Sófocles
Áyax
Entre las siete tragedias de Sófocles (c. 496 - 406 a. C.) que se han conservado completas, Áyax es una tragedia de tema homérico que por su sencilla estructura se aproxima aún al estilo esquiliano. El héroe, desmesurado en su demencia, aparece en pugna con los principios morales y es víctima del pundonor y la pasión. La obra de Sófocles se ha convertido con el curso del tiempo en el paradigma de la tragedia griega, y sobre ella descansa en gran medida nuestra comprensión de este género y de sus implicaciones filosóficas y religiosas. Menos poético que Esquilo, Sófocles emplea un estilo más claro y más llano, con elegante ornamentación y dignísima mesura, y en el diálogo despliega una animada vivacidad. Estos valores hicieron que los griegos vieron en Sófocles la realización de su ideal literario y que reputaran como modélicas sus tragedias.
ATENEA.
ODISEO. ÁYAX.
CORO DE MARINEROS SALAMINIOS.
TECMESA.
MENSAJERO.
TEUCRO.
MENELAO.
AGAMENÓN.
PERSONAJES MUDOS
EURISACES. PEDAGOGO.
MENSAJERO DEL EJÉRCITO.
(La acción tiene lugar en el campamento de los griegos. Odiseo está ante
la tienda de Áyax examinando unas huellas fin la arena. Atenea aparece y le habla.)
ATENEA.— Siempre te veo, hijo de Laertes, a la caza de alguna treta para
apoderarte de tus enemigos También ahora te veo junto a la marina tienda de Ayax en
la playa —que ocupa el puesto extremo—, siguiendo desde hace un rato la pista y midiendo las huellas recién impresas de aquél, para conocer si está dentro o no lo
está. Tu paso bien te lleva, por tu buen olfato, propio de una perra laconia. En efecto,
dentro se encuentra el hombre desde hace un instante, bañadas en sudor su cabeza y sus manos asesinas con la espada. Y no te tomes ya ningún trabajo en escudriñar al otro lado de esta puerta, y sí en decirme por qué tienes ese afán, para que puedas aprenderlo de la que lo sabe.
ODISEO.— ¡Oh voz de Atenea, la más querida para mí de los dioses! ¡Qué
claramente, aunque estés fuera de mi vista, escucho tu voz y la capta mi corazón, como el sonido de tirrénica trompeta de abertura broncínea! También en esta ocasión
me descubres merodeando al acecho de un enemigo, de Áyax, el del gran escudo. De él, que de ningún otro, sigo el rastro desde hace rato. Pues ha cometido contra nosotros durante esta noche una increíble acción, si es que él es el autor. Nada sabemos con exactitud sino que estamos faltos de datos y yo me he sometido gustoso
a esta tarea.
Hemos descubierto, hace poco, destrozadas y muertas todas las reses del botín por obra de mano humana, junto con los guardianes mismos del majadal. Todo el mundo echa la culpa de esto a aquél. Un testigo presencial que lo vio a él solo, dando saltos por la llanura con la espada aún chorreante, me lo cuenta y me lo muestra. Yo, al punto, me lanzo sobre sus huellas y por algunas lo confirmo, pero estoy desconcertado por otras y no puedo saber de quién son. Te has presentado en el
momento oportuno; pues en todo, tanto en el pasado como en el futuro, tu mano es la
que me guía.
ATENEA.— Yo ya lo sabía, Odiseo, y desde hace rato me puse en tu camino como
resuelto guardián de tu persecución.
ODISEO.—Y bien, soberana querida, ¿me afano con algún provecho?
ATENEA.— Sí, pues esas acciones son obra de este hombre.
ODISEO.— ¿Por qué descargó así su mano tan insensatamente?
ATENEA.— Vejado por el resentimiento a causa de las armas de Aquiles.
ODISEO.— ¿Y por qué arremetió contra los rebaños?
ATENEA.— Creyendo que manchaba sus manos en vuestra sangre.
ODISEO.— ¿Conque ésta era su decisión, la de ir contra los Argivos?
ATENEA.— Y, de haberme yo descuidado, hubiera sido llevada a cabo.
ODISEO.— ¿Qué clase de audacia era ésta y qué osadía de ánimo?
ATENEA.— Se lanza contra vosotros solo, durante la noche y con engaños.
ODISEO.— ¿Es que ya estuvo cerca y llegó a su meta?
ATENEA.— Sí, ya estaba junto a las puertas de los dos jefes.
ODISEO.— ¿Y cómo retuvo a su ávida mano del asesinato?
ATENEA.— Yo se lo impedí infundiéndole en sus ojos falsas creencias, de una alegría fatal, y le dirigí contra los rebaños y el botín que, mezclado y sin repartir, guardan los boyeros. Cayendo allí, causó la muerte a hachazos de muchos animales cornudos rompiendo espinazos a su alrededor. Unas veces creía tener a los dos
Atridas y que los mataba con su propia mano, otras, que caía contra cualquier otro de
los generales. Y cuando nuestro hombre iba y venía preso de furiosa locura, yo le incitaba, le empujaba a la trampa funesta.
Y luego, después que se tomó un descanso en esta faena, habiendo atado a los bueyes que quedaban vivos y a todas las reses, los lleva a la tienda como quien lleva
a hombres y no un botín de hermosos cuernos. Y ahora, atados, en su morada los está maltratando.
Te mostraré esta manifiesta locura para que, tras verlo, se lo cuentes a todos los Argivos. Resiste con valor y no recibas a nuestro hombre como una calamidad. Yo haré que las miradas de sus ojos se vuelven a otra parte e impediré que vean tu rostro.
(Dirigiéndose a la entrada de la tienda grita.) ¡Eh, tú, que atas con lazos
las manos de los prisioneros a la espalda, te invito a venir aquí! A Áyax estoy llamando. Ven delante de la puerta.
ODISEO.— ¿Qué haces, Atenea? De ningún modo le llames afuera.
ATENEA.— ¿No vas a mantenerte en silencio y dejar de dar muestras de cobardía?
ODISEO.— No, por los dioses, pero es suficiente con que se quede en el interior.
ATENEA.— ¿Qué temes que ocurra? ¿Acaso antes no era éste un hombre?
ODISEO.— Y enemigo del hombre aquí presente por cierto, y ahora aún más.
ATENEA.— Reírse de los enemigos, ¿acaso no es la risa más grata?
ODISEO.— A mí me basta que él se quede en la tienda.
ATENEA.— ¿Temes ver cara a cara a un hombre que está loco?
ODISEO.— No le evitaría por miedo, si estuviera cuerdo.
ATENEA.— Pero es que ahora, ni aunque estés cerca, te verá.
ODISEO.— ¿Cómo, si aún ve con los mismos ojos?
ATENEA.— Yo haré que sus ojos queden oscurecidos, aun cuando esté mirando.
ODISEO.— Ciertamente, todo puede suceder si lo maquina un dios.
ATENEA.— Permanece callado y quédate como estás.
ODISEO.— Me quedo, pero hubiera querido encontrarme en otro lugar.
ATENEA.— ¡Eh tú, Áyax!, por segunda vez te llamo. ¡Qué poco caso haces, pues,
de tu aliada!
(Áyax sale de la tienda llevando en la mano el látigo ensangrentado del que se está sirviendo.)
ÁYAX.— Te saludo, Atenea, te saludo, hija de Zeus. ¡Cuán propicia me asististe!
Por este botín te honraré con áureos despojos.
ATENEA.— Bien has hablado. Pero dime una cosa, ¿has hundido bien la espada en
el ejército argivo?
ÁYAX.— Me cabe ese orgullo y no voy a negarlo.
ATENEA.— ¿También contra los Atridas has blandido tu armado brazo?
ÁYAX.— De tal modo que no deshonrarán nunca más a Áyax.
ATENEA.— Muertos están, por lo que puedo entender de tus palabras. ÁYAX.— Estando muertos ya, ¡que me vengan a arrebatar mis armas!
ATENEA.— Sea. ¿Qué hay, pues, del hijo de Laertes? ¿Qué destino le has deparado? ¿O es que se te ha escapado?
ÁYAX.— ¿Me preguntas acaso dónde se encuentra ese astuto zorro?
ATENEA.— Sí, hablo de Odiseo, tu adversario.
ÁYAX.— Mi más dulce presa, oh señora, dentro está. No quiero que muera
todavía…
ATENEA.— ¿Qué le quieres hacer antes o qué mayor provecho quieres sacar?
ÁYAX.—… antes de que atado en el poste de la tienda…
ATENEA.— ¿Qué daño le infligirás al infeliz?
ÁYAX.—… enrojecidas, previamente, sus espaldas por los latigazos, muera.
ATENEA.— No maltrates así al desgraciado.
ÁYAX.— En todo lo demás deseo agradarte, Atenea, pero ése expiará con este castigo y no con otro.
ATENEA.— Ya que tu gusto es el hacerlo, sírvete tú, pues, de tu brazo y por nada dejes de hacer lo que piensas.
ÁYAX.— Me voy a hacerlo. Una cosa deseo de ti, que me asistas siempre como la aliada que eres.
(Entra Áyax de nuevo en la tienda.)
ATENEA.— ¿Ves, Odiseo, cuánto es el poder de los dioses? ¿A quién te podrías
haber encontrado más previsor que este hombre o que actuara con más oportunidad?
ODISEO.— Yo, por lo menos, no conozco a nadie. No obstante, aunque sea un enemigo, le compadezco, infortunado, porque está amarrado a un destino fatal. Y no pienso en el de éste más que en el mío, pues veo que cuantos vivimos nada somos sino fantasmas o sombra vana.
ATENEA.— Por eso precisamente, viendo tales cosas, nunca digas tú mismo una palabra arrogante contra los dioses, ni te vanaglories si estás por encima de alguien o por la fuerza de tu brazo o por la importancia de tus riquezas. Que un solo día abate y,
otra vez, eleva todas las cosas de los hombres. Los dioses aman a los prudentes y
aborrecen a los malvados.
(Atenea desaparece. Odiseo sale de escena y entra el Coro de marineros.)
CORO.
Hijo de Telamón, que tienes por trono a Salamina, la que, situada en el cercano
mar, está rodeada por él, me alegro de tu bienestar. Pero cuando una aflicción de parte de Zeus o el vehemente y malsonante lenguaje de los Dánaos te atacan, gran temor siento y espantado estoy como la mirada de una alada paloma.
Así también en la noche que ahora termina, incesantes murmullos nos envuelven, referentes a tu deshonor, de que, irrumpiendo en el prado, gratísimo a los caballos, has dado muerte a las reses y acabado con el botín que, capturado por nuestras lanzas, aún quedaba, matándolo con el reluciente hierro.
