lunes, 6 de marzo de 2023

 SEGUNDA PARTE DEL CAPÍTULO 2

Zola —1840-1902— y el naturalismo

El argumento a favor de la existencia de una escuela de escritura naturalista, depende de la publicación conjunta, en 1880, de Les Soirées de Médan[1], un volumen de cuentos de Émile Zola, Guy de Maupassant, Joris-Karl Huysmans, Henry Céard, Léon Hennique y Pablo Alexis. Los naturalistas pretendieron adoptar un enfoque más científicamente analítico, para la presentación de la realidad que sus predecesores, tratando la disección, como un requisito previo para la descripción. De ahí el apego de Zola al término naturalisme, tomado de Hippolyte Taine, el filósofo positivista que reclamó para la crítica literaria el estatus de una rama de la psicología.

(https://www.britannica.com/art/French-literature/Naturalism#ref385839, consultado el 19/10/2022).

Un cuento de Zola.

“El paraíso de los gatos”. 

Una tía me legó un gato angora que es el animal más estúpido que yo haya conocido. He aquí lo que mi gato me contó, una noche de invierno, frente a las brasas calientes.

Tenía en ese entonces dos años y era el gato más gordo e ingenuo que se haya visto. A esa tierna edad yo mostraba la vanidad de un animal que desprecia la dulzura del hogar. Y sin embargo cuán agradecido debía estar a la Providencia por haberme depositado en la casa de su tía. La santa mujer me adoraba. Yo tenía, en el fondo de un armario, una verdadera habitación: un cojín de plumas y tres cobijas. La comida valía tanto como la cama. Ni pan, ni sopa, solamente carne, una buena carne jugosa. Pues bien, en medio de tanta dulzura yo sólo tenía un deseo, un sueño, el de escabullirme entre la ventana entreabierta y huir sobre los tejados. Las caricias me parecían sonsas, la blandura de mi cama me producía náuseas, y estaba tan gordo que me repugnaba a mí mismo. Y me aburría todo el día a causa de mi felicidad. Tengo que decirle que, estirando el cuello, alcancé a ver el tejado de enfrente. Ese día, cuatro gatos, se peleaban, con los pelos erizados, la cola alta, rodando sobre las tejas azules a pleno sol, con exclamaciones de alegría. Nunca había visto un espectáculo tan maravilloso. Desde ese momento mi convencimiento fue total. La verdadera felicidad estaba sobre ese techo, detrás de esa ventana que cerraban tan cuidadosamente. La prueba estaba en que, de la misma manera, cerraban las puertas de los armarios tras las cuales escondían la carne. Postergaba el momento de huir. Debía existir en la vida otra cosa más que carne jugosa. Y aquello era lo desconocido, el ideal. Un día olvidaron cerrar la ventana de la cocina. Yo salté sobre un pequeño techo que se encontraba debajo.

¡Qué techos tan hermosos! Largos canalones los bordeaban, exhalando olores deliciosos. Seguí con cadencia esos canalones, donde mis patas se hundían en un barro suave y que tenía una tibieza y una suavidad infinitas. Me parecía caminar sobre terciopelo. Hacía un calor agradable, un calor que fundía mi grasa. No le ocultaré que todo mi cuerpo temblaba. Dentro de mi alegría había miedo. Recuerdo sobre todo una emoción inmensa que casi me hace caer de bruces en el pavimento. Tres gatos que venían del techo de una casa se acercaron hacia mí maullando horriblemente. Y como yo desfallecía, me llamaron gordo, y me dijeron que habían maullado por molestar. Maullé con ellos. Era encantador. Esos gallardos no tenían mi desagradable gordura. Se burlaban de mí cuando me resbalaba como una bola sobre los tejados de zinc, calientes bajo el sol ardiente. Un viejo gato callejero de la banda se encariñó especialmente conmigo. Se ofreció para educarme, cosa que acepté agradecido. ¡Oh! ¡Qué lejos estaba la suavidad de su tía! Bebía de las canaletas y ninguna leche me había parecido tan dulce. Todo me pareció bueno y bello. Una gata pasó, una gata encantadora, que al mirarla me provocó una emoción desconocida. Hasta ese momento sólo mis sueños me habían mostrado la suavidad que podía tener la espina dorsal de esas adorables criaturas. Mis tres compañeros y yo nos lanzamos al encuentro de la recién llegada. Adelanté a los otros, e iba a hacer un cumplido a la encantadora gata cuando uno de mis camaradas me mordió salvajemente el cuello. Grité de dolor. –¡Bah! –me dijo el gato viejo arrastrándome–, ya verá usted muchas otras.

Al cabo de una hora de dar un paseo, sentí un hambre feroz. –¿Qué podemos comer sobre los tejados? –pregunté a mi amigo, el vagabundo.

·         Lo que encontremos –me respondió sabiamente. Esta respuesta me incomodó, pues por mucho que me esforzara, no encontraba nada. Percibí en una buhardilla a una joven obrera preparando su almuerzo. Sobre la mesa, debajo de la ventana, reposaba una magnífica costilla de un rojo apetitoso.

·         Esto es lo que me conviene –pensé ingenuamente. Y salté sobre la mesa, de donde tomé la costilla. Pero la obrera me vio y me atestó un escobazo en el espinazo. Solté la carne, y escapé gritando una blasfema espantosa.

·         ¿Viene de un pueblo? –me dijo el vagabundo–. La carne que está sobre la mesa es para desear de lejos. Debemos buscar dentro de los canalones. Yo nunca pude entender que la carne de las cocinas no perteneciera a los gatos. Mi estómago comenzaba a reprocharme seriamente. El vagabundo terminó de desesperarme al decirme que teníamos que esperar a que anocheciera. En ese momento, descenderíamos a la calle y hurgaríamos en los botes de basura. ¡Esperar a que anochezca! Lo decía tranquilamente, con aire de filósofo curtido. Yo me sentía desfallecer de sólo pensar en un ayuno tan prolongado.

La noche llegó despacio con una niebla que me congeló. Pronto empezó a llover, una lluvia fina, penetrante, azotada por bruscas ráfagas de viento. Bajamos por el ventanal de una escalera. ¡La calle me pareció horrorosa! Ya no había ese calor, ese sol ancho, esos techos blancos de luz donde nos apoltronábamos deliciosamente. Mis patas resbalaban sobre el cemento grasoso. Recordé con amargura mis tres cobijas y mi cojín de plumas. Apenas llegamos a la calle, mi amigo el vagabundo se puso a temblar. Se redujo tanto como le fue posible y se escabulló hipócritamente entre las casas, pidiéndome que lo siguiera con rapidez. Al encontrar una puerta cochera, se refugió a toda prisa, dejando escapar un ronroneo de satisfacción. Al interrogarlo acerca de aquella huida, me preguntó: –¿Vio a ese hombre que tenía un cesto y un gancho en la mano? –Sí. –¡Pues bien, si nos hubiera visto, nos hubiera matado y comido asados! –¡¿Comido asados?! –exclamé–. Pero, ¿la calle no nos pertenece? ¡No comemos y además nos comen!

