necesidades, pero muchas veces, en
verdad, me mentía y había de lavar los pañales; entonces hacía a la vez de
lavandera y nodriza. Yo, que tenía esta doble tarea, recibí a Orestes de su
padre. Ahora, desgraciada, me entero de que está muerto. Voy a encontrar al
hombre que es la ruina de esta casa; de buen grado se enterará de la noticia.
CORIFEO. Y bien, ¿cómo quiere la
mujer que venga él preparado?
NODRIZA. ¿Cómo dices? Repítelo
para que lo entienda mejor.
CORIFEO. ¿Con su
guardia o solo?
NODRIZA. Quiere
que traigan su escolta de lanceros.
CORIFEO. Mas tú no comunicas este
encargo al amo odioso, sino dile con corazón alegre que venga solo, cuanto
antes, para que escuche calmadamente un relato. Pues en el mensajero radica que
triunfe un plan oculto.
NODRIZA. Pero ¿es que todavía
estás alegre después de tales noticias?
CORIFEO. ¿Y si Zeus decide al fin
cambiar esta tormenta de males?
NODRIZA. ¿Cómo? Orestes, la
esperanza de la casa, está muerto.
CORIFEO. Aún no;
un mal profeta podría pensar así.
NODRIZA. ¿Qué estás diciendo?
Sabes algo aparte de lo que han dicho?
CORIFEO. Vete, date prisa, lleva
el mensaje que te ha encargado: los dioses se preocupan de lo que es menester.
NODRIZA. Iré, pues, y obedeceré
tus palabras. Que todo suceda !o mejor posible con ayuda de !os dioses. (La
nodriza se retira por la derecha.)
CORO. Ahora yo te conjuro, Zeus,
padre de !os dioses olímpicos, concédenos ver la felicidad magníficamente
establecida en la casa, concédelo a las que se esfuerzan por e! buen orden.
Todo !o que proclamo está de acuerdo con la justicia. Oh Zeus, tómala bajo tu
protección.
¡Ay, ay! Pon a !os que nos son
enemigos en la mano de! que está en la casa, ¡oh Zeus porque si !o engrandeces
de buen grado te pagará una recompensa doble y triple.
Mira a! potro, huérfano de un héroe querido, uncido en su
carro de penas. Regula su carrera y haz que se !e vea lanzado en la llanura
manteniendo e! ritmo en sus esfuerzos para alcanzar la meta.
¡Ay, ay! Pon a !os que nos son
enemigos en la mano de! que está en la casa, ¡oh Zeus! porque si !o engrandeces
de buen grado te pagaré una recompensa doble y triple.
Vosotros que en e! interior de!
palacio administráis un espléndido recinto de tesoros, escuchadme, dioses
benignos. Lavad la sangre de las antiguas desgracias con una pronta justicia,
que e! viejo crimen no engendre ya más en la casa.
Tú que habitas en la espléndida y
bella morada, haz que la casa de un héroe levante la cabeza y contemple con sus
leales ojos la brillante luz de la libertad después de este velo de tinieblas.
Que e! hijo de Maya !e ayude
justamente. Porque nadie como é! puede hacer soplar un viento propicio cuando
quiere. Muchas cosas ocultas revela en sus veredictos, pero cuando pronuncia
una palabra oscura, extiende delante de !os ojos, tinieblas nocturnas que ni de
día se disipan.
Tú que habitas en la espléndida y
magnífica morada, haz que la casa de un héroe levante la cabeza y contemple con
sus leales ojos la brillante luz de la libertad después de este velo de
tinieblas.
Así por fin emitiremos un solemne
canto por la liberación de la casa, canto mujeril, de soplo favorable, de tono
penetrante, a cuyo conjuro proclamaremos: «¡Victoria! Para mí crece la ganancia
cuando Ate está lejos de !os que amo.»
Y tú, lleno de coraje, cuando
llegue tu parte en la obra, si ella grita: «¡Hijo!», tú a tu vez grítale tu
palabra: «¡Padre!», y cumple la venganza irreprochable.
Llevando en tu pecho e! corazón
audaz de Perseo actúa en favor de tus amigos, muertos y vivos. Estableciendo
dentro de! palacio una Ate sangrienta, aniquila a! causante de! crimen.
Y tú, lleno de coraje, cuando
llegue tu parte en la obra, si ella grita: «¡Hijo!», tú a tu vez grítale tu
palabra: «¡Padre!», y cumple la venganza irreprochable.
(Llega Egisto
por la derecha.)
EGISTO. Vengo, no sin ser
!lamado, sino por un mensaje que he recibido. Una reciente noticia, de ninguna
manera deseada, me entero que han traído unos forasteros que acaban de llegar:
la muerte de Orestes. Soportar también esto sería un peso terrible para la
casa, estando ya lacerada y mordida por una muerte anterior. ¿Cómo puedo
asegurarme si esta noticia es verídica y visiblemente creíble? ¿O más bien es
uno de esos rumores medrosos de mujeres que saltan por e! aire y mueren sin
realizarse? ¿Qué puedes decirme que aclare mi mente?
CORIFEO. Nosotras hemos oído la
noticia, pero tú entra e infórmate por !os extranjeros. No hay mensajero que
valga cuando uno puede ir personalmente a! lugar a enterarse.
EGISTO. Sí, quiero ver e
interrogar a! mensajero si estaba cerca cuando murió Orestes o si habla por un
vago rumor que ha oído. No podrá engañar a un espíritu clarividente como e!
mío.
(Entra en
palacio.)
CORO. ¡Zeus, Zeus!¿Qué he de
decir?¿Por dónde empezaré mi oración, mi invocación a !os dioses? ¿Cómo la
terminaré diciendo palabras que igualen mi buen deseo?
Pues ahora las puntas de las
espadas asesinas van a mancharse de sangre o para consumir para siempre la
ruina de la casa de Agamenón o, encendiendo fuego y luz de libertad, Orestes
conquistará el trono legítimo y la gran riqueza de sus antepasados. Tal es la
lucha que, atleta de reserva, solo contra dos el divino Orestes va a emprender.
¡Sea para él el
triunfo!
(Se oyen gritos que proceden del palacio.)
EGISTO. ¡Ay, ay, ay!
CORIFEO. ¡Eh, eh!, ¿Qué sucede?
¿Qué se ha consumado en el palacio?
Alejémonos mientras se acaba la
empresa, a fin de que no parezca que somos los culpables de estos males. Porque
el resultado del combate está decidido.
(El coro se aleja a un rincón. De la
puerta central de palacio sale un esclavo y se dirige velozmente hacia la
habitación de las mujeres.)
ESCLAVO. ¡Pobre de mí! Sí, ¡pobre
de mí!, mi dueño está muerto. ¡Ay de mí! De nuevo por tercera vez grito: Egisto
ya no existe. Ea, abrid rápidamente, quitad los cerrojos de las puertas del
gineceo. Un joven vigoroso se necesita pero no para socorrer al muerto. ¿Para
qué, pues?
(Golpea la
puerta del gineceo.)
¡Eh, eh! Grito a sordos y en vano
vocifero, a gentes que duermen sin cuitas. ¿Dónde está Clitemnestra? ¿Qué hace?
Me parece que su cuello está ya sobre el filo de la navaja y que caerá por
tierra herido por la justicia.
(Clitemnestra
sale del palacio.)
CLITEMNESTRA. ¿Qué sucede? ¿Qué
son estos gritos que das en la casa?
ESCLAVO. Digo
que los muertos matan a los vivos.
CLITEMNESTRA. ¡Pobre de mí!
Entiendo el sentido del enigma.
Por la astucia moriremos tal como
matamos. Que alguien me entregue un hacha asesina rápidamente. Sepamos si somos
ganadores o derrotados, puesto que he llegado a esta decisión.
(Se va hacia palacio. Se abre la puerta
central y aparece Orestes con la espada ensangrentada. Junto a él Pílades. Al
fondo se ve el cadáver de Egisto.)
ORESTES. Precisamente a ti te
busco; él ya tiene su parte y le basta.
CLITEMNESTRA. ¡Ay de mí! ¡Estás muerto, querido
Egisto!
ORESTES. ¿A ese hombre amas? Pues
bien, yacerás en la misma tumba; ni siquiera muerto le traicionarás.
CLITEMNESTRA. Detente, hijo mío.
Respeta, criatura, este pecho sobre el que tantas veces, adormecido, chupabas
con tus labios la leche nutricia.
ORESTES. Pílades, ¿qué haré? ¿He
de temer matar a una madre?
PILADES. ¿Qué será ahora de los
oráculos de Loxias dados en Delfos y de los leales juramentos? Considera que
vale más ser enemigo de todos que de los dioses.
ORESTES. Reconozco que has
vencido y me aconsejas bien. (AClitemnestra.) Sígueme, quiero degollarte cerca
de ese hombre.
Cuando vivía lo juzgaste mejor
que mi padre; duerme con él una vez muerta, puesto que le amas y odias al que
debías amar.
CLITEMNESTRA. Yo te crié y quiero envejecer contigo.
ORESTES.