Tales maledicientes palabras ha inventado Odiseo y las dice en los oídos de todos
y los persuade completamente. Anda murmurando de ti cosas que convencen fácilmente, y todo el que le escucha, más que el que lo ha contado, se complace en
injuriarte en tus desgracias.
Apuntando a los espíritus grandes no puedes errar. Pero si tales cosas se dijeran contra mí no convencerían. La envidia se desliza contra el poderoso. Sin embargo,
los pequeños sin los poderosos scm débil protección de la torre. Porque, junto a los grandes, el pequeño perfectamente se acopla y el grande se endereza con ayuda de
los pequeños. Pero no es posible instruir a tiempo a los insensatos en estas máximas. Tal clase de hombres son los que alborotan y nosotros, contra esto, no tenemos
fuerzas para defendernos sin ti, señor.
Cuando ahora han esquivado tu mirada, meten ruido cual bandadas de aves, pero ante el gran buitre, si tú aparecieras de repente, tal vez por espanto, en silencio,
se agazaparían sin voz.
ESTROFA.
¿Acaso la guardadora de toros, Ártemis la hija de Zeus —¡oh tremendo rumor, oh causa de mi deshonra!—, le impulsó contra los bueyes, propiedad de todos, de la
majada? ¿Fue por causa de alguna infructuosa victoria, o por estar decepcionada ante los gloriosos despojos, o por haber hecho cacerías de ciervos sin ofrendas? ¿O pudo ser Enialio el de broncínea coraza que de su lanza aliada tiene queja y venga el
ultraje con ardides nocturnos?
ANTÍSTROFA.
Nunca, por propio impulso, hijo de Telamón, te has apartado de tu razón como
para arrojarte entre rebaños. Un mal divino debe haberte llegado. Que Zeus y Febo
quieran alejar este funesto rumor de los argivos.
Y si los grandes reyes inventan calumnias y las divulgan, o proceden de la corrompida raza de los hijos de Sísifo no mantengas por más tiempo, oh señor, tu
rostro así, en la tienda a la orilla del mar, aumentando el nefasto rumor.
EPODO.
Antes bien, álzate de la morada donde te has instalado en esta inactividad
respecto al combate que ya dura largo tiempo, inflamando tu desgracia hasta el cielo. La insolencia de tus enemigos se lanza sin miedo a través de valles bien
expuestos a los vientos, carcajeándose todos en sus lenguas con dichos que nos
causan vivo dolor.
(Sale Tecmesa, esposa de Áyax.)
TECMESA.— Ayudantes de la nave de Áyax, el de la raza de los Erecteidas que proceden de la propia tierra, tenemos motivos para gemir los que nos preocupamos
por la casa de Telamón lejos de ella, porque ahora el fiero, el grande, el robusto Áyax yace afectado por turbulenta agitación.
CORIFEO.— ¿Cuál es la pesadumbre que esta noche nos ha traído en lugar de la
tranquilidad? Habla, hija del frigio Teleutante, porque tras conquistarte con su espada y hacerte su esposa, en su amor por ti es constante el impetuoso Áyax. Por eso, no nos darías una explicación sin conocer los hechos.
TECMESA.— ¿Cómo, pues, puedo contar un relato que es inenarrable? Te vas a informar de un suceso que equivale a una muerte: preso de un ataque de locura, nuestro ilustre Áyax ha quedado en esta noche deshonrado. Dentro de la tienda puedes ver víctimas bañadas en sangre, degolladas por su mano, sacrificio de ese hombre.
CORO.
ESTROFA.
¡Qué noticia de este fiero varón, insufrible y sin escapatoria me confirmas,
divulgada por los poderosos dáñaos y a la que un insistente rumor acrecienta!
¡Ay! ¡Siento temor ante lo que se avecina! Este hombre a la vista de todos morirá tras haber dado muerte por frenética mano al ganado, a la vez que a los pastores que apacientan las yeguadas.
TECMESA.— ¡Ay de mí! De allí, de allí nos vino con cautivo rebaño, de los que a
unos degollaba dentro, sobre la tierra, y a otros, rompiéndoles las costillas, los abría
en dos partes. Después cogió dos carneros de blancas patas: a uno le cortó la cabeza y el extremo de la lengua, y los tira lejos, y al otro, erguido, lo ata a un pilar y, con una gran correa de atar caballos, le golpea con un sonoro látigo doble, denostándole con insultos que un dios, no un hombre, le enseñó.
CORO.
ANTÍSTROFA
Es momento ya de que cada uno, cubierto el rostro con velos, emprenda en secreto la huida o, sentado en banco de remeros con rápido movimiento, se vaya en la nave que surca el alta mar. ¡Qué amenazas agitan contra nosotros los dos poderosos Atridas! Temo que, golpeado, una muerte por lapidación comparta yo con éste, de quien un terrible destino se apodera.
TECMESA.— Ya no. Pues tras un fulgente relámpago se calma, después de irrumpir violentamente, como el viento del Sur. Ahora, consciente, experimenta un
nuevo dolor. En efecto, el contemplar las desgracias propias, en las que nadie más ha intervenido, causa enormes dolores.
CORIFEO.— Si ya está calmado, creo que podrá irle bien. La importancia del mal
que ya se ha ido es menor.
TECMESA.— Si alguien te permitiera elegir, ¿qué preferirías: ser feliz tú afligiendo a los tuyos, o estar con ellos compartiendo las penas?
CORIFEO.— La que es doble, oh mujer, es mayor desgracia.
TECMESA.— Nosotros, sin estar enfermos, sufrimos más ahora.
CORIFEO.— ¿Cómo dices eso? No comprendo tus palabras.
TECMESA.— Nuestro hombre cuando se encontraba en pleno ataque disfrutaba con las atrocidades en las que estaba inmerso, aunque a nosotros, que a su lado
estábamos en nuestro juicio, nos afligiera. Pero ahora, una vez que ha cesado y ha vuelto en sí de su locura, él mismo está hundido por completo en un fatal
abatimiento, mientras que nosotros en nada sufrimos menos que antes. ¿Acaso, entonces, no son dobles los males a partir de uno solo?
CORIFEO.— Te comprendo y temo que algún golpe procedente de la divinidad
llegue. Porque, ¿cómo no, si cuando está calmado no está mejor que cuando estaba
enfermo?
TECMESA.— Debes conocer que la situación es ésta.
CORIFEO.— ¿Qué principio de locura se le presentó súbitamente? Háznoslo saber a los que compartimos sus sufrimientos.
TECMESA.— Vas a conocer todos los hechos, puesto que eres partícipe. Aquél, en las altas horas de la noche cuando las hogueras vespertinas ya no ardían, tomó la espada de doble filo y trataba de marcharse en una injustificada salida. Yo le increpo
y le digo: ¿Qué haces, Áyax, por qué sin ser llamado ni convocado por mensajeros ni por trompeta alguna te lanzas a este ataque? Ahora todo el ejército duerme.
Él me dirigió pocas palabras, de las siempre repetidas: «Mujer, el silencio es un adorno en las mujeres». Cuando lo oí, yo no proseguí y él salió solo. No puedo contar
lo que allí sucedió. Lo cierto es que entró trayendo atados juntamente toros, perros pastores y una presa de hermosa lana. A unos los desnucaba, a otros, haciéndoles levantar sus cabezas, los degollaba y abría en canal. A otros, atados, los maltrataba como si de hombres se tratara, precipitándose sobre el ganado. Por último, saliendo fuera a través de la puerta, a una sombra dirige sus palabras, en contra unas veces de
los Atridas, otras hablando de Odiseo, añadiendo a grandes carcajadas, con cuánta
arrogancia se había vengado de ellos en su ataque.
Y después de eso, irrumpiendo otra vez en su tienda con dificultad y a medida que
pasa el tiempo, va volviéndose a su juicio. Y cuando observa su tienda llena de estragos, golpeándose la cabeza se pone a gritar y, hundido entre los despojos de los cadáveres de la matanza de corderos, se sentó y se arrancaba con fuerza los cabellos
con la mano y con las uñas.
Durante mucho tiempo se mantuvo sin hablar; luego me amenazó con terribles
palabras, si no le manifestaba todo lo que había sucedido, y me preguntaba en qué
aprieto se encontraba metido. Y yo, amigos, temerosa, le dije todo cuanto había hecho que yo supiera. Al punto, él prorrumpió en penosos lamentos como nunca antes le había yo escuchado —pues siempre consideraba que tales lamentos eran
propios de un hombre cobarde y pusilánime—. Se quejaba sordamente, sin proferir
agudos gritos, como cuando un toro muge. Y ahora, expuesto ese hombre a tan
infausta suerte, sin comer, sin beber, postrado entre los rebaños muertos por su
espada, está sentado inmóvil. Es evidente que algo aciago maquina, pues eso da a
entender en sus palabras y lamentos. Mas, ¡ea, amigos!, que por este motivo me
llegué aquí, venid en mi ayuda entrando, si es que algún poder tenéis, que los que son
de este modo, con los consejos de los amigos se doblegan.
CORIFEO.— Tecmesa, hija de Teleutante, nos dices cosas terribles: que nuestro
héroe se ha enloquecido por sus males.
(Se oye dentro la voz de Ayax.)
ÁYAX.— ¡Ay de mí!
TECMESA.— Pronto, según parece, estará peor. ¿O es que no habéis escuchado a Áyax qué grito ha lanzado?
ÁYAX.— ¡Ay, aay de mí!
CORIFEO.— Parece que el hombre está enfermo o que sufre al encontrarse con pasados motivos de desgracias.
ÁYAX.— ¡Ay, hijo, hijo!
TECMESA.— ¡Ay de mí, infortunada! Eurísaces, por ti clama. ¿Qué está tramando? ¿Dónde estás? ¡Desdichada de mí!
ÁYAX.— A Teucro llamo, ¿dónde está Teucro? ¿Es que constantemente va a estar saqueando, mientras yo me estoy muriendo?
CORIFEO.— El hombre parece que razona. Ea, abrid.
Tal vez adquiera un cierto respeto cuando me haya visto.
TECMESA.— Mira, abro. Te es posible ver sus acciones y cómo está él mismo.
(Abre la puerta y aparece Áyax sentado en medio de las reses muertas.)
ESTROFA 1.a
ÁYAX.— ¡Ah, mis marineros, los únicos de mis amigos, los únicos que permanecéis fieles a una recta ley! Ved qué ola desde ha poco me envuelve, rodeándome bajo los efectos de la sangrienta tempestad.
CORIFEO.— ¡Ah, cuán fidedignamente pareces probarlo! Se demuestra que su
acción procedió de la locura.
ANTISTROFA 1.a
ÁYAX.— ¡Ah raza protectora del arte naval! Tú te embarcaste haciendo girar el marino remo. A ti, a ti sólo veo que puedas apartar mi desgracia. ¡Ea, degolladme!