Entre tanto, habían sacado la basura a la calle. Yo escarbaba los montones con desesperación. Encontré dos o tres huesos escuálidos que quedaban en las cenizas. En ese momento comprendí cuán deliciosas eran las menudencias frescas. Mi amigo el vagabundo rasgaba artísticamente la basura. Me hizo correr hasta la mañana, explorando cada adoquín, sin prisa alguna. Durante cerca de diez horas estuve sometido a la lluvia, todos mis miembros tiritaban. Maldita calle, maldita libertad, ¡cómo extrañaba mi prisión! De día, cuando el vagabundo me vio tambalear, me preguntó con aire extraño:

·         ¿Ya tuvo suficiente? –Absolutamente –respondí.

·         ¿Quiere volver a su casa?

·         Desde luego, pero, ¿cómo encontrar la casa?

·         Acérquese. Esta mañana, viéndolo salir, comprendí que un gato gordo como usted no está hecho para las crueles dichas de la libertad. Conozco su morada, lo llevaré hasta la puerta. Lo dijo simple y dignamente, ese viejo gato vagabundo. Cuando hubimos llegado me dijo sin expresar la más mínima emoción.

·         Adiós. –¡No! –grité–. No nos separemos así. Usted va a venir conmigo, compartiremos la misma cama y carne. Mi ama es una santa mujer… Él no me dejó terminar.

·         Cállese –dijo bruscamente–, usted es un tonto. Me moriría entre sus blandas tibiezas. Su vida holgada está bien para los gatos bastardos. Los gatos libres nunca comprarían al precio de una prisión sus menudencias y su cojín de plumas… Adiós. Y se regresó a los tejados. Vi su grande y delgada silueta temblar de placer ante las caricias del sol naciente. Cuando regresé, su tía tomó el mazo y me propinó un castigo que recibí con una profunda alegría. Saboreé ampliamente la voluptuosidad del calor y de ser golpeado. Mientras que ella me golpeaba, yo fantasmeaba con la deliciosa carne que me iban a servir en seguida.

·         Vea usted –concluyó mi gato estirándose frente a la chimenea–, la verdadera felicidad, el paraíso, mi querido maestro, es el de estar encerrado y golpeado en una pieza donde hay carne.  Me refiero a los gatos.

Comentario

Este cuento se publicó por primera vez en 1866 en el periódico Le Figaro, con el título «La jornada de un perro errante». Luego, los perros fueron sustituidos por los gatos y el cuento sufrió varias modificaciones hasta la versión definitiva que aquí se presenta.  Siendo ésta una alegoría del eterno dilema entre libertad y confort, donde un gordo gato doméstico se escapa para probar esa vida bohemia del gato callejero que tanto le fascina.

https://www.academia.edu/73622466/Emile_Zola_El_para%C3%ADso_de_los_gatos, consultado el 28/10/2022).

El cuento en Rusia. Chéjov y el relato en miniatura.

Información sobre Antón Chéjov (1860-1904).

Biografía y sus obras

Dramaturgo y cuentista ruso. Hijo de un antiguo siervo, mantuvo a su familia escribiendo cómics populares mientras estudiaba medicina en Moscú. En el tiempo en que ejercía como médico, produjo su primera obra de teatro de larga duración, Ivanov (1887), pero no fue bien recibida. Retoma temas serios con cuentos como “La estepa” (1888) y “Una historia triste” (1889); historias posteriores incluyen “El monje negro” (1894) y “Campesinos” (1897). Su obra maestra El tío Vania (1897) y La gaviota (1896) fueron mal recibidas, hasta su exitosa reposición en 1899 por Konstantin Stanislavsky y el Teatro de Arte de Moscú. Se mudó a Crimea para curar su tuberculosis, que eventualmente sería fatal, y allí escribió sus últimas obras de teatro, Tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904), para el Teatro de Arte de Moscú. Las obras de Chéjov, que tienen una visión tragicómica del estancamiento de la vida provincial y el fallecimiento de la nobleza rusa, recibieron elogios internacionales después de su traducción al inglés y otros idiomas, y como escritor de cuentos todavía se lo considera prácticamente inigualable.

Algunas Citas del autor

Odio y disgusto

El amor, la amistad, el respeto no unen tanto a las personas como un odio común por algo: Cuadernos.

Privacidad

La vida personal de cada individuo se basa en el secreto, y quizás sea en parte por eso que el hombre civilizado está tan nerviosamente ansioso de que se respete la privacidad personal.

El entorno

Al hombre se le ha dotado de razón, de facultad de crear, para que pueda añadir a lo que se le ha dado. Pero hasta ahora no ha sido un creador, solo un destructor. Los bosques siguen desapareciendo, los ríos se secan, la vida silvestre se extingue, el clima se arruina y la tierra se vuelve cada día más pobre y fea. Tío Vania

(https://www.britannica.com/summary/Anton-Chekhov. Consultado el 27/10/2022)

Información sobre los cuentos de Chéjov

En una ocasión Chéjov alardeó ante Korolenko de su facilidad para la creación literaria, aseverándole que al día siguiente podría tener preparado un cuento sobre cualquier tema o motivo, por nimio o anodino que éste fuera, citando como ejemplo un cenicero que habla sobre la mesa. No era, ni mucho menos, una fanfarronada. Los cuentos creados por él son de una amplia variación ya sea por tema, ambiente, orientación y carácter, así como el propio lenguaje, unas veces elegante, otras popular, según sean los personajes y siempre denso, preciso, delicadamente poético; aunque en todas las ocasiones respetando el idiolecto de sus protagonistas.

Corresponde subrayar que Chéjov suele ver el paisaje con los ojos de sus personajes, no con los suyos, integrando de este modo las escenas más descriptivas en las puramente narrativas y logrando de este modo un conjunto más armonioso, en el que no se perciben saltos ni interrupciones en la trama del relato; esas descripciones sirven también para definir a los protagonistas de la historia contada, perfilando su sensibilidad y su carácter.

Chéjov es un creador elusivo, elíptico, implícito que en muchas ocasiones deja algunas casillas de información sin completar y, en otras, desperdiga alusiones y referencias oblicuas que el lector no puede pasar por alto si quiere formarse una idea cabal de lo que el escritor desea comunicar como lo comenta el personaje de su relato “Las grosellas”, cuando dice: “Lo más importante en la vida sucede entre bastidores”. Esta máxima es válida en gran medida para la narrativa de Chéjov como también para su teatro. En el cuento “La tristeza” que incluyo en este volumen, cuando el relato comienza todo ha pasado ya; Yona, el viejo cochero, ha perdido a su hijo e intenta contarles su desgracia a los diferentes pasajeros que abordan su pobre vehículo; nadie le hace caso y, finalmente, termina narrándole a su equino la penosa historia. Es un claro ejemplo de cómo la verdadera historia de dolor ha ocurrido entre bastidores y la anécdota del cuento aborda el gran tema de la indiferencia humana.

