EURÍPIDES
TRAGEDIAS III FENICIAS[1]
INTRODUCCIÓN
1. — La fecha de la primera representación de Fenicias la
conocemos sólo por aproximación. Un escolio al verso 53 de las Ranas de Aristófanes alude a que fue
posterior a la de Andrómeda (pieza hoy perdida que Euripides presentó junto a Helena en 412), y por otra parte sabemos
que precede a Orestes (del 408) y al
exilio de Eurípides en Macedonia, en los últimos años de su vida. La hypóthesis
de Aristófanes de Bizancio, que nos ha llegado lamentablemente incompleta,
señala que se presentó "en el arcontado de Nausicrates", Pero no
conocemos a ningún arconte de tal nombre en esas fechas, por lo que se ha
supuesto que ha habido una confusión en este dato. Así, p. e., Wilamowitz
sugirió que el nombre del corego habría remplazado al del arconte; Méndier supone
que tal vez fuera Nausícrates el didáskalos (algo así como el director de
escena); y Pearson, que pudiera tratarse de un arconte que sustituyó a otro que
murió en el año de su cargo, por lo que otras fuentes históricas no han
recogido el nombre de este sustituto ocasional. Otros estudiosos han pretendido
relacionar con sucesos históricos concretos algunas alusiones del drama, para
fecharlo con mayor precisión. Ninguna de ellas nos parece, sin embargo,
decisiva para poder establecer algo más exacto que el hecho de que la obra
refleja el ambiente de los años 411 a 409, en los que Atenas sufría las
angustias de una guerra prolongada, las amenazas repetidas de asedio y los
reveses y vaivenes motivados por la ambición de algunos políticos sin
escrúpulos (de los que Alcibíades era el ejemplo más feroz).
La conciencia doliente de Eurípides se refleja, en éste
como en otros dramas, en su insistencia en los desastres de la guerra, causados
por las pasiones individuales, y en un ansia de evasión lírica, con un cierto
desengaño y desesperanza en lo político[2].
La mención de otras dos tragedias, Enómao y Crisipo, en una frase truncada del mismo texto, se ha
solido interpretar en el sentido de que serían piezas representadas en la misma
ocasión, acaso como una trilogía engarzada de algún modo laxo. Pearson postuló
que el fundamento del gramático Aristófanes para evocar esos otros dos títulos
euripideos pudo ser sencillamente el que en ellos aparecía como motivo trágico
una maldición, como la que Edipo lanzara contra sus hijos, sin que tal mención
suponga la coetaneidad de estas piezas.
El nombre de la obra procede de las fenicias que componen
el coro. A diferencia de otros, como el de las Suplicantes o el de las
Troyanas, el formado por estas esclavas, enviadas de Fenicia a Delfos para el
servicio de Apolo, no siente su destino comprometido en la catástrofe que
amenaza a la ciudad de Tebas. Son unas extranjeras, unidas por lejano
parentesco a los pobladores de la ciudadela fundada por el fenicio Cadmo,
quienes evocan en sus cantos las leyendas de gloria y de sangre que rodean la
historia de la polis asediada. A este distanciamiento del coro Eurípides le
saca un buen partido dramático. De un lado queda la innovación frente al
angustiado coro de tebanas de Los Siete contra Tebas de Esquilo, donde el coro
expresaba el patetismo desesperado en contraste con la firme figura de
Eteocíes, el protagonista y gobernante magnánimo. De otro lado, esa distancia
sentimental le permite al coro de mujeres expresar, a la vez que su cordial
temor por la suerte de la ciudad querida, su simpatía por la causa del
agraviado Poliníces, y lanzarse a pintorescas evocaciones míticas en torno a
las figuras famosas de Cadmo el matador del Dragón, de Edipo el vencedor de la
Esfinge, de Ares y Dioniso, etc. Como ya observaron los comentaristas antiguos,
los líricos parlamentos del coro se alejan de la acción dramática. Aunque se
podría destacar, en favor de Euripides, que estos intermedios líricos proyectan
sobre las escenas del drama un trasfondo legendario que amplía su
significación. A la acción trágica se le superpone una panorámica que no sólo
incluye en su halo fatídico a Edipo y sus hijos, sino que evoca a los dioses
patrios y al mismo fundador de la estirpe, a Cadmo. Silos motivos y los
caracteres son más realistas, más humanos, como señalan todos los estudiosos de
la tragedia de Eurípides, estas digresiones líricas sirven para contrapesar esa
tendencia hacia el análisis psicológico con la brillante y colorista evocación
de ese segundo piano, con sus figuras fantasmagóricas de héroes y dioses. Desde
luego el alejamiento de la acción es un riesgo y así tal proceder preludia la
desaparición del coro trágico como elemento irrelevante en el drama
posteuripideo.
Éste es uno de los contrastes más notorios entre ésta y la
tragedia esquilea de Los Siete contra Tebas, cuya trama atiende al mismo
material mítico. Junto a Yocasta y Antígona, desfilan Polinices, Eteocles,
Creonte, Meneceo, y el lamentable y quejumbroso Edipo, todos ellos patéticos.
"El drama en su conclusión deja en muchos lectores más la impresión de una
serie de brillantes episodios que la de una creación artística unitaria"
observó Pearson, como otros. Tal vez no estemos de acuerdo con el autor del
Argumento 1 sobre lo superfluo de la teichoscopia, de la entrada de Polmices, o
del acto final. Pero la discusión sobre la defensa de la ciudad entre Eteocles
y Creonte, con sus detalles estratégicos, o el episodio entre Creonte y
Meneceo, son muestras de que a Eurípides no le interesaba la estructura
sencilla del encuentro fatal entre los dos hijos de Edipo. Por el contrario,
esa riqueza de escenas y motivos es algo buscado por el viejo dramaturgo, a
quien sería injusto medir por el patrón trágico de los dramas de Esquilo o de
Sófocles. Como comenta Kitto[3]
con agudeza, las Fenicias pertenecen a otro tipo dramático, que pretende una
amplitud casi épica, y sustituye el sentido trágico de sus precursores por uno
nuevo, de un patetismo más efectista y espectacular. Por todo ello Fenicias
gozó de cierta predilección entre las piezas de Euripides más representadas y
estudiadas en la Antigüedad, y formó con Hécuba y el Orestes la tríada
estudiada y comentada en Bizancio hasta el final del humanismo bizantino.
Además ofrecía a los actores algunos pasajes muy apropiados para un lucimiento
personal. Lo más dificil lo constituirían seguramente sus estásimos, con la
sobrecarga de adjetivos ornamentales característica de la última etapa de
nuestro dramaturgo.
Además de estos pasajes citados existen algunos versos
sueltos que casi todos los editores del texto coinciden en atetizar como
espúreos. En la edición de Murray son 28 versos rechazados como tales. Tanto
estas interpolaciones menores como las más extensas son el producto de la
estima que gozó la obra, durante siglos, con la incorporación al texto de
pequeñas glosas y aclaraciones marginales. (En nuestra versión castellana
ofrecemos entre paréntesis cuadrados tan sólo aquellos versos sueltos que
atetizan la mayoría de estudiosos, y no los pasajes ya citados más amplios,
cuya inautenticidad es objeto de consideraciones más subjetivas.)
3.
— El tema de las Fenicias coincide con el de
LosSiete contra Tebas: el asedio de la ciudadela Cadmea por los argivos y el duelo
fatal entre los dos hermanos, condenados por la maldición del airado Edipo.
Pero mientras en Esquilo la tragedia forma parte de una trilogía de tema tebano
como tercera pieza, y así cuenta con las dos anteriores para exponer los
antecedentes de la saga de los Labdácidas, en Euripides es una pieza suelta,
que ha de recurrir a otros medios para evocar todo el contenido de la fatídica
historia familiar. Porque, como ya hemos dicho, Eurípides no renuncia a exponer
con la mayor amplitud el cúmulo de desdichas que envuelven a la estirpe de Layo
a través de las generaciones contaminadas por su delito. En ese sentido es toda
la familia la que se precipita en la catástrofe trágica. No en vano es la
enlutada Yocasta, abrumada por los desastres del pasado y angustiada por el
amenazador presente, la que dice el prólogo; y es el lastimero Edipo el que da
tono patético al final, partiendo al destierro, ciego y miserable, sin hijos y
sin esposa. Son ellos, Yocasta y Edipo, quienes han sufrido todos los males,
arruinados por la cadena miplacable de dolores, los más apropiados para
enmarcar esta suma trágica de varios episodios.
Innovación de Eurípides es presentamos a Yocasta en vida,
habitando el palacio a la par que el viejo y cegado Edipo; puesto que en la
versión más tradicional del mito, la seguida por Sófocles, ella se suicidaba al
enterarse de la personalidad real de Edipo, su hijo y esposo. Y también el que
Edipo haya permanecido hasta la muerte de sus hijos en Tebas es una innovación.
En contraste con uno y otro, e incluso en contraste con la
figura de Creonte, otro político, está Meneceo, el joven dispuesto al
sacrificio para salvar a la ciudad. Es una de esas figuras de jóvenes heroicos
—como Macaria en Los Heraclidas o Ifigenia en Ifigenia en Áulide— que el
dramaturgo nos ofrece en oposición a los poderosos, movidos por la ambición
política personal. Eteocles llega a exclamar: "¡Que se hunda toda la
casa!" (y. 624), y Creonte: "¡No me importa la ciudad en sí!"
(y. 919), mientras Meneceo se suicida dando su sangre al suelo ávido de
compensación por la muerte del Dragón indígena. Antígona —aun si dejamos de
lado su enfrentamiento a Creonte en la esticomitia que creemos añadida— es
también una joven dispuesta a ofrecer su vida al acompañar a su padre en el
exilio y la indigencia, en una decisión tanto más valiente cuanto que es una
doncella tímida y recatada. Edipo, como él mismo reconoce, es una especie de
sombra del héroe pasado, una figura fantasmal, víctima de un demon implacable.
Todos estos personajes forman un conjunto patético bien
conocido a los espectadores. Su psicología está claramente trazada en las
escenas del drama. El destino que aniquila la casa de Edipo se halla fatalmente
insito en los propios caracteres.
4. — El tema tratado por Eurípides estaba ya poetizado
épicamente en la Tebaida (s. vii a. C.), que sólo conocemos por resúmenes y
breves fragmentos[5].
Luego Esquilo en sus Siete contra Tebas ofreció una versión trágica del asedio
de la ciudad por los siete jefes argivos y del duelo fatídico entre los dos
hermanos. Pero antes del tratamiento trágico exisrió uno lírico, que ahora
conocemos en parte por un papiro de Lille (P. Lille 76) descubierto en 1974 y
editado en 1976 por O. P. Ancher y C. Meiller. Con el título de "La
réplica de Yocasta" aparece reeditado y comentado por J. Bollack, P. Judet
y H. Wismann en Cahiers de Philologie, 2, 1977. La mayoría de los estudiosos lo
atribuyen a Estesícoro como fragmento de un amplio poema, mientras Bollack y
colaboradores prefieren no pronunciarse por un autor lírico determinado. En las
líneas conservadas tenemos una propuesta de Yocasta para la reconciliación de Eteocles
y Polinices, frente al funesto augurio de Tiresias que dice que perecerán los
dos hermanos o la ciudad de Tebas. Es muy interesante que Yocasta juegue este
papel que recuerda su intervención dramática en Fenicias, y que el viejo
adivino cumpla su ya típica función dramática de agorero de desgracias. Bollack
y otros destacan las diferencias entre el tratamiento lírico y el trágico (en
especial, frente a
Fenicias,
Estructura del drama
El PRÓLOGO (1-201) está compuesto por dos escenas: el
recitado inicial de Yocasta (vv. 1-87) que expone los antecedentes de la
situación trágica, como es muy frecuente en otros prólogos de Eurípides; y el
diálogo entre el Pedagogo y Antígona (vv. 88-201) en lo alto de los muros,
mientras observan el movimiento de tropas enemigas que atacan la ciudad, una
brillante escena con precedente épico en la teichoscopia del canto III de la
Ilíada.
PÁRODO (202-260), en que el coro formado por mujeres
fenicias explica su presencia en Tebas (enviadas desde Tiro al templo de Apolo
en Delfos, de paso por Tebas se han visto detenidas por el asedio guerrero) y
su interés afectivo en los destinos de la ciudad (por ser descendientes de la
misma familia que a través del antiguo Cadmo dio origen a Tebas).
EPISODIO 1º (261-637). Entra Polinices, receloso, en la
ciudad. Encuentro y coloquio con su madre Yocasta. Se presenta luego Eteocles
(y. 446). Diálogo entre los hermanos y su madre, que no logra reconciliarlos.
El enfrentamiento, en forma de típico agón, entre los dos hijos de Edipo sirve para
definir mejor sus caracteres, y mostrarnos lo imposible de una solución
pacifica al conflicto, como quería Yocasta, llevada por su afecto materno.
ESTÁSIMO 1º (638-696). El coro recuerda la leyenda de la
fundación de Tebas: la muerte del dragón indígena apedreado por Cadmo y el
origen de los Espartos.
EPISODIO 2º (697-783). Diálogo entre Eteocles y su tío
Creonte, donde éste con sus consejos prudentes rectifica la impaciente
estrategia del joven monarca, quien le confía el gobierno de la ciudad y el matrimonio
de Antígona con Hemón en caso de perecer en el combate próximo.
ESTÁSIMO 2º (784-833). El coro evoca en su canto la
oposición entre el dios de la guerra, el feroz Ares, y Dioniso, con sus gozos
pacíficos y armoniosos. Alude a los prestigios y glorias pasadas de Tebas,
ahora amenazada por el asedio.
EPISODIO 3º (834-1018). El viejo adivino Tiresias acude a
dialogar, conducido por Meneceo, con Creonte. Tras un corto intento de evasión,
Tiresias profetiza que la salvación depende del sacrificio de Meneceo. Creonte
rehúsa ofrecer la vida de su hijo por la victoria de la ciudad. Mientras éste
se retira, Meneceo informa al Coro de su decisión de suicidarse en beneficio de
Tebas.
ESTÁSIMO 3º (1019-1066). El coro elogia la heroica
determinación del joven, y alude de nuevo a la crueldad de la Esfinge y al
fatídico destino de Edipo y su familia.
EPISODIO 4º (1067-1283). Un mensajero acude ante Yocasta
para informarla de la muerte de Meneceo y del desarrollo posterior de la
batalla al pie de los muros. Como Yocasta insiste en conocer hasta el fin la
suerte de sus hijos, el Mensajero, a su pesar, cuenta que ambos van a
enfrentarse en combate cuerpo a cuerpo. Yocasta llama a toda prisa a Antígona
para que la acompañe, en un intento de detener la lucha mortífera entre los dos
hermanos.
ESTÁSIMO 4º (1284-1307). El coro expresa en un patético y
agitado canto su angustiado presentimiento y su compasión ante la catástrofe.
ÉXODO (1308-1766). Es el más largo de todos los de
Eurípides —excediendo en longitud incluso al del Heracles— y contiene varias
escenas distintas. La extraordinaria extensión ha podido resultar de los
añadidos e interpolaciones de que ha sido objeto esta sección. (Prácticamente
todos los estudiosos de la pieza lo han destacado, aunque difieran el número,
mayor o menor, de los versos que consideran añadidos a la redacción original de
Eurípides.) En cuanto a la falta de unidad de este éxodo —que, de acuerdo con
la definición aristotélica es sencillamente la sección que va desde el último
canto del coro al final del drama— puede explicarse, en cierto modo, por esas
mismas interpolaciones. Podemos distinguir tres escenas: la entrada en escena
de Creonte con el cadáver de Meneceo (vv. 1306-1334) (escena que algunos
estudiosos consideran espúrea), el relato del Mensajero (1335-1484), y el
diálogo, en parte lírico y en parte recitado, entre Antígona, Creonte y Edipo
(1485-1766), que concluye la obra.
Esta última escena está separada de la anterior por la
patética monodia de Antígona (1485-1538), a la que sigue la entrada en escena
de Edipo (y. 1539). Si se acepta la atétesis de los vv. 1306-1334, Creonte
vuelve a aparecer con los versos 1584 y sigs., para enfrentarse con Edipo y,
sobre todo, con Antígona en un agón esticomítico (que recuerda el más célebre
de la tragedia sofoclea), que queda enmarcado por los lamentos líricos
anteriores y los posteriores (1710-1766), en los que el viejo sufridor Edipo y
la joven princesa se disponen a partir al exilio.
ARGUMENTO
Eteocles, una vez que tomó el poder monárquico en Tebas,
despoja de su turno a su hermano Polinices. Exiliado, éste se presentó en Argos
y desposó allí a la hija del rey Adrasto, atesorando la ambición de regresar a
su patria. Y, persuadiendo a su suegro, congregó un considerable ejército para
llevarlo contra su hermano en Tebas. Su madre, Yocasta, le convenció para que,
con un salvoconducto de tregua, entrara en la ciudad y dialogara antes sobre el
poder. Al mostrarse furioso Eteocles en defensa de su tiranía, Yocasta no logró
reconducir a la amistad a sus hijos, y Polinices abandonó la ciudad, dispuesto
a presentarse en adelante como contendiente en la guerra.
Vaticinó Tiresias que la victoria sería para los tebanos,
si el hijo de Creonte, Meneceo, se ofrecía como víctima en un sacrificio a
Ares. Entonces Creonte se negó a ofrecer a la ciudad a su hijo, pero el joven
tomó la decisión, aun cuando su padre le facilitaba la huida con dineros, de
sacrificarse. Y así lo hizo. Luego los tebanos mataron a los jefes de los
argivos. Eteocles y Polinices en combate personal se dieron muerte uno a otro.
Entonces su madre, al encontrar muertos a sus hijos, se degolló, y el hermano
de ella, Creonte, heredó el poder real.
Los argivos, derrotados, se retiraron de la batalla. Pero
Creonte, rencorosamente, no devolvió los cadáveres de los enemigos caídos al
pie de la muralla Cadmea para su sepultura, arrojó sin honras fúnebres a
Polinices, y expulsó a Edipo como desterrado de su tierra patria, sin acatar en
un caso la ley humana, y dejándose llevar en otro por la indignación y sin
apiadarse ante el infortunio.
Son muy emocionantes las Fenicias por su carácter mágico.
Pues queda muerto el hijo de Creonte que se suicida en la muralla en favor de
la ciudad, mueren también los dos hermanos a manos el uno del otro, y Yocasta,
su madre, se quita la vida sobre sus cadáveres; y perecen los argivos que
hacían campaña contra Tebas; también queda expuesto sin tumba Polinices, y
Edipo es desterrado de su patria y junto con él su hija Antígona. Además el
drama tiene muchos personajes y está lleno de sentencias, numerosas y bellas.
ORÁCULO
Labdácida Layo, próspera progenie de hijos imploras.
Engendrarás un hijo, pero esto te será a ti fatal: dejar la vida a manos de tal
hijo. Así lo asintió
Zeus Cronída, atendiendo a las funestas maldiciones de
Pélope, cuyo hijo raptaste. Él contra ti lanzó todas estas imprecaciones.
EL ENIGMA DE LA ESFINGE
Hay sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, con una
sola voz, que es también trípode. Es el único que cambia de natural de cuantos
vivientes habitan en tierra, por el aire y bajo el mar. Pero cuando camina
apoyándose en más pies, es cuando el vigor de sus miembros resulta más débil.
SOLUCIÓN DEL ENIGMA
Escucha, aunque no quieras, malhadada musa de los muertos,
mi voz, término de tus crímenes. Al hombre te referiste, quien, cuando se
arrastra por el suelo, a poco de salir del vientre materno es niño cuadrúpedo,
y al hacerse viejo apoya como tercer pie su bastón, mientras se encorva su
cuello, abrumado por la edad.
Layo, que venía de Tebas, por el camino contempló a
Crisipo, el hijo de Pélope. Enamorado de él pensó en llevárselo consigo a
Tebas. Como éste se negaba a seguirle, Layo lo raptó, a escondidas de su padre.
Después de mucho lamentarse por la pérdida de su hijo, él se enteró y al
enterarse lanzó contra el raptor la maldición de que no engendrara hijos, o, si
tal sucedía, que fuera asesinado por su descendiente.
ARGUMENTO DEL GRAMÁTICO ARISTÓFANES
Expedición de Polinices con los argivos contra Tebas y
destrucción de los hermanos Polinices y Eteocles y muerte de Yocasta. El tema
mítico está en Esquilo, en Los Siete contra Tebas, excepto la figura de Yocasta...
siendo arconte Nausícrates... segundo fue Eurípides... dejó una pieza sobre
este asunto. Respecto a eso también Enómao y Crisipo y... se conserva. El coro
está formado por mujeres fenicias. Recita el prólogo Yocasta. El drama es
hermoso también por sus cuadros escénicos, aun cuando resulta recargado. La
escena de Antígona oteando [el campo enemigo] desde la muralla no forma parte
de la acción dramática; y la de Polínices que viene a parlamentar para en nada;
y la del final, de una lírica verbosa, de Edipo al partir al destierro, está
añadida como un remiendo superfluo.
PERSONAJES
YOCASTA. / PEDAGOGO. / ANTÍGONA. CORO de Fenicias. /
POLÍNICES. / ETEOCLES. / CREONTE. / TIRESIAS. / MENECEO. / MENSAJERO. / Otro
MENSAJERO. / EDIPO.
La acción transcurre en Tebas, ante el Palacio Real.
YOCASTA. — (Enlutada,
con el cabello rapado, la vieja Yocasta recita el prólogo)¡Oh tú que, entre
los astros, por el cielo trazas tu senda, y montado en tu carro de planchas de
oro, tras los raudos caballos volteas tu llama, Helios![6].
¡Cuán infortunado rayo dejaste caer sobre Tebas el día aquel en que Cadmo llegó
a este país al haber abandonado la marina tierra de Fenicia! Él fue quien,
antaño, tras haber desposado a una hija de Ciprís, a Harmonía, engendró a
Polidoro, del que dicen nació Lábdaco, y de éste, Layo. Yo me tengo por hija de
Meneceo, y Creonte es mi hermano, y de la misma madre; y me llaman Yocasta,
pues este nombre me impuso mi padre[7]
Layo me toma por mujer. Y cuando, tras largo tiempo de
matrimonio, al encontrarse sin hijos en nuestro palacio, [15] va a interrogar a
Febo y a pedirle la compañía de hijos varones para nuestro hogar, el dios le
respondió: "¡Oh, soberano de Tebas de buenos caballos, no siembres el
surco de hijos a despecho de los dioses! Porque, si [20] engendras un hijo, el
que nazca te matará, y toda tu familia se cubrirá de sangre."
Pero él, dándose al placer y cayendo en la embriaguez[8],
dejó en mí la simiente de un hijo. Luego de haberlo engendrado, al ser
consciente de su falta y de la profecía del dios, [25] entrega el recién nacido
a unos pastores a fin de que lo expusieran en el prado de Hera entre las peñas
del Citerón, habiéndole atravesado los talones con unos punzones de hierr9o.
Por ese motivo Grecia lo denominó Edipo[9].
Pero unos pastores de caballos del rey Pólibo lo recogieron, lo llevaron a su
palacio y lo entregaron en manos de su [30] señora. Ésta acogió en su regazo al
fruto de mis dolores y convenció a su esposo de que lo había dado a luz.
Entonces
le ordena
el cochero
de Layo:
"¡Extranjero, échate a un lado y cede el paso a un
rey!" [40] Mas él avanzaba caminando en silencio, orgulloso. Los caballos
con sus cascos le tiñeron de sangre sus piernas. Por eso —¿por qué he de
relatar lo que excede a mis desgracias?— el hijo mata al padre y, apoderándose
de su carro, lo entrega a Pólibo, su padre adoptivo. [45]
Como la Esfinge con sus depredaciones asolaba la ciudad y
mi esposo ya no vivía, mi hermano Creonte hace proclamar mi matrimonio. Quien
resolviera el enigma de la astuta doncella, ése obtendría mi lecho. Sucede
entonces que so mi hijo Edipo acierta las adivinanzas de la Esfinge, por lo que
se instala como soberano de este país y recibe el cetro de esta tierra como
premio a su victoria. Y toma por esposa a su madre, sin saberlo ¡infeliz!, como
tampoco la que lo dio a luz sabe que se acuesta con su hijo. Doy a luz, de mi
hijo, a dos varones: a Eteocles y al [55] ilustre y valiente Polínices; y a dos
niñas: a una su padre le dio el nombre de Ismene, y a la otra, la mayor, la
llamé yo Antígona.
Pero, al enterarse de que su enlace conmigo había sido una
boda con su madre, Edipo, que había soportado todos los padecimientos, asesta a
sus propios ojos un horrible aniquilamiento, ensangrentando con los dorados
punzones de una fibula sus pupilas.
Y, apenas se sombreó de barba el mentón de nuestros hijos,
ellos ocultaron bajo cerrojos a su padre, para que su 65 infortunio quedara
olvidado, lo que requiere muchos trucos. Aún vive en el interior del palacio.
Desvariando a causa de la desdicha, invoca sobre sus hijos las más impías
maldiciones: que con el afilado hierro desgarren esta casa. [70] A ambos les
invadió el temor de que los dioses dieran cumplimiento a las maldiciones, en
caso de convivir juntamente, y de común acuerdo establecieron que el más joven,
Polinices, se exiliara primero, voluntariamente, de esta tierra, y que Eteocles
se quedara para detentar el cetro del país, [75] cambiando sus posiciones al
pasar un año. Pero una vez que se estableció junto al timón de mando, él no
abandona el trono, y expulsa, como desterrado de este país, a Polinices.
Éste se fue a Argos, emparentó políticamente con Adrasto,
y, habiendo reunido un numeroso ejército de argivos, lo guía; y, presentándose
ante estos mismos muros de siete12 [80] puertas , reclama el cetro
paterno y su parte de tierras. Yo, tratando de resolver la discordia, he
convencido a mi hijo de que acuda, bajo tregua, ante su hermano antes de apelar
a la lanza. El mensajero enviado asegura que él vendrá. Con que, ¡oh tú, que
habitas los luminosos repliegues del cielo, Zeus!, sálvanos, y permite el
acuerdo entre mis [85] hijos. No vas a consentir, ya que[11]8
eres sabio, que un mismo mortal persista siempre en la desdicha. (Se retira hacia el interior del palacio.
Aparece subiendo a la terraza el pedagogo, y, tras él, la princesa Antígona.)
PEDAGOGO[12].
— Antígona, glorioso retoño para este palacio de tu padre, ya que tu madre te
ha permitido abandonar las habitaciones de las doncellas para subir al piso
[90] superior de la casa a fin de que contemples el ejército de los argivos a
ruegos tuyos, aguarda, para que escrute el terreno, no vaya a ser que nos surja
en el sendero alguno de los [95]
ciudadanos, y se suscite un ruin reproche contra mí como esclavo y contra ti
como princesa. Bien enterado voy a contarte todo cuanto vi y escuché de los
argivos cuando fui a llevar las treguas a tu hermano de aquí allá y a traerlas
de nuevo acá de su parte. Ahora ningún ciudadano se aproxima a este palacio.
[100] Avanza paso a paso por la vieja escala de cedro. Observa el llano, a lo
largo del curso del Ismeno y el manantial de Dirce. ¡Qué numeroso es el
contingente de los enemigos!
ANTÍGONA. — Tiende, pues, tiende tu anciana mano [105]
hacia la joven mía, desde esos escalones, ayudándome a alzar mis pies.
PEDAGOGO. — Toma, ágárrate, muchacha. Has llegado en el
momento justo. Porque se pone en movimiento el ejército pelásgico[13]
y se separan unos de otros en escuadrones. [110]
ANTÍGONA. — ¡Ah, soberana hija de Leto, Hécate![14]
¡Toda la llanura refulge cubierta de bronce!
PEDAGOGO. — Desde luego que no ha vuelto ruinmente a su
tierra Polinices, sino con el fragor de numerosos corceles e innúmeras armas.
ANTÍGONA. — ¿Estarán los portones con cerrojos...? ¿Están
las barras ligadas con bronce bien ajustadas a las construcciones pétreas de la
muralla de Anfión? [115]
PEDAGOGO. — No temas. La ciudad mantiene con firmeza sus
defensas. Con que mira quién es el primero del que quieres informarte.
12 El número legendario de siete puertas parece
provenir del poema épico La Tebaida (s. yo). Se ha discutido si la ciudadela
Cadmea poseía realmente tal número de portones en su muralla. Así, p. e.,
Wilamowitz sostenía que sólo habría tenido tres: el del N. E. (Puerta
Prétida), para la nita hacia Calcis, el del Sur (P. Electra), hacia Platea y
Atenas, y el del N. O. (P. Neista), hacia Lebadea. Los nombres de las Siete
Puertas, así como los de los Siete Caudillos argivos que las atacan, ofrecen
una coincidencia básica y divergencias en dos o tres casos, según los autores
que los dan (EsQuiLo, S. T. 375 y sigs.; EuluPIDas, F. 1140 y sigs.;
PAUSANIAS, IX.8.4; APOLODORO, Bibl. III 6, 6; EstAdo, Teb. VIII 353 y sigs.).
(Más detalles sobre este punto en A. C. PEARSON, Euripidis Phoenissae,
Cambridge, 1909, págs. 2 14-9, y DOS SANTOS AL VES, o. c., págs. 342-4.) |
ANTÍGONA. — ¿Quién es ése del penacho blanco, que [120]
avanza al frente del ejército blandiendo con ligereza en su brazo un escudo
todo de bronce?[15]
PEDAGOGO. — Un jefe de escuadrón, señora...
ANTÍGONA. — ¿Quién, de dónde procede?
Aclárame, anciano, cómo se llama.
PEDAGOGO. — Ése se estima micénico por su linaje, [125]
pero habita los pantanos de Lema, el soberano Hipomedonte.