CORIFEO.— Di palabras de buen agüero, no vayas a acrecentar el sufrimiento de tu destino ofreciendo un mal remedio a la desgracia.
ESTROFA 2.a
ÁYAX.— ¿Ves al intrépido, al animoso, al que en destructores combates no
tembló jamás? A mí, terrible por mis manos, entre animales que no producen temor.
¡Ay de mí, motivo de irrisión! ¡Cómo he sido ultrajado!
TECMESA.— Áyax, dueño mío, te lo suplico, no digas eso.
ÁYAX.— ¿No te irás fuera? ¿No te volverás sobre tus pasos? ¡Ay, ay!
TECMESA.— ¡Oh, por los dioses, cede y sé sensato!
ÁYAX.— ¡Ay infortunado de mí, que con mi mano solté los genios vengadores y, cayendo sobre cornudos bueyes y lustrosas cabras, derramé negra sangre!
CORIFEO.— ¿Por qué te afliges, si es por hechos ya pasados? No podría suceder que estas cosas no fueran así.
ANTISTROFA 2.a
ÁYAX.— ¡Ah el que todo lo observas, constante instrumento de todos los males,
hijo de Laertes, el más sucio truhán del ejército! Ciertamente, para tu contento llevas gran motivo de risa.
CORIFEO.— Con la intervención de un dios, cualquiera ríe o se lamenta.
ÁYAX.— ¡Ojalá lo viera, aun estando así de afligido, ay de mí!
CORIFEO.— Nada hables orgullosamente. ¿No ves en qué punto de desgracia estás?
ÁYAX.— ¡Oh Zeus, padre de mis antepasados! ¿Cómo, tras destruir al muy astuto, odioso truhán, y a los dos poderosos reyes, podría finalmente morir también
yo?
TECMESA.— Cuando esto pidas, pide también mi muerte a la vez. Pues, ¿por qué
tengo que vivir yo, si tú estás muerto?
ESTROFA 3.a
ÁYAX.— ¡Ah oscuridad que eres luz para mí! ¡Oh Érebo, que me resultas muy luminoso! Recibidme, recibidme como habitante, recibidme. Ni a la estirpe de los dioses ni a la de los efímeros hombres soy ya digno de mirar esperando ayuda
alguna. La poderosa diosahija de Zeus, a mí, desdichado, me atormenta. ¿Adonde puede uno huir? ¿Adonde iré a quedarme, si nuestras cosas se consumen, amigos, y el castigo está cerca de mí y estoy dedicado a una loca cacería? El ejército entero podría venir a matarme a mandobles.
TECMESA.— ¡Oh desdichada! ¡Que un hombre cabal diga cosas semejantes, que nunca antes él mismo hubiera osado!
ANTISTROFA 3.a
ÁYAX.— ¡Ah, pasos que resuenan con el ruido del mar, cuevas marítimas y prado costero, mucho, mucho, largo tiempo ya me retenéis en torno a Troya! Pero ya no
más, ya no conservaré el aliento. ¡Sépalo esto todo el que entienda! ¡Oh vecinas
corrientes del Escamandro, favorables a los argivos! Ya no veréis a este hombre —
voy a hacer una orgullosa afirmación—, a un hombre cual Troya no ha visto ningún otro en el ejército que vino de la tierra helénica; y ahora, en cambio, deshonrado, yace aquí.
CORIFEO.— Yo no puedo impedírtelo y no sé cómo permitirte hablar, caído como
estás en tales desgracias.
ÁYAX.— ¡Ay, ay! ¿Quién hubiera pensado nunca que mi nombre se iba a adecuar
tan significativamente a mis males? Ahora me es posible dar ayes dos y tres veces ya que en tales infortunios me encuentro. Mi padre, después de obtener como premio los primeros galardones del ejército, desde esta tierra del Ida regresó a su patria con gran
gloria. Yo, sin embargo, hijo de aquél, habiendo llegado más tarde a esta misma tierra troyana con un arrojo no inferior y habiendo rendido no menores servicios con mi
propia mano, muero así deshonrado por los argivos.
No obstante, creo estar seguro de una cosa: que si Aquiles viviera y fuera a adjudicar a alguien con sus armas el premio del heroísmo, ningún otro que no fuera yo se lo hubiera llevado. Pero ahora los Atridas actuaron en esto de acuerdo con un
hombre malvado, con desprecio de las hazañas de mi persona.
Y si estos ojos y la mente extraviada no se hubieran desviado de mi intención, nunca hubieran vuelto a sentenciar así contra otro hombre. Ahora la indómita diosa hija de Zeus, la de aterradora mirada, cuando dirigía ya mi brazo contra ellos, me hizo fracasar, infundiéndome un rapto de locura, de suerte que en estos animales he ensangrentado mis manos. Y aquéllos se ríen porque se han librado contra mi voluntad. Pero, cuando es un dios el que inflige el daño, incluso el débil podría
esquivar al poderoso.
Y ahora, ¿qué debo hacer? Yo que soy claramente aborrecible a los dioses, al que el ejército de los helenos odia, y Troya entera, así como estas llanuras, detestan…
¿Acaso atravesaré el mar Egeo en dirección a mi casa abandonando estos lugares que nos sirven de puertos y dejando solos a los Atridas? ¿Y qué rostro mostraré cuando me presente ante mi padre Telamón? ¿Cómo va a soportar verme, si aparezco sin galardones, de los que él obtuvo una gran corona de gloria? No es cosa soportable.
Entonces, pues, ¿iré hacia la fortificación de los troyanos y combatiré yo solo contra ellos sin nadie más, para hacer alguna proeza y, por último, morir? Pero de
esta manera yo daría gusto a los Atridas. No es posible esto. Tengo que buscar un proyecto de unas características tales que evidencien a mi anciano padre, de algún modo, que no he nacido de él para ser un cobarde. Porque vergonzoso es que un hombre desee vivir largamente sin experimentar ningún cambio en sus desgracias. ¿Cómo puede alegrarnos añadir un día a otro y apartarnos de morir? No compraría
por ningún valor al hombre que se anima con esperanzas vanas; el noble debe vivir
con honor o con honor morir. Mi discurso por entero has escuchado.
CORIFEO.— Ninguno dirá nunca que has hablado palabras fraudulentas, Áyax, sino de tu propio sentir. Desiste, sin embargo, y permite a los amigos que prevalezcan sobre tu determinación y echa en olvido estas consideraciones.
TECMESA.— ¡Oh Áyax, dueño mío!, ningún mal hay mayor para los hombres que el destino que se nos ha impuesto. Yo nací de un padre libre y poderoso y rico cual ninguno entre los frigios. Ahora soy una esclava porque así les plugo a los dioses y, sobre todo, a tu brazo. Por tanto, una vez que compartí tu lecho, bien miro por lo tuyo y te imploro, por Zeus protector de nuestro hogar y por tu tálamo en el que conmigo
te uniste, que no me hagas merecedora de alcanzar dolorosa fama entre tus enemigos, si me dejas sometida a otro.
Porque si tú mueres y, con ello, me dejas abandonada, piensa que en ese día
también yo, arrebatada a la fuerza por alguno de los argivos, juntamente con tu hijo, tendré el régimen de vida de una esclava. Y alguno de mis amos, hiriéndome con sus palabras, me lanzará mordaz saludo: «Ved a la esposa de Áyax, el que fue el más poderoso del ejército, qué servidumbre soporta, en vez de ser objeto de envidia.» Así hablará alguien y, mientras un dios a mí me maltratará, para ti y para tu linaje estas palabras serán motivo de oprobio.
Ea, avergüénzate de abandonar a tu padre en la penosa vejez, siente respeto por tu
madre, de edad avanzada, que muchas veces implora a los dioses que vuelvas a casa sano y salvo. Apiádate, señor, de tu hijo, si, privado del cuidado que requiere su niñez, separado de ti, va a pasar su vida bajo tutores que no le quieran. Piensa qué
gran infortunio nos dejas a él y a mí con ello, en el caso de que mueras. Para mí no
hay ya a qué dirigir la mirada si no estás tú. Porque tú aniquilaste mi patria con tu
espada y otro sino arrebató a mi madre y al que me engendró para que, muertos,
fueran habitantes del Hades. ¿Qué patria podría tener yo que no fueras tú? ¿Qué
riqueza? En ti estoy yo completamente a salvo. Así pues, tenme también a mí en el
recuerdo: pues es preciso que el hombre recuerde, si es que algún contento ha
sentido. Un favor otro favor siempre engendra. Aquel para quien el recuerdo de un beneficio se pierde, no podrá llegar a ser un hombre de noble linaje.
CORIFEO.— Áyax, quisiera que tú sintieras en tu ánimo la compasión que yo siento. En ese caso aprobarías las palabras de ésta.
ÁYAX.— Y, ciertamente, obtendrá alabanza por mi parte, si sólo lo que yo ordene se resigna a cumplir.
TECMESA.— Sea, querido Áyax, yo te obedeceré en todo.
ÁYAX.— Tráeme, pues, a mi hijo para que lo vea.
TECMESA.— En verdad que por causa de mis temores lo saqué de aquí.
ÁYAX.— ¿Mientras estaba en estos males, o qué me dices?
TECMESA.— No fuera a ser que al toparse contigo el infeliz encontrara la muerte.
ÁYAX.— ¡Esto hubiera sido digno de mi destino!
TECMESA.— En cualquier caso yo vigilé para evitarlo.
ÁYAX. —Alabo tu acción y la previsión que has tenido.
TECMESA.— Según esto, ¿en qué podría serte útil?
ÁYAX.— Permíteme hablarle y verle cara a cara.
TECMESA.— Está cerca de aquí, vigilado por los servidores.
ÁYAX.— ¿Por qué, pues, se retarda su presencia?
TECMESA.— Hijo mío, tu padre te llama. Tráelo aquí, tú, siervo, que lo guías con
tu mano.
ÁYAX.— ¿Se lo dices a uno que viene a rastras o a quien es tardo en obedecer?
TECMESA.— Aquí cerca viene ya el servidor.
(Entra un esclavo con Eurísaces. Tecmesa lo coge y lo acerca a Áyax.)
ÁYAX.— Levántalo, levántalo aquí, que no se asustará por mirar esta carnicería
recién cometida, si es que en verdad es hijo mío. Antes bien, hay que adiestrarlo en seguida en las duras costumbres de su padre y asemejarle en su naturaleza.