¿Asesina de un padre, vivirías conmigo?
CLITEMNESTRA. El Destino, hijo,
ha tenido su parte de culpa.
ORESTES. Entonces también el
Destino ha preparado la muerte.
CLITEMNESTRA. ¿No temes las
maldiciones de una madre, hijo?
ORESTES. Que me dio a luz para lanzarme al infortunio.
CLITEMNESTRA. No, ya que te envié
a una casa hospitalaria.
ORESTES. He sido vergonzosamente
vendido, yo, hijo de un padre libre.
CLITEMNESTRA. ¿Dónde está el
precio que por ello he recibido?
ORESTES. Me avergüenzo de reprochártelo claramente.
CLITEMNESTRA. No, dilo todo, pero
también las locuras de tu padre.
ORESTES. No acuses al que pasa
fatiga mientras tú estás sentada en casa.
CLITEMNESTRA. Es triste para una
mujer estar alejada del marido, hijo.
ORESTES. Sí, pero el trabajo del
marido las mantiene reposadas en casa.
CLITEMNESTRA. Pareces decidido,
hijo, a matar a tu madre.
ORESTES. Tú, no
yo, te matarás a ti misma.
CLITEMNESTRA. Mira, guárdate de
las perras vengadoras de una madre.
ORESTES. ¿Y cómo huiré de las de
mi padre si renuncio a ello?
CLITEMNESTRA. Me da la impresión
de que viva dirijo vanamente mis plegarias a una tumba.
ORESTES. La suerte de mi padre
determina esta muerte para ti.
CLITEMNESTRA. ¡Pobre de mí!,
engendré y nutrí esta serpiente.
ORESTES. ¡Ah, qué profeta tan
verídico el terror que te inspiraban tus sueños! Mataste a quien no debías,
sufre ahora lo que no debía ser.
(Orestes, seguido de Pílades, arrastra a
su madre dentro del palacio. La puerta se cierra. El coro vuelve a la
orquesta.)
CORIFEO. También de éstos lloro
su triste destino. Ya que el valiente Orestes ha coronado tantas empresas de
sangre, lo preferimos así: que el ojo de la casa se haya abierto para siempre.
CORO. Llegó la justicia a los
Priámidas, con el tiempo: un castigo abrumador. Ha llegado también al palacio
de Agamenón un doble león, un doble Ares. Ha ido hasta el fin el desterrado
anunciado por Pitón, estimulado por los sabios consejos de un dios.
Emitid, oh, un grito de júbilo.
La casa de los señores está libre de los males y de la disipación de la riqueza
a manos de la pareja denigrante, hado de mortal camino.
Ha venido aquel a quien, en lucha
secreta, incumbe castigar el crimen por la astucia. En la batalla ha tocado el
brazo de Orestes la verdadera hija de Zeus -la que los mortales, acertando el
nombre, llamamos Justicia-, respirando sobre sus enemigos una funesta ira.
Emitid, oh, un grito de júbilo.
La casa de los señores está libre de los males y de la disipación de la riqueza
a manos de la pareja denigrante, hado de mortal camino.
El oráculo proclamado por Loxias
desde el gran templo del Parnaso ataca con una astucia sin perfidia el crimen
inveterado. La voluntad divina triunfa siempre negando socorro a los malvados.
Es justo venerar el poder del cielo.
La luz, ahora, puede verse: la
casa se liberó del freno opresor. ¡Levántate, pues, palacio! Demasiado,
demasiado tiempo estuviste siempre caído en el polvo.
Pronto el tiempo que todo lo
cumple atravesará el vestíbulo de este palacio cuando del hogar toda mancha
habrá sido quitada por los ritos purificadores que ahuyentan la calamidad. Los
extranjeros que residen en la casa caerán a su vez.
La luz, ahora, puede verse: la
casa se liberó del freno opresor. ¡Levántate, pues, palacio! Mucho, mucho
tiempo estuviste siempre caído en el polvo.
(Se abre la puerta central de palacio y se ven los dos
cadáveres de Clitemnestra y Egisto. Frente a ellos está Orestes. Unos siervos
traen el peplo en que murió Agamenón. Va llegando gente de Argos.)
ORESTES. ¡Ved la doble tiranía
del país, los asesinos de mi padre, los devastadores de este palacio! Augustos,
estaban poco ha sentados en sus tronos; ahora todavía son amantes -como se
puede juzgar por su muerte- y permanecen fieles a su juramento. Juntos juraron
dar muerte a mi desgraciado padre, y morir juntos: también esta promesa se ha
realizado. Mirad, ahora, los que sois testigos de estos nlales, el ardid, la
cadena de ni infortunado padre, las esposas de las manos, los grilletes de los
pies. (A los siervos que sostienen el peplo.) Desplegad, mostrad de cerca a
todos el velo que cubre al héroe para que el padre, no el mío, sino aquél que
todo lo vigila, el Sol, vea las obras impías de mi madre, y un día sea testigo
justamente de que conseguí la venganza hasta la muerte de mi madre. Porque aquí
no hablo de la muerte de Egisto: ha tenido, de acuerdo con la ley, el castigo
del adúltero. Pero ella, que meditó aquel crimen contra un hombre cuyos hijos
había llevado debajo de la cintura -peso de amor un tiempo, pero ahora bien se
ve, de odio mortal-, ¿qué te parece?, serpiente marina o víbora, que envenenas
todo lo que toca, sin morderlo, con sólo su audacia y su perfidia maternal. Y
este velo, ¿cómo acertaré llamarlo, aun con lengua benévola? ¿Trampa de fieras
o sudario que cubre al muerto hasta los pies? No, más bien una red, un lazo
dirías, peplo que traba los pies: lo que quisiera un ladrón para engañar a sus
huéspedes y vivir del robo del dinero; y con esta astucia mataría a muchos y
alegraría enormemente su corazón. ¡Que jamás una esposa como ella habite en mi
casa! ¡Antes los dioses me hagan morir sin hijos!
CORIFEO. ¡Ay, ay!, miserables acciones. Tú has sucumbido a
una muerte espantosa. ¡Ay, ay! Con el tiempo también el castigo florece.
ORESTES. ¿Lo hizo ella o no lo
hizo? Tengo por testimonio este velo, teñido por la espada de Egisto; la mancha
de sangre ayuda con el tiempo a destruir los múltiples colores del bordado.
Ahora, ya me alabo a mí mismo, lamento ante vosotras, y al invocar a este
tejido asesino de mi padre, me aflijo por la acción, por el castigo y por toda
la raza; de esta victoria guardo una abominable impureza.
CORIFEO. Nadie entre los mortales
pasará, sin castigo , una existencia del todo exenta de males. ¡Ay, ay! Una tribulación
llega hoy, otra mañana.
ORESTES. Pero para que lo sepáis:
yo no sé adónde lleva esto; soy como un auriga llevado por los caballos fuera
del camino. Vencido, me arrastra mi espíritu indomable. Próximo al corazón el
temor está pronto al canto y en ruidosa danza el corazón palpita. Mientras
todavía estoy cuerdo, grito a mis amigos, sí, afirmo que no sin justicia he
muerto a mi madre, manchada con el asesinato de mi padre, abominación de los
dioses. Y el que me destiló en el corazón el filtro de esta audacia fue el
profeta de Pitón, Loxias el cual me aseguró que si hacía lo que he hecho
estaría exento de culpa, pero si lo descuidaba... no diré el castigo: no hay
arco que alcance la medida de estos padecimientos. Y ahora, miradme cómo,
provisto con este ramo y esta corona, me dirijo al santuario del centro de la
tierra, al lugar de Loxias, donde luce una luz indestructible, para huir de
esta sangre común; a ningún otro lugar me ordenó Loxias que me dirigiera. Y
ruego a los argivos que recuerden siempre cómo han surgido estos males y sean
mis testigos cuando Menelao regrese. Yo, errante, desterrado de esta tierra,
vivo y muerto dejaré este renombre.
CORIFEO. Tú has actuado bien; no
unzas tu boca a un lenguaje amargo ni te maldigas, después que has liberado a
toda la ciudad de Argos, cortando felizmente la cabeza a dos serpientes.
(Orestes se dispone a marchar, pero retrocede asustado.)
ORESTES. ¡Ah, ah! ¡Qué mujeres
son éstas, como Gorgonas, vestidas de negro, enlazadas de innumerables
serpientes! No, no puedo quedarme más aquí.
CORIFEO. ¿Qué fantasías, ¡oh
hombre que más ha amado a un padre!, te agitan? Serénate, no temas, un vencedor
como tú.
ORESTES. No, no son fantasías que
me atormentan. Sé bien que son las perras irritadas de una madre.
CORIFEO. Tienes todavía sangre
fresca en las manos: de ahí viene la turbación que asalta tu mente.
ORESTES. Soberano Apolo, mira
cómo pululan. De sus ojos destilan una sangre repugnante.
CORIFEO. Tienes un único medio de
purificarse: toca a Loxias y te liberará de estos tormentos.
ORESTES. Vosotras no las veis,
pero yo sí; me persiguen, no puedo quedarme aquí.
