sábado, 30 de enero de 2021

Goethe IFIGENIA EN TAURIS

IFIGENIA EN TAURIS 

GOETHE 

INTRODUCCIÓN

Ifigenia en Tauris representa, en la obra y en la vida de Goethe, la entrada en una

fase de serenidad interior, después de la agitación juvenil de los años de Werther y del

escondido Ur-Faust. Inicia su redacción en Weimar, mientras vive dedicado a tareas

administrativas en la pequeña Corte, y centrado sentimentalmente en su amor a la

señora Von Stein. Ha llegado la hora de expresar esa paz y ese equilibrio que empieza

a percibir: elige para ello la figura clásica de Ifigenia, la expiadora, la salvadora,

dándole todavía algún toque propio de humanización.

Pero antes de todo, contemos la historia externa de la obra misma: se deseaba

festejar el nacimiento de una hija del Duque, y se rogó a Goethe que, en el par de

semanas disponible hasta la ceremonia, compusiera alguna pieza de ocasión. Goethe

echó mano del tema que descollaba entonces en su mente —quizá no el más

apropiado para celebrar el nacimiento de una niña—: Ifigenia. Por supuesto, al

expirar el plazo de dos semanas, no pudo sino leer algunas escenas preliminares.

También después, en medio de las tareas palaciegas y burocráticas, le había de ser

muy difícil continuar el trabajo: un día se le encuentra con el manuscrito entre manos

en pleno revuelo de la oficina de recluta militar: otro día tiene que ocuparse del

problema de los textiles de Apolda —los «calceteros», o, dicho a la catalana, «los del

punto»—, a quienes su trabajo no les salvaba de morirse de hambre, y eso

precisamente en el momento en que Goethe debe abordar un episodio de alto

empaque aristocrático. Anota desesperado el 6 de marzo de 1779: «Aquí el drama no

quiere seguir adelante; está maldito; el rey de Tauris ha de hablar como si ningún

calcetero de Apolda se muriera de hambre». En algún momento, ya había llegado

Goethe a recurrir al acompañamiento musical para olvidar los trabajos políticos y dar

paso a los poéticos: «Con los sonidos dulces, mi alma se desliga poco a poco de las

cadenas de los expedientes y las actas. Con un cuarteto al lado, en el cuarto verde, me

siento a llamar quedamente a las figuras remotas…», escribe unos días antes a la

señora Von Stein. A pesar de todo, Goethe persiste: incluso, en un golpe afortunado,

escribe todo el acto cuarto en un solo día. Y a fines de ese mismo mes de marzo de

1779, da por terminada su Ifigenia: será sólo la primera versión. Unos días después,

la estrena en Ettersburg. El reparto es impresionante: el propio Goethe hace de

Orestes, la protagonista es encarnada por Corona Schröter (la actriz que, llamada por

Goethe, convertirá una época en rivales de pasión al poeta y a su mecenas el Duque

de Weimar): de Pílades hace el Príncipe Constantino, y la figura del rey Thoas corre a

cargo del amigo Knebel, que ha seguido de cerca el trabajo goethiano como

corresponsal atento, y que ha sido el encargado de leer el manuscrito a Herder. «Buen

efecto —anota el autor después del estreno—, sobre todo en las personas puras.» Pero

más adelante, algún amigo experto —Wieland sobre todo, en 1786—, objeta contra

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aquella prosa irregular y vacilante, y Goethe inicia una nueva versión de la obra en

versos cortos. No tardó, sin embargo, en cambiar de idea al comparar sus versos

cortos con la fluencia de los yambos que se le grabó en el oído en una lectura de la

Electra de Sófocles. En su viaje a Italia, se lleva consigo el manuscrito, y, como

expresión de su total afirmación de serenidad clasicista, emprende una nueva

metrificación de la obra en yambos —endecasílabos libres, diríamos nosotros—, en

parte contando con la experiencia de haber oído teatro italiano en Venecia, y en parte

por haber estudiado un tratado de prosodia de Moritz, autor a quien conoce en Roma.

Ifigenia en Tauris queda así marmórea, o mejor dicho, con esa blancura de las

estatuas clásicas que Vinckelmann había hecho creer que era la original, ignorando

cómo el tiempo había quitado los barnizados naturalistas puestos por los griegos. La

nueva frialdad —verso blanco, lenguaje elevado y monocorde— sorprendió, y aun

decepcionó, a muchos amigos de Goethe, pero él puso deliberadamente en su nueva

versión todo el equilibrio con que, al volver a Alemania, haría frente al creciente

sentir romántico.

Ifigenia en Tauris simboliza un sentimiento básico de Goethe, quizá su actitud

fundamental en su ulterior desarrollo vital y literario: un humanismo moderadamente

racionalista, optimista en definitiva, a través de la superación de muchas antítesis, y

con un horizonte último de religiosidad también racional: el Ser Supremo como

garantizador de todo. No está con los dioses —tampoco es cristiano, aunque declare

haber incorporado a su visión definitiva de Ifigenia la imagen de una Santa Ágata

vista en Bolonia—: «Dios perdone a los dioses —ha escrito pocos años antes— que

jueguen con nosotros de esta manera». La táctica de Goethe consiste en apelar a Dios

contra los dioses, pero sólo a favor del hombre; invocar a la razón suprema contra los

acontecimientos y fuerzas del mundo. En sus últimos años, dedicando un ejemplar de

Ifigenia, escribe unos versos que terminan:

Todas las faltas humanas

las expía la pura humanidad.

(Alie menschliche Gebrechen

sühnet reine Menschlichkeit.)

De aquí su simpatía por los tantálidas, y, en general, por los rebelados contra los

«dioses»: en Poesía y Verdad, en 1813, anota, refiriéndose a la composición de

Ifigenia en Tauris: «… también los más osados de esa estirpe, Tántalo, Ixión, Sísifo,

eran mis Santos. Recibidos en la compañía de los dioses, no se quisieron comportar

de modo suficientemente subordinado, y se atrajeron un triste destierro. Yo les

compadecía: su situación ya había sido reconocida por los antiguos como

verdaderamente trágica, y cuando los presenté al fondo de mi Ifigenia como

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miembros de una enorme oposición, les quedé deudor de una parte del efecto que esta

pieza tuvo la suerte de producir».

Pero como, en nuestros tiempos, todos andamos flojos en mitología, no estará de

más recordar de modo esquemático el núcleo de este tejido de figuras en que Ifigenia

aparece de modo tardío y gradual —en Homero es sólo una secundaria Ifianasa—,

hasta que Eurípides, el trágico humanista, enemigo de los dioses olímpicos, la eleva a

primer plano con sus dos tragedias: Ifigenia en Tauris e Ifigenia en Aulis —escritas

en sucesión inversa a la de los acontecimientos:

Tántalo, hijo de Zeus, ha sido expulsado de la compañía de los dioses por haber

revelado sus secretos a los mortales. (Trayectoria complementaria de otra figura

predilecta de Goethe: Prometeo, el que robó el fuego a los dioses.) Es condenado al

tan famoso «suplicio de Tántalo»: morir de sed con el agua al cuello. Sus

descendientes sufren también la maldición divina. Aquí —prescindiendo del resto de

la triste parentela— estamos en la generación de Agamenón, que, al querer dirigirse

contra Troya al mando de la flota aquea, encuentra vientos contrarios, y, por su voto

imprudente de sacrificar a la diosa Artemisa (Diana) la más hermosa criatura nacida

en ese año, a cambio de su protección, deberá sacrificar a su propia hija Ifigenia para

que la flota pueda emprender su navegación. La diosa, sin embargo, sin que nadie lo

advierta, sustituye por una ternera a la inocente Ifigenia, llevándosela a su santuario

en Tauris (o Táuride, como transcriben otros), en Crimea. Se debe recordar, mientras

tanto, la triste historia de Agamenón, que, al volver de Troya, es asesinado por su

esposa Clitemnestra y por el amante de ésta, Egisto. Su. hijo Orestes mata a su madre

para vengar a su padre, y huye perseguido por las Furias, genios infernales,

acompañado por su fiel amigo Pi lades. Un ambiguo oráculo de Apolo aconseja a

Orestes que, para librarse de las Furias, vaya a Tauris, donde está el santuario de

Artemisa, y «rescate a su hermana». Orestes cree que se trata de rescatar la imagen de

«la hermana de Apolo», Artemisa, y no la persona de su propia hermana. Al llegar a

Tauris, Orestes y Pílades son apresados y deben ser sacrificados a Artemisa, según

impone la ley del país, impuesta por el rey Thoas (o Toante). El sacrificio lo habrá de

ejecutar la sacerdotisa, es decir, la propia Ifigenia, que descubrirá en la víctima a su

propio hermano, en una escena de anagnórisis de gran efectismo, cuando los dos

amigos, al darse a uno de ellos la oportunidad de salvarse, rivalizan por ser cada cual

el que se sacrifique. (Al llegar a este punto, Goethe modifica y da al argumento un

desarrollo aún más humano que el de Eurípides, con elementos tales como la

insistente petición de matrimonio a Ifigenia por parte de Thoas.) En la versión

clásica, los hermanos y Pílades realizan un intento de fuga que Thoas podría frustrar

si no fuera porque se le aparece una dea ex machina, Atenea, conminándole a dejar ir

a los fugitivos. En la versión goethiana, el happy end queda redondeado desde el

punto de vista humano y psicológico, sin intervenciones celestes, pero con más

astucia en la preparación de la fuga, robo de la imagen de Artemisa, etc. El clímax de

la obra se sitúa ahora en el momento en que Ifigenia decide jugarse el todo por el

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todo y revela al noble rey bárbaro Thoas los planes de fuga: Thoas, apelado en su

magnanimidad, se rendirá a los designios de Ifigenia. Gomo ha dicho G. R. Mason:

«La maldición de los dioses sobre Orestes… se interpreta como una enfermedad

mental y moral que se puede curar mediante el reconocimiento de la verdadera

naturaleza de su crimen y una expiación consciente y sincera. La astuta hija de

Agamenón se transforma en una representante de los supremos ideales humanitarios

cuya pureza de alma supera la maldición… El foco dramático está en la lucha de

Ifigenia por convertir a su hermano a la idea de expiación mediante la reconciliación,

exorcizando así a las Furias…, y en su decisión de revelar toda la verdad a Thoas y

poner en juego su destino y el de su hermano confiando en la compasión y

humanidad del rey bárbaro. Esta decisión la toma por gratitud a toda la bondad que

Thoas le ha mostrado, y por su convicción de que, a pesar de su aparente crueldad,

los dioses son benévolos, y que su largo exilio en Tauris estaba predispuesto como

medio de eliminar por fin la maldición familiar».

Quizá cabría discutir si aquí «los dioses son benévolos», para Goethe, y no juega

contra ellos, buscando la alianza del Ser Supremo a favor de ese «partido de

oposición», derrotado y desterrado, que son los tantálidas. En todo caso, queda claro

el sentido humanista y racionalista de la obra, cuyo mito había evolucionado ya tanto

desde Eurípides, a través de diferentes versiones, la más importante de las cuales fue

probablemente para Goethe la de Racine, estrenada en 1674. (No podemos dejar de

rendir un homenaje, de paso, a la versión operística de Gluck, estrenada en París, el

mismo año, 1779, en que Goethe escribe y estrena la primera versión de su Ifigenia:

como se sabe, este maravilloso «drama en música» vence una batalla decisiva en la

historia de la ópera, en contra del total predominio por la música sobre el texto —es

la derrota de los «piccinistas» por los «gluckistas»—.)

En conjunto, Ifigenia en Tauris, en la obra de Goethe, representa, con su entrada

en la treintena y la plena redondez vital, el comienzo de maduración de su ideal

clásico, y la progresiva instalación en una edad serena. Escribe a su madre, pocos

meses después de acabar su primera Ifigenia: «Tengo todo lo que puede desear un ser

humano, una vida en que me ejercito y crezco cada día…, con buena salud, sin

pasión, sin desorden, sin agitación turbia, sino como un ser amado de Dios, que ha

cumplido la mitad de su existencia, a quien el sufrimiento pasado permite esperar

bienes para el porvenir, y cuyo corazón también se ha puesto a prueba para los

sufrimientos futuros». Y un año más tarde, en la pared de madera de una cabaña de

cazadores, deja grabados los famosos versos de madurez dispuesta para la muerte:

Über alien Gipfeln

ist Ruh;

in alien Wipfeln

spürest du

kaum einen Hauch;

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die Voglein schweigen im Walde.

Warte nur, balde

ruhest du auch.

(Sobre todas las cumbres

hay paz;

en todas las copas de los árboles

apenas percibes

un hálito;

los pajarillos callan en el bosque.

Espera solamente, pronto

descansarás también.)

Aquí sigue estando el valor de la Ifigenia goethiana. Se podrá, al margen de ello,

discutir si es sólo un «drama para leer» y no para representar. Pero el mismo Schiller

que, como hombre teatral de pura sangre, supo hacer —en carta a Goethe, 1802— las

más temibles críticas a sus posibilidades escénicas, añadía a continuación, tras de

diversos consejos técnicos: «Ciertamente, pertenece al carácter propio de esta obra

que lo que se llama estrictamente acción acontezca entre bastidores, y lo moral, lo

que sucede en el corazón, la disposición de ánimo, se convierta en acción y, por

decirlo así, se ponga ante los ojos. Este espíritu de la obra debe conservarse, y lo

sensible debe ir siempre detrás de lo moral [se juega con Sinnliche y Sittliche], pero

yo pido solamente tanto de aquello cuanto sea necesario para presentar esto por

completo… Por lo demás, al releer ahora Ifigenia, me ha conmovido

profundamente…»

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PERSONAJES

IFIGENIA

THOAS, rey de los tauridas

ORESTES

PÍLADES

ARKAS

Escena: Bosquecillo ante el templo de Diana.

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PRIMER ACTO[1]

PRIMERA ESCENA

IFIGENIA. Aquí fuera, en vuestra sombra, temblorosas copas del antiguo y

frondoso bosquecillo sagrado, así como en el silencioso santuario de la diosa,

penetro una vez más con emoción estremecida, como si llegara por primera

vez, y mi espíritu no se habitúa a morar aquí. Años hace ya que me guarda

aquí escondida una alta voluntad, a la que me entrego; pero me sigo

sintiendo tan extraña como al principio, y paso largos días en la orilla,

buscando con el alma la tierra de los griegos; y frente a mis sollozos, las olas

sólo me traen sordos rumores de mugido. ¡Ay de quien lleva una vida

solitaria, lejos de sus padres y hermanos! La dicha más cercana se la arrebata

de los labios el pesar, y sus pensamientos vuelven siempre en enjambre hacia

los muros paternales, donde el cielo se abrió ante él por primera vez; donde,

jugando, sus hermanos se apretaban entre sí cada vez más con suaves

ligaduras. No me querello contra los dioses: sólo es de lamentar la situación

de la mujer. En casa y en la guerra domina el hombre, y sabe remediarse en

tierra extraña. Él disfruta de la propiedad, a él le corona la victoria: una

honrosa muerte le está reservada. ¡Qué estrecha y sujeta es la felicidad de la

mujer! Ya le es obligación y consuelo obedecer a un tosco marido; ¡qué

doloroso le es verse arrastrada por un destino enemigo hacia tierra extraña!

