domingo, 24 de enero de 2021

Eurípides Las fenicias y Helena

 

EURÍPIDES

TRAGEDIAS III FENICIAS[1]

INTRODUCCIÓN

1. — La fecha de la primera representación de Fenicias la conocemos sólo por aproximación. Un escolio al verso 53 de las Ranas de Aristófanes alude a que fue posterior a la de Andrómeda (pieza hoy perdida que Euripides presentó junto a Helena en 412), y por otra parte sabemos que precede a Orestes (del 408) y al exilio de Eurípides en Macedonia, en los últimos años de su vida. La hypóthesis de Aristófanes de Bizancio, que nos ha llegado lamentablemente incompleta, señala que se presentó "en el arcontado de Nausicrates", Pero no conocemos a ningún arconte de tal nombre en esas fechas, por lo que se ha supuesto que ha habido una confusión en este dato. Así, p. e., Wilamowitz sugirió que el nombre del corego habría remplazado al del arconte; Méndier supone que tal vez fuera Nausícrates el didáskalos (algo así como el director de escena); y Pearson, que pudiera tratarse de un arconte que sustituyó a otro que murió en el año de su cargo, por lo que otras fuentes históricas no han recogido el nombre de este sustituto ocasional. Otros estudiosos han pretendido relacionar con sucesos históricos concretos algunas alusiones del drama, para fecharlo con mayor precisión. Ninguna de ellas nos parece, sin embargo, decisiva para poder establecer algo más exacto que el hecho de que la obra refleja el ambiente de los años 411 a 409, en los que Atenas sufría las angustias de una guerra prolongada, las amenazas repetidas de asedio y los reveses y vaivenes motivados por la ambición de algunos políticos sin escrúpulos (de los que Alcibíades era el ejemplo más feroz).

La conciencia doliente de Eurípides se refleja, en éste como en otros dramas, en su insistencia en los desastres de la guerra, causados por las pasiones individuales, y en un ansia de evasión lírica, con un cierto desengaño y desesperanza en lo político[2].

La mención de otras dos tragedias, Enómao y Crisipo, en una frase truncada del mismo texto, se ha solido interpretar en el sentido de que serían piezas representadas en la misma ocasión, acaso como una trilogía engarzada de algún modo laxo. Pearson postuló que el fundamento del gramático Aristófanes para evocar esos otros dos títulos euripideos pudo ser sencillamente el que en ellos aparecía como motivo trágico una maldición, como la que Edipo lanzara contra sus hijos, sin que tal mención suponga la coetaneidad de estas piezas.

El nombre de la obra procede de las fenicias que componen el coro. A diferencia de otros, como el de las Suplicantes o el de las Troyanas, el formado por estas esclavas, enviadas de Fenicia a Delfos para el servicio de Apolo, no siente su destino comprometido en la catástrofe que amenaza a la ciudad de Tebas. Son unas extranjeras, unidas por lejano parentesco a los pobladores de la ciudadela fundada por el fenicio Cadmo, quienes evocan en sus cantos las leyendas de gloria y de sangre que rodean la historia de la polis asediada. A este distanciamiento del coro Eurípides le saca un buen partido dramático. De un lado queda la innovación frente al angustiado coro de tebanas de Los Siete contra Tebas de Esquilo, donde el coro expresaba el patetismo desesperado en contraste con la firme figura de Eteocíes, el protagonista y gobernante magnánimo. De otro lado, esa distancia sentimental le permite al coro de mujeres expresar, a la vez que su cordial temor por la suerte de la ciudad querida, su simpatía por la causa del agraviado Poliníces, y lanzarse a pintorescas evocaciones míticas en torno a las figuras famosas de Cadmo el matador del Dragón, de Edipo el vencedor de la Esfinge, de Ares y Dioniso, etc. Como ya observaron los comentaristas antiguos, los líricos parlamentos del coro se alejan de la acción dramática. Aunque se podría destacar, en favor de Euripides, que estos intermedios líricos proyectan sobre las escenas del drama un trasfondo legendario que amplía su significación. A la acción trágica se le superpone una panorámica que no sólo incluye en su halo fatídico a Edipo y sus hijos, sino que evoca a los dioses patrios y al mismo fundador de la estirpe, a Cadmo. Silos motivos y los caracteres son más realistas, más humanos, como señalan todos los estudiosos de la tragedia de Eurípides, estas digresiones líricas sirven para contrapesar esa tendencia hacia el análisis psicológico con la brillante y colorista evocación de ese segundo piano, con sus figuras fantasmagóricas de héroes y dioses. Desde luego el alejamiento de la acción es un riesgo y así tal proceder preludia la desaparición del coro trágico como elemento irrelevante en el drama posteuripideo.

Ya los antiguos señalaron que este drama tiene muchos personajes y es de variados efectos escénicos, incluso con el peligro de que algunas escenas parezcan rebuscadas y superfluas. (El autor del Argumento 1 la califica de polyprósópon y de paraplérómatikón, es decir, "con muchos personajes" y "recargado".) Por otra parte, no existe un protagonista trágico cuyos sufrimientos y catástrofe final concentren los sucesos, a no ser que tomemos como tal a toda la familia de Edipo.

Éste es uno de los contrastes más notorios entre ésta y la tragedia esquilea de Los Siete contra Tebas, cuya trama atiende al mismo material mítico. Junto a Yocasta y Antígona, desfilan Polinices, Eteocles, Creonte, Meneceo, y el lamentable y quejumbroso Edipo, todos ellos patéticos. "El drama en su conclusión deja en muchos lectores más la impresión de una serie de brillantes episodios que la de una creación artística unitaria" observó Pearson, como otros. Tal vez no estemos de acuerdo con el autor del Argumento 1 sobre lo superfluo de la teichoscopia, de la entrada de Polmices, o del acto final. Pero la discusión sobre la defensa de la ciudad entre Eteocles y Creonte, con sus detalles estratégicos, o el episodio entre Creonte y Meneceo, son muestras de que a Eurípides no le interesaba la estructura sencilla del encuentro fatal entre los dos hijos de Edipo. Por el contrario, esa riqueza de escenas y motivos es algo buscado por el viejo dramaturgo, a quien sería injusto medir por el patrón trágico de los dramas de Esquilo o de Sófocles. Como comenta Kitto[3] con agudeza, las Fenicias pertenecen a otro tipo dramático, que pretende una amplitud casi épica, y sustituye el sentido trágico de sus precursores por uno nuevo, de un patetismo más efectista y espectacular. Por todo ello Fenicias gozó de cierta predilección entre las piezas de Euripides más representadas y estudiadas en la Antigüedad, y formó con Hécuba y el Orestes la tríada estudiada y comentada en Bizancio hasta el final del humanismo bizantino. Además ofrecía a los actores algunos pasajes muy apropiados para un lucimiento personal. Lo más dificil lo constituirían seguramente sus estásimos, con la sobrecarga de adjetivos ornamentales característica de la última etapa de nuestro dramaturgo.

2.           
— Por su extensión Fenicias es el drama máslargo de Euripides, y de todas las tragedias conservadas sólo la aventaja en número de versos Edipo en Colono. Es probable, sin embargo, que su extensión original fuera algo menor; ya que la mayoría de estudiosos de la obra coinciden en considerar añadidos numerosos pasajes de la última parte de la pieza, si bien la concordancia sobre el número preciso de versos interpolados es mucho menos general[4]. Con todo, el considerar espúreos algunos pasajes explicaría la extraordinaria longitud del éxodo, así como algunas deficiencias de su construcción. Estos añadidos, no extraños en una obra muy representada luego, serían concesiones a la tentación de enlazar la trama con las de otros dramas famosos sobre el tema, con la Antigona y el Edipo en Colono de Sófocles; añadidos poco posteriores a la muerte de Eurípides, en general. Estas tiradas intercaladas son, fundamentalmente, según la razonada exposición de E. Fraenkel, las siguientes: versos 869 a 880 y 886 a 890 (en el parlamento de Tiresias), vv. 1104 a 1140 (en el largo relato del mensajero), vv. 1242. a 1258 (en otro relato de mensajero), Vv. 1307-1334 (entrada de Creonte y diálogo con el corifeo), Vv. 1597-1614 (quejas de Edipo), Vv. 1645 a 1682 (diálogo esticomítico entre Creonte y Antígona), Vv. 1704 a 1707, y todo el final, desde el verso 1737 a 1766. Al ztetizar como interpolaciones estos pasajes, quedan eliminados algunos rasgos anómalos, como, p. e., el largo silencio de Creonte entre los vv. 1356 a 1584, que sería muy singular en una tragedia. Pero es fácil suponer que el presentar en escena a Creonte portador del cadáver de su hijo Meneceo fue una tentación de un poeta deseoso de reparar un descuido del dramaturgo y añadir otra escena patética a la trama, y que este mismo interpolador refirió a Creonte los versos del diálogo con el mensajero de 1336 a 1355, que el texto original debía adjudicar al Corifeo. También es clara la presión que el famoso agón entre Creonte y Antígona en la tragedia de Sófocles ha ejercido en la creación del paralelo en versos 1645 y sigs. De aceptar estas tiradas de versos como interpolaciones se modifica la presentación de dos personajes, la de Creonte y la de Antígona; que, de lo contrario, quedan vistos de modo muy próximo al enfoque de Sófocles. (Y un tanto en disonancia con su presentación en otras escenas anteriores de Fenicias.)

Además de estos pasajes citados existen algunos versos sueltos que casi todos los editores del texto coinciden en atetizar como espúreos. En la edición de Murray son 28 versos rechazados como tales. Tanto estas interpolaciones menores como las más extensas son el producto de la estima que gozó la obra, durante siglos, con la incorporación al texto de pequeñas glosas y aclaraciones marginales. (En nuestra versión castellana ofrecemos entre paréntesis cuadrados tan sólo aquellos versos sueltos que atetizan la mayoría de estudiosos, y no los pasajes ya citados más amplios, cuya inautenticidad es objeto de consideraciones más subjetivas.)

3.            — El tema de las Fenicias coincide con el de LosSiete contra Tebas: el asedio de la ciudadela Cadmea por los argivos y el duelo fatal entre los dos hermanos, condenados por la maldición del airado Edipo. Pero mientras en Esquilo la tragedia forma parte de una trilogía de tema tebano como tercera pieza, y así cuenta con las dos anteriores para exponer los antecedentes de la saga de los Labdácidas, en Euripides es una pieza suelta, que ha de recurrir a otros medios para evocar todo el contenido de la fatídica historia familiar. Porque, como ya hemos dicho, Eurípides no renuncia a exponer con la mayor amplitud el cúmulo de desdichas que envuelven a la estirpe de Layo a través de las generaciones contaminadas por su delito. En ese sentido es toda la familia la que se precipita en la catástrofe trágica. No en vano es la enlutada Yocasta, abrumada por los desastres del pasado y angustiada por el amenazador presente, la que dice el prólogo; y es el lastimero Edipo el que da tono patético al final, partiendo al destierro, ciego y miserable, sin hijos y sin esposa. Son ellos, Yocasta y Edipo, quienes han sufrido todos los males, arruinados por la cadena miplacable de dolores, los más apropiados para enmarcar esta suma trágica de varios episodios.

Innovación de Eurípides es presentamos a Yocasta en vida, habitando el palacio a la par que el viejo y cegado Edipo; puesto que en la versión más tradicional del mito, la seguida por Sófocles, ella se suicidaba al enterarse de la personalidad real de Edipo, su hijo y esposo. Y también el que Edipo haya permanecido hasta la muerte de sus hijos en Tebas es una innovación.

Es cierto que ninguno de los caracteres de la obra asume el primer papel de héroe trágico; pero la ausencia de un protagonista central está compensada por la presencia de varias figuras de rasgos admirablemente dibujados. La escena del encuentro de Polinices con su madre y luego con Eteocles es otra de las innovaciones del poeta. El agón entre los dos hermanos resulta una de las mejores escenas del drama. Eurípides pinta a Eteocles como el tirano ávido del poder, dispuesto a cualquier crimen y violación para mantener su tiranía, como confiesa sin escrúpulos. Muy diferente, pues, del Eteocles esquileo, preocupado de proteger a su pueblo; es un egoísta dominado por la ambición, un ejemplo del político que no vacila en someter a peligros terribles a la polis con tal de mantenerse en el poder sin cuidarse de la justicia. Frente a él, Polinices es el exiliado que acude a reclamar su derecho al trono heredado y a la tierra patria. Tanto el coro como otros personajes insisten en la razón de las reclamaciones de Polinices. (Tal vez en la versión épica de la Tebaida se subrayaba ya este rasgo, que la versión de Esquilo desestimó, y Euripides aquí recupera.) Pero también él antepone su ambición a la suerte de Tebas.

En contraste con uno y otro, e incluso en contraste con la figura de Creonte, otro político, está Meneceo, el joven dispuesto al sacrificio para salvar a la ciudad. Es una de esas figuras de jóvenes heroicos —como Macaria en Los Heraclidas o Ifigenia en Ifigenia en Áulide— que el dramaturgo nos ofrece en oposición a los poderosos, movidos por la ambición política personal. Eteocles llega a exclamar: "¡Que se hunda toda la casa!" (y. 624), y Creonte: "¡No me importa la ciudad en sí!" (y. 919), mientras Meneceo se suicida dando su sangre al suelo ávido de compensación por la muerte del Dragón indígena. Antígona —aun si dejamos de lado su enfrentamiento a Creonte en la esticomitia que creemos añadida— es también una joven dispuesta a ofrecer su vida al acompañar a su padre en el exilio y la indigencia, en una decisión tanto más valiente cuanto que es una doncella tímida y recatada. Edipo, como él mismo reconoce, es una especie de sombra del héroe pasado, una figura fantasmal, víctima de un demon implacable.

Todos estos personajes forman un conjunto patético bien conocido a los espectadores. Su psicología está claramente trazada en las escenas del drama. El destino que aniquila la casa de Edipo se halla fatalmente insito en los propios caracteres.

4. — El tema tratado por Eurípides estaba ya poetizado épicamente en la Tebaida (s. vii a. C.), que sólo conocemos por resúmenes y breves fragmentos[5]. Luego Esquilo en sus Siete contra Tebas ofreció una versión trágica del asedio de la ciudad por los siete jefes argivos y del duelo fatídico entre los dos hermanos. Pero antes del tratamiento trágico exisrió uno lírico, que ahora conocemos en parte por un papiro de Lille (P. Lille 76) descubierto en 1974 y editado en 1976 por O. P. Ancher y C. Meiller. Con el título de "La réplica de Yocasta" aparece reeditado y comentado por J. Bollack, P. Judet y H. Wismann en Cahiers de Philologie, 2, 1977. La mayoría de los estudiosos lo atribuyen a Estesícoro como fragmento de un amplio poema, mientras Bollack y colaboradores prefieren no pronunciarse por un autor lírico determinado. En las líneas conservadas tenemos una propuesta de Yocasta para la reconciliación de Eteocles y Polinices, frente al funesto augurio de Tiresias que dice que perecerán los dos hermanos o la ciudad de Tebas. Es muy interesante que Yocasta juegue este papel que recuerda su intervención dramática en Fenicias, y que el viejo adivino cumpla su ya típica función dramática de agorero de desgracias. Bollack y otros destacan las diferencias entre el tratamiento lírico y el trágico (en especial, frente a

Fenicias,

Estructura del drama

El PRÓLOGO (1-201) está compuesto por dos escenas: el recitado inicial de Yocasta (vv. 1-87) que expone los antecedentes de la situación trágica, como es muy frecuente en otros prólogos de Eurípides; y el diálogo entre el Pedagogo y Antígona (vv. 88-201) en lo alto de los muros, mientras observan el movimiento de tropas enemigas que atacan la ciudad, una brillante escena con precedente épico en la teichoscopia del canto III de la Ilíada.

PÁRODO (202-260), en que el coro formado por mujeres fenicias explica su presencia en Tebas (enviadas desde Tiro al templo de Apolo en Delfos, de paso por Tebas se han visto detenidas por el asedio guerrero) y su interés afectivo en los destinos de la ciudad (por ser descendientes de la misma familia que a través del antiguo Cadmo dio origen a Tebas).

EPISODIO 1º (261-637). Entra Polinices, receloso, en la ciudad. Encuentro y coloquio con su madre Yocasta. Se presenta luego Eteocles (y. 446). Diálogo entre los hermanos y su madre, que no logra reconciliarlos. El enfrentamiento, en forma de típico agón, entre los dos hijos de Edipo sirve para definir mejor sus caracteres, y mostrarnos lo imposible de una solución pacifica al conflicto, como quería Yocasta, llevada por su afecto materno.

ESTÁSIMO 1º (638-696). El coro recuerda la leyenda de la fundación de Tebas: la muerte del dragón indígena apedreado por Cadmo y el origen de los Espartos.

EPISODIO 2º (697-783). Diálogo entre Eteocles y su tío Creonte, donde éste con sus consejos prudentes rectifica la impaciente estrategia del joven monarca, quien le confía el gobierno de la ciudad y el matrimonio de Antígona con Hemón en caso de perecer en el combate próximo.

ESTÁSIMO 2º (784-833). El coro evoca en su canto la oposición entre el dios de la guerra, el feroz Ares, y Dioniso, con sus gozos pacíficos y armoniosos. Alude a los prestigios y glorias pasadas de Tebas, ahora amenazada por el asedio.

EPISODIO 3º (834-1018). El viejo adivino Tiresias acude a dialogar, conducido por Meneceo, con Creonte. Tras un corto intento de evasión, Tiresias profetiza que la salvación depende del sacrificio de Meneceo. Creonte rehúsa ofrecer la vida de su hijo por la victoria de la ciudad. Mientras éste se retira, Meneceo informa al Coro de su decisión de suicidarse en beneficio de Tebas.

ESTÁSIMO 3º (1019-1066). El coro elogia la heroica determinación del joven, y alude de nuevo a la crueldad de la Esfinge y al fatídico destino de Edipo y su familia.

EPISODIO 4º (1067-1283). Un mensajero acude ante Yocasta para informarla de la muerte de Meneceo y del desarrollo posterior de la batalla al pie de los muros. Como Yocasta insiste en conocer hasta el fin la suerte de sus hijos, el Mensajero, a su pesar, cuenta que ambos van a enfrentarse en combate cuerpo a cuerpo. Yocasta llama a toda prisa a Antígona para que la acompañe, en un intento de detener la lucha mortífera entre los dos hermanos.

ESTÁSIMO 4º (1284-1307). El coro expresa en un patético y agitado canto su angustiado presentimiento y su compasión ante la catástrofe.

ÉXODO (1308-1766). Es el más largo de todos los de Eurípides —excediendo en longitud incluso al del Heracles— y contiene varias escenas distintas. La extraordinaria extensión ha podido resultar de los añadidos e interpolaciones de que ha sido objeto esta sección. (Prácticamente todos los estudiosos de la pieza lo han destacado, aunque difieran el número, mayor o menor, de los versos que consideran añadidos a la redacción original de Eurípides.) En cuanto a la falta de unidad de este éxodo —que, de acuerdo con la definición aristotélica es sencillamente la sección que va desde el último canto del coro al final del drama— puede explicarse, en cierto modo, por esas mismas interpolaciones. Podemos distinguir tres escenas: la entrada en escena de Creonte con el cadáver de Meneceo (vv. 1306-1334) (escena que algunos estudiosos consideran espúrea), el relato del Mensajero (1335-1484), y el diálogo, en parte lírico y en parte recitado, entre Antígona, Creonte y Edipo (1485-1766), que concluye la obra.

Esta última escena está separada de la anterior por la patética monodia de Antígona (1485-1538), a la que sigue la entrada en escena de Edipo (y. 1539). Si se acepta la atétesis de los vv. 1306-1334, Creonte vuelve a aparecer con los versos 1584 y sigs., para enfrentarse con Edipo y, sobre todo, con Antígona en un agón esticomítico (que recuerda el más célebre de la tragedia sofoclea), que queda enmarcado por los lamentos líricos anteriores y los posteriores (1710-1766), en los que el viejo sufridor Edipo y la joven princesa se disponen a partir al exilio.

ARGUMENTO

Eteocles, una vez que tomó el poder monárquico en Tebas, despoja de su turno a su hermano Polinices. Exiliado, éste se presentó en Argos y desposó allí a la hija del rey Adrasto, atesorando la ambición de regresar a su patria. Y, persuadiendo a su suegro, congregó un considerable ejército para llevarlo contra su hermano en Tebas. Su madre, Yocasta, le convenció para que, con un salvoconducto de tregua, entrara en la ciudad y dialogara antes sobre el poder. Al mostrarse furioso Eteocles en defensa de su tiranía, Yocasta no logró reconducir a la amistad a sus hijos, y Polinices abandonó la ciudad, dispuesto a presentarse en adelante como contendiente en la guerra.

Vaticinó Tiresias que la victoria sería para los tebanos, si el hijo de Creonte, Meneceo, se ofrecía como víctima en un sacrificio a Ares. Entonces Creonte se negó a ofrecer a la ciudad a su hijo, pero el joven tomó la decisión, aun cuando su padre le facilitaba la huida con dineros, de sacrificarse. Y así lo hizo. Luego los tebanos mataron a los jefes de los argivos. Eteocles y Polinices en combate personal se dieron muerte uno a otro. Entonces su madre, al encontrar muertos a sus hijos, se degolló, y el hermano de ella, Creonte, heredó el poder real.

Los argivos, derrotados, se retiraron de la batalla. Pero Creonte, rencorosamente, no devolvió los cadáveres de los enemigos caídos al pie de la muralla Cadmea para su sepultura, arrojó sin honras fúnebres a Polinices, y expulsó a Edipo como desterrado de su tierra patria, sin acatar en un caso la ley humana, y dejándose llevar en otro por la indignación y sin apiadarse ante el infortunio.

Son muy emocionantes las Fenicias por su carácter mágico. Pues queda muerto el hijo de Creonte que se suicida en la muralla en favor de la ciudad, mueren también los dos hermanos a manos el uno del otro, y Yocasta, su madre, se quita la vida sobre sus cadáveres; y perecen los argivos que hacían campaña contra Tebas; también queda expuesto sin tumba Polinices, y Edipo es desterrado de su patria y junto con él su hija Antígona. Además el drama tiene muchos personajes y está lleno de sentencias, numerosas y bellas.

ORÁCULO

Labdácida Layo, próspera progenie de hijos imploras. Engendrarás un hijo, pero esto te será a ti fatal: dejar la vida a manos de tal hijo. Así lo asintió

Zeus Cronída, atendiendo a las funestas maldiciones de Pélope, cuyo hijo raptaste. Él contra ti lanzó todas estas imprecaciones.

EL ENIGMA DE LA ESFINGE

Hay sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, con una sola voz, que es también trípode. Es el único que cambia de natural de cuantos vivientes habitan en tierra, por el aire y bajo el mar. Pero cuando camina apoyándose en más pies, es cuando el vigor de sus miembros resulta más débil.

SOLUCIÓN DEL ENIGMA

Escucha, aunque no quieras, malhadada musa de los muertos, mi voz, término de tus crímenes. Al hombre te referiste, quien, cuando se arrastra por el suelo, a poco de salir del vientre materno es niño cuadrúpedo, y al hacerse viejo apoya como tercer pie su bastón, mientras se encorva su cuello, abrumado por la edad.

Layo, que venía de Tebas, por el camino contempló a Crisipo, el hijo de Pélope. Enamorado de él pensó en llevárselo consigo a Tebas. Como éste se negaba a seguirle, Layo lo raptó, a escondidas de su padre. Después de mucho lamentarse por la pérdida de su hijo, él se enteró y al enterarse lanzó contra el raptor la maldición de que no engendrara hijos, o, si tal sucedía, que fuera asesinado por su descendiente.

ARGUMENTO DEL GRAMÁTICO ARISTÓFANES

Expedición de Polinices con los argivos contra Tebas y destrucción de los hermanos Polinices y Eteocles y muerte de Yocasta. El tema mítico está en Esquilo, en Los Siete contra Tebas, excepto la figura de Yocasta... siendo arconte Nausícrates... segundo fue Eurípides... dejó una pieza sobre este asunto. Respecto a eso también Enómao y Crisipo y... se conserva. El coro está formado por mujeres fenicias. Recita el prólogo Yocasta. El drama es hermoso también por sus cuadros escénicos, aun cuando resulta recargado. La escena de Antígona oteando [el campo enemigo] desde la muralla no forma parte de la acción dramática; y la de Polínices que viene a parlamentar para en nada; y la del final, de una lírica verbosa, de Edipo al partir al destierro, está añadida como un remiendo superfluo.

PERSONAJES

YOCASTA. / PEDAGOGO. / ANTÍGONA. CORO de Fenicias. / POLÍNICES. / ETEOCLES. / CREONTE. / TIRESIAS. / MENECEO. / MENSAJERO. / Otro MENSAJERO. / EDIPO.

La acción transcurre en Tebas, ante el Palacio Real.


YOCASTA. — (Enlutada, con el cabello rapado, la vieja Yocasta recita el prólogo)¡Oh tú que, entre los astros, por el cielo trazas tu senda, y montado en tu carro de planchas de oro, tras los raudos caballos volteas tu llama, Helios![6]. ¡Cuán infortunado rayo dejaste caer sobre Tebas el día aquel en que Cadmo llegó a este país al haber abandonado la marina tierra de Fenicia! Él fue quien, antaño, tras haber desposado a una hija de Ciprís, a Harmonía, engendró a Polidoro, del que dicen nació Lábdaco, y de éste, Layo. Yo me tengo por hija de Meneceo, y Creonte es mi hermano, y de la misma madre; y me llaman Yocasta, pues este nombre me impuso mi padre[7]

Layo me toma por mujer. Y cuando, tras largo tiempo de matrimonio, al encontrarse sin hijos en nuestro palacio, [15] va a interrogar a Febo y a pedirle la compañía de hijos varones para nuestro hogar, el dios le respondió: "¡Oh, soberano de Tebas de buenos caballos, no siembres el surco de hijos a despecho de los dioses! Porque, si [20] engendras un hijo, el que nazca te matará, y toda tu familia se cubrirá de sangre."

Pero él, dándose al placer y cayendo en la embriaguez[8], dejó en mí la simiente de un hijo. Luego de haberlo engendrado, al ser consciente de su falta y de la profecía del dios, [25] entrega el recién nacido a unos pastores a fin de que lo expusieran en el prado de Hera entre las peñas del Citerón, habiéndole atravesado los talones con unos punzones de hierr9o. Por ese motivo Grecia lo denominó Edipo[9]. Pero unos pastores de caballos del rey Pólibo lo recogieron, lo llevaron a su palacio y lo entregaron en manos de su [30] señora. Ésta acogió en su regazo al fruto de mis dolores y convenció a su esposo de que lo había dado a luz.

Cuando ya se hizo hombre, y aparecía en su mentón la rubia barba, bien porque se enterara él o informado por alguien, se puso en camino hacia la mansión de Febo, con la [35] intención de indagar quiénes eran sus padres, al tiempo que Layo, mi esposo, quien deseaba conocer si el niño expuesto vivía todavía. Y coincidieron ambos a la vez en Fócida, en la encrucijada del camino[10].

Entonces    le    ordena    el    cochero    de    Layo:

"¡Extranjero, échate a un lado y cede el paso a un rey!" [40] Mas él avanzaba caminando en silencio, orgulloso. Los caballos con sus cascos le tiñeron de sangre sus piernas. Por eso —¿por qué he de relatar lo que excede a mis desgracias?— el hijo mata al padre y, apoderándose de su carro, lo entrega a Pólibo, su padre adoptivo. [45]

Como la Esfinge con sus depredaciones asolaba la ciudad y mi esposo ya no vivía, mi hermano Creonte hace proclamar mi matrimonio. Quien resolviera el enigma de la astuta doncella, ése obtendría mi lecho. Sucede entonces que so mi hijo Edipo acierta las adivinanzas de la Esfinge, por lo que se instala como soberano de este país y recibe el cetro de esta tierra como premio a su victoria. Y toma por esposa a su madre, sin saberlo ¡infeliz!, como tampoco la que lo dio a luz sabe que se acuesta con su hijo. Doy a luz, de mi hijo, a dos varones: a Eteocles y al [55] ilustre y valiente Polínices; y a dos niñas: a una su padre le dio el nombre de Ismene, y a la otra, la mayor, la llamé yo Antígona.

Pero, al enterarse de que su enlace conmigo había sido una boda con su madre, Edipo, que había soportado todos los padecimientos, asesta a sus propios ojos un horrible aniquilamiento, ensangrentando con los dorados punzones de una fibula sus pupilas.

Y, apenas se sombreó de barba el mentón de nuestros hijos, ellos ocultaron bajo cerrojos a su padre, para que su 65 infortunio quedara olvidado, lo que requiere muchos trucos. Aún vive en el interior del palacio. Desvariando a causa de la desdicha, invoca sobre sus hijos las más impías maldiciones: que con el afilado hierro desgarren esta casa. [70] A ambos les invadió el temor de que los dioses dieran cumplimiento a las maldiciones, en caso de convivir juntamente, y de común acuerdo establecieron que el más joven, Polinices, se exiliara primero, voluntariamente, de esta tierra, y que Eteocles se quedara para detentar el cetro del país, [75] cambiando sus posiciones al pasar un año. Pero una vez que se estableció junto al timón de mando, él no abandona el trono, y expulsa, como desterrado de este país, a Polinices.

Éste se fue a Argos, emparentó políticamente con Adrasto, y, habiendo reunido un numeroso ejército de argivos, lo guía; y, presentándose ante estos mismos muros de siete12 [80] puertas , reclama el cetro paterno y su parte de tierras. Yo, tratando de resolver la discordia, he convencido a mi hijo de que acuda, bajo tregua, ante su hermano antes de apelar a la lanza. El mensajero enviado asegura que él vendrá. Con que, ¡oh tú, que habitas los luminosos repliegues del cielo, Zeus!, sálvanos, y permite el acuerdo entre mis [85] hijos. No vas a consentir, ya que[11]8 eres sabio, que un mismo mortal persista siempre en la desdicha. (Se retira hacia el interior del palacio. Aparece subiendo a la terraza el pedagogo, y, tras él, la princesa Antígona.)

PEDAGOGO[12]. — Antígona, glorioso retoño para este palacio de tu padre, ya que tu madre te ha permitido abandonar las habitaciones de las doncellas para subir al piso [90] superior de la casa a fin de que contemples el ejército de los argivos a ruegos tuyos, aguarda, para que escrute el terreno, no vaya a ser que nos surja en el sendero alguno de los  [95] ciudadanos, y se suscite un ruin reproche contra mí como esclavo y contra ti como princesa. Bien enterado voy a contarte todo cuanto vi y escuché de los argivos cuando fui a llevar las treguas a tu hermano de aquí allá y a traerlas de nuevo acá de su parte. Ahora ningún ciudadano se aproxima a este palacio. [100] Avanza paso a paso por la vieja escala de cedro. Observa el llano, a lo largo del curso del Ismeno y el manantial de Dirce. ¡Qué numeroso es el contingente de los enemigos!

ANTÍGONA. — Tiende, pues, tiende tu anciana mano [105] hacia la joven mía, desde esos escalones, ayudándome a alzar mis pies.

PEDAGOGO. — Toma, ágárrate, muchacha. Has llegado en el momento justo. Porque se pone en movimiento el ejército pelásgico[13] y se separan unos de otros en escuadrones. [110]

ANTÍGONA. — ¡Ah, soberana hija de Leto, Hécate![14] ¡Toda la llanura refulge cubierta de bronce!

PEDAGOGO. — Desde luego que no ha vuelto ruinmente a su tierra Polinices, sino con el fragor de numerosos corceles e innúmeras armas.

ANTÍGONA. — ¿Estarán los portones con cerrojos...? ¿Están las barras ligadas con bronce bien ajustadas a las construcciones pétreas de la muralla de Anfión? [115]

PEDAGOGO. — No temas. La ciudad mantiene con firmeza sus defensas. Con que mira quién es el primero del que quieres informarte.

