CAPÍTULO 3.
El cuento contemporáneo
Mark Twain y los cuentos
breves
Mark
Twain (1835-1910), seudónimo de Samuel Langhorne Clemens. Humorista,
periodista, conferencista y novelista estadounidense que adquirió fama
internacional por sus relatos de viajes, especialmente The Innocents Abroad
(1869), Roughing It (1872) y Life on the Mississippi (1883), y por sus
historias de aventuras de la infancia, especialmente The Adventures of Tom
Sawyer (1876) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1885). Narrador
talentoso, humorista distintivo y moralista irascible, trascendió las aparentes
limitaciones de sus orígenes, para convertirse en una figura pública popular y
uno de los mejores y más queridos escritores de Estados Unidos.
Madurez literaria de Mark
Twain
Los
siguientes años fueron importantes para Clemens. Después de haber terminado de
escribir la historia de la rana saltadora, pero antes de que se publicara,
declaró en una carta a Orión que tenía una “llamada” a la literatura de bajo
nivel, es decir, humorística. No es nada de lo que estar orgulloso”, continuó,
“pero es mi punto fuerte”. Por mucho que desprecie su vocación, parece que
estaba comprometido a hacer una carrera profesional por sí mismo. Continuó
escribiendo para periódicos y también escribió para diarios de Nueva York. Pero
aparentemente quería convertirse en algo más que un periodista. Hizo su primera
gira de conferencias, hablando principalmente en las Islas Sandwich (Hawai) en
1866. Fue un éxito, y por el resto de su vida, aunque las giras le resultaron
agotadoras, sabía que podía subir a la plataforma de conferencias cuando
necesitaba dinero. Mientras tanto, intentó, sin éxito, publicar un libro
compuesto por sus cartas desde Hawai. De hecho, su primer libro fue La célebre
rana saltarina del condado de Calaveras y otros bocetos (1867), pero no se
vendió bien. Ese mismo año, se mudó a la ciudad de Nueva York y se desempeñó
como corresponsal viajero del San Francisco Alta California y de los periódicos
de Nueva York. Tenía la ambición de aumentar su reputación y su audiencia, y el
anuncio de una excursión transatlántica a Europa y Tierra Santa le brindó esa
oportunidad. Finalmente, su relato del viaje se publicó como Los inocentes
en el extranjero (1869). Fue un gran éxito.
El viaje al exterior fue fortuito en otro sentido. En
el barco conoció a un joven llamado Charlie Langdon, quien invitó a Clemens a
cenar con su familia en Nueva York y le presentó a su hermana Olivia; el
escritor se enamoró de ella. El noviazgo de Clemens con Olivia Langdon, la hija
de un próspero hombre de negocios de Elmira, Nueva York, fue apasionante,
principalmente a través de la correspondencia. Se casaron en febrero de 1870.
Con la ayuda financiera del padre de Olivia, Clemens compró una participación
de un tercio en Express of Buffalo, Nueva York, y comenzó a escribir una
columna para una revista de la ciudad de Nueva York, Galaxy.
Un cuento breve de Mark
Twain
“El
Cuento del Niño Malo”
Había
una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en
los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños
malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero
qué le vamos a hacer si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma,
que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su
tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su
hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y
frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de
religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes
de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman;
luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la
cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran
diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis,
ni nada por el estilo.
Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco
religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no
se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás
le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le
jalaba las orejas.
Comentario
El
desenfado y la ironía propias del autor caracterizan a este relato en donde
nada sucede como se supone que debería ser. Desde el nombre del niño malo: Jim,
el narrador plantea la divertida situación de que todos los niños malos de los
cuentos se apodan James. Estas generalizaciones mueven a la risa y al
desacuerdo con el juicio que la voz que cuenta los hechos nos propone.
Agrega el narrador: “Otra cosa peculiar era que su
madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que
habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran
amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese
marchado, el mundo sería duro y frío con él”. Nueva burla velada, debido a que
este tipo de mujer está tomada de los esquemas del romanticismo, del cual se
burla el autor.
La madre real, en cambio, no reúne las características
que deberían esperarse: “La mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no
se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa.
Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las
buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas”.
El retrato de esta malvada madre la muestran como
fuerte y poco religiosa. No se preocupaba por su hijo y lo maltrataba en lugar
de mimarlo en el momento de llevarlo a la cama. Pienso que, tratándose de un
escritor que posee un marcado sentido del humor, esta descripción tiene el
carácter de una hipérbole, una exageración en donde tal progenitora adopta la pose
completamente contraria al estereotipo que la literatura tradicional nos
ofrece.
En resumen, la prosa de Twain es alegre, irreverente y
parece que persigue la finalidad de epater le bourgeos (asustar al
burgués) como lo expresaran los decadentistas franceses del siglo XIX.
Franz Kafka (1883-1924).
Datos sobre su producción
Al
igual que Gregorio Samsa, el protagonista de La Metamorfosis, una de las
obras más famosas del escritor checo Franz Kafka, éste murió en el anonimato el
3 de junio de 1924 a causa de una tuberculosis. A pesar de que su vida personal
fue tan tormentosa como refleja su obra, Kafka fue en realidad un hombre
agradable y de trato fácil. Poseía un sentido del humor que fascinaba a sus
amigos, casi todos intelectuales judíos con los que asistía a conferencias en
Praga. En una de ellas conoció al escritor Max Brod, quien a la postre se
convertiría en su mejor amigo y, a su muerte, en un “traidor”.
Agradable
pero incomprendido
Franz Kafka fue el mayor de seis hermanos y de él se
esperaba que en un futuro se hiciera cargo del negocio familiar. Pero los
planes del joven eran muy distintos, lo que provocó un violento enfrentamiento
con su padre, un hombre dominante y de carácter irascible. Sintiéndose
incomprendido, Kafka ocultó sus sentimientos reales en una especie de caparazón
para que nadie lo tildara de “bicho raro”. Tras abandonar el hogar familiar,
plasmó sus emociones más íntimas en La metamorfosis, obra publicada en 1915.
Sintiéndose incomprendido, Kafka ocultó sus
sentimientos reales en una especie de caparazón para que nadie lo tildara de “bicho
raro”.
Anteriormente había publicado La condena
(1913), donde narra la historia de un padre ya viejo y aparentemente enfermo
que logra recobrar de repente la vitalidad y su autoridad opresiva para
maldecir a su hijo, que tan sólo deseaba vivir su propia vida. La
particularidad de esta obra es que fue escrita de una tirada, desde las diez de
la noche hasta las seis de la mañana. Según cuenta Kafka en su diario personal,
cuando la terminó temblaba y tenía las piernas entumecidas de estar tanto
tiempo sentado; las pocas fuerzas que le quedaban las aprovechó para irse a la
cama y dormir de un tirón.
Otra de las grandes obras de Kafka es El proceso,
libro que se publicó póstumamente en 1925 gracias a su amigo Max Brod. De no
haber sido así, esta obra se hubiera perdido para siempre por expreso deseo del
autor. La novela empieza con el arresto de Joseph K. en su casa acusado por un
desconocido de un crimen del que tampoco sabe nada. Desde ese momento, K.
se adentra en una auténtica pesadilla. Ante unos jueces enigmáticos que
aparentemente ignoran los detalles del caso, K. acaba repasando su vida
en busca de algún hecho que sea merecedor de la denuncia y su posterior
detención. La inaccesibilidad de las altas instancias de la justicia y del
Estado atrapará al protagonista en un laberinto desmoralizante.
https://historia.nationalgeographic.com.es/a/franz-kafka-escritor-atormentado_15357,
consultado el 30/10/2022.
Fragmentos de La
metamorfosis
1. El
despertar de Gregorio
Una
mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso
insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza,
vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el
cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el
suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación al grosor normal de
sus piernas, se agitaban sin concierto.
·
¿Qué me ha ocurrido?
No estaba soñando. Su habitación, una habitación
normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había
desparramado un muestrario de paños —Samsa era viajante de comercio—, y de la
pared colgaba una estampa recientemente recortada de una revista ilustrada y
puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a una mujer tocada con un gorro
de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que, muy erguida,
esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su antebrazo.
Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y
sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo
sentir una gran melancolía. «Bueno —pensó—; ¿y si siguiese durmiendo un rato y
me olvidase de todas estas locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía
la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no permitía
adoptar tal postura. Por más que se esforzara, volvía a quedar de espaldas.
Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los ojos para no tener
que ver aquella confusa agitación de patas, pero no cesó hasta que notó en el costado
un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.
¡Qué cansada es la profesión que he elegido! —se
dijo—. Siempre de viaje. Las preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja
fuera, por no hablar de las molestias propias de los viajes: estar pendiente de
los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian
constantemente, que nunca llegan a ser en verdad cordiales, y en las que no
tienen cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo!
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda
se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar
mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente
cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y
quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce
le producía escalofríos.
Se
deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto
de levantarse pronto —pensó— le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.
Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos
señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con
mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si
no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me
habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría
dicho mi opinión con toda mi alma.
La
hermana de Gregorio
En
la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de
la derecha comenzó a sollozar la
hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros?
Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a
vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al principal?,
¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe
perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento,
preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de ningún
modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que hubiese
tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar
al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se
encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser
despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato
dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacía
perdonar su comportamiento.
2. Señor
Samsa — exclamó entonces el principal levantando la voz—. ¿Qué ocurre? Muerte
de Gregorio. Paz familiar contradictoria
Cuando,
por la mañana temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa daba tales portazos
que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el
momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el piso— en su
acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención.
Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido,
le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por
casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a
Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a
Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había
movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas
circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se
entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio
y exclamó en voz alta hacia la oscuridad. ¡Fíjense, la ha dañado, ahí está, la
ha dañado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado— en la cama e
intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a comprender
su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se
bajaron rápidamente de la cama, el señor Samsa se echó la colcha por los
hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de
Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar,
en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspedes; estaba completamente
vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto?
— dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta
a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de
ello sin necesidad de comprobarlo. Digo, ¡ya lo creo! — dijo la asistenta y,
como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un buen trecho hacia
un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba,
pero no lo hizo.
(Si
quieren leer la Metamorfosis completa y creo que deben hacerlo, vean el
siguiente link: https://biblioteca.org.ar/libros/1587.pdf.
Consultado el 30/10/2022
Comentario
Introducción
Al
observar las numerosas contradicciones que se producen entre las distintas
exégesis dedicadas a la obra kafkiana -teológica, filosófica, psicológica,
temática- e incluso entre diversas interpretaciones de un mismo tipo de
exégesis, algunos críticos han visto la necesidad de abandonar esta clase de
estudio y orientarse exclusivamente hacia planteamientos predominantemente
formales.
Muestra evidente del cambio de orientación en el
estudio de Kafka es el nuevo presupuesto del que se parte y que refleja, de
manera muy clara, Martin Walser cuando afirma: “Ya no nos hará falta recurrir
[...] al poeta mismo, puesto que la obra lo es todo en sí misma. En el caso de
Kafka la vida debe ser esclarecida a la luz de la obra, mientras que la obra
puede prescindir del esclarecimiento que surge de la realidad biográfica”.
(1969: 89).
Sin embargo, la relatividad de este presupuesto lo
torna fácilmente detractable. Bastaría a este respecto recordar las conocidas y
estrechas relaciones que se establecen, incluso por parte del mismo Kafka,
entre la vida del escritor y sus obras. El fundamento biográfico de
determinadas narraciones parece indudable. Para sustentar lo anterior, citamos
los Preparativos de boda en el campo, escrito que presenta paralelismos
con la romántica aventura vivida por Kafka en Zuckmantel, durante las
vacaciones de 1905. Las coincidencias entre las experiencias del autor y su
producción literaria se encuentran también en el Castillo en donde, por
ejemplo, el personaje de Klamm parece ser una caricatura de Ernst, el marido de
Milena, mujer con quien el escritor en cuestión había mantenido, hasta poco
tiempo antes, una intensa relación amorosa.