(Orestes
sale.)
CORIFEO. Buena suerte, pues, y
que un dios, mirándote con ojos propicios, te guarde para días mejores.
CORO. Ésta fue para las mansiones
reales la tercera tempestad que con aire violento se ha cumplido.
Primero comenzó por unos hijos
devorados, penas y tormentos de Tiestes. Después alcanzó el destino a un héroe
regio: asesinado en el baño murió el caudillo de los arquos. Ahora por tercera
vez vino -¿qué diré?-. ¿Un salvador, la muerte? ¿Adónde irá, dónde acabará ,
aplacado, el furor de Ate?
LAS
EUMÉNIDES
PERSONAJES
La profetisa Pitia
Apolo
Hermes
Orestes
Sombra de Clitemnestra
Coro de Euménides
Atenea
Acompañantes
La acción se inicia en Delfos, ante el
templo de Apolo. La profetisa entra por la derecha y se dirige hacia la puerta
del templo, que está cerrada. Antes de entrar invoca a los dioses.
LA PITIA. Primeramente, con esta
oración honro, entre los dioses, a la primera profetisa, la Tierra; después de
ésta a Temis, que, según se dice, se sentó la segunda en este lugar profético
de la madre; a su vez como tercera, con el permiso de Temis y sin violencia de
nadie, otra Titánida, hija de la Tierra, se estableció, Febe; y ella lo ofrece
como presente natalicio a Febo, que recibe este nombre sacado del de la diosa.
Dejando el lago y la cima rocosa de Delos, arriba a las playas de Palas,
frecuentadas de navíos, y llega por fin a esta tierra y las moradas del Parnaso.
Le escoltan y grandemente veneran los constructores de caminos, hijos de
Hefesto, amansando una tierra salvaje. A su llegada le tributan grandes honores
el pueblo y Delfos, el señor que gobierna este país. Zeus, habiendo llenado su
mente de un arte divino, lo coloca, cuarto profeta, en el trono. Y Loxias es
hoy el intérprete de su padre Zeus. A estos dioses me dirijo en el comienzo de
mis oraciones. Pero Palas Pronaia tiene en las historias un lugar privilegiado;
y también adoro a las ninfas que habitan la gruta de Coricio, grata a las aves,
morada de las diosas; Bromio reina allí, no lo olvido, desde el día en que este
dios condujo a la lucha a las bacantes y acosando a Penteo como a una liebre le
dio muerte. Invoco, en fin, las fuentes de Plisto, y el poder de Poseidón, y
Zeus Supremo, que todo lo cumple; después, profetisa, me siento, en mi trono.
Que los dioses me permitan conseguir obtener ahora, como antes, la mejor
entrada posible al santuario Y si hay peregrinos de Grecia, que se aproximen
según el turno señalado por la suerte, como es costumbre; pues yo profetizo
como me dicta el dios.
(La profetisa entra en el templo y vuelve
a salir asustada ante el espectáculo de Orestes rodeado de la Erinis.)
¡Oh! Una escena horrible de
decir, horrible de ver, me hace salir del santuario de Loxias, tanto que estoy
sin fuerzas ni puedo permanecer de ayuda de pie; corro con ayuda de las manos,
no por la agilidad de mis piernas. Una vieja aterrada no es nada, o más bien,
es un niño. Yo iba hacia el fondo del santuario coronado de guirnaldas, cuando
veo sobre el ombligo a un hombre odioso a los dioses, sentado, en la actitud de
un suplicante, con las manos goteando sangre, una espada recién sacada de una
herida y una rama cimea de olivo, cuidadosamente coronada de cintas larguísimas
o, para decirlo más claramente, de vellón blanco. Delante de este hombre, un
extraño grupo de mujeres duerme, sentado en sitiales; no mujeres, ¿qué digo?,
Gorgonas; y ni siquira las compararé a tales figuras. Las he visto poco ha, en
un cuadro, llevándose la comida de Fineo; pero éstas no tienen alas, son negras
y del todo repugnantes; roncan con resuellos esquivos; de sus ojos destila un
horrible lagrimeo; su vestido no es justo llevarlo ni delante de las estatuas
de las diosas ni en las mansiones del hombres. No, nunca he visto la raza de
esta tropa, ni sé qué país se jacta de alimentar impunemente tal género sin que
se arrepienta de este afán. De lo que sigue, cuídese el propio señor de este
palacio, el poderoso Loxias: él es profeta médico, intérprete de prodigos y
purificador de las casas ajenas.
(Sale. En el interior del templo están
Apolo, Hermes, Orestes y las Erinis.)
APOLO. No, yo no te traicionaré.
Hasta el final será tu protector, de cerca, de lejos, y no seré benigno a tus
enemigos. Tú ves, ahora, cautivas a esas furiosas: vencidas por el sueño, las
vírgenes abominables, viejas muchachas de un antiguo pasado, a las que nadie se
acerca, ni dios, ni hombre, ni bestia. Nacieron para el mal, ya que habitan las
dañinas tinieblas y el Tártaro subterráneo, odioso a los hombres y a los dioses
olímpicos. Sin embargo, huye y no te acobardes: te perseguirán a través de un
vasto continente, por cualquier tierra que pise tu huella vagabunda y allende
el mar y las ciudades rodeadas por las olas. Pero no te canses de pacer tu
afán. Y tan pronto llegues a la ciudad de Palas, siéntate rodeando con tus
brazos la antigua imagen. Y allí con jueces de nuestra causa y palabras
embelesadoras, hallaremos la forma de liberarte por siempre de tus sufrimientos;
pues yo te persuadí de matar a tu madre.
ORESTES. Soberano Apolo, tú sabes
no ser injusto; puesto que es así, aprende también a no ser negligente. Tu
fuerza es garantía de tus beneficios.
APOLO. No te olvides de mis
palabras: que el miedo no venza tu corazón. Y tú, sangre fraterna, hija de un
padre común, Hermes, guárdalo; fiel a tu nombre, sé el conductor que guíe a mi
suplicante. Zeus, en verdad, honra este respeto de los proscritos, que se
presenta a los mortales con próspera suerte.
(Apolo desaparece. Hermes y Orestes salen
del templo y se alejan. Aparece la Sombra de Clitemnestra.)
SOMBRA DE CLITEMNESTRA. ¿Cómo
podéis dormir? ¡Ah! ¿Qué necesidad tengo de gente que duerme? Yo, menospreciada
así por vosotras entre los restantes muertos, no, ceso de oír reproches en boca
de los difuntos porque, maté, y voy errante vergonzosamente. Os declaro que me
achacan un gran crimen, y después que he sufrido, un destino terrible de parte
de los que más quería, ninguno de los dioses se indigna por mí, degollada por
manos matricidas. Mira estos golpes con tu corazón: porque durmiendo, el alma
se ilumina con los ojos, mientras que de día es incapaz de prever la suerte de
los mortales. ¿No habéis saboreado a menudo mis ofrendas, libaciones sin vino,
brebajes calmantes? ¿No os he ofrecido solemnes banquetes nocturnos sobre un
hogar de fuego, en una hora no compartida con los otros dioses? Y todo esto lo
veo pisoteado por tierra. Éste se ha escapado y huye como un cervato; saltando
ágilmente ha salido de las redes y se ha burlado de vosotras. Escuchadme: he
hablado porque se trata de mi vida. ¡Recobrad el sentido, diosas subterráneas!
En sueños, ahora
yo, Clitemnestra, os llamo.
CORO. (Quejido.)
SOMBRA DE CLITEMNESTRA. Sí,
podéis quejaros, pero el hombre se os escapa, muy lejos. Porque tiene amigos,
no míos, a quien dirigirse.
CORO.
(Quejido.)
SOMBRA DE CLITEMNESTRA. Duermes
demasiado y no tienes compasión de mis sufrimientos. Orestes, el asesino de
esta madre, ha desaparecido.
CORO.
(Quejido.)
SOMBRA DE CLITEMNESTRA.
Refunfuñas, duermes. ¿No te le vantarás pronto? ¿Qué función te ha sido
encomendada sino hacer sufrir?
CORO. (Quejido.)
SOMBRA DE CLITEMNESTRA. El sueño
y la fatiga, en su conjura soberana, han embotado la furia de la terrible
dragona.
CORO. (Doble gemido estridente.)
¡Coge, coge, coge, coge ¡Vigila!
SOMBRA DE CLITEMNESTRA. Persigues
en sueños a una fiera y aúllas como un perro que no deja nunca la inquietud de
su trabajo. ¿Qué haces? Levántate, no te dejes vencer por el cansancio.
Ablandada por el sueño, no olvides el ultraje. Deja atormentar tu corazón con
estos justos reproches: para los sensatos sirven de aguijones. Y tú lanza tu
jadeo sangrante sobre este hombre, consúmelo con tu aliento, con el fuego de tu
vientre. Síguelo, marchítalo con otra persecución.
(Desaparece.)
CORIFEO. Despiértate y despierta
a tu vecina, como yo a ti. ¿Duermes? Levántate, cocea el sueño y veamos si hay
algo inútil en este preludio.