Así Thoas, noble varón, me retiene aquí sujeta en graves y sagradas

ligaduras de esclavitud. ¡Ah, con qué vergüenza confieso que te sirvo con

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silenciosa repugnancia a ti, diosa, salvadora mía! Mi vida había de estarte

dedicada en libre servicio. En ti he esperado y espero todavía

constantemente; en ti, Diana, tú que me has recibido entre tus sagrados y

suaves brazos, a mí, hija rechazada del mayor de los reyes. Sí, hija de Zeus,

si al noble varón, a quien angustiaste exigiéndole su hija más querida, para

que la ofreciera en tu altar, le has acompañado en su glorioso regreso desde

Troya, la ceñida de murallas, y le has conservado la esposa, y Electra y los

hijos, hermosos tesoros; ¡a mí también devuélveme por fin a los míos, y

sálvame, tú que me salvaste de la muerte, también de esta vida aquí, que es

una segunda muerte!

SEGUNDA ESCENA

ARKAS. El rey me envía aquí y envía salud y obsequio a la sacerdotisa de Diana.

Éste es el día en que Tauris da gracias a su diosa por nuevas victorias

maravillosas. Me adelanto corriendo al rey y al ejército para anunciar que

llega él con tal séquito.

IFIGENIA. Estamos preparadas a recibirle dignamente, y nuestra diosa aguarda

con mirada graciosa el sacrificio bien venido que le ofrezca la mano de

Thoas.

ARKAS. ¡Ah, que encuentre yo también, como signo propicio para todos

nosotros, la mirada de la sacerdotisa!; ¡oh sagrada doncella, tu mirada, clara

y luminosa, digna y venerada! Todavía el pesar cubre misteriosamente tu

interior; en vano nos obstinamos, desde hace años, por una palabra

esperanzadora de tu pecho. Desde que te he conocido en estos lugares, ésa es

la mirada ante la cual me estremezco; y tu alma se queda como encadenada

con ligaduras férreas en lo más oculto de tu seno.

IFIGENIA. Así ha de ser para la exilada, para la huérfana.

ARKAS. ¿Tal te parece ser aquí, exilada y huérfana?

IFIGENIA. ¿Puede llegar a sernos patria la tierra extranjera?

ARKAS. Para ti la patria se te ha vuelto extraña.

IFIGENIA. Por eso es por lo que no se cura mi corazón sangrante. En mi primera

edad, cuando apenas se ataba el alma a mi padre, a mi madre y mis

hermanos, y los retoños nuevos, abrazados y amables, pugnaban por abrirse

paso hacia el cielo desde el pie del viejo tronco, lamentablemente me

envolvió una maldición extraña y me separó de los que yo quería,

desgarrando con férreo puño la hermosa ligadura. Quedó atrás el mejor gozo

de la juventud, el florecer de los primeros años. Aunque salvada, fui sólo una

sombra de mí misma, y el fresco gozo de la vida no vuelve a florecer en mí.

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ARKAS. Si te quieres llamar desgraciada, también habré de llamarte ingrata.

IFIGENIA. Mi agradecimiento lo tenéis siempre.

ARKAS. Pero no ese puro agradecimiento por el que se hace el bien: la alegre

mirada que muestra al bienhechor una vida contenta y un corazón afectuoso.

Cuando un destino hondamente misterioso te trajo a este templo hace tantos

años, vino a tu encuentro Thoas, a recibirte cómo don de los dioses, con

respeto y afecto, y esta orilla fue para ti propicia y amistosa, aunque para

todos los demás extranjeros estaba llena de horror, porque antes de ti, nadie

holló nuestro reino sin sucumbir en cruento sacrificio en las gradas del altar

de Diana, conforme a la vieja usanza.

IFIGENIA. Respirar libremente no basta para la vida. ¿Qué vida es ésta, si tengo

que estar de luto en el lugar sagrado, como una sombra en torno a su propia

tumba? ¿Y llamaré a esto una vida alegre y con conciencia propia, si cada

día, disipado vanamente en sueños, va preparando aquel sombrío día que

pasa en la orilla del Leteo el triste ejército de los ausentes, .olvidados de sí

mismos? Una vida inútil es una muerte prematura: ese destino de mujer es

sobre todo el mío.

ARKAS. Este noble orgullo, por el que no estás contenta contigo misma, te lo

perdono al mismo tiempo que te compadezco: te roba el disfrute de la vida.

¿No has hecho nada aquí desde tu llegada? ¿Quién ha Serenado el turbado

ánimo del rey? ¿Quién ha dejado en suspenso, de año en año, con suave

persuasión, la vieja usanza cruel de que todo extranjero pierda la vida, con

sangre, en el altar de Diana, y quién ha hecho tantas veces volver de una

muerte segura hacia la patria, a los que ya estaban presos? Y Diana, en vez

de encolerizarse por faltarle la antigua ofrenda sangrienta, ¿no ha escuchado

tu suave oración con mejor medida? ¿No ha aleteado con alegre vuelo la

victoria en torno del ejército? ¿y no lo precede rauda? ¿Y no sienten todos un

mejor destino, desde que el rey, que sabio y animoso nos conduce hace tanto

tiempo, también disfruta con benignidad de tu presencia y nos aligera el

deber de la obediencia silenciosa? ¿A eso llamas inútil, si de tu persona mana

y desciende bálsamo sobre millares de personas, y te conviertes en fuente

eterna de nueva dicha para el pueblo al cual te trajo un dios, y en la

inhospitalaria orilla mortal deparas salvación y retorno a los extranjeros?

IFIGENIA. Lo poco desaparece fácilmente ante lá mirada que observa, hacia

delante, cuánto falta todavía.

ARKAS. ¿Pero alabas al que no aprecia lo que hace?

IFIGENIA. Se censura al que pondera sus acciones.

ARKAS. Y también al que, demasiado orgulloso, no estima el verdadero valor,

tanto como al que ensalza con excesiva vanidad el falso valor. Créeme y

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escucha la palabra de un hombre que te está entregado eón fidelidad y

honradez: si hoy el rey habla contigo, hazle más fácil lo que piensa decirte.

IFIGENIA. Me angustias con tus bondadosas palabras: más de una vez eludí con

gran esfuerzo su ofrecimiento.

ARKAS. Considera lo que haces y de qué te sirve. Desde que el rey ha perdido a

su hijo, ya se confía poco a los suyos, y aun con estos pocos, ya no es como

antes. Mira lleno de sospechas a los hijos de todos sus nobles como

sucesores en su reino, teme una vejez solitaria y desamparada, y quizás

incluso una sedición agitada y una muerte prematura. El escita no da ningún

valor especial a las palabras, y el rey menos que nadie. Él, que sólo está

acostumbrado a ordenar y a realizar, no sabe el arte de orientar un diálogo

conforme a su intención, con lenta sutileza. No se lo dificultes con un

rechazo reservado y con malentendidos deliberados. Sal a su encuentro,

amable, a medio camino.

IFIGENIA. ¿He de favorecer lo que me amenaza?

ARKAS. ¿Quieres llamar amenaza a su cortejamiento?

IFIGENIA. Para mí es la más espantosa amenaza.

ARKAS. Dale solamente confianza en su afecto.

IFIGENIA. Si antes él libera del temor mi alma.

ARKAS. ¿Por qué le callas tu origen?

IFIGENIA. Porque el misterio es lo propio de una sacerdotisa.

ARKAS. Para el rey, nada debe ser misterio; y aunque no lo exija él, lo siente, y

siente hondamente, en su gran ánimo, que tú te rehúsas cuidadosamente ante

él.

IFIGENIA. ¿Me guarda enojo y rencor?

ARKAS. Casi lo parece. Cierto es que calla también sobre ti: pero algunas

palabras dispersas me han indicado que su alma está firmemente invadida

por el deseo de hacerte suya. ¡Ah, no le dejes, no le abandones a sí mismo,

para que en su pecho no madure el enojo y te traiga horrores, y pienses

demasiado tarde en mi fiel consejo, con arrepentimiento!

IFIGENIA. ¿Cómo? ¿Se propone el rey lo que jamás debería pensar ningún

hombre noble que estime su nombre y que sujete su pecho al culto de los

Celestiales? ¿Piensa arrastrarme con violencia desde el altar a su lecho?

Entonces apelo a todos los dioses y sobre todo a Diana, la diosa resuelta,

virginal, que ciertamente protegerá y conservará virgen a su sacerdotisa:

ARKAS. ¡Estáte tranquila! Al rey no le agita una sangre nueva y violenta para

lanzarse osadamente a semejante acción de adolescente. Tal como le

conozco, temo yo de él otra dura resolución que llevará a cabo

inexorablemente; pues su alma es firme e inconmovible. Por eso te ruego que

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te confíes a él, que le estés agradecida, si es que no puedes otorgarle nada

más.

IFIGENIA. ¡Oh, dime qué más sabes!

ARKAS. Óyelo de él. Veo venir al rey. Tú honras al rey, y tu propio corazón te

ordena que le recibas amistosa y confiada. Un hombre noble es llevado hasta

muy lejos por una buena palabra de las mujeres.

IFIGENIA (sola). En verdad, no veo cómo he de seguir el consejo de este amigo

fiel; pero de buen grado cumpliré el deber de ofrecer mis buenas palabras al

rey por sus buenas obras, y ¡ojalá pueda decir con verdad al poderoso lo que

le agrade!

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TERCERA ESCENA

Ifigenia. Thoas.

IFIGENIA. ¡Bendígate la diosa con dones reales! ¡Ella te conceda victoria y

gloria, y riqueza y el bien de los tuyos, y la abundancia de todo deseo

piadoso! Para que tú, que reinas sobre muchos con tus cuidados, disfrutes

también, antes que muchos, mucha rara felicidad.

THOAS. Contento estaría con que mi pueblo me elogiara. Lo que yo gano, lo

disfrutan otros más que yo. El más feliz, sea rey o humilde, es el que

encuentra la felicidad en su casa. Tú has tomado parte en mis hondos

dolores, cuando la espada del enemigo apartó de mi lado a mi hijo, el último,

el mejor. Mientras la venganza poseía mi espíritu, no percibí la soledad de mi

morada, pero ahora que regreso satisfecho, después de destruir su reino en

venganza de mi hijo, no me queda en casa nada que me dé placer. La

placentera obediencia que antes veía brillar en todas las miradas, ahora está

empañada por la preocupación y el despecho. Cada cual piensa en lo que

habrá de ocurrir después, y me obedece a mí, que no tengo hijos, sólo porque

debe hacerlo. Ahora llego a este templo donde tantas veces penetré para

pedir la victoria y para agradecer la victoria. Un antiguo deseo traigo en mi

pecho, que a ti tampoco te es ajeno ni inesperado: espero, para bendición de

mi pueblo y bendición mía, llevarte a mi morada como esposa.

IFIGENIA. Ofreces demasiado, oh rey; a una desconocida. Avergonzada ante ti

está la fugitiva que no buscaba en esta orilla sino la protección y la paz que

le diste.

THOAS. Que te veles siempre en el misterio de tu origen, ante mí igual que ante

el último, no sería justo ni bueno en ningún pueblo. Esta orilla aterra al

extranjero: lo imponen la ley y la necesidad. Pero de ti, que disfrutas de todo

derecho piadoso, huésped bien venido entre nosotros, disfrutando de sus días

conforme a su propio sentir y voluntad, de ti, esperaba la confianza que

puede muy bien aguardar el anfitrión por su fidelidad.

IFIGENIA. Si oculté el nombre de mis padres y mi linaje, oh rey, fue por

vergüenza, no por desconfianza. Pues quizá, ay, si supieras quién tienes

delante, y qué cabeza maldita proteges y sustentas, un espanto invadiría tu

grandioso corazón con raro escalofrío, y en vez de ofrecerme la mitad de tu

trono, me expulsarías de tu reino, quizá me arrojarías antes del tiempo en que

está decretado que termine mi peregrinación y regrese alegremente con los

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míos; lanzándome a la desventura que espera en todas partes a todo el que

yerra, a todo expulsado de su casa, con extraña y fría mano de terror.

THOAS. Cualquiera que sea el designio de los dioses sobre ti, y lo que piensen

sobre tu linaje y sobre ti, desde que resides con nosotros y disfrutas el

derecho de un huésped piadoso, no faltan bendiciones que me llegan de lo

alto. Sería difícil persuadirme de que en ti protejo una cabeza culpable.

IFIGENIA. Las bendiciones te las deparan tus buenas obras, no tu huésped.

THOAS. Lo que se hace en la impiedad, no recibe bendición. Por eso, ¡acabe tu

silencio y tu vacilación! No te lo requiere ningún hombre injusto. La diosa te

ha entregado a mis manos: como eras sagrada para ella, lo fuiste para mí.

También su indicación será ley para mí en lo sucesivo: si puedes esperar

regresar a casa, te declaro libre de toda exigencia. Pero si tienes cerrado el

camino para siempre, y tu estirpe está dispersa o extinguida por una horrible

condena, entonces eres mía por más de una sola ley. ¡Habla abiertamente! y

ya sabes que yo observo mi palabra.

IFIGENIA. De mala gana se libera la lengua de su vieja ligadura, para descubrir

por fin un misterio largamente oculto. Pues una vez se confía, abandona sin

regreso la segura morada de lo hondo del corazón, para hacer daño o para

hacer bien, según quieran los dioses. ¡Escucha! Soy del linaje de Tántalo.

THOAS. Con sosiego pronuncias una palabra tan grandiosa. ¿Llamas tu antecesor

al que conoce todo el mundo porque antaño fue un predilecto de los dioses?

¿Es aquel Tántalo a quien Júpiter recibió en su consejo y su mesa, y en cuyos

dichos, llenos de experta y rica inteligencia, se complacían los dioses

mismos, como con dichos del oráculo?

IFIGENIA. El mismo, pero los dioses no deberían tratar con hombres como

semejantes suyos: la raza mortal es sobradamente débil para no tener vértigo

en la altura desacostumbrada. No era innoble ni traidor, pero demasiado

grande para esclavo, y sólo un hombre para compañero del gran Tronador.

Así, su culpa fue también humana, y el castigo fue severo, y, como cantan

los poetas: el despecho y la infidelidad le precipitaron desde la mesa de

Júpiter al horror del viejo Tártaro. ¡Ay, y su linaje entero soportó el odio de

los dioses!

THOAS. ¿Sufrió su linaje la culpa del antepasado, o la suya propia?

IFIGENIA. Cierto es que el potente pecho y la enérgica medula de los Titanes fue

herencia segura de sus hijos y nietos, pero el dios forjó en tomo de su frente

una ligadura férrea. Inteligencia, mesura, sabiduría y paciencia, él las ocultó

a sus miradas temerosas y torvas; todo deseo se les convertía en cólera, y su

cólera se desbordaba sin límites. Ya Pelops, el de violenta voluntad, el hijo

amado de Tántalo, ganó por la traición y el crimen a la mujer más hermosa, a

la engendrada por Enomao, a Hipodamia[2]. Ésta dio dos hijos a los deseos

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de su marido, Tiestes y Atreo. Con envidia ven éstos el creciente amor de su

padre hacía el hijo primero de otro matrimonio. El odio les alía, y en secreto

la pareja se arriesga por vez primera al asesinato. El padre, locamente, cree

asesina a Hipodamia, y colérico, le exige que le devuelva a su hijo; y ella se

quita la vida…

THOAS. ¿Callas? ¡Sigue hablando! ¡No te arrepientas de tu confianza! ¡Habla!

IFIGENIA. ¡Feliz aquel que se complace en recordar a sus padres, y con alegría

habla de sus hazañas y de su grandeza a quien le escuche, y, con callado

gozo, se ve insertado al final de esa hermosa serie! Pues una estirpe no

engendra de pronto un semidiós ni un monstruo; primero una serie de malos

o de buenos da lugar por fin al espanto o a la alegría del mundo. Después de

la muerte de su padre, Atreo y Tiestes gobernaron la ciudad, reinando en

común. No pudo durar mucho el acuerdo. Pronto Tiestes deshonra el tálamo

de su hermano. Vengativo, Atreo le expulsa del reino. Ya Tiestes,

pérfidamente, meditando graves acciones, había robado un hijo a su

hermano, y en secreto le había educado con halagos como uno de los suyos.