¡Oh hijo, ojalá alcances a ser más feliz que tu padre y semejante a él en las demás cosas, y no serías un cobarde! Sin embargo, ahora, por esto te envidio, por no ser
consciente de ninguna de estas desgracias. La vida más grata está en la inconsciencia
hasta que llegas a conocer las alegrías y las penas. Y cuando llegues a esto, deberás mostrar entre los enemigos de tu padre quién eres y por quién has sido formado. Mientras tanto, aliméntate de brisas vanas, robusteciendo tu joven vida para contento
de tu madre. Que ninguno de los Aqueos, lo sé, te humillará con hostiles ultrajes, ni aunque estés separado de mí: tal será el protector que como guardián tuyo dejaré, Teucro, que no descuidará tu crianza, a pesar de que ahora lejos se ha ido a la caza de enemigos.
Pero, guerreros amigos, tropa marina, a vosotros os suplico este favor común, que
a aquél comuniquéis mi encargo de llevar a este hijo mío a mi casa y mostrárselo a Telamón y a mi madre, a Eribea me refiero, para que llegue a ser para ellos un constante sustento de su ancianidad hasta que alcancen los abismos del dios de los
infiernos. En cuanto a mis armas, que ni unos jueces de certámenes ni el que es mi ruina, las expongan entre los aqueos, sino que tú mismo, hijo, Eurísaces, tomando lo
que te ha dado el nombre, sujétalo por la correa fuertemente unida haciendo girar el indestructible escudo de siete capas. Las demás armas juntamente conmigo serán enterradas.
(Devolviendo el niño a Tecmesa.) Pero cuanto antes recibe ya a este niño,
cierra el cuarto y no te lamentes llorando delante de la tienda. La mujer es
muy amiga de gimotear. No es de médico sabio entonar palabras de conjuros ante un mal que hay que sajar.
CORIFEO.— Siento miedo al escuchar esta decisión. No me gusta tu tajante modo de hablar.
TECMESA.— ¡Oh Áyax, mi señor! ¿Qué maquinas en tu corazón?
ÁYAX.— No me interrogues, no me preguntes. Bueno es ser prudente.
TECMESA.— ¡Ay, qué angustiada estoy! En nombre de tu hijo y de los dioses te suplico, no nos traiciones.
ÁYAX.— Mucho me importunas. ¿No comprendes que yo no estoy ya obligado
por gratitud a contentar en nada a los dioses?
TECMESA.— Di palabras respetuosas.
ÁYAX.— Dilo a los que quieran oír.
TECMESA.— ¿No nos harás caso?
ÁYAX.— Estás diciendo ya demasiadas cosas.
TECMESA.— Es que estoy asustada, señor.
ÁYAX.— (A los criados.) ¿No vais a cerrar cuanto antes?
TECMESA.— ¡Ablándate, por los dioses!
ÁYAX.— Me parece que discurres como una necia, si precisamente ahora esperas educar mi carácter.
(Áyax entra en la tienda. Tecmesa y su hijo se van.)
CORO.
ESTROFA 1.a
¡Oh ilustre Salamina!, allí donde estás eres feliz, batida por el mar, famosa desde
siempre para todos. Yo, infortunado, desde largo tiempo aguardando en el Ida, durante incontable número de meses estoy tendido siempre en la pradera cubierta de hierba, consumido por el tiempo, con el funesto presentimiento de que cualquier día
recorreré el horrible y oscuro camino del Hades.
ANTISTROFA 1.a
Y sentado se encuentra cerca de mí Áyax, difícil de cuidar, ¡ay de mí!, poseído de
divina locura, a quien tú en tiempos pasados enviaste poderoso en el violento Ares. Ahora, en cambio, apacentando en la soledad sus pensamientos, manifiesta ser una gran aflicción para los suyos. Las antiguas acciones de enorme valor de sus manos
han caído, han caído hostiles a juicio de los hostiles y miserables Atridas.
ESTROFA 2.a
Ciertamente que su madre, cargada de años y compañera de blanca ancianidad, cuando oiga que él ha perdido la razón lanzará, desdichada, un grito de dolor, un canto de dolor y no el lamento del quejumbroso pájaro, del ruiseñor. Más bien entonará agudos cantos y en su pecho caerán sordos golpes producidos con sus manos y se arrancará los cabellos de la blanca melena.
ANTISTROFA 2.a
Mejor es que se oculte en el Hades el que sufre este delirio, el que por linaje
paterno vino a ser el mejor de los Aqueos que arrostran muchos trabajos. Y ya no es
constante en sus habituales impulsos, sino que se mantiene alejado. ¡Oh infortunado
padre!, ¡qué penosa locura de tu hijo te resta por conocer: nunca destino alguno de los Eácidas la alimentó antes que éste!
(Áyax se presenta con una espada en la mano. Por la derecha de los espectadores entra Tecmesa con el hijo.)
ÁYAX.— El tiempo largo y sin medida saca a la luz tocio lo que era invisible, así como oculta lo que estaba claro. Nada hay que no se pueda esperar, sino que son doblegados, incluso, el terrible juramento y las mentes obstinadas. Yo, que hace un
momento resistía tan violentamente, cual el hierro al temple, me he sentido ablandado
en mi afilado lenguaje a causa de esta mujer. Siento compasión de dejarla viuda entre
mis enemigos, y huérfano a mi hijo.
Ea, iré a bañarme y a las praderas junto al mar para que, purificando mis manchas, pueda evitar la terrible cólera de la diosa y, llegando allí donde encuentre un lugar sin pisar, tras excavar la tierra, ocultaré esta espada mía, la más odiosa de las
armas, donde no sea posible que nadie la vea. ¡Que la noche y el Hades la guarden allá abajo! Pues yo desde que la recibí en mis manos como ofrenda de Héctor, mi peor enemigo, nunca recibí un beneficio de parte de los Aqueos. Cierto es el dicho de
los hombres: «los dones de los enemigos no son tales y no aprovechan».
Así pues, de aquí en adelante sabré ceder ante los dioses y aprenderé a respetar a los Atridas; jefes son, por tanto hay que obedecerles, ¿por qué no? Las más terribles y resistentes cosas ceden ante mayores prerrogativas. Y así, los inviernos con sus pasos de nieve dejan paso al verano de buenos frutos. Y el círculo sombrío de la noche se
aparta ante el día de blancos corceles para que brille su luz. Y el soplo de terribles
vientos calma el ruidoso mar; el omnipotente sueño libera tras haber encadenado y no te tiene por siempre aunque te haya apresado. Y nosotros, ¿no vamos a aprender a ser
sensatos? Yo, al menos, acabo de aprender que el enemigo deberá ser odiado por
nosotros hasta un punto tal que también pueda ser amado en otra ocasión, y que voy a desear ayudar al amigo prestándole servicios en tanto que no va a durar siempre. Pues
para la mayor parte de los hombres no es de fiar el puerto de la amistad. Y por ello, en relación con esto, todo saldrá bien. Tú, mujer, entra y suplica a los dioses que se cumplan enteramente los deseos de mi corazón. Y vosotros, compañeros, dadme
honra en las mismas cosas que ella y comunicadle a Teucro, cuando llegue, que se
ocupe de mí, al tiempo que se porte bien con vosotros. Yo voy allí donde debo encaminarme. Vosotros haced lo que os digo y, tal vez pronto, os enteréis de que estoy salvado, aunque ahora sufra el infortunio.
CORO.
ESTROFA.
Me estremezco de gozo y, de alegría, me echo a volar. ¡Ió, ió, Pan, Pan! ¡Oh Pan, Pan, que vagas por la orilla del mar, muéstrate desde la cumbre del monte Cileno, batida por la nieve, oh señor organizador de los coros de los dioses, para que en mi
compañía impulses las danzas que se aprenden solas de Nisa y de Cnoso! Ahora me interesa danzar y que Apolo Delio, viniendo por encima de los mares de Ícaro, fácilmente reconocible, me asista en todo propicio.
Antrístofa.
Ares nos quitó la terrible aflicción de los ojos. ¡Ió, ió! Ahora de nuevo, ahora, oh
Zeus, es posible que la reluciente luz, anuncio de días felices, se acerque a las veloces naves que se deslizan rápidas por el mar. Cuando Áyax se ha vuelto a olvidar de sus males y, otra vez, cumple los ritos con toda clase de sacrificios a los dioses, honrándoles con el mayor sometimiento.
Todo lo marchita el tiempo poderoso y nada diría yo que no pueda decirse
cuando, contra lo que podría esperarse, Áyax ha desistido de su cólera contra los Atridas y de sus grandes querellas.
(Llega corriendo un mensajero procedente del campamento de los griegos.)
MENSAJERO.— Amigos, quiero en primer lugar anunciaros que Teucro está entre
nosotros, que acaba de llegar de los barrancos de Misia. Al llegar junto a la tienda de los generales, fue insultado por todos los argivos al tiempo. Pues cuando supieron que se acercaba, le empezaron a rodear desde lejos para después, todos sin excepción, imprecarle con insultos desde ambos lados. Le llaman hermano del loco, del que es enemigo solapado del ejército, diciendo que no conseguirá evitar el morir destrozado
por completo a pedradas. A tal punto han llegado, que, incluso, blanden al aire en sus
manos las espadas ya desenvainadas.
La pendencia que había ido muy lejos, cesó por la mediación de las palabras de los ancianos. Pero, ¿dónde está Ayax para que le diga esto? Es a los de mayor autoridad a quienes debo comunicarles todo.
CORIFEO.— No está dentro. Hace poco que se ha ido, después de haber adecuado
sus nuevos planes a sus nuevas disposiciones de ánimo.
MENSAJERO.— ¡Ay, ay! El que me envió con esta misiva lo hizo demasiado tarde o, acaso, yo me mostré calmoso.
CORIFEO.— ¿En qué se ha dejado de cumplir este cometido?
MENSAJERO.— Teucro prohibió que nuestro hombre saliera del interior de la
morada antes de que él, en persona, se encontrara presente.
CORIFEO.— Pues ya se ha ido, orientado a lo más provechoso de su plan, para reconciliarse con los dioses por su ira.
MENSAJERO.— Estas palabras están llenas de gran insensatez, si Calcas profetiza con clarividencia.
CORIFEO.— ¿Cómo? ¿Qué sabes tú acerca de este asunto?
MENSAJERO.— Esto sé, pues me encontraba presente. Del círculo de los consejeros reales, sólo Calcas se levantó, lejos de los Atridas, y, colocando su mano
afablemente sobre el brazo derecho de Teucro, le dice y le encomienda que por todos los medios, mientras dure el día que está aún luciendo, encierre a Áyax bajo el techo de la tienda y que no le permita salir, si quiere ver a aquél vivo. Según sus palabras, la cólera de la divina Atenea sólo le alcanzará durante este día. Porque los mortales
orgullosos y vanos caen —seguía diciendo el adivino— bajo el peso de las desgracias
que envían los dioses, como aquél que, naciendo de naturaleza mortal, no razona
después como hombre. Ése, por su parte, nada más abandonar su casa, se mostró un inconsciente, a pesar de los buenos consejos de su padre, que le decía: «Hijo, desea la victoria con la lanza, pero siempre con la ayuda de la divinidad.»