12 El número legendario de siete puertas parece provenir del poema épico La Tebaida (s. yo). Se ha discutido si la ciudadela Cadmea poseía realmente tal número de portones en su muralla. Así, p. e., Wilamowitz sostenía que sólo habría tenido tres: el del N. E. (Puerta Prétida), para la nita hacia Calcis, el del Sur (P. Electra), hacia Platea y Atenas, y el del N. O. (P. Neista), hacia Lebadea. Los nombres de las Siete Puertas, así como los de los Siete Caudillos argivos que las atacan, ofrecen una coincidencia básica y divergencias en dos o tres casos, según los autores que los dan (EsQuiLo, S. T. 375 y sigs.; EuluPIDas, F. 1140 y sigs.; PAUSANIAS, IX.8.4; APOLODORO, Bibl. III 6, 6; EstAdo, Teb. VIII 353 y sigs.). (Más detalles sobre este punto en A. C. PEARSON, Euripidis Phoenissae, Cambridge, 1909, págs. 2 14-9, y DOS SANTOS AL VES, o. c., págs. 342-4.)

ANTÍGONA. — ¿Quién es ése del penacho blanco, que [120] avanza al frente del ejército blandiendo con ligereza en su brazo un escudo todo de bronce?[15]

PEDAGOGO. — Un jefe de escuadrón, señora...

ANTÍGONA. — ¿Quién, de dónde procede?

Aclárame, anciano, cómo se llama.

PEDAGOGO. — Ése se estima micénico por su linaje, [125] pero habita los pantanos de Lema, el soberano Hipomedonte.

ANTÍGONA. — ¡Ah, ah! ¡Qué soberbio, qué espantoso es su aspecto, parecido a un gigante nacido de la tierra; de ojos centelleantes, como en las pinturas, no semejante a la  [130] raza de los efímeros!

PEDAGOGO. — ¿No ves al que vadea el agua de Dirce?

ANTÍGONA. — Distinto, distinto es el estilo de su armamento. ¿Quién es ése?

PEDAGOGO. — Es el hijo de Eneo, Tideo, y alberga en su pecho el ardor guerrero de los

etolios. [135]

ANTÍGONA. — ¿Ése es el que, en una boda paralela, se ha casado, anciano, con una hermana de la esposa de Polinices? ¡Qué extraño el color de su armadura, semibárbaro!

PEDAGOGO. — Es que todos los etolios llevan el escudo [140] largo y son habilísimos lanzadores de sus picas.

ANTÍGONA. — ¿ Y tú, anciano, cómo sabes eso tan claramente?

PEDAGOGO. — He conocido los emblemas de sus escudos, que vi entonces, cuando fui a llevar las propuestas de tregua a tu hermano, y al contemplarlos reconozco a los que llevan tal armadura. [145]

ANTÍGONA. — ¿Quién es ése que cruza junto a la tumba de Zeto, de melena con bucles, de aterradora mirada, joven de aspecto, un jefe de tropas, porque le rodea una multitud armada en pos de él? [150]

PEDAGOGO. — Ese es Partenopeo, de la estirpe de Atalanta.

ANTÍGONA. — ¡Entonces, ojalá que Ártemis, que por los montes en compañía de su madre corre, le haga morir hiriéndole con sus flechas, a él que vino a destruir mi ciudad!

PEDAGOGO. — Que así sea, hija. Pero acuden a este país [155] con justicia. Lo que temo que, rectamente, tengan en cuenta los dioses.

ANTÍGONA. — ¿Dónde está el que nació de la misma madre que yo, en un aciago destino? Ah, queridísimo anciano, dime, ¿dónde está Polinices?

PEDAGOGO. — Aquél de allí, junto a la tumba de las [160] siete hijas de Niobe. Está colocado al lado de Adrasto.[16][17] ¿Lo ves?

ANTÍGONA. — Le veo desde luego; no claramente, pero veo de algún modo la silueta de una figura y un talle que parecen los suyos. ¡Ojalá que, como en la carrera de una volandera nube, pudiera con mis pies a través del aire llegar hasta mi hermano, y echarle mis brazos alrededor del [165] cuello queridísimo, después de tanto tiempo, al infeliz desterrado! ¡Cuán magnifico está con sus armas de oro, anciano, relumbrando como los rayos del sol en el alba!

PEDAGOGO. — Vendrá a este palacio, con el  [170] salvoconducto de la tregua, para llenar tu corazón de júbilo.

ANTÍGONA. — Y ése, anciano, ¿quién es? El que dirige con las riendas desde lo alto un carro blanco.

PEDAGOGO. — Ése es el adivino Anfiarao19, señora. Con él van las víctimas sacrificiales, torrentes de sangre gratos a [175] la tierra[18].

ANTÍGONA. — ¡Oh, hija de Helios de refulgente halo[19], Selene, resplandor de áureo circulo, qué serena y prudentemente maneja la vara al dirigir a los corceles! ¿ Y dónde está. el que lanza contra esta ciudad las terribles insolencias? [180]

contra Tebas vv. 375 y sigs. En Fenicias 1104-1140 se repite, en el relato del mensajero. Tal repetición es la razón básica para considerar espurio este segundo pasaje, que se supone interpolado para suplir la ausencia de la teichoscopia en representaciones tardías del drama.

PEDAGOGO. — ¿Capaneo? Aquél maquina las escaladas a las torres, calculando de arriba y abajo la altura de las murallas.

ANTÍGONA. — ¡Aaoh! ¡Némesis y truenos de Zeus de [185] hondo bramido, y calcinante resplandor de los rayos! Tú, en efecto, derribas la arrogancia humana. Ahí está ése, que con su lanza quiere ofrecer a las tebanas, como cautivas de guerra, a las micénicas, y a Lerna, donde con su tridente Posidón hizo brotar el agua para Amímona, envolviéndonos con la [190] esclavitud. ¡ Que jamás, jamás, oh soberana, vástago de Zeus, la de rizos de oro, Ártemis, haya de sufrir la servidumbre!

PEDAGOGO. — ¡Eh, hija, entra en la casa y quédate bajo su [195] techo en las habitaciones de las doncellas, en las tuyas, puesto que ya has satisfecho el anhelo de lo que deseabas contemplar! Que un tropel de mujeres, al insinuarse la confusión en la ciudad, avanza hacia el palacio real. El género femenino es de natural amante del chismorreo, y en cuanto consiguen [200] mínimos pretextos a sus charlas los aumentan mucho. Es un placer para las mujeres el no decir nada bueno unas de otras. (Antígona y el Pedagogo descienden y desaparecen de escena, mientras entran en la "orquestra" las Fenicias del coro.)

CORO. Estrofa 1ª: Dejando atrás la costa de Tiro he venido, desde la isla fenicia, como primicia del botín consagrada a Loxias, [205] esclava del templo de Febo, que se estableció allá al pie de las gargantas nevadas del Parnaso. A través del mar Jonio [210] he navegado mientras el remo batía las estériles llanuras en torno a Sicilia[20]cuando el Céfiro cabalgaba con sus ráfagas en el cielo, con primoroso rumor.

Antistrofa 2ª: Escogida en mi ciudad como el más hermoso presente [215] para Loxias, he llegado al país de los Cadmeos, enviada aquí, a estas torres del reino de Layo, de los ilustres Agenóridas[21], de mi misma raza. Igual que las estatuas [220] trabajadas en oro vine a parar en esclava al servicio de Febo. Pero aún me aguarda el agua Castalia para bañar la gala virginal de mis cabellos en las ceremonias rituales del dios. [225]

Epodo.: ¡Aaoh! ¡Resplandeciente peña, fulgor de doble cresta de fuego sobre las cimas báquicas de Dioniso, y tú, cepa que cada día derramas en continua eclosión la uva [230] arracimada, divinas cavernas del Dragón y montaraces atalayas de los dioses, y sagrada montaña que cubre la nieve! ¡Ojalá que, libre de temores llegue a formar el coro que da vueltas en honor del dios inmortal, junto a las cavidades del [235] ombligo terrestre, en dominios de Febo, dejando atrás la fontana de Dirce!

Estrofa 2º: Pero ahora, frente a mi, ante estos muros se presenta un furioso Ares para incendiar en sangre y llamas — ¡lo que [240] ojalá no consiga!— esta ciudad. Porque común es la  [245] congoja de los parientes, y si algo sufre esta tierra de las siete puertas, alcanzará también al país de Fenicia. ¡Ay! ¡Ay! ¡Común es la sangre, comunes los hijos nacidos de la cornuda lo! Sus penas me afectan a mí.

Antistrofa 2ª: [250] En torno a la ciudad una nube densa de escudos destelía, una imagen del combate mortero, que pronto Ares decidirá [255], aportando a los hijos de Edipo el castigo de las Erinias. ¡Oh Argos Pelásgico! Temo tu impulso guerrero y la decisión de los dioses. Pues no avanza a una injusta  [260] contienda el hijo que por las armas viene a recuperar su hogar. (Por la izquierda entra, vestido con toda su armadura, Polinices.)

POLINICES. Los cerrojos de los vigilantes de los portones se me abrieron sin dificultad para que viniera al interior de la muralla. Temo sin embargo, que, una vez que me tengan atrapado dentro de sus redes, no me dejen escapar [265] sin cubrirle de sangre. Por eso he de dirigir mi mirada a todas partes, por allí y por aquí, no sea que haya alguna emboscada. Con mi armadura y el puño en la espada voy a procurarme a mí mismo la garantía de mi audacia.

¡Eh! ¿Quién está ahi? ¿Es que vamos a asustarnos de un [270] ruido? Cualquier cosa, desde luego, se les hace temible a los audaces, cuando ponen pie en tierra enemiga. Confío, no obstante, en mí madre, y a la vez desconfío de ella que me [275] persuadió a acudir aquí bajo tregua. Pero ahí tengo un refugio: que ahi al lado están los hogares de un altar, y no está desierto el palacio. ¡Vamos! Dejaré en su sombría vaina mi espada y preguntaré a esas mujeres que están delante de la casa.

Extranjeras, decidme: ¿de qué patria habéis acudido a las viviendas de la Hélade?

CORIFEO. — Fenicia es la tierra patria que me crió, y los [280] hijos de los hijos de Agenor me enviaron aquí como ofrenda escogida del botín de guerra de Febo. Estaba a punto de remitirme el ilustre vástago de Edipo hacia el venerable oráculo y altar de Loxias, y en ese momento asediaron los argivos la [285] ciudad. Contéstame a cambio tú: ¿quién eres para penetrar así en la fortaleza de siete puertas de la tierra tebana?

POLINICES. — Mi padre es Edipo, el hijo de Layo, y me dio a luz Yocasta, hija de Meneceo. El pueblo de Tebas me [290] llama Polinices.

CORIFEO. — ¡Ah, pariente de los descendientes de Agenor, de mis reyes, por quienes fui enviada! De rodillas prosternándome te saludo, soberano, acatando la costumbre de mi patria. ¡Llegaste, al fin, a la tierra de tus padres! [295] ¡Aoh! ¡Aoh! ¡Acude, reina, ante la casa! ¡Haz abrir las puertas! ¿No escuchas, madre, que tu hijo está aquí? ¿Por qué tardas en atravesar las salas techadas y en echarle los [300] brazos a tu hijo?

YOCASTA. — Al oír vuestro grito fenicio, jóvenes, arrastro con mis ancianos pies un tembloroso paso. ¡Ay, hijo, por fin, al cabo de incontables días vuelvo a [305] ver tu rostro! Rodea mi pecho con tus brazos, dame la caricia de tus mejillas, y que el mechón negro de los rizos de tu melena venga a sombrear mi cuello. ¡Ay! ¡Ay! A duras [310] penas, contra toda previsión y de modo inesperado hete aquí entre los brazos de tu madre. ¿Qué voy a decirte? ¿Cómo recoger del todo, con mis manos y palabras la arremolinada alegría, danzando a tu alrededor por el gozo de [315] conseguir mis antiguos anhelos de felicidad? ¡Ay, hijo, vacía la casa paterna dejaste, al marcharte desterrado por la injuria de tu hermano! ¡Cuán anhelado por tus amigos, cuán [320] anhelado por Tebas! Por ese motivo he cortado mi cabello gris, llorando he cedido en señal de luto mi cabellera  [325] despojándome de peplos blancos, hijo mío, y los he trocado por estos andrajos oscuros y lúgubres. Y el anciano, desde que la  [330] pareja fraterna se desgajó del hogar alberga sin cesar el arrepentimiento cubierto de lágrimas. Se arrojó tras una espada para un golpe suicida, y trató de ahorcarse de una viga, [335] deplorando sus maldiciones sobre sus hijos. Entre incesantes aullidos de desesperación se esconde en las tinieblas.

Ya sé por oídas que tú, hijo mío, te has un ido ya en [340] matrimonio para tener el placer de fundar una familia.., en una tierra extraña y para conseguir una alianza con extranos, ¡cruel ofensa a tu madre y a la antigua estirpe de Layo! ¡Un matrimonio que atrae la destrucción! Yo ni siquiera alumbré para ti la luz de la antorcha ritual en las ceremonias [345] nupciales, como le toca a una madre feliz. El Ismeno contrajo el parentesco sin aportar la gala de sus aguas al baño de bodas, y a la entrada de la recién desposada en tu casa respondió sólo silencio en la ciudad de Tebas. [ 350] ¡Ojalá perezca todo esto, sea quien sea el culpable, el hierro, la discordia, tu padre, o el elemento demoníaco que se aposentó en la mansión de Edípo! Pues sobre mi han descargado las congojas de tantas desgracias.[355]

CORIFEO. — Terribles son para las mujeres los partos acompañados de dolores; y, sin embargo, todo el género de las mujeres ama los hijos.

POLINICES. — Madre, con decisión prudente, e imprudente, he acudido hasta mis enemigos. Que a todos obliga firmemente el amor a la patria. Y quien diga otra cosa, juega [360] con sus palabras, pero disimula su pensamiento. Mas estaba tan asustado y vine con tal temor, de que acaso alguna emboscada de mí hermano me diera muerte, que he cruzado por la ciudad volviendo mis miradas en derredor. Una sola [365] cosa me protege: la tregua y la confianza en ti, la que me hizo penetrar en la muralla patria. Muy lloroso he venido, al contemplar después de tanto tiempo las casas y los altares de los dioses, los gimnasios en los que me eduqué y el agua de Dirce. Yo, que injustamente fui apartado de aquí y habito una ciudad extranjera, manteniendo en mis ojos una fuente [370] de lágrimas. Conque ahora, ¡ dolor tras dolor!, te veo de nuevo, con la cabeza rapada y con vestidos negros, ¡ay de mi, de mis desgracias! ¡Cuán terrible es el odio, madre, entre las personas de una misma familia! [¡Y qué difíciles de superar [375] son tales rencillas!

¿Qué hace ahora mi anciano padre, en la casa, viendo sólo tinieblas? ¿Y qué mis dos hermanas? ¿Lloran tal vez, infelices, mi destierro’?

YOCASTA. — De forma cruel alguno de los dioses destruye la estirpe de Edipo. Porque empezó así: que yo:   [380] anormalmente tuviera un parto, y que en funesto trance me casara con tu padre y nacieras tú. Pero ¿a qué recordar eso? Hay que soportar lo que nos deparan los dioses. ¿Cómo preguntarte — temo lacerar de algún modo tu corazón— lo que deseo? Me embarga la ansiedad.

POLINICES. — Pues pregunta, no dejes nada sin cumplir. [385] Porque lo que tú quieras, madre, me resultará grato a mi.

YOCASTA. — Bien, te preguntaré primero lo que deseo saber. ¿Qué es el estar privado de la patria? ¿Tal vez un gran mal?

POLINICES. — El más grande. De hecho es mayor que lo que pueda expresarse.

YOCASTA. — ¿Cual es su rasgo esencial? ¿Qué es lo más [390] duro de soportar para los desterrados?

POLINICES. — Un hecho es lo más duro: el desterrado no tiene libertad de palabra[22].

YOCASTA. — Eso que dices es propio de un esclavo: no decir lo que piensa.

POLINICES. — Es necesario soportar las necedades de los poderosos.

YOCASTA. — También eso es penoso, asentir a la necedad de los necios.

POLINICES. — Pero en pos del provecho hay que esclavizarse contra el propio natural.

YOCASTA. — Las esperanzas alimentan a los desterrados, según el dicho[23].

POLINICES. — Los miran con buenos ojos, pero luego se der~oran

YOCASTA. — ¿Ni siquiera el tiempo pone en claro que son vanas?

POLINICES. — Contienen cierto encanto que dulcifica los daños.

YOCASTA. — ¿De qué comias, antes de encontrar con tu boda un sustento?

POLINICES. — Unas veces tenía para pasar el día, otras carecía de ello.

YOCASTA. — ¿Los amigos y huéspedes de tu

padre no te

POLINICES. —¡Ten éxito! Nada son los amigos, si uno cae en desgracia[24].

YOCASTA. — ¿Ni siquiera tu noble linaje te elevó a alta consideración?

POLINICES. — Es malo ser pobre. El linaje no me daba [405] de comer.

YOCASTA. — La patria, según se ve, es lo más querido a los mortales.

POLINICES. — No podrías precisar con nombres cuán querida resulta.

YOCASTA. — ¿Cómo llegaste a Argos? ¿Qué plan tenias?

POLINICES. — Le había dado Loxias a Adrasto cierto oráculo...[25].

YOCASTA. — ¿Cuál? ¿Qué es eso a lo que aludes? No [410] puedo entenderlo.

POLINICES. — Que con un jabalí y un león le convenía casar a sus hijas.

YOCASTA. — ¿Y a ti qué te tocaba del nombre de esas fieras, hijo?

POLINICES. — No lo sé. La divinidad me llamó a ese azar.

YOCASTA. — Sabio, en efecto, es el dios. ¿De qué modo lograste la boda?

POLINICES. — Era noche, y me presenté en el atrio de [415] Adrasto.

YOCASTA. — ¿Buscando un refugio para dormir, como un desterrado vagabundo?

TRAGEDIAS

POLINICES. — Así fue. Y entonces llegó otro desterrado

YOCASTA. — ¿Quién era? Sin duda que también era él un desdichado.

POLINICES. — Tideo, el que dicen que tuvo a Eneo por padre. [420]

YOCASTA. — ¿Por qué a vosotros luego Adrasto os comparó a fieras?

POLINICES. — Por la furia con la que nos enfrentamos por causa del cobijo.

YOCASTA. — Entonces el hijo de Tálao comprendió el oráculo.

POLINICES. — Y nos entregó a nosotros dos sus dos jóvenes hijas.

YOCASTA. — ¿Eres ahora feliz o desgraciado en tu matrimonio? [425]

POLINICES. — No tengo queja de mi boda hasta el día de hoy.

YOCASTA. — ¿Y cómo has convencido al ejército a que te siga hasta aquí?

POLINICES. — A los dos yernos Adrasto nos juró esto, (a Tideo y a mí, que él es mi cuñado): reinstaurarnos a ambos [430] en nuestra patria, y primero a mí. Numerosos jefes de los Dánaos y los Micénicos están ahí ofreciéndome su favor, amargo, pero necesario. Porque marcho en campaña contra mi ciudad. Pongo por testigos a los dioses de cuán a mi pesar he alzado la lanza contra mis más próximos familiares, [435] que lo quisieron. Con que a ti te atañe la disolución de estos males, madre, si consigues reconciliar a los hermanos de la misma sangre, para libramos de sufrimientos a ti y a mi y a toda la ciudad.

Aunque es sentencia desde antiguo muy celebrada, la repetiré: "Las riquezas son lo más preciado para los hombres y lo que tiene mayor efectividad entre las cosas humanas." Por eso es por lo que yo vengo aquí conduciendo incontables lanzas. Un noble en la pobreza no es nada[26].

CORIFEO. — Ved aquí a Eteocles que viene a parlamentar. Tarea tuya es, madre Yocasta, decir palabras que logren reconciliar a tus hijos. (Entra por la derecha Eteocles. Se dirige a Yocasta.)

ETEOCLES. — Madre, aquí estoy. He venido por complacerte. ¿Qué hay que hacer? Que quien sea comience su petición. Porque estaba ordenando en torno a las murallas las dobles filas de soldados y me he detenido para escuchar tus proposiciones de mediación entre los dos; por ellas he [450] aceptado que éste viniera tras los muros, ya que tú me persuadiste.

YOCASTA. — ¡Contente! La precipitación no garantiza, desde luego, la justicia, y los discursos lentos concluyen con mayor acierto. ¡Deja tu mirada terrible y los resoplidos de furia! Pues no contemplas la cabeza degollada de la [455] Gorgona[27]; contemplas a tu hermano que aquí ha venido. Y tú, por tu parte, Polinices, vuelve tu rostro hacia tu hermano. Dirigiendo tus miradas hacia el mismo objeto hablarás mejor y recibirás las palabras de él. A los dos quiero daros un sabio [460] consejo: Cuando un amigo irritado contra un amigo se encuentra en un lugar, que intercambie con las suyas sus miradas. A qué viene, eso sólo es lo que hay que atender, y no guardar memoria de ninguno de los daños del pasado. [465] La palabra, pues, es, en primer lugar, tuya, Polinices, hijo. Pues tú has venido conduciendo la expedición guerrera de los descendientes de Dánao, por haber sufrido injusticias, según afirmas. Que alguno de los dioses sea juez y conciliador de vuestros daños. [470]

POLINICES. — Sencillo es el relato de la verdad y no requiere además rebuscados comentarios. Porque los hechos mismos le dan oportunidad. En cambio el discurso injusto, al ser enfermizo de por sí, necesita de sabios medicamentos.

En cuanto a mí, antepuse en mi consideración sobre la casa de mi padre mi vida y la de éste, con el deseo de rehuir las [475] maldiciones que Edipo invocó en cierta ocasión contra nosotros. Me salí por mi propia decisión fuera de esta tierra, dejándole a éste ser rey en la patria por el plazo de un año, con la condición de que yo tomaría a mi vez el poder por turno y [480] así no incurriría en enemistad y rivalidad con él para hacer y sufrir cualquier mal, como suele suceder. Pero él, después de haber aprobado esto y de prestar juramento a los dioses, no hizo nada de lo que había prometido, sino que retiene él el poder real y mi parte de la herencia. Incluso ahora estoy [485] dispuesto, si recibo lo que es mío, a reenviar el ejército fuera de esta tierra, y a vivir en la casa familiar cumpliendo mi turno, y a cedérselo de nuevo a él por el mismo plazo; y a no anasar la patria ni aplicar a las torres los asaltos de las fm~nes escalas, lo [490] que, de no obtener justicia, trataré de conseguir. Como testigos de esto a los dioses invoco, de que en todo obro con justicia, y sin justicia estoy privado de mi patria, del modo más impío. Los hechos, uno a uno, madre, los he expuesto [495] resumiéndolos sin florituras retóricas, sino de forma ajustada tanto para los doctos como para los simples, según me parece.

CORIFEO. — A mí, si bien no he sido educado en tierra de griegos, sin embargo, me parece sensato, desde luego, lo que dice.

ETEOCLES. — Si a todos les pareciera la misma cosa buena y sabia a la vez, no existiría entre los hombres la [500] discordia de ambiguo lenguaje. Pero en realidad no hay nada idéntico ni ecuánime para los mortales, al margen de los nombres; de hecho no existe tal realidad. Conque yo, madre, hablaré sin ocultar nada. Llegaría hasta las salidas de los astros del cielo y bajaría al fondo de la [505] tierra, si fuera capaz de realizar tales acciones, con tal de retener a la mayor de las divinidades: la Tiranía[28]. Así, pues, ese bien, madre, no estoy dispuesto a cederlo a otro en lugar de conservarlo para mí. ¡Cobardía seria, en efecto, que uno, perdiendo lo más, recogiera lo menos! [510] Además de eso, me avergonzaría de que éste, que viene por las armas y devastando el país, consiguiera lo que pretende. Eso seria para Tebas un oprobio, si yo cediera mi cetro ante el terror de la lanza micénica para que él lo detentara [515]. Hubiera debido, madre, tratar él de conseguir la reconciliación sin acompañamiento de armas, ya que la palabra razonable lo conquista todo, al igual que puede someterlo el hierro de los enemigos. Conque si quiere vivir en este país de algún otro modo, ¡sea! Pero lo otro no lo voy a permitir [520] de buen grado; siéndome posible ejercer el poder, ¿voy a ser alguna vez esclavo suyo?

Ante esto, ¡venga el fuego, vengan las espadas, uncid los caballos, llenad la llanura de carros de guerra! Que no dejaré a éste mi poder real. Pues si hay que violar la justicia, [525] por la tiranía es espléndido violarla. En lo demás conviene ser piadoso.

CORIFEO. — No conviene hablar bien en favor de hechos no buenos. Pues eso no es hermoso, sino amargo para la justicia.[29]

YOCASTA. — ¡Oh hijo, no son males todo lo que aporta consigo la ancianidad, Eteocles! Sino que la experiencia tiene [530] algo que decir más sensato que los jóvenes. ¿Por qué te abandonas a la peor de las diosas, hijo mío, a la Ambición? ¡No, tú no! Es injusta esa divinidad. En muchas familias y en ciudades felices se introduce y acaba con la destrucción [535] de los que la albergan. Por ella cometes una locura. Es mejor lo otro, hijo mío, honrar la Equidad[30], que siempre a los amigos con los amigos, las ciudades con las ciudades y los aliados con los aliados une. Porque la equidad es garantía de estabilidad entre los hombres, mientras que contra el Más de continuo se alza como enemigo el Menos, y da comienzo [540] a los días de odio. Porque incluso las medidas y las unidades de peso entre los hombres las fijó la Equidad, y estableció la numeración. El ojo oscuro de la noche y la luz del sol ecuánimemente recorren el ciclo anual, y ninguno de ellos guarda, vencido, rencor al otro. Tanto el sol como la luna se someten en favor de los mortales[31] ¿y tú no vas a consentir en tener tu equitativa porción de la herencia y compartirla con éste? Entonces, ¿dónde está la justicia? ¿Por qué a la tiranía, una injusticia próspera, la estimas [550] en extremo y la consideras magnífica? ¿Porque te vean con grandes honores? Bien vano es. ¿Es que acaso quieres penar mucho con tal de tener mucho en tu palacio? ¿Qué es eso de más? Sólo un nombre. Puesto que lo suficiente para la vida les basta a los sensatos[32]. Por cierto que los mortales no adquieren los bienes [555] como propios; mientras los tenemos velamos por las propiedades de los dioses, y cuando lo desean, nos los arrebatan de nuevo. La prosperidad no es firme, sino efímera.

Mira, si yo, proponiéndote una doble oferta, te [560] preguntara cuál de las dos cosas prefieres: ser rey o salvar a la ciudad, ¿vas a decir que ser rey? ¿Y si te vence éste? ¿Y si las picas de Argos dominan a las lanzas cadmeas? Verás a esta ciudadela tebana sometida, verás a muchas doncellas [565] cautivas ultrajadas con brutalidad por los guerreros enemigos. Causa de dolores resultará la riqueza, la que tú anhelas conservar, para Tebas, y tú, ambicioso.

una oposición entre lo que está acordado por nómos y lo que es por phisis). Sin pudor ni reparos expresa su ambición de poder, dispuesto a traspasar todos los límites para obtener y retener la tiranía, incluso a costa de la destrucción de su ciudad. Eurípides conoce bien a este tipo de individuos sin escrúpulos ni moralidad, al político dominado por la ambición del poder.

Este pasaje fue, justamente, muy citado en la antiguedad. Cuenta CiCERÓN, De off III 21, 82, que el mismo Julio César gustaba de citar los versos 524-25 de este parlamento, traducidos al latin: "Nam si v¡olandum est jus. regnandí gratía violandum est: allis rebus pietatem colas."

Se ha señalado (cf. nota a. 1. de PEARSON) que los vv. 504 y sigs. son los únicos de la tragedia griega que han influido — a través de una versión literaria: la Jocasta de Gascoigne— en W. Shakespeare. (En unas frases de Hotspur en Enrique IV. 1,1. 3. En la traducción de J. M. Valverde del Teatro completo de W. SHAKESPEARE, Barcelona, 1967, 1. 1, páginas 1174-5.)

A ti eso te digo. Ahora te hablo a ti, Polinices. Irresponsables [570] favores te ofreció para captarte Adrasto, y de modo irrazonable has venido ahora tú con intención de arrasar la ciudad. Veamos, si conquistas esta tierra — ¡lo que ojalá no suceda, por los dioses!—, ¿cómo levantarás un trofeo a Zeus? ¿Cómo luego vas a iniciar los sacrificios de ritual, después de haber conquistado tu patria, y cómo dedicarás [575] los despojos a orillas del Inaco? ¿"Tras de pegar fuego a Tebas, Polinices a los dioses dedicó estos escudos"?

¡Que jamás, hijo mío, te sea concedido obtener ese tinte de gloria entre los griegos! Y si, por otra parte, eres vencido y escapas con vida de aquí, ¿cómo te presentarás en Argos dejando tras de ti diez [580] mil muertos? Habrá de seguro quien diga: "¡Funestas bodas nos impuso Adrasto! ¡Por el matrimonio de una sola mujer nos hemos

perdido!"

Te empeñas en dos males, hijo: verte privado de tus aliados o caer en medio de ellos. ¡Dejad ambos esos excesos, dejadlos! La inconsciencia [585] de dos personas, cuando coinciden en un mismo empeño, resulta la más odiosa desgracia.

CORIFEO. — ¡Oh dioses! ¡Acudid en rechazo de estos males, y conceded algún acuerdo a los hijos de Edipo!

ETEOCLES. — Madre, la disputa no es ya de palabras, y se gasta el tiempo que queda en medio en vano. Nada consigue tu buena voluntad. Pues no podemos ponernos de [590] acuerdo de otro modo sino en los términos dichos: que yo poseyendo el cetro sea el soberano de esta tierra. Desiste de tus largos consejos y déjame. Y tú, sal fuera de estos muros, o morirás.

POLINICES. — ¿A manos de quién? ¿Quién tan invulnerable, que de lanzar contra mí su espada asesina no vaya a [595] sufrir la misma suerte?

ETEOCLES. — A tu lado, no lejos de ti se halla... ¿Ves mis manos?

POLINICES. — Las miro. Pero la riqueza es cobarde y se apega a la vida.

ETEOCLES. — ¿Y por eso acudiste con muchos contra quien nada vale en el combate?

POLINICES. — Es mejor un caudillo seguro que uno au-[33]

ETEOCLES. — Jactancioso estás, fiado en las treguas que [600] te salvan de morir.

POLINICES. — ¡Y a ti! Por segunda vez reclamo el cetro y mi parte de tierra.

ETEOCLES. — No admito reclamaciones. Yo, desde luego, gobernaré mi casa.

POLINICES. — ¿Quedándote con más de tu parte...?

ETEOCLES. — Lo reconozco. ¡Aléjate del país!

POLINICES. — ¡Oh, altares de los dioses patrios!

ETEOCLES. — Que tú vienes a arrasar.

POLINICES. — ¡Escuchadme!

ETEOCLES. — ¿Quién va a oírte a ti que levas una [605] armada contra tu patria?

POLINICES. — Y templos de los dioses de blancos corceles...!

ETEOCLES. — Que te odian.

POLINICES. — Estoy expulsado de mi patria...

ETEOCLES. — Y ahora vienes a expulsar a otros...

POLINICES. — Con injusticia, dioses.

ETEOCLES. — En Micenas, no aquí, invoca a los dioses.

POLINICES. — Eres un impío...

ETEOCLES. — Pero no un enemigo de la patria, como tú.

POLINICES.             Quien       me      proscribe,

arrebatándome mi herencia [610]

ETEOCLES. — Y que te mataré además.

POLINICES. — ¿Ah, padre, oyes lo que sufro?

ETEOCLES. — Y oye también lo que haces POLINICES. — ¿Y tú, madre?

ETEOCLES. — No tienes derecho a nombrar la persona de tu madre.

POLINICEs. — ¡Oh, ciudad!

ETEOCLES. — ¡Vuélvete a Argos e invoca el agua de Lerna!

POLINICES. — Iré, no sufras. A ti, madre, te doy las gracias.

ETEOCLES. — ¡Sal de esta tierra!

POLINICES. — Me voy. Pero déjame ver a padre. [615]

ETEOCLES. — No vas a conseguirlo.

POLINICES.             Pues    a          nuestras           jóvenes hermanas.

ETEOCLES. — Tampoco a ellas las verás jamás.

POLINICES. —¡Ah, hermanas mías!

ETEOCLES. — ¿A qué llamarlas si eres su mayor enemigo?

POLINICES. — Madre, al menos a ti te deseo felicidad.

YOCASTA. — Pues sí que recibo gozos, hijo mío.

POLINICES. — Ya no soy hijo tuyo.

YOCA5TA. — En mucho soy desgraciada yo.

POLINICES. — Pues él es quien nos ultraja.

ETEOCLES, — Y que también recibe ultrajes. [620]

POLINICES. — ¿Dónde vas a ponerte, frente a las murallas?

ETEOCLES. — ¿Por qué me lo preguntas?

POLINICES. — Me voy a colocar enfrente para matarte.

ETEOCLES. — También a mí me domina ese ansía.

YOCASTA. — ¡Infeliz de mi! ¿Qué vais a hacer, hijos?

POLINICEs. — Los hechos lo mostrarán.

YOCASTA. — ¿Es que no vais a evitar las Erinias de vuestro padre?

ETEOCLES. — ¡Que se hunda toda la casa!

POLINICES. — ¡Qué pronto no estará ya ociosa mi [625] espada sanguinolenta! A la tierra que me crió y a los dioses pongo por testigos de que, despojado de mis honras, sufriendo pesares, me expulsan de mi tierra, como si hubiera nacido esclavo, y no hijo del mismo padre, de Edipo. Y si algo te ocurre a ti, ciudad, no me culpes a mí, sino a éste. Porque no vine por [630] gusto, y a mi pesar me echan de mi tierra. ¡Y tú, soberano Febo, patrón de las calles ciudadanas[34], y edificios, y compañeros de mi edad, y estatuas de los dioses que aceptáis los sacrificios, adiós! Porque no sé si me será posible saludaros de nuevo alguna vez. Pero aún no [635] duermen mis esperanzas, por las que confío, con la ayuda de los dioses, matar a éste y obtener el poder sobre esta tierra tebana.

ETEOCLES. — ¡Sal del territorio! Verazrnente te puso padre el nombre de Polinices[35] por inspiración divina, que es una invocación de discordias. (Abandonan la escena: Polinices regresa, por la izquierda, a su campamento. Eteocles y Yocasta vuelven al palacio.)

CORO.

Estrofa.: Cadmo de Tiro vino a este pais, y, dando cumplimiento [640] a una profecía, una indómita ternera se dejó caer en un brinco de sus cuatro patas allí donde el oráculo le [645] profetizaba poblar de casas las llanuras fértiles en trigo, por donde el curso de agua de un bello río recorre los campos de labranza, los campos herbosos ~ de surcos profundos bañados por Dirce. [650] Aquí a Bromio le parió su madre, tras sus bodas con Zeus, y al dios, aún niño de pecho, le cubrió la espalda en seguida la yedra envolvente, enroscada, coronándole con [655] sus ramajes verdes, umbrátiles, en signo de felicidad, motivo de la danza báquica para las doncellas tebanas y las mujeres que entonan el evohé ritual. Antistrofa.: Aquí había un sanguinario dragón de Ares, cruel guardián que vigilaba los acuáticos manantiales y los arroyuelos [660] verdosos con las escrutadoras miradas de sus inquietas pupilas. A éste, viniendo a por agua lustral, Cadmo le mató [665] con una piedra blanca, arrojándola con ímpetu mortal desde su brazo sobre la cabeza asesina del monstruo, Y por consejos de la divina Palas, nacida sin madre, arrojó sus dientes como simiente sobre los campos de profundo surco. [670] De ahí la tierra hizo brotar, alzándolos sobre las altas elevaciones de la comarca, un prodigio de guerreros armados. Pero con corazón de hierro la matanza de nuevo los reintegró a la tierra familiar, y empapó de sangre el suelo que los [675] había descubierto a los soplos soleados del aire puro. Epodo.: Ya ti, Épafo, vástago antiguo de nuestra antepasada lo, ¡oh nacido de Zeus! te invoco con mi grito bárbaro: ¡aaoh!, con mis súplicas bárbaras. ¡ Ven, ven a esta tierra! Por ti [680] tus descendientes la fundaron, y las dos diosas que se invocan a la vez, Perséfona y la querida Deméter, diosa soberana de todo, y la Tierra, nutridora de todo, la adoptaron [685] como propia[36]. ¡Envía a las diosas, portadoras de antorchas, protege esta región! Todo es fácil de lograr a los dioses. (Sale Eteocles acompañado de unos guardias.) ETEOCLES. — Ve tú y busca a Creonte el hijo de [690] Meneceo, hermano de mi madre Yocasta, para decirle lo siguiente. Que quiero consultar con él las decisiones familiares y las de interés común del país, antes de marchar a la batalla y ocupar mi puesto de combate. Aunque ahorra la fatiga de tus [695] pies su presencia; porque le veo que viene a mi palacio. (Entra Creonte.)

CREONTE. — Por muchas partes he ido con ansías de verte, soberano Eteocles, y he recorrido en círculo las puertas de los Cadmeos y los puestos de guardia en busca de tu persona. [700]

ETEOCLES. — También yo deseaba verte, Creonte. Pues he encontrado muy decepcionante el intento de reconciliación que concerté, al acudir a parlamentar con Polinices.

CREONTE. — He oído que él se considera superior a Tebas, confiado en su parentesco con Adrasto y en su ejército. [705] Pero hay que soportar eso dejándolo a la decisión de los dioses. Lo que ahora más apremia, es lo que he venido a decirte.

ETEOCLES. — ¿Qué es lo que hay? Ignoro tu mensaje.

CREONTE. — Tenemos prisionero a uno de los argivos.

ETEOCLES. — ¿Y qué novedad entonces cuenta de lo que allí pasa? [710]

CREONTE. — Que va a rodearnos, [con sus armas en torno a la ciudad de los Cadmeos, al pie de los muros], enseguida el ejército de los argivos.

ETEOCLES. — Entonces tendrá que hacer una salida armada la población de los Cadmeos.

CREONTE. — ¿Hacia dónde? ¿Es que, en tu ardor, no ves lo que debes ver?

ETEOCLES. — Al otro lado de estos fosos, para combatir de inmediato.[715]

CREONTE. — Pequeño es el contingente de esta tierra; y ellos, incontables.

ETEOCLES. — Yo sé que ellos son audaces en sus palabras.

CREONTE. — Tiene cierto prestigio Argos entre los griegos.

ETEOCLES. — No temas. En seguida llenaré la llanura de sus muertos.

CREONTE. — ¡Bien quisiera! Pero lo veo empresa de gran empeño. [720]

ETEOCLES. — Porque no voy a retener mi ejército dentro de la muralla.

CREONTE. — Con todo, la victoria entera estriba en un buen plan.

ETEOCLES. — ¿Quieres que considere ahora algunas otras tácticas?

CREONTE. — Sí, todas, antes de enfrentamos de golpe al peligro.

ETEOCLES. — ¿Y si de noche cayéramos sobre ellos en una emboscada?

CREONTE. — Bien, con tal de que, de fracasar, regreses [725] vivo de nuevo aquí.

ETEOCLES. — La noche ofrece igualdad, y apoya a los audaces.

CREONTE. — La derrota seria terrible en las tinieblas de la noche.

ETEOCLES. — ¿Y si cuando están cenando lanzo sobre ellos un ataque?

CREONTE. — Seria una sorpresa. Pero es preciso una victoria.

ETEOCLES. — El curso de Dirce, desde luego, es [730] profundo para la retirada.

CREONTE. — Cualquier cosa es peor que tomar firmes precauciones.

ETEOCLES. — ¿Y qué si lanzáramos la caballería sobre el ejército de argivos?

CREONTE. — Para eso está su ejército fortificado por un cerco de carros.

ETEOCLES. — ¿Qué voy entonces a hacer?

¿Entregar la Ciudad a los enemigos?

CREONTE. — Desde luego que no. Reflexiona, puesto [735] que eres inteligente.

ETEOCLES. — ¿Que previsión resulta, en efecto, más inteligente?

CREONTE. — Dicen que siete de sus hombres, según he oído yo...

ETEOCLES. — ¿Qué les han encomendado hacer? Breve es la fuerza.

CREONTE. — Capitanearán los escuadrones para atacar las siete puertas. [740]

ETEOCLES. — ¿Qué vamos a hacer, pues? No voy a aguardar el cerco.

CREONTE. — Elige siete hombres también tú contra ellos en las puertas.

ETEOCLES. — ¿Para dirigir tropas o para un combate personal?

CREONTE. — Con tropas, prefiriendo a los que sean más bravos.

ETEOCLES. — Comprendo. Para impedir la

escalada de los muros. [745]

CREONTE. — Y compañeros de mando. Un solo hombre no lo ve todo.

ETEOCLES. — ¿Prefiriéndolos por su audacia o por su inteligencia?

CREONTE. — Por lo uno y lo otro. De nada vale cualquiera de las dos sola.

ETEOCLES. — Así sea. Acudiendo a las siete torres de la ciudad dispondré los jefes junto a sus puertas, como aconsejas [750], oponiéndoles iguales a los de los enemigos. Decir el nombre de cada uno seria larga demora, cuando[37] los enemigos se encuentran al pie de los mismos muros Así que me voy, a fin de no dejar ocioso mi brazo, y ojalá logre encontrar a mi hermano frente a frente y trabando [755] combate con él derribarlo con mi lanza y matarlo, a él que vino a destruir mi patria.

En cuanto a la boda de mi hermana Antígona y tu hijo Hemón, si acaso yo caigo abandonado de la fortuna, a ti te toca cuidar de ella. La promesa de dote de antes te la confirmo ahora a punto de partir. Eres hermano de mi madre. [760] ¿A qué hay que alargar la conversación? Manténla de un modo digno de ti y por favor hacía mí. Mi padre demostró su insensatez contra sí mismo, al dejar ciega su vista. No le aprecio demasiado. A nosotros con sus maldiciones, si [765] puede, va a matarnos.

Sólo una cosa nos queda por cumplir: ver si el augur Tiresias tiene algo que decirnos, y escucharle. Yo enviaré a tu hijo Meneceo, del mismo nombre que tu padre, para que escolte aquí a Tíresias, Creonte. Contigo, en efecto, vendrá [770] amable al coloquio; pero yo censuré cierta vez el arte adivinatorio ante él y guarda resquemores contra mí.

A la ciudad y a ti esto os encomiendo, Creonte, si se [775] impone nuestra causa, que el cadáver de Polinices jamás sea sepultado en este suelo tebano, y que quien trate de enterrarlo perezca, aunque sea alguno de nuestros allegados. (A ti te lo he dicho. Me dirijo ahora a los criados.)

¡Sacad mis armas y todo el arnés de combate, para [780] encaminarnos ya al certamen de lanza que nos aguarda, al lado de la justicia que la victoria aporta! A la Precaución, la más benéfica de los dioses[38], dirijamos nuestros ruegos de que salve a esta ciudad.

CORO.

Estrofa. [785] ¡Ah, muy pesaroso Ares! ¿por qué ahora nos sumerges en sangre y muerte, marginado de las fiestas de Bromio? No despliegas entre los hermosos coros coronados de las jóvenes muchachas tu melena ni modulas tu canto al son de las flautas, mientras las Gracias acuden formadoras de danzas. Sino que en compañía de guerreros armados, inspirando al ejército de los argivos furor de sangre contra Tebas [790], avanzas al frente de un coro absolutamente hostil a las flautas.

No en el torbellino enloquecido por el tirso, cubierto de pieles de corzo, sino avanzando con carros y al cuádruple paso de solípedos caballos guiados por riendas te abalanzas sobre los ribazos del Ismeno, inspirando a la raza de [795] los Espartos furor contra los argivos, engalanando de bronce el armado tropel de portadores de escudos que se enfrenta al pie de los muros de piedra.

¡Cuán terrible diosa es ésta de la Discordia, que planeó [800] tales calamidades contra los reyes de este país, los muy pesarosos Labdácidas!

Antistrofa.: ¡Oh valle boscoso de muy divino follaje, repleto de animales agrestes, gala de Ártemis, Citerón criadero de nieve, jamás hubieras debido criar al abandonado a la muerte, al parto de Yocasta, a Edipo, el niño expulsado de su hogar, [805] marcado por los punzones de oro! ¡Ojalá que nunca la doncella alada, el monstruo montaraz de la Esfinge, azote de este país, hubiera llegado con sus cantos absolutamente hostiles a las musas! Ella, que antaño, embistiendo con las garras de sus cuatro patas a la gente nacida de Cadmo sobre estos muros, se los llevaba hacia la luz inaccesible del éter; ella, a la que había enviado el subterráneo Hades [810] conira los Cadmeos. ¡Y otra fun esta querella ha brotado entre los hijos de Edipo en el palacio y la ciudad! Ciertamente, lo que no nació bueno nunca será bueno, ni tampoco los hijos [815] concebidos en contra de la ley, manchados por la sangre parricida, de una madre que frecuentó el lecho de su propio hijo.

Epodo.: Engendraste, oh Tierra, engendraste antaño, según me enteré una vez en mi país natal a través de noticias extrañas, una estirpe surgida de los dientes de un dragón, [820] devorador de animales, de cresta roja, gloriosa pesadumbre de Tebas. Y, en tiempos, a las bodas de Harmonía acudieron los Uránidas; y los muros de Tebas y su baluarte al son de la forminge y de la lira de Anfión se alzaron en un paso [825] entre los dos ríos gemelos, por donde Dirce baña delante del Ismeno la herbosa llanura. E lo, la cornígera abuela, dio nacimiento a los reyes de los Cadmeos. Trocando mil [830] venturas con otras mil esta ciudad se ha alzado hasta las altas coronas de Ares[39]. (Entra por la derecha Tiresias, conducido por su joven hija y por Meneceo.)

TIRESIAS. — Guíame adelante, hija. Porque para mi cíego [835] pie tú eres su ojo, como la estrella para los navegantes. Lleva ahí por suelo liso mi paso y ve por delante, no vayamos a tropezar. Débil está tu padre. Guárdame en tu mano de muchacha las suertes que he tomado al estudiar los [840] augurios de las aves en mi sagrado sitial, donde hago mis profecías[40]

Joven Meneceo, hijo de Creonte, dime cuánto camino por la ciudad me queda hasta llegar ante tu padre. Porque flaquean mis rodillas y marchando con paso premioso, a duras penas avanzo. [845]

CREONTE. — ¡Animo, que junto a tus amigos, Tiresias, arriba a puerto tu marcha! Sosténle, hijo. Pues tanto el niño pequeño como el pie del anciano aprecian para afirmarse el apoyo de una mano familiar.

TIRESIAS. — Bueno, ya estamos aquí. ¿Por qué me llamas con urgencia, Creonte? [850]

CREONTE. — No me he olvidado aún del motivo. Mas recupera tus fuerzas y recobra tu aliento, que ya has alcanzado la cima del camino.

TIRESIAS. — Cierto que estoy abrumado por la fatiga, porque he sido transportado ayer hasta aquí por los Erecteidas. Pues también en su tierra había una guerra con [855] Eumolpo, de la que yo hice vencedores a los Cecrópidas. Y esta corona de oro, como ves, la llevo tras haberla recibido como primicia sobre el botín enemigo.

CREONTE. — Como un augurio acabo de apreciar esa corona tuya de victoria[41]. Porque estamos en medio de la tormenta, como conoces tú, frente a las lanzas de los hijos [860] de Dánao, y grande es el combate de Tebas. El rey, en efecto, Eteocles, ya ha salido revestido con sus armas contra la fuerza micénica. A mí me ha designado para saber de ti lo que hemos de hacer precisamente para salvar la ciudad.

TIRESIAS. — Si fuera por Eteocles, cerrando la boca me [865] guardaría mis profecías. Pero a ti, ya que deseas conocerlas, te las voy a decir. Hace ya tiempo que esta tierra está contaminada, Creonte, desde que engendró hijos Layo a despecho de los dioses y dio el ser al desdichado Edipo, esposo de su madre. Las sanguinolentas desgarraduras de sus ojos [870] son un testimonio de la sabiduría de los dioses y un ejemplo para Grecia. Al tratar de ocultarlo en el paso del tiempo los hijos de Edipo — ¡como si fueran entonces a escaparse a los dioses! — cometieron un necio error. Pues, al no conceder a su padre los honores debidos y negarle la salida, [875] enfurecieron al desventurado. Exhaló entonces contra ellos maldiciones tremendas, sufriendo por los dolores y además los ultrajes. ¿Qué fue lo que yo no hice, qué palabras no dije, para incurrir en el odio de los hijos de Edipo?

Cerca anda la muerte, por propia mano, de uno y otro, [880] Creonte. Numerosos cadáveres caídos en montón sobre cadáveres, en la confusión de dardos argivos y cadmeos, procurarán amargos sollozos a la tierra tebana. Y tú ¡oh, infeliz [885] ciudad! serás devastada, a no ser que alguien se deje persuadir por mis palabras. Es que aquello era primordial, desde luego: que de los hijos de Edipo ninguno fuera ciudadano ni rey del país, porque un demon los posee y van a destruir la ciudad. Una vez que el mal se ha impuesto sobre [890] el bien, hay un único recurso de salvación. Pero, puesto que decirlo es peligroso para mí y es cruel para quienes el destino ha designado para ofrecer a la ciudad el remedio de salvación, me voy. ¡Adiós! Que como uno entre muchos lo que [895] suceda, si es preciso, lo soportaré. ¿Cuál será mi dolor?[42]

CREONTE. — ¡Detente, anciano!

TIRESIAS. — No me retengas.

CREONTE. — Espera, ¿de qué escapas?

TIRESIAS. — Es tu destino, y no yo...

CREONTE. — Declara a los ciudadanos y a la ciudad su salvación.

TIRESIAS. — Tú lo quieres, y sin embargo pronto no lo querrás. [900]

CREONTE. — ¿Pues cómo no voy a querer salvar la tierra patria?

TIRESIAS. — ¿Quieres oírlo, de verdad, y mantienes tu empeño?

CREONTE. — ¿En qué otra cosa habría de interesarme más?

TIRESIAS. — Vas a oír ya mis vaticinios. Pero, primero, [905] quiero conocer claramente este otro punto: ¿Dónde está Meneceo, que me condujo aquí?

CREONTE. — Él no anda lejos, está a tu lado.

TIRESIAS. — Que se aleje entonces, a distancia de mis predicciones.

CREONTE. — Como que es hijo mío mantendrá en silencio lo que haya que callar.

TIRESIAS. — ¿Quieres de seguro, que te hable en su presencia?

CREONTE — Sin duda va a alegrarse al oír el medio de [910] salvamos.

TIRESIAS. — Escucha entonces, pues, la senda de mis predicciones, Leso que, si lo hacéis, salvaréis a la ciudad de los Cadmeos. Debes sacrificar a este Meneceo[43] en favor de la patria, a tu propio hijo, ya que tu eres el que invoca al destino

CREONTE. — ¿Qué dices? ¿Qué sentencia acabas de [915] pronunciar, anciano?

TIRESIAS. — Lo que está fijado, eso es necesario que tú lo cumplas.

CREONTE. — ¡Ah, cuán muchos males has dicho en un corto momento!

TIRESIAS. — Para ti si, pero para la patria son palabras grandes y salvadoras.

CREONTE. — ¡No lo oi, no lo he escuchado! ¡No me importa la ciudad en sí!

TIRESIAS. — Este hombre ya no es el mismo. Ahora se [920] vuelve atrás.

CREONTE. — ¡Vete en paz! Porque no necesito tus profecías.

TIRESIAS. — ¿Has perdido la verdad, porque a ti te trae desdicha?

CREONTE. —- ¡Ah! Por tus rodillas y por tu cabello cano...

TIRESIAS. — ¿Qué me suplicas? ¿Ruegas

irremediables desgracias? [925]

CREONTE. — ¡Calla! Por la ciudad no digas esas palabras!

TIRESIAS. — ¿Me conminas a cometer una injusticia? No podemos callamos.

CREONTE. —- ¿Qué vas entonces a hacerme? ¿Darás muerte a mi hijo?

TIRESIAS. — Eso será asunto de otros, mío es el decirlo.

CREONTE. — ¿Pero, por qué cayó sobre mí y mi hijo esta desdicha? [930]

TIRESIAS. — Con razón me interrogas y te avienes a la discusión. Es preciso que, sobre las cavernas donde el terrígeno Dragón se estableció como vigilante de los manantiales de Dirce, éste sea degollado y ofrezca su sangre victimada a la tierra como libaciones de Cadmo, por causa de [935] los antiguos rencores de Ares, que exige venganza por la muerte del terrigena dragón. Y con hacer esto adquiriréis como aliado a Ares. Si el suelo recibe a cambio de su fruto otro fruto y a cambio de su sangre sangre humana, tendréis [940] a la tierra favorable, la que antaño para nosotros hizo brotar la mies de los Espartos de áureos cascos. Ha de morir un joven de este linaje que ha nacido de la quijada del dragón. Y tú aquí, entre nosotros, eres el único resto puro de la estirpe de los Espartos, por parte de madre y de antepasados [945] varones, tú y tus hijos. Es así que las bodas de Hemón impiden su sacrificio, porque no es soltero; aunque no haya llegado al lecho nupcial, sin embargo tiene ya una esposa prometida. Pero este otro muchacho, ofrecido a esta ciudad, podría salvar con su muerte a esta su tierra patria. E [950] impondrá un amargo regreso de Adrasto y los argivos, alzando sobre sus ojos la negra sombra de la muerte, y la gloria de Tebas. De entre esos dos destinos escoge uno. Salva, pues, a tu hijo o a la ciudad.

En lo que de mi depende, todo lo sabes. Guiame, hija, hacía la casa. Quien se dedica al arte de los presagios, pierde su vida. Sí se da el caso de que anuncia dolores se hace [955] odioso a aquellos a los que pronostica los augurios. Y si dice mentiras por piedad hacia quienes le consultan viola los preceptos de los dioses. ¡Sólo Febo debiera dar oráculos a los humanos, él que no tiene temor a ninguno! (Tiresias sale acompañado por su hija.)

CORIFEO. — Creonte, ¿por qué callas, dejando atónita tu voz? El caso es que también a mi me domina no menos la conmoción.

CREONTE. — ¿Qué puede uno decir? Está clara mí respuesta. Porque jamás yo llegaré a tal extremo de desdicha que, sacrificando a mi hijo, lo ofrezca a la ciudad. En la [965] vida de todos los hombres hay amor a los hijos y ninguno ofrecería a su propio hijo para la muerte. Que nadie venga a elogiarme después de matar a mis hijos. Yo mismo —que me encuentro en la plenitud de la vida— estoy dispuesto a morir por salvar a la patria. Pero, vamos, hijo, antes de que lo sepa toda la ciudad, [970] sin hacer caso de los irresponsables vaticinios de los augures, escapa lo más rápido posible y aléjate de esta tierra. Pues va a comunicarlo a los magistrados y jefes de tropas (y a los comandantes, recorriendo las siete puertas). Si nos [975] damos prisa, tienes salvación; si nos retrasamos, estamos perdidos, monras.

MENECEO. — ¿Adónde voy a huir? ¿A qué ciudad? ¿Hacia qué huésped?

CREONTE. — Allí donde estés más lejos de esta tierra.

MENECEO. — Bien será que tú me aconsejes, y yo lo cumpla. [980]

 CREONTE. — Cruza por Delfos.

MENECEO. — ¿Adónde he de dirigirme, padre?

CREONTE. — Hacia el país de los etolios.

MENECEO. — ¿Y de éste adónde marcharé?

CREONTE. — A la región tesprótide.

MENECEO. — ¿A los sagrados terrenos de Dodona?

CREONTE. — Lo has comprendido.

MENECEO. — ¿Y por qué este santuario me dará protección?

CREONTE. — La divinidad será tu guía de viaje.

MENECEO. — ¿Cuál será mi recurso de riqueza? [985]

CREONTE. — Yo te procuraré oro.

MENECEO. — Tienes razón, padre. Ve, pues. Que yo me llegaré hasta tu hermana, cuyo pecho me nutrió en un comienzo, me refiero a Yocasta, cuando estaba privado de madre y desamparado como huérfano[44]. Voy a despedirme [990] de ella y a salvar mi vida. Con que, venga, vete. Que no haya obstáculos por tu parte. (Creonte sale y Meneceo se dirige al Coro.)

Mujeres, qué bien he disipado el espanto de mi padre, engañándole con mis palabras, para conseguir lo que quiero. Él me envía fuera, despojando a la ciudad de su fortuna, y me entrega a la ruindad. Cierto que es excusable en un [995] viejo; pero mí aceptación no tiene perdón, si me hago traidor a la patria que me dio el Ser. Como ahora podéis advenir, me voy para salvar a la ciudad y ofrecer mi vida para morir en favor/honor de este país. ¡Sería, si, vergonzoso! ¿Los no obligados por oráculos y no alcanzados por la fatalidad divina no van a vacilar en [1000] morir firmes en pie con el escudo, luchando ante las torres en defensa de la patria; y yo, abandonando a mi padre y mi hermano y mi ciudad, como un cobarde me voy a ir lejos de esta tierra? Donde quiera que viva, seré considerado un ser [1005] ruín.

¡No por Zeus, que reside entre las estrellas, y por el sanguinario Ares, quien estableció antaño a los Espartos surgidos de la tierra soberanos de este país! Sino que me voy, y sacrificándome sobre la cresta de la [1010] muralla, derramaré mi sangre sobre el recinto cavernoso consagrado al Dragón, donde lo aconsejó el augur, y liberaré al país. Queda dicho mí pensamiento. Me pongo en camino, para ofrecer un presente de muerte no indigno a esta ciudad. Y apartaré a este país de la postración. Si tomando cada uno a su cargo todo el bien que [1015] pudiera lo llevara hasta su cumplimiento y lo aportara al bien común de la patria, las ciudades experimentarían muchos menos daños y gozarían en el futuro de felicidad.

CORO

Estrofa.: ¡ Viniste, viniste, alígera, parto de la tierra y de la [1020] infernal Equidna, raptora de Cadmeos, muy destructiva, muy lamentable, mitad doncella, monstruo asesino, con alas frenéticas y garras ávidas de carne! [1025] La que antaño, de los terrenos de Dirce, arrebatando por los aires a los jóvenes, con un canto lúgubre, y como Una funesta Erinis traías, traías angustias de sangre a su [1030] Patria. Sanguinario era entre los dioses el que decidió tales hechos. Los chillidos de las madres, los chillidos de las doncellas [1035] llenaban de sollozos las casas. Un quejumbroso grito, un quejumbroso planto sollozaba alguien por aquí, otro [1040] por allá, con responsiones a lo largo de la ciudad. Era semejante a un trueno el lamento y el clamor cuando la alada doncella hacía desaparecer a otra persona.

Antistrofa.: Al cabo del tiempo, vino de acuerdo con los mandatos [1045] délficos Edipo el desdichado a esta tierra de Tebas, entonces como motivo de alegría, mas luego de pesares. Porque, al [1050] salir victorioso de los enigmas, infeliz, con su madre las bodas malditas contrae y mancha a la ciudad. Y en la carrera de crímenes de sangre toma su turno al arrojar a un odioso enfrentamiento con sus maldiciones a sus hijos, ¡desgraciado! [1055] Admiramos, admiramos al que avanza hacia su muerte por salvar a la tierra de su padre, dejando sollozos a Creonte, pero con la intención de imponer coronas de victoria al recinto de siete torres de esta tierra. [1060] ¡Ojalá que fuéramos así madres, ojalá tuviéramos nobles hijos, querida Palas, tú que vertiste la sangre del Dragón de un tiro de piedra, al impulsar al preocupado Cadmo [1065] a la acción! De ahí luego se precipitó sobre este país, por impulso de los dioses, otra calamidad. (Sale el mensajero.)

MENSAJERO. — ¡ Ohe! ¿Quién hay en las puertas de palacio? ¡Abrid! ¡Haced salir a Yocasta de la casa! ¡Ohé, otra vez! ¡Con gran tardanza, pero al fin! (La puerta se abre. Aparece Yocasta.) [1070] ¡Sal y escucha, ilustre esposa de Edipo, dejando tus lamentos y apenados llantos!

YOCASTA. — ¡Ah excelente amigo! ¿No vendrás a traerme la noticia de la muerte de Eteocles, tú que junto a su escudo te mantienes siempre protegiéndolo de los dardos de los enemigos? (¿Qué nuevo mensaje vienes a anunciarme?) [1075] ¿Ha muerto o vive mi hijo? Indícamelo.

MENSAJERO. — Vive, no tiembles por eso; que te voy a librar de tu terror.

YOCASTA. — ¿Qué, pues? ¿Cómo está el recinto de siete torres?

MENSAJERO. — Se mantiene incólume, y no ha sido tomada la ciudad.

YOCASTA. — ¿Estuvo en peligro bajo la lanza argiva? [1080]

MENSAJERO. — En peligro inminente. Pero Ares de los Cadmeos alzóse por encima de la micénica lanza.

YOCASTA. — Dime, por los dioses, una cosa: si sabes algo de Polinices. Que eso me inquieta también, si ve la luz.

MENSAJERO. — Vive la pareja de tus hijos hasta este [1085] momento.

YOCASTA. — ¡Que seas feliz! ¿Pero cómo habéis rechazado la embestida de los argivos lejos de las puertas en el asedio de los muros? Dímelo, para que entre en el palacio y conforte al anciano ciego con el gozo de que se ha salvado este país.

MENSAJERO. — Una vez que el hijo de Creonte, el que [1090] ha muerto por salvar al país, erguido en lo alto de la muralla se traspasó la garganta con su negra espada, salvadora de esta tierra, tu hijo distribuyó siete escuadrones y siete capitanes en las siete puertas, como centinelas contra el ataque argivo; y como refuerzos de defensa añadió jinetes junto a [1095] los jinetes y hoplitas junto a los otros portadores de escudo, Para que en cualquier punto débil de la muralla hubiera al momento un apoyo de lanzas. Desde lo alto de las almenas vejamos al ejército argivo dejar atrás Teumeso; y hasta [1100] llegar junto al foso, lanzarse a la carrera contra la fortaleza de la Cadmea. El peán y las trompetas resonaban a la vez, por su lado y por el nuestro desde los muros[45]. Y el primero en conducir contra la puerta Neista un [1105] pelotón erizado con continuos escudos fue Partenopeo, el hijo de la Cazadora, que llevaba en el centro de su escudo el emblema familiar: Atalanta con sus certeras flechas matando al jabalí de Etolia. [1110] Contra la puerta Prétída avanzaba llevando víctimas sobre su carro el adivino Anfiarao, sin ostentar ningún signo de violencia, sino, prudentemente, con armas sin emblemas. Contra el portón de Ogigia se encaminaba el soberano Hipomedonte, que como emblema tenía en medio de su [1115] escudo al vigilante Argos con los ojos pintados por todo el cuerpo, unos ojos que se abrían a la salida de los astros, y otros que se cerraban a su puesta, como después de muerto él pudo observarse. Ante la puerta Homoloide mantenía su formación Tideo, [1120] llevando sobre su escudo la piel de un león con la melena erizada. En su emblema, el Titán Prometeo en la diestra enarbolaba una antorcha como para pegar fuego a la ciudad. Tu hijo Polinices contra la puerta Crenea conducía el bélico [1125] furor. Sobre su escudo, como emblema, se encabritaban las yeguas de Potnías desbocadas de pánico, que de algún modo se podían voltear en sus goznes desde dentro por el mismo asidero del escudo, de modo que parecieran moverse enloquecidas. En furia no inferior a Ares, Capaneo concennaba su escuadrón sobre la puerta Electra. En las figuras [1130] forjadas de hierro de su escudo mostraba un gigante hijo de la tierra levantando sobre sus hombros una ciudad entera que había desgajado con palancas de sus mismos cimientos, alusión para nosotros de lo que iba a padecer nuestra ciudad. En la séptima puerta estaba Adrasto, quien tenía en su brazo izquierdo el escudo que había cubíerto con la pintura [1135] de las cien serpientes de la Hidra, espanto argivo. De entre las murallas las sierpes con sus fauces arrebataban a los hijos de los Cadmeos. Me fue posible ver las apariencias de cada uno de ellos mientras trasladaba las consignas a los jefes de las tropas. [1140] Y al comienzo peleábamos con arcos y jabalinas y hondas de largo tiro y con zumbantes pedruscos. Pero cuando vencíamos en el combate, clamó Tideo y, seguidamente, tu hijo: "¡Ha, hijos de los Dánaos, antes de que nos dejen [1145] acribíllados a pedradas, a qué aguardáis para embestir todos de golpe contra las puertas, gente de a pie, jinetes y jefes de carros!" Apenas oyeron el grito, ninguno quedó parado. Muchos caían manándoles sangre de la cabeza, y de los nuestros [1150] también habrías visto caer al suelo ante los muros a muchos, Como saltarines exánimes. Regaban la seca tierra con arroyos de sangre. El árcade, que no argivo, hijo de Atalanra, precipitándose como un tifón contra la puerta reclamaba a gritos fuego y hachas como para demoler la ciudad. Pero le detuvo en [1155] pleno furor Penclímeno, hijo del dios marino, atizándole en la cabeza con una piedra que llenaría un carro, arrancada de las almenas. Le machacó el rubio cráneo y le quebró las [1160] junturas de los huesos y cubrió de sangre su mentón que recién enrojecía la barba. No regresará con vida junto a su madre, la del hermoso arco, hija de Ménalo. Cuando hubo visto que todo iba bien en esta puerta, se [1165] dirigió a otra tu hijo, y yo le seguí. Allí veo a Tideo y a un montón de guerreros que con jabalinas etolias disparaban a la alta apertura de las torres, de tal modo que los nuestros la habían abandonado escapando de lo alto de las almenas. Pero a éstos de nuevo, como si fuera un montero, tu hijo los [1170] vuelve a reunir, y de nuevo los colocó sobre la muralla. Y seguimos hacia otras puertas, después de haber remediado este flanco débil. De Capaneo, ¿cómo te diría cuán frenético estaba? Porque avanzaba llevando una muy alta escalera, y llegó a jactarse [1175] de que ni el venerable rayo de Zeus le detendría de apoderarse de la ciudad desde lo más alto de sus bastiones. Y al tiempo que lo gritaba, aun sufriendo el apedreo, iba subiendo, cimbreando su cuerpo bajo el escudo, pasando de uno a otro de los pulidos tramos de los peldaños de su [1180] escala. Pero, cuando ya trasponía el parapeto de la muralla, le alcanza con su rayo Zeus. Retumbó la tierra, como para espantar a todos. Desde lo alto de la escala, [partieron disparados lejos unos de otros sus miembros, sus cabellos hacia [1185] el Olimpo, su sangre hacia la tierra, y, los brazos y extremidades como la rueda de Ixión, rodó. Y se desploma en tierra abrasado, cadáver. Cuando Adrasto vio que Zeus era hostil a su ejército, [1190] recondujo las tropas de los argivos fuera del foso. Pero, a la vez, los nuestros, al ver el prodigio favorable de Zeus, salían al ataque, conductores de carros, jinetes, hoplitas, y acometieron en medio de la armada de los argivos. El desastre era total. Morían, caían de sus carros, saltaban las [1195] medas, y se amontonaban los ejes sobre los ejes, y los muertos sobre los muertos en confusión. Así, pues, hemos impedido la demolición de las murallas del país en el día de hoy. Si en el futuro será feliz esta tierra, concierne a los dioses. Ahora, desde luego, la ha salvado alguna divinidad.

CORIFEO. — ¡Hermosa es la victoria! Y si los dioses [1200] albergan una decisión mejor... ¡ojalá yo sea afortunada![46]

YOCASTA. — ¡Buena fue la intervención de los dioses y la del azar! Porque mis hijos viven y el país queda a salvo. Pero Creonte parece que paga la pena de mi boda con [1205] Edipo, ¡infeliz¡, privado de su hijo, afortunadamente para la ciudad, pero dolorosamente para él. Pero prosigue de nuevo: ¿qué iban a hacer mis hijos después de esos hechos?

MENSAJERO. — Deja el resto. Hasta aquí, desde luego, eres afortunada.

YOCASTA. — Lo que dices inspira sospechas. No he de [1210] dejarlo.

MENSAJERO. — ¿Qué más quieres de tus hijos, que estén salvos?

YOCASTA. — También oír el resto: sí también me es favorable.

MENSAJERO. — ¡Suéltame! Tu hijo se halla falto de su escudero.

YOCASTA. — Algo malo ocultas y lo encubres con tinieblas.

MENSAJERO. — Es que no voy a decirte desgracia tras [1215] estas buenas noticias.

YOCASTA. — Hablarás, a menos de que te escapes huyendo por el aire.

MENSAJERO. — ¡Ay, ay! ¿Por qué no me has dejado marcharme después de anunciar la buena noticia, sin denunciar desdichas? Tus dos hijos se disponen, ¡descabelladísíma [1220] audacia!, a combatir cuerpo a cuerpo aparte de todo el ejército, tras de haber dicho en público a argivos y cadmeos una proclama que nunca hubieran debido hacer.

Comenzó Eteocles enhiesto sobre una alta torre, tras de [1225] haber ordenado proclamar silencio a la tropa. (Y dijo: "¡Ah, caudillos de la tierra griega), los mejores de los Dánaos, los que hasta aquí habéis llegado, y pueblo de Cadmo, no vendáis vuestras vidas, ni en favor de Polinices, ni tampoco por [1230] mi! Porque, lanzándome yo mismo a este riesgo, yo solo trabaré pelea contra mi hermano. Y sí le doy muerte, gobemaré yo solo mi casa, y sí soy vencido se la entregaré a él solo. En cuanto a vosotros, abandonando el combate, argivos, [1235] regresad a vuestro país, sin dejaros aquí la vida. Del pueblo de los Espartos son ya bastantes los que yacen muertos."

Eso dijo. Tu hijo Poliníces avanzó de entre las filas y aprobó sus palabras. Todos las aclamaron estrepitosamente, los argivos y el pueblo de Cadmo, como considerándolas [1240] justas. Y sobre estas propuestas hicieron las treguas y entre los dos frentes de armas los jefes hicieron juramentos de respetarías.

Ya cubrían su cuerpo con los broncíneos arneses los dos jóvenes hijos del viejo Edipo. Sus amigos les ayudaban a [1245] revestirse: al jefe de esta tierra los más nobles de los Espartos y al otro los más sobresalientes de los hijos de los Dánaos. Se irguieron resplandecientes y sin demudar su color, furiosos por empuñar la lanza uno contra otro. Los que los escoltaban de sus amigos, de uno y otro bando, les animaban con sus frases y les decían esto de: [1250] "¡Polinices, en tu mano está erigir una estatua de Zeus como trofeo y dar a Argos glorioso renombre!"

Y, del otro bando, a Eteocles: "¡Ahora vas a luchar por la ciudad, ahora al conseguir la victoria tendrás en tu poder el cetro!" Esto voceaban exhortándoles a la pelea. Los adivinos [1255] degollaban víctimas, y escrutaban las lenguas del fuego y las hendiduras de las vísceras atendiendo a su humedad y a la cresta de la llama, que presenta dos indicios: la señal de victoria y la de la derrota[47]. Así que, si tienes algún recurso, o sabes sabías palabras o fórmulas de encantamientos, ve, detén a tus hijos de la [1260] espantosa contienda. Porque el peligro es grande. Y espantoso premio del combate serán para ti las lágrimas, si te ves privada en este día de tus dos hijos.

YOCASTA. — ¡Ah, hija, Antígona, sal afuera de la casa! No en las danzas ni en las ocupaciones de doncellas ahora te [1265] previenen los dioses tu tarea; sino que a dos guerreros nobles y hermanos tuyos que se dirigen a la muerte debes impedirles con la ayuda de tu madre que se maten uno a otro. (Antígona sale del palacio.)

ANTÍGONA. — ¿Qué nuevo espanto, oh madre mía, [1270] anuncias con gritos a los tuyos ante esta morada?

YOCASTA. — ¡Ah hija, se pierde la vida de tus hermanos!

ANTÍGONA. — ¿Cómo has dicho?

YOCASTA. — Se han enfrentado en combate personal.

ANTÍGONA. — ¡Ay de mí! ¿Qué vas a decir, madre?

YOCASTA. — Nada grato; pero ven conmigo. [ 1275]

ANTíGONA. — ¿Adónde, dejando las habitaciones de doncella?

YOCASTA. — Al medio del ejército.

ANTíGONA. — Siento vergüenza ante la tropa.

YOCASTA. — Tus deberes no consienten avergonzamientos.

ANTíGONA. — ¿Qué voy a hacer luego?

YOCASTA.       Apaciguarás     la         disputa de        tus hermanos.

ANTíGONA. — ¿Por qué medios, madre?

YOCASTA. — Arrodillándote a suplicarles junto a mí. (Al mensajero.) Guía tú hasta las líneas de combate. No [1280] hay que retrasarse. ¡Aprisa, aprisa, hija! Que, si alcanzo a mis hijos antes del choque de lanzas, mi vida admitirá aún la luz; pero sí ellos han muerto, caeré muerta a su lado. (El mensajero, Antígona y Yocasta salen de escena.)

CORO.

Estrofa.: [1285] Ay, ay! ¡Ay. ay! Tengo estremecido de terror, estremecido el corazón, A través de mi carne me recorre la compasión, compasión por la triste madre. ¿De sus dos hl/os, cuál [1290] ahora al otro ensangrentará. ¡Ay de m4 qué penalidades, ah Zeus, ah Tierra! la garganta. fraterna, la vida fraterna, [1295] bajo los escudos, bajo los vestidos? ¡Infeliz de mí, infeliz! ¿A cuál de los dos ahora voy a llorar como triste cadáver?

Antistrofa.: ¡Ah, Tierra! ¡Ah, Tierra! Como dos fieras gemelas, almas sanguinarias, blandiendo la lanza en seguida van a cubrir de [1300] sangre a sus presas, sus presas odiadas. ¡Desdichados, que a tal propuesta de un combate personal hayan llegado! Con mi grito bárbaro, el plañidero alarido en honor de los muertos, acompasado con llantos, entonaré. Quizá esté cerca la fatal hora de la matanza. Esta luz decidirá el porvenir. Infortunado, [1305] infortunado es el crimen que mueven las Erinias. (Entra Creonte llevando en brazos el cadáver de Meneceo)[48]

CORIFEO. Pero ahí veo a Creonte que avanza, abrumado, hacia el palacio. Contendré mis sollozos.

CREONTE. — ¡Ay de mí! ¿Qué voy hacer? ¿Por cuál de [1310] los dos gemir y llorar, por mí o por la ciudad, a la que tiene envuelta una nube (capaz de arrastrarla al otro lado del Aqueronte)? Porque mi hijo ha caído muriendo por esta tierra, alcanzando un renombre glorioso, pero amargo para mí. Lo he [1315] recogido hace poco de las grutas del Dragón, después de haberse suicidado, ¡infeliz!, y lo traigo en mis brazos. Toda la casa llora a gritos. Y yo, anciano, acudo a mi anciana hermana, a Yocasta, para que lave y exponga funebremente al que ya no vive, a mi hijo. Pues debe quien aún está en [1320] vida rendir honores a los que murieron para mostrar su piedad al dios subterráneo.

CORIFEO. — Se ha marchado tu hermana, Creonte, fuera de palacio, y la joven Antígona en compañía de su madre.

CREONTE. — ¿Adónde? ¿Por qué accidente? Indícamelo.

CORIFEO. — Supo que sus hijos iban a enfrentarse con [1325] lanza contra escudo por estas mansiones reales.

CREONTE. ¿Cómo dices? Cuidando del cadáver de mi hijo no he llegado a enterarme de eso.

CORIFEO. — Pues hace ya tiempo que ha salido tu hermana, y pienso que el combate mortal entre los hijos de [1330] Edipo está cumplido ya, Creonte.

CREONTE. — ¡Ay de mi! Aquí veo un signo de eso: la acongojada mirada y la expresión del mensajero que viene presuroso, quien nos dirá todo lo acaecido. (Entra un mensajero.) [1335]

MENSAJERO. — ¡Ah, desdichado de mí! ¿Qué relato decir o qué lamentos?

CREONTE. — ¡Estamos perdidos! ¡Con tristes preámbulos comienzas tus noticias!

MENSAJERO. — ¡Ah desdichado, de nuevo lo grito! Es que traigo grandes desgracias.

CREONTE. — ¿Además de los desastres pasados? ¿Qué más anuncias?

MENSAJERO. — Ya no están en vida los hijos de tu hermana, Creonte.

CREONTE. — ¡Ay! ¡Ay! ¡Grandes dolores me comunicas [1340] a mí y a la ciudad! ¿Escuchas, morada de Edipo, esto, que ambos hijos han muerto en un destino paralelo?

CORIFEO. — Como que vertiría lágrimas, sí tuviera sentido.

CREONTE. — ¡Ay de mí, qué destino más abrumador! [1345] (¡Ay de mí, qué desastre, desdichado! ¡Triste de mí!)

MENSAJERO. — Y aún más, sí supieras los males que se añaden a éstos.

CREONTE. — ¿Y cómo podría haber mayores desdichas que éstas?

MENSAJERO. — Ha muerto tu hermana junto a

sus dos hijos. [1350]

CORIFEO. — ¡Alzad, alzad vuestro gemido y sobre la cabeza golpeaos con vuestras blancas manos!

CREONTE. — ¡Ah infeliz, qué final, Yocasta, de tu vida y de tus bodas, para ti, que resististe los enigmas de la Esfinge! ¿Cómo, entonces, se ha cumplido la muerte de los dos hijos y las maldiciones de Edipo en ese enfrentamiento? [1355] Expónmelo.

MENSAJERO. — Los éxitos ante las murallas del país ya los conoces; pues no está lejos el recinto de los muros, (de modo que tú ya conocerás todo lo sucedido). Una vez que hubieron equipado su cuerpo con las broncíneas armaduras, los jóvenes hijos del viejo Edipo se [1360] apostaron erguidos en medio de las lineas de combate, [los generales y jefes de los ejércitos], dispuestos para el combate cuerpo a cuerpo y el choque de lanzas. Mirando hacia Argos exclamó sus votos Poliníces: "¡Oh soberana Hera —pues a tu amparo estoy, ya que [1365] por matrimonio me uní a la hija de Adrasto y habito su país[49] concédeme matar a mi hermano y que mi diestra en el combate se cubra de sangre, recogiendo la victoria!" [Estaba pidiendo un triunfo infamantísimo: matar a un hermano. A muchos les acudían las lágrimas, ¡tan grande era [1370] su fatalidad!, y se cruzaron las miradas entre unos y otros comentándolo.]

Eteocles, dirigiendo su vista a la muralla de Palas, la del escudo de oro, rogó: "¡Oh hija de Zeus, concédenos clavar nuestra lanza victoriosa con esta mi mano, al impulso de mi brazo, en el pecho de mi hermano y darle muerte a ése que [1375] vino a devastar mi patria!" Y en cuanto emitió su llamarada una antorcha, al oírse el son de la trompeta tirrena[50], señal para el combate sangriento, se lanzaron con terrible impulso [1380] uno contra otro. Como dos jabalíes que afilan su salvaje mandíbula se trabaron, con los mentones humedecidos por la espuma. Se acometían con las lanzas. Pero se amparaban tras los escudos, de modo que el hierro sesgaba en vano. Si uno advertía que los ojos del otro sobresalían del círculo del [1385] escudo le disparaba la lanza al rostro con deseo de anticiparse a su ataque. Pero hábilmente aplicaban el ojo tras las hendiduras de los escudos, de forma que se moviera baldía la lanza. Más abundante les corría el sudor a los espectadores que a los combatientes, en el temor por sus amigos. [1390] Pero Eteocles, al rechazar con el pie una piedra que rodó a su paso, saca su pierna fuera del escudo. Y Polínices, viendo el blanco que se ofrecía a su hierro, abalanzóse con [1395] su lanza. Y le atravesó la pantorrilla la lanza argiva. Todo el ejército de los descendientes de Dánao lanzó un alalá de triunfo. Pero el ya herido advirtió que en este esfuerzo había descubierto el hombro e hincó con fuerza su lanza en el pecho de Polinices. Así deparó gozo a los conciudadanos de [1400] Cadmo; pero quebró la punta de su lanza. Encontrándose en aprietos al perder la lanza, retrocede un paso, y tomando una piedra de mármol la lanzó y le partió por la mitad el asta a la de Polinices. En pie de igualdad estaba la lucha, privada de pica la mano de ambos. Entonces echaron mano a las empuñaduras de las [1405] espadas y se embistieron y entrechocando los escudos se envolvían con gran estruendo de batalla. Entonces Eteocles recordó y aplicó un ardid tesalio, que sabía por frecuentar la región. El caso es que, cediendo de su constante empuje, [1410] lleva hacia atrás su pierna izquierda, observando con cautela los huecos del vientre, y adelantando la pierna derecha a la altura del ombligo le hundió su espada y la hincó entre sus vértebras. Entonces se dobla por la mitad, abatido, Polinices [1415] y cae entre borbotones de sangre. Eteocles, pensando que ya tenía el poder y había vencido en la batalla, arrojando al suelo su espada, iba a despojarle, sin prestar atención a su persona, sino sólo al botín. Esto precisamente le perdió. Porque, aunque respiraba aún apenas, conservaba su hierro [1420] en la mortal caída, y, con gran esfuerzo, logró sin embargo hincar la espada en el hígado de Eteocles el ya derribado Polinices. Mordiendo el polvo al lado el uno del otro yacen tendidos ambos, y no decidieron la victoria.

CORIFEO. — ¡Ay, ay! ¡Cuánto gimo por tus males, [1425] Edipo! Tus maldiciones parece haberlas cumplido un dios.

MENSAJERO. — Escucha, pues, también los males que se añaden a éstos. Cuando sus dos hijos caídos dejaban la vida, en esto se presenta la triste madre en compañía de su hija y [1430] con paso presuroso. Al verlos alcanzados por heridas mortales gimió: "¡Ah, hijos, llego tarde a socorreros!" Y echándose sobre sus hijos, por turnos, lloraba, plañía, lamentando los largos cuidados de su pecho materno; y a su lado la [1435] hermana de ambos, que le daba escolta, gemía a la vez: "¡Ah, Vosotros que debíais velar por la vejez de vuestra madre y por mis bodas, nos abandonáis, queridisimos hermanos!" Exhalando de su pecho un jadeo de agonía el rey Eteocíes oyó a su madre y, mientras posaba sobre ella su mano desfallecida, no exhaló palabra, pero le habló con las [1440] lágrimas de sus ojos para expresarle su cariño. Polinices todavía respiraba, y, al ver a su hermana y a su vieja madre, dijo: (O bien, "no se repartieron el poder"). [1445] "Me muero, madre, siento pena de ti, y de mi hermana, y de mí hermano muerto. Que llegó a ser mi enemigo; pero, con todo, era mi hermano.

Entiérrame, madre, y tú, hermana mía, en la tierra patria. Y, si la ciudad me guarda rencor, disuadirla, para que al menos obtenga ese trozo de la tierra de [1450] mis antepasados, ya que perdí mi hogar. Ciérrame los párpados con tu mano, madre —y él mismo la pone sobre sus ojos—, y adiós, pues ya me envuelven las sombras." Ambos a la vez exhalaron su triste vida. [1455] Su madre, al presenciar esta desdicha, abrumada por el sufrimiento, arrebató de entre los cadáveres una espada e hizo algo espantoso: se hundió la hoja en medio de la garganta y entre sus dos seres más queridos yace muerta rodeándolos a ambos con sus brazos. [1460] La tropa se puso en pie y lanzóse a una disputa verbal, defendiendo nosotros que había vencido nuestro señor, y ellos que el otro. La disputa existía también entre los jefes: los unos sostenían que Poliníces había dado el primer golpe con su lanza, y otros que, al morir los dos, de nadie era la victoria. [1465] Entre tanto Antígona se retiró lejos del ejército; mientras los demás se precipitaban a las armas. Con feliz previsión el ejército cadmeo había acampado con el arnés, y nos apresurarnos a caer al instante sobre las tropas argivas que [1470] aún no revestían su armamento. Y ninguno resistió; sino que colmaron el campo los que huían, mientras a torrentes corría la sangre de los innumerables muertos que caían bajo las lanzas. Cuando vencimos en la batalla, los unos erigieron a Zeus un trofeo de victoria, mientras los otros despojábamos [1475] de sus escudos a los muertos y llevábamos el botín de guerra al interior de los muros. Y otros, en compañía de Antígona, traen acá los tres cadáveres para que los lloren sus amigos. Para la ciudad así han concluido los enfrentamientos: unos con feliz fortuna, otros desdichadisimos. (Sale por la derecha, mientras por el otro lado entra Antígona al frente del cortejo fúnebre.)

CORIFEO.— Ya no de oídas se presenta la desventura de [1480] la mansión. Pues ya están ahí a la vista, ante estas paredes, los cuerpos de los tres cadáveres que con muerte común conquistaron la eterna tiniebla.

ANTÍGONA. — Sin cubrir con el velo mis delicadas [1485] mejillas, sombreadas sólo por mis rizos, sin avergonzarme en mi doncellez del carmín que bajo mis ojos se extiende, rubor de mi rostro, me precipito, bacante de los muertos, [1490] arrojando las cintas de mi cabello, soltando la suntuosa túnica azafranada, muy llorosa guía del cortejo fúnebre. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí¡ ¡A ah, Polinices, sí que viviste de acuerdo con tu nombre! ¡Ay de mí, ay de mí, Tebas! Tu [1495] querella — no una querella, sino crimen tras crimen — ha destruido el hogar de Edipo, anegado en sangre horrible, en lúgubre sangre. ¿Qué canto o qué lamento melodioso sobre mis lágrimas, mis lágrimas, oh casa, oh casa!, voy a [1500] invocar, al traer estos tres cuerpos ensangrentados, familiares, madre e hijos, para alegría de la Erinis? Ésa que destruyó entera la mansión de Edipo, desde que supo descifrar la [1505] indescifrable tonada de la feroz Esfinge, y dio muerte a la cantora. ¡Ay de mí, de mí, padre! ¿Quién, griego o bárbaro, qué Otro de nuestros nobles antepasados, de efímero ser, sufrió [1510] de tan grandes desgracias tales visibles penas? Desdichada, qué trémulo canto surge... ¿Y qué ave, madre [1515] abandonada[51]posada sobre las altas ramas de un roble o un pino, responderá a la canción de mis quejas con sus plantos? [1520] ¡Aimo! Con estos fúnebres ayes lloro de antemano la existencia en soledad que llevaré para siempre entre raudales de lágrimas. [1525] ¿A quién primero le dejaré las primicias de mi cabellera, en arrancados mechones? ¿A mi madre, de cuyos pechos me amamanté, o a los fatídicos despojos de mis hermanos muertos? [1530] ¡Ay, ay, ay! ¡Sal de palacio, ven con tus ojos ciegos, viejo padre! Ven a exponer, Edipo, tu mísera vida, tú que dentro de la casa, abriendo a la aérea tiniebla tus ojos, 1535 arrastras una larga existencia. ¿Me oyes, tú que por el patio arrastras sin rumbo tu anciano pie, o que te cobijas bajo las mantas del lecho,

angustiado? (Edipo sale del palacio.) [1540]

EDIPO.— ¿Por qué, hija, me has sacado a la luz, con los bastones que ayudan a mi ciego paso, desde los oscuros aposentos donde yacía echado, para acudir a tus muy lastimeros llantos, como un fantasma canoso, evanescente, de [1545] aire, o un muerto de ultratumba, o un sueño alado?

ANTÍGONA. — Vas a sufrir una desdichada noticia, padre. Ya no ven la luz tus hijos ni tu esposa, que siempre velaba con sus cuidados como un báculo junto al paso de tus [1550] ciegos pies. ¡Oh padre, ay de mí!

EDIPO.— ¡Ay de mí, qué sufrimientos los míos! He ahí motivos de gemir y de gritar. ¡Tres vidas! ¿Bajo qué fatal suerte, cómo dejaron la luz? Dímelo, hija. [1555]

ANTÍGONA. — No te lo digo como censuras, ni por jactancias, sino entre dolores. Tu genio vengador, con su bagaje de cuchillas, y fuego, y malditas batallas cayó sobre tus hijos, padre, ¡ay de mí!

EDIPO. — ¡Ay! ¡Ay!  [1560] ANTÍGONA. — ¿Para qué esos gemidos?

EDIPO. — Mis hijos...

ANTÍGONA. — Has avanzado entre dolores. Y, si viendo aún la cuadriga del sol, alcanzaras con los rayos de tus ojos a estos cuerpos cadáveres...

EDIPO. — La muerte de mis hijos era una evidente [1565]  fatalidad. Pero, mi desdichada esposa ¿en qué triste trance, hija, pereció?

ANTÍGONA. — Exhibiendo ante todos sus lágrimas y lamentos, corría a ofrecer, a ofrecer como suplicante, un pecho suplicante a sus hijos, velando por ellos. Y ante la [1570] puerta Electra, en el prado donde crece el loto, la madre encontró a los hijos entre lanzas, peleando en común combate, como leones en una cueva. De sus heridas caía ya fría y letal una [1575] libación de sangre que recibía Hades y ofrendaba Ares. Arrebatando a los muertos una broncínea espada la hundió en su carne, y en su pena por sus hijos cayó entre ellos. En este día todas las tristezas, padre, convocó sobre nuestra [1580] casa un dios que esto ha concluido.

CORIFEO. — De muchos males para la casa de Edipo dio comienzo este día. ¡Ojalá fuera su vida más feliz!

CREONTE. — Dejad ya los lamentos, que es hora de [1585] prestar atención a los honores fúnebres. Y tú, Edipo, escucha mis palabras. El mando de este país me lo confió tu hijo Eteocles, dándolo como dote de matrimonio a Hemón, esposo prometido de tu hija Antígona. Así, pues, no te voy a permitir vivir en esta tierra en adelante. Pues claramente dijo Tiresías que nunca sería feliz [1590] la ciudad mientras tú habitaras este país. ¡Conque vete! Y eso no lo digo por ultrajarte ni por ser enemigo tuyo, sino temeroso de que, a causa de tus demonios vengadores, sufra algún daño el país. [1595]

EDIPO. — ¡Ah destino, desde un principio me hiciste desdichado y sufriente, más que ningún otro de los humanos! Que antes de surgir a la luz del vientre de mi madre, innato aún, Apolo le profetizó a Layo que yo sería asesino [1600] de mi padre ¡Triste de mi! Y apenas nací, otra vez el padre que me engendrara trata de matarme considerando que había nacido su enemigo, porque debía morir a mis manos. Y me envía, niño infeliz que anhelaba el pecho materno, como [1605] pasto de las fieras. De esto me salvé. ¡Mas, ojalá hubiera llegado el Cíterón a los abismos insondables del Tártaro, que no me dejó perecer, sino que... para ser esclavo[52] un dios me entregó en poder del soberano Pólíbo! Y después de haber matado a mi padre, malhadado de [1610] mi, vine al lecho de mi pobre madre y engendré hijos que eran mis hermanos, y los hice morir, heredando las maldiciones de Layo y pasándolas a mis hijos. Porque no soy yo tan loco que hubiera tramado eso contra mis ojos y contra la vida de mis hijos sin la decisión de alguno de los dioses. [1635]

¡Sea,    pues!    ¿Qué    voy       a          hacer    ahora, desventurado de mí? ¿Qué guía se ofrecerá compañera de mi ciego paso? ¿Ésta que yace muerta? Viva, sé bien que lo hiciera. ¿Acaso la pareja de mis buenos hijos? Ya no los tengo. ¿Es que [1620] estoy aún en la juventud para procurarme el sustento? ¿Con qué? ¿Por qué así, del todo, me das muerte, Creonte? Bien que me vas a matar, si me expulsas del país. No obstante no me mostraré cobarde rodeando tus rodillas con mis brazos. Pues no puedo traicionar mi noble natural, aunque me oprima la desdicha.

CREONTE. — Por tu parte está bien dicho que no vas a [1625] caerte suplicando a mis rodillas; pero yo no voy a permitirte habitar en el país. En cuanto a estos cadáveres, al uno hay que conducirlo ya a palacio y a ése, que llegó con otros a destruir la ciudad patria, el cadáver de Poliníces, arrojadlo sin enterrar fuera de los límites de esta tierra. Para todos los Cadmeos se dará [1630] esta proclama: "Quien quiera que sea apresado en un intento de coronar este cadáver o de cubrirlo de tierra, lo pagará la muerte, y dejadlo sin llantos ni tumba, para pasto de aves de rapiña. Y tú, concluye los trenos triples por los [1635] y vete, Antígona, al interior del palacio, y compórtate como doncella en tanto aguardas el día próximo en que te espera el lecho de Hemón[53].

ANTÍGONA. — ¡Oh padre, en qué males nos vemos posen nuestra aflicción! ¡Cómo sollozo por ti más que [1640] por los muertos! Pues no has tenido sólo una parte de pesar, y otras no, padre, en las desgracias, sino que en todo fuiste desdichado. Ahora te pregunto a ti, al reciente monarca.            ¿Por     qué      ultrajas a          mi         padre expulsándolo del país? ¿Por qué dictas  [1645] tul decreto sobre un desgraciado cadáver?

CREONTE. — Estas son decisiones de Eteocles, no mías.

ANTÍGONA. — Pero insensatas, y tú alocado eres que las aplicas.

CREONTE. — ¿Cómo? ¿No es justo cumplir los encargos idos?

ANTíGONA. — No, si son malévolos y expresados

con maldad. [1650]

CREONTE. — ¿Qué? ¿No es justo que éste sea arrojado a los perros?

ANTÍGONA. — La sentencia que le aplicáis no está en la ley.

CREONTE. — Sí, si es que fue enemigo de la ciudad, sin serlo por su origen.

ANTÍGONA. — Por eso entregó su espíritu al destino fatal.

CREONTE. — Que también ahora pague su pena con la privación de tumba. [1655]

ANTÍGONA. — ¿En qué delinquió, al reclamar una parte de su tierra?

CREONTE. — Este hombre, para que lo sepas, quedará insepulto.

ANTÍGONA. — Yo le enterraré, aunque lo prohíba la ciudad.

CREONTE. — Entonces te enterrarás a ti misma junto al muerto.

ANTÍGONA. — Glorioso es, en verdad, que dos seres queridos reposen uno junto al otro. [1660]

CREONTE. — (A los guardias.) ¡Agarradla y llevadla a palacio!

ANTÍGONA. — No, de ningún modo. No abandonaré este cadáver.

CREONTE. — La divinidad lo ha sentenciado, joven, contra tu parecer.

ANTÍGONA. — También es suya la sentencia de no ultrajar a los muertos.

CREONTE. — Así que nadie derramará sobre él la húmeda tierra. [1665]

ANTÍGONA. — ¡Si, te lo suplico por nuestra madre ahí presente, por Yocasta, Creonte!

CREONTE. — Te fatigas en vano. Pues no vas a conseguirlo.

ANTÍGONA. — Al menos déjame tú dar el baño fúnebre al cadáver.

CREONTE. — Eso es una de las cosas que tiene prohibidas la ciudad.

ANTÍGONA. — Al menos envolver con vendas sus heridas.

CREONTE. - - De ningún modo vas a honrar tú a ese [1670] cadáver.

ANTÍGONA. — ¡Oh querídísimo, al menos cubriré tu boca de besos!

CREONTE. Ten cuidado de no traer desgracias a tu matrimonio con tus sollozos.

ANTÍGONA. — ¿Crees que, mientras viva, voy a casarme con tu hijo alguna vez?

CREONTE. — Te obligará una fuerte necesidad. ¿Adónde vas a escapar del matrimonio?

ANTÍGONA. — Entonces esa noche hará de mí una [1675] Danaide.

CREONTE. -— ¿Has visto la osadía con lo que nos insulta?

ANTÍGONA. — Que el hierro de la espada sea testigo de mi juramento.

CREONTE. — ¿Qué es lo que anhelas para dejar de lado mas bodas?

ANTÍGONA. — Partíré al destierro junto con mi desdichado padre.

CREONTE. — La nobleza que hay en ti es una especie de [1680] rara.

ANTÍGONA. — Y moriré con él, para que te enteres de más.

CREONTE. -— Ve, no vas a matar a mi hijo, abandona el país.

EDIPO.                     ¡Ah,      hija,      admiro tu         valiente abnegación!

ANTÍGONA, —— ¿Es que, si me casara, podrías exilíarte tú padre?

EDIPO. — Si tú eres dichosa, yo me resignaré con mis daños. [1685]

ANTÍGONA. — ¿Y quién va a cuidar de ti, ciego como estás, padre?

EDIPO. — Cayendo allí donde sea mi destino, me quedaré tendido sobre el suelo.

ANTÍGONA. — ¿Dónde está el Edipo de los famosos enigmas?

EDIPO. — Ya no existo. Un solo día me encumbró y uno me hundió. [1690]

ANTÍGONA. — ¿Es que no debo compartir también yo tus pesares?

EDIPO. — Vergonzoso destierro será para una hija con su padre ciego.

ANTÍGONA. — No, sino muy digno, si lo acompaña la virtud, padre.

EDIPO. — Condúceme ahora para que toque el cuerpo de tu madre.

ANTÍGONA —- Aquí lo tienes, toca con tu mano a tu queridísima anciana. [1695]

EDIPO. — ¡Oh madre, oh esposa desgraciadisima!

ANTÍGONA. — Ahí yace tristemente, tras obtener todas las desgracias.

EDIPO. — ¿Dónde están los restos de Eteocles y de Polinices?

ANTíGONA. — Ambos tendidos yacen uno al lado del otro.

EDIPO. — Posa mi ciega mano sobre sus infelices rostros. [1700]

ANTíGONA. — Ten, tantea con tu mano los cadáveres de tus hijos.

EDIPO. — ¡Oh queridos cadáveres, infelices nacidos de un padre infeliz!

ANTÍGONA. — ¡Oh nombre queridísimo de Polinices, para mí!

EDIPO. — Ahora la profecía, hija, de Loxías exige su término.

ANTÍGONA. — ¿Cuál? ¿Es que sobre estos males vas añadir males?[54].

EDIPO. — Que en Atenas he de morir vagabundo. [1705]

ANTÍGONA. — ¿Dónde? ¿Qué recinto del Ática te acogerá?

EDIPO. — La sagrada Colono, morada del dios de los caballos. Pero ¡vamos, ven a sostener a tu viejo padre ciego, ya que estás dispuesta a compartir este destierro!

ANTÍGONA. — ¡Venga! ¡Al triste destierro! Tiéndeme tú [1710] querida mano, viejo padre, que en mí tienes tu guía, Como la brisa que impulsa la nave.

EDIPO. — Venga, venga. Ya voy. Hija, sé tu mi lazarillo, [1715] ¡infeliz!

ANTÍGONA. — Soy, soy infeliz, desde luego, por encima de todas las jóvenes tebanas.

EDIPO. — ¿Por dónde pongo mi viejo pie? Dame el bastón, hija.

ANTÍGONA. — Por aquí, por aquí, ven conmigo, [1720] posan por aquí, por aquí, tu pie, débil como un sueño.

EDIPO. — ¡Ay, ay! ¡Que infortunadísimo destierro! ando me echan, ciego, de mi patria. ¡Ay, ay! Soportando [1725] horrribles, terribles daños yo.

ANTÍGONA. — ¿A qué soportan a qué sufrir? No ve la malicia a los malvados ni castiga las locuras de los hombres.

EDIPO. — Vedme a mí, que alcancé el sublime elogio de vencedor por solucionar el incomprensible enigma de la [1730] virgen semidoncella.

ANTÍGONA. — Evocas la afrenta de la Esfinge... Evite proclamar tus éxitos de antaño. Estos míseros [1735] padecimientos te aguardaban, padre, para morir, desterrado de tu patria, en cualquier lugar[55]. Lágrimas de añoranza les dejo a mis jóvenes amigas, y me voy lejos de mi tierra patria, en marcha errabunda impropia de doncellas. [1740] ¡Aay! La bondad de mi ánimo hacia las desventuras de mi padre me dará, por lo menos, un buen renombre. ¡Triste de mí! ¡Qué ultrajes a mi hermano, que se parte de palacio [1745] cadáver, sin sepultar, desdichado! Pero a él, aunque tenga que morir, le cubriré con tierra en la oscuridad.

EDIPO. — Ve a despedirte de tus compañeras. [1750]

ANTÍGONA. Hartas están de mis lamentos.

EDIPO. — Tú con suplicas a los altares...

ANTÍGONA. — Están hartos de mis desdichas.

EDIPO. — Pues ve al santuario consagrado a Bromio en los montes donde acuden las ménades.

ANTÍGONA. — ¿A aquél por quien yo en otros tiempos, [1755] revistiéndome la cadmea piel de corzo, marché danzando al frente del sagrado tíaso de Sémele, por los montes, ofreciendo a los dioses un favor desagradecido?

EDIPO. — ¡Oh ciudadanos de una patria ilustre! Mirad, éste es Edipo, el que descifró los famosos


enigmas y fue un [1760]hombre espléndido, el único que logró poner freno a los poderes de la Esfinge asesma. Y ahora, deshonrado y miserable, soy expulsado del país. Pero, ¿por qué me lamento y grito en vano? El destino que los dioses le imponen ha de soportar quien es mortal.

CORO. — ¡Oh muy venerable Victoria, ojalá dominaras [1765] mi vida y no dejaras de

coronarla.[56]



[1] INTRODUCCIONES TRADUCCIÓN Y NOTAS DE CARLOS GARCÍA GUAL BIBLIOTECA BÁSICA GREDOS C EDITORIAL

GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 2000

[2] Esta melancólica desesperanza del poeta ha sido subrayada por varios estudiosos. Por citar sólo a uno de los más recientes, remito al claro libro de V. Dr BENEDETTO, Euripide: teatro e societá. Turin, 1971.

Cf., sobre el final de Fenicias. pág. 319

[3] En su Greek Tragedy, Londres, 1971, 3,8 ed., págs. 35 1-62.

[4] Cabe, sin embargo, subrayar el hecho de que las tragedias de Euripides más cercanas a Fenicias, la Helena y el Orestes rondan los 1700 versos. De aceptar las interpolaciones que sugerimos, de acuerdo con E. Fraenkel y otros estudiosos, que abarcan unos doscientos versos en conjunto, la extensión de Fenicias se reduciría bastante, a un número de versos como el que pudo tener la versión original de la Ifigenia en Áulide, y tal vez las Bacantes. La extraordinaria longitud (1779 versos) del Edipo en Colono de Sófocles es una de las peculiares características de esa tragedia, la última de las obras del viejo dramaturgo.

[5] Sobre estos fragmentos remito al lector a la versión de A. BERNABÉ, Fragmentos de la épica griega arcaica, B. C. G., núm. 20, Madrid, Gredos, 1979, págs. 57-70.

cf. pág. 85). En su reciente artículo sobre este fragmento F. R. Adrados opina que pertenece al poema de Estesicoro Erifila. Pubí. en la rey. Emerita, XLVI (1978), págs. 251 y sigs.

[6] ‘La vieja reina madre no encuentra, en su soledad, otro testigo a su desolación que el mudo astro que se alza sobre la escena en el claro cielo. Pero el patetismo de la invocación inicial se ve desdibujado por el tono retórico del prólogo, desde la ya tópica personificación de Helios como flamígero auriga a la exposición siguiente, pródiga en detalles superfluos.

Los comentaristas han encontrado dos invocaciones parecidas en SÓFOCLEs, en Electro 86 y sigs. y Antígona 100 y sigs. (versos líricos con los que el protagonista y el coro, respectivamente, entran en escena). Pero este pasaje de Eurípides fue el más imitado: por TEODECREs (ftg. 10 Snell); por los latinos Accio, Ar’ui.ayo y SÉNECA (Hércules enloquecido. vv. 592 y sigs.), y por R.~cn~ia, al comienzo de su obra La Thé balde ou les Fré res Ennemis.

[7] En Homero su nombre es Epicasta. Ulises cuenta que la vio entre las sombras del Hades, en Od. XII 271: "Y vi a la madre de Edipo, la hermosa Epicasta".

[8] Aunque un escoliasta anote que "a causa del vino" y también APOLODORO (III 5, 7) apunte que estaba "borracho" (o¡notheis), la expresión que traducimos por "embriaguez" (ro bákche¡on) puede ínterpretarse como "delirio, desvarío o frenesí, producido por el placer", sin que sea forzosa la intervención del vino para llegar a ese estado "báquico" de descontrol en el que incurre Layo. 9 Frente a estos "punzones de hierro" (siderd kéntra). en el y. 805 se habla de "fibulas de oro" (chrysodétois perónais), lo que ha dado lugar a muchos comentarios. (Véase M. Dos SANTOS AL VES, As Fenicias, Coimbra, 1975, págs. 333-336, n. 15).

[9] Es decir "Pies hinchados", según la etimología ya evocada por SÓFOCLES, en E. R. 1034 y sigs. Entre los intérpretes modernos del mito de Edipo, Cl. Lévi-Strauss señala que este nombre, en línea con los de sus antecesores, Layo (el "Torcido") y Lábdaco (el "Patizambo"), aludiría a la dependencia íntima de Edipo con la tierra, sobre la que torpemente camina.

[10] En la famosa encrucijada convergen los caminos procedentes de Tebas, Daulia y Delfos, en un impresionante escenario natural, entre montañas solitarias. La versión del encuentro es algo diferente en SóFocLEs, E. R. 798 y sigs.; donde Edipo viene de Delfos, tras haber consultado ya al Oráculo.

[11] Traduzco como causal la conjunción el, que puede tener también un sentido condicional (= "si es que eres sabio"). Es probable que Eurípides juegue con la ambigúedad del vocablo. AqÚí, tratándose de una plegaría, nos ha parecido más reverente el sentido causal. Obsérvese, por otra parte, que el prólogo, que había comenzado con una invocación al divino Helios, concluye con ésta a Zeus. Ambos dioses habitan en el cielo y lo ven todo, pero sólo Zeus es providente y justo, según la concepción tradicional.  Conviene, por otra parte, subrayar la importancia de estos versos, con la exigencia de que exista, garantizada por los dioses, una medida de dolores como la hay de los éxitos, medida que, en el caso de Edipo y de Yocasta, la vieja reina supone ya colmada.

[12] Aquí comienza la escena segunda de este prólogo, modela sobre la "contemplación desde los muros" (teichoscopia) del Canto III de la Ilíada, donde Helena le explica a Príamo los nombres de los principales caudillos aqueos. También aquí, como allí, son un viejo, el pedagogo, y una mujer joven los interlocutores. La emoción de Antígona se expresa en su canto, frente al recitado del pedagogo. Al revés que en el modelo homérico, aquí es la joven quien interroga y el viejo quien le informa.

Algunos, como el autor del Argumento 1 han criticado esta escena, como inútil para la acción. Pero no es así. Eurípides se sirve de ella para darnos una representación más viva del ejército sitiador, a través de las preguntas de la emocionada joven. Tras el prólogo habitual, que tiende a resultar frío y un cuché retórico en nuestro trágico, esta escena novedosa aporta un toque atractivo y vivaz. En cierto modo algo similar pasa con las escenas del comienzo de Ifigenia en Aulide.

[13] Como en otros pasajes, "pelásgico" equivale a "argivo". Tal vez porque Argos fuera considerada la patria ancestral del pueblo pelasgo, o por Pelasgo, mítico rey de Argos.

[14] Curiosa identificación de Hécate con Ártemis. La invocación de la tenificante diosa nocturna está motivada por el espanto. La identificación con Ártemis viene probablemente de la conexión de ambas como divinidades lunares; aunque algunos piensan que Hécate pudo ser un epíteto de la antigua Ártemis. A Hécate se le rendía culto en Beocia, y Antígona puede acaso invocaría como protectora local.

[15] La evocación de los más famosos capitanes argivos, con sus terribles emblemas, estaba ya hecha, en otro estilo, en Los Siete

[16] Adrasto no figura otras veces como uno de los Siete, sino como comandante en jefe de la expedición argiva (EsQ., 1. cit.;.

[17] ; EUR., Supl. 871 y sigs., y, en esta misma obra, Fen. 1187). Parece sustituir a Eteoclo, que no es mencionado aquí.

[18] Anflarao recorre el campo de batalla llevando sobre su carro las víctimas recién sacrificadas, cuya sangre chorrea sobre la tierra en torrentes propiciatorios. A la prudencia del malhadado Anfiarao se opone la soberbia fanfarrona de Capaneo. Las conductas de uno y otro reclaman de los dioses un pago muy distinto, como así será. Por eso Antígona, tras admirar la actitud de Anfiarao, pregunta por Capaneo, como para borrar cualquier augurio favorable para el ejército argivo.

[19] El adj. liparózónos. propiamente "de refulgente cinturón", se explica sólo a personajes femeninos, por lo que se ha conjeturado (Badhamm, Nauck) en lugar de Aelíou la lectura de hó Lótóus, "la hija de Leto"; es decir, Ártemis, de nuevo identificada con la Luna. Por otra parte, Selene no es hija, sino hermana de Helios en la mitología tradicional (cf. HasioDO, Teog. 371).

[20] No está muy claro el itinerario marítimo del coro. Para unos comentaristas "la isla fenicia" seria la península de Tiro; para otros, la de Cartago. Esta segunda localización puede explicar mejor el paso por el Mar Jonio y por aguas sicilianas; mientras que el viaje a Delfos a través de Beocia se explica mejor suponiendo una procedencia del E. Cartago, fundada por agentes de Tiro, podría ser mencionada como "costa de Tiro". La precisión geográfica no le preocupa al dramaturgo

La ofrenda de seres humanos al dios de Delfos, como cumplimiento de un voto por una victoria guerrera o por otro motivo, está atestiguada en Otros casos (PLUTARCO, Tes. 16, De PU. Orac. 402 a).

[21] Hijos de Agenor fueron Cadmo, fundador de Tebas, y Fénix, antepasado epónimo de los fenicios.

[22] La parresia, "libertad de palabra", era algo fundamental en la conVivencia cotidiana para un ciudadano ateniense, y una caracteristica en la Vida griega de la posición del hombre libre frente a la del esclavo o el bárbaro. Este verso pasó como una sentencia brillante a posteriores antologia~ (P. e.: EsTOBEO, XXXIX 17.)

[23] La elpis, "esperanza" tiene en el pensamiento griego un ambiguo aspecto: positivo y negativo. Fue lo que quedó en la jarra de Pandora, segúit la versión hesiódica. Equivale no sólo a "esperanza", sino también a "ilusión". El dicho o refrán tradicional, que un escoliasta cita, dice que: "las esperanzas alimentan a los hombres vanos". Al mismo pensamiiento aluden otros versos trágicos; p. e.: Eso., Ag. 1668; Sór., frg. 862 N.; Eus~., Bac. 617.

[24] Los comentaristas suelen citar como paralelos los versos de TeogfiS, 209-10: "Ningún amigo que le quiera y le sea fiel tiene el desterrado; y ello es aún más amargo que el destierro". El verso pasó también a las antologias de sentencias.

[25] El oráculo está citado también por Eurípides en SupI. 133 y sigs. La explicación dada al motivo de la lucha entre las dos fieras (que, como símil del encuentro entre Patroclo y Héctor se encuentra ya en HOM.. II. XVI 823 y sigs.) es, según un escolio, que Tideo llevaba en su escudo el emblema del jabalí de Calidón y Polinices el de la leonina Esfinge tebana.

[26] SAN-ros ALvEs, ad Ioc., págs. 3 85-6.

[27] La más famosa y terrible de las tres Gorgonas era Medusa, de petrificante mirada, a la que degolló Perseo. Como motivo decorativo aparece muy frecuentemente en el arte griego desde la época arcaica. Eurípides alude al tema en otros lugares: Alc. 1118, El. 856, Or. 1520.

[28] La deificación de nociones abstractas es frecuente en Eurípides. P.e., véase luego, en esta misma pieza, la de "Ambición" (Philotimia) en Vv. 53 1-2, y la de "Cautela" (Euld beta) en 782.

Eteocles habla como un sofista, distinguiendo entre las palabras convencionales y la realidad (es decir, insistiendo en que hay

[29] Un pensamiento muy repetido en Eurípides, que ataca a los sofistas y oradores políticos de la época (como hará luego PLATÓN en el Gorgias), por disociar la elocuencia y la moralidad.

[30] He traducido isótis por "Equidad"; significa primariamente "Igualdad". Sobre la relación entre igualdad de derechos y la justicia, insisten otros pensadores atenienses. Cf. PLAT., Gorg. 507 e y sigs., Ley. 757 a; ARIST., Pol. III, 9, y PLUT., Sol. 14. En las frases siguientes hay, diríamos, ecos pitagóricos.

[31] Frente a brotois de los mss. (que he traducido como un dativo de interés "en favor de los mortales" y no por el más corriente "a los mortales"), H. Weil conjeturó métrois ("a las medidas"). Esta sutil interpretación, aceptada por algunos estudiosos, se basa en el ftg. B 94 de HaRACLITO "Pues el sol no traspasará sus medidas", que aquí evocaría el trágico, en un contexto muy apropiado, tratando de la equidad.

[32] Otra sentencia sobre un tópico: el de la moderación, exaltada desde Arquiloco a Horacio pasando por Epicuro. La "aurea mediocritas" le es Cara al viejo Eurípides, que la elogia también en otras piezas tardías.

También los vv. sigs. (555-8) expresan otra idea difundida entre los antiguos. El verso 558, con su forma sentenciosa, puede ser una interpolación, pero es dudosa.

[33] A César Augusto le gustaba citar, en griego, este verso, como corolario al lesna de "apresúrate despacio" (spéude bradéós), según cuenta SUATONIO (Aug. 25).

[34] Pearson supone que, en escena, ante el palacio podía haber una estatua de Apolo Aguiei~s.

[35] La etimología de nombres propios es frecuente en los escritores griegos. (Aqui poli = "mucho", neíkos = "discordia".) A la misma aluden ya EsQ., S. T. 829,y SÓF., Ant. III.

[36] Después de aludir al mito de fundación de la ciudad —en el sitio en que se tumbó la vaca que guiaba a Cadmo, la muerte del dragón, el nacimiento de los Espartos—, y tras la invocación a Bromio (Dioniso el Bramador) y a Épafo, el coro solicita la protección de las dos diosas, madre e hija, de Eleusis. Es probable que en esto haya un influjo ateniense, pero también que esta pareja divina recibiera culto antiguo en Beocia. (El sineretismo Deméter-Tierra es de época posterior.) Para detalles del mito fundacional, véase el libro de F. VIAN, Les origines de Thébes, Cadmos et les Spar¡es. Paris, 1963.

[37] Probable critica a Esquilo, que en una escena de los Siete c. T. (375 y sigs.) denomia y describe uno a uno los siete capitanes argivos y los siete adalides tebanos.

[38] Como señala Pearson, este elogio de la Precaución (Eulábeia) debía de sonarles bien a los atenienses, fatigados de los desastres de la guerra del Peloponeso y de audaces empresas catastróficas, como la de Sicilia. (Suele aquí citarse el verso de ARISTÓFANES, Aves 376: "La precaución lo UBlva todo".)

[39] Este estásimo traza la oposición entre Ares y Dioniso, dioses ligados ambos a Tebas, el primero porque la guerra va a decidir el futuro de la Ciudad, el segundo porque ha nacido en ella. Al festivo cortejo dionisíaco se opone el estrépito amenazador de la borda enemiga; a las verdes coronas florales, las coronas de Ares, erizadas de lanzas. En este canto, sobrecargado de adjetivos y elementos decorativos, hay varios pasajes de difícil interpretación. (Cf. Dos SANTOS ALVES. O. C.Págs. 414-21.)

[40] Sobre la figura y la significación trágica de Tiresias, remito a mi articulo "Tiresias o el adivino como mediador", en Ementa XLIII (1975), págs. 107-132.

[41] La apreciación está cargada de una ironía trágica: Tiresias ha revelado a los atenienses la necesidad del sacrificio de las hijas de Erecteo para salvar a la ciudad, como luego va a revelar el oráculo del sacrificio de Meneceo, para espanto de Creonte. Sobre el Erecteo, tragedia perdida, véase, el intento de reconstrucción sobre los frgs. conservados de A. MARTíNEZ DÍEZ, Eurípides. Erecteo, Granada, 1975.

[42] De los 31 versos de este parlamento, algunos estudiosos consideran interpolados 17 (869-880, 885-890), según Dos SANTOS ALVES, o. C.. págs. 89-93, con buenas razones.

[43] El sacrificio de Meneceo parece ser una innovación de Eurípides. En Esquilo aparece en su lugar Megareo, hijo de Creonte, como uno de los Siete defensores de las puertas tebanas. El otro hijo de Creonte, Hemón, es conocido prometido de Antígona. Este héroe juvenil es una figura grata a Eurípides que lo utiliza para introducir un nuevo episodio patético y para contrastar su figura con la de otros personajes: con la de Creonte y con la de Eteocles y Polinices. Meneceo, que ofrece su vida por el bien de la paz es un antídoto al egoísmo de los demás, el mejor héroe ciudadano.

[44] Probablemente este dato es innovación de Eurípides. En la Antígona de Sófocles, la esposa de Creonte, Eurídice aún está en vida, y se suicida al enterarse de la desdichada niucrte de su ya único hijo Hemón. Tal vez al hacer de Meneceo un hermano de leche de Polinices y Eteocles, Eurípides quiere subrayar el contraste entre los tres jóvenes, y oponer una vez más el altruismo del primero al egoísmo de los jóvenes príncipes.

[45] Como señalamos en la introducción, consideramos interpolados los vv. 1104-1140, aunque no usemos aquí los corchetes. También hay recelos acerca del y. 1100, que Kirchhoff atetizaba.

Teumeso es una colina a 18 Kms. (100 estadios) de Tebas, por lo que no es verosímil que los asediados pudieran ver el ejército enemigo a tal distancia, ni que los argivos —ya presentados más a la vista en la teichoscopía — corrieran tan largo trecho. Pero, de

[46] El sentido del verso es algo ambiguo. El más probable parece: "Aunque es bella cosa la victoria, si los dioses deciden algo mejor (es decir, que venzan los argivos), al menos que yo escape con suerte".

[47] Como ya dijimos, se consideran interpolados los vv. 1242-1258. Y algunos estudiosos piensan que también los vv. 12624 y 1265-9 son añadidos, indignos de Euripides.

[48] Ya hemos comentado en la Introd. que consideramos esta escena de la entrada de Creonte como un añadido, y que, suponemos, el relato siguiente del mensajero va dirigido al coro.

[49] El patronazgo divino de Hera sobre la región de Argos es bien conocido en la tradición griega; desde Homero se menciona a la Hera Argiva.

[50] Señala un escolio a. 1. que la trompeta se usó para dar la señal de ataque a partir de la guerra de Troya, mientras que antes se utilizaba el Procedimiento de arrojar una antorcha encendida; de forma que aquí Eurípides recordaría un detalle arcaico. Pearson y otros estudiosos defienden que indica que la señal de la trompeta fue tan clara como la llamarada de una antorcha, en un efecto de sinestesia poética.

[51] La comparación del llanto de una mujer desesperada con el canto del ave privada de sus crías es frecuente en la poesía antigua. Puede evocar el chillido lastimero de Procne, transformada en ruiseñor, que clama por la pérdida de Itis (cf. EUR., El. 148, frg. 775, 21). En la poesía latina, un buen ejemplo es el de VIRGILIO, Geórg. IV 511-15.

[52] Pólibo, rey de Corinto, acogió al recién nacido Edipo como heredero suyo. No sabemos por qué razón dice aquí Edipo que "para ser esclavo". Todo un largo pasaje de su parlamento (1597-1614) resulta sospechosos por lo superfluo y por lo confuso de algunas frases.

[53] Desde 1645 a 1682 lo consideramos interpolado, de acuerdo con Fraenicel y otros.

[54] Los vv. 1704 a 1707 los consideran interpolados Pohlenz, Verrall, nacher, etc. El objetivo de esta iníerpolación era, con evidencia, conecel fin de esta obra con el Edipo en Colono de SÓFOCLES.

[55] A partir de aquí, el final es un añadido que recarga el patetismo de la escena. Casi todos los estudiosos excluyen los últimos 30 versos.

[56] Este estribillo final no conviene a la ocasión, sino que es tópico. Se encuentra también, idéntico, en la Ifigenia entre los Tauros y el Orestes.


Helena de Eurípides

 

HELENA.– Estas son las aguas cristalinas del Nilo que humedecen los campos de Egipto en lugar de la lluvia divina cuando se derrite la blanca nieve. Era rey de esta tierra y soberano de Egipto Proteo, que vivía en la isla de Faros. Había tomado en matrimonio a Psámate, una de las doncellas marinas, una vez que ésta abandonó el lecho de Éaco. Y tuvo dos hijos en palacio; un varón, Teoclímeno, al que llamaban así porque a lo largo de toda su vida no cesó de honrar a los dioses y una apuesta doncella, Idó, que hacía las delicias de su madre mientras era niña, a la que, al llegar a la edad hermosa del matrimonio llamaron Teónoe porque tenía conocimiento de lo divino, tanto del presente como del futuro; eran unas dotes que le había transmitido su abuelo Nereo. Por lo que a mí se refiere, mi patria es Esparta, la famosa Esparta, y mi padre es Tindáreo. Pero cuenta la leyenda que Zeus llegó volando hasta mi madre Leda tomando la forma de un cisne y a escondidas penetró en su lecho, simulando que huía de un águila, si es que es cierto lo que cuenta la leyenda. Me llamaron Helena. Me gustaría contaros todas las desgracias que he padecido. Tres diosas acudieron a los parajes más recónditos de Isa hasta donde estaba Alejandro, Afrodita y la joven doncella hija de Zeus, Atenea, con la intención de que fuera él quien decidiera acerca de su belleza. Afrodita le prometió a Alejandro que desposaría mi belleza, si es que puede llamarse belleza a ésta, la única causa de mis desgracias. Entonces Paris, el pastor de Isa, abandonó sus rebaños y llegó a Esparta en la confianza de que podía tomarme por esposa. Y claro, Hera muy irritada porque no había podido vencer a sus rivales convirtió en viento fatuo mi unión con Alejandro. Así que lo que el hijo del rey de Príamo abrazaba no era yo, sino una imagen parecida a mí que había fabricado Hera, la esposa de Zeus, con aire del cielo. Creyó pues que me poseía sin realmente poseerme, una engañosa apariencia. Y aún añadió Zeus más desgracias a estas desgracias, pues llevó la guerra hasta el país de los griegos y de los desdichados frigios a fin de que la madre tierra se viera libre de una enorme multitud de hombres, y de que el hijo más valiente de la Hélade lograra una gran fama. Pero no fui yo quien presidía los esfuerzos de los frigios; fue pura y simplemente mi nombre, la única recompensa que podían tener las batallas de los griegos. Hermes me había llevado a través del profundo éter envuelta en una nube hasta la mansión de Proteo; Zeus se desentendió de mí. A él lo eligió por ser el mejor de los mortales, de manera que yo pudiera mantener intaco mi lecho para Menelao. Y heme aquí mientras que mi desdichado esposo va en persecución de quienes me han raptado al pie de los muros de Ilión con un gran ejército. Por mi culpa se han perdido muchas vidas a orillas del Escamandro y por ello todos hablan mal de mí, de mí que tanto voy sufriendo y me acusan de que soy yo la causa de esta horrible guerra porque he traicionado a mi esposo. ¿Por qué sigo viva todavía? He oído de boca del dios Hermes que aún podré habitar la famosa llanura de Esparta acompañada por mi esposo, una vez que él llegue a saber que yo nunca he estado en Ilión ni he compartido el lecho nupcial con nadie. Porque mientras Proteo vivía yo nunca mancillé mi lecho nupcial. Pero ahora que Proteo yace sepultado en las tinieblas de la tierra, es su hijo quien desea ardientemente casarse conmigo. Sin embargo yo, que me mantengo fiel a mi primer esposo, he acudido hasta la tumba de Proteo como suplicante, a rogar que pueda conservar mi lecho para Menelao, y para que al menos mi cuerpo no se vea cubierto con el baldón de la vergüenza, aunque mi nombre en Grecia sea maldito.

TEUCRO.– ¿Quién es el soberano de este palacio tan bien pertrechado? Pues es una mansión que debería compararse con la del mismísimo Pluto. La verdad es que toda la apariencia externa, el pórtico, son magníficos. (Ve a Helena. Transición.) ¡Ah dioses! ¿Qué estoy viendo? ¿No estoy viendo la imagen más odiosa, más asesina de la mujer que ha sido causa de perdición para mí y para todos los aqueos? ¡Así te mueras! ¡Que los dioses te escupan, porque te pareces a Helena! Si no me encontrara en tierra extranjera, ten por seguro que con mis flechas certeras te daría la muerte. Y ello por tu parecido con la hija de Zeus.

HELENA.– ¡Desdichado, quienquiera que seas! ¿Por qué te diriges a mí? ¿Por qué me odias por desgracias que ha sufrido ella, Helena?

TEUCRO.– Posiblemente me he equivocado y he sido presa de la cólera. Grecia entera odia a la hija de Zeus; perdona mis palabras, mujer.

HELENA.– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

TEUCRO.– Mujer, soy uno de los desdichados aqueos.

HELENA.– Entonces no es de extrañar que odies a Helena. Pero dime otra vez, ¿quién eres? ¿de dónde vienes? ¿quién es tu padre? TEUCRO.– Me llamo Teucro; el padre que me engendró es Telamón y Salamina es la patria que me crió.

HELENA.– ¿Qué has venido a hacer a estas tierras del Nilo?

TEUCRO.– Me han arrojado fuera de mi país mis propios parientes.

HELENA.– Gran desgracia para ti. ¿Y quién realmente te expulsa de tu patria?

TEUCRO.– Mi padre Telamón. ¿Puede haber otro familiar más íntimo?

HELENA.– ¿Y por qué razón? Grandes desgracias hay detrás de este asunto.

TEUCRO.– Mi hermano Áyax que ha muerto en Troya, ha sido la causa de mi perdición.

HELENA.– ¿Cómo? ¿No le darías tú muerte con tu propia arma?

TEUCRO.– Él mismo se dio muerte arrojándose sobre su propia espada.

HELENA.– ¿Es que no estaba en sus cabales?¿Qué persona en su sano juicio habría actuado de esa manera?

TEUCRO.– ¿Conoces a un tal Aquiles, hijo de Peleo?

HELENA.– Sí, fue pretendiente de Helena en otro tiempo; al menos eso dicen.

TEUCRO.– Pues sí. Después de muerto, por sus armas se originó una terrible disputa entre los compañeros.

HELENA.– ¿Y por qué le acarreó tal disputa la desgracia al propio Áyax?

TEUCRO.– Al ver que era otro quien se hacía con las armas, se suicidó.

HELENA.– Y, claro, tú compartes con él los sufrimientos. TEUCRO.– Pues sí, porque no pude morir a la vez que él.

HELENA.– ¿Quiere eso decir, extranjero, que fuiste a la famosa ciudad de Ilión?

TEUCRO.– Sí; ha sido la causa de mi perdición, y eso que yo colaboré para destruirla. HELENA.– ¿Acaso Troya ha sido incendiada?

TEUCRO.– Sí, hasta el punto de que no queda ni rastro de sus murallas.

HELENA.– ¡Oh Helena! ¡Lo que tienes que aguantar! ¡Cuántos frigios yacen muertos por tu culpa!

TEUCRO.– No sólo frigios, también aqueos. Se han producido grandes desastres. 

HELENA.– ¿Cuánto hace desde que ha quedado destruida la ciudad?

TEUCRO.– Pueden contarse siete años de cosechas desde entonces.

HELENA.– ¿Cuánto tiempo habéis estado entonces, en total, en Troya?

TEUCRO.– A lo largo de diez años hemos visto pasar muchas lunas.

HELENA.– ¿Y al final lograsteis atrapar a la mujer espartana? 

TEUCRO.– Menelao la cogió arrastrándola de los cabellos.

HELENA.–  Pero ¿tú la has visto o simplemente hablas por lo que has oído?

TEUCRO.– Con mis propios ojos la he visto, igual que estoy viéndote a ti ahora.

HELENA.– Imagínate que pudo ser una especie de visión fabricada por los dioses.

TEUCRO.– Habla de lo que quieras, menos de esa mujer.

HELENA.– ¿Crees entonces que has visto realmente a Helena?

TEUCRO.– Sí; la he visto con mis ojos y además con la mente, que también ve.

HELENA.– Y Menelao, ¿está ya en su patria en compañía de su esposa?

TEUCRO.– No, no, no está ni en Argos ni a las orillas del Eurotas.

HELENA.– ¡Ay! Para quienes han sufrido desgracias éstas son malas noticias.

TEUCRO.– Cuentan que han desaparecido él, y con él su esposa.

HELENA.– ¿Es que todos los argivos no seguían el mismo rumbo?

TEUCRO.– Sí, pero una tormenta los desperdigó en varias direcciones.

HELENA.– ¿En qué punto del salino mar?

TEUCRO.– Cuando se encontraban en medio del Egeo.

HELENA.– ¿Y nadie ha visto a Menelao arribar a sitio alguno desde ahí?

TEUCRO.– Nadie por toda Grecia. Dicen que ha muerto.

HELENA.– ¡Ay de mí! Y ¿vive aún la hija de Testio?

TEUCRO.– ¿A Leda te refieres? Murió también.

HELENA.– No será el nombre de Helena el que la haya matado.

TEUCRO.– Eso cuentan. Colgó su cuello de un nudo corredizo.

HELENA.– Y los hijos de Tindáreo ¿viven o no?

TEUCRO.– Hay dos versiones: están muertos y no están muertos.

HELENA.– Dos versiones... ¿Cuál es la más sólida? Me pierden mis desgracias.

TEUCRO.– Cuentan que los dos son divinidades semejantes a los astros.

HELENA.– Muy bien. Y ¿qué dice la otra versión?

TEUCRO.– Pues cuentan que por culpa de su hermana han muerto a golpe de espada. Pero no deseo seguir hablando porque no quiero añadir dobles lamentos. He venido hasta este regio palacio porque necesito imperiosamente ver a la profetisa Teónoe. Intercede por mí ante ella a ver si los oráculos me son favorables y mi nave puede llegar hasta la isla de Chipre, Apolo predijo en su día que fundaría una ciudad a la que daría por nombre Salamina como recuerdo del lugar de mi patria.

HELENA.– ¡Extranjero! La nave llevará su propio rumbo. Ahora vete de esta tierra, huye antes de que te vea el que manda en este país, el hijo de Proteo. Ahora está lejos de aquí dedicado a la caza con perros salvajes. Huye y no te detengas, pues pasa a cuchillo a todo extranjero que le sale al paso. No sé bien las razones de por qué obra así. Prefiero guardar silencio; en nada te ayudaría saberlo.

TEUCRO.– Llevas razón, mujer. Que los dioses te sean favorables a cambio de tu bien comportamiento. La verdad es que tu cuerpo es igual al de Helena, en cambio tu interior no es el mismo, es bien distinto ¡Ojalá muera ella de mala muerte y no vuelva jamás a las orillas del Eurotas! En lo que a ti respecta, mujer, que seas siempre feliz.

HELENA.– ¿Qué gran lamento lanzaré que se adecúe al tamaño de mis enormes pesares? ¿A qué musa acudiré con lágrimas, lamentos y dolores?

ESTROFA 1ª (Helena)

Sirenas aladas, hijas de la Tierra /Ojalá acompañarais mis lamentos al son de la flauta /O de la siringa o de la lira/Respondiendo con lágrimas a mis lágrimas /Con sufrimientos a mis sufrimientos /Con cantos a mis cantos./Que  Perséfone me envíe vuestra fúnebre música /Uniéndose a mis lamentos /Y así recibirá en sus moradas tenebrosas/ El canto de dolor bañado en lágrimas /Que dedico a los muertos subterráneos.

CORO (formado por mujeres de Esparta, cautivas de Egipto.)

Estaba yo sentada junto al agua azul / poniendo a secar sobre hierbas y juncos los peplos púrpura,/ cuando un lamento ha cortado el aire / y un clamor se ha escuchado, un canto de dolor / que exhalaba mi dueña entre gemidos y sollozos / como si se tratara de una Náyade o Ninfa / que huyendo por los montes emite tristes cantos / al tiempo que denuncia entre las rocas con sus gritos / los amores de Pan.

HELENA

Botín de naves bárbaras, doncellas de los griegos/ha venido, ha venido hasta aquí a traerme llanto y más llanto un navegante aqueo./ Troya es una hoguera. Y todo por mi culpa,/ causa de tantas muertes, torrente de desgracias./Buscó la muerte Leda con nudo corredizo/por el dolor que mi deshonra le produjo./Mi esposo, errante tanto tiempo por el mar, ha perecido;/han desaparecido Cástor y su hermano, honor gemelos de la patria;/se han ido tras dejar la tierra tremolante/ por cascos de caballos. Y nada queda ya a orillas del Eurotas rico en juncos/de gimnasios testigos de empeños juveniles.

CORO

¡Ay, ay! ¡qué lamentable tu suerte y tu destino! /Has llevado una vida desgraciada/ desde el día en que Zeus te engendró de tu madre/brillando por el éter, bajo el plumaje de un cisne blanco./¿Qué desgracia jamás se ha apartado de ti?/ ¿Qué sufrimiento te falta por sufrir?/Ha muerto tu madre;/tampoco son felices los hijos gemelos engendrados por Zeus,/ y tú, mi señora, no puedes contemplar los umbrales paternos./ Por ciudades se extiende ya el rumor/de que compartes el tálamo de un bárbaro;/ya nunca más verás la felicidad en el palacio de tus padres.

HELENA

¡Ay, ay! ¿Qué frigio o qué heleno taló aquel pino / que llenaría a Ilión de llanto?/ Del pino aquél hizo el hijo de Príamo su nave de muerte/  y hasta mi hogar llegó buscando mi nefasta belleza/ con marineros bárbaros./ Con él viajaba Cirpis, amiga de las trampas y del crimen/ portadora de muerte para dánaos./ ¡Desdichada de mí entre tantas desgracias! /Hera, la diosa venerable abrazada por Zeus en su trono de oro,/ envió a Hermes, hijo veloz de Maya,/ quien me arrebató a través del éter/ y me trajo a esta tierra desgraciada / mientras cogía frescas rosas que ponía en mi peplo/ que luego ofrecía a la diosa de broncínea morada./ Así me convirtió en causa de la guerra -desdichada de mí-/ entre la Hélade y los hijos de Príamo./ Desde entonces, a orillas del Simunte/ mi nombre arrastra una engañosa mala fama.

CORIFEO.– Que sufres dolores lo sé. Pero hay que sobrellevar lo mejor posible las fatalidades de la vida.

HELENA.– Mujeres, amigas mías, ¿a qué yugo del destino estoy uncida? ¿Acaso me dio a luz mi madre para ser un prodigio para los hombres? Ninguna mujer, griega o bárbara, ha dado a luz a sus hijos a partir de un huevo blanco, como del que cuentan que Leda me dio a luz a mí, de Zeus. Mi vida y todo lo mío es un prodigio y ello por Hera, por causa de mi belleza. ¡Ojalá pudiera borrarse como se borra una pintura! ¡Ojalá pudiera tomar una figura fea en vez de hermosa! ¡Ojalá los griegos olvidaran la mala fortuna que tengo ahora y conservaran el recuerdo de la que no es mala igual de bien que conservan ahora el de la mala! Cuando uno tiende su mirada a una suerte favorable y ésta se transforma en desfavorable por obra de los dioses, la situación aunque cargante, es soportable. Pero es que a mí me abruma no una, sino muchas desgracias. Lo primero de todo, siendo como soy inocente, resulto ser infame, porque peor que el hecho mismo del mal es que le acusen a uno de males que no ha cometido. Además los dioses me expulsaron de mi tierra y me han traído hasta estas gentes bárbaras. Aquí, privada de mis seres queridos, soy una esclava yo, que procedo de hombres libres. Porque aquí todos los bárbaros son esclavos excepto uno. La única ancla que sostenía la barca de mi esperanza es que regresaría algún día mi esposo y me libraría de mis males; pero él ha muerto; ya no existe. Ha perecido mi madre y yo soy su asesina y se me acusa injustamente, aunque la culpa es mía. La que fue el esplendor de mi casa, mi hija, sigue virgen, sin casar, viendo cómo van encaneciendo sus cabellos. No existen tampoco los dos hijos de Zeus, los llamados Dioscuros. Así, rodeada de tantas desgracias perezco, aunque realmente no esté muerta. Y el colmo: si volviera a la patria, me impediría el acceso, pensando que la Helena que fue a Troya debería haber vuelto con Menelao. Pues si viviera mi esposo, nos reconoceríamos por señas que sólo él y yo conocemos. Pero ahora eso no es posible y él nunca logrará ponerse a salvo. ¿Por qué sigo viva aún? ¿Qué suerte me queda? ¿Casarme para librarme de mis desgracias y compartir una mesa opulenta con un bárbaro? Pero cuando un marido se hace arisco a la mujer también se hace arisco el propio cuerpo, y es mejor morir. ¿Cómo no va a resultar hermosa mi muerte? Ahorcarse es algo ignominioso incluso para los esclavos. Degollarse es más gallardo y más noble, y es pequeño el instante que nos aparta de la vida. ¡A qué abismo de males he ido a dar! Las demás mujeres son felices por la belleza, pero esa belleza ha sido la causa de mi perdición.

CORIFEO.– Helena, no creas que todo lo que ha dicho el extranjero recién llegado, quienquiera que sea, es verdad.

HELENA.– Al menos dijo claramente que mi esposo había muerto.

CORIFEO.– Muchas historias tienen un fundamento en hechos que no son ciertos.

HELENA.– Por el contrario otros muchos los tienen en hechos que son verdaderos.

CORIFEO.– Al parecer prestas más atención a lo malo antes que a lo bueno.

HELENA.– Es que el miedo mismo me envuelve y me lleva al temor.

CORIFEO.– ¿Con qué apoyo cuentas en esta mansión?

HELENA.– Todos son mis amigos excepto el que pretende mi matrimonio.

CORIFEO.– ¿Sabes qué has de hacer? Aléjate ya de esta tumba.

HELENA.– ¿Qué pretendes con estas palabras?

CORIFEO.– Entra y pregúntale a Teónoe, la hija de la nereida marina que tiene conocimiento de todo, si vive aún tu esposo, o si por el contrario no ve ya la luz del sol. Cuando sepas lo que ha sucedido con exactitud puedes alegrarte o llorar. ¿Qué sentido tiene sufrir sin tener un cabal conocimiento de los hechos? Obedece. Abandona esta tumba y ve en busca de la doncella que redimirá tu ignorancia. ¿Por qué, si dentro de esta casa puedes conseguir una información cierta, has de ir a otro lugar más lejano a buscarla? Me gustaría acompañarte a palacio y prestar atención a los oráculos que te pueda dar la muchacha. Una mujer debe compartir los sufrimientos con otra mujer.

HELENA.–  Acepto, amigas, vuestros consejos. Acudid al palacio para que ya dentro sepáis la verdad de mis pesares.

CORO.– Te diriges a quien está dispuesta a seguirte voluntariamente.

HELENA.– ¡Oh día infausto! Que malas noticias tengo que oír una vez más, ¡desdichada de mí!

CORO.– Amiga, no te lamentes por anticipado profetizando desgracias.

HELENA.– ¿Cuál habrá sido la suerte de mi desdichado esposo? ¿Verá tal vez la luz, el carro del sol siguiendo el curso de los astros o estará tal vez bajo tierra sufriendo un destino eterno?

CORO.– Sea lo que sea, ponte siempre en el punto de vista más positivo.

HELENA.– Ribereño Eurotas de verdes cañas, yo te invoco y te juro que, si se lleva a buen ´termino el rumor que dice que mi esposo ha muerto, ...

CORO.– ¿Por qué dices esas palabras tan incomprensibles?

HELENA.– Colgaré mi cuello de un nudo asesino o atravesaré mi cuerpo con helado hierro en golpe seco haciendo brotar sangre de mi garganta, como víctima para las tres diosas y para el hijo de Príamo, que antiguamente cantó con la siringa en su honor, en sus establos.

CORO.– ¡Aparta de mí estas desgracias! Que seas feliz.

HELENA.– ¡Ay Troya, Troya desdichada! Has sido aniquilada por acciones que nunca se han llevado a cabo y has tenido que soportar grandes desgracias. Mucha sangre, muchas lágrimas han engendrado las gracias con las que Afrodita me colmó. No han aportado más que dolor añadido al dolor, sufrimiento añadido al sufrimiento, llanto añadido al llanto. Las madres perdieron a sus hijos y las muchachas jóvenes, hermanas de los muertos, han cortado sus cabellos y los han depositado a la orilla del Escamandro. Toda la Hélade es un grito, un clamor unánime de dolor y está rota en llantos, golpea con sus manos la cabeza y surca con las uñas las tiernas mejillas. ¡Feliz tú, Calisto, muchacha en la Arcadia, que hace mucho tiempo compartiste el lecho con Zeus bajo la forma de un animal de cuatro patas! Mejor fue tu suerte que la de mi madre. Porque, al transformarte en un animal de un animal peludo, pero de ojos tiernos, que suavizaban tu aspecto, aliviándose así  tu dolor. Mejor fue tu suerte, también, hija de Mérope la Titánide, a la que Ártemis transformó en cierva con los cuernos de oro, y te alejó, hace tiempo ya, de sus coros, castigándote por tu belleza. Mi cuerpo ha sido la perdición para la fortaleza de los Dárdanos y ha sido semilla de perdición también para los aqueos.

(Helena entra para consultar con Teónoe. Por la derecha aparece Menelao, maltrecho y con los vestidos hechos jirones.) 

MENELAO.– ¡Oh Pélope, que competiste en un certamen de cuadrigas con Enomao antaño en Pisa! Ojalá hubieras muerto entonces, cuando se te invitó a participar en un banquete entre los dioses, antes de engendrar a Atreo, mi padre, quien a su vez engendró a Aérope, a Agamenón y a mí, Menelao, una famosa pareja. Porque me parece digno de fama –lo digo sin jactancia– trasladar por mar una expedición militar hasta Troya no como un tirano, que habría recurrido para ello a la fuerza, sino que en este caso los más jóvenes de Grecia se prestaron a estar a mis órdenes por su propia voluntad. Algunos de quienes vinieron conmigo ya no existen; y otros que han logrado escapar de los peligros acaecidos en el mar, han regresado a sus hogares llevando los nombres de los muertos. Yo, Menelao, desdichado desde que aniquilé las torres de Ilión, ando errante sobre las olas del azulado mar y pese a que mi deseo es regresar a mi patria, los dioses piensan que no soy merecedor de ello. He navegado las cosas de Libia, inhóspitas, desiertas; el viento me empuja para atrás en cuanto intento acercarme a mi patria y nunca un soplo de viento favorable ha henchido las velas de mis naves, a fin de hacer posible el regreso a mi tierra. Y ahora, como un náufrago desdichado, he venido a dar a esta tierra tras haber perdido a mis amigos. Mi nave ha quedado hecha pedazos estrellada contra las rocas. De todas las partes de las que constaba, sólo la quilla ha quedado intacta. Sobre ella precisamente he logrado salvarme merced a un golpe inesperado del destino. Salvarme yo y salvar a Helena a la que tengo junto a mí tras haberla sacado a la fuerza de Troya. No sé cuál es el nombre de esta tierra ni cuál es su pueblo. Y me resulta vergonzoso comparecer ante sus gentes, no sea que al verme, en este estado lamentable, me pregunten por mi aspecto cochambroso, ya que me da vergüenza, y quería ocultar mi desgracia. Pues cuando a un hombre que está en lo más alto le van mal las cosas, sufre más que quien siempre ha sido desgraciado, precisamente porque no está acostumbrado a ello. La necesidad me acosa. No tengo comida ni vestidos con que cubrir mi piel. Lo que llevo son residuos del naufragio; a la vista está. Los peplos, los vestidos magníficos de antaño me los ha arrebatado el mar. En el interior de una cueva tengo escondida a quien ha sido la causa de todas mis desgracias, a mi esposa. Y he llegado hasta aquí tras dejar a los compañeros que han logrado sobrevivir, encargados de su custodia.  Aquí estoy, solo, sin más deseo que procurarme lo que necesitan los amigos que esperan allí en la cueva. Me he acercado al ver esta mansión rodeada de murallas, estas puertas fastuosas, propias sin duda de algún hombre acaudalado. Los que andan por el mar tienen la esperanza de conseguir algo precisamente de las mansiones de los ricos. Sin embargo, de aquella gente que no tiene ni siquiera lo necesario para vivir, difícilmente podríamos conseguir una ayuda, aunque ellos quisieran dárnosla de buen grado. ¡Vamos! ¿No va a salir de la casa un vigilante o portero que transmita mis desgracias a los de dentro? (Sale entonces una anciana que ejerce de vigilante de las puertas.)

ANCIANA.– ¿Quién anda ahí, delante de las puertas? ¿No vas a alejarte del palacio? Vas a molestar a mis señores si sigues plantado ahí, a la entrada. O vas a morir porque se ve que eres griego de nacimiento y para los griegos no hay retorno posible a su tierra.

MENELAO.– ¡Anciana! Está bien, está bien. De acuerdo. Voy a hacerte caso... ¡Vamos! No te enfades.

ANCIANA.– ¡Lárgate! Mi misión consiste en que ninguno de los griegos se acerque a este palacio.

MENELAO.– ¡Eh! ¡No me pongas la mano encima! ¡No me empujes!

ANCIANA.– No haces caso a lo que te digo; tú eres el culpable.

MENELAO.– Entra y anúnciame a tus señores.

ANCIANA.– Amargo sería para mí el castigo, creo, si transmitiera tus palabras.

MENELAO.– Vengo como náufrago extranjero, soy intocable.

ANCIANA.– Vete entonces a otra casa cualquiera.

MENELAO.– No, yo quiero entrar en ésta. Y tú hazme caso ahora.

ANCIANA.– ¡Qué pesado eres! Enseguida va a haber que expulsarte por la fuerza.

MENELAO.– ¡Desdichado de mí! ¿Dónde está mi ilustre ejército?

ANCIANA.– En otro lugar, sin duda, fuiste respetable; aquí, desde luego, no.

MENELAO.– ¡Ay destino mío! De qué forma tan indigna me deshonran.

ANCIANA.– ¿Por qué bañas tus párpados en lágrimas? ¿A quién suplicas ahora?

MENELAO.– A mi feliz situación de antes.

ANCIANA.– Y ¿por qué no vas a ofrecer esas lágrimas a tus amigos, largándote de aquí?

MENELAO.– ¿Qué tierra es esta? ¿De qué rey es este palacio?

ANCIANA.– Proteo habita estas mansiones, y esta tierra es Egipto.

MENELAO.– ¡Desdichado de mí! ¡Adónde he ido a dar en mi navegación!

ANCIANA.– ¿Qué tienes que decir del Nilo esplendoroso?

MENELAO.– No tengo nada que reprocharle; lo que lamento es mi destino. ANCIANA.– A muchos les va mal. Tú no eres el único.

MENELAO.– ¿Hay dentro de la casa alguien a quien llaméis “el señor”? ANCIANA.– Esa es su tumba. Su hijo es el rey de esta tierra.

MENELAO.– ¿Y dónde podría encontrarse ahora? ¿Fuera o en su palacio?

ANCIANA.– Dentro no está. Para los griegos, de todas maneras, es el peor enemigo. Helena está dentro de esta mansión, Helena la hija de Zeus.

MENELAO.– ¿Cómo, Menelao? ¿Y cuál es la causa de esa hostilidad por la que yo, al parecer, recibo estos beneficios?

ANCIANA.– ¿Dices…? ¿Qué palabra has dicho? Dila otra vez.

ANCIANA.– La hija de Tindáreo, la que estaba antes en Esparta.

MENELAO.– ¿De dónde ha venido? ¿Qué significa esto?

ANCIANA.– Ha llegado procedente de tierra lacedemonia.

MENELAO.– ¿Cuándo? ¿No me habrán arrebatado de la cueva a mi esposa sin darme yo cuenta?

ANCIANA.– No; antes de que los aqueos marcharan a Troya, ella llegó allí. Pero… ¡vete de palacio! ¡Márchate! Aquí, en esta mansión el destino del tirano es preocupante. No has llegado en buena hora. Si mi amo te apresa, tu regalo de hospitalidad será la muerte. Yo estoy bien dispuesta para con los griegos y, si te he dicho palabras hirientes, es porque temo a mi amo. (Se retira la anciana, y entra en palacio)

MENELAO.– ¿Qué diré? Acabo de escuchar desgracias aún peores que las de antes. Porque resulta, al parecer, que he traído hasta aquí desde Troya a la esposa que me habían raptado, a la cual he puesto a salvo en una cueva y que otra mujer que tiene el mismo, sí, el mismo nombre, habita este palacio. Y me ha dicho que es la hija de Zeus. ¿Es que puede existir a orillas del Nilo un hombre que se llame Zeus? Sólo hay un Zeus y está en el cielo. ¿Dónde va a haber otra Esparta sino la bañada por las aguas del Eurotas de hermosos juncos? Tindáreo sólo se ha llamado alguien una sola vez. ¿Hay otra tierra que se llame Lacedemonia o Troya? No sé qué decir, pues, a lo que parece, hay muchas ciudades y muchas mujeres por el ancho mundo que tienen el mismo nombre. Y a nadie le extraña.  Ahora bien, no pienso huir, por más que una esclava me amenace. No hay hombre alguno de carácter tan bárbaro capaz de negarme el sustento tras escuchar mi nombre. Famoso es el incendio de Troya y yo, Menelao, que lo prendí no soy precisamente desconocido en cualquier lugar. Voy a esperar al dueño del palacio. Dos posiciones cautelosas tengo: si veo que es un tipo cruel, me escondo y me largo hasta donde están los restos del naufragio; pero si es asequible le pediré lo que necesito para poner remedio a mi lamentable situación. El colmo de las desgracias para mí que soy rey es tener que pedirles a otros reyes lo más elemental para vivir. Y no es un dicho mío, lo dice un sabio proverbio: no hay nada más fuerte que la necesidad.

CORO.– He oído lo que anunció en palacio la doncella que interpreta los oráculos; /que Menelao aún no ha ido al Erebo de negra luz/ ni se encuentra oculto bajo tierra;/ antes bien, vagabundo, desdichado, sin amigos,/ anda errante por las olas del henchido mar/  sin tocar siquiera puertos ni costas de su patria. Desde que abandonó la tierra de la Tróade,/ va dando tumbos a golpe de remo (Sale Helena. Se dirige de nuevo a la tumba de Proteo.)

HELENA.– Regreso ahora junto a la tumba, una vez que he conocido las palabra amigas de Teónoe, que todo lo sabe con exactitud. Afirma sin duda alguna que mi esposo está vivo, que ve la luz del sol, que sin rumbo navega dando tumbos por el mar infinito. Y que un día regresará una vez que haya encontrado el final de sus sufrimientos. Solamente una cosa no ha dicho; si logrará salvarse cuando llegue. No he querido preguntarle pues me alegré cuando me dijo que se encontraba sano y salvo. Me dijo también que estaba cerca de esta tierra, como náufrago en compañía de unos pocos amigos. ¡Ay de mí! ¡Cuándo llegarás! ¡Cómo te añoro! ¡Cómo anhelo tu regreso! (Ve a Menelao. Retrocede asustada. Se sienta en la tumba.) ¿Quién es ese? ¿Acaso he caído en una trampa por las maquinaciones del impío hijo de Proteo? ¿No voy a correr hacia su tumba como una potra veloz o cual bacante movida por su dios? ¡Oh! ¡Qué salvaje aspecto del tipo éste que intenta atraparme!

MENELAO.– Tú, que, en carrera como si compitieras con alguien, acudes presurosa a las gradas de esta tumba y a las columnas en las que arde fuego, detente. ¿Por qué huyes? Al ver tu cuerpo, me he quedado pasmado y no puedo hablar.

HELENA.– ¡¡Me ofenden, mujeres!! Por parte de este hombre se me intenta apartar de la tumba y, tras cogerme, pretende entregarme al tirano cuya boda rechazo.

MENELAO.– No soy un ladrón ni el sirviente de un hombre malvado.

HELENA.– ¡Bueno! Ciñes tu cuerpo con una vestimenta impresentable.

MENELAO.– Detén tu pie ligero. No temas.

HELENA.– Ahora que ya toco este lugar, me detengo.

MENELAO.– ¿Quién eres, mujer? ¿Qué aspecto es el tuyo, el que tengo ante mis ojos?

HELENA.– ¿Y tú quién eres? Yo misma te devuelvo la misma pregunta.

MENELAO.– Nunca he visto una figura tan parecida...

HELENA.– ¡Oh dioses! Pues el conocer a los seres queridos es un don de los dioses.

MENELAO.– ¿Eres griega o eres mujer de este país?

HELENA.– Soy griega. Pero quiero saber lo que a ti se refiere.

MENELAO.– Mujer. Veo que te pareces muchísimo a Helena...

HELENA.– … Y tú a Menelao. No sé qué decir.

MENELAO.– Has reconocido con exactitud al hombre más desventurado. (Helena se acerca y le toca con sus manos.) HELENA.– ¡Qué tarde llegas a las manos de tu esposa! MENELAO.– ¿De qué esposa? No toques mis harapos.

HELENA.– A la que te dio Tindáreo, mi padre.

MENELAO.– ¡Oh Hécate, portadora de antorchas! ¡Envíame visiones propicias!

HELENA.– Ya ves que no soy un fantasma nocturno que sirva a Enodia.

MENELAO.– Pues yo no puedo ser esposo de dos mujeres.

HELENA.– ¿De qué otra mujer eres esposo?

MENELAO.– De la que yace en la cueva y he traído de Frigia.

HELENA.– Yo soy la única mujer que ha sido tuya; ninguna otra lo ha sido.

MENELAO.– ¿Es posible que mi mente esté sana, pero mis ojos enfermos?

HELENA.– Al verme ¿no te parece estar viendo a tu esposa?

MENELAO.– Tu cuerpo desde luego es semejante, pero la certeza me impide...

HELENA.– (Señalándose) Fíjate ¿Qué más necesitas? ¿Quién me conoce mejor que tú?

MENELAO.– Te pareces, eso desde luego no puedo negarlo.

HELENA.– ¿Quién te lo va a enseñar mejor que tus propios ojos?

MENELAO.– Ahí está el fallo, en que tengo otra esposa.

HELENA.– Nunca fui a tierra troyana; era una imagen mía.  

MENELAO.– ¿Pero quién puede fabricar cuerpos que vean?

HELENA.– El éter, de donde una divinidad formó a la mujer que ahora tienes.

MENELAO.– ¿Cuál de los dioses la modeló? Dices cosas increíbles.

HELENA.– Hera me cambió a fin de que Paris no me llevara consigo.

MENELAO.– Entonces, ¿cómo es que estabas, a la vez, aquí y en Troya?

HELENA.– El nombre tal vez pueda estar en muchas partes, pero el cuerpo no.

MENELAO.– Déjame, bastantes desgracias tengo ya.

HELENA.– ¿Y vas a abandonarme a mí y te vas a llevar a una esposa postiza?

MENELAO.– ¡Adiós! a ti, que te pareces a Helena.

HELENA.– Estoy perdida. Después de tener a mi esposo, resulta que ya no lo tengo.

MENELAO.– Me convence la magnitud de mis pesares, no tú, desde luego.

HELENA.– ¡Ay de mí! ¿Quién puede haber más desdichada que yo? Me abandonan los seres más queridos y nunca más volveré a ver a los griegos, ni regresaré a mi patria jamás. (Aparece un mensajero,  que ha naufragado con Menelao)

MENSAJERO 1º.– ¡Menelao! Menos mal que doy contigo tras haber andando buscándote por esta tierra bárbara enviado por los compañeros que dejaste allí.

MENELAO.– ¿Qué ocurre? ¿Es que os han atacado los bárbaros?

MENSAJERO 1º.– No. ha pasado algo increíble. Algo que no se puede explicar con palabras. 

MENELAO.– ¡Vamos, habla! Con esta precipitación, es que vas a darme una noticia importante.

MENSAJERO 1º.–  Digo que has aguantado infinitos dolores absolutamente para nada.

MENELAO.– No. Estás lamentándote por sufrimientos ya pasados ¿Qué es lo que vienes a anunciar?

MENSAJERO 1º.– Se ha ido tu esposa a los repliegues del éter sin que la haya visto nadie. Está oculta en el cielo tras haber dejado la sagrada cueva en la que nosotros la teníamos a buen recaudo. Y dijo tan sólo estas palabras: “¡Ay desdichados, frigios y vosotros aqueos todos, por mi causa moríais en la ribera del Escamandro por instigación de Hera y pensando que Paris tenía a Helena sin que realmente la tuviera! Y, sin embargo, yo, una vez que he esperado todo el tiempo que tenía que esperar y tras salvar el tiempo decretado por la Moira, me voy al cielo, que es mi padre. Y la desdichada hija de Tindáreo, sin ser culpable de nada ha tenido que aguantar que se hablara muy mal de ella”. (De repente ve a Helena)

¡Salud, hija de Leda! ¿Es que estabas aquí? ¡Y yo que estaba anunciando que te habías ido hasta los astros, sin saber que tenías un cuerpo provisto de alas! No voy a permitir que nos tomes el pelo por segunda vez. Bastantes dolores nos causaste ya en Ilión a tu esposo y a sus aliados.

MENELAO.– Exactamente. Tus palabras coinciden con las de ella. ¡Oh día anhelado, que me permite tomarte nuevamente en mis brazos! (Hace ademán de abrazarla)

HELENA.– ¡Oh Menelao, el más querido de los hombres! Tu ausencia ha sido larga, pero ya está aquí la alegría de volver a verte.

Amigas, he tomado contenta a mi esposo; puedo abrazarlo tras una ausencia de tantos y tantos soles.

MENELAO.– Y yo a ti. Tengo tantas cosas que contarte, que no sé por dónde empezar.

HELENA.– Estoy tan contenta, que se me ponen los pelos de punta; derramo lágrimas y te abrazo. ¡Qué gusto estrecharte entre mis brazos, esposo mío!

MENELAO.– ¡Oh queridísima visión! Ya no me falta nada. Te tengo ya a ti, hija de Zeus y de Leda, a quien bajo las antorchas, los hermanos de blancos caballos desearon una y otra vez felicidad; a ti, a quien una divinidad apartó de mi lado para llevarte hasta un destino mejor. Nos ha reunido a ti y a mí, que soy tu esposo, una afortunada desgracia después de mucho tiempo. Ojalá nos acompañe, por fin, la buena fortuna.

CORIFEO.– Ojalá. Al menos, eso imploro yo también, pues de dos personas no puede ser una desgraciada y otra no.

HELENA.– Amigas, amigas, ya ni me lamento, ni me quejo de todo lo que he sufrido anteriormente. Ya tengo a mi esposo, al que esperaba que regresara de Troya después de tantos años.

MENELAO.– Me tienes y yo a ti; han pasado innumerables soles hasta que percibí, por fin, los designios de la diosa. Mis lágrimas te son alegres; tienen más de alegría que de pena.

HELENA.– ¿Qué puedo decir? ¿Quién de los mortales habría esperado una cosa así? De forma inesperada te estrecho contra mi pecho.

MENELAO.– ¡Y yo que creía que había ido hasta la fortaleza de Troya y sus torres desdichadas…! Pero, por los dioses, ¿cómo te sacaron de mi palacio?

HELENA.– ¡Ay, ay! Me llevas a pasadas amarguras. ¡Ay, ay! Amarga es la historia que deseas conocer.

MENELAO.– Habla, porque hay que oír todos los regalos que nos dan los dioses.

HELENA.– No me llevó ningún remo alado; no fui al lecho de ningún bárbaro, ni me llevaron las alas de unas bodas pasionales. MENELAO.– Entonces, ¿qué dios o qué fuerza del destino te arrebataron de la patria?

HELENA.– El hijo de Zeus, el hijo de Zeus me condujo al Nilo.

MENELAO.– ¡Fantástico!  ¿Y quién lo envió? ¡Extrañas historias!

HELENA.– Lloré a raudales y mojo ahora mis pupilas con mis lágrimas. La esposa de Zeus es la que causó mi perdición.

MENELAO.– ¿Hera? ¿Y qué razones tenía para hacernos daño?

HELENA.– ¡Ay, malditos baños y malditas fuentes en las que los dioses pusieron a brillar sus cuerpos, de donde arranca el juicio aquél!

MENELAO.– ¿Y Hera, precisamente, por el juicio aquél te causó todos esos sufrimientos?

HELENA.– Sí, para desposeer a Paris...

MENELAO.– ¿Cómo? Explícate.

HELENA.– A Paris, a quien me había prometido Cipris.

MENELAO.– ¡Ay desdichada!

HELENA.– Sí, desdichada, pobre de mí. Así me trajo a Egipto.

MENELAO.– Y en tu lugar, según escucho que dices, le dio un fantasma.

HELENA.– ¡Cuántos sufrimientos! ¡Cuántos sufrimientos, madre, en tu palacio! ¡Ay de mí!

MENELAO.– ¿Qué dices?

HELENA.– Ya no existe mi madre. Colgó su cuello de un lazo, avergonzada por mi matrimonio adúltero.

MENELAO.– ¡Ay de mí! ¿Y vive Hermíone, nuestra hija?

HELENA.– Sin casar y sin hijo, esposo mío, lamenta aquella boda mía, que no fue boda.

MENELAO.– ¡Oh Paris, que causaste la ruina total de mi palacio. Tú también has perecido y, contigo, miles y miles de Dánaos armados con el bronce!

HELENA.– Y a mí me ha echado fuera de la patria un dios amigo, desventurada y maldita, lejos de la patria, lejos de mi ciudad y lejos de ti el día en que dejé tu palacio y tu lecho, pero no en aras de una boda ignominiosa.

CORIFEO.– Si de cara al futuro la suerte os es favorable, quizá podría compensaros de las desgracias que habéis sufrido hasta ahora. MENSAJERO 1º.– ¡Menelao! Hazme a mí también partícipe de este disfrute, aunque no sé muy bien de qué se trata.

MENELAO.– Anciano, comparte la conversación con nosotros.

MENSAJERO 1º.– (Señalando a Helena) ¿No es ésta el premio a nuestros pesares en Ilión?

MENELAO.– No es ésta, por los dioses. Nos han engañado. Entre nuestras manos no tuvimos sino una... “estatua hecha de nube”.

MENSAJERO 1º.– ¿Qué dices? ¡Tanto padecimos por una pura y simple nube!

MENELAO.– Sí. Ésta es la verdadera. Haz caso a mis palabras.

MENSAJERO 1º.– ¡Oh hija! ¡Qué complicada y qué compleja es la divinidad! ¡Con qué facilidad vuelve todo de acá para allá y de allá para acá! Un hombre sufre; el otro que al principio no sufre muere después de muerte lamentable sin haber podido disfrutar nunca de buena suerte. (A Helena) Tu esposo y tú habéis tenido que sufrir a base de bien. Tú, por lo que se ha hablado de ti; y él, por sus arduas tareas con la lanza. Y, a pesar de que puso gran empeño, nunca pudo tener lo que quería. En cambio, ahora, de manera totalmente espontánea, tiene el bien más anhelado. Ni a tu anciano padre ni a los Dioscuros has deshonrado, ni has hecho nada de lo que se te atribuye. Me pongo a recordar ahora tu boda, y de nuevo me acuerdo de las antorchas que portaba yo corriendo junto al carro tirado por cuatro caballos. Y tú, sentada en el carro en compañía de este hombre (señala a Menelao) abandonaste la próspera casa paterna ya casada. El que no respeta a sus amos y no comparte con ellos las alegrías y las desgracias es una mala persona. Yo, pese a que nací humilde, ojalá pudiera contarme entre los esclavos bien nacidos; aunque no tenga libre ni el nombre, tenga al menos libre la mente. Mejor es esto que tener que aguantar un hombre solo la doble desgracia de tener mal corazón y encima verse obligado a obedecer a los demás en calidad de esclavo.

MENELAO.– ¡Ay, anciano! Mucho has padecido por mí en la batalla, pero ahora, en cambio, partícipe ya de mi buena suerte, vete a anunciar a mis compañeros que quedaron allí, en la gruta, abandonados, qué bien nos van ahora las cosas; que nos aguarden en la costa dispuestos a afrontar las situaciones que, al parecer, me esperan aún  y que, caso que logremos rescatar a Helena de esta tierra, se dispongan a compartir su suerte con nosotros y a escapar, si podemos, de estos bárbaros.

MENSAJERO 1º.– Así será, señor. Ahora es cuando comprendo qué fatuo y lleno de mentiras está el mundo de los adivinos. Nada hay sano ni en la llama que arde ni en los trinos de los pájaros. Es una tontería pensar que las aves pueden ser útiles a los mortales. Por ejemplo, Calcante no dijo nada a los suyos al ver que morían... por una nube, ni se lo dijo al ejército; ni tampoco lo hizo Héleno cuya ciudad fue destruida, podríamos decir, inútilmente. ¿No podría decirse que era la decisión de una divinidad? Entonces ¿a cuenta de qué consultamos los oráculos? Hay que sacrificar y hacer peticiones a los dioses, pero dejando a un lado los oráculos. No son más que una especie de veneno para los humanos. Nadie se ha hecho rico sin trabajar, sólo con las llamas de los sacrificios. El mejor adivino es sin duda la cordura y la sensatez. (Se va)  

CORIFEO.– Comparto con este anciano la opinión sobre los adivinos. Quien tiene a los dioses por amigos tiene el mejor oráculo. HELENA.– (A Menelao) ¡Bueno! Al menos ahora las cosas van bien. Pero, ¿cómo has podido llegar sano y salvo desde Troya hasta aquí? No hay ninguna utilidad en saberlo; pero hay siempre un deseo, en quien ama, de conocer las desventuras de la persona amada.

 MENELAO.– ¡Uf! Muchas cosas preguntas de una vez. ¿Qué podría contar de nuestro desastre en el Egeo? ¿Te hablaré de Nauplio y de sus hogueras alevosas en Eubea? ¿Te hablaré de Creta, de Libia, de las ciudades a las que he ido y he vuelto, y de la famosa atalaya de Perseo junto a la desembocadura del Nilo? Mi relato no llegaría a colmar tu curiosidad y encima reviviría mis dolores al contarte mis males, siendo así doble el sufrimiento que experimentaría.

HELENA.– Tienes razón. Mejor ha sido tu respuesta que mi pregunta. Pero dime; olvídate de lo demás y dime simplemente una cosa.

¿Cuánto tiempo te has consumido errante sobre las espaldas del mar?

MENELAO.– Tras pasar diez años en Troya, he pasado otros siete años en mis naves.

HELENA.– ¡Ay, ay! Es mucho tiempo. Y, tras lograr salvarte en Troya, vienes hasta aquí para ser degollado.

MENELAO.– ¿Cómo dices? Mujer, estás buscando mi perdición.

HELENA.– Márchate cuanto antes de esta tierra porque vas a encontrar la muerte a manos de quien posee este palacio.

MENELAO.– ¿Y qué he hecho yo para merecer esta desgracia?

HELENA.– Vienes de forma inesperada y eres un obstáculo para mi boda.

MENELAO.– ¿Es que alguien quiere casarse con mi esposa?HELENA.– Sí, ésta es la afrenta que tengo que afrontar yo. MENELAO.– ¿Y quién es? ¿Alguien independiente y poderoso o el dueño y señor de este país?

HELENA.– Es el rey de esta tierra, el hijo de Proteo.

MENELAO.– Entonces ya está claro el enigma aquel que aún resuena en mis oídos, que me dijo la anciana portera. HELENA.– ¿Ante qué puertas bárbaras te has apostado?

MENELAO.– Ante éstas, de las que fui expulsado como un mendigo.

HELENA.– No irías buscando el mínimo sustento. ¡Desdichada de mí!

MENELAO.– De hecho eso hacía, aunque de nombre no me hice llamar mendigo.

HELENA.– Entonces sabrás, por supuesto, todo lo referente a mi boda.

MENELAO.– Lo sé, pero no puedo decir si has logrado rehuirla.

HELENA.– Tienes que saber que he mantenido impoluto mi lecho para ti.

MENELAO.– ¿Quién podrá darme garantías de ello? Lo que dices, si es verdad, es estupendo.

HELENA.– ¿Ves qué sencillo el lugar donde estoy junto a la tumba?

MENELAO.– ¡Desdichada! Veo tan sólo unas hojas. Y eso ¿qué tiene que ver contigo?

HELENA.– Aquí es donde suplico una y otra vez, tratando de evitar mi boda.

MENELAO.– ¿Por qué no hay aquí un altar...? ¿O es que sigues las normas de los bárbaros?

HELENA.– Esa tumba me ha protegido como si fuera los templos de los dioses.

MENELAO.– ¿Entonces no puedo llevarte en mi nave?

HELENA.– Te espera la espada antes que mi lecho.

MENELAO.– Soy, sí, el más desgraciado de los mortales.

HELENA.– No te avergüences; huye de esta tierra.

MENELAO.– ¿Cómo? ¿Dejándote aquí? He arrasado Troya por ti.

HELENA.– Mejor es eso que te maten por compartir mi lecho.

MENELAO.– Has dicho palabras indignas de mí y de Ilión.

HELENA.– Si es que estás pensando en ello, no pienses que vas a poder matar al rey.

MENELAO.– ¿Es que no tiene un cuerpo traspasable por la espada?

HELENA.– Ya lo sabrás. Atreverse a algo imposible no es propio de un hombre sensato.

MENELAO.– ¿Entonces qué hago? ¿Ofrezco mis manos para que me las aten sin decir nada?

HELENA.– Has llegado a un punto de difícil solución, no tienes salida. Hay que ingeniar algo.

MENELAO.– Mejor es morir haciendo algo que sin hacer nada.

HELENA.– Sólo tenemos un atisbo de esperanza para salvarnos.

MENELAO.– ¿El soborno, la audacia o las palabras?

HELENA.– No, que el tirano no llegue a saber que has venido.

MENELAO.– ¿Quién se lo va a decir? Él no sabrá quién soy yo.

HELENA.– Tiene dentro una aliada igual a los dioses.

MENELAO.– ¿Cómo? ¿Una voz inspirada anda por los recovecos del palacio?

HELENA.– No; es la hermana del rey. Teónoe la llaman.

MENELAO.– Pues sí que es un nombre de profetisa. Explícame a qué se dedica.

HELENA.– Lo sabe todo. Dirá a su hermano que estás aquí.

MENELAO.– En ese caso moriré; no puedo esconderme en ningún sitio.

HELENA.– Quizás podríamos convencerla, si le suplicáramos.

MENELAO.– Si le suplicáramos... ¿hacer qué? ¿A qué esperanza quieres llevarme?

HELENA.– Si le suplicáramos que no dijera a su hermano que estás aquí.

MENELAO.– Y si la persuadimos, ¿cómo podríamos poner el pie fuera de esta tierra?

HELENA.– Si ella está de acuerdo, fácilmente, pero a escondidas de ella desde luego no hay nada que hacer.

MENELAO.– Pues eso es tarea tuya ta que es asunto de una mujer en tratos con otra mujer.

HELENA.– Confía en que mis manos abrazarán suplicantes sus rodillas.

MENELAO.– De acuerdo. ¿Pero y si después de todo no acepta nuestras súplicas?

HELENA.– Entonces morirás y yo, pobre de mí, tendré que casarme por la fuerza.

MENELAO.– Me da la impresión de que eres una traidora; pones como pretexto la violencia.

HELENA.– No, no, lo juro por tu cabeza, con sagrado juramento.

MENELAO.– ¿Qué dices? ¿Morirás? ¿No vas a cambiar nunca de lecho?

HELENA.– Con la misma espada moriré; yaceré a tu lado.

MENELAO.– Bien, si es así, coge mi mano derecha.

HELENA.– La toco. (Hacen ademán de juramento los dos) Si mueres, juro que renunciaré a ver la luz.

MENELAO.– Y yo, si me veo privado de ti, también pondré fin a mi vida.

HELENA.– Bien. ¿Y cómo moriremos para alcanzar la gloria?

MENELAO.– Tras matarte sobre este sepulcro, me mataré yo también. Pero antes pelearé una gran pelea por tu lecho. El que quiera, que se acerque. No voy a deshonrar la gloria que adquirí en Troya, ni voy a volver a la Hélade a recibir reproches, yo, que he privado a Tetis de Aquiles y contemplado el suicidio de Áyax Telamonio; yo, que he visto morir a Antíloco, el hijo de Néstor, hijo de Neleo. ¿No voy a considerar digno morir por mi esposa? Más que nada. Pues, si los dioses son sabios, cubren con tierra leve la tumba del hombre valeroso que ha caído luchando a manos de sus enemigos. En cambio, a los cobardes les arrojan encima pesados terrones de piedra.

CORIFEO.– ¡Oh dioses! ¡Ojalá que la estirpe de Tántalo pueda, por fin, gozar de la fortuna y quedar libre de desgracias!

HELENA.– ¡Ay desdichada de mí! ¡Ésta es mi suerte! Menelao, estamos perdidos. Hasta aquí hemos llegado. Sale de palacio la profetisa Teónoe. Chirría al abrirse la cerradura. ¡Huye! Pero... ¿para qué huir? Ausente o presente ella sabe con certeza que has llegado hasta aquí. ¡Desdichada de mí! ¡Estoy perdida! ¡Te salvaste de Troya y de una tierra bárbara, pero has ido a dar una vez más a puñales bárbaros! (Se abren las puertas. Aparece la joven profetisa Teónoe)

TEÓNOE.– Guíame. Guíame llevando el resplandor de las antorchas y purifica el rincón celeste del éter a fin de que recibamos el aire puro del cielo. Y tú dale al camino la llama purificadora por si algún impío ha puesto en él su pie impuro y, cuando yo pase, agita la antorcha llameante del pino. Y, cuando hayáis honrado a los dioses según mis ritos, conducid al palacio la llama del hogar. (Se dirige a Helena) Helena, ¿qué te parecen mis profecías? Ha llegado tu esposo Menelao y aquí lo tienes, bien visible; y ha llegado privado de sus naves y de ese “calco” tuyo. ¡Desdichado! Llegaste sí, pero tras pasar por unos enormes peligros y aún no sabes si regresarás a tu casa o si te quedarás aquí. La Discordia es compañera de las diosas. Zeus será el presidente de una asamblea reunida en el día de hoy para deliberar respecto a ti. Y Hera, que en otro tiempo te tenía una fuerte antipatía, ahora está de tu parte y quiere salvarte para que regreses a tu patria con Helena a fin de que Grecia sepa que la boda de Alejandro, regalo de Cipris, fue una boda falsa. Sin embargo, Cipris quiere obstaculizar tu retorno para que no quede al descubierto que ella compró el título de su belleza por una boda de Helena que no fue tal boda. A fin de cuentas, de mí depende el desenlace, tanto si, como quiere Cipris, causo tu perdición diciéndole a mi hermano que estás aquí, como si, de acuerdo con Hera, te salvo la vida ocultándoselo a mi hermano, quien, por cierto, me ordena una y otra vez que le diga cuándo llegas ya de una vez a esta tierra. Así que... ¿quién irá a anunciarle a mi hermano que éste, Menelao, se encuentra aquí? Así, al menos, podré sentirme segura.

HELENA.– ¡Oh doncella! Caigo suplicante abrazando tus rodillas y me siento en el banco menos feliz para suplicarte por mí misma y por éste (Menelao), al que a duras penas he recuperado y al que voy a ver en peligro de muerte. Te lo suplico; no digas a tu hermano que mi esposo ha llegado a mis amantísimas manos. Sálvale, te lo ruego; no traiciones tu piedad en beneficio de tu hermano comprando una gratitud malvada e injusta. Pues la divinidad odia la violencia y ordena que los hombres no adquieran sus bienes por medio de actos violentos. La riqueza que es injusta debe ser siempre rechazada. El cielo es común para todos los hombres; también la tierra en la que nadie debe enriquecer sus casas con lo que no es suyo ni llevarse nada por la fuerza. Hermes me entregó a mí a tu padre a fin de que me conservara intacta para mi esposo que está aquí y que es el que desea recuperarme; pero eso es bueno y malo a la vez para mí. Porque si muere, ¿cómo va a poder recuperarme? Y a su vez, ¿cómo van a devolver algo vivo (se señala a sí misma) a un muerto? Fíjate bien ahora en las disposiciones de la divinidad y en las de tu padre. Un dios y tu padre ya muerto ¿querrían o no querrían devolver un bien ajeno? Yo creo que sí. Por ello pienso que no debes inclinarte más por un hermano un tanto inconsciente que por un padre honrado. Porque si, adivina como eres y con fe en los dioses, no llevas a buen término la justicia de tu padre y te pones de parte de tu injusto hermano, sería vergonzoso que conocieras todo lo divino, tanto lo presente como lo futuro y que sin embargo desconocieras lo que es justo. Sálvame a mí, desdichada, de entre tantas desgracias haciendo una pausa en medio de mis males. Dicen en Grecia que traicioné a mi esposo y me fui a vivir a las mansiones ricas en oro de los frigios. Si regreso a Grecia y pongo de nuevo el pie en Esparta oirán y dirán que murieron por maquinaciones de los dioses, pero que yo nunca jamás traicioné a mis amigos. Entonces, me devolverán mi honra y casaré a mi hija, a quien nadie quiere desposar ahora. Y poniendo punto final a esta amarga situación, sacaré partido de los bienes que hay en mi palacio. Si Menelao hubiera muerto en la hoguera, yo no ahorraría lágrimas cariñosas por él, ausente. Pero ahora que está aquí, sano y salvo, ¿voy a verme privada de él? No, doncella, te lo ruego, eso no. Concédeme este favor e imita el carácter de tu padre, tan justo. Porque la gloria más bonita para los hijos consiste en mantener sus mismos comportamientos, cuando alguien ha nacido de un padre virtuoso.

TEÓNOE.– Las palabras que has pronunciado son dignas de compasión, y digna de compasión eres tú también. Mas anhelo escuchar las palabras de Menelao; a ver qué nos dice, pues le va la vida en ello.

MENELAO.– No soportaría caer a tus rodillas y humedecer con lágrimas mis párpados; si resultara ser un cobarde, dejaría mis gestas troyanas en un lugar deshonroso. Dicen, sin embargo, que es propio de hombres bien nacidos derramar lágrimas de los ojos en las desgracias. Pero no voy a elegir yo lo bello, si es que lo bello es el llanto antes que la gallardía. Si piensas que es correcto salvar a un extranjero que está buscando con todo derecho a su esposa, devuélvemela y sálvame. Y si no te parece bien, entonces yo sería desdichado no ya por encima, sino por enésima vez, y tú, en lo sucesivo, aparecerías siempre como una mujer malvada. Ahora bien, lo que considero justo y digno de mí y lo que más podría tocarte el corazón,  voy a expresarlo aquí junto a esta tumba echando de menos a tu padre. (Dirige sus palabras a la tumba) ¡Oh anciano que habitas esta tumba de piedra! Te lo suplico, devuélveme a mi esposa a la que Zeus te envió a fin de que la pusieras a salvo. Sé que, si estás muerto, nunca me la devolverás, pero tu hija, invocando desde el mundo subterráneo a su padre, no permitirá que se hable mal de ti, que en otro tiempo fuiste muy glorioso; depende de ella, ahora. ¡Oh Hades subterráneo! Te invoco a ti también como aliado, a ti, que, por causa de Helena, recibiste tantos cuerpos de hombres muertos por mi espada; ya has tenido con ello una justa recompensa. Ahora devuélveles a todos ellos la vida, o, bien, obliga a esta mujer a ir más lejos que su piadoso padre devolviéndome a mi mujer. Porque si me arrebatáis a mi esposa, te diré lo que ella calló en su discurso. Muchacha, debes saber que estoy obligado por juramento a competir primero con tu hermano. Es de todo punto forzoso que uno de los dos muera. Si rechaza el combate cuerpo a cuerpo o si intenta hacernos caer por hambre a nosotros dos, suplicantes ambos junto a esta tumba, está ya clara la decisión que he tomado de matar a Helena y de atravesarme el hígado con esta espada de doble filo, a fin de que nuestra sangre resbale sobre este sepulcro. Yaceremos los dos juntos sobre esta pulida tumba, lo que te causaría un dolor eterno a ti, y una gran deshonra a tu padre. Pues tu hermano jamás se casará con Helena, ni él ni ningún otro porque so yo quien me la llevaré, si no puedo a mi palacio, al reino de los muertos. Pero todo este discurso, ¿para qué? Con lágrimas al modo femenino, hubiera suscitado mayor compasión que no así. Si te parece bien, mátanos, que si nos matas no será sin honra por parte nuestra. Aunque mejor sería que hicieras caso a mis palabras, de manera que resultes ser justa y yo pueda recobrar a mi esposa. CORIFEO.– Joven, de ti depende decir quién se lleva el premio de estos discursos. Así que juzga de manera que nos agrades a todos. TEÓNOE.– Nací piadosa y quiero seguir siéndolo. Me respeto a mí misma y no desearía manchar la honra de mi padre, ni, por ponerme de parte de mi hermano, querría caer en la deshonra. En mi interior, desde mi nacimiento, hay un gran santuario de la justicia. Y como ello me viene de Nereo, voy a intentar salvar a Menelao. Ahora daré mi voto a Hera, ya que desea favorecerte. Y que Cipris me sea propicia, aunque nunca he tenido trato con ella, pues intento e intentaré permanecer siempre virgen. Y con respecto a los improperios que has dirigido a mi padre ante su tumba, ésta es la opinión que tengo: sería yo injusta, si no te devolviera a Helena, mientras que aquél (Proteo), si pudiera ver la luz del sol, te concedería a ti el tenerla a ella y a ella el tenerte a ti. Para todos los muertos, al igual que para todos los hombres, hay un veredicto. El espíritu de los que han muerto ya no vive, pero mantiene una consciencia inmortal cuando se inserta en el éter inmortal. Pero no quiero alargar mi discurso, así que callaré lo que me habéis pedido que calle. No voy a ser cómplice de la insensatez de mi hermano jamás y, aunque no lo parezca, le hago con ello un gran favor, si lo transformo de impío a piadoso. Vosotros debéis de encontrar alguna solución. Yo apartándome a un lado, guardaré silencio. Comenzad a hacer súplicas a los dioses. Pedidle a Cipris que os permita regresar a la patria y suplicad a Hera que se mantenga en la idea de garantizar la salvación tuya y de tu esposo. Y a ti, ¡oh padre mío!, que has muerto, en la medida en que de mis fuerzas dependa, nunca jamás te llamarán impío en vez de piadoso. (Teónoe entra en palacio)     

CORIFEO.– Nadie, al margen de la justicia, logrará jamás ser feliz. En ella radican las esperanzas de salvación.

HELENA.– Menelao, respecto a Teónoe estamos salvados; ahora es necesario que busques  los argumentos para salvarnos a los dos. 

MENELAO.– Escucha ahora. ¿Hace mucho que vives en esta casa y que por  esto te son familiares los sirvientes del rey?

HELENA.– ¿Por qué dices eso? Me contagias la esperanza de que vas a ejecutar algo positivo para nosotros dos.

MENELAO.– ¿Serías capaz de convencer a alguno de los responsables de las caballerizas a ver si pudieran darnos unos carros? HELENA.– Sí, claro, podría convencerlo. Pero ¿qué posibilidades de fugarnos tenemos, desconocedores como somos de los caminos llanos de esta tierra bárbara?

MENELAO.– Efectivamente, es imposible. Pero, ¿y si ocultándome diera muerte al rey con esta espada de doble filo?

HELENA.– Difícilmente soportaría y callaría Teónoe el que tú tuvieras la intención de matar a su hermano.

MENELAO.– Pues es que tampoco tenemos una nave en la que poder huir porque la que teníamos la tiene ahora el mar.

HELENA.– Escucha ahora, si es que una mujer puede decir algo sensato. ¿Querrías decir que estás muerto, sin estarlo en realidad?

MENELAO.– ¡Mal augurio es ése! Pero, si con ello saco provecho, no me importa morir de palabra aunque en realidad esté vivo.

HELENA.– Yo te lloraré ante ese hombre impío (Teoclímeno) al modo femenino con lamentos fúnebres.

MENELAO.– ¿Y ese va a ser el procedimiento para salvarnos los dos? Parece algo muy sabido.

HELENA.– Simularé que has muerto en el mar y pediré al tirano de esta tierra dedicarte un cenotafio.

MENELAO.– Bien. Imaginemos que accede a ello. Entonces ¿cómo, sin nave, podremos ponernos a salvo, eso sí, tras “enterrar mi cuerpo en un cenotafio”?

HELENA.– Le ordenaré que me dé una embarcación en la que soltaré de mis brazos al mar los adornos para la tumba.

MENELAO.– Todo lo que has dicho está muy bien, excepto una cosa; si Teoclímeno ordenara hacer las honras fúnebres en tierra firme, entonces todo tu plan se vendría abajo.

HELENA.– No. Diré que en la Hélade no acostumbramos a sepultar en tierra a quienes han muerto en la mar.

MENELAO.– Bien. Eso me convence más. Navegaré contigo y depositaré en la embarcación las ofrendas funerarias.

HELENA.– Pero es necesario que estéis presentes ante todo tú y los compañeros que escaparon contigo del naufragio.

MENELAO.– Y si puedo llegar hasta el ancla de la nave, los hombres formarán hombro con hombro con sus espadas.

HELENA.– A ti te toca organizarlo todo. Deben sernos favorables tan sólo los vientos y el recorrido de la nave.

MENELAO.– Así será, los dioses pondrán punto final a mis desgracias. Pero, ¿quién dirás que te ha informado de que yo he muerto?

HELENA.– Pues... tú. Dirás que, tras navegar con el hijo de Atreo, eres el único que ha esquivado la muerte y que le has visto morir.

MENELAO.– Evidentemente estos harapos que me cubren el cuerpo serán buenos testigos de mi naufragio.

HELENA.– Ahora vienen como anillo al dedo, aunque antes eran totalmente inapropiados. Lo que antes era una desgracia ahora bien podría ser considerado una suerte.

MENELAO.– ¿Es mejor que entre contigo en palacio o más bien me quedo aquí tranquilamente junto a la tumba?

HELENA.– Quédate aquí, porque, si alguien maquina algo contra ti, esta tumba y tu espada te protegerán. Por mi parte, iré a palacio y cortaré los bucles de mi pelo, me pondré peplos negros en vez de blancos y haré surcos de sangre en mis mejillas con mis uñas. El combate va a ser duro y sólo hay dos posibilidades: o morir, si se descubren mis planes, o volver a mi patria, si consigo salvarte. (Comienza Helena una plegaria a las diosas Hera y Afrodita) ¡Oh Hera venerable! ¡tú que compartes el lecho de Zeus, alivia las desgracias de dos mortales dignos de compasión! Te suplicamos tendiendo nuestros brazos al cielo en el que habitas entre los astros variopintos. Y tú, que por mis bodas adquiriste la belleza, ¡oh Cipris!, hija de Díone, no me desprotejas. Bastante daño me has causado hasta ahora entregando a los bárbaros no mi cuerpo, sino mi nombre. Y si tu deseo es matarme, permite, al menos, que muera en tierra paterna. ¿Por qué eres siempre insaciable de desgracias y estás siempre fabricando amores engañosos, falsas intrigas y filtros que ensangrientan los hogares? Si fueras comedida, serías la más dulce de las divinidades para los hombres; no podría negarlo. (Entra Helena en palacio)

CORO: ESTROFA 1ª

 Voy a invocarte a ti, lloroso ruiseñor,/ ave muy melodiosa de dulce canto,/ que habitas en nidos musicales/ de lechos de hojas;/acude y con trémula garganta/acompaña con tus trinos mis lamentos./Las penas canto de la infeliz Helena/ y el dolor lamentable de las troyanas/ por causa de las lanzas de los aqueos,/ desde que Paris, funesto mal casado y a instancias de Afrodita / vino, vino, surcando las ruidosas llanuras del mar/ llevando desde Esparta a la casa de Príamo/ el nefasto tálamo de Helena.

ANTÍSTROFA 1ª

Muchos de los aqueos que han muerto/bajo las lanzas y las piedras/ se encuentran en el Hades lamentable./ Sus esposas se cortan sus largas cabelleras./ Quedan vacías las casas./ (Nauplio) el remero solitario/ tras encender resplandeciente hoguera en Eubea, rodeada de mar, / estrelló a los aqueos contra las rocas cafareas y el litoral egeo/ provocando destellos engañosos/  adversos; sin puertos fueron también los cerros de Malea  / cuando zarandeado lejos de su patria por el viento de tormenta/ traía en sus naves Menelao el botín capturado a los bárbaros / el botín, o mejor, la discordia entre los dánaos, el espectro sagrado fabricado por Hera.

ESTROFA 2ª

¿Quién de los mortales por más que indague / podrá dilucidad qué es dios o qué no es dios o qué hay en medio,/

cuando ve que los dioses se comportan primero de una forma/ y luego de otra y se mueven siempre por criterios contradictorios e inquisitivos?/ Tú eres hija de Zeus, Helena. Tu alado padre te engendró/ en el seno de Leda. Pero después tu nombre ha sido en tierra Helena /nombre de la traición, de la infidelidad, de la impiedad y de la injusticia/   Entre los hombres no sé qué es la verdad;/sólo encuentro veraz la palabra del dios.

ANTÍSTROFA 2ª

 Insensatos vosotros que perseguís la fama en las batallas/ con lanzas y con armas, ignorantes,/ pensando poner fin, así,  

 a las fatigas de los hombres/. Pues si toda rivalidad va a ser juzgada por la sangre/ jamás acabarán las discusiones   entre ciudades de los hombres./Muchos encontraron de este modo sepultura/ en la tierra de Príamo./ Habiendo podido   con palabras, Helena, solventar tu querella,/ Hades es quien los guarda ahora bajo tierra/mientras que el fuego ardiente    como de Zeus/ ha consumido las murallas./Sufrimiento se añade al sufrimientos/ con dolorosos y lúgubres lamentos.

TEOCLÍMENO.– (Llega furioso. Se acerca a la tumba) Sepulcro de mi padre, ¡te saludo! Te enterré en los umbrales de mi palacio para poder cumplimentarte. Así, al salir o al entrar, tu hijo Teoclímeno puede dirigirte la palabra, ¡oh padre! (A los esclavos) Vosotros, esclavos, llevad los perros y las intrincadas redes de caza dentro de palacio. Yo tengo muchos reproches que hacerme. ¿Por qué no castigo con la muerte a los malvados? Y encima ahora me entero de que un griego, sin duda alguna ha llegado a esta tierra sin que lo hayan visto los centinelas. O es alguien que viene a espiar o a raptar a Helena. Tan sólo digo que, si lo capturan, morirá. (Se percata de que Helena no está junto a la tumba) ¡Vaya! Ahora descubro que cuanto temía es ya realidad; la hija de Tindáreo, tras dejar vacíos los aledaños de la tumba, se ha marchado transportada lejos de esta tierra. ¡Vamos! Soltad los cerrojos de los establos, esclavos, y preparad los carros, que yo voy a hacer cuanto pueda para evitar que se escape de esta tierra la esposa que me corresponde. (Reaparece Helena. Menelao se acerca a la tumba) ¡Esperad! Ahí están, a las puertas de palacio, esos a los que íbamos a perseguir; no han huido. (A Helena) ¡Eh, tú! ¿por qué cubres tu piel con peplos negros en lugar de blancos? ¿Por qué el hierro ha cortado los cabellos de tu noble cabeza? ¿Por qué riegas llorando tus mejillas con tiernas lágrimas? ¿Te lamentas acaso por algún sueño nocturno al que das crédito o es que has escuchado algún rumor procedente de palacio que te ha deshecho las entrañas? 

HELENA.– Oh mi señor, pues es así como debo llamarte. Estoy perdida. Todo lo mío se ha ido al traste y yo no soy nada.

TEOCLÍMENO.– ¿En qué grado de desgracia te encuentras? ¿Qué te sucede?

HELENA.– Menelao, ay de mí, cómo podría decírtelo..., se me ha muerto.

 TEOCLÍMENO.–Tus palabras no me alegran, pero me hacen feliz. ¿Cómo sabes esto? ¿Es Teónoe quien te lo ha dicho?

HELENA.– Sí, lo dicen ella y (señala a Menelao) el que estaba a su lado cuando murió.

TEOCLÍMENO.– ¿Ha venido entonces alguien que confirme la noticia?

HELENA.Iirónica) Sí, ha venido y ojalá pueda ir a donde yo quisiera que fuera.

TEOCLÍMENO.– ¿Y quién es? ¿Dónde está? Así lo sabré con exactitud.

HELENA.(Señala a Menelao) Ése es, el que está ahí acurrucado junto a la tumba.

TEOCLÍMENO.(Lo examina) ¡Oh Apolo!, ¡qué vestimentas tan raídas lleva!

HELENA.– ¡Ay de mí! Me parece que unas pintas semejantes debe de llevar por ahí mi esposo.

TEOCLÍMENO.– ¿De qué país es este hombre? ¿Desde qué tierra ha llegado hasta aquí?

HELENA.– Es griego, uno de los aqueos, compañero de navegación de mi esposo.

TEOCLÍMENO.– ¿Y de qué muerte, dice, murió Menelao?

HELENA.– De la más lamentable, en medio de los húmedos remolinos del mar.

TEOCLÍMENO.– ¿Y en qué punto del mar de los bárbaros navegaba?

HELENA.– Fue arrojado contra las rocas sin puertos de Libia.

TEOCLÍMENO.– ¿Y cómo este, que era su compañero de navegación, no ha perecido?

HELENA.– A veces algunos de más baja condición tienen mejor suerte que los de alta cuna.

TEOCLÍMENO.– ¿Y dónde ha dejado los restos del naufragio?

HELENA.– Donde ojalá hubiera muerto él y no Menelao.

TEOCLÍMENO.– Bueno; al fin y al cabo muerto está aquél (Menelao). ¿Y en qué barca ha llegado éste?

HELENA.– Unos marineros se lo encontraron y lo recogieron, eso dice al menos. 

TEOCLÍMENO.– ¿Y dónde está ese desastre enviado a Troya en vez de tú?

HELENA.– ¿Te refieres a la imagen hecha de nube? Se ha ido hasta el éter.

TEOCLÍMENO.– ¡Oh Príamo y tierra de Troya! ¡Vuestra ruina... para nada!

HELENA.– Yo también he participado en los desgraciados avatares de los descendientes de Príamo.

TEOCLÍMENO.– ¿Y a tu esposo lo dejó sin enterrar o le dio sepultura en tierra?

HELENA.– Lo dejó sin enterrar, desdicha de mí entre tantos males.

TEOCLÍMENO.– ¿Y por eso cortaste los bucles de tu rubia cabellera?

HELENA.– Le quiero mucho, donde quiera que esté.

TEOCLÍMENO.– Con razón esta desgracia te hace derramar lágrimas...

HELENA.– Al menos sería fácil pasar inadvertido a ojos de tu hermana.

TEOCLÍMENO.– Creo que no; pero, ¿vas a quedarte todavía ahí, junto a la tumba?

HELENA.– ¿Por qué te burlas de mí y no dejas en paz a quien ha muerto?

TEOCLÍMENO.– Eres fiel a tu esposo rehuyéndome a mí.

HELENA.– Pero ya no voy a huir. Dispón tú mis bodas.

TEOCLÍMENO.– Bien; han pasado años, pero te felicito por tu decisión.

HELENA.– ¿Sabes lo que has de hacer? Pasemos por alto todo lo anterior.

TEOCLÍMENO.– ¿En base a qué? Favor con favor se paga.

HELENA.– Hagamos las paces. Reconcíliate conmigo.

TEOCLÍMENO.– Renuncio a pelear contigo.

HELENA.– Y ahora, por tus rodillas te lo suplico, si de verdad me quieres...

TEOCLÍMENO.– ¿Qué quieres conseguir suplicándome de este modo?

HELENA.– Quiero enterrar a mi esposo que ha muerto.

TEOCLÍMENO.– (Sorprendido) ¿Es que hay tumba para los ausentes? ¿O vas a enterrar acaso a una sombra?

HELENA.– Es costumbre, cuando alguien muere en la mar, ...

TEOCLÍMENO.– ¿Hacer qué? Los Pelópidas saben mucho de eso.

HELENA.– ...Enterrar pura y simplemente peplos que no cubran a nadie.

TEOCLÍMENO.– Bueno, hazlo así. Erígele una tumba en el lugar de la tierra que quieras.

HELENA.– Pero es que nosotros no enterramos así a los que han muerto en la mar.

TEOCLÍMENO.– Entonces ¿cómo? Yo no conozco las costumbres de los griegos.

HELENA.– Al ancho mar arrojamos todo lo necesario para los muertos.

TEOCLÍMENO.– Entonces qué puedo ofrecerte para el muerto.

HELENA.– (Señalando a Menelao). Éste lo sabe. Yo soy inexperta en estas lides, antes era feliz.

TEOCLÍMENO.(Dirigiéndose ya sin reparos a Menelao) ¡Extranjero!, me has traído un grato mensaje.

MENELAO.– Desde luego no para mí... ni para el muerto.

TEOCLÍMENO.– ¿Cómo enterráis a los que han muerto en el ancho mar?

MENELAO.– Según como sea la fortuna de cada uno.

TEOCLÍMENO.– Si es por dinero, pide lo que quieras, precisamente por ella.

MENELAO.– Lo primero de todo se ofrece sangre de una víctima a los habitantes de ultratumba.

TEOCLÍMENO.– ¿Sangre de qué animal? Indícamelo y yo te obedeceré.

MENELAO.– Decídelo tú; con que lo des, ya es suficiente.

TEOCLÍMENO.– Entre los bárbaros es costumbre sacrificar un caballo o un toro.

MENELAO.– Bien, ya que vas a darme algo, que no sea de mala raza.

TEOCLÍMENO.– No andamos precisamente escasos de esos ejemplares en nuestros opulentos rebaños.

MENELAO.– También se llevan lechos vacíos de cuerpos.

TEOCLÍMENO.– Los tendrás. ¿Qué otra cosa es costumbre ofrecer?

MENELAO.– Broncíneas armas, pues él le tenía un gran cariño a la lanza.

TEOCLÍMENO.– Las que te voy a dar serán dignas de los Pelópidas.

MENELAO.– Y también cuantos frutos hermosos produce la tierra.

TEOCLÍMENO.– ¿Y cómo vais a poder echar todo eso a las olas del mar?

MENELAO.– Es preciso tener a mano una nave y remeros.

TEOCLÍMENO.– ¿Y a cuánta distancia de la costa debe estar la nave?

MENELAO.– Hasta que desde la tierra escasamente se vean los surcos de los remos.

TEOCLÍMENO.– ¿Por qué? ¿A cuenta de qué tiene estas normas la Hélade?

MENELAO.– Para que la marea no devuelva a la costa las impurezas.

TEOCLÍMENO.– Se te dará una embarcación fenicia veloz.

MENELAO.– Pues sí. Y bien que le gustaría a Menelao.

TEOCLÍMENO.– Por cierto ¿no te las arreglarías tú para hacer todo esto sin ella?

MENELAO.– Estos menesteres son propios de una esposa, de una madre o de unos hijos.

TEOCLÍMENO.– Entonces, por lo que dices, es asunto de ella enterrar a su esposo.

MENELAO.– La piedad manda no quitarles nada a los muertos.

TEOCLÍMENO.– De acuerdo. Me interesa tener aquí conmigo a una mujer que cumpla los ritos.  (A Helena)  

Entra en palacio y elige los atavíos para el muerto. (A Menelao) Tú no te irás de manos vacías, pues has hecho todo esto por ella. Así que, como me has traído unas noticias excelentes, recibirás a cambio de esos harapos bellos vestidos y alimentos suficientes para poder regresar a tu hogar, pues ahora te veo en un estado lamentable. (A Helena) Y tú, desdichada, no te consumas en disgustos irremediables. Menelao sufre el destino y no sería posible que él, tu esposo, volviera a la vida.

MENELAO.– Joven, cumple con tu deber. Tienes que respetar a éste, tu esposo, y dejar a un lado al que ya no existe. En la situación en la que te encuentras eso es lo mejor para ti. Caso que regrese a Grecia sano y salvo, pondré fin a tu mala fama, si te comportas como debe comportarse una mujer con su compañero de lecho.

HELENA.– Así lo haré. Nada me reprochará jamás mi esposo, y tú mismo, vivo como estás, serás testigo de ello. Pero vamos, desdichado, entra, date un baño y cámbiate de ropa. No tardaré en recompensarte, porque, si yo me comporto contigo como realmente debo comportarme, pondrás más interés en llevar a cabo las honras fúnebres que se le deben a Menelao, a quien tanto amo.

CORO.– ESTROFA 1ª

La madre agreste de los dioses/ se dejó caer en otro tiempo con rápido pie por valles boscosos/  siguiendo la corriente de los ríos/ o por las olas marinas de pesado bramido/ anhelando encontrar a su hija./ La muchacha de nombre religioso impronunciable./Al reunirse con la diosa, los crótalos ruidosos/ emitían un punzante estridor./ La transportaba un carro tirado por fieras/ de pies tan rápidos como el huracán./ Estaba también Ártemis provista de su arco/ y la diosa inmortal de mirada terrible/ completamente armada y con su lanza/. Iban las tres buscando a la muchacha / raptada de las danzas en corro virginales / pero Zeus que desde el trono celestial contempla todo,/ tenía otros designios.

ANTÍSTROFA 1ª

 Cuando la madre agotada dejó ya de correr y de vagar/ tras en vano buscar al pérfido raptor de su hija,/ cruzó los promontorios nevados de las Ninfas del Ida,/ y en su dolor se precipita sobre bloques de rocas cubiertas de nieve./ El arado ya no fecunda más la estéril tierra;/causa la perdición de la estirpe de los hombres/ y el ganado no puede alimentarse de hojas frescas./ La vida ha abandonado las ciudades./ No hay sacrificios en honor de los dioses/ ni en los altares se consumen tortas rituales./ La pena por su hija la persigue cual genio vengador:/ así que ni siquiera deja que brote de las fuentes el agua fresca y cristalina.

ESTROFA 2ª

Tras poner fin a los banquetes de los dioses/ y de la estirpe humana, Zeus, aplacando la ira funesta de la Madre, dijo:/“acudid, Gracias Venerables, acudid a aplacar a Deo/ que está muy enfadada con su hija con vuestros gritos de alegría,/también vosotras, Musas, con los cantos de vuestros coros”./ La voz de bronce venía de la tierra/ y panderos de cuerpos bien tensados / hizo sonar entonces Cipris;/ rió la diosa y recibió en sus manos/la flauta de grave sonido,/y disfrutaba con sus alegres sones.

ANTÍSTROFA 2ª

Y como en las alcobas de los dioses/ prendiste fuego a lo que tiene prohibido la ley y la piedad,/ te atrajiste la cólera de  la Gran Madre / al no respetar los divinos sacrificios./  Grande es la fuerza que tienen las moteadas pieles de cervatos;/ grande también la de la verde yedra / que corona las varas sagradas./ Grande es la fuerza de los panderos que vuelan por el aire / y la de las melenas báquicas que ondean para Bromio / y la de los nocturnos rituales en honor de la diosa /La luna, en lo alto, con su carro,  y tú presumes sólo de tu belleza.

HELENA.– Amigas, todo ha ido bien en palacio. La hija de Proteo (Teónoe) aunque ha sido interrogada en presencia de mi esposo, no le ha dicho a su hermano absolutamente nada. Es más, dijo a mi favor que él, Menelao, ya muerto bajo tierra, no podía ver el resplandor del sol. Mi esposo ha sacado un buen provecho de su buena fortuna, sí las armas que debería arrojar al salado mar es él mismo quien las lleva. Toma la lanza con su mano derecha y con la izquierda el escudo y hace como que me ayuda en mis quehaceres con el muerto. Su cuerpo está bien enterrado y pertrechado para la lucha, dispuesto a levantar con su mano trofeos sobre miles de bárbaros una vez que embarquemos en la nave provista de remos. Yo le he puesto peplos en vez de harapos de náufrago, le he arreglado, he bañado su cuerpo con aguas frescas de río tanto tiempo añoradas. (Aparece Teoclímeno ante la puerta del palacio) TEOCLÍMENO.– Avanzad, esclavos, en el orden que os ha indicado el extranjero portando las ofrendas marinas destinadas al mar. Helena, aunque puedas pensar que hablo sin fundamento, hazme caso, quédate aquí. Pues presente o ausente rendirás a tu esposo las mismas honras. Temo que el deseo te impulse a arrojar tu cuerpo a las olas del ancho mar, emocionada por los encantos de tu esposo de antaño, pues, aunque ya no está aquí, no dejas de lamentarte en exceso por él.

HELENA.– ¡Oh nuevo esposo mío! Es de todo punto forzoso que yo honre el lecho nupcial de mi primer amor. Quiero tanto a mi esposo, que me hubiera gustado morir con él. Pero ¿de qué le serviría mi muerte a un hombre que está ya muerto? Déjame ir en persona a rendir las honras fúnebres al muerto. (Con cinismo) ¡Que los dioses concedan lo que yo deseo, a ti y también al extranjero que comparte estas penosas tareas contigo! Y, puesto que nos ha tratado muy bien a Menelao y a mí, tendrás en mi palacio una esposa como es debido. (Para sus adentros)Toda la situación se va a resolver ya enseguida. Ordena que nos den una nave para embarcar las ofrendas y así tu favor será completo.

TEOCLÍMENO.(A un esclavo) Vete tú y prepárales una nave sidonia con su flota de cincuenta remeros.

HELENA.– ¿Es que va a pilotar la nave el que tiene que honrar la tumba?

TEOCLÍMENO.– Naturalmente. Mis marineros deben obedecerle.

HELENA.– Pues, entonces, ordénalo otra vez para que les quede a todos muy claro.

TEOCLÍMENO.– Si eso es lo que te place, lo repetiré dos o incluso tres veces.

HELENA.– Muy bien. ¡Buena suerte, entonces, para ti... y para mis planes!

TEOCLÍMENO.– Ojalá que las lágrimas no manchen demasiado tu piel.

HELENA.– El día de hoy te demostrará mi agradecimiento.

TEOCLÍMENO.– Todos los pesares que se dé uno por los muertos, no son nada más que trabajo inútil.

HELENA.(Con más sarcasmo aún) Los muertos de los que hablo están allí... y aquí.

TEOCLÍMENO.– No me tendrás a mí como un esposo peor que Menelao.

HELENA.– No tengo nada que reprocharte, tan sólo necesito suerte.

TEOCLÍMENO.– Si me das tu cariño, la tendrás.

HELENA.– No he aprendido ahora a amar a mis amigos.

TEOCLÍMENO.– ¿Quieres acaso que colabore contigo formando parte de la expedición?

HELENA.– En absoluto, mi señor, te lo ruego, no seas esclavo de tus esclavos.

TEOCLÍMENO.– De acuerdo. Me quedo al margen de los rituales de los Pelópidas. Mi palacio está puro porque Menelao no entregó aquí su alma. Que vaya alguien a decir a mis sirvientes que lleven poco a poco los regalos de boda a mi palacio. Conviene que por toda la región se celebre con canciones de himeneo mi matrimonio con Helena para que sea yo, así, un hombre envidiado. (Se dirige ahora a Menelao) Y en lo que a ti se refiere, extranjero, vete a depositar en brazos del mar estas ofrendas para quien antaño fue su esposo. Date prisa en volver a palacio con mi esposa de manera que, tras compartir el banquete de bodas, o bien regreses a tu tierra o bien te quedes aquí para siempre y vivas feliz. (Entra en palacio, Menelao realiza una nueva plegaria)

MENELAO.– ¡Oh Zeus, dios padre y sabio, que así te llaman!  Dirige tu mirada hacia nosotros y pon fin a nuestros males. A nosotros que arrastramos por caminos abruptos nuestras desgracias, ¡ayúdanos! Tócanos tan sólo con la punta de tus dedos y conseguiremos la felicidad que tanto venimos buscando. Ya basta de sufrimientos, que mucho hemos sufrido ya antes. Me habéis oído invocar a los dioses con muchos nombres, unos positivos, otros en cambio negativos. Pero no voy a tener que sufrir siempre. Alguna vez pisaré con pie derecho. Concédeme este único favor y seré feliz para siempre.

CORO.– ESTROFA 1ª

 Nave fenicia de Sidón que veloz te deslizas sobre las olas del mar rumoroso;/ amante madre de los remos, directora del   coro de las hermosas danzas/ de delfines, cuando sopla la brisa y la mar está en calma,/ cuando Galanea la glauca hija   de Ponto habla y dice:/ “las velas desplegad, dejando que soplen las brisas marinas;/ agarrad los remos de abeto,   marineros, marineros, sí,/ que transportáis a Helena hasta las cosas de buenos puertos/ en las mansiones de Perseo”  

ANTISTROFA 1ª

 Tal vez allí junto al cauce del río, o ante el templo de Palas / te encuentres a los jóvenes hijos de Leucipo/

  y te sumas en breve a las danzas y cantos nocturnos en honor de Jacinto/ a quien Febo dio muerte con su disco redondo/   tras retarle a ver quién lanzaba más lejos./ A partir de ese día sacrificios de bueyes se ofrecen en tierra laconia;/   así lo estableció el hijo de Zeus./ Y encontrarás también a Hermíone, tu tierna hija a quien dejaste en casa/   y para quien no han ardido aún antorchas de boda.

 ESTROFA 2ª

 Ojalá tuviéramos alas para surcar el aire cual bandada de aves libias/ que dejando atrás las lluvias invernales,/  obedecen al silbido de la más vieja/ que las guía con su chillido/ sobrevolando las llanuras fértiles de la tierra./ Aves de    cuello esbelto, rivales en carrera de las nubes,/pasad a mediodía bajo las pléyades/ rumbo al nocturno Orión/ y deteneos    a las orillas del Eurotas/ para anunciar que vuelve a palacio Menelao/tras haber tomado la ciudad de Dárdano.

ANTÍSTROFA 2ª

Venid también vosotros, hijos de Tindáreo/ cabalgando por el cielo entre estrellas radiantes;/ vosotros, que habitáis en el cielo, salvadores de Helena,/ bajad sobre el glauco y henchido mar, sobre el manto azulado de las olas /sobre los canosos remolinos de la mar/ y de parte de Zeus enviad soplos favorables de vientos para los marineros./ Apartad de vuestra hermana la mala fama de un lecho bárbaro,/ fama que como castigo adquirió a raíz del certamen del Ida / ella que nunca fue a la tierra de Ilión,/ a las torres de

Apolo. (Sale de palacio Teoclímeno y llega con gran agitación un mensajero)

MENSAJERO 2º.– ¡Señor! Para lo peor te encuentro en palacio, pues vas a oír de mi boca  nuevas desgracias.

TEOCLÍMENO.– ¿Qué sucede?

MENSAJERO 2º.– Vete preparando para otra boda. Helena se ha marchado fuera de esta tierra.

TEOCLÍMENO.– ¿Volando por el aire o pisando el suelo?

MENSAJERO 2º.– Menelao la ha sacado del país. Fue él, en persona, el que vino a anunciarte su propia muerte.

TEOCLÍMENO.– Dices cosas portentosas. Pero ¿qué nave la ha sacado de esta tierra?

MENSAJERO 2º.– La que tú mismo diste al extranjero. Por decirlo en dos palabras: se ha largado con tus marineros.

TEOCLÍMENO.– ¿Cómo? Ardo en deseo de saberlo. Por más vueltas que le doy no comprendo que una sola mano haya logrado imponerse a tantos marineros, entre los que por cierto te contabas tú.

MENSAJERO 2º.– Después de abandonar esta mansión real, la hija de Zeus se dirigió al mar con paso delicado al tiempo que se deshacía en lamentos a propósito por su esposo, que estaba allí a su lado y no muerto. Y una vez que llegamos al recinto donde amarra la flota, arrastramos hasta el mar una nave sidonia a estrenar provista de cincuenta bancos de remeros. Una tarea iba sucediendo a otra tarea. Uno enderezaba el mástil, otro alineaba los remos; estaba ya listo el velamen; el timón, sujeto con correas, tocaba ya el agua. En estas duras tareas estábamos, revisándolo todo, cuando unos hombres griegos, compañeros de Menelao, se acercaron a la orilla vestidos con harapos de náufragos; se veía que eran hombres apuestos, aunque su aspecto era sucio. Al verlos el hijo de Atreo, haciendo gala de una engañosa compasión, les dijo: ¡Desgraciados! ¿En qué nave aquea habéis naufragado¿ ¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí? ¿No vais a ayudarnos a dar sepultura al hijo de Atreo que ha muerto y al cual tributa honores fúnebres de cuerpo ausente la hija de Tindáreo, aquí con nosotros? Ellos, al tiempo que derramaban lágrimas con grandes aspavientos, iban entrando en la nave portando ofrendas marinas para Menelao. Comenzamos a sospechar y comentábamos entre nosotros que aquellos pasajeros añadidos eran muchos. Sin embargo, no decíamos nada, obedientes a tus instrucciones. Y es que al darle al extranjero el mando de la nave lo echaste todo por la borda. Lo demás, que era ligero, lo habíamos colocado ya a bordo de la nave, pero el toro se negaba a meter su pezuña en la cubierta. Mugía, miraba en derredor suyo, encorvaba el lomo y mirando de reojo sus cuernos no se dejaba tocar. El esposo de Helena dio una voz y dijo “Vosotros, que saqueasteis la ciudad de Ilión, ¿no vais a coger sobre vuestros hombros jóvenes, al modo de los griegos, ese toro y echarlo en la proa? Pronto mi espada se teñirá con su sangre en honor del muerto.” Ellos, obedientes a sus órdenes, se lo cargaron a los hombros y lo depositaron en la cubierta. En lo que al caballo se refiere, Menelao acariciándole el cuello y la frente logró que pisara madera, esto es, que subiera a bordo. Finalmente, cuando ya estaba todo a bordo de la nave, Helena trepando por la escala con su propio pie de hermoso tobillo se sentó en medio de los bancos, y a su lado, Menelao, el que, según los relatos, no existía, esto es, el presunto muerto. En bloques compactos a derecha e izquierda iban sentados sus compañeros, que ocultaban bajo los vestidos sus espadas. En cuanto oímos la voz de mando, el mar se llenó del ruidoso batir de los remos. Y cuando estábamos ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la orilla, el timonel le preguntó a Menelao: Extranjero,

¿seguimos o está bien aquí? Tú eres quien da las órdenes en esta nave. Él respondió: “Para mí, está bien aquí”. A continuación, desenvainando su espada con su mano derecha, se dirigió a la proa; puesto en pie junto al toro víctima del sacrificio, sin mencionar a muerto alguno, al tiempo que lo degollaba hacia la siguiente plegaria: “Oh tú, que habitas el salino mar, Poseidón, y vosotras, hijas inmaculadas de Nereo, llevadnos sanos y salvos hasta las costas de Nauplio a mi esposa y a mí, fuera de esta tierra”. Chorros de sangre fluyeron al encrespado mar, presagio favorable al extranjero. Entonces alguien dijo: “en esta expedición hay trampa. Regresemos. Vira a estribor, cambia el rumbo”. Desde el lugar en que había degollado al toro se levantó el hijo de Atreo y dijo a voz en grito a los compañeros: “¿A qué esperáis, vosotros, lo más granado de la Hélade? ¿No vais a degollar y a asesinar a estos bárbaros y a arrojarlos al mar desde la nave?” Y a su vez, el jefe de los remeros, arengaba a tus marineros diciendo: “¡Vamos! Haced palos con botavaras, trozos de banco o con los remos para que corra la sangre de la cabeza de estos extranjeros”. Se pusieron todos de pie, unos blandiendo en sus manos astillas desclavadas de la nave, otros espadas. La nave iba chorreando sangre. Desde la popa Helena los animaba con estas palabras: “¿Dónde está la gloria troyana? Enseñádsela a estos bárbaros”. Por el propio afán de la pelea unos caían al agua, otros lograban mantenerse en pie, a otros se les podía ver muertos sobre la cubierta. Menelao con sus armas acudía empuñando la espada en su diestra a echar una mano allí donde veía que flanqueaban sus compañeros aliados, de manera que tus hombres tuvieron que escapar de la nave a nado. Logró vaciar de marineros tuyos los bancos. Acercándose entonces al timón ordenó al piloto enderezar el rumbo a la Hélade. Pronto largaron velas ayudados por el viento de cola. Se alejaron así de la costa. Y yo, intentando evitar la muerte, me lancé al mar por el lado del ancla. Desfallecía ya, cuando un pescador me recogió y me trajo a tierra para darte estas noticias. Nada es más útil a los hombres que una prudente desconfianza. (Se retira)

CORIFEO.– Jamás habría creído que Menelao fuera a engañarnos como nos ha engañado, señor, y aquí mismo.

TEOCLÍMENO.– ¡Desdichado de mí, que he sido presa de maquinaciones femeninas! ¡A paseo mi boda! Si tuviera una posibilidad de perseguir su nave y darle alcance, me esforzaría y capturaría al punto a los extranjeros. Ahora haré pagar sus culpas a mi hermana que me ha traicionado, pues vio en palacio a Menelao y no me lo dijo. Así nunca más engañará a otro hombre con sus adivinaciones.

(Aparece un sirviente que sale de palacio. Forcejea con él)  

SIRVIENTE.– ¡Eh tú! ¿qué asesinato vas buscando? ¿a dónde diriges tus pasos? TEOCLÍMENO.– A donde la justicia me ordena ir. Apártate de mi camino.

SIRVIENTE.– No voy a soltar tus vestidos; corres en pos de grandes desgracias. TEOCLÍMENO.– ¿Es que vas a dar órdenes a tu señor, tú que eres un esclavo?

SIRVIENTE.– Tengo razón.

TEOCLÍMENO.– No para mí, desde luego; si no me dejas...

SIRVIENTE.– Por supuesto que voy a dejarte.

TEOCLÍMENO.– Dar muerte a la peor de las hermanas... SIRVIENTE.– No, es la más piadosa…

TEOCLÍMENO.– Que me ha traicionado...

SIRVIENTE.– ¿Actuar conforme a la justicia es una bella traición?

TEOCLÍMENO.– Entregando a mi esposa a otro hombre...

SIRVIENTE.– ¡A quien es más dueño de ella…!

TEOCLÍMENO.– ¿Quién puede ser dueño de lo que es mío?

SIRVIENTE.– El que la tomó de su padre.

TEOCLÍMENO.– Pero el azar me la entregó a mí.

SIRVIENTE.– Y el deber te la arrebató.

TEOCLÍMENO.– Tú no debes juzgar lo que yo hago.

SIRVIENTE.– Pues que sepas que hablo mejor que tú.

TEOCLÍMENO.– Ya no gobierno; he perdido el mando.

SIRVIENTE.– Puedes gobernar, si actúas rectamente, no injustamente.

TEOCLÍMENO.– Parece que deseas morir.

SIRVIENTE.– Mátame; no voy a permitir que mates a tu hermana; mátame a mí a cambio. Para los esclavos más nobles la mayor gloria es morir por sus amos. (Hacen ademán de trabar, combate cuando aparecen desde lo alto los Dioscuros)

DIOSCUROS.– Teoclímeno, señor de esta tierra, depón la cólera que te ofusca. Te llamamos nosotros, los Dioscuros, a los que antaño dio a luz Leda, al igual que a Helena, la que ha escapado de tu palacio. Te irritas por una boda que no te estaba destinada. Y, además, tu hermana, Teónoe, la muchacha que desciende de una nereida, no ha cometido contra ti ofensa alguna, pues se ha limitado a respetar los mandatos de los dioses y los preceptos justos de su padre. Hasta el día de hoy, ella, Helena, tenía que habitar en tu palacio. En cambio ahora, una vez que los cimientos de Troya han sido socavados y que ella ha ofrecido su nombre a los dioses, ya no. Debe ella (Helena) volver al yugo de su primera boda, volver a su patria y vivir con su esposo. Aparta de tu hermana la negra espada y piensa que ha actuado con sensatez. Hace ya tiempo, mucho antes incluso, habríamos puesto a salvo a nuestra hermana, pues Zeus nos hizo dioses. Pero estamos sometidos al destino y a los dioses, que han dispuesto así las cosas. Esto te decimos a ti, y a nuestra hermana Helena le anunciamos lo siguiente: navega con tu esposo; tenéis viento favorable. Nosotros, tus hermanos, salvadores, cabalgando a tu lado sobre el anchuroso mar, te llevaremos hasta tu patria. Y cuando llegue el final y termines tu vida, se te llamará diosa y tendrás parte en los sacrificios ofrecidos a los Dioscuros y en cuantas ofrendas nos hagan los mortales. Así lo quiere Zeus. Y el lugar donde se detuvo por primera vez el hijo de Maya en su viaje celeste tras arrebatarte de Esparta para que Paris no pudiera tomarte como esposa –nos referimos a esa isla, baluarte de las costas del ática– recibirá entre los hombres el nombre de Helena, pues el dios te tomó robada de palacio. En cuanto a Menelao, siempre errante, es ya designio de los dioses que habitará la isla de los bienaventurados, porque no es verdad que los dioses odien a los hombres de noble cuna, aunque sí es cierto que tienen que sufrir bastante más que quienes son mediocres.

TEOCLÍMENO.– ¡Hijos de Leda y de Zeus! Dejaré a un lado mi disputa de antaño con vuestra hermana, y tampoco mataré a la mía. Que vuelva a casa Helena, si así les parece a los dioses. Ella, que es de vuestra misma sangre, es la mejor y la más sensata. Alegraos por su carácter tan noble, algo que no es fácil de encontrar en las mujeres. 

CORO.– Muchas son las formas de lo divino y a muchas situaciones imprevistas dan curso los dioses. Lo que se espera no se cumple y la divinidad encuentra un modo de hacer que se cumpla lo inesperado. Así ha sucedido en esta obra.

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