CORO. ¡Ah, ah! ¡Qué desgracia!
¡Cuánto sufrimiento, amigas!
Mucho, en
verdad, he sufrido yo y en vano.
Hemos sufrido un infortunio de
grave dolor, ¡oh dioses!, un mal insoportable.
Ha escapado de
la red y ha huido la fiera.
Vencida del
sueño, he perdido la caza.
¡Ah, hijo de
Zeus, eres un ladrón! .
Joven numen, has
pisoteado antiguas divinidades.
Honrando a tu
suplicante, hombre impío, cruel a sus padres.
Nos has robado a
un matricida, tú que eres un dios.
¿Cuál de estas
cosas te diré que es justa?
Del fondo de los sueños me ha
llegado un reproche y, como un aguijón que el cochero empuña por el miedo, me
ha herido el corazón, el hígado. Todavía siento, bajo el látigo de un verdugo
feroz, un doloroso, dolorosísimo escalofrío.
Así actúan los dioses jóvenes que
todo lo gobiernan injustamente. El sitial que destila sangre de cabeza a pies,
el ombligo del mundo, se vé cargado con horrible mácula sangrienta.
Él, que es un adivino, por propio
impulso, por propia invitación, ha ensuciado el santuario con una mancha
doméstica, honrando a los mortales contra la ley, los dioses, ha desterrado las
antiguas Moiras.
A mí me es odioso y no me lo
arrancará; ni que huya debajo de la tierra, nunca será liberado. Siendo un
maldito, dondequiera que vaya, encontrará otro vengador sobre su cabeza.
(Aparece
Apolo.)
APOLO. ¡Fuera!, os lo mando;
salid aceleradamente de esta casa, vaciad el santuario profético, si no queréis
recibir la blanca serpiente alada que, saltando del arco de oro, os hará
arrojar con dolor la negra espuma sacada de los hombres, vomitando los grumos
de sangre que les habéis chupado. No, no es propio de vosotras acercaros a esta
casa, sino allí en donde hay sentencias que cortan cabezas y vacían ojos, donde
hay degüellos, donde, con la destrucción de la simiente, se pierde la flor
viril de los niños, donde se mutila, donde se lapida, donde gruñen un largo lamento
los hombres clavados por la espalda. ¿Oís, monstruos malditos de los dioses,
las fiestas que os deleitan? Todo vuestro aspecto concuerda con estos horrores:
vuestra morada propia sería la cueva de un león que se ahíta de sangre y no
manchar con vuestra presencia estos lugares proféticos. Id, paced sin pastor:
de tal grey ningún dios es amigo.
CORIFEO. Soberano Apolo, escucha
a tu vez. Tú mismo eres, no cómplice, sino el único causante, el que tiene la
culpa de todo lo que ha sucedido.
APOLO. ¿Cómo? Explica,
alarga tus razones.
CORIFEO. Tu oráculo mandó a tu
huésped matar a su madre.
APOLO. Mi oráculo le dijo que
condujera la venganza de un padre. ¿Qué, pues?
CORIFEO. Y luego te hiciste
protector de la sangre reciente.
APOLO. Y le
encargué que se refugiara en esta casa.
CORIFEO. ¿Y por
qué insultas a esta escolta?
APOLO. Porque no
es propia para entrar en mi morada.
CORIFEO. Pero
nos ha sido asignada esta tarea.
APOLO. ¿Cuál es esta honorable
función? Cuéntame esta antigua prerrogativa.
CORIFEO. Nosotras arrojamos a los
matricidas de sus casas.
APOLO. ¿Qué? ¿Y
la mujer que se deshace del marido?
CORIFEO. Ella no
ha dado muerte a un ser consanguíneo.
APOLO. Tú menosprecias por
completo y en nada tienes los pactos nupciales garantizados por Zeus y por
Hera. Y Cipris, es rechazada indignadamente por tus razones, ella que otorga a
los mortales las más dulces alegrías. Pues el lecho en donde el destino une al
hombre y a la mujer y sobre el cual vela la Justicia, es más fuerte que un
juramento. Si con los que se matan entre ellos eres tan benigna que ni te
preocupas ni los miras con ira, niego que seas justa desterrando a Orestes;
pues veo que hay casos en que mucho te enfadas y otros que los tomas
visiblemente con más calma. Pero la diosa Palas juzgará los derechos de ambas
partes.
CORIFEO. Mas yo
nunca abandonaré a ese hombre.
APOLO. Tú persíguelo, pues, y aumenta tus desgracias.
CORIFEO. No busques con tus palabras
cercenar mis honores.
APOLO. No
aceptaría tener tales prerrogativas.
CORIFEO. Porque tú, según se
dice, eres poderoso al lado de Zeus; pero yo, puesto que me empuja la sangre de
una madre, voy con mi venganza tras este hombre y le sigo las huellas.
APOLO. Y yo socorreré a mi
suplicante y lo salvaré. Terrible para los mortales y los dioses es la cólera
de un suplicante, si alguien lo traiciona voluntariamente.
(El coro sale. La escena cambia. Se ve a
Orestes abrazado a la estatua de Atenea, en la acrópolis de Atenas.)
ORESTES. Soberana Atenea, por
orden de Loxias he venido; recibe benignamente a un maldito, no manchado ni
impuro de manos, sino a uno enervado y gastado de restregarse por casas ajenas
y por los caminos de los hombres. Atravesando igualmente tierra y mar, dócil a
los preceptos proféticos de Loxias, llego a tu morada y abrazado a tu imagen,
diosa, aquí permanezco esperando el resultado del juicio.
(Llega el coro
de las Erinis.)
CORIFEO. Bien; esto es una señal
manifiesta del hombre; sigue los indicios del mudo delator. Como un perro a un
cervato herido, así nosotras rastreamos las gotas de sangre. Con tantas
agotadoras fatigas, mi pecho jadea; he recorrido toda la Tierra y en vuelo sin
alas he pasado por encima de las olas persiguiéndolo ligera como un navío. Y
ahora aquí, en algún lugar, se ha acurrucado: el olor de la sangre humana me
halaga.
CORO. Mira, mira bien, registra
por todas partes, no sea que el matricida en huida furtiva escape sin castigo.
Míralo, de nuevo ha encontrado
apoyo. Abrazado a la estatua de una diosa inmortal, quiere someter a juicio la
obra de sus manos.
Mas esto no es posible. La sangre
materna, una vez derramada, ¡ay!, es difícil de recoger: el líquido vertido en
el suelo desaparece.
Tú, en resarcimiento, de tus
miembros todavía palpitantes has de darme a sorber la roja ofrenda de tu
sangre. ¡Que en ti encuentre el alimento de horrenda bestia!
Y una vez consumido en vida, te
arrastraré bajo tierra, para que expíes con tormentos tu acción matricida.
Allí veras que si algún otro
mortal pecó ofendiendo impíamente a un dios, a un huésped o a sus padres, todos
tienen el castigo que en justicia se merecen.
Gran juez de los mortales es
Hades bajo tierra, y todo lo ve y registra en su mente.
ORESTES. Yo, enseñado en la
desgracia, conozco muchos ritos de purificación y cuándo es justo hablar e
igualmente callar; y, en este presente caso, he recibido de un sabio maestro la
orden de hablar; pues la sangre de mi mano duerme y se desvanece, y está lavada
la mancha de la muerte de mi madre. Estando todavía fresca la he disipado con
la ofrenda expiatoria de un cerdo en el hogar del dios Febo; y me sería muy
largo de referir desde el principio a cuantos me acerqué con un contacto
inocuo. El tiempo, al envejecer, todo lo supera. Ahora, pues, con boca pura
invoco reverentemente a la soberana de esta tierra, a Atenea, que venga en mi
ayuda. Ella, sin lanza, conquistará en mí y en el pueblo de la tierra argiva un
aliado fiel en justicia y para siempre. Mas, ya sea que por las regiones del
país líbico, alrededor de las corrientes del nativo Tritón, vaya, de pie o
sentada, en ayuda de los amigos; ya sea que, como un audaz jefe de guerra,
inspeccione la llanura de Flegra, le ruego que venga -pues un dios oye incluso
de lejos- y me libre de estos males.
CORIFEO. No, ni Apolo ni la
fuerza de Atenea podrían salvarte de ir a la perdición, abandonado de todos,
sin saber dónde hay un rincón de alegría en tu corazón, sombra sin sangre,
pasto de las diosas. ¿No respondes, sino que rechazas, escupiendo, mis
palabras, tú alimentado y consagrado para mí? Vivo, sin ser degollado en el
altar, serás mi banquete; y ahora vas a oír el himno que te encadenará.
(Las Erinis rodean la estatua de Atenea y
forman un círculo alrededor de Orestes.)
CORO. Ea, pues, entrelacemos una
danza, ya que estamos decididas a entonar un horrendo canto y a decir cómo
nuestra tropa reparte los destinos entre los hombres.