Pero él, de forma jactanciosa e insensata, respondía: «Padre, con los dioses, incluso el que nada es, podría obtener una victoria. Yo, sin ellos estoy seguro de
conseguir esa fama.» Con palabras tales alardeaba.
En otra segunda ocasión, a la divina Atenea, cuando le decía, animándole, que dirigiera la mano homicida contra los enemigos, le contestó, enfrentándosele, con terribles e inusitadas palabras: «Señora, asiste a otros argivos, que por mi lado nunca flaqueará la lucha». Con estas palabras, se ganó la cólera hostil de la diosa, por no
razonar como un hombre.
Pero, si vive en este día, tal vez podríamos ser sus salvadores con la ayuda de un dios. Esto dijo el adivino y, apartándose al punto del sitio, me envía a ti con estas
órdenes para que sean cumplidas. Y si hemos llegado tarde, no vive ya aquel hombre
—si Calcas es sabio.
CORIFEO.— ¡Oh desventurada Tecmesa, ser desdichado! Ven a ver qué palabras dice éste, pues hieren en lo vivo y no pueden alegrar a nadie.
(Sale Tecmesa de la tienda.)
TECMESA.— ¿Por qué, desventurada de mí, cuando acabo de descansar de mis
incesantes desgracias, de nuevo me levantas de mi puesto?
CORIFEO.— Escucha a este hombre, porque ha venido trayéndonos una noticia
acerca de la suerte de Áyax que me ha apesadumbrado.
TECMESA.— ¡Ay de mí! ¿Qué dices, hombre? ¿Es que estamos perdidos?
MENSAJERO.— No conozco tu suerte, pero acerca de la de Áyax, si es que está
fuera, no estoy confiado.
TECMESA.— Sí está fuera, de modo que estoy angustiada ante lo que dices.
MENSAJERO.— Teucro manda que retengamos a aquél dentro de la tienda y que no
salga solo.
TECMESA.— ¿Dónde está Teucro y por qué razón dice esto?
MENSAJERO.— Él está aquí desde hace muy poco. Piensa que esta salida de Áyax
es funesta.
TECMESA.— ¡Ay de mí, desdichada! ¿De qué hombre lo ha sabido?
MENSAJERO.— Del adivino hijo de Téstor. En este día de hoy le ocurrirá lo que le vaya a traer muerte o vida.
TECMESA.— ¡Ay de mí, amigos!, protegedme contra un destino ineluctable.
Apresuraos vosotros para que Teucro venga cuanto antes. Vosotros, yendo unos hacia los recodos de occidente y otros, a los del levante, tratad de hallar la fatal salida del
héroe. Me doy cuenta de que he sido engañada por este hombre y despojada del favor
de antaño. ¡Ah! ¿Qué haré, hijo? No debo quedarme sentada. Ea, iré también yo allá
hasta donde resista. Partamos, apresurémonos. No es momento de sentarse cuando
queremos salvar a un hombre que, se afana por morir.
CORIFEO.— Estoy dispuesto a salir y no lo demostraré sólo de palabra. La prontitud de la acción se acomodará, a la vez, a la de mis pasos.
(Salen de la escena el Coro, Tecmesa y el mensajero. Ahora estamos en un
paraje solitario a orillas del mar. Se distinguen unos arbustos. Áyax entra en escena y clava la espada en tierra con la punta hacia arriba.)
ÁYAX.— La que me ha de matar está clavada por donde más cortante podrá ser, si
alguno tiene, incluso, la calma de calcularlo. Es un regalo de Héctor, el que me es el
más aborrecible de mis huéspedes, y el más odioso a mi vista. Está hundida en tierra
enemiga, en la Tróade, recién afilada con la piedra que roe el hierro. Yo la he fijado con buen cuidado, de modo que, muy complaciente para este hombre, cuanto antes le haga morir. Y así bien equipados vamos a estar.
Después de estos preparativos, tú el primero, ¡oh Zeus!, como es justo, socórreme. No te pido alcanzar un gran privilegio: que envíes un mensajero que lleve la noticia fatal a Teucro, a fin de que él, el primero, me levante, cuando haya caído en esta espada, con la sangre aún reciente, y no suceda que, reconocido antes por alguno
de mis enemigos, me dejen expuesto, presa y botín de perros y aves de rapiña. Esto es
lo que te suplico, oh Zeus, y a la vez invoco a Hermes, el que conduce al mundo subterráneo, que bien me haga dormir, después que, sin convulsiones y en rápido salto, me haya traspasado el costado con esta espada.
Invoco también en mi ayuda a las siempre vírgenes, que sin cesar contemplan los sufrimientos de los mortales, a las augustas Erinis, de largos pasos, para que sepan cómo yo perezco, desdichado, por culpa de los Atridas. ¡Ojalá los arrebaten a ellos,
malvados, del peor modo, destruidos por completo, igual que ven que yo caigo
muerto por mi propia mano! ¡Así perezcan aniquilados por sus más queridos
familiares! Venid, rápidas y vengadoras Erinis, hartaros, no tengáis clemencia con ninguno del ejército.
Y tú también, oh Sol, que el inaccesible cielo recorres en tu carro, cuando veas mi tierra patria, sujeta la rienda dorada y anuncia mi desgracia y mi destino a mi anciano
padre y a mi desgraciada madre. De seguro que la infeliz, cuando oiga esta noticia, un
gran gemido lanzará por toda la ciudad. Pero no es provechoso lamentarse en vano de
estas cosas, sino que hay que poner manos a la obra cuanto antes.
¡Oh Muerte, Muerte!, ven ahora a visitarme. Pero a ti también allí te hablaré cuando viva contigo, en cambio a ti, oh resplandor actual del brillante día, y a ti, el
auriga Sol, os saludo por última vez y nunca más lo haré de nuevo. ¡Oh luz, oh suelo
sagrado de mi tierra de Salamina!, ¡oh sede paterna de mi hogar, ilustre Atenas y raza familiar!, ¡oh fuentes y ríos de aquí, llanura Troyana!, a vosotros os hablo y os digo adiós, ¡oh vosotros que habéis sido alimento para mí! Esta palabra es la última que os dirijo, las demás se las diré a los de abajo en el Hades.
(Áyax se lanza sobre la espada y muere. Queda oculto entre la maleza.
Entra el Coro buscando a Áyax. Viene dividido en dos semicoros.)
Primer Semicoro.
La angustia arrastra angustia sobre angustia. Pues ¿por dónde, por dónde, por dónde no he pasado yo? Ningún lugar sabe socorrerme. Atención, atención, de nuevo
oigo un ruido.
Segundo Semicoro.
De nosotros, tus compañeros de la nave.
Primer Semicoro.
¿Y qué, pues?
Segundo Semicoro.
Está explorado todo el lado occidental de las naves.
Primer Semicoro.
¿Has obtenido…?
Segundo Semicoro.
Enorme fatiga y nada nuevo a la vista.
Primer Semicoro.
Pero tampoco el hombre se ha aparecido por parte alguna en la ruta del Oriente.
CORO.
ESTROFA.
¿Quién, quién entre los afanados pescadores que sin descanso hacen su pesca, o
cuál de las diosas del Olimpo, o de los ríos que corren al Bosforo, si en alguna parte
ha visto errante al de fiero corazón, podría decírmelo a voces? Es terrible que yo,
que ando errante con grandes fatigas, no pueda llegar junto a él en un recorrido
favorable y no pueda ver dónde está ese hombre de descarriada mente.
(Se oyen lamentos detrás de los matorrales.)
TECMESA.— ¡Ay de mí, ay!
CORIFEO.— ¿De quién es ese grito cercano que ha partido del bosque?
TECMESA.— ¡Ah, desdichada!
CORIFEO.— Reconozco a la infeliz mujer conquistada por la lanza, a Tecmesa,
profundamente afectada, a juzgar por este lamento.
(Aparece Tecmesa.)
TECMESA.— ¡Estoy perdida, estoy muerta, destrozada, amigos!
CORO.
¿Qué sucede?
TECMESA.— Áyax yace aquí, se nos acaba de sacrificar atravesado por la espada
que está oculta.
CORO.
¡Ay de mi regreso! ¡Ay, has matado a la vez, oh señor, a este compañero de travesía, oh desgraciado de mí! ¡Oh desdichada mujer!
TECMESA.— Estando éste como está, hay motivo para dar ayes.
CORIFEO.— ¿Y por mano de quién el desdichado lo llevó a cabo?
TECMESA.— Él mismo por sí mismo. Es evidente: la espada sobre la que ha caído, clavada por él en tierra, lo manifiesta.
CORO.
¡Ay, qué desgracia la mía! Por lo visto tú solo te has dado muerte, sin protección de amigos. Y yo, sordo a todo, sin enterarme de nada, me despreocupé. ¿Dónde, dónde yace el obstinado Ayax, de funesto nombre?
TECMESA.— No está para ser visto. Yo lo cubriré con este manto que le abarca por
completo, ya que nadie, ni siquiera un amigo, podría soportar verle expulsando negra
sangre por las narices y de su mortal herida por su propio suicidio. ¡Ay de mí! ¿Qué haré? ¿Quién de tus amigos te levantará? ¿Dónde está Teucro? ¡Qué a punto vendría, si llegara, para ayudarme a enterrar a su hermano! Aquí yaces muerto, ¡oh infortunado Áyax!, siendo cual eres. ¡En qué estado te encuentras, que te hace merecedor de alcanzar lamentos, incluso, de tus enemigos!
CORO.
ANTÍSTROFA.
¡Desventurado! Al final ibas, ibas a cumplir, por tu obstinado corazón, tu fatal destino de inmensos males. ¡Qué odiosas quejas exhalabas, corazón cruel, contra los
Atridas de día y de noche, con funesto sentimiento! ¡Grande en desgracias fue aquel día desde el principio, cuando tuvo lugar un certamen de valor por las armas!
TECMESA.— ¡Ay de mí!
CORIFEO.— Llega a tus entrañas una auténtica aflicción.
TECMESA.— ¡Ay, ay de mí!
CORIFEO.— Nada me asombra que doblemente te lamentes, mujer, cuando acabas
de perder tal ser querido.
TECMESA.— A ti te es posible imaginarlo, pero en mí hay un desmesurado
sentimiento.
CORO.
Lo confirmo.
TECMESA.— ¡Ay de mí, hijo! ¡Hacia qué yugos de esclavitud nos encaminamos,
qué clase de protectores nos vigilan!
CORO.