A éste le llenó el pecho de ira y venganza, y le envió a la ciudad real, para

que asesinara, creyéndole su tío, a su propio padre. Se descubre el propósito

del muchacho: el rey castiga cruelmente al asesino enviado, imaginando que

mata al hijo de su hermano. Demasiado tarde sabe quién muere martirizado

ante sus ojos ebrios; y para aplacar el afán de venganza de su pecho, medita

algo inaudito. Parece tranquilo, indiferente y reconciliado, y atrae a su

hermano a que vuelva al reino con sus dos hijos: apresa a los muchachos, los

mata y los pone, como horrible y repugnante alimento, ante su padre, en el

primer banquete. Y cuando Tiestes se ha saciado de su carne, y le invade la

añoranza, y pregunta por sus hijos, y ya cree oír el paso y la voz de los

muchachos a la puerta de la sala, Atreo, con una mueca, le arroja las cabezas

y los pies de los asesinados. ¡Apartas la cara horrorizado, oh rey: así volvió

la cara el sol, desviando su carro del cauce eterno! Ésos son los antepasados

de tu sacerdotisa; y muchas suertes desgraciadas de esos hombres, muchas

acciones de su mente trastornada están cubiertas por la noche, con sus

pesadas plumas, dejándonos que las veamos sólo en horrenda penumbra.

THOAS. Escóndelo también callando. ¡Basta con este espanto! Dime ahora por

qué prodigio tú has brotado de esa estirpe salvaje.

IFIGENIA. El hijo mayor de Atreo era Agamenón: es mi padre. Pero he de decir

que desde mi primera niñez he visto en él un modelo de hombre perfecto. Me

tuvo a mí en Clitemnestra, como primogénita del amor; luego tuvo a Electra.

En paz reinaba el rey, y a la estirpe de Tántalo se le concedía el descanso de

que tanto había carecido. Pero faltaba todavía un hijo para la dicha de los

padres, y apenas se había cumplido ese deseo, y creció entre ambas

hermanas Orestes, el predilecto, cuando ya nueva desventura le estaba

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reservada a la estirpe tranquila. Os ha llegado la fama de la guerra que, para

vengar el rapto de la más hermosa de las mujeres, hizo que todo el poderío

de los príncipes de Grecia acampase en torno a las murallas de Troya. No he

sabido si conquistaron la ciudad, alcanzando el objetivo de su venganza. Mi

padre mandaba el ejército de los, griegos. En Aulis se detuvieron esperando

en vano un viento favorable: pues Diana, encolerizada contra su gran

caudillo, hizo retroceder su premura y, por boca de Calcas, exigió a la hija

mayor del rey. Me atrajeron al campamento con mi madre: me arrastraron

ante el altar, y consagraron a la diosa mi cabeza. Ella quedó reconciliada: no

quiso mi sangre y me envolvió y salvó en una nube: en este templo volví en

mí, reconociéndome salvada de la muerte. Ésa soy yo, Ifigenia, la nieta de

Atreo, la hija de Agamenón, la propiedad de la diosa: yo, la que hablo

contigo.

THOAS. No daré más prerrogativa y confianza a la hija del rey que a la

desconocida. Repito mi primera oferta: ven, sígueme y comparte lo que

tengo.

IFIGENIA. ¿Cómo puedo atreverme a semejante paso, oh rey? La diosa que me

salvó ¿no es la única que tiene derecho a mi vida consagrada? Ella me ha

buscado el lugar de protección, y me guarda para un padre a quien ya ha

castigado bastante con la apariencia de mi muerte, quizá para darle la más

hermosa alegría de su vejez. Quizás estoy cerca del alegre retorno; y yo, sin

atender a los caminos de la diosa, ¿me encadenaría aquí contra su voluntad?

He pedido un signo, si es que hubiera de permanecer aquí.

THOAS. Ese signo es que permaneces aquí todavía. No busques angustiosamente

semejantes escapatorias. En vano se habla mucho para rehusar: el otro no

oye de todo eso más que el «no».

IFIGENIA. No son palabras hechas sólo para cegar: te he descubierto lo más

hondo de mi corazón. ¿No te dices a ti mismo cómo he de anhelar ir al

encuentro de mi padre, de mi madre y mis hermanos, con sentimientos de

angustia, para que en el viejo palacio, donde el luto susurra todavía alguna

vez mi nombre calladamente, la alegría, como por una recién nacida, cuelgue

la más hermosa guirnalda de columna en columna? ¡Ah, si me enviases allá

en tus naves! Me darías nueva vida, a mí y a todos.

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THOAS. ¡Vuélvete entonces! Haz lo que te diga tu corazón, y no oigas la voz del

buen consejo y de la razón. Sé del todo mujer, y entrégate al instinto

desenfrenado que te invade y te arrastra acá o allá. Cuando a las mujeres les

arde un deseo en el pecho, ningún vínculo sagrado las contiene de la traición,

sujetándolas entre los fieles y acostumbrados brazos del padre o del marido;

y si en su pecho calla el efímero ardor, en vano se obstina contra ellas, fiel y

poderosa, la dorada lengua de la persuasión.

IFIGENIA. ¡Acuérdate, oh rey, de tu noble palabra! ¿Vas a corresponder así a mi

confianza? Parecías preparado para escucharlo todo.

THOAS. No estaba preparado para lo inesperado; pero también debía esperarlo:

¿no sabía que venía a tratar con una mujer?

IFIGENIA. No censures, oh rey, a nuestro pobre sexo. Las armas de una mujer no

son espléndidas como las vuestras, pero tampoco son innobles. Creo que te

llevo ventaja en que conozco mejor que tú mismo tu felicidad. Sin conocerte

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ni conocerme, te imaginas que un vínculo más íntimo nos unirá para la

felicidad. Lleno de buen ánimo, y lleno de buena voluntad, me apremias para

que me someta; y aquí agradezco a los dioses que me hayan dado firmeza

para no entrar en esta alianza que ellos no consienten.

THOAS. No lo dice ningún dios: lo dice tu propio corazón.

IFIGENIA. Ellos nos hablan sólo mediante nuestro corazón.

THOAS. ¿Y no tengo derecho a escucharles?

IFIGENIA. La tempestad cubre con su rugido esa tierna voz.

THOAS. ¿La sacerdotisa es la única que la percibe?

IFIGENIA. Antes que nadie, la percibe el príncipe.

THOAS. Tu sagrado ministerio y tu heredado derecho a la mesa de Júpiter te

acerca a los dioses a ti más que a ningún mísero ser nacido en la tierra.

IFIGENIA. Así expío ahora la confidencia a que me obligaste.

THOAS. Soy hombre, y vale más que acabemos. Quede así, entonces, mi palabra:

sé sacerdotisa de la diosa que te ha elegido: pero que me perdone Diana que

le haya privado hasta aquí de sus acostumbradas víctimas, sin razón y lleno

de reproches interiores. Ningún extranjero se ha aproximado felizmente a

nuestra orilla: desde antiguamente, aquí tiene muerte segura. Sólo tú me has

encadenado para que me olvidara de mi obligación, como con ligaduras

mágicas, con una inclinación en que tan pronto me alegraba de ver la tierna

hija del amor, como el silencioso afecto de una prometida. Tú me habías

arrullado los sentidos, y no percibía las murmuraciones de mi pueblo; ahora

claman ruidosamente echándome encima la culpa de la prematura muerte de

mi hijo. No voy a contener más por tu causa a la multitud que exige con

apremio el sacrificio.

IFIGENIA. No fue por mí por lo que impetré. Mal entiende a los Celestiales quien

se los imagina sedientos de sangre: no hace más que atribuirles sus propios

afanes crueles. ¿No me sustrajo a mí misma la diosa al sacerdote? Para ella,

mi servicio le era más grato que mi muerte.

THOAS. No nos está bien interpretar y modificar la sagrada usanza conforme a

nuestro sentido, con razonamientos de móvil ligereza. Haz tu obligación, yo

haré la mía. Dos extranjeros que hemos encontrado escondidos en las

cavernas de la orilla, y que no traen nada bueno a mi país, están en mi mano.

¡Con ellos, vuelva a recibir tu diosa su primer sacrificio justo, de que tanto

tiempo ha carecido! Aquí los envío: ya sabes cuál es tu ministerio.

CUARTA ESCENA

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IFIGENIA. Tienes nubes, graciosa salvadora, para envolver al perseguido

inocente, y hacerlo escapar a los brazos del férreo destino, sobre los vientos

del mar, sobre las más anchas distancias de la tierra, hacia donde te parece

mejor. Sabia eres y ves el porvenir; para ti, lo pretérito no ha pasado, y tu

mirada descansa sobre los tuyos, como una luz, vida de las noches,

descansando y señoreando sobre la tierra. ¡Ah, conserva limpias de sangre

mis manos! Nunca trae bendición y paz; y la figura del asesinado por azar,

acechará y aterrorizará las malas horas del triste homicida involuntario. Pues

los inmortales aman las buenas estirpes de los hombres, ampliamente

difundidas, y les gusta prorrogar la efímera vida a los mortales; les gusta

concederles y dejarles un poco que contemplen, alegres, y disfruten de la

visión de su propio Cielo eterno.

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SEGUNDO ACTO

PRIMERA ESCENA

Orestes, Pílades.

ORESTES. Es el camino de la muerte el que recorremos: a cada paso se sosiega

más mi alma. Cuando rogué a Apolo que apartase de mi lado la horrible

compañía de las Furias vengadoras, pareció prometerme, con esperanzadoras

y seguras palabras divinas, ayuda y salvación en el templo de su hermana

querida, que reina sobre Tauris: y ahora lo cumple, pues todas las miserias

han de acabar del todo con mi vida. ¡Qué fácil me será renunciar a la

hermosa luz del sol, si una mano divina me oprime el corazón y me

ensordece los sentidos! Y si el nieto de Atreo no ha de obtener un fin

coronado de victoria en la batalla, y si he de desangrarme en muerte cruenta

como animal sacrificado, igual que mis antepasados y mi padre, ¡así sea!

Más vale aquí ante el altar, que en el rincón proscrito, donde estaría tendida

la red de un hipócrita asesino de mi propia parentela. ¡Dadme paz, oh genios

de lo profundo, que siguiendo la sangre goteada a mi paso, y que marca mi

senda, me seguís el rastro, como perros sueltos azuzados! Dejadme; pronto

bajaré con vosotros; la luz del día no os ha de ver, ni a mí tampoco. La

hermosa alfombra verde de la tierra no ha de ser lugar de retozo de espectros.

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Allí abajo os iré a buscar: allí os ata a todos un mismo destino en la eterna

noche sombría. Sólo a ti, Pílades mío, a ti, compañero inocente de mi culpa y

de mi exilio, ¡cuánto me duele llevarte prematuramente conmigo a esa tierra

de tristeza! Tu vida o tu muerte es lo único que todavía me da esperanza o

temor.

PÍLADES. Yo todavía no estoy dispuesto como tú, Orestes, a descender a ese

reino de sombras. Todavía pienso volver a salir a la vida por los enredados

senderos que parecen llevar a la negra noche. No pienso en la muerte: medito

y escucho, por si los dioses nos dan consejo y camino para alguna alegre

escapatoria. La muerte, temida o no temida, viene incontenible. Y aun

cuando ya la sacerdotisa eleve la mano para cortar nuestra cabellera en

consagración, tu salvación y la mía ha de ser mi único pensamiento. Eleva de

este desánimo tu alma; con tus dudas favoreces el peligro. Apolo nos dio su

palabra: en el santuario de su hermana te está reservado el consuelo y la

ayuda y el regreso. Las palabras de los dioses no son ambiguas, como se le

antoja al oprimido en su desánimo.

ORESTES. Apenas mi madre me ciñó a la tierna cabeza la oscura cubierta de la

vida, cuando crecí como imagen de mi padre, y mi muda mirada fue un

amargo reproche para ella y su amante. ¡Cuántas veces, cuando en silencio

me sentaba mi hermana Electra junto al fuego de la vasta sala, me estrechaba

yo angustiado contra su regazo, y me quedaba mirando con grandes ojos con

qué amargura lloraba! Luego me hablaba mucho de nuestro augusto padre:

¡cuánto deseaba yo verle y estar a su lado! Y unas veces deseaba ir pronto a

Troya, y otras veces que volviera él. Llegó el día…

PÍLADES. ¡Ah, deja que los espíritus infernales hablen de noche sobre esas horas!

¡Que el recuerdo de un tiempo más hermoso nos dé nueva fuerza para una

renovada carrera heroica! Los dioses requieren muchos hombres buenos para

servirles en este ancho mundo. Han contado contigo: no te han entregado a

que acompañaras a tu padre, cuando de mal grado bajo al Orco.

ORESTES. ¡Ah, si le hubiera seguido, agarrado a su manto!

PÍLADES. Así se han cuidado de mí los que te conservaron, pues no puedo

imaginar qué habría sido de mí si tú no hubieras vivido, porque sólo contigo

y por ti vivo y puedo vivir desde mi infancia.

ORESTES. No me recuerdes aquellos hermosos días, cuando tu casa me dio sitio

y libertad, y tu noble padre, sensato y cariñoso, cuidó la joven flor medio

agostada; cuando tú, compañero siempre animoso, como una leve mariposa

abigarrada en torno a una flor sombría, día tras día, me rodeaste con la

atracción de nueva vida, infundiendo en mi alma tu afán con tus juegos, para

que, olvidando mi tribulación, me embriagase arrebatado en la rauda

juventud.

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PÍLADES. Entonces empezó mi vida, cuando te quise.

ORESTES. Di: empezó mi tribulación, y dirás la verdad. Esto es lo angustioso de

mi destino, que, como un desterrado pestilente, llevo en el pecho secreto

dolor y muerte; que, en cuanto piso el lugar más sano, en seguida, a mi

alrededor, los rostros florecientes muestran os rasgos dolorosos de la muerte

lenta.

PÍLADES. Yo sería quien moriría en seguida de esa muerte si tu aliento, Orestes,

fuera venenoso. ¿No sigo estando siempre lleno de ánimo y deseo? Y el

deseo y el amor son las alas para las grandes hazañas.

ORESTES. ¿Grandes hazañas? ¡Sí, ya sé cuál era el tiempo en que las veíamos

por delante de nosotros! Cuando, tantas veces, perseguíamos juntos la fiera

corriendo por montes y valles, y, semejantes en ánimo y puños al augusto

antepasado, íbamos contra el monstruo, y esperábamos perseguir a los

bandidos siguiendo sus rastros; y luego, al atardecer, ante el anoto mar, nos

sentábamos tranquilos, apoyados uno en otro, y las olas jugaban llegando a

nuestros pies, y el mundo se nos ofrecía tan ancho y tan abierto, entonces,

más de una vez, queríamos empuñar la espada, y las hazañas futuras se

apretaban a nuestro alrededor, como las estrellas, incontables, saliendo de la

noche.