Ahora bien, Walser, siguiendo a su maestro Friedrich
Beissner, se dedica fundamentalmente a lo que él considera análisis del texto,
pero que se limita tan sólo al estudio de las técnicas narrativas. Describe así
la función de los personajes, las relaciones entre éstos, la naturaleza de los
acontecimientos narrados, todo ello con el fin de definir la forma del relato
kafkiano en relación con los géneros novela y epopeya. El trabajo resultante
está orientado exclusivamente en función de su calidad de filólogo.
Mayor trascendencia han tenido, sin embargo, los
estudios de Marthe Robert. La ensayista francesa, de gran importancia en el
análisis de Kafka, reacciona violentamente contra la atribución al escritor
checo-judío de tantos y tan opuestos simbolismos y significaciones. Según Marthe
Robert el problema reside en el propio concepto de “símbolo”. Para ella, el
símbolo implicará una relación cifrable entre un significante y un significado.
Esta relación puede ser todo lo compleja y abstracta que se quiera, pero no por
ello hemos de pensar que no se encuentre estrictamente definida y constante en
una tradición dada. El símbolo es por su propia naturaleza ambiguo puesto que
vela y devela simultáneamente lo que sugiere. Pero, siempre, según Marthe
Robert, el símbolo para cumplir correctamente su función, debe contener
indicios de los dos órdenes de la realidad que intenta relacionar. Si no
ocurriera así, el símbolo pasaría de ser ambiguo a convertirse en
intransmisible. Precisamente en esta situación se encontraría el símbolo
kafkiano. A pesar de lo dicho anteriormente, se trata de un símbolo fuerte y
literariamente eficaz cuya sola anomalía afecta el mensaje por transmitir. Será
en esta contradicción donde surgirá:
El
enigma que fascina continuamente a la crítica, sin por ello descorazonarla,
porque cada exégeta sigue persuadido de que los símbolos de Kafka son
traducibles a un lenguaje claro por cualquiera que posea la clave. (1970: 34)[1].
Como consecuencia de la búsqueda de esta clave, se
produce ese “delirio de interpretación” que, para Marthe Robert, no ha aportado
nada nuevo. Este “delirio” seguiría un camino predecible. En primer lugar, hay
que dar el paso fundamental consistente en admitir que una de las novelas del
autor, cualquiera de ellas, no es sino una alegoría. Una vez dado este paso no
queda más que localizar la clave que nos permitirá descubrir y analizar los
símbolos.
El problema estaría, según Marthe Robert, en que Kafka
jamás estableció la menor orientación tendiente a determinar cuál pudiera ser
esta clave, situación que obliga a buscarla en campos ajenos a la literatura.
En consecuencia, debido a esta polivalencia de los símbolos, cada exégeta puede
elegir la clave que más le convenga, sin que, las más de las veces, ello sea
válido exclusivamente para él y no convenza a nadie; todas y cada una de las
interpretaciones se verán, pues, obligadas a coexistir, “las claves abren
tantas puertas a la vez que finalmente acaban por cerrarlas todas” (35).
De todas estas incoherencias deducirá Marthe Robert
dos consecuencias complementarias: el método está mal planteado y las imágenes
de Kafka no son símbolos propiamente dichos. Pero, si no son símbolos, ¿qué son?
La autora responderá que se trata de simples alusiones, “que tienen conexión
con un mundo cuyo sentido no pueden enunciar, pero que son capaces de hacer
conocer explorando sus múltiples significaciones posibles” (1970:113).
Así pues, queriendo a toda costa salvar la coherencia
en Kafka, Marthe Robert no encuentra otra solución que mantener la tesis de un
Kafka anti simbolista. Esta conclusión ha sido atacada duramente por
determinados autores. Alguno de ellos mantiene que la teoría se basa en la
confusión entre alegoría y símbolo (Cfr. 1962).
La alegoría, que tiene como característica el haber
sido prefabricada intencionalmente, no podrá tener, por definición, más de un
sentido, después del literal. El símbolo, sin embargo, siendo vivo y
espontáneo, sobrepasa las intenciones del autor. Es una fuerza de la
imaginación no reductible a una sola traducción; esto último resulta una
manifiesta oposición a la alegoría, pues mientras ésta representa un
pensamiento ya preestablecido que bien podría haber sido formulado de otro
modo, el símbolo expresa directamente lo que sin él sería inexpresable.
Lo importante es que la multiplicidad de sentidos que
el símbolo produce no supone, como asegura Marthe Robert, ningún tipo de
incoherencia. Esta multiplicidad de sentidos corresponde a una multiplicidad de
planos y de perspectivas que no sólo no se anulan entre sí, sino que se sostienen
los unos a los otros. Sólo se creerá en su incoherencia en la medida en que se
confunda el simbolismo con la trivialidad en las dimensiones de la alegoría que
no pueden representar nunca más que un solo diseño. Pero más aún, en la medida
en que el mundo del símbolo admitiría gran variedad de figuras, el admitir sólo
uno de estos símbolos supondría un empobrecimiento de la obra de Kafka. La gran
riqueza de ésta se encontraría, pues, en esa multitud de planos, de
perspectivas y de interferencias.
Sin querer entrar en profundas disquisiciones sobre los
desacuerdos entre símbolo y alegoría, creo haber analizado el punto de vista
más adecuado. No considero que la multitud de interpretaciones sea motivo para
descalificarlas. Cabría preguntarse, además, si Marthe Robert nos está
ofreciendo una interpretación no menos contradictoria que el resto, es decir,
si no cae en el pecado de la exégesis que ella misma denuncia.
Establecidos los presupuestos anteriores, estoy en
condiciones de analizar algunos aspectos de La metamorfosis, con la
finalidad de profundizar en el contenido de esta obra.
He
escogido con este fin el despertar de Gregorio después de una noche
intranquila.
En la acción de La metamorfosis no hay ningún
tipo de introducción. El aspecto fundamental de la anécdota aparece ante
nosotros en las primeras palabras del narrador:
Al
despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en
su cama convertido en un monstruoso insecto (1970:15).
Algo ha sucedido en esa noche y Gregorio se encuentra
de pronto con la horrible transformación. Es el despertar que nos ubica en la
toma de conciencia ante una realidad. La noche anterior representa la vida del
personaje, que se caracterizó por el sometimiento y el cumplimiento servil de
las órdenes de quienes ejercían sobre él, un poder ilimitado.
Es la historia del hombre contemporáneo, con toda la
carga de amargura y desazón que deriva del hecho lamentable de no ser
considerado como un ser humano, sino tan solo como un objeto.
Comienza así el planteamiento de la relación existente
entre su condición de objeto y su situación como sujeto. Gregorio ha sido,
hasta este momento, un objeto útil; por esto la alegoría del insecto me permite
observar el inmenso grado de soledad en que se encuentra el joven Samsa.
Además, el mencionado animal representa -en el plano de la alegoría-, la
incomunicación frente al mundo exterior.
El sueño ha sido intranquilo, primordialmente por dos
razones: 1. porque durante esa noche figurada se gestará, poco a poco, la
metamorfosis; 2. porque Gregorio iba perdiendo, gradualmente, confianza en sí
mismo, de igual manera descubría su grado de extrañeza en relación con el
universo en que vivía.
El personaje se encuentra indefenso y muy asombrado.
Lo que ha ocurrido escapa a los esquemas normales. Al narrador no le interesa
hacer creíble su relato; simplemente los hechos se han dado de esa manera y
basta.
Cuando el autor describe al insecto lo hace con la
intención de ubicarnos en la verosimilitud de éste; el acontecer literario no
importa por el grado de veracidad que conlleve, basta con que se mueva en el
terreno de lo posible. Desde mi perspectiva de análisis, ese animal representa
un momento muy duro en la vida del joven Samsa; realmente existe en su
convulsionado microcosmos, frente a lo cual, destaco que la actitud adoptada
por Gregorio representa su intención de no dejarse vencer por los hechos
consumados.
El primer intento del personaje se da en el terreno de
la reflexión: “¿Qué me ha sucedido? (1970: 18).
No es un sueño, porque su habitación es la misma de
siempre. En ella aparecen los elementos conocidos que me permite definir la
vida de Gregorio cuando era insecto y no lo sabía.
El muestrario de paños que está sobre la mesa, bien
puede simbolizar el mundo laboral, su condición de viajante de comercio. La
estampa, recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marquito
dorado, es la representación de algo muy querido por el personaje, al extremo
de llegar a defenderlo valientemente, en el entorno de la segunda salida.
Es una mañana lluviosa y esto acrecienta la nostalgia
del protagonista. Su decisión consiste en seguir siendo él mismo, a pesar de lo
evidente de la metamorfosis.
Pronuncia un extenso monólogo en el que recapacita
acerca de su humana condición. En este monólogo advierto el alto grado de
desarraigo y soledad en que vive. La profesión lo deja cada día más vacío,
mientras que las amistades, en continuo cambio como natural consecuencia de sus
múltiples viajes, no perduran. El trasladarse en los trenes es molesto y ni
siquiera puede comer tranquilamente. A todo lo anterior, se agrega la imagen
implacable de su jefe y la dependencia laboral se impone como una carga
insoportable.
El despertador no ha sonado, o si esto ha sucedido,
Gregorio no lo oyó. En verdad, el protagonista sabía que el sonido del reloj lo
llamaba a su condición de objeto útil; quizás por esto no quiso escucharlo.
A partir de la metamorfosis, el fin de Gregorio se
impondrá gradualmente, es la imagen del héroe contemporáneo traumado y
abandonado por la sociedad, a la cual había servido durante tanto tiempo.
Simultáneamente, subrayo el carácter extraño de este hombre, quien sufrió y
luchó por un mundo que le volvió la espalda, en el momento en el que él más lo
necesitaba.
Sus relaciones con la
familia
Agrego,
además, que el personaje pertenece a una familia normal, de clase media. En el
seno de esa familia ha cumplido, hasta ese momento, las funciones de padre,
hermano e hijo. Desde lo más íntimo de su condición de ser humano, el personaje
vive el grado de responsabilidad que le corresponde frente a los miembros de la
casa. Más allá de lo que le ha acontecido, le preocupa la situación en que
quedarán su padre, madre y hermana si él no puede continuar trabajando.
Ciertamente, el grado de toma de conciencia en Gregorio es relativo: todavía no
ha comprendido la gravedad de los hechos y por eso continúa luchando. Debo
subrayar que la transformación del protagonista es sin regreso. Desde el
momento en que descubrió su condición de insecto, no podrá dejar de serlo. Si
lo hiciera, significaría aceptar la opresión y el menosprecio como sujeto.
Sucede que hay dos fuerzas en pugna en el interior del joven: por un lado, su
sentido del deber y de la responsabilidad lo obligan a reintegrarse al trabajo;
se siente culpable por lo sucedido y no puede imaginarse un mundo familiar sin
su presencia actuante, sin la constante preocupación que lo llevaba a
solucionar todos los problemas que se presentaban. Por otro lado, desde su
actual perspectiva de animal, de objeto útil, no puede permitir que se le siga
utilizando. El hacerlo sería una forma de reconocer y aceptar su actual
condición.
Por todo lo dicho, las dos fuerzas se manifiestan así:
una lo obliga a salir; la otra le impide moverse con normalidad y retrasa todos
sus intentos.
Desde la perspectiva de los miembros de la familia,
las reacciones son diferentes. En ellos también obrará una especie de
metamorfosis que los lleva, desde una actitud inicial de relativa aceptación,
hasta la postura final de total rechazo hacia el horrible insecto.
La primera en dejar oír su voz, a través de la puerta
cerrada de la habitación de Gregorio es la madre:
·
Gregorio -dijo una voz, la de la madre-,
son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje? (1970: 18).
Evidentemente la madre está preocupada por su hijo.
Una de las características predominantes en esta mujer es su alto grado de
incapacidad para ayudar, eficazmente, a Gregorio. Tiene la mejor intención,
pero no posee los medios para concretar, en los hechos, sus aspiraciones de
acercamiento válido al hijo enfermo.
Por su parte, el joven casi no reconoce la voz de su
progenitora:
“¡Qué
voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír, en cambio, la suya propia, que era
la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible
pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego,
resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído” (18).
La metamorfosis se manifiesta también en el discurso.
Es obvio que el actual Gregorio no va a expresar los mismos conceptos que el
anterior. El de antes era sumiso, sometido, obediente; el de ahora es rebelde y
opuesto a todos los esquemas del pasado. Si llegara a creer que el personaje
acepta su actual condición y la defiende, hasta el extremo de continuar
actuando en forma eficaz, entonces tendría que aceptar la absoluta falta de
rebeldía en Gregorio. Pero los hechos no suceden así: Gregorio quiere salir de
su habitación, es cierto, pero su conciencia rebelde se lo impide.
Por su parte, el padre procede con desconfianza, pero
no adopta aún actitudes terminantemente violentas. Le dice: “Gregorio,
¡Gregorio! ¿Qué pasa?” (18).
La hermana está muy preocupada. Parece tenerle miedo a
lo que ha sucedido. Kafka establece: “Mientras tanto, detrás de la otra hoja,
la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?”
(18).
Es obvio que la hermana manifiesta una actitud mucho
más condescendiente. Se preocupa por el sujeto, por el hombre que hay en
Gregorio. Le habla con dulzura y lo interroga acerca de su condición física. En
el desarrollo del relato, puedo observar cómo Grethe se acerca válidamente a
Gregorio y lo ayuda.
De todas formas, al analizar las dos salidas del
personaje, retomaré el tema de la relación familiar.
Primera salida de
Gregorio. Reacciones provocadas
Después
de una intensa lucha del protagonista, primero por abandonar la cama y luego por
salir de la habitación, sus acciones se ven coronadas por el éxito.
Afuera lo esperan el padre, la madre, y el principal
del almacén en donde trabaja. Ha generado una inmensa expectativa por todas las
razones que ya he expuesto. La puerta se abre lentamente y él queda oculto
detrás de una de las hojas de ésta:
“Este
modo de abrir la puerta fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía
no se le viese. Hubo todavía de girar lentamente contra una de las hojas de la
puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral”
(28).
El
primero que ve a Gregorio es el principal:
“Cuando
sintió un ¡oh! del principal, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a
este señor, el más inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y
retroceder lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible”
(28).
La reacción del principal resulta no sólo impactante,
sino que se justifica plenamente a la luz de lo que representa para él la
metamorfosis de Gregorio. Ha visto que su objeto útil se rebela descaradamente
contra el mundo organizado que él simboliza. No puede tolerar semejante
actitud. Si todos sus empleados procedieran como el joven Samsa, el desorden y
el pánico se apoderarían de los defensores de la gran empresa.
La madre olvida la presencia del principal, pues, aun
despeinada como se encontraba, se presenta e intenta adoptar y mantener una
actitud de consideración y respeto hacia el hijo enfermo. “Miró primero a
Gregorio, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó,
por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto
en las profundidades del pecho” (29).
La madre es una mujer débil, de ahí que su proceder
responda a esquemas tradicionales. Gregorio, en su nueva modalidad existencial,
ha escapado a estos esquemas, como consecuencia de ello, la madre se siente
impotente.
Destaco que se atreve a mirar frente a frente a su
hijo, pero lo que ve en él le provoca horror y desesperación; a pesar de esto,
avanza hacia donde está el ser amado, pero lo hace con tan poco convencimiento
que, no pudiendo soportarlo, se desmaya.
El padre, consternado, reacciona en forma distinta:
“El
padre amenazó con el puño, con expresión hostil, cual si quisiera empujar a
Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso
inseguro al recibimiento, y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a
llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho... (29)”.
Este hombre vive también la situación de impotencia
como consecuencia de lo imprevisto de todo lo sucedido. Pero él es el más
violento. Siente que la rebeldía de su hijo es injusta y por eso comienza
amenazándolo con los puños. Desea hacerlo regresar al sitio de donde salió,
transformado en un animal repulsivo; quiere que nadie lo vea así y, menos aún,
el principal. No se decide a adoptar medidas inmediatas; al contrario, se aleja
hacia el recibidor, donde rompe a llorar en una actitud netamente contrastante
con su condición física.