¡Ah! En tu aflicción has nombrado inenarrables hechos de los dos implacables
Atridas. Pero, ¡ojalá lo impida la divinidad!
TECMESA.— ¡No se habría llegado a esta situación sin la colaboración de los
dioses!
CORIFEO.— Pesada, por encima de nuestras fuerzas, es la carga que nos han impuesto.
TECMESA.— Palas, la terrible diosa hija de Zeus, ha causado, sin embargo, tal dolor para agrado de Odiseo.
CORO.
Sin duda que el muy osado varón se ensoberbece en su sombrío corazón y ríe por estos frenéticos males con estentórea carcajada, ¡ay, ay!, y juntamente los dos
soberanos Atridas al escucharlo.
TECMESA.— Pues bien, ¡que ellos se rían y se regocijen con las desgracias de éste! Que, tal vez, aunque no le echaban de menos mientras vivía, le lamenten muerto por la necesidad de su lanza. Los torpes no conocen lo valioso, aun teniéndolo en sus manos, hasta que se lo arrebatan.
Su muerte me es amarga, en la medida que es dulce para aquéllos y, para él
mismo, es agradable. Lo que deseaba obtener lo ha conseguido para sí: la muerte que quería. ¿Por qué, en ese caso, podrían reírse de él? A los dioses concierne su muerte, no a aquéllos, no. Según eso, que se jacte Odiseo con argumentos vanos. Áyax no
existe ya para ellos, se ha ido dejándome penas y lamentos.
(Tecmesa sale. Se oyen los lamentos de Teucro antes de que aparezca en
escena.)
TEUCRO.— ¡Ay de mí, ay!
CORIFEO.— Silencio. Me parece estar oyendo la voz de Teucro, que deja oír un
canto acorde con esta desgracia.
(Aparece Teucro.)
TEUCRO.— ¡Oh muy querido Áyax! ¡Oh rostro fraterno para mí! ¿Es verdad que has sucumbido como el rumor asegura?
CORIFEO.— El héroe ha perecido, Teucro, entérate.
TEUCRO.— ¡Ay de mí! ¡Cruel es, pues, mi suerte!
CORIFEO.— Como que estando así las cosas…
TEUCRO.— ¡Ah, desgraciado de mí, desgraciado!
CORIFEO.—… hay razón para gemir.
TEUCRO.— ¡Oh impetuoso sufrimiento!
CORIFEO.— Excesivo, en verdad, Teucro.
TEUCRO.— ¡Ah, infortunado! ¿Qué es de su hijo? ¿Dónde se encuentra en la tierra de Troya?
CORIFEO.— Está solo junto a las tiendas.
TEUCRO.— ¿No lo traerás cuanto antes aquí, no sea que alguno con malas
intenciones lo arrebate como a un cachorro de leona sin protección? Ve, apresúrate, socórrele. Todos suelen reírse de los muertos tan pronto como están caídos.
CORIFEO.— Ciertamente que cuando aquel varón aún vivía, Teucro, encargó que te cuidaras de él como lo estás haciendo.
TEUCRO.— ¡Oh el más doloroso, para mí, de cuantos espectáculos he contemplado con mis ojos, y camino, de todos los caminos, el que más ha afligido mi
alma, el que ahora he hecho, oh queridísimo Áyax, lanzándome a seguir tu rastro, una vez que me enteré de tu muerte! La noticia acerca de ti rápidamente, como si fuera de
una divinidad, corrió a través de todos los Aqueos: que habías muerto. Yo, desdichado, al oírlo, mientras estaba ausente, gemía y ahora, al verte, me muero. ¡Ay!
(A un esclavo.) Ea, descúbrelo para que vea la desgracia en todo su alcance. ¡Oh rostro terrible de contemplar y de cruel audacia, cuántas amarguras siembras en mí con tu muerte! ¿Adonde me es posible ir, a qué mortales, ya que no te serví de ayuda en tus dolores? ¡Sí que me va a recibir
con buena cara y propicio Telamón, tu padre a la vez que mío, cuando llegue
sin ti! Y ¿cómo no?, si a él ni en la prosperidad le es natural una agradable sonrisa. ¿Qué guardará, qué insulto no dirá al bastardo nacido de una cautiva enemiga, al que te ha traicionado por temor y por cobardía, a ti, muy
querido Áyax, acaso con engaños, para obtener tus privilegios y tu palacio, una vez muerto? Tales cosas dirá ese hombre iracundo, pesaroso en su vejez,
que por nada se encoleriza y llega hasta la disputa.
Y, finalmente, seré desterrado, echado del país, mostrándome en habladurías
como un esclavo, en lugar de como un hombre libre. Tales cosas me aguardan en mi patria. Y en Troya tengo muchos enemigos y pocas ayudas, y todo esto lo he
encontrado con tu muerte, ¡ay de mí! ¿Qué haré? ¿Cómo te arrancaré de esta cortante espada de resplandeciente filo, desdichado, por la cual has perecido? ¿Has visto cómo
al cabo del tiempo iba Héctor, incluso muerto, a matarte?
Considerad, por los dioses, la suerte de estos dos hombres: Héctor, sujeto al
barandal del carro por el cinturón con el que precisamente fue obsequiado por éste,
fue desgarrándose hasta que expiró. Y éste, que poseía este don de aquél, ha perecido en mortal caída por causa de la espada. ¿No es Erinis, acaso, la que forjó esta espada y Hades, fiero artesano, lo otro? Yo, ciertamente, diría que éstas, así como todas las cosas, las traman siempre los dioses para los hombres. Y para quien estos pensamientos no sean aceptables en su creencia, que él se conforme con los suyos y
yo con éstos.
CORIFEO.— No te extiendas demasiado, antes bien, piensa en seguida cómo enterrarás al hombre y qué vas a decir. Pues veo un enemigo, y tal vez venga a reírse de nuestras desgracias, cual haría un malvado.
TEUCRO.— ¿Quién es el guerrero del ejército que ves?
CORIFEO.— Menelao, en cuyo provecho emprendimos esta travesía.
TEUCRO.— Ya veo, pues de cerca no es difícil reconocerlo.
(Entra Menelao con su séquito.)
MENELAO.— ¡Eh, tú, te ordeno que no entierres ese cadáver con tus manos, sino
que lo dejes como está!
TEUCRO.— ¿Con qué objeto has malgastado tantas palabras?
MENELAO.— Porque así nos parece bien a mí y al que manda el ejército.
TEUCRO.— ¿Y no podrías decir qué razón invocáis?
MENELAO.— Que, habiendo creído traernos de la patria con él a un aliado y amigo de los aqueos, nos hemos encontrado, tras una prueba, a alguien peor que los frigios, un hombre que, tras maquinar la destrucción para todo el ejército, salió por la noche a sembrar la muerte con su espada. Y, si uno de los dioses no hubiera
amortiguado este intento, seríamos nosotros los que yaceríamos muertos de la peor de las muertes, cual el destino que ése ha obtenido, mientras que él estaría vivo. Pero un
dios cambió el rumbo de su insolencia para hacerla recaer en carneros y rebaños.
Por ello, ningún hombre existe con tanto poder como para enterrar en la sepultura
su cuerpo, sino que, abandonado en la parda arena, será pasto para las marinas aves. Y, ante esto, no te exaltes en cólera terrible; pues, si estando vivo no fuimos capaces de dominarle, lo haremos por completo ahora que está muerto, aunque tú no quieras, controlándole en nuestras manos.
Nunca quiso escuchar mis palabras cuando vivía. Y en verdad que es propio de un malvado el que, como hombre del pueblo, no tenga en nada el obedecer a los que están al frente. En efecto, en una ciudad donde no reinase el temor, nunca se llevarían las leyes a buen cumplimiento, ni podría ser ya prudentemente guiado un ejército, si
no hubiera una defensa del miedo y del respeto. Y es preciso que el hombre, aunque
sea corpulento, crea que puede caer, incluso por un pequeño contratiempo. Quien tiene temor y, a la vez, vergüenza sabe bien que tiene salvación. Y donde se permite
la insolencia y hacer lo que se quiera, piensa que una ciudad tal, con el tiempo caería
al fondo, aunque corrieran vientos favorables. Que tenga yo también un oportuno
temor, y no creamos que, si hacemos lo que nos viene en gana, no lo pagaremos a nuestra vez con cosas que nos aflijan.
Alternativamente llegan las situaciones. Antes era éste el fiero insolente, y ahora
soy yo, a mi vez, el que estoy engreído y te mando que no des sepultura a éste para que no caigas tú mismo en la tumba, si lo haces.
CORIFEO.— Menelao, después de haber dado sabias sentencias, no seas luego tú el insolente con los muertos.
TEUCRO.— Nunca, varones, me podré extrañar de que un hombre que no haya sido nada en sus orígenes después cometa faltas, cuando los que parecen haber nacido nobles yerran con tales razones en sus discursos. ¡Ea, dilo otra vez desde el principio! ¿Es que afirmas tú que trajiste a este hombre aquí por haberlo elegido como aliado de los aqueos? ¿No se embarcó espontáneamente, siendo como era dueño de sí mismo? ¿Con qué razón eres tú el jefe de éste? ¿Con qué razón te permites mandar sobre unas
tropas que él trajo de su patria?
Has llegado como rey de Esparta, no como soberano nuestro. Nunca ha sido
establecida una norma de autoridad, según la cual dispusieras tú sobre él más que él
sobre ti. Has navegado aquí en calidad de lugarteniente de los demás, no de general
de todos como para mandar alguna vez sobre Áyax. Así que da órdenes a los que gobiernas y repréndeles a ellos con las altivas palabras; que a éste, ya ordenes tú que no, ya lo haga otro general, yo lo pondré en una tumba con todo derecho sin temor a
tu lengua. Porque él no entró en campaña por causa de tu mujer, como los que están llenos de agobio por doquier, sino por los juramentos a los que estaba ligado. Y para nada lo hizo por ti, pues no tenía en cuenta a los don nadies.
Para refutar esto, ven aquí con más heraldos y con el general en jefe. No me
volvería yo por el ruido que hagas, mientras seas cual precisamente eres.
CORIFEO.— No me gusta tampoco un lenguaje así en las desgracias. Las palabras duras, aunque estén cargadas de razón, muerden.
MENELAO.— El arquero parece no razonar con humildad.
TEUCRO.— No he adquirido un arte mezquino.
MENELAO.— Grande sería tu jactancia, si tomaras un escudo.
TEUCRO.— Incluso desarmado me defendería de ti, aunque tú tuvieras armas.
MENELAO.— ¡A qué terrible valor da aliento tu lengua!
TEUCRO.— Con la razón de mi parte, es posible mostrarse orgulloso.
MENELAO.— ¿Es que es justo portarse bien con el hombre que me ha matado?