Creemos ser rectas justicieras,
ninguna ira nuestra acosa al hombre que presenta manos puras y su vida
transcurre sin daño. Pero cuando un pecador, como éste, oculta unas manos
ensangrentadas, entonces viniendo, testigos veraces, en socorro de los muertos
aparecemos al fin como vengadoras de la sangre.
Madre que me diste a luz, ¡oh
madre Noche!, para castigo de los muertos y de los vivos, escucha.
Pues el hijo de Leto me priva de
honores, arrebatándome esta liebre, legítima ofrenda en expiación de la sangre
marchitamiento de los mortales.
Esta es la tarea que la
inflexible Moira me asignó demencia!, alucinador, que pierde el alma, el himno
de las Erinis, encadenador de los sentidos, sin lira, marchitamiento de los
mortales.
Esta es la tarea que la
inflexible Moira me asignó en perpetua posesión: acompañar a los mortales que
en su locura se han precipitado a crímenes consanguíneos, hasta que descienden
bajo tierra, pero, incluso muertos, no serán del todo libres.
Pero para la víctima he aquí
nuestro canto, demencial, alucinador, que pierde el alma, el himno de las
Erinis, encadenador de los sentidos, sin lira, marchitamiento de los mortales.
Ya al nacer nos fue asignada esta
función que rehúyen las manos de los dioses. Ninguno toma parte en nuestros
banquetes. Pero estoy excluida de las ropas blancas, no son cosa mía.
Me incumbe la destrucción de las
casas cuando Ares, doméstico, mata a un pariente. Entonces, ¡ah!, le
perseguimos y, por poderoso que sea, le anonadamos por efecto de la sangre
reciente.
Nos damos prisa en quitar a otro
estos afanes, en procurar la inmunidad de los dioses con mis cuidados, para que
no hayan de instruir proceso. Pues Zeus ha juzgado indigno de su audiencia la
abominable estirpe de los que gotean sangre.
Me incumbe la destrucción de las
casas cuando Ares, doméstico, mata a un pariente. Entonces, ¡ah!, le perseguimos
y, por poderoso que sea, le anonadamos por efecto de la sangre reciente.
Las glorias humanas, aun las más augustas bajo el cielo, se
derriten y consumen por tierra, humilladas ante el asalto de nuestros negros
velos y las maléficas danzas de nuestro pie.
Saltando con vigor desde lo alto,
dejo caer pesadamente la fuerza de mi pie, y se quiebran las piernas de los
ágiles corredores, desgracia insoportable.
Cae, sin saberlo, en el delirio
pernicioso; tales tinieblas extiende sobre el hombre su crimen; y una voz de
muchos gemidos proclama que una bruma sombría envuelve toda la casa.
Saltando con vigor desde lo alto,
dejo caer pesadamente la fuerza de mi pie, y se rompen las piernas de los
ágiles corredores, desgracia insoportable.
Así permanece nuestro destino:
ingeniosas, tenaces, memoriosas de los males, inexorables a los mortales somos
las Venerables, que cumplimos un oficio despreciado y deshonroso, separadas de
los dioses en la mansión tenebrosa, tarea nefasta por igual a los que ven la
luz del sol y a los que están privados de ella.
¿Quién de los mortales no siente
respeto y temor al oír la ley que nos ha fijado la Moira y que han ratificado
los dioses? Conservo mi antiguo privilegio y no permanezco sin honores, aunque
tengo mi lugar bajo tierra y en tinieblas sin sol.
(Se aparece
Atenea.)
ATENEA. Desde lejos he oído el
clamor de una voz, desde el Escamandro, cuando tomaba posesión de la tierra,
espléndida porción de los tesoros conquistados a punta de lanza, que los
caudillos y príncipes de los aqueos me asignaron del todo y para siempre,
presente escogido para los hijos de Teseo. Desde allí he venido moviendo un pie
infatigable, sin alas, haciendo resonar el seno de la égida, después de haber
uncido este carro a potros vigorosos. Y ahora al ver esta tropa nueva en este
país, no tiemblo, pero un asombro se ofrece a mis ojos. ¿Quiénes sois? A todos
en común lo digo: a ese extranjero sentado junto a mi estatua y a vosotras que
no os parecéis a ninguna raza humana: ni los dioses os ven entre las diosas ni
por la forma sois semejantes a los mortales. Pero hablar mal de los demás sin
motivo de reproche está lejos de lo justo y permitido.
CORIFEO. Lo sabrás todo
enseguida, hija de Zeus: somos las sombrías hijas de la Noche, y en las
mansiones subterráneas somos denominadas las Imprecaciones.
ATENEA. Ya sé vuestro linaje y el
sobrenombre que os dan.
CORIFEO. Pues
ahora pronto sabrás mis honores.
ATENEA. Podré enterarme de ello
si hablas un lenguaje claro.
CORIFEO. Echamos
fuera de sus casas a los asesinos.
ATENEA. Y para el asesino, ¿dónde
está el término de su huida?
CORIFEO. Donde la alegría es por completo desconocida.
ATENEA. Así, ¿es ésta la huida a
la qué, con tus gritos, condenas a este hombre?
CORIFEO. Sí, porqué creyó justo
ser él asesino dé su madre.
ATENEA. Pero ¿lo ha hecho por
necesidad o por miedo a la cólera dé alguien?
CORIFEO. ¿Qué aguijón puede
obligar a matar a una madre?
ATENEA. Estando presentes las dos
partes, sólo he oído la mitad dé la causa.
CORIFEO. Pero él no quiere ni
aceptar ni prestar él juramento.
ATENEA. Tú
prefieres pasar por justa más qué serlo.
CORIFEO. ¿Cómo? Explícate, pues
no carecemos dé sabiduría.
ATENEA. Quiero decir qué con
juramentos la injusticia no triunfa.
CORIFEO. Entonces interroga y
pronuncia una sentencia justa.
ATENEA. Así, ¿me confías a mí la decisión dé la causa?
CORIFEO. ¿Cómo no? Té honro
dignamente tal como té mereces.
ATENEA. ¿Qué quieres responder
por tu parte, extranjero, a éstas acusaciones? Mas, dinos tu país, tu linaje y
tus desgracias y luego defiéndete dé este reproche. Si confiando en ¡ajusticia
té has sentado, abrazándote a mi imagen, cerca dé mi hogar, venerable
suplicante a la manera dé Ixión, responde cumplidamente a todas mis preguntas.
ORESTES. Soberana Atenea, ante
todo voy a eliminarte una gran preocupación qué sé desprende dé tus últimas
palabras: no soy culpable ni con manos impuras me he sentado junto a tu imagen.
Té daré dé ello una gran prueba: es ley qué él hombre manchado no hablé con
nadie hasta qué efusiones dé sangré expiatoria dé un animal recién nacido le
ensangrenten por obra dé un varón. Hace tiempo qué me he purificado en otras
casas, con víctimas y con líquidas corrientes. Así, digo, quítate dé encima
ésta preocupación.
En cuanto a mi linaje vas a
saberlo en seguida. Soy argivo, y mi padre, bien le conoces. Agamenón, jefe del
ejército naval con él qué hiciste qué Ilión, la ciudad dé los troyanos,
desapareciera como tal ciudad. Falleció sin gloria este monarca, al regresara
palacio: mi madre, dé negro corazón, lo mató envolviéndolo en intrincados lazos
qué testimoniaban él asesinato en él baño. yo, volvía a la patria, pues antes
estuve exiliado, maté, no lo niego, a la qué me dio a luz, muerte con muerte
pagando en venganza dé mi queridísimo padre. Pero dé éstos hechos, juntamente
conmigo, es responsable Loxias, qué me predijo sufrimientos, a manera dé
aguijones dé mi corazón, si dejaba dé cumplir alguna dé sus órdenes contra los
culpables. Tú juzga si he obrado o no justamente: cualquiera qué sea tu
sentencia me someteré a ella del todo.
ATENEA. El asunto es sumamente
gravé, si algún mortal cree poder juzgarlo; pero tampoco me es lícito resolver
en causas dé muerte perpetradas en un arrebato dé ira, máxime cuando, realizado
todo rito expiatorio, té presentaste como suplicante puro y sin daño para mi
morada, y cuando té admito en mi ciudad libré dé culpa. Mas éstas tienen una
función no fácil dé aplacar, y si no consiguen un resultado victorioso, luego
él veneno dé su corazón, cayendo sobré este país, será un perpetuo é
intolerable azoté. Tal es la situación: lo mismo si sé quedan qué si las
expulso, es causa dé graves dolores, es difícil para mí. Con todo, ya qué él
asunto ha llegado a tal extremo, escogeré jueces dé la sangré vertida,
obligados por juramentos y constituiré un tribunal para siempre.
Ahora vosotros llamad a los
testigos y las pruebas, auxiliares juramentados dé la justicia. Cuando haya
escogido a mis mejores ciudadanos, volveré para qué decidan esté caso
verídicamente, sin transgredir en nada los juramentos con ánimo injusto.
(Sale Atenea.)