PÍLADES. Inagotable es la labor que nos apremia el alma a realizar. Querríamos

realizar toda acción, en seguida, tan grande como llega a ser al crecer,

cuando, a través de los años, por tierras y linajes, la boca del poeta la hace

andar y aumentar. ¡Suena muy hermoso lo que hicieron nuestros padres

cuando, descansando en la tranquila sombra del atardecer, seduce al joven

con los sones del arpa; y lo que hacemos nosotros es, como lo fue para ellos,

algo trabajoso, fatiga inútil! Así corremos persiguiendo lo que escapa ante

nosotros, sin fijarnos en el camino que pisamos, y apenas vemos a nuestro

lado las huellas de los antepasados y los vestigios de su vida terrenal.

Siempre nos apresuramos persiguiendo su sombra, que, semejante a los

dioses, en una amplia lejanía, corona la cabeza de una montaña con nubes

doradas. Yo no aprecio en nada al que medita cómo podría quizá sublimarle

el pueblo; pero tú, oh joven, da gracias a los dioses porque tan

tempranamente hayan realizado tanto por medio de ti.

ORESTES. Si reservan al hombre una gozosa hazaña —que evite una calamidad a

los suyos, que aumente su reino y asegure las fronteras, y los antiguos

enemigos caigan o huyan—, bien puede éste agradecerlo, pues un dios le ha

concedido la primera y última alegría de la vida. A mí me han elegido para

las matanzas, para asesino de mi madre, tan venerada sin embargo, y,

vengando con infamia un hecho infame, me han hundido con una señal.

Créelo, que quieren hundir a la estirpe de Tántalo, y yo, el último de ella, no

he de sucumbir inocente y con honor.

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PÍLADES. Los dioses no vengan el crimen de los padres en el hijo; cada cual,

bueno o malo, se lleva consigo su paga con sus acciones. Se hereda la

bendición de los mayores, no su maldición.

ORESTES. Me parece que no es su bendición lo que nos trae aquí.

PÍLADES. Pero sí, al menos, la voluntad de los altos dioses.

ORESTES. Entonces es su voluntad la que nos pierde.

PÍLADES. Haz lo que ellos mandan, y espera. Si le llevas a Apolo la hermana, y

ambos moran luego juntos en Delfos, venerados por un pueblo de noble

pensar, por esa hazaña la augusta pareja te concederá su gracia y te salvará

de la mano de los infernales. Ya ninguno de ellos se atreve a entrar en este

bosquecillo sagrado.

ORESTES. Al menos, así tendré una muerte tranquila.

PÍLADES. Muy de otro modo pienso, y no sin acierto enlazo lo ya ocurrido, con

lo venidero, considerándolo en silencio. Quizá en el designio de los dioses

madura va hace mucho tiempo la gran obra. Diana anhela alejarse de esta

costa hostil de los bárbaros y sus sangrientos sacrificios humanos. Estábamos

destinados a la hermosa gesta; a nosotros se nos depara, y extrañamente nos

vemos obligados a venir ante estas puertas.

ORESTES. Con raro arte compaginas tú el designio de los dioses y tus deseos en

juicioso acuerdo.

PÍLADES. ¿Qué es lo juicioso en el hombre, si no escucha atentamente a la

Suprema Voluntad? Un dios llama para una acción difícil al hombre noble, al

que ya realizó mucho, y le anima a llevar a cabo lo que nos parece imposible.

Triunfa el héroe, y sirve en expiación a los dioses y al mundo que le honra.

ORESTES. Si estoy destinado a vivir y a actuar, que un dios quite de mi frente

cargada el vértigo que me hace bajar por el resbaloso sendero salpicado de

sangre materna, arrebatándome hacia los muertos. Que seque con su gracia la

fuente que, brotando de las heridas de mi madre, me mancha para la

eternidad.

PÍLADES. ¡Espéralo tranquilo! Aumentas el mal y asumes sobre ti el ministerio

de las Furias. ¡Déjame meditar, permanece tranquilo! En definitiva, si para la

acción hacen falta nuestras fuerzas reunidas, ya te llamaré, y ambos

avanzaremos a su realización con meditado atrevimiento.

ORESTES. Oigo hablar a Ulises.

PÍLADES. No te burles. Cada cual debe elegir su héroe, tras cuyas huellas se abra

paso subiendo hada el Olimpo. Déjame que te confiese: me parece que la

astucia y la prudencia no avergüenzan al hombre que se consagra a las

hazañas valerosas.

ORESTES. Estimo a aquel que es valiente y recto.

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PÍLADES. Por eso no te he pedido ningún consejo. Ya está dado un paso. A

nuestros vigilantes les he sacado mucho hasta ahora: sé que una divina mujer

extranjera ha encadenado esa sangrienta ley y ofrece a los dioses un corazón

puro y humo de incienso. Se elogia altamente su bondad; se cree que

desciende de la estirpe de las Amazonas, y que ha huido para escapar a una

gran desgracia.

ORESTES. Parece que su claro imperio ha perdido la fuerza al acercarse el

criminal a quien persigue y cubre la maldición como una vasta noche. El

piadoso afán de sangre deja libre a esa antigua usanza de sus cadenas para

perdernos. Nos mata el salvaje designio del rey: no nos salvará una mujer si

él se encoleriza.

PÍLADES. ¡Muy bien para nosotros, que sea una mujer! Pues un hombre, aun el

mejor, habitúa su ánimo a la crueldad y llega a hacerse una ley aim de

aquello que le horroriza; se endurece por costumbre y se vuelve

irreconocible; sólo una mujer persevera siempre en un solo sentido, una vez

que lo emprende. Se cuenta con ella de modo más seguro en lo bueno como

en lo malo. ¡Silencio! Ya llega: déjanos solos. No le puedo revelar en

seguida nuestros nombres, ni confiarle sin reserva nuestro destino. Vete, y

antes de que ella hable contigo, te veré otra vez.

SEGUNDA ESCENA

Ifigenia, Pílades.

IFIGENIA. ¡Dime, oh extranjero, de dónde eres y vienes! Me parece que he de

compararte a un griego antes que a un escita. (Le quita las cadenas.)

Peligrosa es la libertad que doy: ¡eviten los dioses lo que os amenaza!

PÍLADES. ¡Ah dulce voz! ¡Sonido bien venido de la lengua materna en tierra

extranjera! Veo ahora, prisionero, las azules montañas del puerto paterno,

otra vez, ante mis ojos. ¡Esta alegría te acredita que yo también soy griego!

Había olvidado por un momento cuánto te necesitaba, y mi espíritu se ha

vuelto hacia esta celestial aparición. Ah, dime, si una fatalidad no te cierra

los labios, ¿en cuál de nuestras estirpes cuentas tu origen divino?

IFIGENIA. Habla contigo la sacerdotisa, elegida y santificada por su misma diosa.

Esto te baste: di quién eres, y cuál destino de infausto dominio te ha traído

aquí con tu compañero.

PÍLADES. Fácilmente puedo contarte qué desventura nos persigue con su

compañía gravosa. Somos de Creta, hijos de Adrasto: yo soy el menor y me

llamo Céfalo, y él es Laodamas, el mayor de los hermanos. Entre nosotros

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había otro, rudo y brutal, y ya en los juegos rompió la unidad y la alegría de

la primera niñez. Sosegados seguimos las palabras de nuestra madre mientras

la fuerza de nuestro padre peleaba ante Troya; pero cuando volvió, cargado

de botín, y poco después murió, pronto separó a los hermanos la lucha por la

riqueza y la herencia. Yo me incliné hacia el mayor. Éste mató al hermano.

Por ese hecho cruento le rodean violentamente las Furias. Pero a esta misma

orilla salvaje nos envía Apolo, el dios de Delfos, llenos de esperanza. En el

templo de su hermana nos ha dicho que tenemos esperanza de que nos ayude

su mano de bendición. Estamos prisioneros y nos han traído aquí, ante ti,

presentándonos como víctimas. Tú lo sabes.

IFIGENIA. ¿Cayó Troya? Hombre fiel, ¡asegúramelo!

PÍLADES. Derribada está. ¡Oh, asegúranos la salvación! Acelera esa ayuda que

nos prometió un dios. Compadécete de mi hermano. ¡Ah, dile pronto una

suave palabra de bondad! Pero no le hieras cuando hables con él: te lo pido

afanoso, pues con mucha facilidad lo íntimo de su ánimo es agitado e

invadido por el gozo, el dolor y el recuerdo. Una locura febril le invade, y su

hermosa alma libre queda entregada como presa de las Furias.

IFIGENIA. Por grande que sea tu infortunio, te conjuro a que lo olvides hasta que

me hayas satisfecho.

PÍLADES. La alta ciudad que durante diez largos años se opuso al ejército entero

de los griegos, yace hoy en escombros, sin volverse a alzar. Pero muchas

tumbas de los mejores de los nuestros nos hacen pensar en la orilla de los

bárbaros. Allí yace Aquiles con su hermoso amigo.

IFIGENIA. ¡Así también vosotros, imágenes de los dioses, os habéis vuelto polvo!

PÍLADES. También Palamedes y Áyax el de Telamón se han quedado sin volver a

ver el día de la patria.

IFIGENIA. No nombra a mi padre, no le nombra entre los caídos: ¡sí! ¡todavía me

vive! Le veré: ¡ah, espera, querido corazón!

PÍLADES. Pero ¡dichosos los millares que murieron la agridulce muerte a manos

del enemigo! Pues un dios hostil había preparado a los que volvían, en vez

de triunfo, horrible espanto y un triste final. ¿No os llega entonces la voz de

los hombres? Hasta donde llega, lleva la fama de hechos inauditos que han

ocurrido. Así, el pesar que llena los palacios de Micenas con sollozos

siempre repetidos, ¿es para ti un secreto? ¡Clitemnestra, con ayuda de Egisto,

engañó a su marido y le asesinó en el día de su regreso! ¡Sí, tú veneras la

casa de ese rey! Lo veo, que tu pecho lucha en vano con estas horribles

palabras inesperadas. ¿Eres la hija de un amigo suyo?; ¿has nacido en su

vecindad, en la ciudad? No lo ocultes y no me culpes por haber sido el

primero en informarte de este desastre.

IFIGENIA. Dime ¿cómo se realizó tan grave hecho?

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PÍLADES. En el día de su llegada, cuando el rey, animado y tranquilo, salió del

baño, pidiendo su manto de manos de su esposa. Ella, la inicua, le echó por

los hombros, en torno a la noble cabeza, un tejido de muchos pliegues y que

se enredaba con gran arte; y mientras él se esforzaba en vano por

desenredarse de él, como de una red, le hirió Egisto, el traidor, y ese gran

príncipe bajó entre los muertos envuelto en ese manto.

IFIGENIA. ¿Y qué castigo recibió el conjurado?

PÍLADES. Un reino y un lecho que ya poseía.

IFIGENIA. ¿Así, un mal deseo le impulsó al hecho infame?

PÍLADES. Y un hondo sentimiento de antigua venganza.

IFIGENIA. ¿Y cómo la había ofendido a ella el rey?

PÍLADES. Con una grave acción que, si hubiera disculpa para el asesinato, la

disculparía. Él la había atraído a Aulis, y allí, cuando una divinidad se opuso

al viaje de los griegos con vientos violentos, sacrificó a su hija mayor,

Ifigenia, ante el altar de Diana, haciéndola caer como víctima cruenta, por la

salvación de los griegos. Esto, se dice, le infundió a ella una aversión tan en

lo profundo del corazón, que se entregó a la pretensión de Egisto y ella

misma hizo caer a su marido en la red de su perdición.

IFIGENIA (velándose). Basta. Me volverás a ver.

PÍLADES (solo). Parece profundamente conmovida por el destino de la casa real.

Quienquiera que sea, ha conocido muy bien al rey, y fue vendida aquí como

esclava, por suerte nuestra, dejando su alto linaje. Pero calla, querido

corazón, y vamos a navegar prudentemente y con ánimo alegre rumbo a la

estrella de la esperanza, que parpadea hacia nosotros.

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TERCER ACTO

PRIMERA ESCENA

Ifigenia, Orestes.

IFIGENIA. Desdichado, suelto tus ligaduras como signo de una suerte más

dolorosa. La libertad que procura el santuario es mensajera de muerte como

la última mirada clara de vida que lanza un moribundo. Todavía no puedo

decirme, ni me lo debo decir, que estéis perdidos. ¿Cómo podría yo

consagraros a la muerte con mano criminal? Y nadie, quienquiera que sea,

puede tocar vuestra cabeza mientras yo sea sacerdotisa de Diana. Pero si

rehúso esa obligación, tal como la exige airadamente el rey, elegirá por

sucesora una de mis doncellas, y entonces sólo podré asistiros con cálidos

deseos. ¡Oh, digno compatriota! Hasta el último esclavo que haya rozado el

hogar de los dioses lares, nos es bien venido en tierra extranjera: ¡cómo os

voy a recibir con bastante gozo y bendición, si me traéis la imagen de los

héroes que aprendí de mis padres a venerar, y recreáis, lisonjeros, lo más

íntimo de mi corazón con nueva y más hermosa esperanza!

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ORESTES. ¿Ocultas tu nombre y tu origen con prudente designio? ¿O puedo

saber quién tengo delante, semejante a una celestial?

IFIGENIA. Me has de conocer. Pero ahora dime lo que sólo he escuchado a

medias a tu hermano, el final de aquellos a quienes, volviendo de Troya, les

recibió un duro destino inesperado en el umbral de su vivienda. Cierto es que

me trajeron muy joven a estas playas; pero me acuerdo muy bien de la

mirada temerosa que aneé hacia aquellos héroes, con asombro y terror.

Pasaban como si se hubiera abierto el Olimpo, haciendo bajar las figuras del

luminoso mundo prístino, para terror de Ilion, ¡y Agamenón era el más

espléndido de todos! ¡Ah, dime! ¿Cayó, al pisar su casa,' por la perfidia de su

mujer y de Egisto?

ORESTES. ¡Tú lo dices!

IFIGENIA. ¡Ay de ti, infeliz Micenas! ¡Así han sembrado maldición sobre

maldición los nietos de Tántalo, con locas manos llenas! ¡Y, como la mala

hierba, sacudiendo sus estériles cabezas y dispersando en torno semillas de

mil especies, a los hijos de sus hijos les han engendrado criminales de su

familia, para eterno intercambio de ira! Desvela lo que la tiniebla del espanto

me cubrió, rápida, en las palabras de tu hermano. ¿Cómo escapó al día de

sangre Orestes, el último hijo de la gran progenie, el niño amado, destinado a

ser un día vengador de su padre? ¿Le ha aprisionado una suerte semejante

con las redes del Averno[3]? ¿Vive? ¿Vive Electra? Orestes. Viven los dos.

IFIGENIA. ¡Dorado sol, préstame tus rayos más hermosos, y ponlos en

agradecimiento ante el trono de Júpiter; pues yo soy pobre y muda!

ORESTES. Si tienes afecto de huésped a esa casa real, si estás unida a ella con

vínculos más estrechos, según me revela tu hermosa alegría, entonces refrena

tu corazón y manténlo firme. Pues para quien está alegre, tiene que ser

insoportable una brusca recaída en los dolores. Tú sólo conoces, según veo,

la muerte de Agamenón.

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IFIGENIA. ¿No tengo bastante con esa noticia?

ORESTES. Has sabido solamente la mitad del espanto.

IFIGENIA. ¿Qué he de temer aún? Viven Orestes y Electra.

ORESTES. ¿Y no temes nada por Clitemnestra?

IFIGENIA. Ni la esperanza ni el temor la salvan.

ORESTES. También ella ha partido de la tierra de la esperanza.

IFIGENIA. ¿Derramó ella misma su propia sangre, arrepentida?

ORESTES. No, sino que su propia sangre le dio la muerte.

IFIGENIA. Habla más claro para que no lo piense más. La incertidumbre golpea

mil veces con oscuro aleteo en torno a mi frente temerosa.

ORESTES. Entonces ¿me han destinado los dioses a ser mensajero de un hecho

que de tan buena gana querría esconder en el reino cavernoso de la noche,

sordo y sin ruidos? Contra mi voluntad me obliga tu dulce boca: sólo ella

puede exigir algo tan doloroso, y obtenerlo. En el día en que cayó el padre,

Electra escondió a su hermano para salvarle: Strofio, el cuñado del rey, le

recibió propicio, le crió junto a su propio hijo, llamado Pílades, que anudó

los más hermosos vínculos de la amistad en torno del recién llegado. Y

conforme crecían, crecía en su alma el ardiente deseo de vengar la muerte

del rey. De repente, disfrazados, llegaron a Micenas, como si llevaran

consigo la noticia luctuosa de la muerte de Orestes, con sus cenizas. Les

recibió la reina; entraron en la casa. Orestes se da a conocer entonces a

Electra; atiza en ella el fuego de la venganza, que por la sagrada presencia de

la madre se había amortecido en ella. En silencio le llevó ella al lugar donde

cayó su padre, y donde una antigua y leve huella de la sangre, impíamente

derramada, teñía el suelo, tantas veces lavado, con vetas pálidas, cargadas de

indicios. Con su lengua de fuego describió todas las circunstancias del

nefando hecho, la vida de servidumbre que ella llevaba con dolor, la

presunción de los felices traidores, y los peligros que ahora esperaban a los

hermanos por parte de su madre vuelta madrastra… Y entonces ella le

oprimió en la mano el viejo puñal que ya se había enfurecido en la casa de

Tántalo, y cayó Clitemnestra a manos de su hijo.

IFIGENIA. ¡Inmortales, que vivís el puro día sobre nubes siempre nuevas! ¿me

habéis tenido tantos años lejos de los hombres y cerca de vosotros,

encomendándome la infantil ocupación de alimentar el ardor del fuego

sagrado, y elevando mi alma, como la llama, hacia vuestra morada, en eterna

claridad piadosa, sólo para que supiera más tarde y más profundamente el

desastre de mi casa? ¡Dime, del desdichado! ¡Háblame de Orestes!

ORESTES. ¡Oh, si se pudiera hablar de su muerte! ¡Con qué hervor surgió de la

sangre asesinada el espíritu de la madre, llamando a las prístinas hijas de la

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Noche: «¡No dejéis escapar al matricida! ¡Os está consagrado!» Ellas la

oyeron: sus vacías miradas se tendieron en torno con la rapacidad del águila.

Se mueven en sus negras cavernas, y hacen salir de sus rincones a sus

compañeras, la Duda y el Remordimiento, en silencio. Ante ellas surge un

vapor del Aqueronte; en su círculo de nubes se mueve la eterna

contemplación de lo ocurrido, girando vertiginosa en torno de la cabeza del

culpable. Y ellas, justificadas para la perdición, pisan el hermoso suelo de la

tierra sembrada por los dioses, de la cual las había expulsado una vieja

maldición. Sus pies veloces persiguen al fugitivo; sólo dan descanso para

asustar de nuevo.

IFIGENIA. ¡Desgraciado! Estás tú en el mismo caso ¿y sientes lo que sufre él,

pobre fugitivo?

ORESTES. ¿Qué me dices? ¿Qué te imaginas del mismo caso?

IFIGENIA. A ti te oprime un fratricidio como a aquél: ya me lo ha confiado tu

hermano menor.

ORESTES. No puedo sufrir que tú, alma grande, seas engañada con unas palabras

falsas. Un tejido de mentiras lo puede tramar para un extraño quien le sea

extraño y esté lleno de ardides y astucias: entre nosotros ¡haya verdad! ¡Yo

soy Orestes! y esta frente culpable se inclina hacia la fosa, buscando la

muerte: ¡bien venida sea ésta bajo cualquier forma! Quienquiera que seas,

deseo salvación para ti y para mi amigo: para mí no la deseo. Pareces

permanecer aquí contra tu voluntad: encuentra un designio para huir y

déjame aquí. ¡Precipítese desde la roca mi cuerpo exánime, humee mi sangre

bajando hasta el mar, y traiga maldición a la costa de los bárbaros! Id allá, a

comenzar amistosamente una nueva vida, vueltos a la patria en la hermosa

Grecia. (Se aleja.)

IFIGENIA. ¡Así desciendes por fin hasta mí, Cumplimiento, hijo más hermoso del

Padre supremo! ¡Qué tremenda es tu imagen ante mí! Apenas si te alcanza

mi mirada a las manos, que, colmadas de guirnaldas de frutas y de bendición,

hacen descender los tesoros del Olimpo. Igual que se conoce al rey en el

desborde de sus dones —pues a él debe parecerle poco lo que ya es riqueza

para muchos—, así se os conoce, oh dioses, en los regalos guardados y

preparados durante mucho tiempo. Pues sólo vosotros sabéis lo que nos

puede ayudar, y miráis el extenso reino del porvenir, cuando el velo dé niebla

y estrellas de cada atardecer nos cubre la vista. Sosegados oís nuestro anhelo,

que os ruega puerilmente pidiendo favor; pero vuestra mano nunca presenta

sin madurar los dorados frutos del cielo; y ¡ay de aquel que, impaciente, los

arranca, y los degusta como ácido alimento para la muerte! ¡Oh, no dejéis

que la dicha tan esperada, y apenas pensada aún, se me escape pasando de

largo, vana y triplemente dolorosa, como la sombra del amigo difunto!

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ORESTES (volviendo a acercarse a ella). Si apelas a los dioses, por ti y por

Pílades, no pronuncies mi nombre junto con los vuestros. No salvarás al

criminal a quien te unas, y compartirás su maldición y su aflicción.

IFIGENIA. Mi destino está firmemente ligado al tuyo.

ORESTES. ¡De ningún modo! Déjame ir con los muertos, solo y sin compañía.

Aunque ocultes en tu velo al mismo culpable, no le ocultarás de la mirada de

las siempre vigilantes, y tu presencia, oh celestial, no las ahuyenta, sino que

sólo las retiene a un lado. No podrían hollar con sus impíos pies férreos el

suelo del bosque sagrado; pero oigo a lo lejos, acá y allá, su horrible risa. Así

aguardan los lobos en torno al árbol en que se ha salvado un viajero. Allá

fuera descansan acampadas, y si abandono yo este bosquecillo, saldrán,

sacudiendo sus cabezas de serpiente, levantando polvo por todas partes, y

llevándose por delante a su presa.

IFIGENIA. ¿Puedes escuchar, Orestes, una palabra amistosa?

ORESTES. Guárdala para algún amigo de los dioses.

IFIGENIA. Ellos te dan luz para nueva esperanza.

ORESTES. A través del humo y el tormento veo el empañado brillo del río

infernal iluminándome el camino del infierno.

IFIGENIA. ¿Tienes una sola hermana, que es Electra?

ORESTES. Es la única que he conocido; pero a la mayor se la llevó hace mucho

tiempo su buena suerte, que nos pareció terrible, apartándola de la

desventura de nuestra casa. ¡Oh, deja de preguntar, y no te unas también a las

Erinias; ellas soplan las cenizas de mi alma, alegres de hacer daño, y no

consienten que las últimas ascuas del incendio funesto de nuestra casa se

extingan en mí silenciosas! ¿Acaso, entonces, ese fuego, atizado adrede y

nutrido con azufre infernal, habrá de arder eternamente en mi alma

martirizándome?

IFIGENIA. Yo traigo dulce incienso para esa llama. ¡Ah, deja que el puro aliento

del amor, soplando con frescor, refresque el ardor de tu pecho! ¿Orestes,

querido mío, no puedes escuchar? ¿La compañía de las diosas del terror ha

secado de tal modo la sangre en tus venas? ¿Se desliza por tus miembros y te

petrifica un hechizo, como de la cabeza de la horrible Gorgona? Oh, cuando

la voz de la sangre maternal derramada llama, con sordos sones, para hacer

bajar al infierno, ¿no apelará a los socorredores dioses del Olimpo la pura

palabra de bendición de una hermana?

ORESTES. ¡Sí llama esa sangre, sí! ¡Entonces, tú quieres mi perdición! ¿Se

esconde en ti una diosa de venganza? ¿Quién eres tú cuya voz me remueve

horriblemente mi entraña en lo más profundo?

IFIGENIA. Ya te lo dice lo más hondo del corazón: Orestes, ¡soy yo! ¡Aquí tienes

a Ifigenia! ¡Estoy viva!

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ORESTES. ¡Tú!

IFIGENIA. ¡Hermano mío!

ORESTES. ¡Deja! ¡Aparta! Te ruego que no toques mis cabellos: como del traje

nupcial de Creusa, un fuego inextinguible brota de mí y se propaga.

¡Déjame! Como Hércules, más indigno, quiero morir una muerte llena de

ignominia, encerrado en mí.

IFIGENIA. ¡No sucumbirás! ¡Ah, si pudiera, escucharte solamente una palabra de

paz! ¡Oh, resuelve mi duda, déjame asegurarme de la dicha tanto tiempo

suplicada! Por mi alma gira una rueda de gozo y dolor. Un estremecimiento

me aleja de todo extranjero, pero lo más hondo de mí me arrebata con

violencia hacia mi hermano.

ORESTES. ¿Es éste el templo de Lieo? ¿y una cólera sagrada e incontenible

invade a la sacerdotisa?

IFIGENIA. ¡Ah, escúchame! ¡Mírame, cómo después de largo tiempo el corazón

se abre a la felicidad de besar la frente de quien más quiero, de todo lo que el

mundo me puede dar todavía; de abrazarte con mis brazos que sólo se abrían

a los vanos vientos! Pues no mana más clara la eterna fuente del Parnaso a

borbotones de peña en peña, bajando al dorado valle, que el gozo que me

rebosa agitado en el corazón y me cerca como un mar bienaventurado.

¡Orestes, Orestes, hermano mío!

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ORESTES. Hermosa ninfa, no me fío de ti ni de tus lisonjas. Diana requiere

estrictas servidoras y toma venganza de la profanación de su santuario.

¡Aparta tu brazo de mi pecho! Y si quieres salvar a un joven con tu amor,

ofreciéndole con ternura la dicha hermosa, vuelve tu ánimo hacia mi amigo,

que es hombre más digno. Él anda dando vueltas por ese sendero rocoso;

búscale, encamínale, y déjame a mí.

IFIGENIA. ¡Domínate, hermano, y reconoce a la que has encontrado! No tomes a

mal el puro gozo celeste de una hermana, como deseo culpable e insensato.

¡Ah, dioses, apartad de su mirada el desvarío, para que no nos haga

triplemente doloroso el momento del supremo gozo! Aquí está tu hermana,

tanto tiempo perdida. Del altar me arrancó la diosa y me salvó, trayéndome

aquí, a su propio santuario. Tú estás prisionero, entregado al sacrificio, y

encuentras en la sacerdotisa a tu hermana.

ORESTES. ¡Desdichada! ¡Así pueda ver el sol el último desastre de nuestra casa!

¿No está aquí Electra, para que también sucumba con nosotros, sin aplazar la

vida para una suerte y un sufrimiento más duros? ¡Bien, sacerdotisa! te sigo

al altar: el fratricidio es costumbre establecida en nuestra vieja estirpe, y os

agradezco, dioses, que hayáis decidido extirparme sin hijos. Y escucha mi

consejo: no te encariñes con el sol y las estrellas; ven, sígueme allá abajo, al

reino de las sombras. Como se entrelazan los dragones engendrados por el

charco de azufre, luchando con la progenie de su sangre, y la iracunda raza

sé destruye a sí misma: ¡ven conmigo allá abajo, inocente y sin hijos! ¿Me

miras con compasión? ¡Vamos! ¡Con miradas semejantes buscó Clitemnestra

un camino hacia el corazón de su hijo, pero él levantó el brazo, la hirió en el

pecho, y cayó su madre! ¡Surge y ven, espectro iracundo! ¡Entrad en el

cerrado círculo, vosotras, Furias, y presenciad la escena bien venida, la

última, la más horrible que se os ofrece! No aguzan su puñal el odio ni la

venganza; la cariñosa hermana se ve obligada a tal acto. ¡No llores! Tú no

tienes culpa. Desde mis primeros años, a nada quise tanto como a ti,

hermana. ¡Sí, esgrime tu acero, no perdones, desgarra este pecho y abre un

camino a los torrentes que aquí hierven! (Se desploma agotado.)

IFIGENIA. No puedo soportar sola esta felicidad y esta desgracia… ¿Dónde estás,

Pílades? ¿Dónde encontraré tu ayuda, hombre estimado? (Se aleja

buscando.)

SEGUNDA ESCENA

Orestes, solo.

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ORESTES (despertando de su aturdimiento e incorporándose). ¡Otro más!

¡Dadme el último fresco sorbo reanimador de las ondas del Leteo! Pronto me

habrán arrancado del pecho el espasmo de la vida; pronto se derramará mi

espíritu, en silencio, entregado a las fuentes del olvido, hacia vosotras,

sombras en la niebla eterna. ¡Con placer se entrega a reposar en vuestra paz

el agitado hijo de la tierra! ¿Qué susurro oigo en las ramas, que rumor es el

que zumba en la penumbra? ¡Vienen ya, a buscar al nuevo invitado! ¿Qué

cortejo es ése, que se complace consigo mismo, espléndido como una estirpe

principesca congregada? Van en paz, viejos y jóvenes, hombres con sus

mujeres, semejantes a los dioses, y se parecen unas a otras esas formas que

caminan: ¡sí, son los antepasados de mi estirpe! Con Tiestes, va Atreo en

diálogo familiar; sus muchachos se agolpan jugueteando en torno a ellos.

¿Ya no hay entre ellos enemistad? ¿Se extinguió la venganza como la luz del

sol? Entonces, yo también soy bien venido, y puedo mezclarme en vuestro

solemne cortejo. ¡Bien hallados, padres! Os saluda Orestes, el último hombre

de vuestra estirpe; él ha cosechado lo que sembrasteis, y desciende cargado

de maldición. Pero aquí se lleva toda carga con más ligereza; ¡aceptadle, oh,

aceptadle en vuestro círculo! Te venero a ti, Atreo, y a ti también, Tiestes:

aquí todos estamos libres de la enemistad. Mostradme a mi padre, a quien vi

sólo una vez en vida: ¿eres tú, padre mío? ¿Y llevas confiadamente contigo a

mi madre? Si Clitemnestra puede tenderte la mano, también Orestes puede

acercarse a vosotros, y deciros: ¡Mira a tu hijo! ¡Mirad a vuestro hijo! Dadle

la bienvenida. El saludo, en la tierra, era en nuestra casa prenda segura de

asesinato, y la raza del antiguo Tántalo tiene sus alegrías sólo más allá de la

noche. ¡Decidme: Bien venido; y recibidme! ¡Oh, llevadme hacia el más

antiguo, hacia el gran antepasado! ¿Dónde está el viejo? Que le vea yo,

frente querida y venerada, que se sentó en consejo con los dioses. ¿Parecéis

estremeceros y apartaros? ¿Qué es esto? ¿Sufre él, semejante á los dioses?

¡Ay de mí! los númenes poderosos han sujetado su pecho heroico a crueles

tormentos con cadenas férreas.

TERCERA ESCENA

Orestes, Ifigenia, Pílades.

ORESTES. ¿También vosotros habéis descendido ya? ¡Mejor para ti, hermana!