TEUCRO.— ¿Que te ha matado? Extraño es, en verdad, lo que dices, si vives
después de muerto.
MENELAO.— Un dios me puso a salvó, pues por éste estaría muerto.
TEUCRO.— No deshonres, pues, a los dioses, si has sido salvado por ellos.
MENELAO.— ¿Es que yo estoy reprobando las leyes de los dioses?
TEUCRO.— Sí, si impides enterrar a los muertos con tu presencia.
MENELAO.— Yo mismo lo impido a los que son mis propios enemigos. Pues no es
decoroso.
TEUCRO.— ¿Es que Áyax se colocó frente a ti como tu enemigo?
MENELAO.— Nuestro odio era mutuo y tú lo sabías.
TEUCRO.— Porque fuiste descubierto como un ladrón amañador de votos contra él.
MENELAO.— Por los jueces, que no por mí, se vio en eso frustrado.
TEUCRO.— Tú podías a escondidas haber hecho hábilmente muchas acciones
perversas.
MENELAO.— Esta acusación va contra algún otro para su tormento.
TEUCRO.— No mayor, a lo que parece, que el que causaremos nosotros.
MENELAO.— Sólo una cosa te diré: a éste no se le va a enterrar.
TEUCRO.— Tú, a tu vez, escucha: a éste se le enterrará.
MENELAO.— En una ocasión, ya conocí yo a un hombre osado en sus palabras que animaba a los marineros a navegar en medio del mal tiempo. Su voz, en cambio, no la hubieras encontrado cuando estaba en lo peor de la tempestad, sino que, oculto por su manto, se dejaba pisotear por cualquiera de los marineros. Así también, respecto a ti y a tu fiera boca, tal vez un gran huracán que sople desde una pequeña nube podría ahogar tu incesante griterío.
TEUCRO.— Yo también he visto a un hombre lleno de insensatez que se comportaba insolentemente con ocasión de las desgracias de los que le rodeaban.
Entonces, observándolo alguien parecido a mí y semejante en su carácter, le dijo lo siguiente: «¡Oh hombre, no te comportes mal con los muertos. Si lo haces sabe que te
dolerás!» Así amonestaba, a la cara, al malhadado varón. Le estoy viendo y me
parece que no es otro que tú. ¿Acaso he hablado enigmáticamente?
MENELAO.— Me voy. Sería una vergüenza que alguien se enterara de que castigo con palabras a quien es posible someter por la fuerza.
TEUCRO.— Vete, entonces. También para mí sería muy vergonzoso escuchar a un
hombre necio que dice palabras desagradables.
(Sale Menelao.)
CORO.
Habrá una contienda de gran porfía. Ea, Teucro, apresurándote cuanto puedas,
lánzate a buscar una oquedad profunda para éste, y allí ocupará su sombría tumba
de eterno recuerdo para los hombres.
(Entra Tecmesa acompañada de su hijo.)
TEUCRO.— Ciertamente en el momento oportuno se presentan aquí el hijo y la mujer de este hombre para cuidar de la sepultura de este desventurado cadáver. ¡Oh hijo, acércate aquí, colócate a su lado y, como suplicante, toca al padre que te
engendró! Siéntate implorante, teniendo entretanto en tus manos cabellos míos, de éste y, en tercer lugar, tuyos, tesoro del suplicante. Y, si algún guerrero te apartara por la fuerza de este cadáver, que, como criminal, sea arrojado por las malas de esta tierra, insepulto, extinguido todo su linaje desde la raíz, así como yo corto este rizo.
Tenlo, oh niño y cuídalo, y que nadie te mueva, antes bien, arrodillándote, sujétate a
él. Y vosotros, no estéis parados a su lado como mujeres, en lugar de como hombres, y socorredle hasta que yo vuelva de ocuparme de la sepultura para éste, aunque nadie
me lo permita.
CORO.
ESTROFA 1.a
¿Cuál será el último? ¿Para cuándo se terminará el número de los errantes años
que me trae, constantemente, la desgracia sin fin de las fatigas marciales en la
espaciosa Troya, afrenta infortunada de los helenos?
ANTISTROFA 1.a
¡Ojalá antes se hubiera sumergido en el amplio cielo o en el Hades, común a
todos, aquel hombre que mostró a los helenos la guerra de odiosas armas que a todos afecta! ¡Oh infortunios creadores de infortunios nuevos! Ella fue la que empezó a destruir a los hombres.
ESTROFA 2.a
Aquélla no me concedió que me acompañara la satisfacción de las coronas ni de las profundas copas, ni el dulce sonido de las flautas, desdichado, ni pasar la noche
en suave reposo. De los amores, de los amores me apartó, ¡ay de mí! Y yazco así, desamparado, empapados mis cabellos siempre por abundantes rocíos, recuerdos de la funesta Troya.
ANTISTROFA 2.a
Antes yo tenía en el aguerrido Ayax una defensa del incesante temor nocturno. Pero ahora él está entregado a un odioso destino. ¿Qué goce, qué goce aún me
queda? ¡Ojalá estuviera allí donde me protegiera el promontorio cubierto de bosque y bañado por el mar, al pie de la alta meseta de Sunion, para saludar a la sagrada
Atenas!
(Teucro entra en escena.)
TEUCRO.— Me he dado prisa al ver venir hacia aquí al jefe Agamenón. Es evidente que contra mí va a desatar su infausta lengua.
(Entra Agamenón.)
AGAMENÓN.— ¿Eres tú el que te atreves a proferir impunemente —según me dicen— terribles palabras contra mí? A ti me dirijo, al hijo de la esclava. En verdad que te jactarías con mucho orgullo y andarías muy estirado, si de una madre noble hubieras nacido, ya que, no siendo nada, nos has hecho frente defendiendo a quien nada era y has afirmado solemnemente que nosotros no hemos venido como generales ni como almirantes de los aqueos ni de ti, sino que, según tú dices, Áyax se embarcó mandando sobre sí mismo.
¿No son grandes afrentas para escuchar de esclavos? ¿Por qué clase de hombre has dado esos arrogantes gritos? ¿Adónde ha ido él o en dónde ha estado que yo no estuviera? ¿Es que no tienen los aqueos más guerrero que éste? Cruel fue el concurso,
al parecer, que proclamamos entonces entre los argivos por las armas de Aquiles, si
por doquier vamos a aparecer como malvados según Teucro, y si no va a bastar ni el
que quedéis vencidos para que os sometáis a lo que a la mayoría de los jueces pareció
bien, sino que siempre los que habéis perdido nos vais a asaetear con insultos o a
agredir con traición.
Como resultado de esta conducta, sin embargo, nunca se podría llegar a establecer ninguna ley, si rechazamos a los que con justicia han vencido y llevamos adelante a los que están atrás. ¡Hay que impedir eso! No son los más seguros los hombres
grandes y de anchas espaldas, sino que en todas partes vencen los que razonan
prudentemente. A un buey de anchos costados con un pequeño látigo, sin embargo, se le conduce derecho en su camino. Y yo veo que este remedio a no tardar te convendrá a ti, si no adquieres algo de juicio. Porque, no existiendo ya ese hombre, sino que es
ya una sombra, te insolentas con arrojo y te expresas audazmente. ¿No te harás
razonable? Y si te das cuenta de quién eres por tu origen, ¿no traerás aquí a algún otro hombre, a uno libre, para que ante nosotros defienda tu causa en tu lugar? Yo no te comprendería cuando hablases, pues no conozco la lengua bárbara.
CORIFEO.— ¡Ojalá tuvierais vosotros dos la inteligencia de ser sensatos! Nada mejor que esto puedo deciros.
TEUCRO.— ¡Ay! ¡Cuán rápidamente se pierde para los mortales el agradecimiento al que ha muerto! ¿Puede ser considerado una traición el que este hombre ya no
guarde de ti ni un pequeño recuerdo en sus palabras, Áyax, por quien tantas veces tú te has esforzado exponiendo tu vida con la lanza? ¡Todas estas cosas dejadas de lado se han desvanecido! ¡Oh tú, que acabas de decir muchas e insensatas palabras!, ¿no te acuerdas ya cuando, en cierta ocasión en que vosotros estabais encerrados dentro de vuestros muros, reducidos ya a la nada en la fuga del ejército, éste, yendo él solo, os
salvó, a pesar de estar ardiendo ya el fuego en torno a las cubiertas extremas de los barcos y de que Héctor estaba a punto de saltar desde arriba por encima de los fosos a
las naves? ¿Quién lo impidió? ¿No fue éste el que lo hizo, de quien tú dices que
nunca puso el pie donde tú no estuvieras? ¿Es que para vosotros no lo hizo según
debía?
¿Y cuando otra vez él, en persona, porque le tocó en suerte y no por haber sido mandado, se enfrentó solo a Héctor, también solo, echando ante todos no la bola que
desertara, un grumo de húmeda tierra, sino la que iba a saltar en primer lugar del
yelmo de hermoso penacho? Él era quien hacía estas hazañas y yo a su lado, el esclavo, el nacido de madre bárbara.
¡Desdichado! ¿Adonde podrías mirar al pronunciar tus palabras? ¿Es que no sabes
que el legendario Pélope, el que fue padre de tu padre, era bárbaro, un frigio; que Atreo, el que, a su vez, te engendró, ofreció a su hermano el más impío banquete, el de sus propios hijos; que tú mismo has nacido de una madre cretense, y que,
sorprendiendo en brazos de ella a un hombre extranjero, su propio padre la hizo arrojar a los mudos peces como pasto? Y siendo de tal clase, ¿me haces reproches sobre mi origen, a mí que he nacido de mi padre Telamón, aquel que, por sobresalir
en el ejército por su valor, obtuvo a mi madre como esposa, la que era por su nacimiento princesa, hija de Laomedonte? Se la ofreció como escogido regalo el hijo
de Alcmena.
Si he nacido así noble, de padre y madre nobles, ¿podría acaso deshonrar al que
es de mi sangre, al que en tan gran miseria yace y a quien tú ahora quieres arrojar
insepulto? ¿Y no te avergüenzas de decirlo? Pues bien, entérate de esto: si echáis a éste a alguna parte tendréis que echarnos a la vez a nosotros tres, muertos, a su lado. Porque es evidente que es más honroso para mí morir esforzándome en defensa de Áyax, que por tu mujer, o ¿por la de tu hermano he de decir? Ante esto, atiende no a
mi interés, sino al tuyo, puesto que, si me ofendes en algo, preferirás algún día haber
sido, incluso, cobarde conmigo a valiente.
(Entra Odiseo.)
CORIFEO.— Soberano Odiseo, sabe que has llegado muy oportunamente, si te
presentas no para complicar las cosas, sino para resolverlas.