ANTÍGONA. — ¡Ah, ah! ¡Qué soberbio, qué espantoso es su
aspecto, parecido a un gigante nacido de la tierra; de ojos centelleantes, como
en las pinturas, no semejante a la [130]
raza de los efímeros!
PEDAGOGO. — ¿No ves al que vadea el agua de Dirce?
ANTÍGONA. — Distinto, distinto es el estilo de su
armamento. ¿Quién es ése?
PEDAGOGO. — Es el hijo de Eneo, Tideo, y alberga en su
pecho el ardor guerrero de los
etolios. [135]
ANTÍGONA. — ¿Ése es el que, en una boda paralela, se ha
casado, anciano, con una hermana de la esposa de Polinices? ¡Qué extraño el
color de su armadura, semibárbaro!
PEDAGOGO. — Es que todos los etolios llevan el escudo [140]
largo y son habilísimos lanzadores de sus picas.
ANTÍGONA. — ¿ Y tú, anciano, cómo sabes eso tan claramente?
PEDAGOGO. — He conocido los emblemas de sus escudos, que vi
entonces, cuando fui a llevar las propuestas de tregua a tu hermano, y al
contemplarlos reconozco a los que llevan tal armadura. [145]
ANTÍGONA. — ¿Quién es ése que cruza junto a la tumba de
Zeto, de melena con bucles, de aterradora mirada, joven de aspecto, un jefe de
tropas, porque le rodea una multitud armada en pos de él? [150]
PEDAGOGO. — Ese es Partenopeo, de la estirpe de Atalanta.
ANTÍGONA. — ¡Entonces, ojalá que Ártemis, que por los montes
en compañía de su madre corre, le haga morir hiriéndole con sus flechas, a él
que vino a destruir mi ciudad!
PEDAGOGO. — Que así sea, hija. Pero acuden a este país
[155] con justicia. Lo que temo que, rectamente, tengan en cuenta los dioses.
ANTÍGONA. — ¿Dónde está el que nació de la misma madre que
yo, en un aciago destino? Ah, queridísimo anciano, dime, ¿dónde está Polinices?
PEDAGOGO. — Aquél de allí, junto a la tumba de las [160]
siete hijas de Niobe. Está colocado al lado de Adrasto.[16][17]
¿Lo ves?
ANTÍGONA. — Le veo desde luego; no claramente, pero veo de
algún modo la silueta de una figura y un talle que parecen los suyos. ¡Ojalá
que, como en la carrera de una volandera nube, pudiera con mis pies a través
del aire llegar hasta mi hermano, y echarle mis brazos alrededor del [165]
cuello queridísimo, después de tanto tiempo, al infeliz desterrado! ¡Cuán
magnifico está con sus armas de oro, anciano, relumbrando como los rayos del
sol en el alba!
PEDAGOGO. — Vendrá a este palacio, con el [170] salvoconducto de la tregua, para llenar
tu corazón de júbilo.
ANTÍGONA. — Y ése, anciano, ¿quién es? El que dirige con
las riendas desde lo alto un carro blanco.
PEDAGOGO. — Ése es el adivino Anfiarao19,
señora. Con él van las víctimas sacrificiales, torrentes de sangre gratos a
[175] la tierra[18].
ANTÍGONA. — ¡Oh, hija de Helios de refulgente halo[19],
Selene, resplandor de áureo circulo, qué serena y prudentemente maneja la vara
al dirigir a los corceles! ¿ Y dónde está. el que lanza contra esta ciudad las
terribles insolencias? [180]
contra Tebas vv. 375 y sigs. En Fenicias 1104-1140 se repite, en el
relato del mensajero. Tal repetición es la razón básica para considerar
espurio este segundo pasaje, que se supone interpolado para suplir la
ausencia de la teichoscopia en representaciones tardías del drama. |
PEDAGOGO. — ¿Capaneo? Aquél maquina las escaladas a las
torres, calculando de arriba y abajo la altura de las murallas.
ANTÍGONA. — ¡Aaoh! ¡Némesis y truenos de Zeus de [185]
hondo bramido, y calcinante resplandor de los rayos! Tú, en efecto, derribas la
arrogancia humana. Ahí está ése, que con su lanza quiere ofrecer a las tebanas,
como cautivas de guerra, a las micénicas, y a Lerna, donde con su tridente
Posidón hizo brotar el agua para Amímona, envolviéndonos con la [190]
esclavitud. ¡ Que jamás, jamás, oh soberana, vástago de Zeus, la de rizos de
oro, Ártemis, haya de sufrir la servidumbre!
PEDAGOGO. — ¡Eh, hija, entra en la casa y quédate bajo su
[195] techo en las habitaciones de las doncellas, en las tuyas, puesto que ya
has satisfecho el anhelo de lo que deseabas contemplar! Que un tropel de
mujeres, al insinuarse la confusión en la ciudad, avanza hacia el palacio real.
El género femenino es de natural amante del chismorreo, y en cuanto consiguen
[200] mínimos pretextos a sus charlas los aumentan mucho. Es un placer para las
mujeres el no decir nada bueno unas de otras. (Antígona y el Pedagogo descienden y desaparecen de escena, mientras
entran en la "orquestra" las Fenicias del coro.)
CORO. Estrofa 1ª: Dejando atrás la costa de Tiro he venido,
desde la isla fenicia, como primicia del botín consagrada a Loxias, [205]
esclava del templo de Febo, que se estableció allá al pie de las gargantas
nevadas del Parnaso. A través del mar Jonio [210] he navegado mientras el remo
batía las estériles llanuras en torno a Sicilia[20]cuando
el Céfiro cabalgaba con sus ráfagas en el cielo, con primoroso rumor.
Antistrofa 2ª: Escogida en mi ciudad como el más hermoso
presente [215] para Loxias, he llegado al país de los Cadmeos, enviada aquí, a
estas torres del reino de Layo, de los ilustres Agenóridas[21],
de mi misma raza. Igual que las estatuas [220] trabajadas en oro vine a parar
en esclava al servicio de Febo. Pero aún me aguarda el agua Castalia para bañar
la gala virginal de mis cabellos en las ceremonias rituales del dios. [225]
Epodo.: ¡Aaoh! ¡Resplandeciente peña, fulgor de doble
cresta de fuego sobre las cimas báquicas de Dioniso, y tú, cepa que cada día
derramas en continua eclosión la uva [230] arracimada, divinas cavernas del
Dragón y montaraces atalayas de los dioses, y sagrada montaña que cubre la
nieve! ¡Ojalá que, libre de temores llegue a formar el coro que da vueltas en
honor del dios inmortal, junto a las cavidades del [235] ombligo terrestre, en
dominios de Febo, dejando atrás la fontana de Dirce!
Estrofa 2º: Pero ahora, frente a mi, ante estos muros se
presenta un furioso Ares para incendiar en sangre y llamas — ¡lo que [240]
ojalá no consiga!— esta ciudad. Porque común es la [245] congoja de los parientes, y si algo
sufre esta tierra de las siete puertas, alcanzará también al país de Fenicia.
¡Ay! ¡Ay! ¡Común es la sangre, comunes los hijos nacidos de la cornuda lo! Sus
penas me afectan a mí.
Antistrofa 2ª: [250] En torno a la ciudad una nube densa de
escudos destelía, una imagen del combate mortero, que pronto Ares decidirá
[255], aportando a los hijos de Edipo el castigo de las Erinias. ¡Oh Argos
Pelásgico! Temo tu impulso guerrero y la decisión de los dioses. Pues no avanza
a una injusta [260] contienda el hijo
que por las armas viene a recuperar su hogar. (Por la izquierda entra, vestido con toda su armadura, Polinices.)
POLINICES. Los cerrojos de los vigilantes de los portones
se me abrieron sin dificultad para que viniera al interior de la muralla. Temo
sin embargo, que, una vez que me tengan atrapado dentro de sus redes, no me
dejen escapar [265] sin cubrirle de sangre. Por eso he de dirigir mi mirada a
todas partes, por allí y por aquí, no sea que haya alguna emboscada. Con mi
armadura y el puño en la espada voy a procurarme a mí mismo la garantía de mi
audacia.
¡Eh! ¿Quién está ahi? ¿Es que vamos a asustarnos de un
[270] ruido? Cualquier cosa, desde luego, se les hace temible a los audaces,
cuando ponen pie en tierra enemiga. Confío, no obstante, en mí madre, y a la
vez desconfío de ella que me [275] persuadió a acudir aquí bajo tregua. Pero
ahí tengo un refugio: que ahi al lado están los hogares de un altar, y no está
desierto el palacio. ¡Vamos! Dejaré en su sombría vaina mi espada y preguntaré
a esas mujeres que están delante de la casa.
Extranjeras, decidme: ¿de qué patria habéis acudido a las
viviendas de la Hélade?
POLINICES. — Mi padre es Edipo, el hijo de Layo, y me dio a
luz Yocasta, hija de Meneceo. El pueblo de Tebas me [290] llama Polinices.
CORIFEO. — ¡Ah, pariente de los descendientes de Agenor, de
mis reyes, por quienes fui enviada! De rodillas prosternándome te saludo,
soberano, acatando la costumbre de mi patria. ¡Llegaste, al fin, a la tierra de
tus padres! [295] ¡Aoh! ¡Aoh! ¡Acude, reina, ante la casa! ¡Haz abrir las
puertas! ¿No escuchas, madre, que tu hijo está aquí? ¿Por qué tardas en
atravesar las salas techadas y en echarle los [300] brazos a tu hijo?
YOCASTA. — Al oír vuestro grito fenicio, jóvenes, arrastro
con mis ancianos pies un tembloroso paso. ¡Ay, hijo, por fin, al cabo de
incontables días vuelvo a [305] ver tu rostro! Rodea mi pecho con tus brazos,
dame la caricia de tus mejillas, y que el mechón negro de los rizos de tu
melena venga a sombrear mi cuello. ¡Ay! ¡Ay! A duras [310] penas, contra toda
previsión y de modo inesperado hete aquí entre los brazos de tu madre. ¿Qué voy
a decirte? ¿Cómo recoger del todo, con mis manos y palabras la arremolinada
alegría, danzando a tu alrededor por el gozo de [315] conseguir mis antiguos
anhelos de felicidad? ¡Ay, hijo, vacía la casa paterna dejaste, al marcharte
desterrado por la injuria de tu hermano! ¡Cuán anhelado por tus amigos, cuán
[320] anhelado por Tebas! Por ese motivo he cortado mi cabello gris, llorando
he cedido en señal de luto mi cabellera
[325] despojándome de peplos blancos, hijo mío, y los he trocado por
estos andrajos oscuros y lúgubres. Y el anciano, desde que la [330] pareja fraterna se desgajó del hogar
alberga sin cesar el arrepentimiento cubierto de lágrimas. Se arrojó tras una
espada para un golpe suicida, y trató de ahorcarse de una viga, [335]
deplorando sus maldiciones sobre sus hijos. Entre incesantes aullidos de
desesperación se esconde en las tinieblas.
Ya sé por oídas que tú, hijo mío, te has un ido ya en [340]
matrimonio para tener el placer de fundar una familia.., en una tierra extraña
y para conseguir una alianza con extranos, ¡cruel ofensa a tu madre y a la
antigua estirpe de Layo! ¡Un matrimonio que atrae la destrucción! Yo ni
siquiera alumbré para ti la luz de la antorcha ritual en las ceremonias [345]
nupciales, como le toca a una madre feliz. El Ismeno contrajo el parentesco sin
aportar la gala de sus aguas al baño de bodas, y a la entrada de la recién
desposada en tu casa respondió sólo silencio en la ciudad de Tebas. [ 350]
¡Ojalá perezca todo esto, sea quien sea el culpable, el hierro, la discordia,
tu padre, o el elemento demoníaco que se aposentó en la mansión de Edípo! Pues
sobre mi han descargado las congojas de tantas desgracias.[355]
CORIFEO. — Terribles son para las mujeres los partos
acompañados de dolores; y, sin embargo, todo el género de las mujeres ama los
hijos.
POLINICES. — Madre, con decisión prudente, e imprudente, he
acudido hasta mis enemigos. Que a todos obliga firmemente el amor a la patria.
Y quien diga otra cosa, juega [360] con sus palabras, pero disimula su
pensamiento. Mas estaba tan asustado y vine con tal temor, de que acaso alguna
emboscada de mí hermano me diera muerte, que he cruzado por la ciudad volviendo
mis miradas en derredor. Una sola [365] cosa me protege: la tregua y la
confianza en ti, la que me hizo penetrar en la muralla patria. Muy lloroso he
venido, al contemplar después de tanto tiempo las casas y los altares de los
dioses, los gimnasios en los que me eduqué y el agua de Dirce. Yo, que
injustamente fui apartado de aquí y habito una ciudad extranjera, manteniendo
en mis ojos una fuente [370] de lágrimas. Conque ahora, ¡ dolor tras dolor!, te
veo de nuevo, con la cabeza rapada y con vestidos negros, ¡ay de mi, de mis
desgracias! ¡Cuán terrible es el odio, madre, entre las personas de una misma
familia! [¡Y qué difíciles de superar [375] son tales rencillas!
¿Qué hace ahora mi anciano padre, en la casa, viendo sólo
tinieblas? ¿Y qué mis dos hermanas? ¿Lloran tal vez, infelices, mi destierro’?
YOCASTA. — De forma cruel alguno de los dioses destruye la
estirpe de Edipo. Porque empezó así: que yo:
[380] anormalmente tuviera un parto, y que en funesto trance me casara
con tu padre y nacieras tú. Pero ¿a qué recordar eso? Hay que soportar lo que
nos deparan los dioses. ¿Cómo preguntarte — temo lacerar de algún modo tu
corazón— lo que deseo? Me embarga la ansiedad.
POLINICES. — Pues pregunta, no dejes nada sin cumplir.
[385] Porque lo que tú quieras, madre, me resultará grato a mi.
YOCASTA. — Bien, te preguntaré primero lo que deseo saber.
¿Qué es el estar privado de la patria? ¿Tal vez un gran mal?
POLINICES. — El más grande. De hecho es mayor que lo que
pueda expresarse.
YOCASTA. — ¿Cual es su rasgo esencial? ¿Qué es lo más [390]
duro de soportar para los desterrados?
POLINICES. — Un hecho es lo más duro: el desterrado no
tiene libertad de palabra[22].
YOCASTA. — Eso que dices es propio de un esclavo: no decir
lo que piensa.
POLINICES. — Es necesario soportar las necedades de los
poderosos.
YOCASTA. — También eso es penoso, asentir a la necedad de
los necios.
POLINICES. — Pero en pos del provecho hay que esclavizarse
contra el propio natural.
YOCASTA. — Las esperanzas alimentan a los desterrados,
según el dicho[23].
POLINICES. — Los miran con buenos ojos, pero luego se
der~oran
YOCASTA. — ¿Ni siquiera el tiempo pone en claro que son
vanas?
POLINICES. — Contienen cierto encanto que dulcifica los
daños.
YOCASTA. — ¿De qué comias, antes de encontrar con tu boda
un sustento?
POLINICES. — Unas veces tenía para pasar el día, otras
carecía de ello.
YOCASTA. — ¿Los amigos y huéspedes de tu
padre no te
POLINICES. —¡Ten éxito! Nada son los amigos, si uno cae en
desgracia[24].
YOCASTA. — ¿Ni siquiera tu noble linaje te elevó a alta
consideración?
POLINICES. — Es malo ser pobre. El linaje no me daba [405]
de comer.
YOCASTA. — La patria, según se ve, es lo más querido a los
mortales.
POLINICES. — No podrías precisar con nombres cuán querida
resulta.
YOCASTA. — ¿Cómo llegaste a Argos? ¿Qué plan tenias?
POLINICES. — Le había dado Loxias a Adrasto cierto
oráculo...[25].
YOCASTA. — ¿Cuál? ¿Qué es eso a lo que aludes? No [410]
puedo entenderlo.
POLINICES. — Que con un jabalí y un león le convenía casar
a sus hijas.
YOCASTA. — ¿Y a ti qué te tocaba del nombre de esas fieras,
hijo?
POLINICES. — No lo sé. La divinidad me llamó a ese azar.
YOCASTA. — Sabio, en efecto, es el dios. ¿De qué modo
lograste la boda?
POLINICES. — Era noche, y me presenté en el atrio de [415]
Adrasto.
YOCASTA. — ¿Buscando un refugio para dormir, como un
desterrado vagabundo?
TRAGEDIAS
POLINICES. — Así fue. Y entonces llegó otro desterrado
YOCASTA. — ¿Quién era? Sin duda que también era él un
desdichado.
POLINICES. — Tideo, el que dicen que tuvo a Eneo por padre.
[420]
YOCASTA. — ¿Por qué a vosotros luego Adrasto os comparó a
fieras?
POLINICES. — Por la furia con la que nos enfrentamos por
causa del cobijo.
YOCASTA. — Entonces el hijo de Tálao comprendió el oráculo.
POLINICES. — Y nos entregó a nosotros dos sus dos jóvenes
hijas.
POLINICES. — No tengo queja de mi boda hasta el día de hoy.
YOCASTA. — ¿Y cómo has convencido al ejército a que te siga
hasta aquí?
POLINICES. — A los dos yernos Adrasto nos juró esto, (a
Tideo y a mí, que él es mi cuñado): reinstaurarnos a ambos [430] en nuestra
patria, y primero a mí. Numerosos jefes de los Dánaos y los Micénicos están ahí
ofreciéndome su favor, amargo, pero necesario. Porque marcho en campaña contra
mi ciudad. Pongo por testigos a los dioses de cuán a mi pesar he alzado la
lanza contra mis más próximos familiares, [435] que lo quisieron. Con que a ti
te atañe la disolución de estos males, madre, si consigues reconciliar a los
hermanos de la misma sangre, para libramos de sufrimientos a ti y a mi y a toda
la ciudad.
Aunque es sentencia desde antiguo muy celebrada, la
repetiré: "Las riquezas son lo más preciado para los hombres y lo que
tiene mayor efectividad entre las cosas humanas." Por eso es por lo que yo
vengo aquí conduciendo incontables lanzas. Un noble en la pobreza no es nada[26].
CORIFEO. — Ved aquí a Eteocles que viene a parlamentar.
Tarea tuya es, madre Yocasta, decir palabras que logren reconciliar a tus
hijos. (Entra por la derecha Eteocles. Se
dirige a Yocasta.)
ETEOCLES. — Madre, aquí estoy. He venido por complacerte.
¿Qué hay que hacer? Que quien sea comience su petición. Porque estaba ordenando
en torno a las murallas las dobles filas de soldados y me he detenido para
escuchar tus proposiciones de mediación entre los dos; por ellas he [450]
aceptado que éste viniera tras los muros, ya que tú me persuadiste.
POLINICES. — Sencillo es el relato de la verdad y no
requiere además rebuscados comentarios. Porque los hechos mismos le dan
oportunidad. En cambio el discurso injusto, al ser enfermizo de por sí,
necesita de sabios medicamentos.
En cuanto a mí, antepuse en mi consideración sobre la casa
de mi padre mi vida y la de éste, con el deseo de rehuir las [475] maldiciones
que Edipo invocó en cierta ocasión contra nosotros. Me salí por mi propia
decisión fuera de esta tierra, dejándole a éste ser rey en la patria por el
plazo de un año, con la condición de que yo tomaría a mi vez el poder por turno
y [480] así no incurriría en enemistad y rivalidad con él para hacer y sufrir
cualquier mal, como suele suceder. Pero él, después de haber aprobado esto y de
prestar juramento a los dioses, no hizo nada de lo que había prometido, sino que
retiene él el poder real y mi parte de la herencia. Incluso ahora estoy [485]
dispuesto, si recibo lo que es mío, a reenviar el ejército fuera de esta
tierra, y a vivir en la casa familiar cumpliendo mi turno, y a cedérselo de
nuevo a él por el mismo plazo; y a no anasar la patria ni aplicar a las torres
los asaltos de las fm~nes escalas, lo [490] que, de no obtener justicia,
trataré de conseguir. Como testigos de esto a los dioses invoco, de que en todo
obro con justicia, y sin justicia estoy privado de mi patria, del modo más
impío. Los hechos, uno a uno, madre, los he expuesto [495] resumiéndolos sin
florituras retóricas, sino de forma ajustada tanto para los doctos como para
los simples, según me parece.
CORIFEO. — A mí, si bien no he sido educado en tierra de
griegos, sin embargo, me parece sensato, desde luego, lo que dice.
ETEOCLES. — Si a todos les pareciera la misma cosa buena y
sabia a la vez, no existiría entre los hombres la [500] discordia de ambiguo
lenguaje. Pero en realidad no hay nada idéntico ni ecuánime para los mortales,
al margen de los nombres; de hecho no existe tal realidad. Conque yo, madre,
hablaré sin ocultar nada. Llegaría hasta las salidas de los astros del cielo y
bajaría al fondo de la [505] tierra, si fuera capaz de realizar tales acciones,
con tal de retener a la mayor de las divinidades: la Tiranía[28].
Así, pues, ese bien, madre, no estoy dispuesto a cederlo a otro en lugar de
conservarlo para mí. ¡Cobardía seria, en efecto, que uno, perdiendo lo más,
recogiera lo menos! [510] Además de eso, me avergonzaría de que éste, que viene
por las armas y devastando el país, consiguiera lo que pretende. Eso seria para
Tebas un oprobio, si yo cediera mi cetro ante el terror de la lanza micénica
para que él lo detentara [515]. Hubiera debido, madre, tratar él de conseguir
la reconciliación sin acompañamiento de armas, ya que la palabra razonable lo
conquista todo, al igual que puede someterlo el hierro de los enemigos. Conque
si quiere vivir en este país de algún otro modo, ¡sea! Pero lo otro no lo voy a
permitir [520] de buen grado; siéndome posible ejercer el poder, ¿voy a ser
alguna vez esclavo suyo?
Ante esto, ¡venga el fuego, vengan las espadas, uncid los
caballos, llenad la llanura de carros de guerra! Que no dejaré a éste mi poder
real. Pues si hay que violar la justicia, [525] por la tiranía es espléndido
violarla. En lo demás conviene ser piadoso.
CORIFEO. — No conviene hablar bien en favor de hechos no
buenos. Pues eso no es hermoso, sino amargo para la justicia.[29]
YOCASTA. — ¡Oh hijo, no son males todo lo que aporta
consigo la ancianidad, Eteocles! Sino que la experiencia tiene [530] algo que
decir más sensato que los jóvenes. ¿Por qué te abandonas a la peor de las
diosas, hijo mío, a la Ambición? ¡No, tú no! Es injusta esa divinidad. En
muchas familias y en ciudades felices se introduce y acaba con la destrucción
[535] de los que la albergan. Por ella cometes una locura. Es mejor lo otro,
hijo mío, honrar la Equidad[30],
que siempre a los amigos con los amigos, las ciudades con las ciudades y los
aliados con los aliados une. Porque la equidad es garantía de estabilidad entre
los hombres, mientras que contra el Más de continuo se alza como enemigo el
Menos, y da comienzo [540] a los días de odio. Porque incluso las medidas y las
unidades de peso entre los hombres las fijó la Equidad, y estableció la
numeración. El ojo oscuro de la noche y la luz del sol ecuánimemente recorren
el ciclo anual, y ninguno de ellos guarda, vencido, rencor al otro. Tanto el
sol como la luna se someten en favor de los mortales[31]
¿y tú no vas a consentir en tener tu equitativa porción de la herencia y
compartirla con éste? Entonces, ¿dónde está la justicia? ¿Por qué a la tiranía,
una injusticia próspera, la estimas [550] en extremo y la consideras magnífica?
¿Porque te vean con grandes honores? Bien vano es. ¿Es que acaso quieres penar
mucho con tal de tener mucho en tu palacio? ¿Qué es eso de más? Sólo un nombre.
Puesto que lo suficiente para la vida les basta a los sensatos[32].
Por cierto que los mortales no adquieren los bienes [555] como propios;
mientras los tenemos velamos por las propiedades de los dioses, y cuando lo
desean, nos los arrebatan de nuevo. La prosperidad no es firme, sino efímera.
Mira, si yo, proponiéndote una doble oferta, te [560]
preguntara cuál de las dos cosas prefieres: ser rey o salvar a la ciudad, ¿vas
a decir que ser rey? ¿Y si te vence éste? ¿Y si las picas de Argos dominan a
las lanzas cadmeas? Verás a esta ciudadela tebana sometida, verás a muchas
doncellas [565] cautivas ultrajadas con brutalidad por los guerreros enemigos.
Causa de dolores resultará la riqueza, la que tú anhelas conservar, para Tebas,
y tú, ambicioso.
una oposición entre lo que
está acordado por nómos y lo que es por phisis). Sin pudor ni reparos expresa
su ambición de poder, dispuesto a traspasar todos los límites para obtener y
retener la tiranía, incluso a costa de la destrucción de su ciudad. Eurípides
conoce bien a este tipo de individuos sin escrúpulos ni moralidad, al
político dominado por la ambición del poder. Este pasaje fue, justamente, muy citado en la antiguedad. Cuenta
CiCERÓN, De off III 21, 82, que el mismo Julio César gustaba de citar los
versos 524-25 de este parlamento, traducidos al latin: "Nam si v¡olandum
est jus. regnandí gratía violandum est: allis rebus pietatem colas." Se ha señalado (cf. nota a. 1. de PEARSON) que los vv. 504 y sigs. son
los únicos de la tragedia griega que han influido — a través de una versión
literaria: la Jocasta de Gascoigne— en W. Shakespeare. (En unas frases de
Hotspur en Enrique IV. 1,1. 3. En la traducción de J. M. Valverde del Teatro
completo de W. SHAKESPEARE, Barcelona, 1967, 1. 1, páginas 1174-5.) |
A ti eso te digo. Ahora te hablo a ti, Polinices.
Irresponsables [570] favores te ofreció para captarte Adrasto, y de modo
irrazonable has venido ahora tú con intención de arrasar la ciudad. Veamos, si
conquistas esta tierra — ¡lo que ojalá no suceda, por los dioses!—, ¿cómo
levantarás un trofeo a Zeus? ¿Cómo luego vas a iniciar los sacrificios de
ritual, después de haber conquistado tu patria, y cómo dedicarás [575] los
despojos a orillas del Inaco? ¿"Tras de pegar fuego a Tebas, Polinices a
los dioses dedicó estos escudos"?
¡Que jamás, hijo mío, te sea concedido obtener ese tinte de
gloria entre los griegos! Y si, por otra parte, eres vencido y escapas con vida
de aquí, ¿cómo te presentarás en Argos dejando tras de ti diez [580] mil
muertos? Habrá de seguro quien diga: "¡Funestas bodas nos impuso Adrasto!
¡Por el matrimonio de una sola mujer nos hemos
perdido!"
Te empeñas en dos males, hijo: verte privado de tus aliados
o caer en medio de ellos. ¡Dejad ambos esos excesos, dejadlos! La inconsciencia
[585] de dos personas, cuando coinciden en un mismo empeño, resulta la más
odiosa desgracia.
CORIFEO. — ¡Oh dioses! ¡Acudid en rechazo de estos males, y
conceded algún acuerdo a los hijos de Edipo!
ETEOCLES. — Madre, la disputa no es ya de palabras, y se
gasta el tiempo que queda en medio en vano. Nada consigue tu buena voluntad.
Pues no podemos ponernos de [590] acuerdo de otro modo sino en los términos
dichos: que yo poseyendo el cetro sea el soberano de esta tierra. Desiste de
tus largos consejos y déjame. Y tú, sal fuera de estos muros, o morirás.
POLINICES. — ¿A manos de quién? ¿Quién tan invulnerable,
que de lanzar contra mí su espada asesina no vaya a [595] sufrir la misma
suerte?
ETEOCLES. — A tu lado, no lejos de ti se halla... ¿Ves mis
manos?
POLINICES. — Las miro. Pero la riqueza es cobarde y se
apega a la vida.
ETEOCLES. — ¿Y por eso acudiste con muchos contra quien
nada vale en el combate?
POLINICES. — Es mejor un caudillo seguro que uno au-[33]
ETEOCLES. — Jactancioso estás, fiado en las treguas que
[600] te salvan de morir.
POLINICES. — ¡Y a ti! Por segunda vez reclamo el cetro y mi
parte de tierra.
ETEOCLES. — No admito reclamaciones. Yo, desde luego,
gobernaré mi casa.
POLINICES. — ¿Quedándote con más de tu parte...?
ETEOCLES. — Lo reconozco. ¡Aléjate del país!
POLINICES. — ¡Oh, altares de los dioses patrios!
POLINICES. — ¡Escuchadme!
ETEOCLES. — ¿Quién va a oírte a ti que levas una [605]
armada contra tu patria?
POLINICES. — Y templos de los dioses de blancos
corceles...!
ETEOCLES. — Que te odian.
POLINICES. — Estoy expulsado de mi patria...
ETEOCLES. — Y ahora vienes a expulsar a otros...
POLINICES. — Con injusticia, dioses.
ETEOCLES. — En Micenas, no aquí, invoca a los dioses.
POLINICES. — Eres un impío...
ETEOCLES. — Pero no un enemigo de la patria, como tú.
POLINICES. — Quien
me proscribe,
arrebatándome mi herencia [610]
ETEOCLES. — Y que te mataré además.
POLINICES. — ¿Ah, padre, oyes lo que sufro?
ETEOCLES. — Y oye también lo que haces
POLINICES. — ¿Y tú, madre?
ETEOCLES. — No tienes derecho a nombrar la persona de tu
madre.
POLINICEs. — ¡Oh, ciudad!
ETEOCLES. — ¡Vuélvete a Argos e invoca el agua de Lerna!
POLINICES. — Iré, no sufras. A ti, madre, te doy las
gracias.
ETEOCLES. — ¡Sal de esta tierra!
POLINICES. — Me voy. Pero déjame ver a padre. [615]
ETEOCLES. — No vas a conseguirlo.
POLINICES. — Pues a
nuestras jóvenes hermanas.
ETEOCLES. — Tampoco a ellas las verás jamás.
POLINICES. —¡Ah, hermanas mías!
ETEOCLES. — ¿A qué llamarlas si eres su mayor enemigo?
POLINICES. — Madre, al menos a ti te deseo felicidad.
YOCASTA. — Pues sí que recibo gozos, hijo mío.
POLINICES. — Ya no soy hijo tuyo.
YOCA5TA. — En mucho soy desgraciada yo.
POLINICES. — Pues él es quien nos ultraja.
ETEOCLES, — Y que también recibe ultrajes. [620]
POLINICES. — ¿Dónde vas a ponerte, frente a las murallas?
ETEOCLES. — ¿Por qué me lo preguntas?
POLINICES. — Me voy a colocar enfrente para matarte.
ETEOCLES. — También a mí me domina ese ansía.
YOCASTA. — ¡Infeliz de mi! ¿Qué vais a hacer, hijos?
POLINICEs. — Los hechos lo mostrarán.
YOCASTA. — ¿Es que no vais a evitar las Erinias de vuestro
padre?
ETEOCLES. — ¡Que se hunda toda la casa!
ETEOCLES. — ¡Sal del territorio! Verazrnente te puso padre
el nombre de Polinices[35]
por inspiración divina, que es una invocación de discordias. (Abandonan la escena: Polinices regresa, por
la izquierda, a su campamento. Eteocles y Yocasta vuelven al palacio.)
CORO.
Estrofa.: Cadmo de Tiro vino a este pais, y, dando
cumplimiento [640] a una profecía, una indómita ternera se dejó caer en un
brinco de sus cuatro patas allí donde el oráculo le [645] profetizaba poblar de
casas las llanuras fértiles en trigo, por donde el curso de agua de un bello
río recorre los campos de labranza, los campos herbosos ~ de surcos profundos
bañados por Dirce. [650] Aquí a Bromio le parió su madre, tras sus bodas con
Zeus, y al dios, aún niño de pecho, le cubrió la espalda en seguida la yedra
envolvente, enroscada, coronándole con [655] sus ramajes verdes, umbrátiles, en
signo de felicidad, motivo de la danza báquica para las doncellas tebanas y las
mujeres que entonan el evohé ritual. Antistrofa.: Aquí había un sanguinario dragón
de Ares, cruel guardián que vigilaba los acuáticos manantiales y los arroyuelos
[660] verdosos con las escrutadoras miradas de sus inquietas pupilas. A éste,
viniendo a por agua lustral, Cadmo le mató [665] con una piedra blanca,
arrojándola con ímpetu mortal desde su brazo sobre la cabeza asesina del
monstruo, Y por consejos de la divina Palas, nacida sin madre, arrojó sus
dientes como simiente sobre los campos de profundo surco. [670] De ahí la
tierra hizo brotar, alzándolos sobre las altas elevaciones de la comarca, un
prodigio de guerreros armados. Pero con corazón de hierro la matanza de nuevo
los reintegró a la tierra familiar, y empapó de sangre el suelo que los [675]
había descubierto a los soplos soleados del aire puro. Epodo.: Ya ti, Épafo, vástago
antiguo de nuestra antepasada lo, ¡oh nacido de Zeus! te invoco con mi grito
bárbaro: ¡aaoh!, con mis súplicas bárbaras. ¡ Ven, ven a esta tierra! Por ti
[680] tus descendientes la fundaron, y las dos diosas que se invocan a la vez,
Perséfona y la querida Deméter, diosa soberana de todo, y la Tierra, nutridora
de todo, la adoptaron [685] como propia[36].
¡Envía a las diosas, portadoras de antorchas, protege esta región! Todo es
fácil de lograr a los dioses. (Sale
Eteocles acompañado de unos guardias.) ETEOCLES. — Ve tú y busca a Creonte
el hijo de [690] Meneceo, hermano de mi madre Yocasta, para decirle lo
siguiente. Que quiero consultar con él las decisiones familiares y las de
interés común del país, antes de marchar a la batalla y ocupar mi puesto de combate.
Aunque ahorra la fatiga de tus [695] pies su presencia; porque le veo que viene
a mi palacio. (Entra Creonte.)
CREONTE. — Por muchas partes he ido con ansías de verte,
soberano Eteocles, y he recorrido en círculo las puertas de los Cadmeos y los
puestos de guardia en busca de tu persona. [700]
ETEOCLES. — También yo deseaba verte, Creonte. Pues he
encontrado muy decepcionante el intento de reconciliación que concerté, al
acudir a parlamentar con Polinices.
CREONTE. — He oído que él se considera superior a Tebas,
confiado en su parentesco con Adrasto y en su ejército. [705] Pero hay que
soportar eso dejándolo a la decisión de los dioses. Lo que ahora más apremia,
es lo que he venido a decirte.
ETEOCLES. — ¿Qué es lo que hay? Ignoro tu mensaje.
CREONTE. — Tenemos prisionero a uno de los argivos.
ETEOCLES. — ¿Y qué novedad entonces cuenta de lo que allí
pasa? [710]
CREONTE. — Que va a rodearnos, [con sus armas en torno a la
ciudad de los Cadmeos, al pie de los muros], enseguida el ejército de los
argivos.
ETEOCLES. — Entonces tendrá que hacer una salida armada la
población de los Cadmeos.
CREONTE. — ¿Hacia dónde? ¿Es que, en tu ardor, no ves lo
que debes ver?
ETEOCLES. — Al otro lado de estos fosos, para combatir de
inmediato.[715]
CREONTE. — Pequeño es el contingente de esta tierra; y
ellos, incontables.
ETEOCLES. — Yo sé que ellos son audaces en sus palabras.
CREONTE. — Tiene cierto prestigio Argos entre los griegos.
ETEOCLES. — No temas. En seguida llenaré la llanura de sus
muertos.
CREONTE. — ¡Bien quisiera! Pero lo veo empresa de gran
empeño. [720]
ETEOCLES. — Porque no voy a retener mi ejército dentro de
la muralla.
CREONTE. — Con todo, la victoria entera estriba en un buen
plan.
ETEOCLES. — ¿Quieres que considere ahora algunas otras
tácticas?
CREONTE. — Sí, todas, antes de enfrentamos de golpe al peligro.
ETEOCLES. — ¿Y si de noche cayéramos sobre ellos en una
emboscada?
CREONTE. — Bien, con tal de que, de fracasar, regreses
[725] vivo de nuevo aquí.
ETEOCLES. — La noche ofrece igualdad, y apoya a los
audaces.
CREONTE. — La derrota seria terrible en las tinieblas de la
noche.
ETEOCLES. — ¿Y si cuando están cenando lanzo sobre ellos un
ataque?
CREONTE. — Seria una sorpresa. Pero es preciso una
victoria.
ETEOCLES. — El curso de Dirce, desde luego, es [730]
profundo para la retirada.
CREONTE. — Cualquier cosa es peor que tomar firmes
precauciones.
ETEOCLES. — ¿Y qué si lanzáramos la caballería sobre el
ejército de argivos?
CREONTE. — Para eso está su ejército fortificado por un
cerco de carros.
ETEOCLES. — ¿Qué voy entonces a hacer?
¿Entregar la Ciudad a los enemigos?
CREONTE. — Desde luego que no. Reflexiona, puesto [735] que
eres inteligente.
ETEOCLES. — ¿Que previsión resulta, en efecto, más
inteligente?
CREONTE. — Dicen que siete de sus hombres, según he oído
yo...
ETEOCLES. — ¿Qué les han encomendado hacer? Breve es la
fuerza.
CREONTE. — Capitanearán los escuadrones para atacar las
siete puertas. [740]
ETEOCLES. — ¿Qué vamos a hacer, pues? No voy a aguardar el
cerco.
CREONTE. — Elige siete hombres también tú contra ellos en
las puertas.
ETEOCLES. — ¿Para dirigir tropas o para un combate
personal?
CREONTE. — Con tropas, prefiriendo a los que sean más
bravos.
ETEOCLES. — Comprendo. Para impedir la
escalada de los muros. [745]
CREONTE. — Y compañeros de mando. Un solo hombre no lo ve
todo.
ETEOCLES. — ¿Prefiriéndolos por su audacia o por su
inteligencia?
CREONTE. — Por lo uno y lo otro. De nada vale cualquiera de
las dos sola.
ETEOCLES. — Así sea. Acudiendo a las siete torres de la
ciudad dispondré los jefes junto a sus puertas, como aconsejas [750],
oponiéndoles iguales a los de los enemigos. Decir el nombre de cada uno seria
larga demora, cuando[37]
los enemigos se encuentran al pie de los mismos muros Así que me voy, a fin de
no dejar ocioso mi brazo, y ojalá logre encontrar a mi hermano frente a frente
y trabando [755] combate con él derribarlo con mi lanza y matarlo, a él que
vino a destruir mi patria.
En cuanto a la boda de mi hermana Antígona y tu hijo Hemón,
si acaso yo caigo abandonado de la fortuna, a ti te toca cuidar de ella. La
promesa de dote de antes te la confirmo ahora a punto de partir. Eres hermano
de mi madre. [760] ¿A qué hay que alargar la conversación? Manténla de un modo
digno de ti y por favor hacía mí. Mi padre demostró su insensatez contra sí
mismo, al dejar ciega su vista. No le aprecio demasiado. A nosotros con sus
maldiciones, si [765] puede, va a matarnos.
Sólo una cosa nos queda por cumplir: ver si el augur
Tiresias tiene algo que decirnos, y escucharle. Yo enviaré a tu hijo Meneceo,
del mismo nombre que tu padre, para que escolte aquí a Tíresias, Creonte.
Contigo, en efecto, vendrá [770] amable al coloquio; pero yo censuré cierta vez
el arte adivinatorio ante él y guarda resquemores contra mí.
A la ciudad y a ti esto os encomiendo, Creonte, si se [775]
impone nuestra causa, que el cadáver de Polinices jamás sea sepultado en este
suelo tebano, y que quien trate de enterrarlo perezca, aunque sea alguno de
nuestros allegados. (A ti te lo he dicho. Me dirijo ahora a los criados.)
¡Sacad mis armas y todo el arnés de combate, para [780]
encaminarnos ya al certamen de lanza que nos aguarda, al lado de la justicia
que la victoria aporta! A la Precaución, la más benéfica de los dioses[38],
dirijamos nuestros ruegos de que salve a esta ciudad.
CORO.
Estrofa. [785] ¡Ah, muy pesaroso Ares! ¿por qué ahora nos
sumerges en sangre y muerte, marginado de las fiestas de Bromio? No despliegas
entre los hermosos coros coronados de las jóvenes muchachas tu melena ni
modulas tu canto al son de las flautas, mientras las Gracias acuden formadoras
de danzas. Sino que en compañía de guerreros armados, inspirando al ejército de
los argivos furor de sangre contra Tebas [790], avanzas al frente de un coro
absolutamente hostil a las flautas.
No en el torbellino enloquecido por el tirso, cubierto de
pieles de corzo, sino avanzando con carros y al cuádruple paso de solípedos
caballos guiados por riendas te abalanzas sobre los ribazos del Ismeno,
inspirando a la raza de [795] los Espartos furor contra los argivos,
engalanando de bronce el armado tropel de portadores de escudos que se enfrenta
al pie de los muros de piedra.
¡Cuán terrible diosa es ésta de la Discordia, que planeó
[800] tales calamidades contra los reyes de este país, los muy pesarosos
Labdácidas!
Antistrofa.: ¡Oh valle boscoso de muy divino follaje,
repleto de animales agrestes, gala de Ártemis, Citerón criadero de nieve, jamás
hubieras debido criar al abandonado a la muerte, al parto de Yocasta, a Edipo,
el niño expulsado de su hogar, [805] marcado por los punzones de oro! ¡Ojalá
que nunca la doncella alada, el monstruo montaraz de la Esfinge, azote de este
país, hubiera llegado con sus cantos absolutamente hostiles a las musas! Ella,
que antaño, embistiendo con las garras de sus cuatro patas a la gente nacida de
Cadmo sobre estos muros, se los llevaba hacia la luz inaccesible del éter;
ella, a la que había enviado el subterráneo Hades [810] conira los Cadmeos. ¡Y
otra fun esta querella ha brotado entre los hijos de Edipo en el palacio y la
ciudad! Ciertamente, lo que no nació bueno nunca será bueno, ni tampoco los
hijos [815] concebidos en contra de la ley, manchados por la sangre parricida,
de una madre que frecuentó el lecho de su propio hijo.
TIRESIAS. — Guíame adelante, hija. Porque para mi cíego
[835] pie tú eres su ojo, como la estrella para los navegantes. Lleva ahí por
suelo liso mi paso y ve por delante, no vayamos a tropezar. Débil está tu
padre. Guárdame en tu mano de muchacha las suertes que he tomado al estudiar
los [840] augurios de las aves en mi sagrado sitial, donde hago mis profecías[40]
Joven Meneceo, hijo de Creonte, dime cuánto camino por la
ciudad me queda hasta llegar ante tu padre. Porque flaquean mis rodillas y
marchando con paso premioso, a duras penas avanzo. [845]
CREONTE. — ¡Animo, que junto a tus amigos, Tiresias, arriba
a puerto tu marcha! Sosténle, hijo. Pues tanto el niño pequeño como el pie del
anciano aprecian para afirmarse el apoyo de una mano familiar.
TIRESIAS. — Bueno, ya estamos aquí. ¿Por qué me llamas con
urgencia, Creonte? [850]
CREONTE. — No me he olvidado aún del motivo. Mas recupera
tus fuerzas y recobra tu aliento, que ya has alcanzado la cima del camino.
TIRESIAS. — Cierto que estoy abrumado por la fatiga, porque
he sido transportado ayer hasta aquí por los Erecteidas. Pues también en su
tierra había una guerra con [855] Eumolpo, de la que yo hice vencedores a los
Cecrópidas. Y esta corona de oro, como ves, la llevo tras haberla recibido como
primicia sobre el botín enemigo.
CREONTE. — Como un augurio acabo de apreciar esa corona
tuya de victoria[41].
Porque estamos en medio de la tormenta, como conoces tú, frente a las lanzas de
los hijos [860] de Dánao, y grande es el combate de Tebas. El rey, en efecto,
Eteocles, ya ha salido revestido con sus armas contra la fuerza micénica. A mí
me ha designado para saber de ti lo que hemos de hacer precisamente para salvar
la ciudad.
TIRESIAS. — Si fuera por Eteocles, cerrando la boca me
[865] guardaría mis profecías. Pero a ti, ya que deseas conocerlas, te las voy
a decir. Hace ya tiempo que esta tierra está contaminada, Creonte, desde que
engendró hijos Layo a despecho de los dioses y dio el ser al desdichado Edipo,
esposo de su madre. Las sanguinolentas desgarraduras de sus ojos [870] son un
testimonio de la sabiduría de los dioses y un ejemplo para Grecia. Al tratar de
ocultarlo en el paso del tiempo los hijos de Edipo — ¡como si fueran entonces a
escaparse a los dioses! — cometieron un necio error. Pues, al no conceder a su
padre los honores debidos y negarle la salida, [875] enfurecieron al
desventurado. Exhaló entonces contra ellos maldiciones tremendas, sufriendo por
los dolores y además los ultrajes. ¿Qué fue lo que yo no hice, qué palabras no
dije, para incurrir en el odio de los hijos de Edipo?
Cerca anda la muerte, por propia mano, de uno y otro, [880]
Creonte. Numerosos cadáveres caídos en montón sobre cadáveres, en la confusión
de dardos argivos y cadmeos, procurarán amargos sollozos a la tierra tebana. Y
tú ¡oh, infeliz [885] ciudad! serás devastada, a no ser que alguien se deje persuadir
por mis palabras. Es que aquello era primordial, desde luego: que de los hijos
de Edipo ninguno fuera ciudadano ni rey del país, porque un demon los posee y
van a destruir la ciudad. Una vez que el mal se ha impuesto sobre [890] el
bien, hay un único recurso de salvación. Pero, puesto que decirlo es peligroso
para mí y es cruel para quienes el destino ha designado para ofrecer a la
ciudad el remedio de salvación, me voy. ¡Adiós! Que como uno entre muchos lo
que [895] suceda, si es preciso, lo soportaré. ¿Cuál será mi dolor?[42]
TIRESIAS. — No me retengas.
CREONTE. — Espera, ¿de qué escapas?
TIRESIAS. — Es tu destino, y no yo...
CREONTE. — Declara a los ciudadanos y a la ciudad su
salvación.
TIRESIAS. — Tú lo quieres, y sin embargo pronto no lo
querrás. [900]
CREONTE. — ¿Pues cómo no voy a querer salvar la tierra
patria?
TIRESIAS. — ¿Quieres oírlo, de verdad, y mantienes tu
empeño?
CREONTE. — ¿En qué otra cosa habría de interesarme más?
TIRESIAS. — Vas a oír ya mis vaticinios. Pero, primero,
[905] quiero conocer claramente este otro punto: ¿Dónde está Meneceo, que me
condujo aquí?
CREONTE. — Él no anda lejos, está a tu lado.
TIRESIAS. — Que se aleje entonces, a distancia de mis
predicciones.
CREONTE. — Como que es hijo mío mantendrá en silencio lo
que haya que callar.
TIRESIAS. — ¿Quieres de seguro, que te hable en su
presencia?
CREONTE — Sin duda va a alegrarse al oír el medio de [910]
salvamos.
TIRESIAS. — Escucha entonces, pues, la senda de mis
predicciones, Leso que, si lo hacéis, salvaréis a la ciudad de los Cadmeos.
Debes sacrificar a este Meneceo[43]
en favor de la patria, a tu propio hijo, ya que tu eres el que invoca al
destino
CREONTE. — ¿Qué dices? ¿Qué sentencia acabas de [915]
pronunciar, anciano?
TIRESIAS. — Lo que está fijado, eso es necesario que tú lo
cumplas.
CREONTE. — ¡Ah, cuán muchos males has dicho en un corto
momento!
TIRESIAS. — Para ti si, pero para la patria son palabras
grandes y salvadoras.
CREONTE. — ¡No lo oi, no lo he escuchado! ¡No me importa la
ciudad en sí!
TIRESIAS. — Este hombre ya no es el mismo. Ahora se [920]
vuelve atrás.
CREONTE. — ¡Vete en paz! Porque no necesito tus profecías.
TIRESIAS. — ¿Has perdido la verdad, porque a ti te trae
desdicha?
CREONTE. —- ¡Ah! Por tus rodillas y por tu cabello cano...
TIRESIAS. — ¿Qué me suplicas? ¿Ruegas
irremediables desgracias? [925]
CREONTE. — ¡Calla! Por la ciudad no digas esas palabras!
TIRESIAS. — ¿Me conminas a cometer una injusticia? No
podemos callamos.
CREONTE. —- ¿Qué vas entonces a hacerme? ¿Darás muerte a mi
hijo?
TIRESIAS. — Eso será asunto de otros, mío es el decirlo.
CREONTE. — ¿Pero, por qué cayó sobre mí y mi hijo esta
desdicha? [930]
En lo que de mi depende, todo lo sabes. Guiame, hija, hacía
la casa. Quien se dedica al arte de los presagios, pierde su vida. Sí se da el
caso de que anuncia dolores se hace [955] odioso a aquellos a los que
pronostica los augurios. Y si dice mentiras por piedad hacia quienes le
consultan viola los preceptos de los dioses. ¡Sólo Febo debiera dar oráculos a
los humanos, él que no tiene temor a ninguno! (Tiresias sale acompañado por su hija.)
CORIFEO. — Creonte, ¿por qué callas, dejando atónita tu
voz? El caso es que también a mi me domina no menos la conmoción.
CREONTE. — ¿Qué puede uno decir? Está clara mí respuesta.
Porque jamás yo llegaré a tal extremo de desdicha que, sacrificando a mi hijo,
lo ofrezca a la ciudad. En la [965] vida de todos los hombres hay amor a los
hijos y ninguno ofrecería a su propio hijo para la muerte. Que nadie venga a
elogiarme después de matar a mis hijos. Yo mismo —que me encuentro en la
plenitud de la vida— estoy dispuesto a morir por salvar a la patria. Pero,
vamos, hijo, antes de que lo sepa toda la ciudad, [970] sin hacer caso de los
irresponsables vaticinios de los augures, escapa lo más rápido posible y
aléjate de esta tierra. Pues va a comunicarlo a los magistrados y jefes de
tropas (y a los comandantes, recorriendo las siete puertas). Si nos [975] damos
prisa, tienes salvación; si nos retrasamos, estamos perdidos, monras.
MENECEO. — ¿Adónde voy a huir? ¿A qué ciudad? ¿Hacia qué
huésped?
CREONTE. — Allí donde estés más lejos de esta tierra.
MENECEO. — Bien será que tú me aconsejes, y yo lo cumpla.
[980]
CREONTE. — Cruza por
Delfos.
MENECEO. — ¿Adónde he de dirigirme, padre?
CREONTE. — Hacia el país de los etolios.
MENECEO. — ¿Y de éste adónde marcharé?
MENECEO. — ¿A los sagrados terrenos de Dodona?
CREONTE. — Lo has comprendido.
MENECEO. — ¿Y por qué este santuario me dará protección?
CREONTE. — La divinidad será tu guía de viaje.
MENECEO. — ¿Cuál será mi recurso de riqueza? [985]
CREONTE. — Yo te procuraré oro.
MENECEO. — Tienes razón, padre. Ve, pues. Que yo me llegaré
hasta tu hermana, cuyo pecho me nutrió en un comienzo, me refiero a Yocasta,
cuando estaba privado de madre y desamparado como huérfano[44].
Voy a despedirme [990] de ella y a salvar mi vida. Con que, venga, vete. Que no
haya obstáculos por tu parte. (Creonte
sale y Meneceo se dirige al Coro.)
Mujeres, qué bien he disipado el espanto de mi padre,
engañándole con mis palabras, para conseguir lo que quiero. Él me envía fuera,
despojando a la ciudad de su fortuna, y me entrega a la ruindad. Cierto que es
excusable en un [995] viejo; pero mí aceptación no tiene perdón, si me hago
traidor a la patria que me dio el Ser. Como ahora podéis advenir, me voy para
salvar a la ciudad y ofrecer mi vida para morir en favor/honor de este país.
¡Sería, si, vergonzoso! ¿Los no obligados por oráculos y no alcanzados por la
fatalidad divina no van a vacilar en [1000] morir firmes en pie con el escudo,
luchando ante las torres en defensa de la patria; y yo, abandonando a mi padre
y mi hermano y mi ciudad, como un cobarde me voy a ir lejos de esta tierra?
Donde quiera que viva, seré considerado un ser [1005] ruín.
¡No por Zeus, que reside entre las estrellas, y por el
sanguinario Ares, quien estableció antaño a los Espartos surgidos de la tierra
soberanos de este país! Sino que me voy, y sacrificándome sobre la cresta de la
[1010] muralla, derramaré mi sangre sobre el recinto cavernoso consagrado al
Dragón, donde lo aconsejó el augur, y liberaré al país. Queda dicho mí
pensamiento. Me pongo en camino, para ofrecer un presente de muerte no indigno
a esta ciudad. Y apartaré a este país de la postración. Si tomando cada uno a
su cargo todo el bien que [1015] pudiera lo llevara hasta su cumplimiento y lo
aportara al bien común de la patria, las ciudades experimentarían muchos menos
daños y gozarían en el futuro de felicidad.
CORO
Estrofa.: ¡ Viniste, viniste, alígera, parto de la tierra y
de la [1020] infernal Equidna, raptora de Cadmeos, muy destructiva, muy
lamentable, mitad doncella, monstruo asesino, con alas frenéticas y garras
ávidas de carne! [1025] La que antaño, de los terrenos de Dirce, arrebatando
por los aires a los jóvenes, con un canto lúgubre, y como Una funesta Erinis
traías, traías angustias de sangre a su [1030] Patria. Sanguinario era entre
los dioses el que decidió tales hechos. Los chillidos de las madres, los
chillidos de las doncellas [1035] llenaban de sollozos las casas. Un quejumbroso
grito, un quejumbroso planto sollozaba alguien por aquí, otro [1040] por allá,
con responsiones a lo largo de la ciudad. Era semejante a un trueno el lamento
y el clamor cuando la alada doncella hacía desaparecer a otra persona.
Antistrofa.: Al cabo del tiempo, vino de acuerdo con los
mandatos [1045] délficos Edipo el desdichado a esta tierra de Tebas, entonces
como motivo de alegría, mas luego de pesares. Porque, al [1050] salir
victorioso de los enigmas, infeliz, con su madre las bodas malditas contrae y
mancha a la ciudad. Y en la carrera de crímenes de sangre toma su turno al
arrojar a un odioso enfrentamiento con sus maldiciones a sus hijos,
¡desgraciado! [1055] Admiramos, admiramos al que avanza hacia su muerte por
salvar a la tierra de su padre, dejando sollozos a Creonte, pero con la
intención de imponer coronas de victoria al recinto de siete torres de esta
tierra. [1060] ¡Ojalá que fuéramos así madres, ojalá tuviéramos nobles hijos,
querida Palas, tú que vertiste la sangre del Dragón de un tiro de piedra, al
impulsar al preocupado Cadmo [1065] a la acción! De ahí luego se precipitó
sobre este país, por impulso de los dioses, otra calamidad. (Sale el mensajero.)
MENSAJERO. — ¡ Ohe! ¿Quién hay en las puertas de palacio?
¡Abrid! ¡Haced salir a Yocasta de la casa! ¡Ohé, otra vez! ¡Con gran tardanza,
pero al fin! (La puerta se abre. Aparece
Yocasta.) [1070] ¡Sal y escucha, ilustre esposa de Edipo, dejando tus
lamentos y apenados llantos!
YOCASTA. — ¡Ah excelente amigo! ¿No vendrás a traerme la noticia
de la muerte de Eteocles, tú que junto a su escudo te mantienes siempre
protegiéndolo de los dardos de los enemigos? (¿Qué nuevo mensaje vienes a
anunciarme?) [1075] ¿Ha muerto o vive mi hijo? Indícamelo.
MENSAJERO. — Vive, no tiembles por eso; que te voy a librar
de tu terror.
YOCASTA. — ¿Qué, pues? ¿Cómo está el recinto de siete
torres?
MENSAJERO. — Se mantiene incólume, y no ha sido tomada la
ciudad.
YOCASTA. — ¿Estuvo en peligro bajo la lanza argiva? [1080]
MENSAJERO. — En peligro inminente. Pero Ares de los Cadmeos
alzóse por encima de la micénica lanza.
YOCASTA. — Dime, por los dioses, una cosa: si sabes algo de
Polinices. Que eso me inquieta también, si ve la luz.
MENSAJERO. — Vive la pareja de tus hijos hasta este [1085]
momento.
YOCASTA. — ¡Que seas feliz! ¿Pero cómo habéis rechazado la
embestida de los argivos lejos de las puertas en el asedio de los muros?
Dímelo, para que entre en el palacio y conforte al anciano ciego con el gozo de
que se ha salvado este país.
CORIFEO. — ¡Hermosa es la victoria! Y si los dioses [1200]
albergan una decisión mejor... ¡ojalá yo sea afortunada![46]
YOCASTA. — ¡Buena fue la intervención de los dioses y la
del azar! Porque mis hijos viven y el país queda a salvo. Pero Creonte parece
que paga la pena de mi boda con [1205] Edipo, ¡infeliz¡, privado de su hijo,
afortunadamente para la ciudad, pero dolorosamente para él. Pero prosigue de
nuevo: ¿qué iban a hacer mis hijos después de esos hechos?
MENSAJERO. — Deja el resto. Hasta aquí, desde luego, eres
afortunada.
YOCASTA. — Lo que dices inspira sospechas. No he de [1210]
dejarlo.
MENSAJERO. — ¿Qué más quieres de tus hijos, que estén
salvos?
YOCASTA. — También oír el resto: sí también me es
favorable.
MENSAJERO. — ¡Suéltame! Tu hijo se halla falto de su
escudero.
YOCASTA. — Algo malo ocultas y lo encubres con tinieblas.
MENSAJERO. — Es que no voy a decirte desgracia tras [1215]
estas buenas noticias.
YOCASTA. — Hablarás, a menos de que te escapes huyendo por
el aire.
MENSAJERO. — ¡Ay, ay! ¿Por qué no me has dejado marcharme
después de anunciar la buena noticia, sin denunciar desdichas? Tus dos hijos se
disponen, ¡descabelladísíma [1220] audacia!, a combatir cuerpo a cuerpo aparte
de todo el ejército, tras de haber dicho en público a argivos y cadmeos una
proclama que nunca hubieran debido hacer.
Comenzó Eteocles enhiesto sobre una alta torre, tras de
[1225] haber ordenado proclamar silencio a la tropa. (Y dijo: "¡Ah,
caudillos de la tierra griega), los mejores de los Dánaos, los que hasta aquí
habéis llegado, y pueblo de Cadmo, no vendáis vuestras vidas, ni en favor de
Polinices, ni tampoco por [1230] mi! Porque, lanzándome yo mismo a este riesgo,
yo solo trabaré pelea contra mi hermano. Y sí le doy muerte, gobemaré yo solo
mi casa, y sí soy vencido se la entregaré a él solo. En cuanto a vosotros,
abandonando el combate, argivos, [1235] regresad a vuestro país, sin dejaros
aquí la vida. Del pueblo de los Espartos son ya bastantes los que yacen
muertos."
Eso dijo. Tu hijo Poliníces avanzó de entre las filas y
aprobó sus palabras. Todos las aclamaron estrepitosamente, los argivos y el
pueblo de Cadmo, como considerándolas [1240] justas. Y sobre estas propuestas
hicieron las treguas y entre los dos frentes de armas los jefes hicieron juramentos
de respetarías.
Ya cubrían su cuerpo con los broncíneos arneses los dos
jóvenes hijos del viejo Edipo. Sus amigos les ayudaban a [1245] revestirse: al
jefe de esta tierra los más nobles de los Espartos y al otro los más
sobresalientes de los hijos de los Dánaos. Se irguieron resplandecientes y sin
demudar su color, furiosos por empuñar la lanza uno contra otro. Los que los
escoltaban de sus amigos, de uno y otro bando, les animaban con sus frases y
les decían esto de: [1250] "¡Polinices, en tu mano está erigir una estatua
de Zeus como trofeo y dar a Argos glorioso renombre!"
Y, del otro bando, a Eteocles: "¡Ahora vas a luchar
por la ciudad, ahora al conseguir la victoria tendrás en tu poder el
cetro!" Esto voceaban exhortándoles a la pelea. Los adivinos [1255]
degollaban víctimas, y escrutaban las lenguas del fuego y las hendiduras de las
vísceras atendiendo a su humedad y a la cresta de la llama, que presenta dos
indicios: la señal de victoria y la de la derrota[47].
Así que, si tienes algún recurso, o sabes sabías palabras o fórmulas de
encantamientos, ve, detén a tus hijos de la [1260] espantosa contienda. Porque
el peligro es grande. Y espantoso premio del combate serán para ti las
lágrimas, si te ves privada en este día de tus dos hijos.
YOCASTA. — ¡Ah, hija, Antígona, sal afuera de la casa! No
en las danzas ni en las ocupaciones de doncellas ahora te [1265] previenen los
dioses tu tarea; sino que a dos guerreros nobles y hermanos tuyos que se
dirigen a la muerte debes impedirles con la ayuda de tu madre que se maten uno
a otro. (Antígona sale del palacio.)
ANTÍGONA. — ¿Qué nuevo espanto, oh madre mía, [1270]
anuncias con gritos a los tuyos ante esta morada?
YOCASTA. — ¡Ah hija, se pierde la vida de tus hermanos!
ANTÍGONA. — ¿Cómo has dicho?
YOCASTA. — Se han enfrentado en combate personal.
ANTÍGONA. — ¡Ay de mí! ¿Qué vas a decir, madre?
YOCASTA. — Nada grato; pero ven conmigo. [ 1275]
ANTíGONA. — ¿Adónde, dejando las habitaciones de doncella?
YOCASTA. — Al medio del ejército.
ANTíGONA. — Siento vergüenza ante la tropa.
YOCASTA. — Tus deberes no consienten avergonzamientos.
ANTíGONA. — ¿Qué voy a hacer luego?
YOCASTA. Apaciguarás
la disputa
de tus
hermanos.
ANTíGONA. — ¿Por qué medios, madre?
CORO.
Estrofa.: [1285] Ay, ay! ¡Ay. ay! Tengo estremecido de
terror, estremecido el corazón, A través de mi carne me recorre la compasión,
compasión por la triste madre. ¿De sus dos hl/os, cuál [1290] ahora al otro
ensangrentará. ¡Ay de m4 qué penalidades, ah Zeus, ah Tierra! la garganta.
fraterna, la vida fraterna, [1295] bajo los escudos, bajo los vestidos?
¡Infeliz de mí, infeliz! ¿A cuál de los dos ahora voy a llorar como triste
cadáver?
Antistrofa.: ¡Ah, Tierra! ¡Ah, Tierra! Como dos fieras
gemelas, almas sanguinarias, blandiendo la lanza en seguida van a cubrir de
[1300] sangre a sus presas, sus presas odiadas. ¡Desdichados, que a tal
propuesta de un combate personal hayan llegado! Con mi grito bárbaro, el
plañidero alarido en honor de los muertos, acompasado con llantos, entonaré.
Quizá esté cerca la fatal hora de la matanza. Esta luz decidirá el porvenir.
Infortunado, [1305] infortunado es el crimen que mueven las Erinias. (Entra Creonte llevando en brazos el cadáver
de Meneceo)[48]
CORIFEO. Pero ahí veo a Creonte que avanza, abrumado, hacia
el palacio. Contendré mis sollozos.
CREONTE. — ¡Ay de mí! ¿Qué voy hacer? ¿Por cuál de [1310]
los dos gemir y llorar, por mí o por la ciudad, a la que tiene envuelta una
nube (capaz de arrastrarla al otro lado del Aqueronte)? Porque mi hijo ha caído
muriendo por esta tierra, alcanzando un renombre glorioso, pero amargo para mí.
Lo he [1315] recogido hace poco de las grutas del Dragón, después de haberse
suicidado, ¡infeliz!, y lo traigo en mis brazos. Toda la casa llora a gritos. Y
yo, anciano, acudo a mi anciana hermana, a Yocasta, para que lave y exponga
funebremente al que ya no vive, a mi hijo. Pues debe quien aún está en [1320]
vida rendir honores a los que murieron para mostrar su piedad al dios
subterráneo.
CORIFEO. — Se ha marchado tu hermana, Creonte, fuera de
palacio, y la joven Antígona en compañía de su madre.
CREONTE. — ¿Adónde? ¿Por qué accidente? Indícamelo.
CORIFEO. — Supo que sus hijos iban a enfrentarse con [1325]
lanza contra escudo por estas mansiones reales.
CREONTE. ¿Cómo dices? Cuidando del cadáver de mi hijo no he
llegado a enterarme de eso.
CORIFEO. — Pues hace ya tiempo que ha salido tu hermana, y
pienso que el combate mortal entre los hijos de [1330] Edipo está cumplido ya,
Creonte.
CREONTE. — ¡Ay de mi! Aquí veo un signo de eso: la
acongojada mirada y la expresión del mensajero que viene presuroso, quien nos
dirá todo lo acaecido. (Entra un
mensajero.) [1335]
MENSAJERO. — ¡Ah, desdichado de mí! ¿Qué relato decir o qué
lamentos?
CREONTE. — ¡Estamos perdidos! ¡Con tristes preámbulos
comienzas tus noticias!
MENSAJERO. — ¡Ah desdichado, de nuevo lo grito! Es que
traigo grandes desgracias.
CREONTE. — ¿Además de los desastres pasados? ¿Qué más
anuncias?
MENSAJERO. — Ya no están en vida los hijos de tu hermana,
Creonte.
CREONTE. — ¡Ay! ¡Ay! ¡Grandes dolores me comunicas [1340] a
mí y a la ciudad! ¿Escuchas, morada de Edipo, esto, que ambos hijos han muerto
en un destino paralelo?
CORIFEO. — Como que vertiría lágrimas, sí tuviera sentido.
CREONTE. — ¡Ay de mí, qué destino más abrumador! [1345]
(¡Ay de mí, qué desastre, desdichado! ¡Triste de mí!)
MENSAJERO. — Y aún más, sí supieras los males que se añaden
a éstos.
CREONTE. — ¿Y cómo podría haber mayores desdichas que
éstas?
MENSAJERO. — Ha muerto tu hermana junto a
sus dos hijos. [1350]
CORIFEO. — ¡Alzad, alzad vuestro gemido y sobre la cabeza
golpeaos con vuestras blancas manos!
MENSAJERO. — Los éxitos ante las murallas del país ya los
conoces; pues no está lejos el recinto de los muros, (de modo que tú ya
conocerás todo lo sucedido). Una vez que hubieron equipado su cuerpo con las
broncíneas armaduras, los jóvenes hijos del viejo Edipo se [1360] apostaron
erguidos en medio de las lineas de combate, [los generales y jefes de los
ejércitos], dispuestos para el combate cuerpo a cuerpo y el choque de lanzas.
Mirando hacia Argos exclamó sus votos Poliníces: "¡Oh soberana Hera —pues
a tu amparo estoy, ya que [1365] por matrimonio me uní a la hija de Adrasto y
habito su país[49]
concédeme matar a mi hermano y que mi diestra en el combate se cubra de sangre,
recogiendo la victoria!" [Estaba pidiendo un triunfo infamantísimo: matar
a un hermano. A muchos les acudían las lágrimas, ¡tan grande era [1370] su
fatalidad!, y se cruzaron las miradas entre unos y otros comentándolo.]
CORIFEO. — ¡Ay, ay! ¡Cuánto gimo por tus males, [1425]
Edipo! Tus maldiciones parece haberlas cumplido un dios.
MENSAJERO. — Escucha, pues, también los males que se añaden
a éstos. Cuando sus dos hijos caídos dejaban la vida, en esto se presenta la
triste madre en compañía de su hija y [1430] con paso presuroso. Al verlos
alcanzados por heridas mortales gimió: "¡Ah, hijos, llego tarde a
socorreros!" Y echándose sobre sus hijos, por turnos, lloraba, plañía,
lamentando los largos cuidados de su pecho materno; y a su lado la [1435]
hermana de ambos, que le daba escolta, gemía a la vez: "¡Ah, Vosotros que
debíais velar por la vejez de vuestra madre y por mis bodas, nos abandonáis,
queridisimos hermanos!" Exhalando de su pecho un jadeo de agonía el rey
Eteocíes oyó a su madre y, mientras posaba sobre ella su mano desfallecida, no
exhaló palabra, pero le habló con las [1440] lágrimas de sus ojos para
expresarle su cariño. Polinices todavía respiraba, y, al ver a su hermana y a
su vieja madre, dijo: (O bien, "no se repartieron el poder"). [1445]
"Me muero, madre, siento pena de ti, y de mi hermana, y de mí hermano
muerto. Que llegó a ser mi enemigo; pero, con todo, era mi hermano.
Entiérrame, madre, y tú, hermana mía, en la tierra patria.
Y, si la ciudad me guarda rencor, disuadirla, para que al menos obtenga ese
trozo de la tierra de [1450] mis antepasados, ya que perdí mi hogar. Ciérrame
los párpados con tu mano, madre —y él mismo la pone sobre sus ojos—, y adiós,
pues ya me envuelven las sombras." Ambos a la vez exhalaron su triste
vida. [1455] Su madre, al presenciar esta desdicha, abrumada por el sufrimiento,
arrebató de entre los cadáveres una espada e hizo algo espantoso: se hundió la
hoja en medio de la garganta y entre sus dos seres más queridos yace muerta
rodeándolos a ambos con sus brazos. [1460] La tropa se puso en pie y lanzóse a
una disputa verbal, defendiendo nosotros que había vencido nuestro señor, y
ellos que el otro. La disputa existía también entre los jefes: los unos
sostenían que Poliníces había dado el primer golpe con su lanza, y otros que,
al morir los dos, de nadie era la victoria. [1465] Entre tanto Antígona se
retiró lejos del ejército; mientras los demás se precipitaban a las armas. Con
feliz previsión el ejército cadmeo había acampado con el arnés, y nos
apresurarnos a caer al instante sobre las tropas argivas que [1470] aún no revestían
su armamento. Y ninguno resistió; sino que colmaron el campo los que huían,
mientras a torrentes corría la sangre de los innumerables muertos que caían
bajo las lanzas. Cuando vencimos en la batalla, los unos erigieron a Zeus un
trofeo de victoria, mientras los otros despojábamos [1475] de sus escudos a los
muertos y llevábamos el botín de guerra al interior de los muros. Y otros, en
compañía de Antígona, traen acá los tres cadáveres para que los lloren sus
amigos. Para la ciudad así han concluido los enfrentamientos: unos con feliz
fortuna, otros desdichadisimos. (Sale por
la derecha, mientras por el otro lado entra Antígona al frente del cortejo
fúnebre.)
CORIFEO.— Ya no de oídas se presenta la desventura de
[1480] la mansión. Pues ya están ahí a la vista, ante estas paredes, los
cuerpos de los tres cadáveres que con muerte común conquistaron la eterna
tiniebla.
angustiado? (Edipo
sale del palacio.) [1540]
EDIPO.— ¿Por qué, hija, me has sacado a la luz, con los
bastones que ayudan a mi ciego paso, desde los oscuros aposentos donde yacía
echado, para acudir a tus muy lastimeros llantos, como un fantasma canoso,
evanescente, de [1545] aire, o un muerto de ultratumba, o un sueño alado?
ANTÍGONA. — Vas a sufrir una desdichada noticia, padre. Ya
no ven la luz tus hijos ni tu esposa, que siempre velaba con sus cuidados como
un báculo junto al paso de tus [1550] ciegos pies. ¡Oh padre, ay de mí!
EDIPO.— ¡Ay de mí, qué sufrimientos los míos! He ahí
motivos de gemir y de gritar. ¡Tres vidas! ¿Bajo qué fatal suerte, cómo dejaron
la luz? Dímelo, hija. [1555]
ANTÍGONA. — No te lo digo como censuras, ni por jactancias,
sino entre dolores. Tu genio vengador, con su bagaje de cuchillas, y fuego, y
malditas batallas cayó sobre tus hijos, padre, ¡ay de mí!
EDIPO. — ¡Ay! ¡Ay! [1560] ANTÍGONA. — ¿Para qué esos gemidos?
EDIPO. — Mis hijos...
ANTÍGONA. — Has avanzado entre dolores. Y, si viendo aún la
cuadriga del sol, alcanzaras con los rayos de tus ojos a estos cuerpos
cadáveres...
EDIPO. — La muerte de mis hijos era una evidente
[1565] fatalidad. Pero, mi desdichada
esposa ¿en qué triste trance, hija, pereció?
ANTÍGONA. — Exhibiendo ante todos sus lágrimas y lamentos,
corría a ofrecer, a ofrecer como suplicante, un pecho suplicante a sus hijos,
velando por ellos. Y ante la [1570] puerta Electra, en el prado donde crece el
loto, la madre encontró a los hijos entre lanzas, peleando en común combate,
como leones en una cueva. De sus heridas caía ya fría y letal una [1575]
libación de sangre que recibía Hades y ofrendaba Ares. Arrebatando a los
muertos una broncínea espada la hundió en su carne, y en su pena por sus hijos
cayó entre ellos. En este día todas las tristezas, padre, convocó sobre nuestra
[1580] casa un dios que esto ha concluido.
CORIFEO. — De muchos males para la casa de Edipo dio
comienzo este día. ¡Ojalá fuera su vida más feliz!
CREONTE. — Dejad ya los lamentos, que es hora de [1585]
prestar atención a los honores fúnebres. Y tú, Edipo, escucha mis palabras. El
mando de este país me lo confió tu hijo Eteocles, dándolo como dote de
matrimonio a Hemón, esposo prometido de tu hija Antígona. Así, pues, no te voy
a permitir vivir en esta tierra en adelante. Pues claramente dijo Tiresías que
nunca sería feliz [1590] la ciudad mientras tú habitaras este país. ¡Conque
vete! Y eso no lo digo por ultrajarte ni por ser enemigo tuyo, sino temeroso de
que, a causa de tus demonios vengadores, sufra algún daño el país. [1595]
¡Sea,
pues! ¿Qué
voy a
hacer ahora, desventurado de mí? ¿Qué guía se ofrecerá compañera de mi
ciego paso? ¿Ésta que yace muerta? Viva, sé bien que lo hiciera. ¿Acaso la
pareja de mis buenos hijos? Ya no los tengo. ¿Es que [1620] estoy aún en la
juventud para procurarme el sustento? ¿Con qué? ¿Por qué así, del todo, me das
muerte, Creonte? Bien que me vas a matar, si me expulsas del país. No obstante
no me mostraré cobarde rodeando tus rodillas con mis brazos. Pues no puedo
traicionar mi noble natural, aunque me oprima la desdicha.
CREONTE. — Por tu parte está bien dicho que no vas a [1625]
caerte suplicando a mis rodillas; pero yo no voy a permitirte habitar en el
país. En cuanto a estos cadáveres, al uno hay que conducirlo ya a palacio y a
ése, que llegó con otros a destruir la ciudad patria, el cadáver de Poliníces,
arrojadlo sin enterrar fuera de los límites de esta tierra. Para todos los
Cadmeos se dará [1630] esta proclama: "Quien quiera que sea apresado en un
intento de coronar este cadáver o de cubrirlo de tierra, lo pagará la muerte, y
dejadlo sin llantos ni tumba, para pasto de aves de rapiña. Y tú, concluye los trenos
triples por los [1635] y vete, Antígona, al interior del palacio, y compórtate
como doncella en tanto aguardas el día próximo en que te espera el lecho de
Hemón[53].
ANTÍGONA.
— ¡Oh padre, en qué males nos vemos posen nuestra aflicción! ¡Cómo sollozo por
ti más que [1640] por los muertos! Pues no has tenido sólo una parte de pesar,
y otras no, padre, en las desgracias, sino que en todo fuiste desdichado. Ahora
te pregunto a ti, al reciente monarca. ¿Por
qué ultrajas
a mi
padre expulsándolo del país? ¿Por
qué dictas [1645] tul decreto sobre un
desgraciado cadáver?
CREONTE. — Estas son decisiones de Eteocles, no mías.
ANTÍGONA. — Pero insensatas, y tú alocado eres que las
aplicas.
CREONTE. — ¿Cómo? ¿No es justo cumplir los encargos idos?
ANTíGONA. — No, si son malévolos y expresados
con maldad. [1650]
CREONTE. — ¿Qué? ¿No es justo que éste sea arrojado a los
perros?
ANTÍGONA. — La sentencia que le aplicáis no está en la ley.
CREONTE. — Sí, si es que fue enemigo de la ciudad, sin
serlo por su origen.
ANTÍGONA. — Por eso entregó su espíritu al destino fatal.
CREONTE. — Que también ahora pague su pena con la privación
de tumba. [1655]
ANTÍGONA. — ¿En qué delinquió, al reclamar una parte de su
tierra?
CREONTE. — Este hombre, para que lo sepas, quedará
insepulto.
ANTÍGONA. — Yo le enterraré, aunque lo prohíba la ciudad.
CREONTE. — Entonces te enterrarás a ti misma junto al
muerto.
ANTÍGONA. — Glorioso es, en verdad, que dos seres queridos
reposen uno junto al otro. [1660]
CREONTE. — (A los guardias.) ¡Agarradla y llevadla a
palacio!
ANTÍGONA. — No, de ningún modo. No abandonaré este cadáver.
CREONTE. — La divinidad lo ha sentenciado, joven, contra tu
parecer.
ANTÍGONA. — También es suya la sentencia de no ultrajar a
los muertos.
CREONTE. — Así que nadie derramará sobre él la húmeda
tierra. [1665]
ANTÍGONA. — ¡Si, te lo suplico por nuestra madre ahí
presente, por Yocasta, Creonte!
CREONTE. — Te fatigas en vano. Pues no vas a conseguirlo.
ANTÍGONA. — Al menos déjame tú dar el baño fúnebre al
cadáver.
CREONTE. — Eso es una de las cosas que tiene prohibidas la
ciudad.
ANTÍGONA. — Al menos envolver con vendas sus heridas.
CREONTE. - - De ningún modo vas a honrar tú a ese [1670]
cadáver.
ANTÍGONA. — ¡Oh querídísimo, al menos cubriré tu boca de
besos!
CREONTE. Ten cuidado de no traer desgracias a tu matrimonio
con tus sollozos.
ANTÍGONA. — ¿Crees que, mientras viva, voy a casarme con tu
hijo alguna vez?
CREONTE. — Te obligará una fuerte necesidad. ¿Adónde vas a
escapar del matrimonio?
ANTÍGONA. — Entonces esa noche hará de mí una [1675]
Danaide.
CREONTE. -— ¿Has visto la osadía con lo que nos insulta?
ANTÍGONA. — Que el hierro de la espada sea testigo de mi
juramento.
CREONTE. — ¿Qué es lo que anhelas para dejar de lado mas
bodas?
ANTÍGONA. — Partíré al destierro junto con mi desdichado
padre.
CREONTE. — La nobleza que hay en ti es una especie de
[1680] rara.
ANTÍGONA. — Y moriré con él, para que te enteres de más.
CREONTE. -— Ve, no vas a matar a mi hijo, abandona el país.
EDIPO. — ¡Ah, hija,
admiro tu valiente abnegación!
ANTÍGONA, —— ¿Es que, si me casara, podrías exilíarte tú
padre?
EDIPO. — Si tú eres dichosa, yo me resignaré con mis daños.
[1685]
ANTÍGONA. — ¿Y quién va a cuidar de ti, ciego como estás,
padre?
EDIPO. — Cayendo allí donde sea mi destino, me quedaré
tendido sobre el suelo.
ANTÍGONA. — ¿Dónde está el Edipo de los famosos enigmas?
EDIPO. — Ya no existo. Un solo día me encumbró y uno me
hundió. [1690]
ANTÍGONA. — ¿Es que no debo compartir también yo tus
pesares?
EDIPO. — Vergonzoso destierro será para una hija con su
padre ciego.
ANTÍGONA. — No, sino muy digno, si lo acompaña la virtud,
padre.
EDIPO. — Condúceme ahora para que toque el cuerpo de tu
madre.
ANTÍGONA —- Aquí lo tienes, toca con tu mano a tu queridísima
anciana. [1695]
EDIPO. — ¡Oh madre, oh esposa desgraciadisima!
ANTÍGONA. — Ahí yace tristemente, tras obtener todas las
desgracias.
EDIPO. — ¿Dónde están los restos de Eteocles y de
Polinices?
ANTíGONA. — Ambos tendidos yacen uno al lado del otro.
EDIPO. — Posa mi ciega mano sobre sus infelices rostros.
[1700]
ANTíGONA. — Ten, tantea con tu mano los cadáveres de tus
hijos.
EDIPO. — ¡Oh queridos cadáveres, infelices nacidos de un
padre infeliz!
ANTÍGONA. — ¡Oh nombre queridísimo de Polinices, para mí!
EDIPO. — Ahora la profecía, hija, de Loxías exige su
término.
ANTÍGONA. — ¿Cuál? ¿Es que sobre estos males vas añadir
males?[54].
EDIPO. — Que en Atenas he de morir vagabundo. [1705]
ANTÍGONA. — ¿Dónde? ¿Qué recinto del Ática te acogerá?
EDIPO. — La sagrada Colono, morada del dios de los
caballos. Pero ¡vamos, ven a sostener a tu viejo padre ciego, ya que estás
dispuesta a compartir este destierro!
ANTÍGONA. — ¡Venga! ¡Al triste destierro! Tiéndeme tú
[1710] querida mano, viejo padre, que en mí tienes tu guía, Como la brisa que
impulsa la nave.
EDIPO. — Venga, venga. Ya voy. Hija, sé tu mi lazarillo,
[1715] ¡infeliz!
ANTÍGONA. — Soy, soy infeliz, desde luego, por encima de
todas las jóvenes tebanas.
EDIPO. — ¿Por dónde pongo mi viejo pie? Dame el bastón,
hija.
ANTÍGONA. — Por aquí, por aquí, ven conmigo, [1720] posan
por aquí, por aquí, tu pie, débil como un sueño.
EDIPO. — ¡Ay, ay! ¡Que infortunadísimo destierro! ando me
echan, ciego, de mi patria. ¡Ay, ay! Soportando [1725] horrribles, terribles
daños yo.
ANTÍGONA. — ¿A qué soportan a qué sufrir? No ve la malicia
a los malvados ni castiga las locuras de los hombres.
EDIPO. — Vedme a mí, que alcancé el sublime elogio de
vencedor por solucionar el incomprensible enigma de la [1730] virgen
semidoncella.
ANTÍGONA. — Evocas la afrenta de la Esfinge... Evite
proclamar tus éxitos de antaño. Estos míseros [1735] padecimientos te
aguardaban, padre, para morir, desterrado de tu patria, en cualquier lugar[55].
Lágrimas de añoranza les dejo a mis jóvenes amigas, y me voy lejos de mi tierra
patria, en marcha errabunda impropia de doncellas. [1740] ¡Aay! La bondad de mi
ánimo hacia las desventuras de mi padre me dará, por lo menos, un buen
renombre. ¡Triste de mí! ¡Qué ultrajes a mi hermano, que se parte de palacio
[1745] cadáver, sin sepultar, desdichado! Pero a él, aunque tenga que morir, le
cubriré con tierra en la oscuridad.
EDIPO. — Ve a despedirte de tus compañeras. [1750]
ANTÍGONA. Hartas están de mis lamentos.
EDIPO. — Tú con suplicas a los altares...
ANTÍGONA. — Están hartos de mis desdichas.
EDIPO. — Pues ve al santuario consagrado a Bromio en los
montes donde acuden las ménades.
ANTÍGONA. — ¿A aquél por quien yo en otros tiempos, [1755]
revistiéndome la cadmea piel de corzo, marché danzando al frente del sagrado
tíaso de Sémele, por los montes, ofreciendo a los dioses un favor
desagradecido?
enigmas y fue un [1760]hombre espléndido, el único
que logró poner freno a los poderes de la Esfinge asesma. Y ahora, deshonrado y
miserable, soy expulsado del país. Pero, ¿por qué me lamento y grito en vano?
El destino que los dioses le imponen ha de soportar quien es mortal.
CORO. — ¡Oh muy venerable Victoria, ojalá dominaras
[1765] mi vida y no dejaras de
coronarla.[56]
[1] INTRODUCCIONES
TRADUCCIÓN Y NOTAS DE CARLOS GARCÍA GUAL BIBLIOTECA BÁSICA GREDOS C EDITORIAL
GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 2000
[2] Esta melancólica
desesperanza del poeta ha sido subrayada por varios estudiosos. Por citar sólo
a uno de los más recientes, remito al claro libro de V. Dr BENEDETTO, Euripide:
teatro e societá. Turin, 1971.
Cf., sobre el
final de Fenicias. pág. 319
[3] En su Greek
Tragedy, Londres, 1971, 3,8 ed., págs. 35 1-62.
[4] Cabe, sin embargo,
subrayar el hecho de que las tragedias de Euripides más cercanas a Fenicias, la
Helena y el Orestes rondan los 1700 versos. De aceptar las interpolaciones que
sugerimos, de acuerdo con E. Fraenkel y otros estudiosos, que abarcan unos
doscientos versos en conjunto, la extensión de Fenicias se reduciría bastante,
a un número de versos como el que pudo tener la versión original de la Ifigenia
en Áulide, y tal vez las Bacantes. La extraordinaria longitud (1779 versos) del
Edipo en Colono de Sófocles es una de las peculiares características de esa
tragedia, la última de las obras del viejo dramaturgo.
[5] Sobre estos
fragmentos remito al lector a la versión de A. BERNABÉ, Fragmentos de la épica
griega arcaica, B. C. G., núm. 20, Madrid, Gredos, 1979, págs. 57-70.
cf. pág. 85). En su reciente artículo sobre este
fragmento F. R. Adrados opina que pertenece al poema de Estesicoro Erifila.
Pubí. en la rey. Emerita, XLVI (1978), págs. 251 y sigs.
[6] ‘La vieja reina
madre no encuentra, en su soledad, otro testigo a su desolación que el mudo
astro que se alza sobre la escena en el claro cielo. Pero el patetismo de la
invocación inicial se ve desdibujado por el tono retórico del prólogo, desde la
ya tópica personificación de Helios como flamígero auriga a la exposición
siguiente, pródiga en detalles superfluos.
Los comentaristas han
encontrado dos invocaciones parecidas en SÓFOCLEs, en Electro 86 y sigs. y
Antígona 100 y sigs. (versos líricos con los que el protagonista y el coro,
respectivamente, entran en escena). Pero este pasaje de Eurípides fue el más
imitado: por TEODECREs (ftg. 10 Snell); por los latinos Accio, Ar’ui.ayo y
SÉNECA (Hércules enloquecido. vv. 592 y sigs.), y por R.~cn~ia, al comienzo de
su obra La Thé balde ou les Fré res Ennemis.
[7] En Homero su nombre
es Epicasta. Ulises cuenta que la vio entre las sombras del Hades, en Od. XII
271: "Y vi a la madre de Edipo, la hermosa Epicasta".
[8] Aunque un
escoliasta anote que "a causa del vino" y también APOLODORO (III 5,
7) apunte que estaba "borracho" (o¡notheis), la expresión que
traducimos por "embriaguez" (ro bákche¡on) puede ínterpretarse como
"delirio, desvarío o frenesí, producido por el placer", sin que sea
forzosa la intervención del vino para llegar a ese estado "báquico"
de descontrol en el que incurre Layo. 9 Frente a estos
"punzones de hierro" (siderd kéntra). en el y. 805 se habla de
"fibulas de oro" (chrysodétois perónais), lo que ha dado lugar a
muchos comentarios. (Véase M. Dos SANTOS AL VES, As Fenicias, Coimbra, 1975,
págs. 333-336, n. 15).
[9] Es decir "Pies
hinchados", según la etimología ya evocada por SÓFOCLES, en E. R. 1034 y
sigs. Entre los intérpretes modernos del mito de Edipo, Cl. Lévi-Strauss señala
que este nombre, en línea con los de sus antecesores, Layo (el
"Torcido") y Lábdaco (el "Patizambo"), aludiría a la
dependencia íntima de Edipo con la tierra, sobre la que torpemente camina.
[10] En la famosa
encrucijada convergen los caminos procedentes de Tebas, Daulia y Delfos, en un
impresionante escenario natural, entre montañas solitarias. La versión del
encuentro es algo diferente en SóFocLEs, E. R. 798 y sigs.; donde Edipo viene
de Delfos, tras haber consultado ya al Oráculo.
[11] Traduzco como
causal la conjunción el, que puede tener también un sentido condicional (=
"si es que eres sabio"). Es probable que Eurípides juegue con la
ambigúedad del vocablo. AqÚí, tratándose de una plegaría, nos ha parecido más
reverente el sentido causal. Obsérvese, por otra parte, que el prólogo, que
había comenzado con una invocación al divino Helios, concluye con ésta a Zeus.
Ambos dioses habitan en el cielo y lo ven todo, pero sólo Zeus es providente y
justo, según la concepción tradicional.
Conviene, por otra parte, subrayar la importancia de estos versos, con
la exigencia de que exista, garantizada por los dioses, una medida de dolores
como la hay de los éxitos, medida que, en el caso de Edipo y de Yocasta, la
vieja reina supone ya colmada.
[12] Aquí comienza la
escena segunda de este prólogo, modela sobre la "contemplación desde los
muros" (teichoscopia) del Canto III de la Ilíada, donde Helena le explica
a Príamo los nombres de los principales caudillos aqueos. También aquí, como
allí, son un viejo, el pedagogo, y una mujer joven los interlocutores. La
emoción de Antígona se expresa en su canto, frente al recitado del pedagogo. Al
revés que en el modelo homérico, aquí es la joven quien interroga y el viejo
quien le informa.
Algunos, como el autor
del Argumento 1 han criticado esta escena, como inútil para la acción. Pero no
es así. Eurípides se sirve de ella para darnos una representación más viva del
ejército sitiador, a través de las preguntas de la emocionada joven. Tras el
prólogo habitual, que tiende a resultar frío y un cuché retórico en nuestro
trágico, esta escena novedosa aporta un toque atractivo y vivaz. En cierto modo
algo similar pasa con las escenas del comienzo de Ifigenia en Aulide.
[13] Como en otros
pasajes, "pelásgico" equivale a "argivo". Tal vez porque
Argos fuera considerada la patria ancestral del pueblo pelasgo, o por Pelasgo,
mítico rey de Argos.
[14] Curiosa
identificación de Hécate con Ártemis. La invocación de la tenificante diosa
nocturna está motivada por el espanto. La identificación con Ártemis viene
probablemente de la conexión de ambas como divinidades lunares; aunque algunos
piensan que Hécate pudo ser un epíteto de la antigua Ártemis. A Hécate se le
rendía culto en Beocia, y Antígona puede acaso invocaría como protectora local.
[15]
La evocación de los más famosos capitanes argivos, con sus terribles emblemas,
estaba ya hecha, en otro estilo, en Los Siete
[16] Adrasto no figura
otras veces como uno de los Siete, sino como comandante en jefe de la
expedición argiva (EsQ., 1. cit.;.
[17] ; EUR., Supl. 871
y sigs., y, en esta misma obra, Fen. 1187). Parece sustituir a Eteoclo, que no
es mencionado aquí.
[18] Anflarao recorre
el campo de batalla llevando sobre su carro las víctimas recién sacrificadas,
cuya sangre chorrea sobre la tierra en torrentes propiciatorios. A la prudencia
del malhadado Anfiarao se opone la soberbia fanfarrona de Capaneo. Las
conductas de uno y otro reclaman de los dioses un pago muy distinto, como así
será. Por eso Antígona, tras admirar la actitud de Anfiarao, pregunta por
Capaneo, como para borrar cualquier augurio favorable para el ejército argivo.
[19] El adj.
liparózónos. propiamente "de refulgente cinturón", se explica sólo a
personajes femeninos, por lo que se ha conjeturado (Badhamm, Nauck) en lugar de
Aelíou la lectura de hó Lótóus, "la hija de Leto"; es decir, Ártemis,
de nuevo identificada con la Luna. Por otra parte, Selene no es hija, sino
hermana de Helios en la mitología tradicional (cf. HasioDO, Teog. 371).
[20] No está muy claro
el itinerario marítimo del coro. Para unos comentaristas "la isla
fenicia" seria la península de Tiro; para otros, la de Cartago. Esta
segunda localización puede explicar mejor el paso por el Mar Jonio y por aguas
sicilianas; mientras que el viaje a Delfos a través de Beocia se explica mejor
suponiendo una procedencia del E. Cartago, fundada por agentes de Tiro, podría
ser mencionada como "costa de Tiro". La precisión geográfica no le
preocupa al dramaturgo
La ofrenda de seres
humanos al dios de Delfos, como cumplimiento de un voto por una victoria
guerrera o por otro motivo, está atestiguada en Otros casos (PLUTARCO, Tes. 16,
De PU. Orac. 402 a).
[21] Hijos de Agenor
fueron Cadmo, fundador de Tebas, y Fénix, antepasado epónimo de los fenicios.
[22] La parresia,
"libertad de palabra", era algo fundamental en la conVivencia
cotidiana para un ciudadano ateniense, y una caracteristica en la Vida griega
de la posición del hombre libre frente a la del esclavo o el bárbaro. Este
verso pasó como una sentencia brillante a posteriores antologia~ (P. e.:
EsTOBEO, XXXIX 17.)
[23] La elpis,
"esperanza" tiene en el pensamiento griego un ambiguo aspecto:
positivo y negativo. Fue lo que quedó en la jarra de Pandora, segúit la versión
hesiódica. Equivale no sólo a "esperanza", sino también a
"ilusión". El dicho o refrán tradicional, que un escoliasta cita,
dice que: "las esperanzas alimentan a los hombres vanos". Al mismo
pensamiiento aluden otros versos trágicos; p. e.: Eso., Ag. 1668; Sór., frg.
862 N.; Eus~., Bac. 617.
[24] Los comentaristas
suelen citar como paralelos los versos de TeogfiS, 209-10: "Ningún amigo
que le quiera y le sea fiel tiene el desterrado; y ello es aún más amargo que
el destierro". El verso pasó también a las antologias de sentencias.
[25] El oráculo está
citado también por Eurípides en SupI. 133 y sigs. La explicación dada al motivo
de la lucha entre las dos fieras (que, como símil del encuentro entre Patroclo
y Héctor se encuentra ya en HOM.. II. XVI 823 y sigs.) es, según un escolio,
que Tideo llevaba en su escudo el emblema del jabalí de Calidón y Polinices el
de la leonina Esfinge tebana.
[26] SAN-ros ALvEs, ad
Ioc., págs. 3 85-6.
[27] La más famosa y
terrible de las tres Gorgonas era Medusa, de petrificante mirada, a la que
degolló Perseo. Como motivo decorativo aparece muy frecuentemente en el arte
griego desde la época arcaica. Eurípides alude al tema en otros lugares: Alc.
1118, El. 856, Or. 1520.
[28] La deificación de
nociones abstractas es frecuente en Eurípides. P.e., véase luego, en esta misma
pieza, la de "Ambición" (Philotimia) en Vv. 53 1-2, y la de
"Cautela" (Euld beta) en 782.
Eteocles
habla como un sofista, distinguiendo entre las palabras convencionales y la
realidad (es decir, insistiendo en que hay
[29] Un pensamiento muy
repetido en Eurípides, que ataca a los sofistas y oradores políticos de la
época (como hará luego PLATÓN en el Gorgias), por disociar la elocuencia y la
moralidad.
[30] He traducido
isótis por "Equidad"; significa primariamente "Igualdad". Sobre
la relación entre igualdad de derechos y la justicia, insisten otros pensadores
atenienses. Cf. PLAT., Gorg. 507 e y sigs., Ley. 757 a; ARIST., Pol. III, 9, y
PLUT., Sol. 14. En las frases siguientes hay, diríamos, ecos pitagóricos.
[31] Frente a brotois
de los mss. (que he traducido como un dativo de interés "en favor de los
mortales" y no por el más corriente "a los mortales"), H. Weil
conjeturó métrois ("a las medidas"). Esta sutil interpretación,
aceptada por algunos estudiosos, se basa en el ftg. B 94 de HaRACLITO
"Pues el sol no traspasará sus medidas", que aquí evocaría el
trágico, en un contexto muy apropiado, tratando de la equidad.
[32] Otra sentencia
sobre un tópico: el de la moderación, exaltada desde Arquiloco a Horacio
pasando por Epicuro. La "aurea mediocritas" le es Cara al viejo
Eurípides, que la elogia también en otras piezas tardías.
También los vv. sigs.
(555-8) expresan otra idea difundida entre los antiguos. El verso 558, con su
forma sentenciosa, puede ser una interpolación, pero es dudosa.
[33] A César Augusto le
gustaba citar, en griego, este verso, como corolario al lesna de
"apresúrate despacio" (spéude bradéós), según cuenta SUATONIO (Aug.
25).
[34] Pearson supone
que, en escena, ante el palacio podía haber una estatua de Apolo Aguiei~s.
[35] La etimología de
nombres propios es frecuente en los escritores griegos. (Aqui poli =
"mucho", neíkos = "discordia".) A la misma aluden ya EsQ.,
S. T. 829,y SÓF., Ant. III.
[36] Después de aludir
al mito de fundación de la ciudad —en el sitio en que se tumbó la vaca que
guiaba a Cadmo, la muerte del dragón, el nacimiento de los Espartos—, y tras la
invocación a Bromio (Dioniso el Bramador) y a Épafo, el coro solicita la
protección de las dos diosas, madre e hija, de Eleusis. Es probable que en esto
haya un influjo ateniense, pero también que esta pareja divina recibiera culto
antiguo en Beocia. (El sineretismo Deméter-Tierra es de época posterior.) Para
detalles del mito fundacional, véase el libro de F. VIAN, Les origines de
Thébes, Cadmos et les Spar¡es. Paris, 1963.
[37] Probable critica a
Esquilo, que en una escena de los Siete c. T. (375 y sigs.) denomia y describe
uno a uno los siete capitanes argivos y los siete adalides tebanos.
[38] Como señala
Pearson, este elogio de la Precaución (Eulábeia) debía de sonarles bien a los
atenienses, fatigados de los desastres de la guerra del Peloponeso y de audaces
empresas catastróficas, como la de Sicilia. (Suele aquí citarse el verso de
ARISTÓFANES, Aves 376: "La precaución lo UBlva todo".)
[39] Este estásimo
traza la oposición entre Ares y Dioniso, dioses ligados ambos a Tebas, el
primero porque la guerra va a decidir el futuro de la Ciudad, el segundo porque
ha nacido en ella. Al festivo cortejo dionisíaco se opone el estrépito
amenazador de la borda enemiga; a las verdes coronas florales, las coronas de
Ares, erizadas de lanzas. En este canto, sobrecargado de adjetivos y elementos
decorativos, hay varios pasajes de difícil interpretación. (Cf. Dos SANTOS
ALVES. O. C.Págs. 414-21.)
[40] Sobre la figura y
la significación trágica de Tiresias, remito a mi articulo "Tiresias o el
adivino como mediador", en Ementa XLIII (1975), págs. 107-132.
[41] La apreciación
está cargada de una ironía trágica: Tiresias ha revelado a los atenienses la
necesidad del sacrificio de las hijas de Erecteo para salvar a la ciudad, como
luego va a revelar el oráculo del sacrificio de Meneceo, para espanto de
Creonte. Sobre el Erecteo, tragedia perdida, véase, el intento de
reconstrucción sobre los frgs. conservados de A. MARTíNEZ DÍEZ, Eurípides.
Erecteo, Granada, 1975.
[42] De los 31 versos
de este parlamento, algunos estudiosos consideran interpolados 17 (869-880,
885-890), según Dos SANTOS ALVES, o. C.. págs. 89-93, con buenas razones.
[43] El sacrificio de
Meneceo parece ser una innovación de Eurípides. En Esquilo aparece en su lugar
Megareo, hijo de Creonte, como uno de los Siete defensores de las puertas
tebanas. El otro hijo de Creonte, Hemón, es conocido prometido de Antígona.
Este héroe juvenil es una figura grata a Eurípides que lo utiliza para
introducir un nuevo episodio patético y para contrastar su figura con la de
otros personajes: con la de Creonte y con la de Eteocles y Polinices. Meneceo,
que ofrece su vida por el bien de la paz es un antídoto al egoísmo de los
demás, el mejor héroe ciudadano.
[44] Probablemente este
dato es innovación de Eurípides. En la Antígona de Sófocles, la esposa de
Creonte, Eurídice aún está en vida, y se suicida al enterarse de la desdichada
niucrte de su ya único hijo Hemón. Tal vez al hacer de Meneceo un hermano de
leche de Polinices y Eteocles, Eurípides quiere subrayar el contraste entre los
tres jóvenes, y oponer una vez más el altruismo del primero al egoísmo de los
jóvenes príncipes.
[45] Como señalamos en
la introducción, consideramos interpolados los vv. 1104-1140, aunque no usemos
aquí los corchetes. También hay recelos acerca del y. 1100, que Kirchhoff
atetizaba.
Teumeso es una colina a
18 Kms. (100 estadios) de Tebas, por lo que no es verosímil que los asediados
pudieran ver el ejército enemigo a tal distancia, ni que los argivos —ya
presentados más a la vista en la teichoscopía — corrieran tan largo trecho.
Pero, de
[46] El sentido del
verso es algo ambiguo. El más probable parece: "Aunque es bella cosa la
victoria, si los dioses deciden algo mejor (es decir, que venzan los argivos),
al menos que yo escape con suerte".
[47] Como ya dijimos,
se consideran interpolados los vv. 1242-1258. Y algunos estudiosos piensan que
también los vv. 12624 y 1265-9 son añadidos, indignos de Euripides.
[48] Ya hemos comentado
en la Introd. que consideramos esta escena de la entrada de Creonte como un
añadido, y que, suponemos, el relato siguiente del mensajero va dirigido al
coro.
[49] El patronazgo
divino de Hera sobre la región de Argos es bien conocido en la tradición
griega; desde Homero se menciona a la Hera Argiva.
[50] Señala un escolio
a. 1. que la trompeta se usó para dar la señal de ataque a partir de la guerra
de Troya, mientras que antes se utilizaba el Procedimiento de arrojar una
antorcha encendida; de forma que aquí Eurípides recordaría un detalle arcaico.
Pearson y otros estudiosos defienden que indica que la señal de la trompeta fue
tan clara como la llamarada de una antorcha, en un efecto de sinestesia
poética.
[51] La comparación del
llanto de una mujer desesperada con el canto del ave privada de sus crías es
frecuente en la poesía antigua. Puede evocar el chillido lastimero de Procne,
transformada en ruiseñor, que clama por la pérdida de Itis (cf. EUR., El. 148,
frg. 775, 21). En la poesía latina, un buen ejemplo es el de VIRGILIO, Geórg.
IV 511-15.
[52] Pólibo, rey de
Corinto, acogió al recién nacido Edipo como heredero suyo. No sabemos por qué
razón dice aquí Edipo que "para ser esclavo". Todo un largo pasaje de
su parlamento (1597-1614) resulta sospechosos por lo superfluo y por lo confuso
de algunas frases.
[53] Desde 1645 a 1682
lo consideramos interpolado, de acuerdo con Fraenicel y otros.
[54] Los vv. 1704 a
1707 los consideran interpolados Pohlenz, Verrall, nacher, etc. El objetivo de
esta iníerpolación era, con evidencia, conecel fin de esta obra con el Edipo en
Colono de SÓFOCLES.
[55] A partir de aquí,
el final es un añadido que recarga el patetismo de la escena. Casi todos los
estudiosos excluyen los últimos 30 versos.
[56] Este estribillo
final no conviene a la ocasión, sino que es tópico. Se encuentra también,
idéntico, en la Ifigenia entre los Tauros y el Orestes.
Helena de
Eurípides
HELENA.– Estas
son las aguas cristalinas del Nilo que humedecen los campos de Egipto en lugar
de la lluvia divina cuando se derrite la blanca nieve. Era rey de esta tierra y
soberano de Egipto Proteo, que vivía en la isla de Faros. Había tomado en
matrimonio a Psámate, una de las doncellas marinas, una vez que ésta abandonó
el lecho de Éaco. Y tuvo dos hijos en palacio; un varón, Teoclímeno, al que
llamaban así porque a lo largo de toda su vida no cesó de honrar a los dioses y
una apuesta doncella, Idó, que hacía las delicias de su madre mientras era
niña, a la que, al llegar a la edad hermosa del matrimonio llamaron Teónoe
porque tenía conocimiento de lo divino, tanto del presente como del futuro;
eran unas dotes que le había transmitido su abuelo Nereo. Por lo que a mí se refiere, mi patria es Esparta, la famosa
Esparta, y mi padre es Tindáreo. Pero cuenta la leyenda que Zeus llegó volando
hasta mi madre Leda tomando la forma de un cisne y a escondidas penetró en su
lecho, simulando que huía de un águila, si es que es cierto lo que cuenta la
leyenda. Me llamaron Helena. Me gustaría contaros todas las desgracias que he
padecido. Tres diosas acudieron a los parajes más recónditos de Isa hasta donde
estaba Alejandro, Afrodita y la joven doncella hija de Zeus, Atenea, con la
intención de que fuera él quien decidiera acerca de su belleza. Afrodita le
prometió a Alejandro que desposaría mi belleza, si es que puede llamarse
belleza a ésta, la única causa de mis desgracias. Entonces Paris, el pastor de
Isa, abandonó sus rebaños y llegó a Esparta en la confianza de que podía
tomarme por esposa. Y claro, Hera muy irritada porque no había podido vencer a
sus rivales convirtió en viento fatuo mi unión con Alejandro. Así que lo que el
hijo del rey de Príamo abrazaba no era yo, sino una imagen parecida a mí que
había fabricado Hera, la esposa de Zeus, con aire del cielo. Creyó pues que me
poseía sin realmente poseerme, una engañosa apariencia. Y aún añadió Zeus más
desgracias a estas desgracias, pues llevó la guerra hasta el país de los
griegos y de los desdichados frigios a fin de que la madre tierra se viera
libre de una enorme multitud de hombres, y de que el hijo más valiente de la
Hélade lograra una gran fama. Pero no fui yo quien presidía los esfuerzos de
los frigios; fue pura y simplemente mi nombre, la única recompensa que podían
tener las batallas de los griegos. Hermes me había llevado a través del
profundo éter envuelta en una nube hasta la mansión de Proteo; Zeus se
desentendió de mí. A él lo eligió por ser el mejor de los mortales, de manera
que yo pudiera mantener intaco mi lecho para Menelao. Y heme aquí mientras que
mi desdichado esposo va en persecución de quienes me han raptado al pie de los
muros de Ilión con un gran ejército. Por mi culpa se han perdido muchas vidas a
orillas del Escamandro y por ello todos hablan mal de mí, de mí que tanto voy
sufriendo y me acusan de que soy yo la causa de esta horrible guerra porque he
traicionado a mi esposo. ¿Por qué sigo viva todavía? He oído de boca del dios
Hermes que aún podré habitar la famosa llanura de Esparta acompañada por mi
esposo, una vez que él llegue a saber que yo nunca he estado en Ilión ni he
compartido el lecho nupcial con nadie. Porque mientras Proteo vivía yo nunca
mancillé mi lecho nupcial. Pero ahora que Proteo yace sepultado en las
tinieblas de la tierra, es su hijo quien desea ardientemente casarse conmigo.
Sin embargo yo, que me mantengo fiel a mi primer esposo, he acudido hasta la
tumba de Proteo como suplicante, a rogar que pueda conservar mi lecho para Menelao,
y para que al menos mi cuerpo no se vea cubierto con el baldón de la vergüenza,
aunque mi nombre en Grecia sea maldito.
TEUCRO.– ¿Quién
es el soberano de este palacio tan bien pertrechado? Pues es una mansión que
debería compararse con la del mismísimo Pluto. La verdad es que toda la
apariencia externa, el pórtico, son magníficos. (Ve a Helena. Transición.) ¡Ah dioses! ¿Qué estoy viendo? ¿No estoy
viendo la imagen más odiosa, más asesina de la mujer que ha sido causa de
perdición para mí y para todos los aqueos? ¡Así te mueras! ¡Que los dioses te
escupan, porque te pareces a Helena! Si no me encontrara en tierra extranjera,
ten por seguro que con mis flechas certeras te daría la muerte. Y ello por tu
parecido con la hija de Zeus.
HELENA.–
¡Desdichado, quienquiera que seas! ¿Por qué te diriges a mí? ¿Por qué me odias
por desgracias que ha sufrido ella, Helena?
TEUCRO.–
Posiblemente me he equivocado y he sido presa de la cólera. Grecia entera odia
a la hija de Zeus; perdona mis palabras, mujer.
HELENA.– ¿Quién
eres? ¿De dónde vienes?
TEUCRO.– Mujer,
soy uno de los desdichados aqueos.
HELENA.–
Entonces no es de extrañar que odies a Helena. Pero dime otra vez, ¿quién eres?
¿de dónde vienes? ¿quién es tu padre? TEUCRO.–
Me llamo Teucro; el padre que me engendró es Telamón y Salamina es la patria
que me crió.
HELENA.– ¿Qué
has venido a hacer a estas tierras del Nilo?
TEUCRO.– Me han
arrojado fuera de mi país mis propios parientes.
HELENA.– Gran
desgracia para ti. ¿Y quién realmente te expulsa de tu patria?
TEUCRO.– Mi
padre Telamón. ¿Puede haber otro familiar más íntimo?
HELENA.– ¿Y por
qué razón? Grandes desgracias hay detrás de este asunto.
TEUCRO.– Mi
hermano Áyax que ha muerto en Troya, ha sido la causa de mi perdición.
HELENA.– ¿Cómo?
¿No le darías tú muerte con tu propia arma?
TEUCRO.– Él
mismo se dio muerte arrojándose sobre su propia espada.
HELENA.– ¿Es que
no estaba en sus cabales?¿Qué persona en su sano juicio habría actuado de esa
manera?
TEUCRO.–
¿Conoces a un tal Aquiles, hijo de Peleo?
HELENA.– Sí, fue
pretendiente de Helena en otro tiempo; al menos eso dicen.
TEUCRO.– Pues
sí. Después de muerto, por sus armas se originó una terrible disputa entre los
compañeros.
HELENA.– ¿Y por
qué le acarreó tal disputa la desgracia al propio Áyax?
TEUCRO.– Al ver
que era otro quien se hacía con las armas, se suicidó.
HELENA.–
Y, claro, tú compartes con él los sufrimientos. TEUCRO.– Pues sí, porque no pude morir a la vez que él.
HELENA.– ¿Quiere
eso decir, extranjero, que fuiste a la famosa ciudad de Ilión?
TEUCRO.–
Sí; ha sido la causa de mi perdición, y eso que yo colaboré para destruirla. HELENA.– ¿Acaso Troya ha sido
incendiada?
TEUCRO.– Sí,
hasta el punto de que no queda ni rastro de sus murallas.
HELENA.– ¡Oh
Helena! ¡Lo que tienes que aguantar! ¡Cuántos frigios yacen muertos por tu
culpa!
TEUCRO.– No sólo
frigios, también aqueos. Se han producido grandes desastres.
HELENA.– ¿Cuánto
hace desde que ha quedado destruida la ciudad?
TEUCRO.– Pueden
contarse siete años de cosechas desde entonces.
HELENA.– ¿Cuánto
tiempo habéis estado entonces, en total, en Troya?
TEUCRO.– A lo
largo de diez años hemos visto pasar muchas lunas.
HELENA.– ¿Y al
final lograsteis atrapar a la mujer espartana?
TEUCRO.– Menelao
la cogió arrastrándola de los cabellos.
HELENA.– Pero ¿tú la has visto o simplemente hablas
por lo que has oído?
TEUCRO.– Con mis
propios ojos la he visto, igual que estoy viéndote a ti ahora.
HELENA.–
Imagínate que pudo ser una especie de visión fabricada por los dioses.
TEUCRO.– Habla
de lo que quieras, menos de esa mujer.
HELENA.– ¿Crees
entonces que has visto realmente a Helena?
TEUCRO.– Sí; la
he visto con mis ojos y además con la mente, que también ve.
HELENA.– Y Menelao,
¿está ya en su patria en compañía de su esposa?
TEUCRO.– No, no,
no está ni en Argos ni a las orillas del Eurotas.
HELENA.– ¡Ay!
Para quienes han sufrido desgracias éstas son malas noticias.
TEUCRO.– Cuentan
que han desaparecido él, y con él su esposa.
HELENA.– ¿Es que
todos los argivos no seguían el mismo rumbo?
TEUCRO.– Sí,
pero una tormenta los desperdigó en varias direcciones.
HELENA.– ¿En qué
punto del salino mar?
TEUCRO.– Cuando
se encontraban en medio del Egeo.
HELENA.– ¿Y
nadie ha visto a Menelao arribar a sitio alguno desde ahí?
TEUCRO.– Nadie
por toda Grecia. Dicen que ha muerto.
HELENA.– ¡Ay de
mí! Y ¿vive aún la hija de Testio?
TEUCRO.– ¿A Leda
te refieres? Murió también.
HELENA.– No será
el nombre de Helena el que la haya matado.
TEUCRO.– Eso
cuentan. Colgó su cuello de un nudo corredizo.
HELENA.– Y los
hijos de Tindáreo ¿viven o no?
TEUCRO.– Hay dos
versiones: están muertos y no están muertos.
HELENA.– Dos
versiones... ¿Cuál es la más sólida? Me pierden mis desgracias.
TEUCRO.– Cuentan
que los dos son divinidades semejantes a los astros.
HELENA.– Muy
bien. Y ¿qué dice la otra versión?
TEUCRO.– Pues
cuentan que por culpa de su hermana han muerto a golpe de espada. Pero no deseo
seguir hablando porque no quiero añadir dobles lamentos. He venido hasta este
regio palacio porque necesito imperiosamente ver a la profetisa Teónoe.
Intercede por mí ante ella a ver si los oráculos me son favorables y mi nave puede
llegar hasta la isla de Chipre, Apolo predijo en su día que fundaría una ciudad
a la que daría por nombre Salamina como recuerdo del lugar de mi patria.
HELENA.–
¡Extranjero! La nave llevará su propio rumbo. Ahora vete de esta tierra, huye
antes de que te vea el que manda en este país, el hijo de Proteo. Ahora está
lejos de aquí dedicado a la caza con perros salvajes. Huye y no te detengas,
pues pasa a cuchillo a todo extranjero que le sale al paso. No sé bien las
razones de por qué obra así. Prefiero guardar silencio; en nada te ayudaría
saberlo.
TEUCRO.– Llevas
razón, mujer. Que los dioses te sean favorables a cambio de tu bien
comportamiento. La verdad es que tu cuerpo es igual al de Helena, en cambio tu
interior no es el mismo, es bien distinto ¡Ojalá muera ella de mala muerte y no
vuelva jamás a las orillas del Eurotas! En lo que a ti respecta, mujer, que
seas siempre feliz.
HELENA.– ¿Qué
gran lamento lanzaré que se adecúe al tamaño de mis enormes pesares? ¿A qué
musa acudiré con lágrimas, lamentos y dolores?
ESTROFA 1ª (Helena)
Sirenas aladas, hijas
de la Tierra /Ojalá acompañarais mis lamentos al son de la flauta /O de la
siringa o de la lira/Respondiendo con lágrimas a mis lágrimas /Con sufrimientos
a mis sufrimientos /Con cantos a mis cantos./Que Perséfone me envíe vuestra fúnebre música
/Uniéndose a mis lamentos /Y así recibirá en sus moradas tenebrosas/ El canto
de dolor bañado en lágrimas /Que dedico a los muertos subterráneos.
CORO (formado por mujeres de Esparta,
cautivas de Egipto.)
Estaba yo sentada
junto al agua azul / poniendo a secar sobre hierbas y juncos los peplos
púrpura,/ cuando un lamento ha cortado el aire / y un clamor se ha escuchado,
un canto de dolor / que exhalaba mi dueña entre gemidos y sollozos / como si se
tratara de una Náyade o Ninfa / que huyendo por los montes emite tristes cantos
/ al tiempo que denuncia entre las rocas con sus gritos / los amores de Pan.
HELENA
Botín de naves
bárbaras, doncellas de los griegos/ha venido, ha venido hasta aquí a traerme
llanto y más llanto un navegante aqueo./ Troya es una hoguera. Y todo por mi
culpa,/ causa de tantas muertes, torrente de desgracias./Buscó la muerte Leda
con nudo corredizo/por el dolor que mi deshonra le produjo./Mi esposo, errante
tanto tiempo por el mar, ha perecido;/han desaparecido Cástor y su hermano,
honor gemelos de la patria;/se han ido tras dejar la tierra tremolante/ por
cascos de caballos. Y nada queda ya a orillas del Eurotas rico en juncos/de
gimnasios testigos de empeños juveniles.
CORO
¡Ay, ay! ¡qué
lamentable tu suerte y tu destino! /Has llevado una vida desgraciada/ desde el
día en que Zeus te engendró de tu madre/brillando por el éter, bajo el plumaje
de un cisne blanco./¿Qué desgracia jamás se ha apartado de ti?/ ¿Qué
sufrimiento te falta por sufrir?/Ha muerto tu madre;/tampoco son felices los
hijos gemelos engendrados por Zeus,/ y tú, mi señora, no puedes contemplar los
umbrales paternos./ Por ciudades se extiende ya el rumor/de que compartes el
tálamo de un bárbaro;/ya nunca más verás la felicidad en el palacio de tus
padres.
HELENA
¡Ay, ay! ¿Qué frigio
o qué heleno taló aquel pino / que llenaría a Ilión de llanto?/ Del pino aquél
hizo el hijo de Príamo su nave de muerte/
y hasta mi hogar llegó buscando mi nefasta belleza/ con marineros bárbaros./
Con él viajaba Cirpis, amiga de las trampas y del crimen/ portadora de muerte
para dánaos./ ¡Desdichada de mí entre tantas desgracias! /Hera, la diosa
venerable abrazada por Zeus en su trono de oro,/ envió a Hermes, hijo veloz de
Maya,/ quien me arrebató a través del éter/ y me trajo a esta tierra
desgraciada / mientras cogía frescas rosas que ponía en mi peplo/ que luego
ofrecía a la diosa de broncínea morada./ Así me convirtió en causa de la guerra
-desdichada de mí-/ entre la Hélade y los hijos de Príamo./ Desde entonces, a
orillas del Simunte/ mi nombre arrastra una engañosa mala fama.
CORIFEO.– Que
sufres dolores lo sé. Pero hay que sobrellevar lo mejor posible las fatalidades
de la vida.
HELENA.– Mujeres, amigas mías, ¿a qué yugo del
destino estoy uncida? ¿Acaso me dio a luz mi madre para ser un prodigio para
los hombres? Ninguna mujer, griega o bárbara, ha dado a luz a sus hijos a
partir de un huevo blanco, como del que cuentan que Leda me dio a luz a mí, de
Zeus. Mi vida y todo lo mío es un prodigio y ello por Hera, por causa de mi
belleza. ¡Ojalá pudiera borrarse como se borra una pintura! ¡Ojalá pudiera
tomar una figura fea en vez de hermosa! ¡Ojalá los griegos olvidaran la mala
fortuna que tengo ahora y conservaran el recuerdo de la que no es mala igual de
bien que conservan ahora el de la mala! Cuando uno tiende su mirada a una
suerte favorable y ésta se transforma en desfavorable por obra de los dioses,
la situación aunque cargante, es soportable. Pero es que a mí me abruma no una,
sino muchas desgracias. Lo primero de todo, siendo como soy inocente, resulto
ser infame, porque peor que el hecho mismo del mal es que le acusen a uno de
males que no ha cometido. Además los dioses me expulsaron de mi tierra y me han
traído hasta estas gentes bárbaras. Aquí, privada de mis seres queridos, soy
una esclava yo, que procedo de hombres libres. Porque aquí todos los bárbaros
son esclavos excepto uno. La única ancla que sostenía la barca de mi esperanza
es que regresaría algún día mi esposo y me libraría de mis males; pero él ha
muerto; ya no existe. Ha perecido mi madre y yo soy su asesina y se me acusa
injustamente, aunque la culpa es mía. La que fue el esplendor de mi casa, mi
hija, sigue virgen, sin casar, viendo cómo van encaneciendo sus cabellos. No
existen tampoco los dos hijos de Zeus, los llamados Dioscuros. Así, rodeada de
tantas desgracias perezco, aunque realmente no esté muerta. Y el colmo: si
volviera a la patria, me impediría el acceso, pensando que la Helena que fue a
Troya debería haber vuelto con Menelao. Pues si viviera mi esposo, nos
reconoceríamos por señas que sólo él y yo conocemos. Pero ahora eso no es
posible y él nunca logrará ponerse a salvo. ¿Por qué sigo viva aún? ¿Qué suerte
me queda? ¿Casarme para librarme de mis desgracias y compartir una mesa
opulenta con un bárbaro? Pero cuando un marido se hace arisco a la mujer
también se hace arisco el propio cuerpo, y es mejor morir. ¿Cómo no va a
resultar hermosa mi muerte? Ahorcarse es algo ignominioso incluso para los
esclavos. Degollarse es más gallardo y más noble, y es pequeño el instante que
nos aparta de la vida. ¡A qué abismo de males he ido a dar! Las demás mujeres
son felices por la belleza, pero esa belleza ha sido la causa de mi perdición.
CORIFEO.– Helena, no creas que todo lo que ha
dicho el extranjero recién llegado, quienquiera que sea, es verdad.
HELENA.– Al
menos dijo claramente que mi esposo había muerto.
CORIFEO.– Muchas
historias tienen un fundamento en hechos que no son ciertos.
HELENA.– Por el
contrario otros muchos los tienen en hechos que son verdaderos.
CORIFEO.– Al
parecer prestas más atención a lo malo antes que a lo bueno.
HELENA.– Es que
el miedo mismo me envuelve y me lleva al temor.
CORIFEO.– ¿Con
qué apoyo cuentas en esta mansión?
HELENA.– Todos
son mis amigos excepto el que pretende mi matrimonio.
CORIFEO.– ¿Sabes
qué has de hacer? Aléjate ya de esta tumba.
HELENA.– ¿Qué
pretendes con estas palabras?
CORIFEO.– Entra
y pregúntale a Teónoe, la hija de la nereida marina que tiene conocimiento de
todo, si vive aún tu esposo, o si por el contrario no ve ya la luz del sol.
Cuando sepas lo que ha sucedido con exactitud puedes alegrarte o llorar. ¿Qué
sentido tiene sufrir sin tener un cabal conocimiento de los hechos? Obedece.
Abandona esta tumba y ve en busca de la doncella que redimirá tu ignorancia.
¿Por qué, si dentro de esta casa puedes conseguir una información cierta, has
de ir a otro lugar más lejano a buscarla? Me gustaría acompañarte a palacio y
prestar atención a los oráculos que te pueda dar la muchacha. Una mujer debe
compartir los sufrimientos con otra mujer.
HELENA.– Acepto, amigas, vuestros consejos. Acudid al
palacio para que ya dentro sepáis la verdad de mis pesares.
CORO.– Te
diriges a quien está dispuesta a seguirte voluntariamente.
HELENA.– ¡Oh día
infausto! Que malas noticias tengo que oír una vez más, ¡desdichada de mí!
CORO.– Amiga, no
te lamentes por anticipado profetizando desgracias.
HELENA.– ¿Cuál
habrá sido la suerte de mi desdichado esposo? ¿Verá tal vez la luz, el carro
del sol siguiendo el curso de los astros o estará tal vez bajo tierra sufriendo
un destino eterno?
CORO.– Sea lo
que sea, ponte siempre en el punto de vista más positivo.
HELENA.–
Ribereño Eurotas de verdes cañas, yo te invoco y te juro que, si se lleva a
buen ´termino el rumor que dice que mi esposo ha muerto, ...
CORO.– ¿Por qué
dices esas palabras tan incomprensibles?
HELENA.– Colgaré
mi cuello de un nudo asesino o atravesaré mi cuerpo con helado hierro en golpe
seco haciendo brotar sangre de mi garganta, como víctima para las tres diosas y
para el hijo de Príamo, que antiguamente cantó con la siringa en su honor, en
sus establos.
CORO.– ¡Aparta
de mí estas desgracias! Que seas feliz.
HELENA.– ¡Ay
Troya, Troya desdichada! Has sido aniquilada por acciones que nunca se han
llevado a cabo y has tenido que soportar grandes desgracias. Mucha sangre,
muchas lágrimas han engendrado las gracias con las que Afrodita me colmó. No
han aportado más que dolor añadido al dolor, sufrimiento añadido al
sufrimiento, llanto añadido al llanto. Las madres perdieron a sus hijos y las
muchachas jóvenes, hermanas de los muertos, han cortado sus cabellos y los han
depositado a la orilla del Escamandro. Toda la Hélade es un grito, un clamor
unánime de dolor y está rota en llantos, golpea con sus manos la cabeza y surca
con las uñas las tiernas mejillas. ¡Feliz tú, Calisto, muchacha en la Arcadia,
que hace mucho tiempo compartiste el lecho con Zeus bajo la forma de un animal
de cuatro patas! Mejor fue tu suerte que la de mi madre. Porque, al
transformarte en un animal de un animal peludo, pero de ojos tiernos, que
suavizaban tu aspecto, aliviándose así tu
dolor. Mejor fue tu suerte, también, hija de Mérope la Titánide, a la que
Ártemis transformó en cierva con los cuernos de oro, y te alejó, hace tiempo
ya, de sus coros, castigándote por tu belleza. Mi cuerpo ha sido la perdición
para la fortaleza de los Dárdanos y ha sido semilla de perdición también para
los aqueos.
(Helena entra para
consultar con Teónoe. Por la derecha aparece Menelao, maltrecho y con los
vestidos hechos jirones.)
MENELAO.– ¡Oh
Pélope, que competiste en un certamen de cuadrigas con Enomao antaño en Pisa!
Ojalá hubieras muerto entonces, cuando se te invitó a participar en un banquete
entre los dioses, antes de engendrar a Atreo, mi padre, quien a su vez engendró
a Aérope, a Agamenón y a mí, Menelao, una famosa pareja. Porque me parece digno
de fama –lo digo sin jactancia– trasladar por mar una expedición militar hasta
Troya no como un tirano, que habría recurrido para ello a la fuerza, sino que
en este caso los más jóvenes de Grecia se prestaron a estar a mis órdenes por
su propia voluntad. Algunos de quienes vinieron conmigo ya no existen; y otros
que han logrado escapar de los peligros acaecidos en el mar, han regresado a
sus hogares llevando los nombres de los muertos. Yo, Menelao, desdichado desde
que aniquilé las torres de Ilión, ando errante sobre las olas del azulado mar y
pese a que mi deseo es regresar a mi patria, los dioses piensan que no soy
merecedor de ello. He navegado las cosas de Libia, inhóspitas, desiertas; el
viento me empuja para atrás en cuanto intento acercarme a mi patria y nunca un
soplo de viento favorable ha henchido las velas de mis naves, a fin de hacer
posible el regreso a mi tierra. Y ahora, como un náufrago desdichado, he venido
a dar a esta tierra tras haber perdido a mis amigos. Mi nave ha quedado hecha
pedazos estrellada contra las rocas. De todas las partes de las que constaba,
sólo la quilla ha quedado intacta. Sobre ella precisamente he logrado salvarme
merced a un golpe inesperado del destino. Salvarme yo y salvar a Helena a la
que tengo junto a mí tras haberla sacado a la fuerza de Troya. No sé cuál es el
nombre de esta tierra ni cuál es su pueblo. Y me resulta vergonzoso comparecer
ante sus gentes, no sea que al verme, en este estado lamentable, me pregunten
por mi aspecto cochambroso, ya que me da vergüenza, y quería ocultar mi
desgracia. Pues cuando a un hombre que está en lo más alto le van mal las
cosas, sufre más que quien siempre ha sido desgraciado, precisamente porque no
está acostumbrado a ello. La necesidad me acosa. No tengo comida ni vestidos
con que cubrir mi piel. Lo que llevo son residuos del naufragio; a la vista
está. Los peplos, los vestidos magníficos de antaño me los ha arrebatado el
mar. En el interior de una cueva tengo escondida a quien ha sido la causa de
todas mis desgracias, a mi esposa. Y he llegado hasta aquí tras dejar a los
compañeros que han logrado sobrevivir, encargados de su custodia. Aquí estoy, solo, sin más deseo que
procurarme lo que necesitan los amigos que esperan allí en la cueva. Me he
acercado al ver esta mansión rodeada de murallas, estas puertas fastuosas,
propias sin duda de algún hombre acaudalado. Los que andan por el mar tienen la
esperanza de conseguir algo precisamente de las mansiones de los ricos. Sin
embargo, de aquella gente que no tiene ni siquiera lo necesario para vivir,
difícilmente podríamos conseguir una ayuda, aunque ellos quisieran dárnosla de
buen grado. ¡Vamos! ¿No va a salir de la casa un vigilante o portero que
transmita mis desgracias a los de dentro? (Sale
entonces una anciana que ejerce de vigilante de las puertas.)
ANCIANA.– ¿Quién
anda ahí, delante de las puertas? ¿No vas a alejarte del palacio? Vas a
molestar a mis señores si sigues plantado ahí, a la entrada. O vas a morir
porque se ve que eres griego de nacimiento y para los griegos no hay retorno
posible a su tierra.
MENELAO.–
¡Anciana! Está bien, está bien. De acuerdo. Voy a hacerte caso... ¡Vamos! No te
enfades.
ANCIANA.– ¡Lárgate!
Mi misión consiste en que ninguno de los griegos se acerque a este palacio.
MENELAO.– ¡Eh!
¡No me pongas la mano encima! ¡No me empujes!
ANCIANA.– No
haces caso a lo que te digo; tú eres el culpable.
MENELAO.– Entra
y anúnciame a tus señores.
ANCIANA.– Amargo
sería para mí el castigo, creo, si transmitiera tus palabras.
MENELAO.– Vengo
como náufrago extranjero, soy intocable.
ANCIANA.– Vete
entonces a otra casa cualquiera.
MENELAO.– No, yo
quiero entrar en ésta. Y tú hazme caso ahora.
ANCIANA.– ¡Qué
pesado eres! Enseguida va a haber que expulsarte por la fuerza.
MENELAO.–
¡Desdichado de mí! ¿Dónde está mi ilustre ejército?
ANCIANA.– En
otro lugar, sin duda, fuiste respetable; aquí, desde luego, no.
MENELAO.– ¡Ay
destino mío! De qué forma tan indigna me deshonran.
ANCIANA.– ¿Por
qué bañas tus párpados en lágrimas? ¿A quién suplicas ahora?
MENELAO.– A mi
feliz situación de antes.
ANCIANA.– Y ¿por
qué no vas a ofrecer esas lágrimas a tus amigos, largándote de aquí?
MENELAO.– ¿Qué
tierra es esta? ¿De qué rey es este palacio?
ANCIANA.– Proteo
habita estas mansiones, y esta tierra es Egipto.
MENELAO.–
¡Desdichado de mí! ¡Adónde he ido a dar en mi navegación!
ANCIANA.– ¿Qué
tienes que decir del Nilo esplendoroso?
MENELAO.–
No tengo nada que reprocharle; lo que lamento es mi destino. ANCIANA.– A muchos les va mal. Tú no
eres el único.
MENELAO.–
¿Hay dentro de la casa alguien a quien llaméis “el señor”? ANCIANA.– Esa es su tumba. Su hijo es el rey de esta tierra.
MENELAO.– ¿Y
dónde podría encontrarse ahora? ¿Fuera o en su palacio?
ANCIANA.–
Dentro no está. Para los griegos, de todas maneras, es el peor enemigo. Helena
está dentro de esta mansión, Helena la hija de Zeus.
MENELAO.– ¿Cómo,
Menelao? ¿Y cuál es la causa de esa hostilidad por la que yo, al parecer,
recibo estos beneficios?
ANCIANA.–
¿Dices…? ¿Qué palabra has dicho? Dila otra vez.
ANCIANA.– La
hija de Tindáreo, la que estaba antes en Esparta.
MENELAO.– ¿De
dónde ha venido? ¿Qué significa esto?
ANCIANA.– Ha
llegado procedente de tierra lacedemonia.
MENELAO.–
¿Cuándo? ¿No me habrán arrebatado de la cueva a mi esposa sin darme yo cuenta?
ANCIANA.– No;
antes de que los aqueos marcharan a Troya, ella llegó allí. Pero… ¡vete de
palacio! ¡Márchate! Aquí, en esta mansión el destino del tirano es preocupante.
No has llegado en buena hora. Si mi amo te apresa, tu regalo de hospitalidad
será la muerte. Yo estoy bien dispuesta para con los griegos y, si te he dicho
palabras hirientes, es porque temo a mi amo. (Se retira la anciana, y entra en palacio)
MENELAO.– ¿Qué
diré? Acabo de escuchar desgracias aún peores que las de antes. Porque resulta,
al parecer, que he traído hasta aquí desde Troya a la esposa que me habían
raptado, a la cual he puesto a salvo en una cueva y que otra mujer que tiene el
mismo, sí, el mismo nombre, habita este palacio. Y me ha dicho que es la hija
de Zeus. ¿Es que puede existir a orillas del Nilo un hombre que se llame Zeus?
Sólo hay un Zeus y está en el cielo. ¿Dónde va a haber otra Esparta sino la
bañada por las aguas del Eurotas de hermosos juncos? Tindáreo sólo se ha
llamado alguien una sola vez. ¿Hay otra tierra que se llame Lacedemonia o
Troya? No sé qué decir, pues, a lo que parece, hay muchas ciudades y muchas
mujeres por el ancho mundo que tienen el mismo nombre. Y a nadie le
extraña. Ahora bien, no pienso huir, por
más que una esclava me amenace. No hay hombre alguno de carácter tan bárbaro
capaz de negarme el sustento tras escuchar mi nombre. Famoso es el incendio de
Troya y yo, Menelao, que lo prendí no soy precisamente desconocido en cualquier
lugar. Voy a esperar al dueño del palacio. Dos posiciones cautelosas tengo: si
veo que es un tipo cruel, me escondo y me largo hasta donde están los restos
del naufragio; pero si es asequible le pediré lo que necesito para poner
remedio a mi lamentable situación. El colmo de las desgracias para mí que soy
rey es tener que pedirles a otros reyes lo más elemental para vivir. Y no es un
dicho mío, lo dice un sabio proverbio: no hay nada más fuerte que la necesidad.
CORO.– He oído lo que anunció en palacio la
doncella que interpreta los oráculos; /que Menelao aún no ha ido al Erebo de
negra luz/ ni se encuentra oculto bajo tierra;/ antes bien, vagabundo,
desdichado, sin amigos,/ anda errante por las olas del henchido mar/ sin tocar siquiera puertos ni costas de su
patria. Desde que abandonó la tierra de la Tróade,/ va dando tumbos a golpe de
remo (Sale Helena. Se dirige de nuevo a la tumba de Proteo.)
HELENA.– Regreso
ahora junto a la tumba, una vez que he conocido las palabra amigas de Teónoe,
que todo lo sabe con exactitud. Afirma sin duda alguna que mi esposo está vivo,
que ve la luz del sol, que sin rumbo navega dando tumbos por el mar infinito. Y
que un día regresará una vez que haya encontrado el final de sus sufrimientos.
Solamente una cosa no ha dicho; si logrará salvarse cuando llegue. No he
querido preguntarle pues me alegré cuando me dijo que se encontraba sano y
salvo. Me dijo también que estaba cerca de esta tierra, como náufrago en
compañía de unos pocos amigos. ¡Ay de mí! ¡Cuándo llegarás! ¡Cómo te añoro!
¡Cómo anhelo tu regreso! (Ve a Menelao.
Retrocede asustada. Se sienta en la tumba.) ¿Quién es ese? ¿Acaso he caído
en una trampa por las maquinaciones del impío hijo de Proteo? ¿No voy a correr
hacia su tumba como una potra veloz o cual bacante movida por su dios? ¡Oh!
¡Qué salvaje aspecto del tipo éste que intenta atraparme!
MENELAO.– Tú,
que, en carrera como si compitieras con alguien, acudes presurosa a las gradas
de esta tumba y a las columnas en las que arde fuego, detente. ¿Por qué huyes?
Al ver tu cuerpo, me he quedado pasmado y no puedo hablar.
HELENA.– ¡¡Me ofenden,
mujeres!! Por parte de este hombre se me intenta apartar de la tumba y, tras
cogerme, pretende entregarme al tirano cuya boda rechazo.
MENELAO.– No soy
un ladrón ni el sirviente de un hombre malvado.
HELENA.– ¡Bueno!
Ciñes tu cuerpo con una vestimenta impresentable.
MENELAO.– Detén
tu pie ligero. No temas.
HELENA.– Ahora
que ya toco este lugar, me detengo.
MENELAO.– ¿Quién
eres, mujer? ¿Qué aspecto es el tuyo, el que tengo ante mis ojos?
HELENA.– ¿Y tú
quién eres? Yo misma te devuelvo la misma pregunta.
MENELAO.– Nunca
he visto una figura tan parecida...
HELENA.– ¡Oh
dioses! Pues el conocer a los seres queridos es un don de los dioses.
MENELAO.– ¿Eres
griega o eres mujer de este país?
HELENA.– Soy
griega. Pero quiero saber lo que a ti se refiere.
MENELAO.– Mujer.
Veo que te pareces muchísimo a Helena...
HELENA.– … Y tú
a Menelao. No sé qué decir.
MENELAO.– Has reconocido con
exactitud al hombre más desventurado. (Helena
se acerca y le toca con sus manos.) HELENA.–
¡Qué tarde llegas a las manos de tu esposa!
MENELAO.– ¿De qué esposa? No
toques mis harapos.
HELENA.– A la
que te dio Tindáreo, mi padre.
MENELAO.– ¡Oh
Hécate, portadora de antorchas! ¡Envíame visiones propicias!
HELENA.– Ya ves
que no soy un fantasma nocturno que sirva a Enodia.
MENELAO.– Pues
yo no puedo ser esposo de dos mujeres.
HELENA.– ¿De qué
otra mujer eres esposo?
MENELAO.– De la
que yace en la cueva y he traído de Frigia.
HELENA.– Yo soy
la única mujer que ha sido tuya; ninguna otra lo ha sido.
MENELAO.– ¿Es
posible que mi mente esté sana, pero mis ojos enfermos?
HELENA.– Al
verme ¿no te parece estar viendo a tu esposa?
MENELAO.– Tu
cuerpo desde luego es semejante, pero la certeza me impide...
HELENA.– (Señalándose) Fíjate ¿Qué más necesitas?
¿Quién me conoce mejor que tú?
MENELAO.– Te
pareces, eso desde luego no puedo negarlo.
HELENA.– ¿Quién
te lo va a enseñar mejor que tus propios ojos?
MENELAO.– Ahí
está el fallo, en que tengo otra esposa.
HELENA.– Nunca
fui a tierra troyana; era una imagen mía.
MENELAO.– ¿Pero
quién puede fabricar cuerpos que vean?
HELENA.– El
éter, de donde una divinidad formó a la mujer que ahora tienes.
MENELAO.– ¿Cuál
de los dioses la modeló? Dices cosas increíbles.
HELENA.– Hera me
cambió a fin de que Paris no me llevara consigo.
MENELAO.–
Entonces, ¿cómo es que estabas, a la vez, aquí y en Troya?
HELENA.– El
nombre tal vez pueda estar en muchas partes, pero el cuerpo no.
MENELAO.–
Déjame, bastantes desgracias tengo ya.
HELENA.– ¿Y vas
a abandonarme a mí y te vas a llevar a una esposa postiza?
MENELAO.–
¡Adiós! a ti, que te pareces a Helena.
HELENA.– Estoy
perdida. Después de tener a mi esposo, resulta que ya no lo tengo.
MENELAO.– Me
convence la magnitud de mis pesares, no tú, desde luego.
HELENA.– ¡Ay de
mí! ¿Quién puede haber más desdichada que yo? Me abandonan los seres más queridos
y nunca más volveré a ver a los griegos, ni regresaré a mi patria jamás. (Aparece
un mensajero, que ha naufragado con
Menelao)
MENSAJERO 1º.–
¡Menelao! Menos mal que doy contigo tras haber andando buscándote por esta
tierra bárbara enviado por los compañeros que dejaste allí.
MENELAO.– ¿Qué
ocurre? ¿Es que os han atacado los bárbaros?
MENSAJERO 1º.–
No. ha pasado algo increíble. Algo que no se puede explicar con palabras.
MENELAO.– ¡Vamos,
habla! Con esta precipitación, es que vas a darme una noticia importante.
MENSAJERO 1º.– Digo que has aguantado infinitos dolores
absolutamente para nada.
MENELAO.– No.
Estás lamentándote por sufrimientos ya pasados ¿Qué es lo que vienes a anunciar?
MENSAJERO 1º.–
Se ha ido tu esposa a los repliegues del éter sin que la haya visto nadie. Está
oculta en el cielo tras haber dejado la sagrada cueva en la que nosotros la
teníamos a buen recaudo. Y dijo tan sólo estas palabras: “¡Ay desdichados, frigios
y vosotros aqueos todos, por mi causa moríais en la ribera del Escamandro por
instigación de Hera y pensando que Paris tenía a Helena sin que realmente la
tuviera! Y, sin embargo, yo, una vez que he esperado todo el tiempo que tenía
que esperar y tras salvar el tiempo decretado por la Moira, me voy al cielo,
que es mi padre. Y la desdichada hija de Tindáreo, sin ser culpable de nada ha
tenido que aguantar que se hablara muy mal de ella”. (De repente ve a Helena)
¡Salud, hija de Leda! ¿Es que estabas aquí? ¡Y yo que
estaba anunciando que te habías ido hasta los astros, sin saber que tenías un
cuerpo provisto de alas! No voy a permitir que nos tomes el pelo por segunda
vez. Bastantes dolores nos causaste ya en Ilión a tu esposo y a sus aliados.
MENELAO.–
Exactamente. Tus palabras coinciden con las de ella. ¡Oh día anhelado, que me
permite tomarte nuevamente en mis brazos! (Hace
ademán de abrazarla)
HELENA.– ¡Oh
Menelao, el más querido de los hombres! Tu ausencia ha sido larga, pero ya está
aquí la alegría de volver a verte.
Amigas, he tomado contenta a mi esposo; puedo abrazarlo
tras una ausencia de tantos y tantos soles.
MENELAO.– Y yo a
ti. Tengo tantas cosas que contarte, que no sé por dónde empezar.
HELENA.– Estoy
tan contenta, que se me ponen los pelos de punta; derramo lágrimas y te abrazo.
¡Qué gusto estrecharte entre mis brazos, esposo mío!
MENELAO.– ¡Oh
queridísima visión! Ya no me falta nada. Te tengo ya a ti, hija de Zeus y de
Leda, a quien bajo las antorchas, los hermanos de blancos caballos desearon una
y otra vez felicidad; a ti, a quien una divinidad apartó de mi lado para
llevarte hasta un destino mejor. Nos ha reunido a ti y a mí, que soy tu esposo,
una afortunada desgracia después de mucho tiempo. Ojalá nos acompañe, por fin,
la buena fortuna.
CORIFEO.– Ojalá.
Al menos, eso imploro yo también, pues de dos personas no puede ser una
desgraciada y otra no.
HELENA.– Amigas,
amigas, ya ni me lamento, ni me quejo de todo lo que he sufrido anteriormente.
Ya tengo a mi esposo, al que esperaba que regresara de Troya después de tantos
años.
MENELAO.– Me
tienes y yo a ti; han pasado innumerables soles hasta que percibí, por fin, los
designios de la diosa. Mis lágrimas te son alegres; tienen más de alegría que
de pena.
HELENA.– ¿Qué
puedo decir? ¿Quién de los mortales habría esperado una cosa así? De forma
inesperada te estrecho contra mi pecho.
MENELAO.– ¡Y yo
que creía que había ido hasta la fortaleza de Troya y sus torres desdichadas…!
Pero, por los dioses, ¿cómo te sacaron de mi palacio?
HELENA.– ¡Ay,
ay! Me llevas a pasadas amarguras. ¡Ay, ay! Amarga es la historia que deseas
conocer.
MENELAO.– Habla,
porque hay que oír todos los regalos que nos dan los dioses.
HELENA.– No me llevó ningún remo alado; no fui al lecho de
ningún bárbaro, ni me llevaron las alas de unas bodas pasionales. MENELAO.– Entonces, ¿qué dios o qué
fuerza del destino te arrebataron de la patria?
HELENA.– El hijo
de Zeus, el hijo de Zeus me condujo al Nilo.
MENELAO.–
¡Fantástico! ¿Y quién lo envió?
¡Extrañas historias!
HELENA.– Lloré a
raudales y mojo ahora mis pupilas con mis lágrimas. La esposa de Zeus es la que
causó mi perdición.
MENELAO.– ¿Hera?
¿Y qué razones tenía para hacernos daño?
HELENA.– ¡Ay,
malditos baños y malditas fuentes en las que los dioses pusieron a brillar sus
cuerpos, de donde arranca el juicio aquél!
MENELAO.– ¿Y
Hera, precisamente, por el juicio aquél te causó todos esos sufrimientos?
HELENA.– Sí, para
desposeer a Paris...
MENELAO.– ¿Cómo?
Explícate.
HELENA.– A
Paris, a quien me había prometido Cipris.
MENELAO.– ¡Ay
desdichada!
HELENA.– Sí,
desdichada, pobre de mí. Así me trajo a Egipto.
MENELAO.– Y en
tu lugar, según escucho que dices, le dio un fantasma.
HELENA.–
¡Cuántos sufrimientos! ¡Cuántos sufrimientos, madre, en tu palacio! ¡Ay de mí!
MENELAO.– ¿Qué
dices?
HELENA.– Ya no
existe mi madre. Colgó su cuello de un lazo, avergonzada por mi matrimonio
adúltero.
MENELAO.– ¡Ay de
mí! ¿Y vive Hermíone, nuestra hija?
HELENA.– Sin
casar y sin hijo, esposo mío, lamenta aquella boda mía, que no fue boda.
MENELAO.– ¡Oh
Paris, que causaste la ruina total de mi palacio. Tú también has perecido y,
contigo, miles y miles de Dánaos armados con el bronce!
HELENA.– Y a mí
me ha echado fuera de la patria un dios amigo, desventurada y maldita, lejos de
la patria, lejos de mi ciudad y lejos de ti el día en que dejé tu palacio y tu
lecho, pero no en aras de una boda ignominiosa.
CORIFEO.– Si de
cara al futuro la suerte os es favorable, quizá podría compensaros de las
desgracias que habéis sufrido hasta ahora. MENSAJERO
1º.– ¡Menelao! Hazme a mí también partícipe de este disfrute, aunque no sé
muy bien de qué se trata.
MENELAO.–
Anciano, comparte la conversación con nosotros.
MENSAJERO 1º.– (Señalando a Helena) ¿No es ésta el
premio a nuestros pesares en Ilión?
MENELAO.– No es
ésta, por los dioses. Nos han engañado. Entre nuestras manos no tuvimos sino
una... “estatua hecha de nube”.
MENSAJERO 1º.–
¿Qué dices? ¡Tanto padecimos por una pura y simple nube!
MENELAO.– Sí.
Ésta es la verdadera. Haz caso a mis palabras.
MENSAJERO 1º.–
¡Oh hija! ¡Qué complicada y qué compleja es la divinidad! ¡Con qué facilidad
vuelve todo de acá para allá y de allá para acá! Un hombre sufre; el otro que
al principio no sufre muere después de muerte lamentable sin haber podido
disfrutar nunca de buena suerte. (A
Helena) Tu esposo y tú habéis tenido que sufrir a base de bien. Tú, por lo
que se ha hablado de ti; y él, por sus arduas tareas con la lanza. Y, a pesar
de que puso gran empeño, nunca pudo tener lo que quería. En cambio, ahora, de
manera totalmente espontánea, tiene el bien más anhelado. Ni a tu anciano padre
ni a los Dioscuros has deshonrado, ni has hecho nada de lo que se te atribuye.
Me pongo a recordar ahora tu boda, y de nuevo me acuerdo de las antorchas que
portaba yo corriendo junto al carro tirado por cuatro caballos. Y tú, sentada
en el carro en compañía de este hombre (señala
a Menelao) abandonaste la próspera casa paterna ya casada. El que no
respeta a sus amos y no comparte con ellos las alegrías y las desgracias es una
mala persona. Yo, pese a que nací humilde, ojalá pudiera contarme entre los
esclavos bien nacidos; aunque no tenga libre ni el nombre, tenga al menos libre
la mente. Mejor es esto que tener que aguantar un hombre solo la doble
desgracia de tener mal corazón y encima verse obligado a obedecer a los demás
en calidad de esclavo.
MENELAO.– ¡Ay,
anciano! Mucho has padecido por mí en la batalla, pero ahora, en cambio,
partícipe ya de mi buena suerte, vete a anunciar a mis compañeros que quedaron
allí, en la gruta, abandonados, qué bien nos van ahora las cosas; que nos
aguarden en la costa dispuestos a afrontar las situaciones que, al parecer, me
esperan aún y que, caso que logremos
rescatar a Helena de esta tierra, se dispongan a compartir su suerte con
nosotros y a escapar, si podemos, de estos bárbaros.
MENSAJERO 1º.–
Así será, señor. Ahora es cuando comprendo qué fatuo y lleno de mentiras está
el mundo de los adivinos. Nada hay sano ni en la llama que arde ni en los
trinos de los pájaros. Es una tontería pensar que las aves pueden ser útiles a
los mortales. Por ejemplo, Calcante no dijo nada a los suyos al ver que
morían... por una nube, ni se lo dijo al ejército; ni tampoco lo hizo Héleno
cuya ciudad fue destruida, podríamos decir, inútilmente. ¿No podría decirse que
era la decisión de una divinidad? Entonces ¿a cuenta de qué consultamos los
oráculos? Hay que sacrificar y hacer peticiones a los dioses, pero dejando a un
lado los oráculos. No son más que una especie de veneno para los humanos. Nadie
se ha hecho rico sin trabajar, sólo con las llamas de los sacrificios. El mejor
adivino es sin duda la cordura y la sensatez. (Se va)
CORIFEO.–
Comparto con este anciano la opinión sobre los adivinos. Quien tiene a los
dioses por amigos tiene el mejor oráculo. HELENA.–
(A Menelao) ¡Bueno! Al menos ahora
las cosas van bien. Pero, ¿cómo has podido llegar sano y salvo desde Troya
hasta aquí? No hay ninguna utilidad en saberlo; pero hay siempre un deseo, en
quien ama, de conocer las desventuras de la persona amada.
MENELAO.– ¡Uf! Muchas cosas preguntas de una vez. ¿Qué podría
contar de nuestro desastre en el Egeo? ¿Te hablaré de Nauplio y de sus hogueras
alevosas en Eubea? ¿Te hablaré de Creta, de Libia, de las ciudades a las que he
ido y he vuelto, y de la famosa atalaya de Perseo junto a la desembocadura del
Nilo? Mi relato no llegaría a colmar tu curiosidad y encima reviviría mis
dolores al contarte mis males, siendo así doble el sufrimiento que
experimentaría.
HELENA.– Tienes
razón. Mejor ha sido tu respuesta que mi pregunta. Pero dime; olvídate de lo
demás y dime simplemente una cosa.
¿Cuánto tiempo te has consumido errante sobre las espaldas
del mar?
MENELAO.– Tras
pasar diez años en Troya, he pasado otros siete años en mis naves.
HELENA.– ¡Ay,
ay! Es mucho tiempo. Y, tras lograr salvarte en Troya, vienes hasta aquí para
ser degollado.
MENELAO.– ¿Cómo
dices? Mujer, estás buscando mi perdición.
HELENA.–
Márchate cuanto antes de esta tierra porque vas a encontrar la muerte a manos
de quien posee este palacio.
MENELAO.– ¿Y qué
he hecho yo para merecer esta desgracia?
HELENA.– Vienes
de forma inesperada y eres un obstáculo para mi boda.
MENELAO.– ¿Es
que alguien quiere casarse con mi esposa?HELENA.– Sí, ésta es la afrenta que
tengo que afrontar yo. MENELAO.– ¿Y
quién es? ¿Alguien independiente y poderoso o el dueño y señor de este país?
HELENA.– Es el
rey de esta tierra, el hijo de Proteo.
MENELAO.–
Entonces ya está claro el enigma aquel que aún resuena en mis oídos, que me
dijo la anciana portera. HELENA.– ¿Ante
qué puertas bárbaras te has apostado?
MENELAO.– Ante
éstas, de las que fui expulsado como un mendigo.
HELENA.– No
irías buscando el mínimo sustento. ¡Desdichada de mí!
MENELAO.– De
hecho eso hacía, aunque de nombre no me hice llamar mendigo.
HELENA.–
Entonces sabrás, por supuesto, todo lo referente a mi boda.
MENELAO.– Lo sé,
pero no puedo decir si has logrado rehuirla.
HELENA.– Tienes
que saber que he mantenido impoluto mi lecho para ti.
MENELAO.– ¿Quién
podrá darme garantías de ello? Lo que dices, si es verdad, es estupendo.
HELENA.– ¿Ves
qué sencillo el lugar donde estoy junto a la tumba?
MENELAO.–
¡Desdichada! Veo tan sólo unas hojas. Y eso ¿qué tiene que ver contigo?
HELENA.– Aquí es
donde suplico una y otra vez, tratando de evitar mi boda.
MENELAO.– ¿Por
qué no hay aquí un altar...? ¿O es que sigues las normas de los bárbaros?
HELENA.– Esa
tumba me ha protegido como si fuera los templos de los dioses.
MENELAO.–
¿Entonces no puedo llevarte en mi nave?
HELENA.– Te
espera la espada antes que mi lecho.
MENELAO.– Soy,
sí, el más desgraciado de los mortales.
HELENA.– No te
avergüences; huye de esta tierra.
MENELAO.– ¿Cómo?
¿Dejándote aquí? He arrasado Troya por ti.
HELENA.– Mejor
es eso que te maten por compartir mi lecho.
MENELAO.– Has
dicho palabras indignas de mí y de Ilión.
HELENA.– Si es
que estás pensando en ello, no pienses que vas a poder matar al rey.
MENELAO.– ¿Es
que no tiene un cuerpo traspasable por la espada?
HELENA.– Ya lo sabrás.
Atreverse a algo imposible no es propio de un hombre sensato.
MENELAO.–
¿Entonces qué hago? ¿Ofrezco mis manos para que me las aten sin decir nada?
HELENA.– Has
llegado a un punto de difícil solución, no tienes salida. Hay que ingeniar
algo.
MENELAO.– Mejor
es morir haciendo algo que sin hacer nada.
HELENA.– Sólo
tenemos un atisbo de esperanza para salvarnos.
MENELAO.– ¿El
soborno, la audacia o las palabras?
HELENA.– No, que
el tirano no llegue a saber que has venido.
MENELAO.– ¿Quién
se lo va a decir? Él no sabrá quién soy yo.
HELENA.– Tiene
dentro una aliada igual a los dioses.
MENELAO.– ¿Cómo?
¿Una voz inspirada anda por los recovecos del palacio?
HELENA.– No; es
la hermana del rey. Teónoe la llaman.
MENELAO.– Pues
sí que es un nombre de profetisa. Explícame a qué se dedica.
HELENA.– Lo sabe
todo. Dirá a su hermano que estás aquí.
MENELAO.– En ese
caso moriré; no puedo esconderme en ningún sitio.
HELENA.– Quizás
podríamos convencerla, si le suplicáramos.
MENELAO.– Si le
suplicáramos... ¿hacer qué? ¿A qué esperanza quieres llevarme?
HELENA.– Si le
suplicáramos que no dijera a su hermano que estás aquí.
MENELAO.– Y si
la persuadimos, ¿cómo podríamos poner el pie fuera de esta tierra?
HELENA.– Si ella
está de acuerdo, fácilmente, pero a escondidas de ella desde luego no hay nada
que hacer.
MENELAO.– Pues
eso es tarea tuya ta que es asunto de una mujer en tratos con otra mujer.
HELENA.– Confía
en que mis manos abrazarán suplicantes sus rodillas.
MENELAO.– De
acuerdo. ¿Pero y si después de todo no acepta nuestras súplicas?
HELENA.–
Entonces morirás y yo, pobre de mí, tendré que casarme por la fuerza.
MENELAO.– Me da
la impresión de que eres una traidora; pones como pretexto la violencia.
HELENA.– No, no,
lo juro por tu cabeza, con sagrado juramento.
MENELAO.– ¿Qué
dices? ¿Morirás? ¿No vas a cambiar nunca de lecho?
HELENA.– Con la
misma espada moriré; yaceré a tu lado.
MENELAO.– Bien,
si es así, coge mi mano derecha.
HELENA.– La
toco. (Hacen ademán de juramento los dos)
Si mueres, juro que renunciaré a ver la luz.
MENELAO.– Y yo,
si me veo privado de ti, también pondré fin a mi vida.
HELENA.– Bien.
¿Y cómo moriremos para alcanzar la gloria?
MENELAO.– Tras
matarte sobre este sepulcro, me mataré yo también. Pero antes pelearé una gran
pelea por tu lecho. El que quiera, que se acerque. No voy a deshonrar la gloria
que adquirí en Troya, ni voy a volver a la Hélade a recibir reproches, yo, que
he privado a Tetis de Aquiles y contemplado el suicidio de Áyax Telamonio; yo,
que he visto morir a Antíloco, el hijo de Néstor, hijo de Neleo. ¿No voy a
considerar digno morir por mi esposa? Más que nada. Pues, si los dioses son
sabios, cubren con tierra leve la tumba del hombre valeroso que ha caído
luchando a manos de sus enemigos. En cambio, a los cobardes les arrojan encima
pesados terrones de piedra.
CORIFEO.– ¡Oh dioses!
¡Ojalá que la estirpe de Tántalo pueda, por fin, gozar de la fortuna y quedar
libre de desgracias!
HELENA.– ¡Ay
desdichada de mí! ¡Ésta es mi suerte! Menelao, estamos perdidos. Hasta aquí
hemos llegado. Sale de palacio la profetisa Teónoe. Chirría al abrirse la
cerradura. ¡Huye! Pero... ¿para qué huir? Ausente o presente ella sabe con
certeza que has llegado hasta aquí. ¡Desdichada de mí! ¡Estoy perdida! ¡Te
salvaste de Troya y de una tierra bárbara, pero has ido a dar una vez más a
puñales bárbaros! (Se abren las puertas.
Aparece la joven profetisa Teónoe)
TEÓNOE.– Guíame.
Guíame llevando el resplandor de las antorchas y purifica el rincón celeste del
éter a fin de que recibamos el aire puro del cielo. Y tú dale al camino la
llama purificadora por si algún impío ha puesto en él su pie impuro y, cuando
yo pase, agita la antorcha llameante del pino. Y, cuando hayáis honrado a los
dioses según mis ritos, conducid al palacio la llama del hogar. (Se dirige a Helena) Helena, ¿qué te
parecen mis profecías? Ha llegado tu esposo Menelao y aquí lo tienes, bien
visible; y ha llegado privado de sus naves y de ese “calco” tuyo. ¡Desdichado!
Llegaste sí, pero tras pasar por unos enormes peligros y aún no sabes si
regresarás a tu casa o si te quedarás aquí. La Discordia es compañera de las
diosas. Zeus será el presidente de una asamblea reunida en el día de hoy para
deliberar respecto a ti. Y Hera, que en otro tiempo te tenía una fuerte
antipatía, ahora está de tu parte y quiere salvarte para que regreses a tu patria
con Helena a fin de que Grecia sepa que la boda de Alejandro, regalo de Cipris,
fue una boda falsa. Sin embargo, Cipris quiere obstaculizar tu retorno para que
no quede al descubierto que ella compró el título de su belleza por una boda de
Helena que no fue tal boda. A fin de cuentas, de mí depende el desenlace, tanto
si, como quiere Cipris, causo tu perdición diciéndole a mi hermano que estás
aquí, como si, de acuerdo con Hera, te salvo la vida ocultándoselo a mi
hermano, quien, por cierto, me ordena una y otra vez que le diga cuándo llegas
ya de una vez a esta tierra. Así que... ¿quién irá a anunciarle a mi hermano
que éste, Menelao, se encuentra aquí? Así, al menos, podré sentirme segura.
HELENA.– ¡Oh
doncella! Caigo suplicante abrazando tus rodillas y me siento en el banco menos
feliz para suplicarte por mí misma y por éste (Menelao), al que a duras penas he recuperado y al que voy a ver en
peligro de muerte. Te lo suplico; no digas a tu hermano que mi esposo ha
llegado a mis amantísimas manos. Sálvale, te lo ruego; no traiciones tu piedad
en beneficio de tu hermano comprando una gratitud malvada e injusta. Pues la
divinidad odia la violencia y ordena que los hombres no adquieran sus bienes
por medio de actos violentos. La riqueza que es injusta debe ser siempre
rechazada. El cielo es común para todos los hombres; también la tierra en la
que nadie debe enriquecer sus casas con lo que no es suyo ni llevarse nada por
la fuerza. Hermes me entregó a mí a tu padre a fin de que me conservara intacta
para mi esposo que está aquí y que es el que desea recuperarme; pero eso es
bueno y malo a la vez para mí. Porque si muere, ¿cómo va a poder recuperarme? Y
a su vez, ¿cómo van a devolver algo vivo (se
señala a sí misma) a un muerto? Fíjate bien ahora en las disposiciones de
la divinidad y en las de tu padre. Un dios y tu padre ya muerto ¿querrían o no
querrían devolver un bien ajeno? Yo creo que sí. Por ello pienso que no debes
inclinarte más por un hermano un tanto inconsciente que por un padre honrado.
Porque si, adivina como eres y con fe en los dioses, no llevas a buen término
la justicia de tu padre y te pones de parte de tu injusto hermano, sería
vergonzoso que conocieras todo lo divino, tanto lo presente como lo futuro y
que sin embargo desconocieras lo que es justo. Sálvame a mí, desdichada, de
entre tantas desgracias haciendo una pausa en medio de mis males. Dicen en
Grecia que traicioné a mi esposo y me fui a vivir a las mansiones ricas en oro
de los frigios. Si regreso a Grecia y pongo de nuevo el pie en Esparta oirán y
dirán que murieron por maquinaciones de los dioses, pero que yo nunca jamás
traicioné a mis amigos. Entonces, me devolverán mi honra y casaré a mi hija, a
quien nadie quiere desposar ahora. Y poniendo punto final a esta amarga
situación, sacaré partido de los bienes que hay en mi palacio. Si Menelao
hubiera muerto en la hoguera, yo no ahorraría lágrimas cariñosas por él,
ausente. Pero ahora que está aquí, sano y salvo, ¿voy a verme privada de él?
No, doncella, te lo ruego, eso no. Concédeme este favor e imita el carácter de
tu padre, tan justo. Porque la gloria más bonita para los hijos consiste en
mantener sus mismos comportamientos, cuando alguien ha nacido de un padre
virtuoso.
TEÓNOE.– Las
palabras que has pronunciado son dignas de compasión, y digna de compasión eres
tú también. Mas anhelo escuchar las palabras de Menelao; a ver qué nos dice,
pues le va la vida en ello.
MENELAO.– No
soportaría caer a tus rodillas y humedecer con lágrimas mis párpados; si
resultara ser un cobarde, dejaría mis gestas troyanas en un lugar deshonroso.
Dicen, sin embargo, que es propio de hombres bien nacidos derramar lágrimas de
los ojos en las desgracias. Pero no voy a elegir yo lo bello, si es que lo
bello es el llanto antes que la gallardía. Si piensas que es correcto salvar a
un extranjero que está buscando con todo derecho a su esposa, devuélvemela y
sálvame. Y si no te parece bien, entonces yo sería desdichado no ya por encima,
sino por enésima vez, y tú, en lo sucesivo, aparecerías siempre como una mujer
malvada. Ahora bien, lo que considero justo y digno de mí y lo que más podría
tocarte el corazón, voy a expresarlo
aquí junto a esta tumba echando de menos a tu padre. (Dirige sus palabras a la tumba) ¡Oh anciano que habitas esta tumba
de piedra! Te lo suplico, devuélveme a mi esposa a la que Zeus te envió a fin
de que la pusieras a salvo. Sé que, si estás muerto, nunca me la devolverás,
pero tu hija, invocando desde el mundo subterráneo a su padre, no permitirá que
se hable mal de ti, que en otro tiempo fuiste muy glorioso; depende de ella,
ahora. ¡Oh Hades subterráneo! Te invoco a ti también como aliado, a ti, que,
por causa de Helena, recibiste tantos cuerpos de hombres muertos por mi espada;
ya has tenido con ello una justa recompensa. Ahora devuélveles a todos ellos la
vida, o, bien, obliga a esta mujer a ir más lejos que su piadoso padre
devolviéndome a mi mujer. Porque si me arrebatáis a mi esposa, te diré lo que
ella calló en su discurso. Muchacha, debes saber que estoy obligado por
juramento a competir primero con tu hermano. Es de todo punto forzoso que uno
de los dos muera. Si rechaza el combate cuerpo a cuerpo o si intenta hacernos
caer por hambre a nosotros dos, suplicantes ambos junto a esta tumba, está ya
clara la decisión que he tomado de matar a Helena y de atravesarme el hígado
con esta espada de doble filo, a fin de que nuestra sangre resbale sobre este
sepulcro. Yaceremos los dos juntos sobre esta pulida tumba, lo que te causaría
un dolor eterno a ti, y una gran deshonra a tu padre. Pues tu hermano jamás se
casará con Helena, ni él ni ningún otro porque so yo quien me la llevaré, si no
puedo a mi palacio, al reino de los muertos. Pero todo este discurso, ¿para
qué? Con lágrimas al modo femenino, hubiera suscitado mayor compasión que no así.
Si te parece bien, mátanos, que si nos matas no será sin honra por parte
nuestra. Aunque mejor sería que hicieras caso a mis palabras, de manera que
resultes ser justa y yo pueda recobrar a mi esposa. CORIFEO.– Joven, de ti depende decir quién se lleva el premio de
estos discursos. Así que juzga de manera que nos agrades a todos. TEÓNOE.– Nací piadosa y quiero seguir
siéndolo. Me respeto a mí misma y no desearía manchar la honra de mi padre, ni,
por ponerme de parte de mi hermano, querría caer en la deshonra. En mi
interior, desde mi nacimiento, hay un gran santuario de la justicia. Y como
ello me viene de Nereo, voy a intentar salvar a Menelao. Ahora daré mi voto a
Hera, ya que desea favorecerte. Y que Cipris me sea propicia, aunque nunca he
tenido trato con ella, pues intento e intentaré permanecer siempre virgen. Y
con respecto a los improperios que has dirigido a mi padre ante su tumba, ésta
es la opinión que tengo: sería yo injusta, si no te devolviera a Helena,
mientras que aquél (Proteo), si pudiera ver la luz del sol, te concedería a ti
el tenerla a ella y a ella el tenerte a ti. Para todos los muertos, al igual
que para todos los hombres, hay un veredicto. El espíritu de los que han muerto
ya no vive, pero mantiene una consciencia inmortal cuando se inserta en el éter
inmortal. Pero no quiero alargar mi discurso, así que callaré lo que me habéis
pedido que calle. No voy a ser cómplice de la insensatez de mi hermano jamás y,
aunque no lo parezca, le hago con ello un gran favor, si lo transformo de impío
a piadoso. Vosotros debéis de encontrar alguna solución. Yo apartándome a un
lado, guardaré silencio. Comenzad a hacer súplicas a los dioses. Pedidle a
Cipris que os permita regresar a la patria y suplicad a Hera que se mantenga en
la idea de garantizar la salvación tuya y de tu esposo. Y a ti, ¡oh padre mío!,
que has muerto, en la medida en que de mis fuerzas dependa, nunca jamás te
llamarán impío en vez de piadoso. (Teónoe
entra en palacio)
CORIFEO.– Nadie,
al margen de la justicia, logrará jamás ser feliz. En ella radican las
esperanzas de salvación.
HELENA.–
Menelao, respecto a Teónoe estamos salvados; ahora es necesario que
busques los argumentos para salvarnos a
los dos.
MENELAO.–
Escucha ahora. ¿Hace mucho que vives en esta casa y que por esto te son familiares los sirvientes del
rey?
HELENA.– ¿Por
qué dices eso? Me contagias la esperanza de que vas a ejecutar algo positivo
para nosotros dos.
MENELAO.–
¿Serías capaz de convencer a alguno de los responsables de las caballerizas a
ver si pudieran darnos unos carros? HELENA.–
Sí, claro, podría convencerlo. Pero ¿qué posibilidades de fugarnos tenemos,
desconocedores como somos de los caminos llanos de esta tierra bárbara?
MENELAO.–
Efectivamente, es imposible. Pero, ¿y si ocultándome diera muerte al rey con
esta espada de doble filo?
HELENA.–
Difícilmente soportaría y callaría Teónoe el que tú tuvieras la intención de
matar a su hermano.
MENELAO.– Pues
es que tampoco tenemos una nave en la que poder huir porque la que teníamos la
tiene ahora el mar.
HELENA.– Escucha
ahora, si es que una mujer puede decir algo sensato. ¿Querrías decir que estás
muerto, sin estarlo en realidad?
MENELAO.– ¡Mal
augurio es ése! Pero, si con ello saco provecho, no me importa morir de palabra
aunque en realidad esté vivo.
HELENA.– Yo te
lloraré ante ese hombre impío (Teoclímeno) al modo femenino con lamentos
fúnebres.
MENELAO.– ¿Y ese
va a ser el procedimiento para salvarnos los dos? Parece algo muy sabido.
HELENA.– Simularé
que has muerto en el mar y pediré al tirano de esta tierra dedicarte un
cenotafio.
MENELAO.– Bien.
Imaginemos que accede a ello. Entonces ¿cómo, sin nave, podremos ponernos a
salvo, eso sí, tras “enterrar mi cuerpo en un cenotafio”?
HELENA.– Le ordenaré
que me dé una embarcación en la que soltaré de mis brazos al mar los adornos
para la tumba.
MENELAO.– Todo
lo que has dicho está muy bien, excepto una cosa; si Teoclímeno ordenara hacer
las honras fúnebres en tierra firme, entonces todo tu plan se vendría abajo.
HELENA.– No.
Diré que en la Hélade no acostumbramos a sepultar en tierra a quienes han
muerto en la mar.
MENELAO.– Bien.
Eso me convence más. Navegaré contigo y depositaré en la embarcación las
ofrendas funerarias.
HELENA.– Pero es
necesario que estéis presentes ante todo tú y los compañeros que escaparon
contigo del naufragio.
MENELAO.– Y si
puedo llegar hasta el ancla de la nave, los hombres formarán hombro con hombro
con sus espadas.
HELENA.– A ti te
toca organizarlo todo. Deben sernos favorables tan sólo los vientos y el
recorrido de la nave.
MENELAO.– Así
será, los dioses pondrán punto final a mis desgracias. Pero, ¿quién dirás que
te ha informado de que yo he muerto?
HELENA.– Pues...
tú. Dirás que, tras navegar con el hijo de Atreo, eres el único que ha
esquivado la muerte y que le has visto morir.
MENELAO.–
Evidentemente estos harapos que me cubren el cuerpo serán buenos testigos de mi
naufragio.
HELENA.– Ahora
vienen como anillo al dedo, aunque antes eran totalmente inapropiados. Lo que
antes era una desgracia ahora bien podría ser considerado una suerte.
MENELAO.– ¿Es
mejor que entre contigo en palacio o más bien me quedo aquí tranquilamente
junto a la tumba?
HELENA.– Quédate
aquí, porque, si alguien maquina algo contra ti, esta tumba y tu espada te
protegerán. Por mi parte, iré a palacio y cortaré los bucles de mi pelo, me
pondré peplos negros en vez de blancos y haré surcos de sangre en mis mejillas
con mis uñas. El combate va a ser duro y sólo hay dos posibilidades: o morir,
si se descubren mis planes, o volver a mi patria, si consigo salvarte. (Comienza Helena una plegaria a las diosas
Hera y Afrodita) ¡Oh Hera venerable! ¡tú que compartes el lecho de Zeus,
alivia las desgracias de dos mortales dignos de compasión! Te suplicamos
tendiendo nuestros brazos al cielo en el que habitas entre los astros
variopintos. Y tú, que por mis bodas adquiriste la belleza, ¡oh Cipris!, hija
de Díone, no me desprotejas. Bastante daño me has causado hasta ahora
entregando a los bárbaros no mi cuerpo, sino mi nombre. Y si tu deseo es
matarme, permite, al menos, que muera en tierra paterna. ¿Por qué eres siempre
insaciable de desgracias y estás siempre fabricando amores engañosos, falsas
intrigas y filtros que ensangrientan los hogares? Si fueras comedida, serías la
más dulce de las divinidades para los hombres; no podría negarlo. (Entra Helena en palacio)
CORO: ESTROFA 1ª
Voy a invocarte a ti, lloroso ruiseñor,/ ave muy melodiosa de dulce
canto,/ que habitas en nidos musicales/ de lechos de hojas;/acude y con trémula
garganta/acompaña con tus trinos mis lamentos./Las penas canto de la infeliz
Helena/ y el dolor lamentable de las troyanas/ por causa de las lanzas de los
aqueos,/ desde que Paris, funesto mal casado y a instancias de Afrodita / vino,
vino, surcando las ruidosas llanuras del mar/ llevando desde Esparta a la casa
de Príamo/ el nefasto tálamo de Helena.
ANTÍSTROFA 1ª
Muchos de los aqueos
que han muerto/bajo las lanzas y las piedras/ se encuentran en el Hades
lamentable./ Sus esposas se cortan sus largas cabelleras./ Quedan vacías las
casas./ (Nauplio) el remero solitario/ tras encender resplandeciente hoguera en
Eubea, rodeada de mar, / estrelló a los aqueos contra las rocas cafareas y el
litoral egeo/ provocando destellos engañosos/
adversos; sin puertos fueron también los cerros de Malea / cuando zarandeado lejos de su patria por el
viento de tormenta/ traía en sus naves Menelao el botín capturado a los
bárbaros / el botín, o mejor, la discordia entre los dánaos, el espectro
sagrado fabricado por Hera.
ESTROFA 2ª
¿Quién de los
mortales por más que indague / podrá dilucidad qué es dios o qué no es dios o
qué hay en medio,/
cuando ve que los
dioses se comportan primero de una forma/ y luego de otra y se mueven siempre
por criterios contradictorios e inquisitivos?/ Tú eres hija de Zeus, Helena. Tu
alado padre te engendró/ en el seno de Leda. Pero después tu nombre ha sido en
tierra Helena /nombre de la traición, de la infidelidad, de la impiedad y de la
injusticia/ Entre los hombres no sé qué
es la verdad;/sólo encuentro veraz la palabra del dios.
ANTÍSTROFA 2ª
Insensatos vosotros que perseguís la fama en las batallas/ con lanzas y
con armas, ignorantes,/ pensando poner fin, así,
a las
fatigas de los hombres/. Pues si toda rivalidad va a ser juzgada por la sangre/
jamás acabarán las discusiones entre
ciudades de los hombres./Muchos encontraron de este modo sepultura/ en la
tierra de Príamo./ Habiendo podido con
palabras, Helena, solventar tu querella,/ Hades es quien los guarda ahora bajo
tierra/mientras que el fuego ardiente
como de Zeus/ ha consumido las murallas./Sufrimiento se añade al
sufrimientos/ con dolorosos y lúgubres lamentos.
TEOCLÍMENO.– (Llega furioso. Se acerca a la tumba)
Sepulcro de mi padre, ¡te saludo! Te enterré en los umbrales de mi palacio para
poder cumplimentarte. Así, al salir o al entrar, tu hijo Teoclímeno puede
dirigirte la palabra, ¡oh padre! (A los
esclavos) Vosotros, esclavos, llevad los perros y las intrincadas redes de
caza dentro de palacio. Yo tengo muchos reproches que hacerme. ¿Por qué no
castigo con la muerte a los malvados? Y encima ahora me entero de que un
griego, sin duda alguna ha llegado a esta tierra sin que lo hayan visto los centinelas.
O es alguien que viene a espiar o a raptar a Helena. Tan sólo digo que, si lo
capturan, morirá. (Se percata de que
Helena no está junto a la tumba) ¡Vaya! Ahora descubro que cuanto temía es
ya realidad; la hija de Tindáreo, tras dejar vacíos los aledaños de la tumba,
se ha marchado transportada lejos de esta tierra. ¡Vamos! Soltad los cerrojos
de los establos, esclavos, y preparad los carros, que yo voy a hacer cuanto
pueda para evitar que se escape de esta tierra la esposa que me corresponde. (Reaparece Helena. Menelao se acerca a la
tumba) ¡Esperad! Ahí están, a las puertas de palacio, esos a los que íbamos
a perseguir; no han huido. (A Helena)
¡Eh, tú! ¿por qué cubres tu piel con peplos negros en lugar de blancos? ¿Por
qué el hierro ha cortado los cabellos de tu noble cabeza? ¿Por qué riegas
llorando tus mejillas con tiernas lágrimas? ¿Te lamentas acaso por algún sueño
nocturno al que das crédito o es que has escuchado algún rumor procedente de
palacio que te ha deshecho las entrañas?
HELENA.– Oh mi
señor, pues es así como debo llamarte. Estoy perdida. Todo lo mío se ha ido al
traste y yo no soy nada.
TEOCLÍMENO.– ¿En
qué grado de desgracia te encuentras? ¿Qué te sucede?
HELENA.–
Menelao, ay de mí, cómo podría decírtelo..., se me ha muerto.
TEOCLÍMENO.–Tus palabras no me alegran, pero me hacen feliz. ¿Cómo
sabes esto? ¿Es Teónoe quien te lo ha dicho?
HELENA.– Sí, lo
dicen ella y (señala a Menelao) el
que estaba a su lado cuando murió.
TEOCLÍMENO.– ¿Ha
venido entonces alguien que confirme la noticia?
HELENA.– Iirónica) Sí, ha venido y ojalá pueda ir
a donde yo quisiera que fuera.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
quién es? ¿Dónde está? Así lo sabré con exactitud.
HELENA.– (Señala a Menelao) Ése es, el que está
ahí acurrucado junto a la tumba.
TEOCLÍMENO.– (Lo examina) ¡Oh Apolo!, ¡qué
vestimentas tan raídas lleva!
HELENA.– ¡Ay de
mí! Me parece que unas pintas semejantes debe de llevar por ahí mi esposo.
TEOCLÍMENO.– ¿De
qué país es este hombre? ¿Desde qué tierra ha llegado hasta aquí?
HELENA.– Es
griego, uno de los aqueos, compañero de navegación de mi esposo.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
de qué muerte, dice, murió Menelao?
HELENA.– De la
más lamentable, en medio de los húmedos remolinos del mar.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
en qué punto del mar de los bárbaros navegaba?
HELENA.– Fue
arrojado contra las rocas sin puertos de Libia.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
cómo este, que era su compañero de navegación, no ha perecido?
HELENA.– A veces
algunos de más baja condición tienen mejor suerte que los de alta cuna.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
dónde ha dejado los restos del naufragio?
HELENA.– Donde
ojalá hubiera muerto él y no Menelao.
TEOCLÍMENO.– Bueno;
al fin y al cabo muerto está aquél (Menelao). ¿Y en qué barca ha llegado éste?
HELENA.– Unos
marineros se lo encontraron y lo recogieron, eso dice al menos.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
dónde está ese desastre enviado a Troya en vez de tú?
HELENA.– ¿Te
refieres a la imagen hecha de nube? Se ha ido hasta el éter.
TEOCLÍMENO.– ¡Oh
Príamo y tierra de Troya! ¡Vuestra ruina... para nada!
HELENA.– Yo
también he participado en los desgraciados avatares de los descendientes de
Príamo.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
a tu esposo lo dejó sin enterrar o le dio sepultura en tierra?
HELENA.– Lo dejó
sin enterrar, desdicha de mí entre tantos males.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
por eso cortaste los bucles de tu rubia cabellera?
HELENA.– Le
quiero mucho, donde quiera que esté.
TEOCLÍMENO.– Con
razón esta desgracia te hace derramar lágrimas...
HELENA.– Al
menos sería fácil pasar inadvertido a ojos de tu hermana.
TEOCLÍMENO.–
Creo que no; pero, ¿vas a quedarte todavía ahí, junto a la tumba?
HELENA.– ¿Por
qué te burlas de mí y no dejas en paz a quien ha muerto?
TEOCLÍMENO.–
Eres fiel a tu esposo rehuyéndome a mí.
HELENA.– Pero ya
no voy a huir. Dispón tú mis bodas.
TEOCLÍMENO.–
Bien; han pasado años, pero te felicito por tu decisión.
HELENA.– ¿Sabes
lo que has de hacer? Pasemos por alto todo lo anterior.
TEOCLÍMENO.– ¿En
base a qué? Favor con favor se paga.
HELENA.– Hagamos
las paces. Reconcíliate conmigo.
TEOCLÍMENO.–
Renuncio a pelear contigo.
HELENA.– Y
ahora, por tus rodillas te lo suplico, si de verdad me quieres...
TEOCLÍMENO.–
¿Qué quieres conseguir suplicándome de este modo?
HELENA.– Quiero
enterrar a mi esposo que ha muerto.
TEOCLÍMENO.– (Sorprendido) ¿Es que hay tumba para los
ausentes? ¿O vas a enterrar acaso a una sombra?
HELENA.– Es
costumbre, cuando alguien muere en la mar, ...
TEOCLÍMENO.–
¿Hacer qué? Los Pelópidas saben mucho de eso.
HELENA.–
...Enterrar pura y simplemente peplos que no cubran a nadie.
TEOCLÍMENO.–
Bueno, hazlo así. Erígele una tumba en el lugar de la tierra que quieras.
HELENA.– Pero es
que nosotros no enterramos así a los que han muerto en la mar.
TEOCLÍMENO.–
Entonces ¿cómo? Yo no conozco las costumbres de los griegos.
HELENA.– Al
ancho mar arrojamos todo lo necesario para los muertos.
TEOCLÍMENO.–
Entonces qué puedo ofrecerte para el muerto.
HELENA.– (Señalando a Menelao). Éste lo sabe. Yo
soy inexperta en estas lides, antes era feliz.
TEOCLÍMENO.– (Dirigiéndose ya sin reparos a Menelao)
¡Extranjero!, me has traído un grato mensaje.
MENELAO.– Desde
luego no para mí... ni para el muerto.
TEOCLÍMENO.–
¿Cómo enterráis a los que han muerto en el ancho mar?
MENELAO.– Según
como sea la fortuna de cada uno.
TEOCLÍMENO.– Si
es por dinero, pide lo que quieras, precisamente por ella.
MENELAO.– Lo
primero de todo se ofrece sangre de una víctima a los habitantes de ultratumba.
TEOCLÍMENO.– ¿Sangre
de qué animal? Indícamelo y yo te obedeceré.
MENELAO.–
Decídelo tú; con que lo des, ya es suficiente.
TEOCLÍMENO.–
Entre los bárbaros es costumbre sacrificar un caballo o un toro.
MENELAO.– Bien,
ya que vas a darme algo, que no sea de mala raza.
TEOCLÍMENO.– No
andamos precisamente escasos de esos ejemplares en nuestros opulentos rebaños.
MENELAO.–
También se llevan lechos vacíos de cuerpos.
TEOCLÍMENO.– Los
tendrás. ¿Qué otra cosa es costumbre ofrecer?
MENELAO.–
Broncíneas armas, pues él le tenía un gran cariño a la lanza.
TEOCLÍMENO.– Las
que te voy a dar serán dignas de los Pelópidas.
MENELAO.– Y
también cuantos frutos hermosos produce la tierra.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
cómo vais a poder echar todo eso a las olas del mar?
MENELAO.– Es
preciso tener a mano una nave y remeros.
TEOCLÍMENO.– ¿Y
a cuánta distancia de la costa debe estar la nave?
MENELAO.– Hasta
que desde la tierra escasamente se vean los surcos de los remos.
TEOCLÍMENO.–
¿Por qué? ¿A cuenta de qué tiene estas normas la Hélade?
MENELAO.– Para
que la marea no devuelva a la costa las impurezas.
TEOCLÍMENO.– Se
te dará una embarcación fenicia veloz.
MENELAO.– Pues
sí. Y bien que le gustaría a Menelao.
TEOCLÍMENO.– Por
cierto ¿no te las arreglarías tú para hacer todo esto sin ella?
MENELAO.– Estos
menesteres son propios de una esposa, de una madre o de unos hijos.
TEOCLÍMENO.–
Entonces, por lo que dices, es asunto de ella enterrar a su esposo.
MENELAO.– La
piedad manda no quitarles nada a los muertos.
TEOCLÍMENO.– De
acuerdo. Me interesa tener aquí conmigo a una mujer que cumpla los ritos. (A
Helena)
Entra en palacio y elige los atavíos para el muerto. (A Menelao) Tú no te irás de manos
vacías, pues has hecho todo esto por ella. Así que, como me has traído unas
noticias excelentes, recibirás a cambio de esos harapos bellos vestidos y
alimentos suficientes para poder regresar a tu hogar, pues ahora te veo en un
estado lamentable. (A Helena) Y tú,
desdichada, no te consumas en disgustos irremediables. Menelao sufre el destino
y no sería posible que él, tu esposo, volviera a la vida.
MENELAO.– Joven,
cumple con tu deber. Tienes que respetar a éste, tu esposo, y dejar a un lado
al que ya no existe. En la situación en la que te encuentras eso es lo mejor
para ti. Caso que regrese a Grecia sano y salvo, pondré fin a tu mala fama, si
te comportas como debe comportarse una mujer con su compañero de lecho.
HELENA.– Así lo
haré. Nada me reprochará jamás mi esposo, y tú mismo, vivo como estás, serás
testigo de ello. Pero vamos, desdichado, entra, date un baño y cámbiate de
ropa. No tardaré en recompensarte, porque, si yo me comporto contigo como
realmente debo comportarme, pondrás más interés en llevar a cabo las honras
fúnebres que se le deben a Menelao, a quien tanto amo.
CORO.– ESTROFA 1ª
La madre agreste de
los dioses/ se dejó caer en otro tiempo con rápido pie por valles
boscosos/ siguiendo la corriente de los
ríos/ o por las olas marinas de pesado bramido/ anhelando encontrar a su hija./
La muchacha de nombre religioso impronunciable./Al reunirse con la diosa, los
crótalos ruidosos/ emitían un punzante estridor./ La transportaba un carro
tirado por fieras/ de pies tan rápidos como el huracán./ Estaba también Ártemis
provista de su arco/ y la diosa inmortal de mirada terrible/ completamente
armada y con su lanza/. Iban las tres buscando a la muchacha / raptada de las
danzas en corro virginales / pero Zeus que desde el trono celestial contempla
todo,/ tenía otros designios.
ANTÍSTROFA 1ª
Cuando la madre agotada dejó ya de correr y de
vagar/ tras en vano buscar al pérfido raptor de su hija,/ cruzó los
promontorios nevados de las Ninfas del Ida,/ y en su dolor se precipita sobre
bloques de rocas cubiertas de nieve./ El arado ya no fecunda más la estéril
tierra;/causa la perdición de la estirpe de los hombres/ y el ganado no puede
alimentarse de hojas frescas./ La vida ha abandonado las ciudades./ No hay
sacrificios en honor de los dioses/ ni en los altares se consumen tortas
rituales./ La pena por su hija la persigue cual genio vengador:/ así que ni
siquiera deja que brote de las fuentes el agua fresca y cristalina.
ESTROFA 2ª
Tras poner fin a los
banquetes de los dioses/ y de la estirpe humana, Zeus, aplacando la ira funesta
de la Madre, dijo:/“acudid, Gracias Venerables, acudid a aplacar a Deo/ que
está muy enfadada con su hija con vuestros gritos de alegría,/también vosotras,
Musas, con los cantos de vuestros coros”./ La voz de bronce venía de la tierra/
y panderos de cuerpos bien tensados / hizo sonar entonces Cipris;/ rió la diosa
y recibió en sus manos/la flauta de grave sonido,/y disfrutaba con sus alegres
sones.
ANTÍSTROFA 2ª
Y como en las alcobas
de los dioses/ prendiste fuego a lo que tiene prohibido la ley y la piedad,/ te
atrajiste la cólera de la Gran Madre /
al no respetar los divinos sacrificios./
Grande es la fuerza que tienen las moteadas pieles de cervatos;/ grande
también la de la verde yedra / que corona las varas sagradas./ Grande es la
fuerza de los panderos que vuelan por el aire / y la de las melenas báquicas
que ondean para Bromio / y la de los nocturnos rituales en honor de la diosa
/La luna, en lo alto, con su carro, y tú
presumes sólo de tu belleza.
HELENA.– Amigas,
todo ha ido bien en palacio. La hija de Proteo (Teónoe) aunque ha sido
interrogada en presencia de mi esposo, no le ha dicho a su hermano
absolutamente nada. Es más, dijo a mi favor que él, Menelao, ya muerto bajo
tierra, no podía ver el resplandor del sol. Mi esposo ha sacado un buen
provecho de su buena fortuna, sí las armas que debería arrojar al salado mar es
él mismo quien las lleva. Toma la lanza con su mano derecha y con la izquierda
el escudo y hace como que me ayuda en mis quehaceres con el muerto. Su cuerpo
está bien enterrado y pertrechado para la lucha, dispuesto a levantar con su
mano trofeos sobre miles de bárbaros una vez que embarquemos en la nave
provista de remos. Yo le he puesto peplos en vez de harapos de náufrago, le he
arreglado, he bañado su cuerpo con aguas frescas de río tanto tiempo añoradas. (Aparece Teoclímeno ante la puerta del
palacio) TEOCLÍMENO.– Avanzad,
esclavos, en el orden que os ha indicado el extranjero portando las ofrendas
marinas destinadas al mar. Helena, aunque puedas pensar que hablo sin
fundamento, hazme caso, quédate aquí. Pues presente o ausente rendirás a tu
esposo las mismas honras. Temo que el deseo te impulse a arrojar tu cuerpo a
las olas del ancho mar, emocionada por los encantos de tu esposo de antaño,
pues, aunque ya no está aquí, no dejas de lamentarte en exceso por él.
HELENA.– ¡Oh
nuevo esposo mío! Es de todo punto forzoso que yo honre el lecho nupcial de mi
primer amor. Quiero tanto a mi esposo, que me hubiera gustado morir con él.
Pero ¿de qué le serviría mi muerte a un hombre que está ya muerto? Déjame ir en
persona a rendir las honras fúnebres al muerto. (Con cinismo) ¡Que los dioses concedan lo que yo deseo, a ti y
también al extranjero que comparte estas penosas tareas contigo! Y, puesto que
nos ha tratado muy bien a Menelao y a mí, tendrás en mi palacio una esposa como
es debido. (Para sus adentros)Toda la
situación se va a resolver ya enseguida. Ordena que nos den una nave para
embarcar las ofrendas y así tu favor será completo.
TEOCLÍMENO.– (A un esclavo) Vete tú y prepárales una
nave sidonia con su flota de cincuenta remeros.
HELENA.– ¿Es que
va a pilotar la nave el que tiene que honrar la tumba?
TEOCLÍMENO.–
Naturalmente. Mis marineros deben obedecerle.
HELENA.– Pues,
entonces, ordénalo otra vez para que les quede a todos muy claro.
TEOCLÍMENO.– Si
eso es lo que te place, lo repetiré dos o incluso tres veces.
HELENA.– Muy
bien. ¡Buena suerte, entonces, para ti... y para mis planes!
TEOCLÍMENO.–
Ojalá que las lágrimas no manchen demasiado tu piel.
HELENA.– El día
de hoy te demostrará mi agradecimiento.
TEOCLÍMENO.–
Todos los pesares que se dé uno por los muertos, no son nada más que trabajo
inútil.
HELENA.– (Con más sarcasmo aún) Los muertos de
los que hablo están allí... y aquí.
TEOCLÍMENO.– No
me tendrás a mí como un esposo peor que Menelao.
HELENA.– No
tengo nada que reprocharte, tan sólo necesito suerte.
TEOCLÍMENO.– Si
me das tu cariño, la tendrás.
HELENA.– No he
aprendido ahora a amar a mis amigos.
TEOCLÍMENO.–
¿Quieres acaso que colabore contigo formando parte de la expedición?
HELENA.– En
absoluto, mi señor, te lo ruego, no seas esclavo de tus esclavos.
TEOCLÍMENO.– De
acuerdo. Me quedo al margen de los rituales de los Pelópidas. Mi palacio está
puro porque Menelao no entregó aquí su alma. Que vaya alguien a decir a mis
sirvientes que lleven poco a poco los regalos de boda a mi palacio. Conviene
que por toda la región se celebre con canciones de himeneo mi matrimonio con
Helena para que sea yo, así, un hombre envidiado. (Se dirige ahora a Menelao) Y en lo que a ti se refiere,
extranjero, vete a depositar en brazos del mar estas ofrendas para quien antaño
fue su esposo. Date prisa en volver a palacio con mi esposa de manera que, tras
compartir el banquete de bodas, o bien regreses a tu tierra o bien te quedes
aquí para siempre y vivas feliz. (Entra
en palacio, Menelao realiza una nueva plegaria)
MENELAO.– ¡Oh
Zeus, dios padre y sabio, que así te llaman!
Dirige tu mirada hacia nosotros y pon fin a nuestros males. A nosotros
que arrastramos por caminos abruptos nuestras desgracias, ¡ayúdanos! Tócanos
tan sólo con la punta de tus dedos y conseguiremos la felicidad que tanto
venimos buscando. Ya basta de sufrimientos, que mucho hemos sufrido ya antes.
Me habéis oído invocar a los dioses con muchos nombres, unos positivos, otros
en cambio negativos. Pero no voy a tener que sufrir siempre. Alguna vez pisaré
con pie derecho. Concédeme este único favor y seré feliz para siempre.
CORO.– ESTROFA 1ª
Nave
fenicia de Sidón que veloz te deslizas sobre las olas del mar rumoroso;/ amante madre de los remos, directora
del coro de las hermosas danzas/ de delfines, cuando sopla la brisa y la mar
está en calma,/ cuando Galanea la
glauca hija de Ponto habla y dice:/
“las velas desplegad, dejando que soplen
las brisas marinas;/ agarrad los
remos de abeto, marineros, marineros,
sí,/ que transportáis a Helena hasta
las cosas de buenos puertos/ en las
mansiones de Perseo”
ANTISTROFA 1ª
Tal vez allí junto al cauce del río, o ante el templo de Palas / te
encuentres a los jóvenes hijos de Leucipo/
y te
sumas en breve a las danzas y cantos nocturnos en honor de Jacinto/ a quien
Febo dio muerte con su disco redondo/
tras retarle a ver quién lanzaba más lejos./ A partir de ese día
sacrificios de bueyes se ofrecen en tierra laconia;/ así lo estableció el hijo de Zeus./ Y
encontrarás también a Hermíone, tu tierna hija a quien dejaste en casa/ y para quien no han ardido aún antorchas de
boda.
ESTROFA 2ª
Ojalá
tuviéramos alas para surcar el aire cual bandada de aves libias/ que dejando
atrás las lluvias invernales,/ obedecen
al silbido de la más vieja/ que las guía con su chillido/ sobrevolando las
llanuras fértiles de la tierra./ Aves de
cuello esbelto, rivales en carrera de las nubes,/pasad a mediodía bajo
las pléyades/ rumbo al nocturno Orión/ y deteneos a las orillas del Eurotas/ para anunciar
que vuelve a palacio Menelao/tras haber tomado la ciudad de Dárdano.
ANTÍSTROFA 2ª
Venid también
vosotros, hijos de Tindáreo/ cabalgando por el cielo entre estrellas
radiantes;/ vosotros, que habitáis en el cielo, salvadores de Helena,/ bajad
sobre el glauco y henchido mar, sobre el manto azulado de las olas /sobre los
canosos remolinos de la mar/ y de parte de Zeus enviad soplos favorables de
vientos para los marineros./ Apartad de vuestra hermana la mala fama de un
lecho bárbaro,/ fama que como castigo adquirió a raíz del certamen del Ida /
ella que nunca fue a la tierra de Ilión,/ a las torres de
Apolo. (Sale de
palacio Teoclímeno y llega con gran agitación un mensajero)
MENSAJERO 2º.–
¡Señor! Para lo peor te encuentro en palacio, pues vas a oír de mi boca nuevas desgracias.
TEOCLÍMENO.–
¿Qué sucede?
MENSAJERO 2º.–
Vete preparando para otra boda. Helena se ha marchado fuera de esta tierra.
TEOCLÍMENO.–
¿Volando por el aire o pisando el suelo?
MENSAJERO 2º.–
Menelao la ha sacado del país. Fue él, en persona, el que vino a anunciarte su
propia muerte.
TEOCLÍMENO.–
Dices cosas portentosas. Pero ¿qué nave la ha sacado de esta tierra?
MENSAJERO 2º.–
La que tú mismo diste al extranjero. Por decirlo en dos palabras: se ha largado
con tus marineros.
TEOCLÍMENO.– ¿Cómo?
Ardo en deseo de saberlo. Por más vueltas que le doy no comprendo que una sola
mano haya logrado imponerse a tantos marineros, entre los que por cierto te
contabas tú.
MENSAJERO 2º.–
Después de abandonar esta mansión real, la hija de Zeus se dirigió al mar con
paso delicado al tiempo que se deshacía en lamentos a propósito por su esposo,
que estaba allí a su lado y no muerto. Y una vez que llegamos al recinto donde
amarra la flota, arrastramos hasta el mar una nave sidonia a estrenar provista
de cincuenta bancos de remeros. Una tarea iba sucediendo a otra tarea. Uno
enderezaba el mástil, otro alineaba los remos; estaba ya listo el velamen; el
timón, sujeto con correas, tocaba ya el agua. En estas duras tareas estábamos,
revisándolo todo, cuando unos hombres griegos, compañeros de Menelao, se
acercaron a la orilla vestidos con harapos de náufragos; se veía que eran
hombres apuestos, aunque su aspecto era sucio. Al verlos el hijo de Atreo,
haciendo gala de una engañosa compasión, les dijo: ¡Desgraciados! ¿En qué nave
aquea habéis naufragado¿ ¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí? ¿No vais a
ayudarnos a dar sepultura al hijo de Atreo que ha muerto y al cual tributa
honores fúnebres de cuerpo ausente la hija de Tindáreo, aquí con nosotros?
Ellos, al tiempo que derramaban lágrimas con grandes aspavientos, iban entrando
en la nave portando ofrendas marinas para Menelao. Comenzamos a sospechar y
comentábamos entre nosotros que aquellos pasajeros añadidos eran muchos. Sin
embargo, no decíamos nada, obedientes a tus instrucciones. Y es que al darle al
extranjero el mando de la nave lo echaste todo por la borda. Lo demás, que era
ligero, lo habíamos colocado ya a bordo de la nave, pero el toro se negaba a
meter su pezuña en la cubierta. Mugía, miraba en derredor suyo, encorvaba el
lomo y mirando de reojo sus cuernos no se dejaba tocar. El esposo de Helena dio
una voz y dijo “Vosotros, que saqueasteis la ciudad de Ilión, ¿no vais a coger
sobre vuestros hombros jóvenes, al modo de los griegos, ese toro y echarlo en la
proa? Pronto mi espada se teñirá con su sangre en honor del muerto.” Ellos,
obedientes a sus órdenes, se lo cargaron a los hombros y lo depositaron en la
cubierta. En lo que al caballo se refiere, Menelao acariciándole el cuello y la
frente logró que pisara madera, esto es, que subiera a bordo. Finalmente,
cuando ya estaba todo a bordo de la nave, Helena trepando por la escala con su
propio pie de hermoso tobillo se sentó en medio de los bancos, y a su lado,
Menelao, el que, según los relatos, no existía, esto es, el presunto muerto. En
bloques compactos a derecha e izquierda iban sentados sus compañeros, que
ocultaban bajo los vestidos sus espadas. En cuanto oímos la voz de mando, el
mar se llenó del ruidoso batir de los remos. Y cuando estábamos ni demasiado
cerca ni demasiado lejos de la orilla, el timonel le preguntó a Menelao:
Extranjero,
¿seguimos o está bien aquí? Tú eres quien da las órdenes en
esta nave. Él respondió: “Para mí, está bien aquí”. A continuación,
desenvainando su espada con su mano derecha, se dirigió a la proa; puesto en
pie junto al toro víctima del sacrificio, sin mencionar a muerto alguno, al
tiempo que lo degollaba hacia la siguiente plegaria: “Oh tú, que habitas el
salino mar, Poseidón, y vosotras, hijas inmaculadas de Nereo, llevadnos sanos y
salvos hasta las costas de Nauplio a mi esposa y a mí, fuera de esta tierra”.
Chorros de sangre fluyeron al encrespado mar, presagio favorable al extranjero.
Entonces alguien dijo: “en esta expedición hay trampa. Regresemos. Vira a estribor,
cambia el rumbo”. Desde el lugar en que había degollado al toro se levantó el
hijo de Atreo y dijo a voz en grito a los compañeros: “¿A qué esperáis,
vosotros, lo más granado de la Hélade? ¿No vais a degollar y a asesinar a estos
bárbaros y a arrojarlos al mar desde la nave?” Y a su vez, el jefe de los
remeros, arengaba a tus marineros diciendo: “¡Vamos! Haced palos con botavaras,
trozos de banco o con los remos para que corra la sangre de la cabeza de estos
extranjeros”. Se pusieron todos de pie, unos blandiendo en sus manos astillas
desclavadas de la nave, otros espadas. La nave iba chorreando sangre. Desde la
popa Helena los animaba con estas palabras: “¿Dónde está la gloria troyana?
Enseñádsela a estos bárbaros”. Por el propio afán de la pelea unos caían al
agua, otros lograban mantenerse en pie, a otros se les podía ver muertos sobre
la cubierta. Menelao con sus armas acudía empuñando la espada en su diestra a
echar una mano allí donde veía que flanqueaban sus compañeros aliados, de
manera que tus hombres tuvieron que escapar de la nave a nado. Logró vaciar de
marineros tuyos los bancos. Acercándose entonces al timón ordenó al piloto
enderezar el rumbo a la Hélade. Pronto largaron velas ayudados por el viento de
cola. Se alejaron así de la costa. Y yo, intentando evitar la muerte, me lancé
al mar por el lado del ancla. Desfallecía ya, cuando un pescador me recogió y
me trajo a tierra para darte estas noticias. Nada es más útil a los hombres que
una prudente desconfianza. (Se retira)
CORIFEO.– Jamás
habría creído que Menelao fuera a engañarnos como nos ha engañado, señor, y
aquí mismo.
TEOCLÍMENO.– ¡Desdichado
de mí, que he sido presa de maquinaciones femeninas! ¡A paseo mi boda! Si
tuviera una posibilidad de perseguir su nave y darle alcance, me esforzaría y
capturaría al punto a los extranjeros. Ahora haré pagar sus culpas a mi hermana
que me ha traicionado, pues vio en palacio a Menelao y no me lo dijo. Así nunca
más engañará a otro hombre con sus adivinaciones.
(Aparece un sirviente
que sale de palacio. Forcejea con él)
SIRVIENTE.–
¡Eh tú! ¿qué asesinato vas buscando? ¿a dónde diriges tus pasos? TEOCLÍMENO.– A donde la justicia me
ordena ir. Apártate de mi camino.
SIRVIENTE.–
No voy a soltar tus vestidos; corres en pos de grandes desgracias. TEOCLÍMENO.– ¿Es que vas a dar órdenes
a tu señor, tú que eres un esclavo?
SIRVIENTE.–
Tengo razón.
TEOCLÍMENO.– No
para mí, desde luego; si no me dejas...
SIRVIENTE.– Por
supuesto que voy a dejarte.
TEOCLÍMENO.–
Dar muerte a la peor de las hermanas... SIRVIENTE.–
No, es la más piadosa…
TEOCLÍMENO.– Que
me ha traicionado...
SIRVIENTE.–
¿Actuar conforme a la justicia es una bella traición?
TEOCLÍMENO.–
Entregando a mi esposa a otro hombre...
SIRVIENTE.– ¡A
quien es más dueño de ella…!
TEOCLÍMENO.–
¿Quién puede ser dueño de lo que es mío?
SIRVIENTE.– El
que la tomó de su padre.
TEOCLÍMENO.–
Pero el azar me la entregó a mí.
SIRVIENTE.– Y el
deber te la arrebató.
TEOCLÍMENO.– Tú
no debes juzgar lo que yo hago.
SIRVIENTE.– Pues
que sepas que hablo mejor que tú.
TEOCLÍMENO.– Ya
no gobierno; he perdido el mando.
SIRVIENTE.–
Puedes gobernar, si actúas rectamente, no injustamente.
TEOCLÍMENO.–
Parece que deseas morir.
SIRVIENTE.–
Mátame; no voy a permitir que mates a tu hermana; mátame a mí a cambio. Para
los esclavos más nobles la mayor gloria es morir por sus amos. (Hacen ademán de trabar, combate cuando
aparecen desde lo alto los Dioscuros)
DIOSCUROS.–
Teoclímeno, señor de esta tierra, depón la cólera que te ofusca. Te llamamos
nosotros, los Dioscuros, a los que antaño dio a luz Leda, al igual que a
Helena, la que ha escapado de tu palacio. Te irritas por una boda que no te
estaba destinada. Y, además, tu hermana, Teónoe, la muchacha que desciende de
una nereida, no ha cometido contra ti ofensa alguna, pues se ha limitado a
respetar los mandatos de los dioses y los preceptos justos de su padre. Hasta
el día de hoy, ella, Helena, tenía que habitar en tu palacio. En cambio ahora,
una vez que los cimientos de Troya han sido socavados y que ella ha ofrecido su
nombre a los dioses, ya no. Debe ella (Helena)
volver al yugo de su primera boda, volver a su patria y vivir con su esposo.
Aparta de tu hermana la negra espada y piensa que ha actuado con sensatez. Hace
ya tiempo, mucho antes incluso, habríamos puesto a salvo a nuestra hermana,
pues Zeus nos hizo dioses. Pero estamos sometidos al destino y a los dioses,
que han dispuesto así las cosas. Esto te decimos a ti, y a nuestra hermana
Helena le anunciamos lo siguiente: navega con tu esposo; tenéis viento
favorable. Nosotros, tus hermanos, salvadores, cabalgando a tu lado sobre el
anchuroso mar, te llevaremos hasta tu patria. Y cuando llegue el final y
termines tu vida, se te llamará diosa y tendrás parte en los sacrificios
ofrecidos a los Dioscuros y en cuantas ofrendas nos hagan los mortales. Así lo
quiere Zeus. Y el lugar donde se detuvo por primera vez el hijo de Maya en su
viaje celeste tras arrebatarte de Esparta para que Paris no pudiera tomarte
como esposa –nos referimos a esa isla, baluarte de las costas del ática–
recibirá entre los hombres el nombre de Helena, pues el dios te tomó robada de
palacio. En cuanto a Menelao, siempre errante, es ya designio de los dioses que
habitará la isla de los bienaventurados, porque no es verdad que los dioses
odien a los hombres de noble cuna, aunque sí es cierto que tienen que sufrir
bastante más que quienes son mediocres.
TEOCLÍMENO.– ¡Hijos
de Leda y de Zeus! Dejaré a un lado mi disputa de antaño con vuestra hermana, y
tampoco mataré a la mía. Que vuelva a casa Helena, si así les parece a los
dioses. Ella, que es de vuestra misma sangre, es la mejor y la más sensata.
Alegraos por su carácter tan noble, algo que no es fácil de encontrar en las
mujeres.
CORO.– Muchas son las formas de lo divino y a
muchas situaciones imprevistas dan curso los dioses. Lo que se espera no se
cumple y la divinidad encuentra un modo de hacer que se cumpla lo inesperado.
Así ha sucedido en esta obra.
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