Todavía falta Electra: algún dios bondadoso rápidamente hará bajar también

a la única que queda. ¡A ti, pobre amigo, te tengo que compadecer! ¡Ven

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conmigo, ven conmigo, al trono de Plutón, para saludar al anfitrión como

nuevo huésped!

IFIGENIA. ¡Vosotros, hermanos que en el ancho cielo dais a los hombres día y

noche la hermosa luz, y no podéis iluminar a los muertos: vosotros,

hermanos, salvadnos! Tú, Diana, quieres a tu dulce hermano más que todo lo

que te ofrece la tierra y el cielo, y vuelves, con silencioso anhelo, tu rostro

virginal hacia su luz eterna. ¡Oh, no dejes enloquecer a mi único hermano,

tan tardíamente hallado, en la tiniebla del desvarío! Y si ha terminado ya tu

voluntad de esconderme aquí, si quieres darme dichosa ayuda por medio de

él, y a él por mí, suéltale de las ligaduras de esa maldición, para que no se

escape el tiempo precioso de la salvación.

PÍLADES. ¿Nos reconoces a nosotros y a ese bosquecillo sacro, y a esa luz que no

brilla para los muertos? ¿Sientes sostenerte, vivo todavía, el brazo de tu

amigo y de tu hermana? Afórrate a nosotros con fuerza: no somos sombras

vanas. ¡Fíjate en mi palabra! ¡Escúchala! ¡Reúne tus fuerzas! Cada instante

es precioso, y nuestro regreso pende de leves hilos, que, al parecer, teje una

Parca propicia.

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ORESTES (a Ifigenia). ¡Déjame, por vez primera, que tenga en tus brazos pura

alegría, con el corazón libre! ¡Oh dioses, que con violencia llameante

transformáis y desgarráis vuestras pesadas nubes y con gracia solemne

vertéis la lluvia tanto tiempo implorada, con voz de truenos y rugir de

vientos, en torrentes desatados sobre la tierra, de modo que pronto la dura

expectación de los hombres se disuelve en bendición, y el temeroso pasmo se

transforma en mirada alegre y ruidoso agradecimiento, cuando, en las gotas

que reaniman con su frescor las hojas, el nuevo sol se refleja en mil

destellos, y el iris, con propicia policromía y con leve mano, aparta el oscuro

crespón de las últimas nubes; oh dioses, dejadme a mí también, en brazos de

mi hermana y sobre el pecho de mi amigo, conservar y disfrutar con toda

gratitud lo que me concedéis! Se deshace la maldición, el corazón me lo

dice. Se apartan las Euménides, las oigo marchar hacia el Tártaro, y cierran

detrás de sí las puertas broncíneas con lejano portazo de trueno. La tierra

exhala un aroma reavivador y me invita a sus llanuras, a perseguir el gozo de

la vida y las grandes hazañas.

PÍLADES. ¡No perdáis el tiempo, que está medido! El viento que hinche nuestras

velas será lo único que pueda llevar hasta el Olimpo todo nuestro gozo.

Hacen falta aquí un plan y una resolución veloces.

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CUARTO ACTO

PRIMERA ESCENA

Ifigenia, sola.

IFIGENIA. Cuando los Celestiales decretan para uno de los terrestres muchas

confusiones, y le preparan un tránsito hondamente estremecedor del gozo a

los dolores, y de los dolores al gozo, entonces, tanto si vive en la cercanía de

una ciudad como en playas remotas, hacen que crezca para él un amigo

sereno, para que tenga ayuda preparada en la hora de la necesidad. ¡Oh,

dioses, bendecid a nuestro Pílades, y todo lo que pueda emprender! Él es el

brazo del adolescente en la batalla, la luminosa mirada del anciano en la

asamblea: pues su alma es serena, y conserva el sagrado e inextinguido bien

de la paz, y da consejo y ayuda, sacándolos de su hondura, al arrastrado por

el azar. A mí me ha arrancado de mi hermano, mientras yo le miraba

pasmada, una y otra vez, y no podía convencerme de la felicidad, y no le

soltaba de mis brazos, sin darme cuenta de la proximidad del peligro que nos

rodea. Ahora van los dos a realizar su plan, al mar, donde la nave con sus

compañeros, escondida en una ensenada, aguarda una señal, y me han puesto

en la boca prudentes palabras, me han aleccionado para que conteste al rey

cuando mande a ordenarme con apremio el sacrificio. ¡Ay! bien lo veo, que

debo dejarme llevar como un niño. No he aprendido a tener reserva, ni a

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engañar a nadie con astucias. ¡Ay! ¡Ay de la mentira! Ella no libera el pecho,

como toda otra palabra dicha en verdad: no nos da consuelo, angustia a quien

la forja en secreto, y se vuelve atrás, como flecha suelta que, desviada y

rechazada por un dios, vuelve atrás y hiere al arquero. Preocupación tras

preocupación se me agitan por el pecho. Quizá las Furias vuelven a derribar,

coléricas, a mi hermano por el suelo de la orilla no consagrada. ¿Le

descubrirán acaso? ¡Me parece que oigo acercarse hombres armados! ¡Aquí!

Viene el mensajero del rey con rápido paso. Me late el corazón, se turba mi

alma al ver el rostro de ese hombre al que debo recibir con palabras falsas.

SEGUNDA ESCENA

Ifigenia, Arkas.

ARKAS. ¡Apresura el sacrificio, sacerdotisa! El rey espera y el pueblo se empeña.

IFIGENIA. Seguiría mi obligación y tu orden, si no se interpusiera un obstáculo

inesperado entre mí y la ejecución.

ARKAS. ¿Qué es lo que estorba a la orden del rey?

IFIGENIA. El azar, de que no somos dueños.

ARKAS. Dímelo entonces, para que yo informe rápidamente: pues ha decidido

consigo la muerte de ambos.

IFIGENIA. Los dioses no la han decidido todavía. El de más edad de estos

hombres lleva encima la culpa de la sangre familiar que ha vertido. Las

Furias le persiguen por su camino; si, hasta en lo más recóndito del templo le

dominó el mal, y su presencia dejó profanados estos lugares puros. Ahora me

apresuro con mis doncellas, a buscar la misteriosa consagración, lavando en

el mar la imagen de la diosa con sus frescas ondas. ¡Nadie estorbe nuestro

silencioso cortejo!

ARKAS. Rápidamente informare al rey de éste nuevo estorbo. Tú no empieces la

obra sagrada antes que él lo permita.

IFIGENIA. Eso corresponde sólo a la sacerdotisa.

ARKAS. También el rey debe saber un caso tan extraño.

IFIGENIA. Ni su consejo ni su mandato cambian nada.

ARKAS. A menudo se consulta al poderoso por el buen parecer.

IFIGENIA. No insistas en lo que yo habría de rehusar.

ARKAS. No rehúses lo que es bueno y provechoso.

IFIGENIA. Cederé si no quieres demorarlo.

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ARKAS. Iré rápido con la noticia al campamento, y volveré aquí, rápido, con sus

palabras. ¡Ah, si pudiera llevarle también un mensaje que resolviera todo lo

que ahora nos tiene en confusión! Pues no has tenido en cuenta el consejo de

tu fiel amigo.

IFIGENIA. Lo que podía hacer, lo he hecho de buena gana.

ARKAS. Aún puedes cambiar de designio a tiempo.

IFIGENIA. Ya no está siquiera en nuestro poder.

ARKAS. Consideras imposible lo que te cuesta trabajo.

IFIGENIA. Te parece posible porque el deseo te engaña.

ARKAS. Entonces ¿vas a arriesgarte a tanto con tal tranquilidad?

IFIGENIA. Lo he dejado todo en manos de los dioses.

ARKAS. Ellos suelen ayudar a los hombres sólo de modo humano.

IFIGENIA. Todo viene de la señal de su dedo.

ARKAS. Te digo que está en tu mano. Sólo el ánimo irritado del rey prepara

amarga muerte a estos extranjeros. El ejército hace tiempo que ha

desacostumbrado su ánimo al duro sacrificio y al rito cruento. Sí, muchos a

quienes un hado adverso llevó a una playa extranjera, han percibido ellos

mismos qué semejante a los dioses es el encuentro con un rostro propicio de

hombre, cuando se yerra míseramente, dando vueltas por fronteras extrañas.

¡Ah, no eludas lo que puedes damos! Fácilmente terminarás lo que has

empezado. Pues en ningún sitio establece más pronto su reino la piedad,

bajada del cielo en forma humana, que donde un pueblo nuevo, agitado y

salvaje, lleno de vida, ánimo y fuerza, entregado a sí mismo y al temeroso

presentimiento, soporta el pesado fardo del vivir humano.

IFIGENIA. No agites mi alma, porque no la puedes mover a tu voluntad.

ARKAS. Mientras hay tiempo, no se ahorra el trabajo ni la repetición de una

buena palabra.

IFIGENIA. Te fatigas y me produces dolores, y ambas cosas en vano: por eso,

déjame ahora.

ARKAS. A esos dolores es a lo que apelo en auxilio: pues son amigos y

aconsejarán bien.

IFIGENIA. Con violencia invaden mi alma, pero no vencen mi repugnancia.

ARKAS. ¿Un alma hermosa siente repugnancia por la buena acción que le ofrece

un hombre noble?

IFIGENIA. Sí, si ese hombre noble, haciendo lo que no debe, en vez de conquistar

mi agradecimiento, me quiere conquistar a mí.

ARKAS. A quien no siente inclinación, no le faltan nunca palabras de disculpa.

Diré al príncipe lo que aquí ha ocurrido. ¡Ah, si te repitieras en tu alma con

qué nobleza se ha comportado contigo desde tu llegada hasta el día de hoy!

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TERCERA ESCENA

Ifigenia, sola.

IFIGENIA. Las palabras de este hombre, de repente, me hacen sentir trastornado

el corazón en mi pecho, en hora inoportuna. ¡Me estremezco! Pues igual que

el río, creciendo con rápida corriente, inunda las peñas que están en la arena

de la orilla, así ha cubierto por completo un torrente de alegría mis entrañas.

En mis brazos tenía lo imposible: parecía que otra vez se posaba suavemente

una nube sobre mí, elevándome de la tierra y meciéndome en ese sueño que

la buena diosa puso en mis sienes cuando su brazo me tomó para salvarme. A

mi hermano se aferraba mi corazón con violencia única: sólo escuchaba yo el

consejo de su amigo: sólo a salvarles se precipitaba mi alma. E igual que el

navegante vuelve gustoso la espalda a los escollos de una isla desierta, así

dejaba detrás de mí a Tauris. Ahora, la voz de este hombre fiel me ha hecho

volver en mí, y el engaño se me ha hecho doblemente odioso. ¡Ah, estáte

tranquila, alma mía! ¿Empiezas ahora a dudar y a vacilar? ¡Debes abandonar

el duro suelo de tu soledad! Otra vez embarcada, te abrazarán las olas,

meciéndote, y con turbación y miedo desconocerás el mundo, y te

desconocerás a ti misma.

CUARTA ESCENA

PÍLADES. ¿Dónde está? ¡Que pueda darle con rápidas palabras el alegre mensaje

de nuestra salvación!

IFIGENIA. Aquí me ves, llena de cuidados y de expectación del consuelo seguro

que me prometes.

PÍLADES. ¡Tu hermano está curado! Hemos pisado, en alegre conversación, el

suelo rocoso y la arena de la orilla sin consagrar; el bosquecillo quedó tras de

nosotros y no lo notamos. Y cada vez más glorioso y espléndido, la hermosa

llama de la juventud ceñía con su fuego su cabeza rizada; su animada mirada

ardía de valor y esperanza, y su libre corazón se entregaba entero al gozo y a

la alegría de salvarte a ti, su salvadora, y a mí.

IFIGENIA. ¡Bendito seas, y que en tus labios, que tan bien han hablado, jamás se

oiga el acento del dolor y de la queja!

PÍLADES. Traigo algo más, pues la suerte suele llegar, como un príncipe, con

hermoso acompañamiento. También hemos encontrado a los compañeros. En

una ensenada rocosa habían escondido la nave; y, se agitaron con júbilo, y

pidieron apremiantes que apresuráramos la hora de la partida. Todos los

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puños desean tenderse al remo, y hasta mi viento ha elevado sus suaves alas

en tierra, susurrando, advertido en seguida por todos. Por eso, ¡vayamos de

prisa, condúceme al templo, déjame penetrar en el santuario, déjame que

abrace con veneración el objetivo de nuestros deseos! Yo solo basto para

llevarme la imagen de la diosa sobre mis hombros ejercitados: ¡qué ansia

tengo de llevar esa carga anhelada! (Va hacia el templo mientras dice las

últimas palabras, sin notar que Ifigenia no le sigue: por fin mira atrás.) ¡Te

quedas vacilante; dime; callas! ¡Pareces confusa! ¿Se opone a nuestra dicha

una nueva desgracia? ¡Dime! ¿Has hecho llegar al rey las prudentes palabras

que habíamos convenido?

IFIGENIA. Lo he hecho, hombre estimado, pero me censurarás: tu presencia ha

sido para mí un reproche mudo. Llegó el mensajero del rey, y le he dicho lo

que me habías puesto en la boca. Pareció asombrarse, y exigió, apremiante,

anunciar primero al rey la extraña ceremonia y saber su voluntad: y ahora

aguardo su regreso.

PÍLADES. ¡Ay de nosotros! ¡De nuevo se cierne el peligro en torno a nuestras

sienes! ¿Por qué no te refugiaste prudentemente en tu prerrogativa

sacerdotal?

IFIGENIA. Porque nunca la he usado como refugio.

PÍLADES. Así, alma pura, nos harás sucumbir, a ti y a nosotros. ¡Por qué no preví

este caso, y no te enseñé a eludir esa exigencia!

IFIGENIA. No me censures, la culpa es mía, bien lo noto; pero no podía

enfrentarme de otro modo con ese hombre que con sensatez y sinceridad me

requería lo que mi corazón debía confesar que era justo.

PÍLADES. Se espesa más el peligro, pero aun así, no vacilemos, ni nos

traicionemos con la precipitación o la irreflexión. En paz espera el regreso

del mensajero, y sea lo que quiera, manténte firme: pues ordenar la

ceremonia de tal consagración corresponde a la sacerdotisa y no al rey. Y si

exige ver a ese hombre extranjero que está tan gravemente afligido por el

desvarío, rehúsalo, como si nos tuvieras bien guardados en el templo. Danos

así un respiro, para que huyamos con la mayor rapidez llevándonos el

sagrado tesoro de este pueblo rudo e indigno. Apolo nos envía los mejores

signos, y antes que cumplamos piadosamente la condición, él ya nos cumple

divinamente su promesa. ¡Orestes está libre y curado! Con él, liberado,

¡llevadnos allá, vientos propicios, a la isla rocosa que habita el dios: luego a

Micenas, para que cobre vida, y los dioses paternales se levanten

gozosamente de las cenizas del hogar extinguido, y un hermoso fuego

ilumine sus moradas! Tu mano ha de ser la primera que les ofrende incienso

en áureos cálices. Tú volverás a hacer entrar por ese umbral la salud y la

vida, conjurarás la maldición y otra vez adornarás a los tuyos con espléndida

floración de nueva vida.

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IFIGENIA. AI escucharte, oh caro amigo, se vuelve mi alma, como la flor que

gira hacia el sol, tocada por la irradiación de tus palabras, hacia el dulce

consuelo. ¡Qué preciosas son las palabras ciertas del amigo presente, de cuya

fuerza celestial carece el solitario, hundiéndose en silencio! Pues el

pensamiento y la resolución maduran muy despacio encerrados en su pecho,

y la presencia de un ser afectuoso los hace crecer con ligereza.

PÍLADES. ¡Adiós! Voy ahora rápidamente a tranquilizar a los amigos, que

aguardan con ansia obstinada. Luego volveré de prisa y esperaré tu señal,

escondido aquí en el matorral de esas rocas… ¿Qué meditas? De repente, un

silencioso aire de tristeza envuelve tu frente libre.

IFIGENIA. ¡Perdona! Como leves nubes por delante del sol, así pasan por delante

de mi alma leves cuidados y temor.

PÍLADES. ¡No temas! El temor ha hecho engañadoramente una estrecha alianza

con el peligro: ambos son compañeros.

IFIGENIA. Llamo noble al cuidado que me exhorta a no engañar pérfidamente ni

despojar al rey que ha sido para mí un segundo padre.

PÍLADES. Huyes del que quiere matar a tu hermano.

IFIGENIA. Es el mismo que me ha hecho tanto bien.

PÍLADES. No es ingratitud aquello a que obliga la necesidad.

IFIGENIA. Sigue siendo ingratitud, aunque la necesidad disculpe.

PÍLADES. Puedes estar segura ante los dioses y los hombres.

IFIGENIA. Pero mi corazón no queda en paz.

PÍLADES. Una exigencia demasiado estricta es orgullo oculto.

IFIGENIA. No lo examino, solamente lo siento.

PÍLADES. Si sientes como debes, debes respetarte a ti misma.

IFIGENIA. El corazón sólo disfruta de sí mismo cuando está inmaculado.

PÍLADES. Así te has conservado muy bien en el templo; la vida nos enseña a ser

menos estrictos con nosotros y con los demás: tú también aprenderás. Tan

curiosamente está hecha la raza humana, y de modos tan múltiples está

enredada y entretejida, que nadie puede mantenerse puro y sin confusión ni

en sí mismo ni con los demás. Además, no estamos puestos para juzgarnos a

nosotros mismos; la primera obligación inmediata de una persona es andar y

mirar su camino; pues sólo puede apreciar justamente lo que ha hecho, pero

lo que hace, casi nunca sabe valorarlo.

IFIGENIA. Casi me convences para ser de tu opinión.

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PÍLADES. ¿Hace falta persuasión donde se ha negado la alternativa? Para salvar a

tu hermano, a ti misma y a un amigo, sólo hay un camino; ¿y hay que

preguntar si hemos de recorrerlo?

IFIGENIA. ¡Ah, déjame vacilar! Pues tú mismo no harías tranquilamente

semejante agravio a un hombre a quien te considerases obligado por sus

buenas acciones.

PÍLADES. Si sucumbimos, te aguarda un reproche más duro, que trae

desesperación. Se ve que no estás acostumbrada a perder, pues, para escapar

a la gran calamidad, no quieres sacrificar siquiera una palabra falsa.

IFIGENIA. ¡Ah, si yo tuviera en mí un corazón viril, que, cuando se apresta a un

propósito osado, se cierra a toda otra voz!

PÍLADES. En vano te esquivas: la férrea mano de la necesidad lo ordena y su

grave señal es la ley suprema, a la que deben someterse los mismos dioses.

En silencio reina la Hermana arbitraria del eterno Hado. Sobrelleva lo que se

te impone: haz lo que ella manda. Lo demás, ya lo sabes. Pronto volveré,

para recibir de tu mano sagrada la hermosa prenda de la salvación.

QUINTA ESCENA.

Ifigenia, sola.

IFIGENIA. Debo seguirle, pues veo a los míos en peligro apremiante. Pero ¡ay!

mi propia suerte me da cada vez más miedo. ¡Ah! ¿no debo salvar la

silenciosa esperanza que he abrigado tan hermosamente en mi soledad?

¿Debe, entonces, imperar eternamente esta maldición? ¿Nunca ha de

volverse a levantar esta estirpe con nueva bendición? ¡Pero todo se acaba! La

mejor suerte, la fuerza más hermosa de la vida, se extinguen por fin, ¿por

qué no la maldición? Por eso esperé en vano, aquí resguardada, escapar al

destino de mi estirpe, volver a consagrar un día, con mano y corazón puros,

mi morada, tan gravemente manchada. Apenas tengo entre mis brazos a mi

hermano, curado con milagrosa rapidez de su horrible mal, apenas se acerca

una nave largamente ansiada para llevarme al puerto de la patria, cuando la

sorda necesidad me echa encima doble carga con mano de hierro: robar la

sagrada y venerada imagen que me había sido confiada, y traicionar al

hombre a quien debo la vida y la muerte. ¡Ah, que no germine en mi pecho,

en definitiva, la rebeldía! ¡Que el viejo odio de los titanes contra vosotros,

dioses del Olimpo, no aprese mi tierno pecho con garras de buitre!

¡Salvadme, y salvad vuestra imagen en mi alma! Junto a mis oídos resuena la

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vieja canción: la había olvidado y quiero tenerla olvidada: el canto de las

Parcas, que cantaban con horror, cuando Tántalo cayó de su áureo trono:

sufrieron con su noble amigo, y su ánimo se enfureció, y su canto fue

terrible. En nuestra niñez, la nodriza nos lo cantó a mí y a mis hermanos, y

yo lo aprendí.

»“¡Tema a los dioses la raza humana! Ellos tienen la soberanía en sus

manos eternas, y la pueden usar como les place. ¡Témalos doblemente aquel

a quién ellos elevan! Sobre rocas y nubes hay asientos preparados en torno a

áureas mesas. Si surge una discordia, precipitan a los invitados, con burla e

ignominia, a las profundidades nocturnas, donde en vano aguardan, atados en

la tiniebla, un justo juicio. Pero ellos permanecen en eternos festines en sus

doradas mesas. Caminan pasando de montaña en montaña: por las grietas de

la profundidad sube hacia ellos el aliento de los Titanes sofocados, como

aromas de sacrificio, en nube ligera. Ellos, los soberanos, apartan su mirada

de bendición, negándola a estirpes enteras, y se niegan a ver en el nieto los

rasgos antaño queridos y todavía elocuentes de su antepasado.”

»Así cantaron las Parcas: el proscrito, el antiguo convidado, escucha en

las cavernas nocturnas esos cantos, y piensa en sus hijos y nietos, y sacude la

cabeza.

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QUINTO ACTO

PRIMERA ESCENA

Thoas, Arkas.

ARKAS. Confuso debo confesar que no sé adonde he de dirigir mi cólera. ¿A los

prisioneros que a escondidas meditan su fuga? ¿A la sacerdotisa que les

ayuda? Aumenta el rumor de que la nave que ha traído a estos dos, está

todavía escondida en una ensenada. Y la locura de ese hombre, y esa

consagración, la sagrada procesión de ese rito expiatorio, son mayor motivo

para la cólera y la precaución.

THOAS. ¡Que venga aquí rápidamente la sacerdotisa! Luego id vosotros, buscad

por toda la orilla, con prontitud y cuidado, desde la falda de la montaña hasta

el bosquecillo de la diosa. Respetando sus sagradas profundidades, andad

con cautela juiciosa, a aprisionarla: donde la encontréis, detenedla como

soléis.

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SEGUNDA ESCENA

Thoas, solo.

THOAS. Horriblemente gira en mi pecho la cólera: ante todo, contra ella, a quien

tenía por sagrada; luego, contra mí, que la he formado para la traición con

tantos cuidados y bondades. El hombre se acostumbra bien a la esclavitud, y

aprende fácilmente a obedecer cuando se le quita por completo la libertad.

Sí, si ella hubiera caído en las rudas manos de mis antepasados, y la hubieran

indultado de la ira sagrada, mucho se habría contentado solamente con

salvarse; habría visto con gratitud su destino, y habría considerado su

obligación o que era necesidad: verter la sangre extranjera ante el altar.

Ahora mis bondades han suscitado en su pecho un deseo desatentado. En

vano tuve esperanza de unirme con ella: ella sólo piensa en su propio

destino. Con lisonjas me ganó el corazón, y ahora que me resisto yo, busca

su camino con astucia y engaño, y mi bondad le parece una propiedad

asegurada con el mucho tiempo.

TERCERA ESCENA

Ifigenia, Thoas.

IFIGENIA. Me ordenas venir. ¿Qué te trae con nosotros?

THOAS. Aplazas el sacrificio: di, ¿por qué?

IFIGENIA. Ya se lo he explicado todo a Arkas con claridad.

THOAS. Querría saberlo otra vez por ti misma.

IFIGENIA. La diosa te da un plazo para volverlo a pensar.

THOAS. Parece que ese plazo te lo ha otorgado a ti.

IFIGENIA. ¡Si tu corazón está endurecido en su cruel decisión, no debías venir!

Un rey que exige algo inhumano, encuentra de sobra servidores que por la

paga y la gracia asuman ávidamente la mitad de la maldición de ese hecho:

pero su presencia permanece inmaculada. Decreta la muerte envuelto en

densa nube, y sus mensajeros llevan llameante perdición sobre la cabeza del

pobre; mientras él, en cambio, se cierne en sus alturas, inalcanzable dios,

eludiéndose 'en la tormenta.

THOAS. Tus labios sagrados entonan un canto de locura.

IFIGENIA. ¡No como sacerdotisa, sólo como hija de Agamenóri! ¿Honraste las

palabras de una desconocida, y vas a dar órdenes temerarias a una princesa?

¡No! Desde mi niñez he aprendido a obedecer, primero a mis padres y luego

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a una divinidad, y en consecuencia, siempre sentí mi alma libre del modo

más hermoso; pero ni allí ni aquí he aprendido a doblegarme a la dura

palabra, a la ruda orden de un hombre.

THOAS. Te lo ordena una antigua ley, no yo.

IFIGENIA. Con codicia nos aferramos a una ley que da armas a nuestra pasión.

Otra habla en mí; una más antigua ley me hace resistirte: la ley de que todo

extranjero es sagrado.

THOAS. Parece que los prisioneros están muy cerca de tu corazón, pues por la

piedad y la emoción olvidas la primera palabra de la prudencia, que es no

irritar a los poderosos.

IFIGENIA. Calle o hable yo, siempre puedes saber lo que tengo en mi corazón y

lo que está para siempre. El recuerdo de una suerte semejante, ¿no ha de

abrir a la compasión un corazón cerrado? ¡Cuánto más el mío, entonces! En

ellos me veo a mí misma. Yo también he temblado ante el altar, y, de

rodillas, la muerte prematura me rodeó solemnemente: ya el cuchillo se

movía para penetrar en el pecho lleno de vida, y mis entrañas se revolvían

con espanto, mi mirada se quebraba y… me encontré salvada. ¿No debemos

conceder a los infelices lo que los dioses nos han deparado por gracia? Tú lo

sabes, me conoces, ¡y me quieres obligar!

THOAS. Obedece a tu ministerio, ya que no a tu señor.

IFIGENIA. ¡Deja! No disimules la violencia que abusa de la debilidad de una

mujer. Yo he nacido tan libre como un hombre. Si tuvieras delante al hijo de

Agamenón, y exigieras lo que no se debe, él tendría una espada y un brazo

para defender la razón de su pecho. Yo no tengo más que palabras, y el

hombre noble debe prestar atención a la palabra de las mujeres.

THOAS. Yo le presto más atención que a la espada de un hermano.

IFIGENIA. La suerte de las armas alterna de uno a otro lado: ningún luchador

prudente tiene en poco al enemigo. Tampoco ha dejado la Naturaleza a los

débiles sin defensa contra el ataque y la dureza. Les dio gusto para la astucia,

les enseñó artificios: pronto supieron esquivar, retardar y eludir. Sí, el

violento merece que se le haga eso.

THOAS. La precaución se enfrenta prudentemente con la astucia.

IFIGENIA. Y un alma pura no la necesita.

THOAS. No pronuncies incautamente tu propio juicio.

IFIGENIA. ¡Ah, si vieras cómo lucha mi alma por rechazar animosamente en su

primer ataque la suerte perversa que me quiere dominar! Entonces ¿estoy

aquí inerme ante ti? El hermoso ruego, la rama graciosa, más poderosos en

mano de una mujer que la espada y las armas, los podrías rechazar: ¿qué me

queda entonces para defender mi alma? ¿Apelaré a la diosa pidiendo un

milagro? ¿No hay fuerza ninguna en las profundidades de mi alma?

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THOAS. Parece que la suerte de ambos extranjeros te preocupa sin medida.

¿Quiénes son, dime, esos por quienes tu espíritu se levanta con violencia?

IFIGENIA. Son… parecen… por griegos los tengo yo.

THOAS. ¿Son paisanos tuyos? ¿Y habrán renovado en ti la hermosa imagen del

retorno?

IFIGENIA (después de una pausa). ¿Solamente el hombre tiene derecho a las

hazañas inauditas? Entonces ¿sólo él ha de abrigar lo inasequible en su

pecho heroico? ¿Qué es lo que se llama grande? ¿Qué eleva al alma,

estremecida, hacia el narrador que una vez y otra lo repite, sino lo que

emprendió el más valiente con éxito inverosímil? Aquel que en la noche se

desliza solo en el ejército del enemigo, y con furia de llama imprevista ataca

a los dormidos, haciéndoles despertar, hasta que al ñn retrocede, atacado por

los enemigos que recobran valor, pero sobre un corcel del enemigo y cargado

de botín, ¿es el único que será alabado? ¿Aquel solo que, despreciando un

camino seguro, marcha osadamente atravesando montañas y bosques, para

limpiar de bandidos una comarca? ¿No nos queda nada? ¿Debe una tierna

mujer despojarse de sus derechos naturales, y ser salvaje contra un salvaje, y,

como las Amazonas, privaros del derecho de la espada y vengar con sangre

la opresión? Sube y se agita en mi pecho una osada iniciativa: no escaparé a

un gran reproche ni a un grave mal si fracaso en ella; ¡sólo en vuestro

regazo, oh dioses, la pongo! Si sois veraces, como se os dice en alabanza,

¡mostradlo con vuestra ayuda y dad gloria por mí a la verdad! Sí, escucha, oh

rey, se está forjando un secreto engaño: en vano preguntas por los

prisioneros: se han marchado en busca de sus compañeros, que aguardan con

la nave en la orilla. El de más edad, a quien le dio aquí el ataque de su mal, y

luego sanó… es Orestes, mi hermano, y el otro es su amigo íntimo, su amigo

de niñez, llamado Pílades. Apolo los envía desde Delfos a esta orilla con la

divina orden de arrebatar la imagen de Diana, su hermana, y llevársela, por

lo cual le promete la liberación al perseguido por las Furias, al culpable de la

sangre de su madre. Ahora te los he puesto a los dos en tus manos:

piérdenos… si eres capaz.

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THOAS. ¿Crees que el rudo escita, el bárbaro, va a oír la voz de la verdad y la

humanidad que no escuchó Atreo, el griego?

IFIGENIA. La oye cualquiera, nacido bajo cualquier sol, por cuyo pecho fluya la

fuente de la vida, pura y sin estorbos. ¿Qué piensas contra mí, oh rey,

callando en lo hondo de tu alma? ¿Es la perdición? ¡mátame cuanto antes!

Pues ahora comprendo que ya no nos queda salvación, y el horrible peligro

en que he lanzado, con premura y adrede, a los que más quiero. ¡Ay! Les

veré atados ante mí. ¿Con qué miradas puedo despedirme de mi hermano a

quien asesino? ¡Nunca más podré mirar los ojos que tanto quiero!

THOAS. ¡Así esos engañadores, urdiendo artificios, han echado por la cabeza

semejante maraña a esta mujer, tanto tiempo encerrada, crédula y fácil a sus

deseos!

IFIGENIA. ¡No, oh rey, no! Yo podría ser engañada: éstos son fieles y verdaderos.

Si encuentras que son de otro modo, hazlos caer y proscríbeme a mí,

desbórrame, en castigo dé mi locura, a la triste orilla de una isla rocosa. Pero

si este hombre es el hermano tan anhelado y querido, déjanos marchar, y sé

tan propicio a mi hermano como a mí. Mi padre cayó por el crimen de su

mujer, y ella a manos de su hijo. La última esperanza de la estirpe de Atreo

descansa sólo en él. Déjame ir allá con corazón puro y mano pura, a

consagrar otra vez nuestra casa. ¡Manténme tu palabra! Juraste dejarme

cuando tuviera en mi mano el regreso con los míos; y ahora lo tengo. Un rey

no promete en un apuro, como la gente vulgar, para alejar un momento al

que pide, ni promete para un caso que no espera: precisamente siente de

veras la grandeza de su dignidad cuando puede hacer feliz al que aguarda

obstinado.

THOAS. De mala gana, como el fuego se defiende del agua luchando y, con

chisporroteos, trata de dominar a su enemiga, así se defiende la ira en mi

pecho contra mis palabras.

IFIGENIA. Deja que me inflame la gracia, como la luz sagrada de la tranquila

llama del sacrificio, rodeándome con guirnalda de cantos de alabanza y

agradecimiento y alegría.

THOAS. ¡Cuántas veces me ha apaciguado esta voz!

IFIGENIA. ¡Ah, tiéndeme la mano en señal de paz!

THOAS. Exiges mucho en tan poco tiempo.

IFIGENIA. Para hacer el bien, no hace falta ninguna consideración.

THOAS. ¡Mucha! Pues también al bien sigue el mal.

IFIGENIA. La duda es lo que hace malo al bueno. ¡No lo pienses! Atiende a tu

sentir.

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CUARTA ESCENA

Dichos. Orestes, armado.

ORESTES (volviéndose hacia dentro). ¡Redoblad vuestros esfuerzos!

¡Rechazadles, sólo unos pocos instantes! ¡No cedáis al número y

defendedme el camino hasta el barco, a mí y a mi hermana! (A Ifigenia, sin

ver al rey.) Nos queda poco espacio para la fuga. ¡De prisa! (Ve al rey.)

THOAS (echando mano a la espada). En mi presencia ningún hombre puede

desenvainar impunemente la espada.

IFIGENIA. ¡No profanéis la morada de la diosa con cólera y crimen! ¡Mandad a

vuestro pueblo que se detenga, escuchad a la sacerdotisa y a la hermana!

ORESTES. ¡Dime! ¿Quién es el que nos amenaza?

IFIGENIA. Venera en él al rey, que ha sido mi segundo padre. ¡Perdóname,

hermano, pero mi corazón pueril a puesto toda nuestra suerte en su mano! Le

he confesado vuestro propósito y he salvado mi alma de la traición.

ORESTES. ¿Nos permitirá pacíficamente el regreso?

THOAS. Tu espada refulgente me prohíbe contestar.

ORESTES (envainando la espada). ¡Habla, pues! Ya ves que atiendo a tus

palabras.

QUINTA ESCENA

Dichos. Pílades. Poco después de él, Arkas; ambos con las espadas

desenvainadas.

PÍLADES. ¡No os entretengáis! Los nuestros concentran sus últimas fuerzas;

despacio les hacen retroceder, cediendo, hacia el mar. ¡Qué diálogo de

príncipes encuentro aquí! ¡Éste es el venerado rostro del rey!

ARKAS. Con sosiego, como es propio de ti, oh rey, ves ante ti a los enemigos. En

seguida se castiga su atrevimiento: ya ceden y caen sus secuaces, y su barco

es nuestro. Una palabra tuya, y está en llamas.

THOAS. ¡Ve! Manda a mi pueblo que se detenga: nadie dañe al enemigo,

mientras hablamos nosotros.

(Vase Arkas.)

ORESTES. Acepto. Ve, fiel amigo, reúne el resto de nuestra gente: permaneced

inmóviles aguardando qué fin deparan los dioses a nuestras acciones.

(Vase Pílades.)

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SEXTA ESCENA

Ifigenia. Thoas. Orestes.

IFIGENIA. Libradme de cuidado antes de empezar a hablar. Temo una mala

discordia si tú, oh rey, no escuchas la suave voz de la indulgencia, y tú,

hermano mío, no refrenas el impulso juvenil.

THOAS. Yo contengo mi cólera, como es propio de quien tiene más edad.

¡Respóndeme! ¿Cómo atestiguas que eres el hijo de Agamenón y el hermano

de ésta?

ORESTES. Aquí está la espada con que él hirió a los valientes de Troya. Se la

quité a su asesino, rogando a los Celestiales que me concedieran el valor y el

brazo y la suerte del gran rey, otorgándome una muerte más hermosa. Elige

uno de los nobles de tu ejército, el mejor, y pónmele delante. Mientras la

tierra alimente hijos de héroes, no se le rehusará esta petición a ningún

extranjero.

THOAS. La antigua costumbre nunca ha concedido aquí ese privilegio a los

extranjeros.

ORESTES. Entonces ¡que empiece contigo y conmigo la nueva costumbre! Con la

imitación, un pueblo entero consagrará como ley la noble acción de su

soberano. ¡Déjame a mí, como extranjero, luchar por los extranjeros! Si

caigo, queda pronunciada su sentencia con la mía; pero si la suerte me

concede vencer, que nunca pise esta orilla un hombre sin que le reciba la

rápida mirada del amor auxiliador, y todos puedan marcharse consolados.

THOAS. Nada indigno me pareces, joven, de tu antepasado, de quien te alabas.

Grande es el número de los hombres nobles y valerosos que me acompañan,

pero yo mismo, todavía a mis años, estoy dispuesto a enfrentarme con un

enemigo para arriesgar la suerte de las armas.

IFIGENIA. ¡De ningún modo! No es menester esa cruenta prueba, ¡oh rey!

Apartad la mano de la espada: pensad en mí y en mi suerte. Un combate

precipitado eterniza a un hombre: aunque caiga, la canción le alaba. Pero las

lágrimas interminables de la mujer abandonada que sobrevive, no las relata

ninguna posteridad, y el poeta calla sobre los miles de días y noches pasados

en llanto, cuando su alma en silencio se consume y en vano se atreve a

conjurar al amigo perdido, precipitadamente partido. A mí misma, hace un

momento, una inquietud me avisó, no fuera a ser que el engaño de unos

raptores me arrancara del seguro lugar de protección, reduciéndome

traidoramente a esclavitud. Con diligencia les he preguntado, y me he

informado sobre todas las circunstancias, he exigido signos, y ahora mi

corazón está seguro. Mira aquí, en su mano derecha, la señal, como de tres

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estrellas, que ya se mostró el día que nació, y que el sacerdote interpretó

como indicio de que este puño realizaría recias hazañas. Luego me

convenció doblemente esa hendidura que le parte aquí las cejas. Cuando era

niño, Electra, veloz y descuidada a su manera, le dejó caer de los brazos, y él

se golpeó con un trípode: es él. ¿He de hablarte de su parecido al padre, he

de nombrar, como testigo para acreditarle, el júbilo interior de mi corazón?

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THOAS. Aunque tus palabras disiparan toda duda, y yo sujetara en mi pecho la

cólera, sin embargo, tendrían que decidir las armas entre nosotros: no veo la

paz. Han venido, tú misma lo confiesas, para robarme la sagrada imagen de

la diosa. ¿Creéis que lo voy a ver tranquilo? Muchas veces los griegos

tienden sus miradas codiciosas hacia los lejanos tesoros de los bárbaros, el

vellocino dorado, los caballos, las hermosas hijas; aunque no siempre la

violencia y la astucia les hacen regresar felizmente con los bienes

conseguidos.

ORESTES. Esa imagen, oh rey, no ha de dividirnos. Ahora conocemos el error

que un dios nos ciñó en torno a la cabeza como un velo, cuando nos hizo

emprender el camino hacia aquí. Yo le pedí consejo y liberación de la

compañía de las Furias: él dijo: «Si traes a Grecia a la hermana que contra su

voluntad permanece en el santuario de la orilla de Tauris, se disipará la

maldición». ¡Lo entendimos como la hermana de Apolo, y él pensaba en ti!

Las recias ligaduras están rotas: otra vez estás concedida a los tuyos, tú,

Sagrada. Al ser tocado por ti, quedé curado: en tus brazos me invadió mi mal

por última vez con todas sus garras, y me sacudió espantosamente la medula;

luego se escapó, como una serpiente a su cueva. Otra vez disfruto por ti la

ancha luz del día. Hermoso y espléndido se me muestra el designio de la

diosa. Como una imagen sagrada a la que está sujeto el inmutable destino de

la ciudad por una misteriosa palabra de los dioses, ella te arrebató, a ti,

protectora de nuestra casa; te guardó en una calma sagrada, para bendición

de tu hermano y de los tuyos. Cuando parecía perdida toda salvación en lo

ancho de la tierra, tú nos lo devuelves todo. Deja, ¡oh rey!, que tu alma se

vuelva hacia la paz. No impidas que ella pueda realizar la consagración de la

casa paterna, y que me vuelva a llevar al palacio otra vez purificado,

ciñéndome a la cabeza la antigua corona. Paga la bendición que ella te trajo,

y déjame disfrutar de mi derecho más inmediato. La violencia y la astucia, la

más alta gloria de los hombres, quedan avergonzadas por la verdad de esta

elevada alma, y la confianza pura, infantil, en un hombre noble, quedará

recompensada.

IFIGENIA. ¡Acuérdate de tu palabra y déjate conmover por estas frases que

surgen de una boca recta y fiel! No tienes tan a menudo ocasión de

semejantes hechos nobles. No puedes rehusarlo: concédelo pronto.

THOAS. ¡Id, pues!

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IFIGENIA. Así, no, mi rey. Sin bendición, de mala gana, no me separo de ti. ¡No

nos expulses! Establézcase un amistoso derecho de hospitalidad por tu parte

sobre nosotros: así no estaremos para siempre separados y ausentes. Valioso

y querido, como me lo fue mi padre, eres tú para mí, y esa impresión

permanecerá en mi alma. Si el último de tu pueblo vuelve a llevar alguna vez

a mi oído el acento de la voz que me he acostumbrado a oír entre vosotros, o

si veo al más pobre con vuestro traje, le recibiré como a un dios; yo misma le

prepararé un lecho, le invitaré a sentarse junto al fuego y sólo preguntaré por

ti y por tu suerte. ¡Oh, den los dioses la recompensa bien merecida a tus

hazañas y a tu benignidad! ¡Adiós! ¡Ah, vuélvete a nosotros y respóndeme

con una benigna palabra de despedida! Entonces el viento hinchara las velas

con mayor suavidad, y las lágrimas brotarán más consoladoras de los ojos de

los que se separan. ¡Adiós! Y dame tu mano derecha, en prenda de la antigua

amistad.

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THOAS. ¡Adiós!

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JOHANN WOLFGANG VON GOETHE (Francfurt del Main, Hesse, Alemania,

1749 - Weimar, Turingia, Alemania, 1832). Escritor alemán. Nacido en el seno de una

familia patricia burguesa, su padre se encargó personalmente de su educación. En

1765 inició los estudios de derecho en Leipzig, aunque una enfermedad le obligó a

regresar a Frankfurt. Una vez recuperada la salud, se trasladó a Estrasburgo para

proseguir sus estudios. Fue éste un período decisivo, ya que en él se produjo un

cambio radical en su orientación poética. Frecuentó los círculos literarios y artísticos

del Sturm und Drang, germen del primer Romanticismo y conoció a Herder, quien lo

invitó a descubrir a Homero, Ossian, Shakespeare y la poesía popular.

Fruto de estas influencias, abandonó definitivamente el estilo rococó de sus

comienzos y escribió varias obras que iniciaban una nueva poética, entre ellas

Canciones de Sesenheim, poesías líricas de tono sencillo y espontáneo, y Sobre la

arquitectura alemana (1773), himno en prosa dedicado al arquitecto de la catedral de

Estrasburgo, y que inaugura el culto al genio.

En 1772 se trasladó a Wetzlar, sede del Tribunal Imperial, donde conoció a Charlotte

Buff, prometida de su amigo Kestner, de la cual se prendó. Esta pasión frustrada

inspiró su primera novela, Los sufrimientos del joven Werther, obra que causó furor

en toda Europa y que constituyó la novela paradigmática del nuevo movimiento que

estaba naciendo en Alemania, el Romanticismo.

De vuelta en Frankfurt, escribió algunos dramas teatrales menores e inició la

composición de su obra más ambiciosa, Fausto, en la que trabajaría hasta su muerte;

Página 70

en ella, la recreación del mito literario del pacto del sabio con el diablo sirve a una

amplia alegoría de la humanidad, en la cual se refleja la transición del autor desde el

Romanticismo hasta el personal clasicismo de su última etapa. En 1774, aún en

Frankfurt, anunció su compromiso matrimonial con Lili Schönemann, aunque rompió

el noviazgo dos años más tarde; tras aceptar el puesto de consejero del duque Carlos

Augusto, se trasladó a Weimar, donde estableció definitivamente su residencia.

Empezó entonces una brillante carrera política (llegó a ser ministro de Finanzas en

1782), al tiempo que se interesaba también por la investigación científica. La

actividad política y su amistad con una dama de la corte, Charlotte von Stein,

influyeron en una nueva evolución literaria que le llevó a escribir obras más clásicas

y serenas, abandonando los postulados individualistas y románticos del Sturm und

Drang. En esa época empezó a escribir Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister

(1795), novela de formación que influiría notablemente en la literatura alemana

posterior.

En 1786 abandonó Weimar y la corte para realizar su sueño de juventud, viajar a

Italia, el país donde mejor podía explorar su fascinación por el mundo clásico. De

nuevo en Weimar, tras pasar dos años en Roma, siguió al duque en las batallas

prusianas contra Francia, experiencia que recogió en Campaña de Francia (1822).

Poco después, en 1794, entabló una fecunda amistad con Schiller, con años de rica

colaboración entre ambos. Sus obligaciones con el duque cesaron (tan sólo quedó a

cargo de la dirección del teatro de Weimar), y se dedicó casi por entero a la literatura

y a la redacción de obras científicas.

La muerte de Schiller, en 1805, y una grave enfermedad, hicieron de Goethe un

personaje cada vez más encerrado en sí mismo y atento únicamente a su obra. En

1806 se casó con Christiane Vulpius, con la que ya había tenido cinco hijos. En 1808

se publicó Fausto y un año más tarde apareció Las afinidades electivas, novela

psicológica sobre la vida conyugal y que se dice inspirada por su amor a Minna

Herzlieb. Movido por sus recuerdos, inició su obra más autobiográfica, Poesía y

verdad (1811-1831), a la que dedicó los últimos años de su vida, junto con la segunda

parte de Fausto.

Página 71

Notas

Página 72

[1] Para las relaciones y antecedentes de los personajes que Goethe supone que el

lector debe conocer por la mitología, nos remitimos en general a la información dada

en el prólogo, en la parte referente a esta obra, para no reiterar datos. <<

Página 73

[2] Enomao habla prometido dar a su hija Hipodamia como mujer a quien le venciera

en una carrera de carros: Pelops, mediante un artero «sabotaje», hizo que Enomao

cayera y fuera muerto por los caballos. <<

Página 74

[3] El «infierno» mitológico. <<

Página 75

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