ODISEO.— ¿Qué ocurre, guerreros? Desde lejos oí el griterío de los Atridas sobre
el cadáver de este valiente.
AGAMENÓN.— ¿Acaso no estábamos escuchando hace muy poco, rey Odiseo,
palabras muy ultrajantes en boca de este hombre?
ODISEO.— ¿Cuáles? Porque yo soy indulgente con el hombre que lanza palabras
injuriosas cuando también él las oye.
AGAMENÓN.— Oyó afrentas, porque él hacía lo mismo contra mí.
ODISEO.— ¿Y qué hizo contra ti como para que lo tengas por una ofensa?
AGAMENÓN.— Dijo que no permitiría que este cadáver quedara privado de sepultura, sino que lo enterrará contra mi voluntad.
ODISEO.— ¿Le es posible a un amigo decirte la verdad y seguir siendo tan amigo como antes?
AGAMENÓN.— Dímela. Si no fuera así, estaría loco, ya que te considero el mejor
amigo entre los argivos.
ODISEO.— Escucha, pues. No te atrevas, por los dioses, a exponer así cruelmente a este hombre insepulto, y que la violencia no se apodere de ti para odiarle hasta el punto de pisotear la justicia. También para mí era el peor enemigo del ejército desde que me hice con las armas de Aquiles, pero yo no le respondería con injurias hasta negar que he visto en él al más valiente de cuantos argivos llegamos a Troya, después de Aquiles.
De modo que en justicia no podría ser deshonrado por ti, pues no destruirías a éste sino las leyes de los dioses. Y no es justo dañar a un hombre valiente si muere, ni aunque le odies.
AGAMENÓN.— ¿Tú, Odiseo, tomas en este asunto la defensa de éste contra mí?
ODISEO.— Sí, le odiaba cuando hacerlo era decoroso.
AGAMENÓN.— ¿No debías tú también pisotear al muerto?
ODISEO.— No te alegres, Atrida, de provechos que no son honestos.
AGAMENÓN.— No es fácil que un tirano sea piadoso.
ODISEO.— Pero sí que honre a los amigos que le dan buenos consejos.
AGAMENÓN.— Es preciso que el hombre noble obedezca a los que tienen el poder.
ODISEO.— Desiste. Seguirás mandando aunque seas vencido por un amigo.
AGAMENÓN.— Recuerda a qué clase de hombre le estás concediendo el favor.
ODISEO.— Este hombre era un enemigo, pero de noble raza.
AGAMENÓN.— ¿Qué harás, entonces?, ¿así respetas un cadáver enemigo?
ODISEO.— El valor puede en mí más que su enemistad.
AGAMENÓN.— ¿Así de volubles son entre los mortales algunos hombres?
ODISEO.— Ciertamente, muchos son amigos en un momento y después son enemigos.
AGAMENÓN.— ¿Son ésos los amigos que tú aconsejas que tengamos?
ODISEO.— Yo no suelo aconsejar tener un alma inflexible.
AGAMENÓN.— Nos harás aparecer cobardes en el día de hoy.
ODISEO.— No, sino hombres justos a los ojos de todos los helenos.
AGAMENÓN.— ¿Me ordenas que permita sepultar al cadáver?
ODISEO.— Sí, pues yo mismo también llegaré a esa situación.
AGAMENÓN.— ¡Todo es igual! Cada cual se afana por sí mismo.
ODISEO.— ¿Para quién es más natural que me afane que para mí mismo?
AGAMENÓN.— Tuya será considerada esta acción, que no mía.
ODISEO.— De cualquier modo que obres serás honrado.
AGAMENÓN.— Pero al menos sabe bien esto: que yo te concedería un favor
incluso mayor que éste; pero que ése, aquí y allí, será para mí siempre el más odioso. Tú puedes hacer lo que quieras.
(Sale Agamenón.)
CORIFEO.— Aquel que diga que tú, Odiseo, siendo de esta manera, no eres en tus
decisiones un sabio, es un hombre necio.
ODISEO.— Y ahora, a partir de este momento, comunico a Teucro que, en la medida en que era antes enemigo, es ahora amigo y que estoy dispuesto a ayudarle a sepultar este cadáver y a hacer con él los preparativos sin omitir ninguna de cuantas cosas deben los hombres preparar a los varones excelentes.
TEUCRO.— Muy noble Odiseo, todos los motivos tengo para alabarte por tus
palabras. Mucho me has engañado en mi presentimiento, pues siendo el mayor
enemigo de entre los argivos para éste, sólo tú has acudido a su defensa con actos y no has osado, estando tú vivo, hacer ultrajes desmesurados en presencia del muerto,
como ha hecho el jefe, ese loco, que, habiéndose presentado él en persona y su
hermano, quiso arrojarle ignominiosamente sin sepultura.
Por ello, que el Padre que domina en el Olimpo, la implacable Erinis y la Justicia
que castiga les hagan perecer de mala manera a los malvados, al igual que indignamente querían echar ellos a nuestro héroe con afrentas.
En cuanto a ti, oh vástago del anciano Laertes, no me atrevo a permitirte que intervengas en este enterramiento, no sea que haga, con ello, algo enojoso para el
muerto. Pero en todo lo demás participa también y, si quieres traerte a alguien del ejército, no tendremos inconveniente. Yo prepararé lo que me corresponde y tú sabe que eres para nosotros un hombre noble.
ODISEO.— Hubiera sido mi deseo, pero si no te es grato que haga esto, dándote la
razón me voy.
(Sale Odiseo.)
TEUCRO.— Basta, pues ya ha pasado mucho tiempo. Así que apresuraos los unos a hacer con vuestros brazos una fosa profunda, otros disponed un elevado trípode rodeado de fuego, propio para lavatorios rituales. Que un grupo de hombres traiga
de la tienda su armadura y su escudo. Hijo, tú coge tiernamente a tu padre con todas
tus fuerzas y ayúdame a levantarle por los costados. Las venas aún calientes exhalan
una negra sangre. Pero vamos, que todo hombre que diga ser su amigo se apresure, que venga, afanándose por este hombre que fue noble en todo, y ninguno fue mejor
entre los mortales; hablo de Áyax, cuando estaba vivo.
CORIFEO.— Ciertamente que a los mortales les es posible conocer muchas cosas al verlas. Pero antes nadie es adivino de cómo serán las cosas futuras.
SÓFOCLES (Colono, hoy parte de Atenas, (Grecia), 496 a. C. - Atenas, 406 a. C.) es
considerado uno de los tres grandes dramaturgos de la antigua Atenas, junto con
Esquilo y Eurípides. Hijo de Sofilo, un acomodado fabricante de armaduras, Sófocles recibió la mejor educación aristocrática tradicional. De joven fue llamado a dirigir el coro de muchachos para celebrar la victoria naval de Salamina en el año 480 a.C. En el 468 a.C., a la edad de 28 años, derrotó a Esquilo, cuya preeminencia como poeta
trágico había sido indiscutible hasta entonces, en el curso de un concurso dramático. En el 441 a.C. fue derrotado a su vez por Eurípides en uno de los concursos
dramáticos que se celebraban anualmente en Atenas. Sin embargo, a partir del 468 a.C., Sófocles ganó el primer premio en veinte ocasiones, y obtuvo en muchas otras el segundo. Su vida, que concluyó en el año 406 a.C., cuando el escritor contaba casi
noventa años, coincidió con el periodo de esplendor de Atenas. Entre sus amigos figuran el historiador Herodoto y el estadista Pericles. Pese a no comprometerse activamente en la vida política y carecer de aspiraciones militares, fue elegido por los
atenienses en dos ocasiones para desempeñar una importante función militar.
Sófocles escribió más de cien piezas dramáticas, de las cuales se conservan siete tragedias completas y fragmentos de otras ochenta o noventa. Las siete obras conservadas son Antígona, Edipo Rey, Electra, Áyax, Las Traquinias, Filoctetes y Edipo en Colono (producida póstumamente en el año 401 a.C.). También se conserva un gran fragmento del drama satírico Los sabuesos, descubierto en un papiro egipcio alrededor del siglo XX. De estas siete tragedias la más antigua es probablemente
Áyax (c. 451-444 a.C.). Le siguen Antígona y Las Traquinias (posteriores a 441 a.C.). Edipo Rey y Electra datan del 430 al 415 a.C. Se sabe que Filoctetes fue escrita en el
año 409 a.C. Estas siete tragedias se consideran sobresalientes por la fuerza y la
complejidad de su trama y su estilo dramático, y al menos tres de ellas Antígona,
Edipo Rey y Edipo en Colono son consideradas unánimemente como obras maestras. Antígona propone uno de los principales temas del autor: el carácter de los
protagonistas, las decisiones que toman y las consecuencias, a menudo dolorosas, de estos dictados de la voluntad personal. Antígona relata el rito funerario de su
hermano Polinice, muerto en combate al desobedecer el edicto de Creonte,
gobernador de Tebas. El entierro del hermano acarrea para Antígona su propia muerte, la muerte de su amante, Hemón, que no es otro que el hijo de Creonte, y la muerte de Eurídice, esposa de Creonte. Áyax, Filoctetes, Electra y Las Traquinias,
repiten, en mayor o menor grado, los temas ya expuestos en Antígona. Edipo Rey, merecidamente famosa por su impecable construcción, su fuerza dramática y su eficaz ironía, fue considerada por Aristóteles en su Poética, como la más
representativa, y en muchos aspectos la más perfecta, de las tragedias griegas. La
trama gira en torno al héroe mitológico Edipo, que poco a poco descubre la terrible verdad de haber ascendido al cargo de gobernador de Tebas tras haber asesinado involuntariamente a su padre, primero, y casándose con su madre, la reina Yocasta, después. Edipo en Colono describe la reconciliación del ciego y anciano Edipo con su destino, y su sublime y misteriosa muerte en Colono, tras vagar durante años en el exilio, apoyado por el amor de su hija Antígona.
Sófocles es considerado hoy por muchos estudiosos como el mayor de los
dramaturgos griegos, por haber alcanzado un equilibrio expresivo que está ausente
tanto en el pesado simbolismo de Esquilo como en el realismo teórico de Eurípides. Se le atribuyen numerosas aportaciones a la técnica dramática, y dos importantes
innovaciones: la introducción de un tercer actor en escena, lo que permite complicar notablemente la trama y realzar el contraste entre los distintos personajes, y la ruptura con la moda de las trilogías, impuesta por Esquilo, que convierte cada obra en una unidad dramática y psicológica independiente, y no en parte de un mito o tema central. Sófocles también transformó el espíritu y la importancia de la tragedia; en lo sucesivo, aunque la religión y la moral siguieron siendo los principales temas dramáticos, la voluntad, las decisiones y el destino de los individuos pasaron a ocupar el centro de interés de la tragedia griega.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario