SEGUNDA PARTE DEL CAPÍTULO 2
Zola —1840-1902— y el naturalismo
El
argumento a favor de la existencia de una escuela de escritura naturalista,
depende de la publicación conjunta, en 1880, de Les Soirées de Médan[1],
un volumen de cuentos de Émile Zola, Guy de Maupassant, Joris-Karl Huysmans,
Henry Céard, Léon Hennique y Pablo Alexis. Los naturalistas pretendieron
adoptar un enfoque más científicamente analítico, para la presentación de la
realidad que sus predecesores, tratando la disección, como un requisito previo
para la descripción. De ahí el apego de Zola al término naturalisme,
tomado de Hippolyte Taine, el filósofo positivista que reclamó para la crítica
literaria el estatus de una rama de la psicología.
(https://www.britannica.com/art/French-literature/Naturalism#ref385839,
consultado el 19/10/2022).
Un cuento de Zola.
“El paraíso de los gatos”.
Una
tía me legó un gato angora que es el animal más estúpido que yo haya conocido.
He aquí lo que mi gato me contó, una noche de invierno, frente a las brasas
calientes.
Tenía en ese entonces dos años y era el gato más gordo
e ingenuo que se haya visto. A esa tierna edad yo mostraba la vanidad de un
animal que desprecia la dulzura del hogar. Y sin embargo cuán agradecido debía
estar a la Providencia por haberme depositado en la casa de su tía. La santa
mujer me adoraba. Yo tenía, en el fondo de un armario, una verdadera
habitación: un cojín de plumas y tres cobijas. La comida valía tanto como la
cama. Ni pan, ni sopa, solamente carne, una buena carne jugosa. Pues bien, en
medio de tanta dulzura yo sólo tenía un deseo, un sueño, el de escabullirme
entre la ventana entreabierta y huir sobre los tejados. Las caricias me
parecían sonsas, la blandura de mi cama me producía náuseas, y estaba tan gordo
que me repugnaba a mí mismo. Y me aburría todo el día a causa de mi felicidad.
Tengo que decirle que, estirando el cuello, alcancé a ver el tejado de
enfrente. Ese día, cuatro gatos, se peleaban, con los pelos erizados, la cola
alta, rodando sobre las tejas azules a pleno sol, con exclamaciones de alegría.
Nunca había visto un espectáculo tan maravilloso. Desde ese momento mi
convencimiento fue total. La verdadera felicidad estaba sobre ese techo, detrás
de esa ventana que cerraban tan cuidadosamente. La prueba estaba en que, de la
misma manera, cerraban las puertas de los armarios tras las cuales escondían la
carne. Postergaba el momento de huir. Debía existir en la vida otra cosa más
que carne jugosa. Y aquello era lo desconocido, el ideal. Un día olvidaron
cerrar la ventana de la cocina. Yo salté sobre un pequeño techo que se
encontraba debajo.
¡Qué techos tan hermosos! Largos canalones los
bordeaban, exhalando olores deliciosos. Seguí con cadencia esos canalones,
donde mis patas se hundían en un barro suave y que tenía una tibieza y una
suavidad infinitas. Me parecía caminar sobre terciopelo. Hacía un calor agradable,
un calor que fundía mi grasa. No le ocultaré que todo mi cuerpo temblaba.
Dentro de mi alegría había miedo. Recuerdo sobre todo una emoción inmensa que
casi me hace caer de bruces en el pavimento. Tres gatos que venían del techo de
una casa se acercaron hacia mí maullando horriblemente. Y como yo desfallecía,
me llamaron gordo, y me dijeron que habían maullado por molestar. Maullé con
ellos. Era encantador. Esos gallardos no tenían mi desagradable gordura. Se
burlaban de mí cuando me resbalaba como una bola sobre los tejados de zinc,
calientes bajo el sol ardiente. Un viejo gato callejero de la banda se encariñó
especialmente conmigo. Se ofreció para educarme, cosa que acepté agradecido.
¡Oh! ¡Qué lejos estaba la suavidad de su tía! Bebía de las canaletas y ninguna
leche me había parecido tan dulce. Todo me pareció bueno y bello. Una gata
pasó, una gata encantadora, que al mirarla me provocó una emoción desconocida.
Hasta ese momento sólo mis sueños me habían mostrado la suavidad que podía
tener la espina dorsal de esas adorables criaturas. Mis tres compañeros y yo
nos lanzamos al encuentro de la recién llegada. Adelanté a los otros, e iba a
hacer un cumplido a la encantadora gata cuando uno de mis camaradas me mordió
salvajemente el cuello. Grité de dolor. –¡Bah! –me dijo el gato viejo
arrastrándome–, ya verá usted muchas otras.
Al cabo de una hora de dar un paseo, sentí un hambre
feroz. –¿Qué podemos comer sobre los tejados? –pregunté a mi amigo, el
vagabundo.
·
Lo que encontremos –me respondió
sabiamente. Esta respuesta me incomodó, pues por mucho que me esforzara, no
encontraba nada. Percibí en una buhardilla a una joven obrera preparando su
almuerzo. Sobre la mesa, debajo de la ventana, reposaba una magnífica costilla
de un rojo apetitoso.
·
Esto es lo que me conviene –pensé
ingenuamente. Y salté sobre la mesa, de donde tomé la costilla. Pero la obrera
me vio y me atestó un escobazo en el espinazo. Solté la carne, y escapé
gritando una blasfema espantosa.
·
¿Viene de un pueblo? –me dijo el
vagabundo–. La carne que está sobre la mesa es para desear de lejos. Debemos
buscar dentro de los canalones. Yo nunca pude entender que la carne de las
cocinas no perteneciera a los gatos. Mi estómago comenzaba a reprocharme seriamente.
El vagabundo terminó de desesperarme al decirme que teníamos que esperar a que
anocheciera. En ese momento, descenderíamos a la calle y hurgaríamos en los
botes de basura. ¡Esperar a que anochezca! Lo decía tranquilamente, con aire de
filósofo curtido. Yo me sentía desfallecer de sólo pensar en un ayuno tan
prolongado.
La noche llegó despacio con una niebla que me congeló.
Pronto empezó a llover, una lluvia fina, penetrante, azotada por bruscas
ráfagas de viento. Bajamos por el ventanal de una escalera. ¡La calle me
pareció horrorosa! Ya no había ese calor, ese sol ancho, esos techos blancos de
luz donde nos apoltronábamos deliciosamente. Mis patas resbalaban sobre el
cemento grasoso. Recordé con amargura mis tres cobijas y mi cojín de plumas.
Apenas llegamos a la calle, mi amigo el vagabundo se puso a temblar. Se redujo
tanto como le fue posible y se escabulló hipócritamente entre las casas,
pidiéndome que lo siguiera con rapidez. Al encontrar una puerta cochera, se
refugió a toda prisa, dejando escapar un ronroneo de satisfacción. Al
interrogarlo acerca de aquella huida, me preguntó: –¿Vio a ese hombre que tenía
un cesto y un gancho en la mano? –Sí. –¡Pues bien, si nos hubiera visto, nos
hubiera matado y comido asados! –¡¿Comido asados?! –exclamé–. Pero, ¿la calle
no nos pertenece? ¡No comemos y además nos comen!
Entre tanto, habían sacado la basura a la calle. Yo
escarbaba los montones con desesperación. Encontré dos o tres huesos escuálidos
que quedaban en las cenizas. En ese momento comprendí cuán deliciosas eran las
menudencias frescas. Mi amigo el vagabundo rasgaba artísticamente la basura. Me
hizo correr hasta la mañana, explorando cada adoquín, sin prisa alguna. Durante
cerca de diez horas estuve sometido a la lluvia, todos mis miembros tiritaban.
Maldita calle, maldita libertad, ¡cómo extrañaba mi prisión! De día, cuando el
vagabundo me vio tambalear, me preguntó con aire extraño:
·
¿Ya tuvo suficiente? –Absolutamente
–respondí.
·
¿Quiere volver a su casa?
·
Desde luego, pero, ¿cómo encontrar la casa?
·
Acérquese. Esta mañana, viéndolo salir,
comprendí que un gato gordo como usted no está hecho para las crueles dichas de
la libertad. Conozco su morada, lo llevaré hasta la puerta. Lo dijo simple y
dignamente, ese viejo gato vagabundo. Cuando hubimos llegado me dijo sin
expresar la más mínima emoción.
·
Adiós. –¡No! –grité–. No nos separemos
así. Usted va a venir conmigo, compartiremos la misma cama y carne. Mi ama es
una santa mujer… Él no me dejó terminar.
·
Cállese –dijo bruscamente–, usted es un
tonto. Me moriría entre sus blandas tibiezas. Su vida holgada está bien para
los gatos bastardos. Los gatos libres nunca comprarían al precio de una prisión
sus menudencias y su cojín de plumas… Adiós. Y se regresó a los tejados. Vi su
grande y delgada silueta temblar de placer ante las caricias del sol naciente.
Cuando regresé, su tía tomó el mazo y me propinó un castigo que recibí con una
profunda alegría. Saboreé ampliamente la voluptuosidad del calor y de ser
golpeado. Mientras que ella me golpeaba, yo fantasmeaba con la deliciosa carne
que me iban a servir en seguida.
·
Vea usted –concluyó mi gato estirándose
frente a la chimenea–, la verdadera felicidad, el paraíso, mi querido maestro,
es el de estar encerrado y golpeado en una pieza donde hay carne. Me refiero a los gatos.
Comentario
Este
cuento se publicó por primera vez en 1866 en el periódico Le Figaro, con
el título «La jornada de un perro errante». Luego, los perros fueron
sustituidos por los gatos y el cuento sufrió varias modificaciones hasta la
versión definitiva que aquí se presenta.
Siendo ésta una alegoría del eterno dilema entre libertad y confort,
donde un gordo gato doméstico se escapa para probar esa vida bohemia del gato
callejero que tanto le fascina.
https://www.academia.edu/73622466/Emile_Zola_El_para%C3%ADso_de_los_gatos,
consultado el 28/10/2022).
El cuento en Rusia. Chéjov y el relato en miniatura.
Información sobre Antón Chéjov (1860-1904).
Biografía y sus obras
Dramaturgo
y cuentista ruso. Hijo de un antiguo siervo, mantuvo a su familia escribiendo
cómics populares mientras estudiaba medicina en Moscú. En el tiempo en que
ejercía como médico, produjo su primera obra de teatro de larga duración, Ivanov
(1887), pero no fue bien recibida. Retoma temas serios con cuentos como “La
estepa” (1888) y “Una historia triste” (1889); historias posteriores incluyen “El
monje negro” (1894) y “Campesinos” (1897). Su obra maestra El tío Vania
(1897) y La gaviota (1896) fueron mal recibidas, hasta su exitosa
reposición en 1899 por Konstantin Stanislavsky y el Teatro de Arte de Moscú. Se
mudó a Crimea para curar su tuberculosis, que eventualmente sería fatal, y allí
escribió sus últimas obras de teatro, Tres hermanas (1901) y El
jardín de los cerezos (1904), para el Teatro de Arte de Moscú. Las obras de
Chéjov, que tienen una visión tragicómica del estancamiento de la vida
provincial y el fallecimiento de la nobleza rusa, recibieron elogios
internacionales después de su traducción al inglés y otros idiomas, y como
escritor de cuentos todavía se lo considera prácticamente inigualable.
Algunas Citas del autor
Odio
y disgusto
El
amor, la amistad, el respeto no unen tanto a las personas como un odio común
por algo: Cuadernos.
Privacidad
La
vida personal de cada individuo se basa en el secreto, y quizás sea en parte
por eso que el hombre civilizado está tan nerviosamente ansioso de que se
respete la privacidad personal.
El
entorno
Al
hombre se le ha dotado de razón, de facultad de crear, para que pueda añadir a
lo que se le ha dado. Pero hasta ahora no ha sido un creador, solo un
destructor. Los bosques siguen desapareciendo, los ríos se secan, la vida
silvestre se extingue, el clima se arruina y la tierra se vuelve cada día más
pobre y fea. Tío Vania
(https://www.britannica.com/summary/Anton-Chekhov.
Consultado
el 27/10/2022)
Información sobre los cuentos de
Chéjov
En
una ocasión Chéjov alardeó ante Korolenko de su facilidad para la creación
literaria, aseverándole que al día siguiente podría tener preparado un cuento
sobre cualquier tema o motivo, por nimio o anodino que éste fuera, citando como
ejemplo un cenicero que habla sobre la mesa. No era, ni mucho menos, una
fanfarronada. Los cuentos creados por él son de una amplia variación ya sea por
tema, ambiente, orientación y carácter, así como el propio lenguaje, unas veces
elegante, otras popular, según sean los personajes y siempre denso, preciso,
delicadamente poético; aunque en todas las ocasiones respetando el idiolecto
de sus protagonistas.
Corresponde subrayar que Chéjov suele ver el paisaje
con los ojos de sus personajes, no con los suyos, integrando de este modo las
escenas más descriptivas en las puramente narrativas y logrando de este modo un
conjunto más armonioso, en el que no se perciben saltos ni interrupciones en la
trama del relato; esas descripciones sirven también para definir a los
protagonistas de la historia contada, perfilando su sensibilidad y su carácter.
Chéjov es un creador elusivo, elíptico, implícito que
en muchas ocasiones deja algunas casillas de información sin completar y, en
otras, desperdiga alusiones y referencias oblicuas que el lector no puede pasar
por alto si quiere formarse una idea cabal de lo que el escritor desea
comunicar como lo comenta el personaje de su relato “Las grosellas”, cuando
dice: “Lo más importante en la vida sucede entre bastidores”. Esta máxima es
válida en gran medida para la narrativa de Chéjov como también para su teatro.
En el cuento “La tristeza” que incluyo en este volumen, cuando el relato
comienza todo ha pasado ya; Yona, el viejo cochero, ha perdido a su hijo e
intenta contarles su desgracia a los diferentes pasajeros que abordan su pobre vehículo;
nadie le hace caso y, finalmente, termina narrándole a su equino la penosa
historia. Es un claro ejemplo de cómo la verdadera historia de dolor ha
ocurrido entre bastidores y la anécdota del cuento aborda el gran tema de la
indiferencia humana.
A su vez, en la acotación final del Jardín
de los cerezos sólo se oye el sonido lejano de un hacha que tala uno de los
árboles del huerto. El narrador, por medio de este sonido, nos informa de la
suerte que ha de correr el jardín, aunque no da más detalles al respecto al
mismo tiempo que se genera la incertidumbre de aquellos que deseaban conservar
el jardín de los cerezos como un rico patrimonio familiar. Así funcionan muchas
veces sus relatos, sin explicaciones concluyentes con sobreentendidos o elucidaciones
fragmentarias. Sus cuentos no resultan así conclusivos, sino que, como la vida
misma continúan a pesar de haber terminado. En los relatos de Chéjov dominan
dos sentimientos o ideas nada tranquilizadoras: lo inevitable de la muerte al
igual que lo expresa Flaubert en Un corazón sencillo y el carácter único
de la vida, don inefable e irrepetible que el ser humano derrocha de forma absurda
y despreocupada. En esta línea de pensamiento, el escritor ruso se afilia a
aquella idea de Plauto continuada por Hobbes de que “el hombre es el lobo del
hombre”. (Cfr. Antón Chéjov (2005). Obras completas, tomo II,
trad. de Víctor Gallego Ballestero, Barcelona, Aguilar [Tomo II. Cuentos].
Retrato de Antón Chéjov
Sus cuentos
En
el amplio marco de sus cuentos nos permitimos mencionar algunos de ellos, al
mismo tiempo que incluir uno en particular que servirá de ejemplo que nos
permita valorar la maestría de Chéjov al contar historias.
1. “En
la barbería” fue publicado en El espectador en febrero de 1883.
2. “La
cerilla sueca” apareció en la revista La libélula en 1884.
3. “De
mal en peor” en Entretenimiento en 1884.
4. “Apellido
de caballo” en La Gaceta de San
Petersburgo en 1885.
5. “Tristeza”
en la misma publicación anterior en 1886.
6. “Pequeñeces
de la vida” igualmente en La Gaceta en 1886.
7. “El
hombre enfundado” en El pensamiento ruso en 1896.
Son muchos, pero muchos más los relatos del prolífico
escritor ruso y los invito a leerlos en la amplia red informática de Internet.
“La
Tristeza”
La
capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae
lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se
extiende en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está
todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado
el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que
ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud. Su caballo
está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su
cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un
caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla
sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo
campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo,
están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la
diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y
angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen
inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado
nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se
va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta. —¡Cochero! —oye de
pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya! Yona se estremece. Al través de las
pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable. —¿Oyes? ¡A Viborgskaya!
¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la
nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al
caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también
estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha. —¡Ten
cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar,
imbécil! ¡A la derecha!
·
¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la
derecha!
Siguen oyéndose los juramentitos del cochero invisible.
Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona,
confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo.
Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de
un sueño profundo.
·
¡Se diría que todo el mundo ha organizado
una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran
fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera
conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere
decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una
palabra.
El
cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
·
¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…—¿De veras?…
¿Y de qué murió?
Yona,
alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice: —No lo
sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la
postre… Dios que lo ha querido.
·
¡A la derecha! —se oye de nuevo gritar
furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos
nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se
levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de
seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto
a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene
ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su
caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante,
encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco
cendal caballo y trineo. Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente! Mas he aquí que
Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos,
delgados; el tercero, bajo y chepudo. —¡Cochero, llévanos al puesto de policía!
¡Veinte copecs por los tres! Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs
es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener
clientes. Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como
sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie.
Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
·
¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a
Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto
cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más
feo…—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi
gorro…—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos
nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos. —Me duele
la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de
Dukmasov cuatro botellas de caña. —¡Eso no es verdad! —responde el otro—. Eres
un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.—¡Palabra de honor! —¡Oh, tu
honor! No daría yo por él ni un céntimo. Yona, deseoso de entablar
conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atildadamente.
—¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor! —¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el
chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo.
¡Qué diablo! Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A
pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al
menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento
que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…—¡Todos nos
hemos de morir! —contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie. —Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo
—le aconseja uno de sus camaradas. —¿Oyes, viejo estás enfermo? —grita el
chepudo—. Te la vas a ganar si esto continúa. Y, hablando así, le da un
puñetazo en la espalda. —¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les
conserve el buen humor, señores! —Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los
clientes. —¿Yo?! Ji, ji, ¡ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie…
Sólo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere.
Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo. Y vuelve
de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el
chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama: —¡Por fin, hemos
llegado! Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les
sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
“Una
hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación,
donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros “Torna a
quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel,
su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando
entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente
parece tener prisa y pasa sin fijarse en él. Su tristeza a cada momento es más
intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo
entero. Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de
entablar con él conversación. —¿Qué hora es? —le pregunta, melifluo. —Van a dar
las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante
de la puerta. Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes
pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente. Pasa otra
hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo. —No
puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar. El caballo, como si hubiera
entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote. Una hora
después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,
acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es
pesada, irrespirable. Suenan ronquidos. Yona se arrepiente de haber vuelto, tan
pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso —piensa— se siente tan
desgraciado. En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la
cabeza y busca algo con la mirada. —¿Quieres beber? —le pregunta Yona. —Sí.
—Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el
hospital… ¡Qué desgracia! Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El
cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con
la colcha y momentos después se le oye roncar. Yona exhala un suspiro.
Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia.
Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido
aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de
ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó
su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera
también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea
una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar!
¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo
compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería
contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean
tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes
de lágrimas. Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El
caballo, inmóvil, come heno. —¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el
lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena
hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir
verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un
verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente,
ha muerto…Tras una corta pausa, Yona continúa: —Sí, amigo…, ha muerto…
¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente,
sufrirías, ¿verdad? El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y
exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente,
desahoga su corazón contándoselo todo.
(Antón
P. Chéjov. Título: Cuentos. Editorial:
Alba. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro).
Comentario
El
inicio del relato es in medias res[2]
—en mitad del asunto— porque cuando el relato empieza ya ha sucedido el triste
acontecimiento que da nombre al cuento: la muerte del hijo de Yona.
Empieza diciendo el narrador autodiegético: “La
capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae
lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se
extiende en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. “El cochero Yona está
todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado
el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil”.
La descripción corresponde a un clásico invierno del
clima soviético; pero, al mismo tiempo, ese frío implacable, es trasunto y reflejo
del estado de ánimo del personaje principal, quien se enfrenta a la muerte de
su hijo y desea con explicable desesperación comentarlo con alguien que lo
comprenda.
Los personajes secundarios del relato son un militar,
unos jóvenes que sólo piensan en divertirse, sus compañeros cocheros como él y
su propio caballo al que termina contándole lo que los demás no quisieron
escuchar ni compartir.
En la última parte del relato el padre compungido
comenta:
“A
decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un
verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente,
ha muerto…Tras una corta pausa, Yona continúa: —Sí, amigo…, ha muerto…
¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías,
¿verdad? El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un
aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga
su corazón contándoselo todo”.
Ante la indiferencia del mundo busca refugio en la
irracionalidad de su único amigo. El autor que está detrás del personaje dibuja
la imagen de una sociedad deshumanizada en donde nadie tiene interés en
coparticipar con el dolor del otro. Yona debe contárselo a alguien y al verse
rechazado por muchos, se refugia en el único amigo que puede, si no entenderlo,
por lo menos escucharlo. Se oye la voz de Yona que narra por fin lo que ha
intentado decir todo ese día. La muerte es la silenciosa protagonista que en
forma despiadada le ha arrebatado a su vástago. Y le dice con apagado dolor:
“Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento
húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su
corazón contándoselo todo”. El cuento se cierra con el discurso imposible del
cochero que desnuda su alma ante le explicable indiferencia del equino.
Poe y Narraciones
extraordinarias: el arte de
horrorizar al lector.
Somera información sobre
Edgar Allan Poe
Legado
de Edgar Allan Poe
El
trabajo de Poe debe mucho a la preocupación del romanticismo con lo oculto y lo
satánico. También debe mucho a sus propios sueños febriles, a los que aplicó
una rara facultad de formar telas plausibles a partir de materiales impalpables.
Con un aire de objetividad y espontaneidad, sus producciones dependen en gran
medida de su propia imaginación y de una elaborada técnica. Su agudo y sensato
criterio como tasador de la literatura contemporánea, su idealismo y dotes
musicales como poeta, su arte dramático como narrador, muy apreciado en vida,
le aseguraron un lugar destacado entre los hombres de letras universalmente
conocidos.
El hecho sobresaliente en el carácter de Poe es una
extraña dualidad. La amplia divergencia de los juicios contemporáneos sobre el
hombre parece casi apuntar a la coexistencia de dos personas en él. Con
aquellos a quienes amaba era amable y devoto. Otros, que fueron el blanco de
sus duras críticas, lo encontraron irritable, egocéntrico y llegaron a acusarlo
de falta de principios. ¿Fue, se ha preguntado, un doble del hombre que surge
de las pesadillas desgarradoras o de la visión interior demacrada de los
crímenes oscuros o de las espantosas fantasías de cementerio que se cernían
sobre el ser inestable de Poe?
Gran parte de la mejor obra de Poe trata sobre el
terror y la tristeza, pero en circunstancias ordinarias el poeta era un
compañero agradable. Hablaba brillantemente, principalmente de literatura y
leía su propia poesía y la de los demás con una voz de incomparable belleza.
Admiraba a Shakespeare y Alexander Pope. Tenía sentido del humor y se
disculpaba con un visitante por no tener un cuervo como mascota. Si se
considera la mente de Poe, la dualidad es aún más llamativa. Por un lado, era
un idealista y un visionario. Su anhelo por el ideal era tanto del corazón como
de la imaginación. Su sensibilidad por la belleza y la dulzura de la mujer
inspiró sus letras más conmovedoras (“A Helena”, “Annabel Lee”, “Eulalia”, “To
One in Paradise”) y los himnos en prosa llenos de tono a la belleza y el amor
en “Ligeia” y “Leonora.” En “Israfel” su imaginación lo llevó lejos del mundo
material a una tierra de ensueño. Este estado de ánimo fue especialmente
característico de los últimos años de su vida.
Por otro lado, Poe destaca por una atenta observación
de los detalles minuciosos, como en las largas narraciones y en muchas de las
descripciones que introducen los cuentos o constituyen sus escenarios.
Estrechamente relacionado con esto está su poder de raciocinio. Se enorgullecía
de su lógica y manejó con cuidado este logro real para impresionar al público
con su posesión aún más de lo que tenía; de ahí las supuestas hazañas de
lectura de pensamientos, resolución de problemas y criptografía que atribuyó a
sus personajes William Legrand y C. Auguste Dupin. Esto le sugirió los cuentos
analíticos, que dieron origen a la novela policiaca, y sus cuentos de ciencia
ficción.
La misma dualidad se manifiesta en su arte. Era capaz
de escribir poesía angelical o extraña, con un sentido supremo del ritmo y el
atractivo de las palabras, o una prosa de suntuosa belleza y sugestión, con el
aparente abandono de una inspiración apremiante; sin embargo, escribía un
problema de psicología morbosa o los contornos de una trama implacable en un estilo
duro y seco. En las obras maestras de Poe, el doble contenido de su
temperamento, de su mente y de su arte se funde en una unidad de tono,
estructura y movimiento, quizás más eficaz cuanto más compuesto está de varios
elementos.
Como crítico, Poe hizo gran hincapié en la corrección
del lenguaje, la métrica y la estructura. Elaboró reglas para el cuento, en las
que buscaba las antiguas unidades: es decir, el cuento debe relatar una acción
completa y tener lugar dentro de un día en un mismo lugar. A estas unidades
añadió la de modo o efecto. Sin embargo, no era extremista en estos
puntos de vista. Elogió obras más largas y, a veces, pensó que las alegorías y
la moraleja eran admirables, si no se presentaban con crudeza. Poe admiraba la
originalidad, a menudo en trabajos muy diferentes a los suyos, y en ocasiones
fue un crítico inesperadamente generoso de escritores decididamente menores.
Sus cuentos
En
sus cuentos en prosa expresa su modo familiar de evasión del universo de la
experiencia común lo cual fue a través de pensamientos, impulsos o miedos
espeluznantes. De estos materiales extrajo los efectos sorprendentes de sus
relatos de muerte (“La caída de la casa de Usher”, “La máscara de la muerte
roja”, “Los hechos del caso de M. Valdemar”, “El entierro prematuro, ” “El
retrato oval”, “Sombra”), sus relatos de maldad y crimen (“Berenice”,“ El gato
negro”, “William Wilson”, “El diablillo del perverso”,“ El barril de
amontillado”, “El corazón delator”), sus relatos de supervivencia tras la
disolución (“Ligeia”, “Morella”, “Metzengerstein”), y sus relatos de fatalidad
(“La Asignación”, “El hombre de la multitud”). Incluso cuando no arroja a sus
personajes a las garras de fuerzas misteriosas o a los caminos inexplorados del
más allá, utiliza la angustia de la muerte inminente como medio para hacer
temblar los nervios (“El pozo y el péndulo”), y su grotesco invento trata sobre
cadáveres y descomposición en un extraño juego con las secuelas de la muerte.
Cfr.
Jacques
Barzum: https://www.britannica.com/biography/Edgar-Allan-Poe/Legacy.
Consultado el 28 de octubre de 2020.
Recomiendo buscar todos estos relatos o algunos de
ellos en páginas de reconocido prestigio de la Web como por ejemplo Ciudad
Seva; o si deseas comprar un buen libro
con la obra de Poe nada más recomendable que Los cuentos completos,
publicado en dos volúmenes por el Círculo de lectores con prólogo,
traducción y notas de Julio Cortázar.
He elegido para su
análisis el cuento
“El gato negro”
No
espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una
serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han
aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya
inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más
serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y
efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y
bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que
llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad.
Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales
fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un
perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o
la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado
amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia
ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa
compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos,
no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos
pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y
hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son
brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había
convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me
seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de
mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de
los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio de la intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron
igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a
hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración
como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y
hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en
mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es
comparable al alcohol? -, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente
embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el
gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca
y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe
de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras
escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube
disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se
mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era
débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los
excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El
gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el
ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se
paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía
aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para
sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me
había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la
irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el
espíritu de la perversidad[3].
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro
estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y
el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia.
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué
en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y
el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel
acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una
llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar
de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis
bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una
relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy
detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes
se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la
cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de ésta con
gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares
excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que, en la blanca superficie,
grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El
contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor
del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía
considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la
reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un
jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud
había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y
tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado
de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto
con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que
acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya
que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó
profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del
fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento
informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una
taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los
enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar.
Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no
haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y
la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y
absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta, aunque indefinida
mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis
atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba
buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el
animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a
volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo
hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando
estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito
de mi mujer.
Por
mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir
cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y
el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas
semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero
gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir
en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la
peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue
descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato,
igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo
hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos
sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo
grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi
silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba
sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero, sobre todo -quiero
confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico
y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi
avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi
avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me
inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería
dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de
forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón
luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue
asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco
al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si
hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del
horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias
humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido
desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en
un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude
ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un
instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí
lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de
mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía
habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que
me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,
llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes
arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir.
El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de
tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y
olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido
mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces,
llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo
y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al
punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era
imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de
que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un
momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me
ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía
arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de
casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros
eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero
ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en
una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había
sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a
duda, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir
algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los
ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo
la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y
cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de
que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante
de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel
momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado,
pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer
acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador
no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo
había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una
suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se
practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder.
Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió
nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se
presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve
inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No
dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de
un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
·
Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo
subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa
está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?…
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas,
golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del
enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió
desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura.
Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el
grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una
docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver,
ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos
de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo
como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
(Poe
(s/f). Cuentos completos: 92-101). Traducción de Julio Cortázar para
Círculo de lectores.
Comentario
Inicio del relato
El
relato está planteado en focalización interna fija y la voz es autodiegética
(Genette (1989): 245, 270). El personaje cuenta su propia historia y, a medida
que avanza la narración, se va haciendo confidente del lector; le cuenta su
historia, una diégesis aparentemente incomprensible que comienza con la paz de
un hombre que ama a los animales domésticos y termina con el odio desesperado
que nace de pronto hacia ellos. En el inicio dice esa misteriosa voz:
“No
espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan
su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño”.
Cómo voy a pedirte a ti, lector circunstancial, que
creas lo que voy a contar si ni yo mismo lo creo: En esto radica el conflicto
narrativo que iremos siguiendo a lo largo del cuento.
Docilidad y gusto por los
animales
Antes
de la grosera transformación, el personaje era un hombre dócil y amable. Gozaba
de la vida y se había casado con una mujer muy semejante a él en lo que tiene
que ver con las costumbres de vivencias diarias, incluido el amor por los
animales.
“Desde
la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura
que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de
burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres
me permitían tener una gran variedad”.
Primer atentado contra
Plutón
El gato, Plutón, tiene la desgracia de ser el animal
preferido del protagonista; pero éste, que se ha entregado al alcohol y no
tiene dominio alguno de sus acciones, permite que se genere en él una suerte de
odio incomprensible, hasta tal punto que, a mayores caricias del animalito,
mayor es su rechazo. Por eso el narrador dice: “Embriagado y furioso sin razón
alguna” un día comete un acto deshonesto, tan vulgar que con sólo recordarlo
llega a despreciarse a sí mismo: “Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras
escribo tan condenable atrocidad”. Le saca un ojo de su órbita y, al hacerlo,
enrojece y tiembla. En este mundo contemporáneo en que se defienden más a los
gatos y a los perros que a los seres humanos, imagino la repugnancia que les ha
de causar tal acción. A mí, el hombre que repasa estos hechos me llena de
indignación lo que hace el borracho, porque la diferencia de fuerzas entre
ambos no acepta ni justifica tal proceder. Sigo pensando que el hombre es el
peor enemigo del hombre y, al prestar atención al comportamiento del personaje,
observo como se va hundiendo en su propio abismo, como va desgastando su alma,
como se pierde poco a poco en la inmundicia que su corazón enfermo lo orilla a
realizar.
El espíritu de la
perversidad
Paulatinamente
la intensidad del relato crece más y más. Se impone ahora el contexto de una de
las teorías del propio Poe, que tiene que ver con lo que él le ha llamado “el
espíritu de la perversidad” y que el propio autor se detiene a explicar en su
cuento: “El demonio de la perversidad”. El hombre es protervo por naturaleza y
cuando lleva la máscara social siempre esboza una sonrisa, sonrisa falsa e
hipócrita, pero sonrisa al fin. Cuando se despoja de esta máscara aparece lo
más inicuo que lleva adentro; es cuando mueren o se postergan sus ideales y se
satisface en el sufrimiento ajeno. Por eso: “Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad[4]. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy
de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano…”
El crimen inexplicable de
Plutón
Lo
dicho anteriormente se materializa en esa oscura mañana en que ahorca al pobre
animal:
“Una
mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en
la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el
más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible”.
La anáfora de la expresión “lo ahorqué” subraya lo
maligno de esta acción. En primer lugar, lo ahorcó porque Plutón lo había
amado, además porque no le había dado razón alguna para hacerlo y, porque,
macabramente conocía, mediante patética anagnórisis, que con este hecho estaba
cometiendo un pecado mortal que lo condenaba a las llamas del infierno. Como
pueden observar, en estas expresiones predomina la antítesis, como una suerte
de lógica del absurdo, porque las razones que enumera para explicar por qué lo
mató son precisamente las contrarias. Matar a un animal es un acto
despreciable, inclusive cuando se lleva a cabo mediante el pretexto de la caza,
como deporte y entretenimiento; ahora bien, eliminar a un ser irracional no
condena al infierno per se. Pero descubrimos en esta afirmación según la
cual se condena al suplicio eterno, una prolepsis del final. Cuando intenta
matar al segundo gato su esposa se interpone y él la asesina sin misericordia
alguna.
El incendio. La desgracia
económica. Lo misterioso.
Los
acontecimientos se precipitan: se incendia la casa sin explicación alguna, la
desgracia económica se yergue sobre la familia y el endiablado narrador se
atreve a precisar:
“No
incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción”.
Cualquier ser humano, por más insensato que sea, está
en condiciones de establecer una relación causa-efecto entre lo sucedido y las
acciones que llevaron al pobre gato a su destino final. El personaje o no lo
quiere reconocer o juega sombríamente con los hechos para no aceptar que una
fuerza superior está en discordancia con él y lo prepara para hacerle vivir su
propia catarsis.
Debo ahondar también en la noción aristotélica de
peripecia (Cfr. Aristóteles, 2018: 58-59)[5]. Todos cambiamos a lo
largo de nuestra vida, pero estas mutaciones del personaje nos hablan de un
enajenado mental que no es dueño de sus acciones y que se degrada al máximo sin
otro objetivo que el de sentir el placer de perjudicar al otro.
Segundo gato. Sustitución
y renovado rencor
Siguiendo
la línea del eterno retorno de Dionisos que será explicada, años después, por
Nietzsche[6], los acontecimientos se
repiten y el perverso Dionisos regresa para instrumentar el castigo que
corresponde a las culpas del personaje. Ésta es una metáfora que empleo para
referirme a los sucesos posteriores que determinarán la caída y la sanción para
el pecador no arrepentido de sus actos.
Continúa
diciendo la voz que cuenta los hechos:
“Por
mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir
cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba”.
Está preparando el terreno para su segundo crimen.
Intenta matar al gato y
asesina con premeditación a su pobre mujer.
Cuando
finalmente decide hacer con el nuevo animal lo mismo que había hecho con Plutón
—ya lo decíamos supra— su esposa, que hasta este momento no había dicho
ni llevado a cabo nada digno de destacarse, se interpone entre el hacha asesina
y el animalito y recibe ella el golpe mortal. Destaco que en este instante se
cumplen las condiciones necesarias para que el protagonista vaya al encuentro
del temido infierno. Su crimen clama al cielo y, como lo diría cualquier
abogado en turno, lo lleva a cabo con premeditación y alevosía; es un ser
maldito no sólo porque yo lo digo, sino porque se trata de un verdadero enfermo
que merece la muerte.
Se
narra el hecho de esta manera:
“Alzando
un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al
animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria.
Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de
su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies”.
Insensible y enajenado se
deshace del cadáver
“Cumplido
este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la
tarea de ocultar el cadáver”.
Su
conciencia no le reclama nada y como antítesis de Raskólnikov —el de
Dostoievski— comienza a buscar la forma de deshacerse del cadáver aún tibio de
su mujer. Dice la espeluznante y aterradora voz:
“Decidí
emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad
Media emparedaban a sus víctimas”.
Ausencia del gato.
Ignorancia de la premonición
Pero
sus acciones no lo satisfacen aún porque no encuentra al gato. Se abre así un
paréntesis de espera y de incógnita que lleva al circunstancial lector de este
relato a interrogarse de igual manera. El narrador disfruta con hacer posible
este misterio. Cuando veamos en donde se había ocultado el nuevo Plutón
comprenderemos la magnitud del secreto. Continúa hablando:
“Mi
paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia,
pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera
surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el
astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se
cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o
imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada
criatura trajo a mi pecho”.
Búsqueda infructuosa y absurdo “alivio” de quien no
sabe que el destino —al modo de la tragedia ática— no perdona.
La investigación
policiaca. Doble anagnórisis: de los policías y del criminal al encontrarse con
la figura patética del destino representada por el terrible gato.
Cuando
entra en escena la policía lo hace sólo para llenar la fórmula, como sucede en
muchos países del mundo. Como no hay un detective capaz como los que nos
muestra el tranquilizador cine de Hollywood, los agentes del orden —vaya
sorpresa— no encuentran nada. Deciden retirarse y los acontecimientos que nos
llevan al final del relato se desarrollan de la forma que sigue:
1. “-Caballeros
-dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber
disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía”.
Al protagonista le hubiera convenido más callar que
hablar. Pero como está poseído por el espíritu de la perversidad, disfruta de
su —valga el oxímoron— depravada felicidad.
2. “Y
entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón
que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se
hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón”.
Sus fanfarronadas lo llevan a golpear la pared en
donde se encontraba el triste cadáver de su esposa; tan seguro está de sí
mismo, hasta que todos escuchan aquel grito desgarrador que a ustedes y a mí
nos ponen la piel de gallina, nos desorientan y nos amarra con un miedo
indescriptible. Así es Poe, implacable con su lector como lo fue con sus amigos
y conocidos, como lo fue consigo mismo[7].
3. Apenas
había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la
tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de
un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación,
mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno
de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en
la condenación.
Descripción
final decadentista y afincada en el horror.
Se
asoman así los policías al misterio que nunca habrían llegado a develar si no
fuera por el gato delator y el personaje puede observar con horror cuál ha de
ser su propio fin:
“El
cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante
los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el
único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!”
La descripción corresponde a un perfecto cuadro del
decadentismo[8]
al mejor estilo de Baudelaire y sus Flores del mal.
El final del relato es abierto porque a nosotros, sus
lectores, nos corresponde imaginarnos como se desarrollarán los acontecimientos
futuros a pesar de que el cuento empieza in extrema res como lo explica
Horacio en su Arte poética, p. 71, es decir por el final de la cuestión cuando
el personaje nos dice: “Mañana voy a morir”.
Todos mis comentarios apuntan a una sola intención:
que todos mis lectores revisen y profundicen las nociones esenciales que yo les
proporciono.
Oscar
Wilde y la perspectiva lúdica del misterio. Reír en lugar de huir.
Sobre
Oscar Wilde Biografía de Oscar Wilde (1854-1900).
Oscar
Wilde fue un escritor, poeta y dramaturgo británico, famoso por su habitual
ingenio y sarcasmo social. Nació en el año 1854 en Dublín, en una familia
aristócrata y siendo el mediano de tres hermanos. Falleció en París en 1900.
Alumno destacado del Trinity College en su ciudad
natal, Wilde acabó sus estudios en Oxford. Durante ese periodo, el escritor
estudió a los clásicos de la literatura griega, convirtiéndose en un experto
sobre la materia, incluso ganando varios premios de poesía clásica, como el
Premio Newdigate de poesía, el cual tenía mucho prestigio en esa época.
Compaginó sus estudios viajando por Europa y publicando sus poemas en
periódicos o revistas.
A partir de 1879 decide establecerse en Londres de
manera permanente donde años después se casó y tuvo dos hijos. Es en Londres
donde empieza a producir sus primeras obras de éxito, como su reconocida novela
El retrato de Dorian Gray (1890) o, en teatro, El abanico de Lady
Windermer (1892), Salomé (1894) —que fue censurada por retratar personajes
bíblicos—, o La importancia de llamarse Ernesto (1895), divertida
comedia que ha sido llevada al cine en diversas ocasiones. Entre los años 1887
y 1889 editó una revista femenina, Woman’s World.
Su carrera y su vida tal y como la conocía se derrumba
a finales de 1895. Acusado de sodomía por el padre de un íntimo amigo suyo,
Wilde es condenado a dos años de trabajos forzados. Durante su estancia en
prisión escribiría una larga carta titulada De Profundis, que no sería
publicada de manera completa hasta 1909, ya de manera póstuma.
Tras su salida de la cárcel sufre un absoluto
ostracismo social y decide abandonar Inglaterra rumbo a Francia, donde viviría
en Berneval hasta la muerte de su esposa en 1898. A partir de entonces y bajo
el nombre de Sebastian Melmoth, viajó por Europa para acabar estableciéndose en
París, donde murió en noviembre del año 1900 con tan solo 46 años. (https://www.lecturalia.com/autor/5234/oscar-wilde,
consultado el 28/10/2022).
Presentación y análisis
de un relato.
El
fantasma de Canterville.
I
Cuando
el señor Hiram B. Otis, el ministro de Estados Unidos, compró
Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque
la finca estaba embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más
escrupulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo al señor Otis
cuando llegaron a discutir las condiciones.
·
Nosotros mismos -dijo lord Canterville-
nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi
tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca se repuso por
completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de
esqueleto se posaban sobre sus hombros, mientras se vestía para cenar. Me creo
en el deber de decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios
miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la
parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado de la Universidad de Oxford.
Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas
quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a
causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
·
Señor -respondió el ministro-, adquiriré
el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que
podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos
nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo
continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima
donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa
vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos
o para pasearlo por los caminos como un fenómeno.
·
El fantasma existe, me lo temo -dijo lord
Canterville, sonriendo-, aunque quizá se resiste a las ofertas de los
intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce.
Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse
nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
·
¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo
mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir, y no creo que
las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia
inglesa.
·
Realmente son ustedes muy naturales en
Estados Unidos -dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última
observación del señor Otis-. Ahora bien: si le gusta a usted tener un fantasma
en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo lo previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines
de estación el ministro y su familia emprendieron el viaje a Canterville.
La señora Otis, que con el nombre de señorita Lucrecia
R. Tappan, de la calle Oeste, 52, había sido una ilustre “beldad” de Nueva
York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular, con unos ojos hermosos
y un perfil soberbio.
Muchas damas norteamericanas, cuando abandonan su país
natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran
que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero la señora Otis no
cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia
extraordinaria de vitalidad.
A
decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido
citársele en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común
con Estados Unidos hoy en día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington
por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era
un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había erigido en candidato
a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport durante tres
temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria;
aparte de esto, era perfectamente sensato.
La señorita Virginia E. Otis era una muchachita de
quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con un bonito aire de
despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era
una amazona maravillosa, y sobre su caballito derrotó una vez en carreras al
viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y
medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un
entusiasmo tan delirante en el joven duque de Cheshire, que le propuso acto
continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron que expedirlo aquella misma noche
a Elton, bañado en lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de
ordinario con el nombre de Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre
ostentándolas.
Eran
unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.
Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot,
la estación más próxima, el señor Otis telegrafió que fueran a buscarlo en
coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era
una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado de olor a pinos.
De cuando en cuando se oía una paloma arrullándose con
su voz más dulce, o se entreveía, entre la maraña y el frufrú de los helechos,
la pechuga de oro bruñido de algún faisán.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las
hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los
matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de
Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño
silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó
calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya
habían caído algunas gotas.
En los escalones se hallaba para recibirlos una vieja,
pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos.
Era la señora Umney, el ama de llaves que la señora
Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su
puesto.
Hizo
una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con
un singular acento de los buenos tiempos antiguos:
·
Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso vestíbulo de
estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso que terminaba en un
ancho ventanal acristalado.
Estaba
preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, se
sentaron todos y se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora
Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una
mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de
la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:
·
Veo que han vertido algo en ese sitio.
·
Sí, señora -contestó la señora Umney en
voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
·
¡Es espantoso! -exclamó la señora Otis-.
No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió, y con la misma voz
baja y misteriosa respondió:
·
Es sangre de lady Leonor de Canterville,
que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, Simón de Canterville,
en mil quinientos sesenta y cinco. Simón la sobrevivió nueve años,
desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se
encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de
sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras personas, pero
quitarla, imposible.
·
Todo eso son tonterías -exclamó Washington
Otis-. El detergente y quitamanchas marca “Campeón Pinkerton” hará desaparecer
eso en un abrir y cerrar de ojos.
Y antes de que el ama de llaves, aterrada, pudiera
intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una
barrita de una sustancia parecida a un cosmético negro. A los pocos instantes
la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
·
Ya sabía yo que el “Campeón Pinkerton” la
borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular sobre su
familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un
relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno
levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó.
·
¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente
el ministro, encendiendo un largo cigarro-. Creo que el país de los abuelos
está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo el mundo.
Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.
·
Querido Hiram -replicó la señora Otis-,
¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?
·
Descontaremos eso de su salario en la caja.
Así no se volverá a desmayar.
En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí.
Sin embargo, se veía que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne
advirtió a la señora Otis que debía esperarse algún disgusto en la casa.
·
Señores, he visto con mis propios ojos
algunas cosas… que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano. Y durante
noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles que
pasaban.
A pesar de lo cual, el señor Otis y su esposa
aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los
fantasmas.
La
vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia
sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se
retiró a su habitación renqueando.
II
La
tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada
extraordinario. Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar,
encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.
·
No creo que tenga la culpa el “limpiador
sin rival” -dijo Washington-, pues lo he ensayado sobre toda clase de manchas.
Debe ser el fantasma.
En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un
poco. Al otro día, por la mañana, había reaparecido. Y, sin embargo, la
biblioteca había permanecido cerrada la noche anterior, porque el señor Otis se
había llevado la llave para arriba. Desde entonces, la familia empezó a
interesarse por aquello. El señor Otis se hallaba a punto de creer que había
estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas. La señora
Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington
preparó una larga carta a los señores Myers y Podmone, basada en la
persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche
disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde
para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La
conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que
faltaban hasta las condiciones más elementales de “espera” y de
“receptibilidad” que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los
asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron
simplemente los habituales en la conversación de los norteamericanos cultos que
pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de
miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para
encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas
inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal;
las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros,
y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se
trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a
Simón de Canterville. A las once, la familia se retiró. A las doce y media
estaban apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis se despertó con
un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de
hierros viejos, y se acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió la
luz y miró la hora. Era la una en punto. El señor Otis estaba perfectamente
tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño
continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. El
señor Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y
abrió la puerta. Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de
aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera
gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte
anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos
colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.
·
Mi distinguido señor -dijo el señor Otis-,
permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas. Le he traído para
ello una botella de “Engrasador Tammany-Sol-Levante”. Dicen que una sola untura
es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros agoreros
nativos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las
mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.
Dicho
lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de
mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.
El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos
inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el
suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos cavernosos y
despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la gran
escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas
infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza.
Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de
fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la
casa recobró su tranquilidad.
Llegado
a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar
aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en
toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue
injuriado tan groseramente. Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una
crisis de terror, estando mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de
encajes; de las cuatro doncellas a quienes había enloquecido, produciéndoles
convulsiones histéricas, sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de
las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela
apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora
avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de
alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse
a medianoche, lo vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de
esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que
de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima
de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió
toda clase de relaciones con el señalado escéptico Monsieur de Voltaire.
Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado
agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta,
viéndose obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la
suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que
aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes hazañas le
volvían a la mente. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los
sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la
bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de
terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro
candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que
había al extremo de la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del
verdadero artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se dedicó una
amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de “Rubén el Rojo”, o
“el rorro estrangulado”, su “debut” en el “Gibeén, el Vampiro flaco del páramo
de Bevley”, y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con jugar
a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de “lawn-tennis”.
¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables norteamericanos le ofreciesen el
engrasador marca “Sol-Levante” y le tirasen almohadas a la cabeza! Era
realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado
ningún fantasma de aquella manera. Llegó a la conclusión de que era preciso
tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda
meditación.
III
Cuando
a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió
extensamente acerca del fantasma. El ministro de los Estados Unidos estaba,
como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento no había sido
aceptado.
·
No quisiera en modo alguno injuriar
personalmente al fantasma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su
estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la cabeza…
Siento tener que decir que esta observación tan justa
provocó una explosión de risa en los gemelos.
·
Pero, por otro lado -prosiguió el señor
Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador marca
“Sol-Levante”, nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera
de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.
Pero,
sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les
llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el
parqué de la biblioteca. Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que el señor
Otis cerraba la puerta con llave por la noche, igual que las ventanas. Los
cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón,
produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia. Una mañana era de un
rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego, de un púrpura
espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la
libre iglesia episcopal reformada de Norteamérica, la encontraron de un hermoso
verde esmeralda. Como era natural, estos cambios caleidoscópicos divirtieron
grandemente a la reunión y se hacían apuestas todas las noches con entera
tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven
Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de
sangre, y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.
El fantasma hizo su segunda aparición el domingo por
la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados, les alarmó un enorme
estrépito que se oyó en el salón. Bajaron apresuradamente, y se encontraron con
que una armadura completa se había desprendido de su soporte y caído sobre las
losas. Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de
Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre
su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus hondas, le lanzaron
inmediatamente dos balines, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere
a fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía.
Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la
amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, lo instaba a
levantar los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de
furor salvaje, y se disipó en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso
la vela de Washington Otis y dejándolos a todos en la mayor oscuridad. Cuando
llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su
célebre repique de carcajadas satánicas, que en más de una ocasión le habían
sido muy útiles. Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche
el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves renunciaron
antes de terminar el primer mes en su cargo. Por consiguiente, lanzó su
carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas
bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul
claro, la señora Otis.
·
Me temo -dijo la dama- que esté usted
indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se
trata de una indigestión, esto le sentará bien.
El
fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de
metamorfosearse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una
reputación merecidísima, y al cual atribuía la idiotez incurable del tío de
lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se
acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y se contentó con volverse
un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido
sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance.
Una vez en su habitación se sintió destrozado, presa
de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero
materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio;
pero lo que más lo humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura.
Contaba con hacer impresión aun en esos norteamericanos modernos, con hacerles
estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos
razonables, al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas
poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con frecuencia a matar el
tiempo, mientras los Canterville estaban en Londres. Además, era su propia
armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felicitado
calurosamente por la Reina-Virgen en persona. Pero cuando quiso ponérsela quedó
aplastado por completo por el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y
se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas
y contusionándose la muñeca derecha.
Durante
varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario
para mantener en buen estado la mancha de sangre. No obstante, lo cual, a
fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera
tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia.
Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran
parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección recayó al fin en un
sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en
un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y, por último, en un puñal
mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que
sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa.
Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer:
Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases
ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas
el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada. Odiaba sobre todo a
Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba a quitar
la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el “limpiador incomparable
de Pinkerton”. Después de reducir al temerario, al despreocupado joven,
entraría en la habitación que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su
mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la señora
Otis, y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro
tembloroso, los secretos terribles del osario. En cuanto a la pequeña Virginia,
aún no tenía decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa.
Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que
suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarle de la
puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis. A los gemelos
estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre
sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla. Luego,
aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre
entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que
se quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario,
daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por
el tiempo, moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de “Daniel el Mudo,
o el esqueleto del suicida”, papel en el cual hizo un gran efecto en varias
ocasiones. Creía estar tan bien en éste como en su otro papel de “Martín el
Demente o el misterio enmascarado”.
A
las diez y media oyó subir a la familia a acostarse. Durante algunos instantes
lo inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos, que se divertían
evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama.
Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron
las doce se puso en camino. La lechuza chocaba con los cristales de la ventana.
El cuervo crascitaba en el hueco de un tejo centenario y el viento gemía
vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la familia Otis
dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba. Oía con toda claridad los
ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que dominaban el ruido
de la lluvia y de la tormenta. Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una
sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió
su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la
que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa
asesinada. Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que
parecía hacer retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino. En un
momento dado le pareció oír que alguien lo llamaba: se detuvo, pero era tan
sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha, refunfuñando
extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de cuando en cuando el puñal
enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que
conducía a la habitación de Washington. Allí hizo una breve parada. El viento
agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues
grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces
el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento. Se dedicó una
risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió, lanzando
un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas
manos huesosas. Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una
estatua, monstruoso como la pesadilla de un loco. La cabeza del espectro era
pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa
parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas
una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una
vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su
nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre el pecho tenía colgado un
cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos. Quizá era un
rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista
de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero
resplandeciente.
Como nunca había visto fantasmas, naturalmente sintió
un pánico terrible, y, después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre
el monstruo atroz, regresó a su habitación, trompicando en el sudario que le
envolvía. Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal
enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo
al día siguiente. Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido
catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un
momento, el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y
tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por
consiguiente, no bien el alba plateó las colinas, volvió al sitio en que había
visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos
fantasmas valían más que uno solo, y que con ayuda de su nuevo amigo podría
contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio se halló
en presencia de un espectáculo terrible. Le sucedía algo indudablemente al
espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas. La
cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared
en una actitud forzada e incómoda. Simón se precipitó hacia delante y lo cogió
en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despegarse la cabeza y rodar
por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba
una cortina blanca de lienzo grueso y que yacían a sus pies una escoba, un
machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella curiosa
transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea
de la mañana estas palabras terribles:
He aquí al fantasma Otis
El único espíritu auténtico y
verdadero
Desconfíen de las imitaciones
Todos los demás son falsificaciones.
Y la entera verdad se le apareció como un relámpago.
¡Había sido burlado, chasqueado, engañado! La expresión característica de los
Canterville reapareció en sus ojos, apretó las mandíbulas desdentadas y,
levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según el ritual
pintoresco de la antigua escuela, “que cuando el gallo tocara por dos veces el
cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el crimen, de
callado paso, saldría de su retiro”.
No había terminado de formular este juramento
terrible, cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el
canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó
una hora, y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar
el gallo. Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas lo
obligó a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso,
pensando en su juramento vano y en su vano proyecto fracasado. Una vez allí
consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba
extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas
ocasiones se recurrió a aquel juramento.
·
¡Que el diablo se lleve a ese animal
volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi buena lanza,
atravesándole el cuello y obligándolo a cantar otra vez para mí, aunque
reventara!
Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo,
y allí permaneció hasta la noche.
IV
Al
día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles
emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía
el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido. No
salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo
relativo a la mancha de sangre del parqué de la biblioteca. Puesto que la
familia Otis no quería verla, era indudable que no la merecía. Aquella gente
estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era
incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión
de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales
era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su
alcance. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse
en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el
primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de
sustraerse a aquella obligación. Verdad es que su vida fue muy criminal; pero,
quitado eso, era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo
sobrenatural. Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de
costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando
todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las
botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas,
se envolvía en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el
engrasador “Sol-Levante” para sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que
sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de
protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en
el dormitorio de la señora Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió
un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender
que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto modo, a la
realización de sus proyectos. A pesar de todo, no se vio libre de problemas. No
dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerlo
tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de
“Isaac el Negro o el cazador del bosque de Hogsley”, cayó cuan largo era al
poner el pie sobre una pista de maderas enjabonadas que habían colocado los
gemelos desde el umbral del salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera
de roble. Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo
para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto
de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre
papel de “Ruperto el Temerario o el conde sin cabeza”.
No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía
sesenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady
Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo de actual lord
Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jach Castletown, jurando
que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba
los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza, al atardecer. El pobre
Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera de
Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar
el año; así es que fue un gran éxito en todos los sentidos. Sin embargo, era,
permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a uno de los
mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico), “del
mundo superior a la Naturaleza”, era, repito, una creación de las más
difíciles, y necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos. Por
fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz. Las grandes botas de
montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él,
y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero, en
general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y
bajó al corredor. Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos,
a la que llamaré el dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se
encontró con la puerta entreabierta. A fin de hacer una entrada sensacional, la
empujó con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó
hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo
oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel. Su sistema
nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo escape, y
al día siguiente tuvo que permanecer en cama con un fuerte reuma. El único
consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues
sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves.
Desde entonces renunció para siempre a espantar a
aquella recia familia de norteamericanos, y se limitó a vagar por el corredor,
con zapatillas de orillo, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a
las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que
fuese atacado por los gemelos. Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el
golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso salón, seguro
de que en aquel sitio por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se
entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del
ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa de Sarow. Iba
vestido sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de
cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela y llevaba una
linternita y una azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de
“Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Cherstey Barn”. Era una de
sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más motivo,
los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford,
vecino suyo. Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su
juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en
dirección a la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se
abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente
sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:
·
¡Bu!
Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas
circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces se encontró
frente a Washington Otis, que lo esperaba armado con la regadera del jardín; de
tal modo que, cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en
la gran estufa de hierro colado, que, afortunadamente para él, no estaba
encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre tubos y chimeneas,
llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo pusieron la agitación, el
hollín y la desesperación.
Desde
aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna. Los gemelos se
quedaron muchas veces en acecho para sorprenderlo, sembrando de cáscara de nuez
los corredores todas las noches, con gran molestia de sus padres y criados.
Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no
quería mostrarse. En vista de ello, el señor Otis se puso a trabajar en su gran
obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años
antes. La señora Otis organizó una extraordinaria horneada de almejas, de la
que se habló en toda la comarca. Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al
ecarté, al póquer y a otras diversiones nacionales de Estados Unidos. Virginia
dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de Cheshire,
que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones. Todo el
mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de que el
señor Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió
en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le
producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa
del ministro.
Pero los Otis se equivocaban. El fantasma seguía en la
casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre
todo después de saber que figuraba entre los invitados el duquesito de
Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel Carbury
a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville. A la mañana siguiente
encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un
estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo
ya nunca pronunciar más palabras que éstas:
·
¡Doble seis!
Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque,
en atención a los sentimientos de dos familias nobles, se hiciera todo lo
posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella
en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe Regente y
sus amigos. Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había
perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado
por matrimonio, pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor
Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los
duques de Cheshire. Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al
pequeño enamorado de Virginia en su famoso papel de “Fraile vampiro, o el
benedictino desangrado”. Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady
Starbury se lo vio representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764,
empezó a lanzar chillidos agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque
de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara
antes a los Canterville y legase todo su dinero a su farmacéutico en Londres.
Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos lo retuvo en su
habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado
de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.
V
Virginia
y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a caballo
por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de amazona
al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la
escalera de atrás para que no la viesen. Al pasar corriendo por delante de la
puerta del salón de Tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a
alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia
a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el
vestido. ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de
Canterville en persona! Se había acomodado ante la ventana, contemplando el oro
llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas
enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida. Tenía la
cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más
profundo. Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la
pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y
encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a
consolarlo. Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda,
que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.
·
Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero
mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta usted bien, nadie
lo atormentará.
·
Es inconcebible pedirme que me porte bien
-le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de
dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda
mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee de
noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.
·
Esa no es una razón de ser. En sus tiempos
fue usted muy malo ¿sabe? La señora Umney nos dijo el día que llegamos que
usted mató a su esposa.
·
Sí, lo reconozco -respondió incautamente
el fantasma-. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse.
·
Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia,
que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana, heredado quizás de
algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
·
¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata
de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca lo bastante
mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado un
soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues
no puede usted figurarse cómo me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos eso. Es
asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de
hambre, aunque yo la matase.
·
¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh,
señor fantasma…! Don Simón, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre? Hay un
sándwich en mi costurero. ¿Le gustaría?
·
No, gracias, ahora ya no como; pero, de
todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted bastante más
atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!
·
¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el
pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el ordinario es usted. En cuanto a
lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de
pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó
usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para
pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo
cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo
hacer más que claros de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de
colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa
cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez sangre color verde
esmeralda…?
·
Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta
dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales
agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas
incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para
resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los
Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra…
Aunque ya sé que ustedes los norteamericanos no hacen el menor caso de esas
cosas.
·
No sabe usted nada, y lo mejor que puede
hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá un verdadero
gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya fuertes impuestos
sobre los espíritus, no le pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en
Nueva York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas
que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor
cantidad aún por tener un fantasma para la familia.
·
Creo que no me divertiría mucho en Estados
Unidos.
·
Quizás se deba a que allí no tenemos ni
ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente Virginia.
·
¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó
el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y sus modales.
·
Buenas noches; voy a pedir a papá que
conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.
·
¡No se vaya, señorita Virginia, se lo
suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y soy tan desgraciado, que no sé
qué hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
·
Pues es inconcebible: no tiene usted más
que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo
permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy
sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los
más listos.
·
Hace trescientos años que no duermo -dijo
el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos
azules, llenos de asombro-. Hace ya trescientos años que no duermo, así es que
me siento cansadísimo.
Virginia
adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de
rosa. Se acercó y arrodilló al lado del fantasma, contempló su rostro
envejecido y arrugado.
·
Pobrecito fantasma -profirió a media voz-,
¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?
·
Allá lejos, pasando el pinar -respondió él
en voz baja y soñadora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y
espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el
ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal helado
deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los
durmientes.
Los
ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.
·
Se refiere usted al jardín de la Muerte
-murmuró.
·
Sí, de la muerte. Debe ser hermosa.
Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima
de nuestra cabeza, y escuchar el silencio. No tener ni ayer ni mañana.
Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted
puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque el amor la
acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia
tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos
instantes hubo un gran silencio. Le parecía vivir un sueño terrible. Entonces
el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del
viento:
·
¿Ha leído usted alguna vez la antigua
profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?
·
¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha
levantando los ojos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas
letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que éstos seis versos:
“Cuando una joven rubia logre hacer
brotar
“una oración de los labios del
pecador,
“cuando el almendro estéril dé fruto
“y una niña deje correr su llanto,
“entonces, toda la casa recobrará la
tranquilidad
“y volverá la paz a Canterville.
“Pero no sé lo que significan”.
·
Significan que tiene usted que llorar
conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar
conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre
dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá usted
seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos, pero
no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden
nada las potencias infernales.
Virginia
no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su
desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se
irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.
·
No tengo miedo -dijo con voz firme – y
rogaré al ángel que se apiade de usted.
Se
levantó el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la
blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos
pasados, y la besó. Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban
como el fuego, pero Virginia no flaqueó; el fantasma la guio a través de la
estancia sombría. Sobre un tapiz, de un verde apagado, estaban bordados unos
pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados de flecos y con sus
lindas manos le hacían gestos de que retrocediese.
·
Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete,
vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano
con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles animales de
colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon maliciosamente en las
esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
·
Ten cuidado, Virginia, ten cuidado.
Podríamos no volver a verte.
Pero
el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo
de la estancia el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no
comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro
lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna. Un áspero
y helado viento los azotó, sintiendo la muchacha que le tiraban del vestido.
·
De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o
será demasiado tarde.
Y
en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de
Tapices quedó desierto.
VI
Unos
diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora
Otis envió a uno de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no
había podido descubrir a la señorita Virginia por ninguna parte. Como la
muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores
para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo. Pero sonaron las
seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila
y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las
habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que
no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte. Entonces se
conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor
Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el
parque a una tribu de gitanos. Así es que salió inmediatamente para
Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus criados de la
granja. El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con
insistencia a el señor Otis que lo dejase acompañarlo, mas éste se negó
temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los
gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el
fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a
Washington y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a
regresar y envió telegramas a todos los inspectores de Policía del condado,
rogándoles que buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos.
Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer
y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un criado por el camino de
Ascot. Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se
volvió, viendo al duquesito que llegaba en su caballito, con la cara sofocada y
la cabeza descubierta.
·
Lo siento muchísimo, señor Otis -le dijo
el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer mientras Virginia no
aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos
el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No
puedo ni quiero irme!
El
ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado,
conmovido ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su
caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:
·
Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en
venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía; pero, eso sí,
tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
·
¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es
Virginia! -exclamó el duquesito, riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez
allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a
una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó
nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas
a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió
ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero
para el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, el señor
Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según
le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia
rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de
atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa,
llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el
corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los
gemelos, esperándolos a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy
oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron
alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que
debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde
los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición
de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido
acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las
pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en
todos los sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba
perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento
como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que
llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con
el grupo de criados, llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada
sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de espanto y de ansiedad, y la vieja
ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una comida
tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían
despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando
terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo
el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día
siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios
detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que
salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de
extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando se oyó un crujido
acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable bamboleó la casa, una
melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared
se despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy
pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la mano un cofrecito.
Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora Otis la estrechó
apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con la violencia
de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor
del grupo.
·
¡Ah…! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido?
-dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había querido dar una
broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca
tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar
bromitas de ese género a nadie.
·
¡Menos al fantasma, menos al fantasma!
-gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
·
Hija mía querida, gracias a Dios que te
hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -murmuraba la señora Otis,
besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que se
desparramaban sobre sus hombros.
·
Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba
con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue muy malo, pero
se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me
ha dado este cofrecito de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero
ella tenía un aire muy solemne y serio. En seguida, dando media vuelta, los
precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor secreto.
Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por
fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la
tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una
habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita.
Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba
encadenado, se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las
losas. Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato
y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese
alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía
su interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón
de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se
puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la
horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.
·
¡Miren! -exclamó de pronto uno de los
gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar de qué lado
del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba
seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
·
¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente
Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
·
¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito,
ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.
VII
Cuatro
días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un
fúnebre cortejo de Canterville-House. El carro iba arrastrado por ocho caballos
negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho
de plumas de avestruz, que se balanceaban. La caja de plomo iba cubierta con un
rico paño de púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los
Canterville. A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados
llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso
e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de
Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer coche con la
pequeña Virginia. Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y
detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney.
Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma
por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verlo
desaparecer para siempre. Cavaron una profunda fosa en un rincón del
cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones,
del modo más patético, el reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a
la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con
flores de almendro, blancas y rojas. En aquel momento salió la luna de detrás
de una nube e inundó el cementerio con sus silenciosas oleadas de plata, y de
un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor. Virginia recordó la
descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus ojos se
llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.
A
la mañana siguiente, antes de que lord Canterville partiese para la ciudad, la
señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma
a Virginia. Eran soberbias, magníficas. Había, sobre todo, un collar de rubíes,
en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI,
y el conjunto representaba tal cantidad que el señor Otis sentía vivos
escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.
·
Señor -dijo el ministro-, sé que en este
país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que a las tierras,
y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de
usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en llevárselas
a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le
fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es
más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés
por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis,
cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso (pues ha
tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha), que
esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en
venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville,
reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de
ningún miembro de la familia. Además de que todas estas tonterías y juguetes,
por muy apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia
británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas según los severos
principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a
asegurar que Virginia tiene gran interés en que le deje usted el cofrecito que
encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio del antepasado.
Y como ese cofrecito es muy viejo y, por consiguiente, deterioradísimo, quizá
encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí,
confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés
por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que
Virginia nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar la señora
Otis de una excursión a Atenas.
Lord
Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de
cuando en cuando el bigote gris para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez
que hubo terminado el señor Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:
·
Mi querido amigo, su encantadora hijita ha
prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo
le estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha
demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía, que si
tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante
saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a
que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas
como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas
permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo.
Cuando la señorita Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas
tan lindas que llevar. Además, señor Otis, olvida usted que adquirió usted el
inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo que todo lo que pertenece al
fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado
Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de
vista legal, y su compra lo hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él.
El señor Otis se quedó muy preocupado ante la negativa
de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el
excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que
aceptase el regalo del fantasma. Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita
de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con
motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Y
Virginia fue agraciada con la diadema, que se otorga como recompensa a todas
las norteamericanitas juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo
edad para ello. Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo
el mundo le encantó ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que
venía haciendo todo lo posible por atrapar al duquesito y casarlo con una de
sus siete hijas. Para conseguirlo dio al menos tres grandes comidas
costosísimas. Cosa rara: el señor Otis sentía una gran simpatía personal por el
duquesito, pero teóricamente era enemigo de los títulos y, según sus propias
palabras, “era de temer que, entre las influencias debilitantes de una
aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos
principios de la sencillez republicana”. Pero nadie hizo caso de sus
observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la iglesia de San George,
en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso
en toda Inglaterra.
Después de la luna de miel, el duque y la duquesa
regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de su llegada, por la tarde,
fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo al pinar. Al
principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse
sobre la losa fúnebre de Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían
simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la
ventana de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que
desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las
ruinas del claustro de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna
caída, mientras su marido, recostado a sus pies y fumando un cigarrillo,
contemplaba sus lindos ojos. De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una
mano, le dijo:
·
Virginia, una mujer no debe tener secretos
con su marido.
·
Y no los tengo, querido Cecil.
·
Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me
has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con el fantasma.
·
Ni se lo he dicho a nadie -replicó
gravemente Virginia.
·
Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a
mí.
·
Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No
puedo realmente decírtelo. ¡Pobre Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil;
le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que significa la
muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte.
El
duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.
·
Puedes guardar tu secreto mientras yo
posea tu corazón -dijo a media voz.
·
Siempre fue tuyo.
·
Y se lo dirás algún día a nuestros hijos,
¿verdad?
Virginia se ruborizó.
“The Canterville Ghost”,
The Court and Society Review, 1887. Biblioteca
Digital Ciudad Seva
Comentario
Es
el momento de establecer algunas diferencias entre el cuento[9], la nouvelle, la novella y
la novelette. Si atienden a las nociones expresadas a pie de página podrán
concluir, junto conmigo, que este relato de Wilde es una nouvelle.
Inicio del relato: Un
castillo embrujado.
“Cuando
el Señor Hiram B. Otis, ministro de Estados Unidos, compró el Castillo
Canterville,
todo el mundo le dijo que cometía un error, pues aquel lugar estaba embrujado”.
El relato empieza in medias res; con
anterioridad a las escenas que la voz narrativa nos presentará queda a la
imaginación del lector el saber cómo era
la vida de la familia Otis antes de comprar el castillo. Son dos linajes
—llamémosle así— que se reúnen: por un lado, la noble descendencia de los
Canterville y, por el otro, la esposa e hijos de Hiram B. Otis, un comerciante
estadounidense. Quien vende, honestamente advierte lo que para él es un
verdadero misterio que causa miedo: “el lugar está embrujado”, le dice. Otis es
un escéptico en materia de fantasmas y, de este modo, se lo hace saber al dueño
del castillo. Creo que ustedes, mis amables lectores, comparten conmigo aquella
frase de la tradición popular: “No creo en brujas, pero que las hay, las hay”.
No creer es una forma de mostrar nuestra independencia frente a la
superstición, pero cuando nos enfrentamos a ésta nuestra fuerza flaquea.
Los americanos del relato no tienen duda alguna sobre
este tema y cuando empiezan a vivir los momentos que para otros habrían sido
terribles, reaccionan con ironía y risa ante lo que muchos morirían de horror:
“Señor Canterville -respondió el señor Otis- le agradezco su advertencia, pero
es necesario que sepa que nosotros los norteamericanos somos fanáticos de estas
historias. Claro que sigo interesado en comprar el castillo y más si hay un
fantasma”.
Cuando
descubre la mancha de sangre en la alfombra, comienza la representación lúdica.
La
mancha en la alfombra es el primer leitmotiv del relato. Ésta será
explicada parcialmente por el ama de llaves de la casa aludiendo al asesinato
de la esposa cometido por el actual fantasma. En realidad, la presencia del
lord Canterville en el castillo a pesar de haber muerto hace más de doscientos
años, se debe a una necesidad de purgar su culpa por haber matado a su mujer,
sólo por el aburrimiento y hastío de convivir con ella. Se trataría de una
verdadera catarsis que únicamente la inocente presencia de Virginia llegará a
redimir. Dice el texto:
“-
¿Por qué no limpiaron esta mancha de sangre? Me parece repugnante.
·
Señora -dijo el ama de llaves, esa es la
mancha de sangre de la esposa de Simón de Canterville, el fantasma que vive en
este castillo y siempre se encarga de hacer que la sangre reaparezca.
·
¡Imposible de creer! -dijo la señora Otis.
Esa mancha hay que quitarla”.
Este empeño de la señora de la casa no tendrá éxito,
porque el fantasma se encargará de que reaparezca; como parte del estilo del
narrador de Wilde se incluyen estos momentos de reticencia juguetona, que poco
a poco irán teniendo sentido; predomina lo lúdico mientras la anagnórisis
posterior —llena de ese estupendo sentido del humor que formaba parte del
carisma del autor— nos explicará que el desesperado fantasma en su afán por
impedir que la huella desapareciera la
volvía a pintar; pero como ya no tenía la sangre de su mujer, recurre a los
botes de pintura de Virginia. ¡Vaya modo de luchar contra la adversidad por
parte de este ser que tenía en su haber cientos de años! He comprobado que es
más fácil hacer llorar al lector que hacerlo reír: un cuento de Poe mueve más a
la compasión que un relato como el que estamos revisando. Éste hace reír, pero
quizás no conmueva tanto como el otro.
Retomamos los valores contextuales y podemos leer: “El
muchacho volvió a limpiar la mancha por varios días seguidos. Lo que más
llamaba la atención es que la mancha no era roja siempre, sino que empezó a
cambiar de color hacia un tono frambuesa y hasta llegó a ser verde esmeralda”.
En el final del relato podemos leer como el fantasma
se reconcilia con la muerte y alcanza la liberación aludida antes, gracias a
Virginia, la inocente niña hija de los Otis. En las postrimerías de la
narración se llevará a cabo el funeral de Lord Canterville que yacerá en su
tumba ya reconciliado con la muerte y con su pasado.
Es necesario tomar contacto con la totalidad de esta nouvelle
para llegar a valorar los contenidos, los juegos retóricos, los movimientos de
la narración, la comicidad y la ironía.
[1] “Las tertulias de Médan”.
[2] Horacio (2012). Arte
poética, introducción, traducción y notas de Juan Antonio González
Iglesias, Madrid, Cátedra [p. 71, verso 148]
[3] Recomiendo leer otro
cuento de Poe que da fundamento a éste en términos conceptuales. Su título es
“El demonio de la perversidad”.
[4] Recomiendo leer otro
cuento de Poe que da fundamento a éste en términos conceptuales. Su título es
“El demonio de la perversidad”.
[5] Dice el maestro griego:
“Peripecia es el cambio de las acciones en sentido contrario”. En este caso, el
personaje comienza siendo un individuo lleno de bondad y, repentinamente, se
transforma en un ser despreciable”. En
esta misma página puede consultarse la noción de “anagnórisis” mencionada supra.
[6] El origen de la
tragedia, 1985: 230-256.
[7] Lean su biografía que es
apasionante. Pero no lo hagan de noche ni cuando estén solos en sus casas.
Recomiendo esta página de Internet: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/edgar-allan-poe-maestro-terror_14764.
[8] Para empezar a entender qué es el
decadentismo, Cfr. nuestro libro de trabajo: Culpa y castigo, p. 30.
[9] El cuento. Aunque ya lo
he dicho supra, destacamos que el cuento es un género de ficción que se
caracteriza por su unidad y brevedad relativa. La unidad del cuento está
determinada por el acontecimiento que relata como lo explicábamos anteriormente
al hablar de Boccaccio y Chaucer; también me referí en ese espacio al concepto
de novella y parcialmente al de nouvelle. Faltaría decir algo más
de nouvelle y explicar el término novelette.
Nouvelle: la
caracterización de esta palabra como alusiva a “novela corta”, no sólo destaca
características de longitud sino nociones estructurales como las podrán leer en
2019: 142. En cuanto a la novelette sigue siendo una narración en prosa
que participa de las características del cuento y de la nouvelle.
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