            A su vez, en la acotación final del Jardín de los cerezos sólo se oye el sonido lejano de un hacha que tala uno de los árboles del huerto. El narrador, por medio de este sonido, nos informa de la suerte que ha de correr el jardín, aunque no da más detalles al respecto al mismo tiempo que se genera la incertidumbre de aquellos que deseaban conservar el jardín de los cerezos como un rico patrimonio familiar. Así funcionan muchas veces sus relatos, sin explicaciones concluyentes con sobreentendidos o elucidaciones fragmentarias. Sus cuentos no resultan así conclusivos, sino que, como la vida misma continúan a pesar de haber terminado. En los relatos de Chéjov dominan dos sentimientos o ideas nada tranquilizadoras: lo inevitable de la muerte al igual que lo expresa Flaubert en Un corazón sencillo y el carácter único de la vida, don inefable e irrepetible que el ser humano derrocha de forma absurda y despreocupada. En esta línea de pensamiento, el escritor ruso se afilia a aquella idea de Plauto continuada por Hobbes de que “el hombre es el lobo del hombre”. (Cfr. Antón Chéjov (2005). Obras completas, tomo II, trad. de Víctor Gallego Ballestero, Barcelona, Aguilar [Tomo II. Cuentos].

La tristeza, un cuento de Antón Chéjov

Retrato de Antón Chéjov

Sus cuentos

En el amplio marco de sus cuentos nos permitimos mencionar algunos de ellos, al mismo tiempo que incluir uno en particular que servirá de ejemplo que nos permita valorar la maestría de Chéjov al contar historias.

1.      “En la barbería” fue publicado en El espectador en febrero de 1883.

2.      “La cerilla sueca” apareció en la revista La libélula  en 1884.

3.      “De mal en peor” en Entretenimiento en 1884.

4.      “Apellido de caballo” en  La Gaceta de San Petersburgo en 1885.

5.      “Tristeza” en la misma publicación anterior en 1886.

6.      “Pequeñeces de la vida” igualmente en La Gaceta en 1886.

7.      “El hombre enfundado” en El pensamiento ruso en 1896.

Son muchos, pero muchos más los relatos del prolífico escritor ruso y los invito a leerlos en la amplia red informática de Internet.

“La Tristeza”

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud. Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta. —¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya! Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable. —¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha. —¡Ten cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

·         ¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.

·         ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

·         ¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada: —Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…—¿De veras?… ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice: —No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.

·         ¡A la derecha! —se oye de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo. Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente! Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo. —¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres! Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes. Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

·         ¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro…—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos. —Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña. —¡Eso no es verdad! —responde el otro—. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.—¡Palabra de honor! —¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo. Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atildadamente. —¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor! —¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo! Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice: —Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…—¡Todos nos hemos de morir! —contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie. —Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo —le aconseja uno de sus camaradas. —¿Oyes, viejo estás enfermo? —grita el chepudo—. Te la vas a ganar si esto continúa. Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda. —¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor, señores! —Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes. —¿Yo?! Ji, ji, ¡ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Sólo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo. Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama: —¡Por fin, hemos llegado! Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros “Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él. Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero. Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación. —¿Qué hora es? —le pregunta, melifluo. —Van a dar las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta. Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente. Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo. —No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar. El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote. Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos. Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso —piensa— se siente tan desgraciado. En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada. —¿Quieres beber? —le pregunta Yona. —Sí. —Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia! Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar. Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas. Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El caballo, inmóvil, come heno. —¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…Tras una corta pausa, Yona continúa: —Sí, amigo…, ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad? El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

(Antón P. Chéjov. TítuloCuentosEditorial: Alba. VentaAmazonFnac y Casa del libro).

Comentario

El inicio del relato es in medias res[2] —en mitad del asunto— porque cuando el relato empieza ya ha sucedido el triste acontecimiento que da nombre al cuento: la muerte del hijo de Yona.

Empieza diciendo el narrador autodiegético: “La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. “El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil”.

La descripción corresponde a un clásico invierno del clima soviético; pero, al mismo tiempo, ese frío implacable, es trasunto y reflejo del estado de ánimo del personaje principal, quien se enfrenta a la muerte de su hijo y desea con explicable desesperación comentarlo con alguien que lo comprenda.

Los personajes secundarios del relato son un militar, unos jóvenes que sólo piensan en divertirse, sus compañeros cocheros como él y su propio caballo al que termina contándole lo que los demás no quisieron escuchar ni compartir.

En la última parte del relato el padre compungido comenta:

“A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…Tras una corta pausa, Yona continúa: —Sí, amigo…, ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad? El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo”.

Ante la indiferencia del mundo busca refugio en la irracionalidad de su único amigo. El autor que está detrás del personaje dibuja la imagen de una sociedad deshumanizada en donde nadie tiene interés en coparticipar con el dolor del otro. Yona debe contárselo a alguien y al verse rechazado por muchos, se refugia en el único amigo que puede, si no entenderlo, por lo menos escucharlo. Se oye la voz de Yona que narra por fin lo que ha intentado decir todo ese día. La muerte es la silenciosa protagonista que en forma despiadada le ha arrebatado a su vástago. Y le dice con apagado dolor: “Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad? El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo”. El cuento se cierra con el discurso imposible del cochero que desnuda su alma ante le explicable indiferencia del equino.

Poe y Narraciones extraordinarias:  el arte de horrorizar al lector.

Somera información sobre Edgar Allan Poe

Legado de Edgar Allan Poe

El trabajo de Poe debe mucho a la preocupación del romanticismo con lo oculto y lo satánico. También debe mucho a sus propios sueños febriles, a los que aplicó una rara facultad de formar telas plausibles a partir de materiales impalpables. Con un aire de objetividad y espontaneidad, sus producciones dependen en gran medida de su propia imaginación y de una elaborada técnica. Su agudo y sensato criterio como tasador de la literatura contemporánea, su idealismo y dotes musicales como poeta, su arte dramático como narrador, muy apreciado en vida, le aseguraron un lugar destacado entre los hombres de letras universalmente conocidos.

El hecho sobresaliente en el carácter de Poe es una extraña dualidad. La amplia divergencia de los juicios contemporáneos sobre el hombre parece casi apuntar a la coexistencia de dos personas en él. Con aquellos a quienes amaba era amable y devoto. Otros, que fueron el blanco de sus duras críticas, lo encontraron irritable, egocéntrico y llegaron a acusarlo de falta de principios. ¿Fue, se ha preguntado, un doble del hombre que surge de las pesadillas desgarradoras o de la visión interior demacrada de los crímenes oscuros o de las espantosas fantasías de cementerio que se cernían sobre el ser inestable de Poe?

Gran parte de la mejor obra de Poe trata sobre el terror y la tristeza, pero en circunstancias ordinarias el poeta era un compañero agradable. Hablaba brillantemente, principalmente de literatura y leía su propia poesía y la de los demás con una voz de incomparable belleza. Admiraba a Shakespeare y Alexander Pope. Tenía sentido del humor y se disculpaba con un visitante por no tener un cuervo como mascota. Si se considera la mente de Poe, la dualidad es aún más llamativa. Por un lado, era un idealista y un visionario. Su anhelo por el ideal era tanto del corazón como de la imaginación. Su sensibilidad por la belleza y la dulzura de la mujer inspiró sus letras más conmovedoras (“A Helena”, “Annabel Lee”, “Eulalia”, “To One in Paradise”) y los himnos en prosa llenos de tono a la belleza y el amor en “Ligeia” y “Leonora.” En “Israfel” su imaginación lo llevó lejos del mundo material a una tierra de ensueño. Este estado de ánimo fue especialmente característico de los últimos años de su vida.

Por otro lado, Poe destaca por una atenta observación de los detalles minuciosos, como en las largas narraciones y en muchas de las descripciones que introducen los cuentos o constituyen sus escenarios. Estrechamente relacionado con esto está su poder de raciocinio. Se enorgullecía de su lógica y manejó con cuidado este logro real para impresionar al público con su posesión aún más de lo que tenía; de ahí las supuestas hazañas de lectura de pensamientos, resolución de problemas y criptografía que atribuyó a sus personajes William Legrand y C. Auguste Dupin. Esto le sugirió los cuentos analíticos, que dieron origen a la novela policiaca, y sus cuentos de ciencia ficción.

La misma dualidad se manifiesta en su arte. Era capaz de escribir poesía angelical o extraña, con un sentido supremo del ritmo y el atractivo de las palabras, o una prosa de suntuosa belleza y sugestión, con el aparente abandono de una inspiración apremiante; sin embargo, escribía un problema de psicología morbosa o los contornos de una trama implacable en un estilo duro y seco. En las obras maestras de Poe, el doble contenido de su temperamento, de su mente y de su arte se funde en una unidad de tono, estructura y movimiento, quizás más eficaz cuanto más compuesto está de varios elementos.

Como crítico, Poe hizo gran hincapié en la corrección del lenguaje, la métrica y la estructura. Elaboró reglas para el cuento, en las que buscaba las antiguas unidades: es decir, el cuento debe relatar una acción completa y tener lugar dentro de un día en un mismo lugar. A estas unidades añadió la de modo o efecto. Sin embargo, no era extremista en estos puntos de vista. Elogió obras más largas y, a veces, pensó que las alegorías y la moraleja eran admirables, si no se presentaban con crudeza. Poe admiraba la originalidad, a menudo en trabajos muy diferentes a los suyos, y en ocasiones fue un crítico inesperadamente generoso de escritores decididamente menores.

Sus cuentos

En sus cuentos en prosa expresa su modo familiar de evasión del universo de la experiencia común lo cual fue a través de pensamientos, impulsos o miedos espeluznantes. De estos materiales extrajo los efectos sorprendentes de sus relatos de muerte (“La caída de la casa de Usher”, “La máscara de la muerte roja”, “Los hechos del caso de M. Valdemar”, “El entierro prematuro, ” “El retrato oval”, “Sombra”), sus relatos de maldad y crimen (“Berenice”,“ El gato negro”, “William Wilson”, “El diablillo del perverso”,“ El barril de amontillado”, “El corazón delator”), sus relatos de supervivencia tras la disolución (“Ligeia”, “Morella”, “Metzengerstein”), y sus relatos de fatalidad (“La Asignación”, “El hombre de la multitud”). Incluso cuando no arroja a sus personajes a las garras de fuerzas misteriosas o a los caminos inexplorados del más allá, utiliza la angustia de la muerte inminente como medio para hacer temblar los nervios (“El pozo y el péndulo”), y su grotesco invento trata sobre cadáveres y descomposición en un extraño juego con las secuelas de la muerte.

Cfr. Jacques Barzum: https://www.britannica.com/biography/Edgar-Allan-Poe/Legacy. Consultado el 28 de octubre de 2020.

Recomiendo buscar todos estos relatos o algunos de ellos en páginas de reconocido prestigio de la Web como por ejemplo Ciudad Seva;  o si deseas comprar un buen libro con la obra de Poe nada más recomendable que Los cuentos completos, publicado en dos volúmenes por el Círculo de lectores con prólogo, traducción y notas de Julio Cortázar.

He elegido para su análisis el cuento

“El gato negro”

No espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio de la intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol? -, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad[3]. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de ésta con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que, en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta, aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero, sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a duda, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

·         Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

(Poe (s/f). Cuentos completos: 92-101). Traducción de Julio Cortázar para Círculo de lectores.

Comentario

Inicio del relato

El relato está planteado en focalización interna fija y la voz es autodiegética (Genette (1989): 245, 270). El personaje cuenta su propia historia y, a medida que avanza la narración, se va haciendo confidente del lector; le cuenta su historia, una diégesis aparentemente incomprensible que comienza con la paz de un hombre que ama a los animales domésticos y termina con el odio desesperado que nace de pronto hacia ellos. En el inicio dice esa misteriosa voz:

“No espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño”.

Cómo voy a pedirte a ti, lector circunstancial, que creas lo que voy a contar si ni yo mismo lo creo: En esto radica el conflicto narrativo que iremos siguiendo a lo largo del cuento.

Docilidad y gusto por los animales

Antes de la grosera transformación, el personaje era un hombre dócil y amable. Gozaba de la vida y se había casado con una mujer muy semejante a él en lo que tiene que ver con las costumbres de vivencias diarias, incluido el amor por los animales.

“Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad”.

Primer atentado contra Plutón

El gato, Plutón, tiene la desgracia de ser el animal preferido del protagonista; pero éste, que se ha entregado al alcohol y no tiene dominio alguno de sus acciones, permite que se genere en él una suerte de odio incomprensible, hasta tal punto que, a mayores caricias del animalito, mayor es su rechazo. Por eso el narrador dice: “Embriagado y furioso sin razón alguna” un día comete un acto deshonesto, tan vulgar que con sólo recordarlo llega a despreciarse a sí mismo: “Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad”. Le saca un ojo de su órbita y, al hacerlo, enrojece y tiembla. En este mundo contemporáneo en que se defienden más a los gatos y a los perros que a los seres humanos, imagino la repugnancia que les ha de causar tal acción. A mí, el hombre que repasa estos hechos me llena de indignación lo que hace el borracho, porque la diferencia de fuerzas entre ambos no acepta ni justifica tal proceder. Sigo pensando que el hombre es el peor enemigo del hombre y, al prestar atención al comportamiento del personaje, observo como se va hundiendo en su propio abismo, como va desgastando su alma, como se pierde poco a poco en la inmundicia que su corazón enfermo lo orilla a realizar.

El espíritu de la perversidad

Paulatinamente la intensidad del relato crece más y más. Se impone ahora el contexto de una de las teorías del propio Poe, que tiene que ver con lo que él le ha llamado “el espíritu de la perversidad” y que el propio autor se detiene a explicar en su cuento: “El demonio de la perversidad”. El hombre es protervo por naturaleza y cuando lleva la máscara social siempre esboza una sonrisa, sonrisa falsa e hipócrita, pero sonrisa al fin. Cuando se despoja de esta máscara aparece lo más inicuo que lleva adentro; es cuando mueren o se postergan sus ideales y se satisface en el sufrimiento ajeno. Por eso: “Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad[4]. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano…”

El crimen inexplicable de Plutón

Lo dicho anteriormente se materializa en esa oscura mañana en que ahorca al pobre animal:

“Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible”.

La anáfora de la expresión “lo ahorqué” subraya lo maligno de esta acción. En primer lugar, lo ahorcó porque Plutón lo había amado, además porque no le había dado razón alguna para hacerlo y, porque, macabramente conocía, mediante patética anagnórisis, que con este hecho estaba cometiendo un pecado mortal que lo condenaba a las llamas del infierno. Como pueden observar, en estas expresiones predomina la antítesis, como una suerte de lógica del absurdo, porque las razones que enumera para explicar por qué lo mató son precisamente las contrarias. Matar a un animal es un acto despreciable, inclusive cuando se lleva a cabo mediante el pretexto de la caza, como deporte y entretenimiento; ahora bien, eliminar a un ser irracional no condena al infierno per se. Pero descubrimos en esta afirmación según la cual se condena al suplicio eterno, una prolepsis del final. Cuando intenta matar al segundo gato su esposa se interpone y él la asesina sin misericordia alguna.

El incendio. La desgracia económica. Lo misterioso.

Los acontecimientos se precipitan: se incendia la casa sin explicación alguna, la desgracia económica se yergue sobre la familia y el endiablado narrador se atreve a precisar:

“No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción”.

Cualquier ser humano, por más insensato que sea, está en condiciones de establecer una relación causa-efecto entre lo sucedido y las acciones que llevaron al pobre gato a su destino final. El personaje o no lo quiere reconocer o juega sombríamente con los hechos para no aceptar que una fuerza superior está en discordancia con él y lo prepara para hacerle vivir su propia catarsis.

Debo ahondar también en la noción aristotélica de peripecia (Cfr. Aristóteles, 2018: 58-59)[5]. Todos cambiamos a lo largo de nuestra vida, pero estas mutaciones del personaje nos hablan de un enajenado mental que no es dueño de sus acciones y que se degrada al máximo sin otro objetivo que el de sentir el placer de perjudicar al otro.      

Segundo gato. Sustitución y renovado rencor

Siguiendo la línea del eterno retorno de Dionisos que será explicada, años después, por Nietzsche[6], los acontecimientos se repiten y el perverso Dionisos regresa para instrumentar el castigo que corresponde a las culpas del personaje. Ésta es una metáfora que empleo para referirme a los sucesos posteriores que determinarán la caída y la sanción para el pecador no arrepentido de sus actos.

Continúa diciendo la voz que cuenta los hechos:

“Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba”.

Está preparando el terreno para su segundo crimen.

Intenta matar al gato y asesina con premeditación a su pobre mujer.

Cuando finalmente decide hacer con el nuevo animal lo mismo que había hecho con Plutón —ya lo decíamos supra— su esposa, que hasta este momento no había dicho ni llevado a cabo nada digno de destacarse, se interpone entre el hacha asesina y el animalito y recibe ella el golpe mortal. Destaco que en este instante se cumplen las condiciones necesarias para que el protagonista vaya al encuentro del temido infierno. Su crimen clama al cielo y, como lo diría cualquier abogado en turno, lo lleva a cabo con premeditación y alevosía; es un ser maldito no sólo porque yo lo digo, sino porque se trata de un verdadero enfermo que merece la muerte.

Se narra el hecho de esta manera:

“Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies”.

Insensible y enajenado se deshace del cadáver

“Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver”.

Su conciencia no le reclama nada y como antítesis de Raskólnikov —el de Dostoievski— comienza a buscar la forma de deshacerse del cadáver aún tibio de su mujer. Dice la espeluznante y aterradora voz:

“Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas”.

Ausencia del gato. Ignorancia de la premonición

Pero sus acciones no lo satisfacen aún porque no encuentra al gato. Se abre así un paréntesis de espera y de incógnita que lleva al circunstancial lector de este relato a interrogarse de igual manera. El narrador disfruta con hacer posible este misterio. Cuando veamos en donde se había ocultado el nuevo Plutón comprenderemos la magnitud del secreto. Continúa hablando:

“Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho”.

Búsqueda infructuosa y absurdo “alivio” de quien no sabe que el destino —al modo de la tragedia ática— no perdona.

La investigación policiaca. Doble anagnórisis: de los policías y del criminal al encontrarse con la figura patética del destino representada por el terrible gato.

Cuando entra en escena la policía lo hace sólo para llenar la fórmula, como sucede en muchos países del mundo. Como no hay un detective capaz como los que nos muestra el tranquilizador cine de Hollywood, los agentes del orden —vaya sorpresa— no encuentran nada. Deciden retirarse y los acontecimientos que nos llevan al final del relato se desarrollan de la forma que sigue:

1.      “-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía”.

Al protagonista le hubiera convenido más callar que hablar. Pero como está poseído por el espíritu de la perversidad, disfruta de su —valga el oxímoron— depravada felicidad.

2.      “Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón”.

Sus fanfarronadas lo llevan a golpear la pared en donde se encontraba el triste cadáver de su esposa; tan seguro está de sí mismo, hasta que todos escuchan aquel grito desgarrador que a ustedes y a mí nos ponen la piel de gallina, nos desorientan y nos amarra con un miedo indescriptible. Así es Poe, implacable con su lector como lo fue con sus amigos y conocidos, como lo fue consigo mismo[7].

3.      Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Descripción final decadentista y afincada en el horror.

Se asoman así los policías al misterio que nunca habrían llegado a develar si no fuera por el gato delator y el personaje puede observar con horror cuál ha de ser su propio fin:

“El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!”

La descripción corresponde a un perfecto cuadro del decadentismo[8] al mejor estilo de Baudelaire y sus Flores del mal.

El final del relato es abierto porque a nosotros, sus lectores, nos corresponde imaginarnos como se desarrollarán los acontecimientos futuros a pesar de que el cuento empieza in extrema res como lo explica Horacio en su Arte poética, p. 71, es decir por el final de la cuestión cuando el personaje nos dice: “Mañana voy a morir”.

Todos mis comentarios apuntan a una sola intención: que todos mis lectores revisen y profundicen las nociones esenciales que yo les proporciono.  


 

 

 

Oscar Wilde y la perspectiva lúdica del misterio. Reír en lugar de huir.

Sobre Oscar Wilde Biografía de Oscar Wilde (1854-1900).

Oscar Wilde fue un escritor, poeta y dramaturgo británico, famoso por su habitual ingenio y sarcasmo social. Nació en el año 1854 en Dublín, en una familia aristócrata y siendo el mediano de tres hermanos. Falleció en París en 1900.

Alumno destacado del Trinity College en su ciudad natal, Wilde acabó sus estudios en Oxford. Durante ese periodo, el escritor estudió a los clásicos de la literatura griega, convirtiéndose en un experto sobre la materia, incluso ganando varios premios de poesía clásica, como el Premio Newdigate de poesía, el cual tenía mucho prestigio en esa época. Compaginó sus estudios viajando por Europa y publicando sus poemas en periódicos o revistas.

A partir de 1879 decide establecerse en Londres de manera permanente donde años después se casó y tuvo dos hijos. Es en Londres donde empieza a producir sus primeras obras de éxito, como su reconocida novela El retrato de Dorian Gray (1890) o, en teatro, El abanico de Lady Windermer (1892), Salomé (1894) —que fue censurada por retratar personajes bíblicos—, o La importancia de llamarse Ernesto (1895), divertida comedia que ha sido llevada al cine en diversas ocasiones. Entre los años 1887 y 1889 editó una revista femenina, Woman’s World.

Su carrera y su vida tal y como la conocía se derrumba a finales de 1895. Acusado de sodomía por el padre de un íntimo amigo suyo, Wilde es condenado a dos años de trabajos forzados. Durante su estancia en prisión escribiría una larga carta titulada De Profundis, que no sería publicada de manera completa hasta 1909, ya de manera póstuma.

Tras su salida de la cárcel sufre un absoluto ostracismo social y decide abandonar Inglaterra rumbo a Francia, donde viviría en Berneval hasta la muerte de su esposa en 1898. A partir de entonces y bajo el nombre de Sebastian Melmoth, viajó por Europa para acabar estableciéndose en París, donde murió en noviembre del año 1900 con tan solo 46 años. (https://www.lecturalia.com/autor/5234/oscar-wilde, consultado el 28/10/2022).

Presentación y análisis de un relato.

El fantasma de Canterville.

 

I

Cuando el señor Hiram B. Otis, el ministro de Estados Unidos, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo al señor Otis cuando llegaron a discutir las condiciones.

·         Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, mientras se vestía para cenar. Me creo en el deber de decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado de la Universidad de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

·         Señor -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o para pasearlo por los caminos como un fenómeno.

·         El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.

·         ¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

·         Realmente son ustedes muy naturales en Estados Unidos -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación del señor Otis-. Ahora bien: si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo lo previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su familia emprendieron el viaje a Canterville.

La señora Otis, que con el nombre de señorita Lucrecia R. Tappan, de la calle Oeste, 52, había sido una ilustre “beldad” de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.

Muchas damas norteamericanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error.

Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido citársele en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con Estados Unidos hoy en día, excepto la lengua, como es de suponer.

Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional.

Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato.

La señorita Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.

Era una amazona maravillosa, y sobre su caballito derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan delirante en el joven duque de Cheshire, que le propuso acto continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron que expedirlo aquella misma noche a Elton, bañado en lágrimas.

Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.

Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.

Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, el señor Otis telegrafió que fueran a buscarlo en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado de olor a pinos.

De cuando en cuando se oía una paloma arrullándose con su voz más dulce, o se entreveía, entre la maraña y el frufrú de los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán.

Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.

En los escalones se hallaba para recibirlos una vieja, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos.

Era la señora Umney, el ama de llaves que la señora Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un singular acento de los buenos tiempos antiguos:

·         Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.

La siguieron, atravesando un hermoso vestíbulo de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.

Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, se sentaron todos y se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para el otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

·         Veo que han vertido algo en ese sitio.

·         Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.

·         ¡Es espantoso! -exclamó la señora Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.

La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa respondió:

·         Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco. Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras personas, pero quitarla, imposible.

·         Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El detergente y quitamanchas marca “Campeón Pinkerton” hará desaparecer eso en un abrir y cerrar de ojos.

Y antes de que el ama de llaves, aterrada, pudiera intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida a un cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

·         Ya sabía yo que el “Campeón Pinkerton” la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular sobre su familia, llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó.

·         ¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo cigarro-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.

·         Querido Hiram -replicó la señora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

·         Descontaremos eso de su salario en la caja. Así no se volverá a desmayar.

En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, se veía que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que debía esperarse algún disgusto en la casa.

·         Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas… que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles que pasaban.

A pesar de lo cual, el señor Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación renqueando.

II

La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario. Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

·         No creo que tenga la culpa el “limpiador sin rival” -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser el fantasma.

En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco. Al otro día, por la mañana, había reaparecido. Y, sin embargo, la biblioteca había permanecido cerrada la noche anterior, porque el señor Otis se había llevado la llave para arriba. Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello. El señor Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas. La señora Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó una larga carta a los señores Myers y Podmone, basada en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.

La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de “espera” y de “receptibilidad” que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los norteamericanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a Simón de Canterville. A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora. Era la una en punto. El señor Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. El señor Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta. Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.

·         Mi distinguido señor -dijo el señor Otis-, permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella de “Engrasador Tammany-Sol-Levante”. Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros agoreros nativos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.

Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.

El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa recobró su tranquilidad.

Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue injuriado tan groseramente. Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse a medianoche, lo vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con el señalado escéptico Monsieur de Voltaire. Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de “Rubén el Rojo”, o “el rorro estrangulado”, su “debut” en el “Gibeén, el Vampiro flaco del páramo de Bevley”, y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de “lawn-tennis”. ¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables norteamericanos le ofreciesen el engrasador marca “Sol-Levante” y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella manera. Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.

III

Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió extensamente acerca del fantasma. El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento no había sido aceptado.

·         No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la cabeza…

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos.

·         Pero, por otro lado -prosiguió el señor Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca “Sol-Levante”, nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el parqué de la biblioteca. Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que el señor Otis cerraba la puerta con llave por la noche, igual que las ventanas. Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego, de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre iglesia episcopal reformada de Norteamérica, la encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como era natural, estos cambios caleidoscópicos divirtieron grandemente a la reunión y se hacían apuestas todas las noches con entera tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre, y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.

El fantasma hizo su segunda aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el salón. Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte y caído sobre las losas. Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus hondas, le lanzaron inmediatamente dos balines, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, lo instaba a levantar los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándolos a todos en la mayor oscuridad. Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas, que en más de una ocasión le habían sido muy útiles. Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves renunciaron antes de terminar el primer mes en su cargo. Por consiguiente, lanzó su carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, la señora Otis.

·         Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.

El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación se sintió destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio; pero lo que más lo humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura. Contaba con hacer impresión aun en esos norteamericanos modernos, con hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los Canterville estaban en Londres. Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo por el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.

Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre. No obstante, lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada. Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba a quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el “limpiador incomparable de Pinkerton”. Después de reducir al temerario, al despreocupado joven, entraría en la habitación que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la señora Otis, y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos terribles del osario. En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis. A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo, moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de “Daniel el Mudo, o el esqueleto del suicida”, papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste como en su otro papel de “Martín el Demente o el misterio enmascarado”.

A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse. Durante algunos instantes lo inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos, que se divertían evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama. Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino. La lechuza chocaba con los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta. Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada. Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino. En un momento dado le pareció oír que alguien lo llamaba: se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington. Allí hizo una breve parada. El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento. Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió, lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas manos huesosas. Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un loco. La cabeza del espectro era pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente.

Como nunca había visto fantasmas, naturalmente sintió un pánico terrible, y, después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a su habitación, trompicando en el sudario que le envolvía. Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente. Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un momento, el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas, volvió al sitio en que había visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo, y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio se halló en presencia de un espectáculo terrible. Le sucedía algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared en una actitud forzada e incómoda. Simón se precipitó hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despegarse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:

He aquí al fantasma Otis

El único espíritu auténtico y verdadero

Desconfíen de las imitaciones

Todos los demás son falsificaciones.

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado! La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las mandíbulas desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según el ritual pintoresco de la antigua escuela, “que cuando el gallo tocara por dos veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el crimen, de callado paso, saldría de su retiro”.

No había terminado de formular este juramento terrible, cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora, y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo. Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas lo obligó a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su juramento vano y en su vano proyecto fracasado. Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento.

·         ¡Que el diablo se lleve a ese animal volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi buena lanza, atravesándole el cuello y obligándolo a cantar otra vez para mí, aunque reventara!

Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la noche.

IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido. No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del parqué de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudable que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su alcance. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación. Verdad es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural. Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, se envolvía en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el engrasador “Sol-Levante” para sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio de la señora Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos. A pesar de todo, no se vio libre de problemas. No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerlo tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de “Isaac el Negro o el cazador del bosque de Hogsley”, cayó cuan largo era al poner el pie sobre una pista de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera de roble. Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de “Ruperto el Temerario o el conde sin cabeza”.

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jach Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza, al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera de Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos los sentidos. Sin embargo, era, permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico), “del mundo superior a la Naturaleza”, era, repito, una creación de las más difíciles, y necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos. Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor. Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, a la que llamaré el dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta. A fin de hacer una entrada sensacional, la empujó con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel. Su sistema nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo escape, y al día siguiente tuvo que permanecer en cama con un fuerte reuma. El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves.

Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de norteamericanos, y se limitó a vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos. Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso salón, seguro de que en aquel sitio por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa de Sarow. Iba vestido sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y una azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de “Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Cherstey Barn”. Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo. Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en dirección a la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:

·         ¡Bu!

Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que lo esperaba armado con la regadera del jardín; de tal modo que, cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que, afortunadamente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre tubos y chimeneas, llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderlo, sembrando de cáscara de nuez los corredores todas las noches, con gran molestia de sus padres y criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse. En vista de ello, el señor Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años antes. La señora Otis organizó una extraordinaria horneada de almejas, de la que se habló en toda la comarca. Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al póquer y a otras diversiones nacionales de Estados Unidos. Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones. Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de que el señor Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban. El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duquesito de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville. A la mañana siguiente encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabras que éstas:

·         ¡Doble seis!

Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de dos familias nobles, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe Regente y sus amigos. Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado por matrimonio, pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire. Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al pequeño enamorado de Virginia en su famoso papel de “Fraile vampiro, o el benedictino desangrado”. Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su dinero a su farmacéutico en Londres. Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos lo retuvo en su habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.

V

Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera de atrás para que no la viesen. Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido. ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en persona! Se había acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida. Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo. Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarlo. Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.

·         Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien, nadie lo atormentará.

·         Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.

·         Esa no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? La señora Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.

·         Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse.

·         Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.

·         ¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.

·         ¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh, señor fantasma…! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un sándwich en mi costurero. ¿Le gustaría?

·         No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!

·         ¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda…?

·         Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra… Aunque ya sé que ustedes los norteamericanos no hacen el menor caso de esas cosas.

·         No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya fuertes impuestos sobre los espíritus, no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma para la familia.

·         Creo que no me divertiría mucho en Estados Unidos.

·         Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.

·         ¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales.

·         Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.

·         ¡No se vaya, señorita Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé qué hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.

·         Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los más listos.

·         Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.

Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa. Se acercó y arrodilló al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado.

·         Pobrecito fantasma -profirió a media voz-, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?

·         Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.

·         Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró.

·         Sí, de la muerte. Debe ser hermosa. Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio. No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor la acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran silencio. Le parecía vivir un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

·         ¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

·         ¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que éstos seis versos:

“Cuando una joven rubia logre hacer brotar

“una oración de los labios del pecador,

“cuando el almendro estéril dé fruto

“y una niña deje correr su llanto,

“entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad

“y volverá la paz a Canterville.

“Pero no sé lo que significan”.

·         Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.

·         No tengo miedo -dijo con voz firme – y rogaré al ángel que se apiade de usted.

Se levantó el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó. Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; el fantasma la guio a través de la estancia sombría. Sobre un tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados de flecos y con sus lindas manos le hacían gestos de que retrocediese.

·         Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.

Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

·         Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.

Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo de la estancia el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna. Un áspero y helado viento los azotó, sintiendo la muchacha que le tiraban del vestido.

·         De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde.

Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de Tapices quedó desierto.

VI

Unos diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a la señorita Virginia por ninguna parte. Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte. Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos. Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus criados de la granja. El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a el señor Otis que lo dejase acompañarlo, mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de Policía del condado, rogándoles que buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos. Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un criado por el camino de Ascot. Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su caballito, con la cara sofocada y la cabeza descubierta.

·         Lo siento muchísimo, señor Otis -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovido ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:

·         Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.

·         ¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo.

Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, el señor Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos. Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con el grupo de criados, llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando se oyó un crujido acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano un cofrecito. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.

·         ¡Ah…! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.

·         ¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.

·         Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba la señora Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros.

·         Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me ha dado este cofrecito de hermosas joyas.

Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y serio. En seguida, dando media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado, se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.

·         ¡Miren! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.

·         ¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.

·         ¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.

VII

Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House. El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban. La caja de plomo iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verlo desaparecer para siempre. Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas. En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor. Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.

A la mañana siguiente, antes de que lord Canterville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. Eran soberbias, magníficas. Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que el señor Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.

·         Señor -dijo el ministro-, sé que en este país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso (pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha), que esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de la familia. Además de que todas estas tonterías y juguetes, por muy apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran interés en que le deje usted el cofrecito que encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio del antepasado. Y como ese cofrecito es muy viejo y, por consiguiente, deterioradísimo, quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar la señora Otis de una excursión a Atenas.

Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de cuando en cuando el bigote gris para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez que hubo terminado el señor Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:

·         Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo le estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía, que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando la señorita Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas tan lindas que llevar. Además, señor Otis, olvida usted que adquirió usted el inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra lo hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él.

El señor Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Y Virginia fue agraciada con la diadema, que se otorga como recompensa a todas las norteamericanitas juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello. Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo lo posible por atrapar al duquesito y casarlo con una de sus siete hijas. Para conseguirlo dio al menos tres grandes comidas costosísimas. Cosa rara: el señor Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero teóricamente era enemigo de los títulos y, según sus propias palabras, “era de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana”. Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la iglesia de San George, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso en toda Inglaterra.

Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar. Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre la losa fúnebre de Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano, le dijo:

·         Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.

·         Y no los tengo, querido Cecil.

·         Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma.

·         Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia.

·         Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.

·         Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte.

El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.

·         Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón -dijo a media voz.

·         Siempre fue tuyo.

·         Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?

Virginia se ruborizó.

“The Canterville Ghost”,

The Court and Society Review, 1887. Biblioteca Digital Ciudad Seva

Comentario

Es el momento de establecer algunas diferencias entre el cuento[9], la nouvelle, la novella y la novelette. Si atienden a las nociones expresadas a pie de página podrán concluir, junto conmigo, que este relato de Wilde es una nouvelle.

Inicio del relato: Un castillo embrujado.

“Cuando el Señor Hiram B. Otis, ministro de Estados Unidos, compró el Castillo

Canterville, todo el mundo le dijo que cometía un error, pues aquel lugar estaba embrujado”.

El relato empieza in medias res; con anterioridad a las escenas que la voz narrativa nos presentará queda a la imaginación del  lector el saber cómo era la vida de la familia Otis antes de comprar el castillo. Son dos linajes —llamémosle así— que se reúnen: por un lado, la noble descendencia de los Canterville y, por el otro, la esposa e hijos de Hiram B. Otis, un comerciante estadounidense. Quien vende, honestamente advierte lo que para él es un verdadero misterio que causa miedo: “el lugar está embrujado”, le dice. Otis es un escéptico en materia de fantasmas y, de este modo, se lo hace saber al dueño del castillo. Creo que ustedes, mis amables lectores, comparten conmigo aquella frase de la tradición popular: “No creo en brujas, pero que las hay, las hay”. No creer es una forma de mostrar nuestra independencia frente a la superstición, pero cuando nos enfrentamos a ésta nuestra fuerza flaquea.

Los americanos del relato no tienen duda alguna sobre este tema y cuando empiezan a vivir los momentos que para otros habrían sido terribles, reaccionan con ironía y risa ante lo que muchos morirían de horror: “Señor Canterville -respondió el señor Otis- le agradezco su advertencia, pero es necesario que sepa que nosotros los norteamericanos somos fanáticos de estas historias. Claro que sigo interesado en comprar el castillo y más si hay un fantasma”.

Cuando descubre la mancha de sangre en la alfombra, comienza la representación lúdica.

La mancha en la alfombra es el primer leitmotiv del relato. Ésta será explicada parcialmente por el ama de llaves de la casa aludiendo al asesinato de la esposa cometido por el actual fantasma. En realidad, la presencia del lord Canterville en el castillo a pesar de haber muerto hace más de doscientos años, se debe a una necesidad de purgar su culpa por haber matado a su mujer, sólo por el aburrimiento y hastío de convivir con ella. Se trataría de una verdadera catarsis que únicamente la inocente presencia de Virginia llegará a redimir. Dice el texto:

“- ¿Por qué no limpiaron esta mancha de sangre? Me parece repugnante.

·         Señora -dijo el ama de llaves, esa es la mancha de sangre de la esposa de Simón de Canterville, el fantasma que vive en este castillo y siempre se encarga de hacer que la sangre reaparezca.

·         ¡Imposible de creer! -dijo la señora Otis. Esa mancha hay que quitarla”.

Este empeño de la señora de la casa no tendrá éxito, porque el fantasma se encargará de que reaparezca; como parte del estilo del narrador de Wilde se incluyen estos momentos de reticencia juguetona, que poco a poco irán teniendo sentido; predomina lo lúdico mientras la anagnórisis posterior —llena de ese estupendo sentido del humor que formaba parte del carisma del autor— nos explicará que el desesperado fantasma en su afán por impedir  que la huella desapareciera la volvía a pintar; pero como ya no tenía la sangre de su mujer, recurre a los botes de pintura de Virginia. ¡Vaya modo de luchar contra la adversidad por parte de este ser que tenía en su haber cientos de años! He comprobado que es más fácil hacer llorar al lector que hacerlo reír: un cuento de Poe mueve más a la compasión que un relato como el que estamos revisando. Éste hace reír, pero quizás no conmueva tanto como el otro.

Retomamos los valores contextuales y podemos leer: “El muchacho volvió a limpiar la mancha por varios días seguidos. Lo que más llamaba la atención es que la mancha no era roja siempre, sino que empezó a cambiar de color hacia un tono frambuesa y hasta llegó a ser verde esmeralda”.

En el final del relato podemos leer como el fantasma se reconcilia con la muerte y alcanza la liberación aludida antes, gracias a Virginia, la inocente niña hija de los Otis. En las postrimerías de la narración se llevará a cabo el funeral de Lord Canterville que yacerá en su tumba ya reconciliado con la muerte y con su pasado.

Es necesario tomar contacto con la totalidad de esta nouvelle para llegar a valorar los contenidos, los juegos retóricos, los movimientos de la narración, la comicidad y la ironía.



[1] “Las tertulias de Médan”.

[2] Horacio (2012). Arte poética, introducción, traducción y notas de Juan Antonio González Iglesias, Madrid, Cátedra [p. 71, verso 148]

[3] Recomiendo leer otro cuento de Poe que da fundamento a éste en términos conceptuales. Su título es “El demonio de la perversidad”.

[4] Recomiendo leer otro cuento de Poe que da fundamento a éste en términos conceptuales. Su título es “El demonio de la perversidad”.

[5] Dice el maestro griego: “Peripecia es el cambio de las acciones en sentido contrario”. En este caso, el personaje comienza siendo un individuo lleno de bondad y, repentinamente, se transforma en un ser despreciable”.  En esta misma página puede consultarse la noción de “anagnórisis” mencionada supra.

[6] El origen de la tragedia, 1985: 230-256.

[7] Lean su biografía que es apasionante. Pero no lo hagan de noche ni cuando estén solos en sus casas. Recomiendo esta página de Internet: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/edgar-allan-poe-maestro-terror_14764.

[8] Para empezar a entender qué es el decadentismo, Cfr. nuestro libro de trabajo: Culpa y castigo, p. 30.

[9] El cuento. Aunque ya lo he dicho supra, destacamos que el cuento es un género de ficción que se caracteriza por su unidad y brevedad relativa. La unidad del cuento está determinada por el acontecimiento que relata como lo explicábamos anteriormente al hablar de Boccaccio y Chaucer; también me referí en ese espacio al concepto de novella y parcialmente al de nouvelle. Faltaría decir algo más de nouvelle y explicar el término novelette.

Nouvelle: la caracterización de esta palabra como alusiva a “novela corta”, no sólo destaca características de longitud sino nociones estructurales como las podrán leer en 2019: 142. En cuanto a la novelette sigue siendo una narración en prosa que participa de las características del cuento y de la nouvelle.

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