CORO. Hoy habrá un
desquiciamiento por obra dé las leyes nuevas, si triunfa la causa y la ofensa
dé este matricida. Esta acción armonizará a todos los mortales con la licencia:
mu- chas, en verdad, dolorosas heridas, abiertas por los
propios hijos,
aguardaran a los padres con el tiempo.
Porque ninguna ira de las ménades
que vigilan a los mortales perseguirá estos desmanes; dejaré realizar todo
destino de muerte. Uno irá preguntando a otro, mientras cuenta los males del
vecino, el fin o el alivio de estas miserias, y en vano se consolarán,
desgraciados, con remedios no seguros.
Que nadie herido por la desgracia
me invoque, pronunciando estas palabras: «Oh Justicia, oh trono de las Erinis».
Quizá un padre o una madre, recién ofendidos, gemirán lastimosamente, puesto
que se hunde la morada de la justicia.
Hay casos en que es bueno el
temor y, guardián de los corazones, debe permanecer entronizado. Es difícil
aprender la sensatez bajo el dolor. ¿Quién, pues, ciudad o mortal igualmente,
si en su corazón nada teme bajo el sol, podrá venerar la justicia?
No alabes ni una vida anárquica
ni sometida a un déspota. A toda medida otorga Dios el poder; lo demás lo
gobierna de otra manera. Digo una verdad oportuna la insolencia es hija, en
verdad, de la impiedad; pero, de una sana mente nace la dicha, de todos querida
y tan invocada.
Ante todo te digo: venera el
altar de la Justicia. Ni al ver una ganancia lo ultrajes con un puntapié impío.
Pues el castigo vendrá: el fin permanece soberano. Así coloca en primer lugar
de honor la reverencia a los padres y respeta los derechos de los extranjeros
que se acogen a tu casa.
Aquél que de grado, sin coacción,
es justo, no será desgraciado y no perecerá del todo. Mas el rebelde audaz que
lleva una carga de tesoros injusta y violentamente acumulada, lo afirmo, con el
tiempo amainará velas, cuando, roto el mástil, se apodere de él la angustia.
Llama a los que nada oyen, en
medio del irresistible torbellino. Y el Destino se ríe del hombre insolente,
viendo a aquél, que jamás se lo esperaba, abatido en medio de males sin remedio
e incapaz de saltar por encima de la cresta de la ola. Su dilatada felicidad de
antaño lo ha lanzado contra el escollo de la Justicia, y perece sin que nadie
lo llore, sin que nadie lo vea.
(Regresa Atenea con el mensajero, los
jueces y gente del pueblo. El coro y Orestes se sitúan en frente uno de otro.)
ATENEA. Haz la proclama,
mensajero, y contén al pueblo. Que la penetrante trompeta tirrénica, llena de
soplo humano, llegue hasta el suelo y manifieste su aguada voz a la multitud.
Es tando lleno este Consejo, conviene que haya silencio, que toda la ciudad
conozca las leyes que establezco Y que estos jueces pronuncien un veredicto
justo. (Se aparece Apolo.) Soberano Apolo, dirige tus propios asuntos. ¿Qué
parte tienes, dime, en esta causa?
APOLO. Vengo para dar testimonio
-pues, según la ley, este hombre es mi suplicante y huésped de mi hogar, y yo
mismo lo he purificado de su crimen- y también como defensor. Yo soy
responsable del matricidio. Pero tú abre este proceso y según tu pericia dicta
sentencia.
ATENEA. (A las Erinis.) Vosotras
tenéis la palabra: Doy comienzo al debate. El acusador, hablando el primero,
debe ser rectamente informador del caso.
CORIFEO. Somos muchas, pero
hablaremos poco. (Dirigiéndose a Orestes.) Tú responde sucesivamente palabra
por palabra a mis preguntas. Dime ante todo:
¿mataste a tu
madre?
ORESTES. La
maté: no es posible negar el hecho.
CORIFEO. Esta es
una de las tres caídas.
ORESTES. No pregones jactanciosamente
tu hazaña, ya que no estoy todavía vencido.
CORIFEO. Sin embargo, es preciso
que digas cómo la mataste.
ORESTES. Lo digo: por mi mano,
con la espada le corté el cuello.
CORIFEO. ¿Quién
te persuadió y aconsejó?
ORESTES. Los
oráculos de éste: él es mi testigo.
CORIFEO. ¿El
dios profeta te indujo a matar a tu madre?
ORESTES. Y hasta
ahora no me reprocha mi suerte.
CORIFEO. Pero si la votación te
condena, otra cosa, quizá, dirás.
ORESTES. Tengo confianza: mi padre
me enviará ayuda desde la tumba.
CORIFEO. Sí, confía ahora en los
muertos después que has matado a tu madre.
ORESTES. Ella
tenía la mancha de dos crímenes.
CORIFEO. ¿Cómo?
Explícalo a los que han de juzgarte.
ORESTES. Matando
a su esposo mató a mi padre.
CORIFEO. Pero tú vives; ella, en
cambio, está libre del asesinato.
ORESTES. ¿Y por
qué no la perseguiste en vida?
CORIFEO. No era
pariente del hombre que mató.
ORESTES. ¿Es que
yo estoy en la sangre de mi madre?
CORIFEO. ¿Cómo, pues, te crió en
tus entrañas, malvado? ¿Reniegas, tú, de la sangre queridísima de una madre?
ORESTES. (A Apolo.) Es hora ya de
que des tu testimonio. Explica por mí, Apolo, si la maté justamente. El hecho,
tal como es, no lo niego; pero decide si, según tu criterio, esta sangre ha
sido justamente derramada o no, para que informe a los jueces.
APOLO. Os lo voy a decir, augusto
tribunal de Atenas: «Justamente», y siendo profeta no mentiré. Nunca desde mi
trono profético he dicho algo referente a un hombre o a una mujer o una ciudad
que no me lo mandara Zeus, padre de los Olímpicos. Habéis de saber la fuerza de
esta justificación y os invito a seguir la voluntad de mi padre; porque no hay
juramento que prevalezca sobre Zeus.
CORIFEO. ¿Zeus, según dices, te
apremió a revelar este oráculo a Orestes, que vengando la muerte de un padre no
tuviera en cuenta el honor debido a una madre?
APOLO. Sí, porque no es lo mismo
la muerte de un noble héroe investido con el cetro, regalo de Zeus, y esto por
obra de una mujer que no ha lanzado desde lejos, como una amazona, dardos
impetuosos, sino de la manera que oiréis, Palas y vosotros que estáis aquí
sentados, para decidir con vuestro voto esta causa. Cuando regresaba de la
guerra, habiendo conseguido los mejores éxitos, ella lo recibe con dulces
palabras, lo conduce al baño y, al salir de la bañera, lo envuelve con un velo
y golpea al varón impedido por aquel inextricable peplo bordado. Ya os he
expuesto el fin de este héroe augusto entre todos, del caudillo de la armada.
He hablado así de ella para excitar al pueblo que está encargado de decidir
este proceso.
CORIFEO. Según tus palabras, Zeus
honra preferentemente la muerte de un padre; pero él mismo encadenó a su viejo
padre Crono. ¿Cómo esto no está en contradicción con lo anterior? Yo os tomo
por testigos de que habéis oído estas razones.
APOLO. ¡Oh monstruos odiados por
todos, abominación de los dioses! Zeus puede desatar unas cadenas; esto tiene
remedio y hay muchos medios de librarse de ellas. Pero cuando el polvo se ha
bebido la sangre de un hombre, una vez muerto, ya no hay resurrección. Mi padre
no ha creado encantamientos contra este mal, él que remueve todas las cosas
arriba y abajo, sin jadear por el esfuerzo.
CORIFEO. Mira, pues, cómo
defiendes su absolución. Habiendo derramado por el suelo la sangre de una
madre, ¿habitará en Argos el palacio de su padre? ¿En qué altares públicos presentará
ofrendas? ¿Qué fratría lo admitirá en sus lustraciones?
APOLO. También te lo diré, y
entérate de que hablo justamente. La madre no es la engendradora del que se
llama su hijo, sino la nodriza del germen recién sembrado. El que engendra es
el hombre; ella, como una extranjera para un extranjero, salva el retoño, si la
divinidad no lo malogra. Te voy a dar una prueba de este argumento: se puede
ser padre sin una madre. Cerca tenemos un testimonio, la hija de Zeus Olímpico,
que no ha sido alimentada en las tinieblas de un vientre, y, sin embargo,
ninguna diosa podría dar a luz un vástago semejante. Yo, ¡oh Palas!, como en
todo sé hacerlo, engrandeceré tu ciudad y tu pueblo; y he enviado este hombre
al lugar de tu templo para que te sea por siempre fiel y consigas con él un
nuevo aliado, diosa, así como a sus hijos, y esta alianza permanezca por
siempre querida por sus descendientes.
ATENER. Ruego ya a los jueces
que, según su opinión, despositen un voto justo, puesto que ya se ha hablado
suficiente.
CORIFEO. Nosotras hemos lanzado
ya todos los dardos. Mas aguardo para escuchar cómo se resuelve el debate.
ATENER. (A Apolo y Orestes.) Y
vosotros, ¿qué he de hacer para no recibir vuestros reproches?
APOLO. (A los jueces.) Habéis
oído lo que habéis oído. Al depositar vuestro voto, conservad en el corazón el
respeto debido al juramento, extranjero.
ATENEA. Escuchad ahora la norma
que instituyo, pueblo de Ática, que vais a resolver la primera causa por sangre
derramada. Este Consejo de jueces permanecerá siempre en el futuro entre el
pueblo de Egeo. Esta colina de Ares, asiento y tienda de las amazonas un día,
cuando por odio a Teseo trajeron aquí la guerra -una nueva ciudadela de altas
torres levantaron y sacrificaron a Ares, de donde la roca y la colina tomaron
el nombre de Ares-, en esta colina, digo, el Respeto del pueblo y el Miedo,
hermano suyo, impedirán a los ciudadanos, de día y de noche, cometer
injusticias con tal que ellos mismos no alteren sus leyes; si ensucias agua
clara con afluentes impuros y con cieno, no podrás beber ya más. Ni anarquía ni
despotismo: tal es la máxima que aconsejo a los ciudadanos mantener con
reverencia y no desterrar enteramente de la ciudad el temor. ¿Qué mortal se
mantiene en la justicia si nada teme? Venerad, como se debe, este poder
augusto, y tendréis un baluarte salvador de vuestro país y vuestra ciudad, como
nadie lo tiene, ni entre los escitas ni en las regiones de Pélope.
Incorruptible, venerable, severo, tal es el Consejo que establezco, guardián de
la tierra, siempre vigilante por los que duermen. Tal es la exhortación que he
dirigido a mis ciudadanos para el futuro. Ahora debéis alzaos, emitir vuestro
voto y decidir el litigio respetando el juramento. He dicho.
(Los jueces
van depositando los votos en las urnas.)
CORIFEO. Yo, en verdad, os
aconsejo que no despreciéis esta pesada compañía mía asentada en el país.
APOLO. Por mi parte, yo os invito
a respetar los oráculos, míos y de Zeus, y no hacerlos infructuosos.
CORIFEO. Pero no te incumbe
intervenir en causas de sangre. Ya nunca más podrás anunciar vaticinios puros.
APOLO. ¿Entonces mi padre se
equivocó en sus designios con ocasión de las súplicas de Ixión, el primer
homicida?
CORIFEO. Tú lo dices. Pero yo, si
no gano la causa, haré sentir pesadamente mi presencia sobre este país.
APOLO. Pero tú no tienes honra
alguna, ni entre los dioses nuevos ni viejos. Yo ganaré.
CORIFEO. Tal fue también tu
proceder esa el palacio de Feres:
persuadiste a las
Parcas de hacer inmortales a los hombres.
APOLO. ¿Acaso no es justo
favorecer al que honra a uno, sobre todo cuando él tiene necesidad?
CORIFEO. Pero tú destruiste
antiguas asignaciones, engañando con vino a viejas divinidades.
APOLO. Y tú pronto, no obteniendo
votos favorables, vomitarás un veneno que ya no dañará a los enemigos.
CORIFEO. Ya que tú, joven dios,
machacasmi ancianidad, aguardo en espera de oír esta sentencia, porque no sé si
habré de enfurecerme contra esta ciudad.
ATENER. Esta es mi función:
juzgar la última. Yo añadiré mi voto a los que defienden a Orestes; no tengo
madre que me haya dado a luz, y en todo, salvo en concertar nupcias, me decido
por el varón con toda el alma: sin duda estoy al lado del padre. Así no me
preocuparé del destino de una mujer que ha muerto al marido, guardián de la
casa. Orestes ganará, aun en igualdad de votos. Sacad apresuradamente los
sufragios de las urnas, jueces encargados de esta tarea.
(Se sacan y
cuentan los votos.)
ORESTES. ¡Oh Febo Apolo!, ¿cómo se decidirá el juicio?
CORIFEO. ¡Oh Noche, negra madre!, ¿ves lo que sucede?
ORESTES. Atenea, mi final será
colgarme o ver todavía la luz.
CORIFEO. Para nosotras,
desaparecer o conservar nuestros honores.
APOLO. Contad exactamente los
sufragios que salen, extranjeros, procurando no cometer fraude en el reparto:
un sufragio de menos produce un gran dolor y un solo voto puede derribar o
levantar una casa.
ATENEA. Este hombre es absuelto
del delito de sangre: el número de votos es igual por ambas partes.
(Apolo
desaparece.)
ORESTES. ¡Oh Palas, salvadera de
mi casa! Privado de la tierra de mis padres, tú me has restablecido en ella. Y
alguien de los helenos dirá: «Este hombre vuelve a ser argivo y habita en medio
de los bienes paternos por obra de Palas y Loxias, y de aquel que todo lo
gobierna, tercer Salvador.» El cual, compadeciéndose del destino paterno, me
salva, al ver a estas defensoras de la causa de mi madre. Pero yo a este país y
a tu pueblo, para el porvenir y para la plenitud del tiempo futuro, hago este
juramento ahora, al partir hacia mi casa: nadie que sea allí timonel del país
traerá jamás contra estos lugares un ejército bien equipado. Yo mismo, estando
entonces en la tumba, a los transgresores de mi presente juramento, les
castigaré con irremediables desgracias, volviendo sus caminos irresolutos y sus
pasos llenos de funestos presagios para que se arrepientan de su empresa. En
cambio, si mantienen mis juramentos y, honran siempre esta ciudad de Palas con
lanza aliada, yo les seré propicio.
Y ahora adiós, tú y tu pueblo que
guarda la ciudad. ¡Ojalá que esta lucha, irresistible para los enemigos, te
traiga salvación y victoria en las armas.
(Sale
Orestes.)
CORO. ¡Oh jóvenes dioses! Habéis
machacado las leyes antiguas y me habéis arrancado a ese hombre de mis manos.
Mas yo así deshonrada, mísera, haré sentir sobre esta tierra, ¡ay!, el peso de
mi ira, veneno, veneno en venganza vertiendo de mi corazón, destilación causa
de esterilidad para el país. De ella saldrá una lepra, funesta a las hijas,
funesta a los hijos, ¡oh Justicia!, que abatiéndose sobre esta tierra arrojará
contra la región plagas homicidas. ¿Gimo? ¿Qué haré? Seamos abrumadoras a los
ciudadanos. Hemos padecido, ¡ay un gran ultraje, las miserables hijas de la
Noche, deshonrosamente afligidas.
ATENEA. Escuchadme, no lo
soportéis quejándoos gravemente. Pues no habéis sido vencidas, sino que una
sentencia igualada en votos ha salido verdaderamente de las urnas, no para
vuestra humillación. Había hermosos testimonios de parte de Zeus y los traía el
mismo dios que había profetizado que Orestes no sufriría ningún daño por su
acción. Queréis vomitar sobre esta tierra una pesada cólera; reflexionad, no os
irritéis; no provoquéis la esterilidad destilando licores demoníacos, lanzas
salvajes devoradoras de gérmenes. Yo con toda lealtad os prometo que tendréis
una morada y un refugio legítimo en este país, sentadas sobre los altares de
maravillosos tronos, honradas por estos ciudadanos.
CORO. ¡Oh jóvenes dioses! Habéis
machacado las leyes antiguas y me habéis arrancado a ese hombre de mis manos.
Mas yo así deshonrada, mísera, haré sentir sobre esta tierra, ¡ay!, el peso de
mi ira, veneno, veneno en venganza vertiendo de mi corazón, destilación causa
de esterilidad para el país. De ella saldrá una lepra, funesta a las hijas,
funesta a los hijos, ¡oh justicia!, que abatiéndose sobre esta tierra lanzará
contra la región plagas homicidas. ¿Gimo? ¿Qué haré? Seamos abrumadoras a los
ciudadanos. Hemos padecido, ¡ay!, un gran ultraje, las desgraciadas hijas de la
Noche, deshonrosamente afligidas.
ATENER. No sois despreciadas; en
vuestra ira excesiva no hagáis, diosas, la tierra difícil de cultivar para los
mortales. Yo tengo confianza en Zeus y -¿por qué he dé decirlo?- soy él único
dé los dioses qué conozco las llaves del aposento en donde está guardado él
rayo; pero no es necesario nada dé esto. Tú préstame oídos y dé tu lengua
insolente no lances sobré este país palabras qué llevan él fruto dé una total
desgracia. Aplaca la amarga cólera dé ésta negra ola, como destinada a ser
verdaderamente honrada y habitar conmigo. Las primicias dé este dilatado país,
ofrendas por él nacimiento dé los hijos y por las nupcias, serán para ti y
siempre alabarás mi consejo.
CORO. ¡Yo sufrir ésta
humillación, ¡ay!, yo, con mi antigua sabiduría habitar en este país,
despreciada, ¡ay!, é impura! Respiro todo mi furor y cólera. ¡Ay, ay, Tierra!
¡Qué dolor penetra en mis costados! Escucha, madre Noche, mi ira: me han
quitado mis inveterados honores, a nada los han reducido los ineluctables engaños
dé los dioses.
ATENEA. Soportaré tus ataques dé
cólera; tú eres más vieja qué yo y en verdad más sabia, aunque Zeus también me
ha concedido no razonar malamente. Vosotras, si marcháis a otras tierras dé
gente distinta, sentiréis nostalgia dé este país. Os anticipo lo siguiente: él
curso del tiempo aumentará la gloria dé éstos ciudadanos, Y tú, en una hermosa
estancia cerca dé la morada dé Erecteo, recibirás dé los cortejos dé hombres y
dé mujeres lo qué nunca habrías obtenido dé otros mortales. Mas tú, en éstos
lugares qué son míos, no lances sangrientos aguijones qué destrozan las
entrañas dé los jóvenes y enloquecen con furias abstemias ni, como si excitase
él corazón dé unos gallos, introduzcas entre mis ciudadanos las guerras
intestinas y la audacia mutua. Sea externa la guerra, fácil alcancé para aquél
qué tiene un violento deseo dé fama; pero qué no me hablen dé combates entre
las aves dé corral. Tales ofrecimientos dé mi parte puedes escoger; haciendo
bien, recibiendo bien, bien honrada, compartir ésta tierra predilecta dé los
dioses.
CORO. ¡Yo sufrir ésta
humillación, ¡ay!, yo, con mi antigua sabiduría habitar en este país,
despreciada, ¡ay!, é impura! Res piro todo mi furor y cólera. ¡Ay, ay, Tierra!
¡Qué dolor penetra en mis costados! Escucha, madre Noche, mi ira: me han
quitado mis inveterados honores, a nada los han reducido los ineluctables
engaños dé los dioses.
ATENEA. No me cansaré dé
aconsejarte éstos bienes. Qué nunca puedas decir qué una anciana divinidad ha
sido arrojada por mí, qué soy más joven, y por los mortales qué guardan mi
ciudad, sin honor y desterrada dé ésta tierra. Pero si té es sagrada la
majestad dé la Persuasión, dulzura y encanto dé mi lengua, tú permanecerás
aquí; pero si no quieres quedarte, no serías justa lanzando sobré ésta ciudad
una cólera o un resentimiento o un daño para mi pueblo; porqué té es posible
tener legítimamente la posesión dé este país y ser por siempre honrada.
CORIFEO. Soberana Atenea, ¿qué
morada dices qué tendré?
ATENEA. Libré dé
todo infortunio; acéptala.
CORIFEO. Y si la
acepto, ¿qué honores me esperan?
ATENEA. Ninguna
casa prosperará sin ti.
CORIFEO. ¿Tú
harás qué mi poder sea tan grande?
ATENEA.
Dispondré los sucesos en favor del qué té honré.
CORIFEO. ¿Y me lo garantizarás
por todo él tiempo futuro?
ATENER. Me es posible dejar dé
prometer lo qué no he dé cumplir.
CORIFEO. Me parece qué me
hechizas y renuncio a mi cólera.
ATENER. Residiendo en éstas
tierras, conseguirás nuevos amigos.
CORIFEO. ¿Qué honores, pues, me
exhortas, qué canté en favor dé ésta tierra?
ATENEA. Los qué no tengan por
blanco una dañina victoria. Qué todas las brisas dé la tierra y del rocío
marino y del cielo, soplando a la propicia luz del sol, pasen sobré este país.
Qué él fruto ubérrimo dé la tierra y dé los animales no sé cansé dé hacer
prosperar a mis ciudadanos y guardé también él germen humano. Mas, a los
impíos, extermínalos; pues, como un buen jardinero, me place ver a la raza dé
los justos libre dé este castigo. He aquí lo qué té pertenece; pero yo no
permitiré qué las nobles empresas guerreras dejen de honrar a esta ciudad,
victoriosa entre los hombres.
CORO. Aceptaré la convivencia con
Palas y no rechazaré una ciudad que también Zeus todopoderoso y Ares habitan,
fortaleza de los dioses y resplandeciente protección de los altares de las
divinidades helénicas. Por ella con oráculos propicios imploro que la brillante
luz del sol haga brotar en abundancia de la tierra los bienes útiles para la
vida.
ATENEA. Yo actúo bondadosamente
en favor de mis ciudadanos estableciendo aquí unas poderosas e implacables
divinidades, pues les ha sido asignado regirlo todo entre los hombres. El que
no incurrió en su ira, no sabe de dónde vienen los golpes crueles de la vida.
Las faltas de sus antepasados le arrastrarán ante ellas, y por más que grite
una muda ruina lo aniquila con furia enemiga.
CORO. ¡Que no sople jamás un
viento funesto a los árboles -os anuncio mis favores, que los ardores que
agostan las yemas de las plantas no pasen las fronteras del país! ¡Que la
estéril y funesta plaga de los campos no se arrastre hasta aquí! ¡Que la tierra
críe fecundas ovejas, madre cada una de dos corderos en el tiempo establecido!
¡Y que el producto sacado de un rico suelo haga siempre honor al feliz presente
de los dioses!
ATENEA. ¿Escucháis, guardianes de
la ciudad, lo que quiere cumplir? Grande, pues, es el poder de la augusta
Erinis, cabe los inmortales y los dioses infernales; y entre los hombres clara
y plenamente dispone, a unos dando canciones, a otros una vida sombría de
lágrimas.
CORO. Alejo de vosotros los
destinos que matan prematuramente a lo hombres. Conceded a las jóvenes amables
una vida al lado de un esposo, oh Moiras soberanas, hermanas nuestras de madre,
divinidades distribuidoras de equidad, que residiendo en todas las casas hacéis
sentir en todo tiempo el peso de vuestra presencia justiciera, vosotras las más
respetadas entre todos los dioses.
ATENEA. Al oír lo que con
benévolo ánimo afirmáis a mi tierra me lleno de alegría. Venero los ojos de la
Persuasión, porque ha protegido mi lengua y mi boca frente a estas que tan
fieramente negaban. Pero ha ganado Zeus, dios de la palabra; y vence para
siempre nuestra obstinación al bien.
CORO. ¡Que jamás la Discordia,
insaciable de males, brame, ruego, en esta ciudad! ¡Que el polvo, abrevado con
la negra sangre de los ciudadanos, no exija en su cólera, como represalia,
desgracias de mutua sangre para la ciudad! ¡Que cambien entre ellos alegrías en
un espíritu de común amistad y odien con un solo corazón! Porque de muchos
males éste es el remedio entre los mortales.
ATENEA. ¿No es verdad que saben
hallar el camino de una lengua propicia? De estos terribles rostros veo salir
una inmensa ganancia para los ciudadanos. Porque si siempre a estas benévolas
las honráis con benévolo ánimo, todos os distinguiréis conduciendo vuestro país
y vuestra ciudad por los caminos de la recta justicia.
CORO. Salud, salud en la justa
posesión de la riqueza; salud a vosotros, pueblo de Atenas, sentados cabe el
altar de Zeus, queridos de la virgen querida, sensatos en todo tiempo. Los que
estén bajo las alas de Palas, su padre los respeta.
ATENEA. Salud también vosotras.
Pero es necesario que yo vaya delante para enseñaros vuestras moradas, a la
sagrada luz del cortejo. Id y con estas sagradas víctimas, alejad de nosotros
la desgracia y enviadnos lo que es provechoso para el éxito de la ciudad. Y
vosotros, guardianes de la ciudad, hijos de Cránao, mostrad el camino a estos
nuevos habitantes. ¡Y que los ciudadanos tengan buenos y rectos designios!
CORO. Salud, salud de nuevo; para
vosotros todos los de la ciudad, repito este augurio, deidades y hombres.
Habitáis la ciudad de Palas: honrad mi residencia entre vosotros y no os
lamentaréis de vuestra suerte en la vida.
ATENEA. Acepto el lenguaje de
vuestros votos y voy a llevaros, a la luz de las brillantes antorchas, hasta
los hogares inferiores y subterráneos. Vendrán conmigo, como es justo, las
servidciras, guardianes de mi imagen; pues invito a salir al esplendor de todo
el país de Teseo, tropa ilustre de niños y mujeres, cortejo de ancianas.
Venerad a estos dioses con
vestidos purpúreos y surja el resplandor del fuego, a fin de que esta bondadosa
compañía en el país se manifieste, para siempre, en espléndidas generaciones
humanas.
CORTEJO. Iniciad el camino, ¡oh
grandes, ávidas de honores, hijas sin hijos de la Noche!, con un cortejo amigo.
Ciudadanos, callad.
Hacia el antro subterráneo, en
donde obtendréis, con las antiguas honras y ofrendas, un culto sin igual.
Ciudadanos todos, callad.
Propicias y leales al país,
venid, Augustas, alegrándoos en el camino con las ardientes antorchas. Y ahora
emitid gritos de alegría en respuesta a nuestros cantos.
Alianza eterna entre las ahora
domiciliadas y los ciudadanos de Palas. Zeus, que todo lo ve, y la Moira, así
lo acordaron. Y ahora, emitid gritos de alegría en respuesta a nuestros cantos.
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