Gregorio
trata de hablar como si nada hubiera sucedido y promete regresar inmediatamente
al trabajo. Todos saben que esto es imposible, y más aún lo conoce el principal,
quien lentamente, retrocede hacia la escalera, atemorizado. El joven está
realmente solo, ante un mundo que no lo comprende. Añora la presencia de su
hermana, quien ha salido en busca de socorro.
En ese momento, la madre recobra el conocimiento por
unos instantes, para encontrarse de nuevo con el espantoso panorama. Grita,
pide ayuda, suplica por alguien que le diga que todo lo que está pasando no es
más que un sueño; en fin, procede de una manera explicable en el entorno de su
condición de madre protectora. El café se derrama en la mesa en el mismo
momento en que la mujer se refugia en los brazos del padre. Todo es caótico,
paradójicamente, Gregorio parece ser el único que conserva la calma. Centra su
atención en el principal, quien al ver que Gregorio se dirige hacia él,
abandona rápidamente la casa.
Es en este momento que el padre decide actuar en su
carácter de defensor de la estabilidad familiar, por lo cual, llevando en la
diestra el bastón que el principal había olvidado y en la siniestra un gran
periódico, se dispone a asediar al hijo enfermo, a obligarlo a regresar a la
habitación.
El cuadro que se ofrece es grotesco: el padre,
exaltado, da fuertes patadas en el suelo; Gregorio entiende que algo no anda
bien, e intenta desandar el camino para volver a su cuarto.
De
esta forma, mientras la madre se había asomado a la ventana a pesar del tiempo
frío, el padre actúa con la violencia que manifestaba una absoluta
incomprensión hacia su hijo. Los silbidos salvajes que escapaban de su boca
llenaban el ambiente. El protagonista retrocedía como podía. No acostumbrado a
su actual condición, tenía dificultades para moverse. Finalmente lo consigue y
el padre lo ayuda con el extremo del periódico.
Cuando Gregorio ha caído dentro de la habitación, su
progenitor cierra la puerta, acción presentada por el narrador con el
comentario de: “Todo volvió por fin a la tranquilidad” (24).
Quedan expresadas en este pasaje, las
incompatibilidades existentes entre padre e hijo. Si recordamos aspectos de la
biografía del autor, sabremos que la relación entre ambos se caracterizó, no
sólo por un alejamiento espiritual, sino también por las constantes
imposiciones de un padre dominante y cruel.
La cita inmediata anterior, demuestra que la única
forma de reconciliación entre Gregorio y su familia consiste en el aislamiento,
en la definitiva desaparición, si ello fuera posible.
Los hechos posteriores muestran la vida del joven Samsa
en su condición de insecto. La hermana se preocupa por él y manifiesta así la
clásica actitud del adolescente generoso. Ha tomado a su hermano como una causa
propia que ella debe sacar adelante.
En cierta ocasión, la hermana nota que la habitación
resulta chica para Gregorio y decide retirarle algunos muebles, con el fin de
dejarle más espacio. Su intención es buena pero no ha comprendido que hacerlo
significa despojarlo de lo que él más quiere. Lo dicho constituye el
antecedente de la segunda salida.
La segunda salida de
Gregorio
La
hermana pide ayuda a su madre para comenzar a retirar los muebles mencionados.
Ésta ingresa al cuarto en el bien entendido de que no verá a Gregorio: su solo
aspecto la espanta. Comienza la tarea que cumplirán las dos mujeres:
“Y
Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y
harto pesado baúl, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor
parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se
fatigase demasiado” (47).
El acto de Grethe, bien inspirado y razonable,
significa, sin embargo, un paso más en el proceso de degradación de Gregorio.
Hasta ahora la presencia de los muebles en el cuarto equivale, de algún modo, a
una esperanza. Quitarlos representa romper definitivamente con el pasado,
aceptar para siempre y como parte de la familia a este taciturno y nauseabundo
insecto que es ahora el protagonista. En alguna medida, los muebles de Gregorio
constituyen un nexo entre el mundo del joven Samsa y el que está más allá de la
puerta.
El narrador, pues, va destruyendo, primero por
eliminación -la habitación queda desierta- y luego por transformación -se
convierte en un sucio desván para los trastos-, el viejo dormitorio de
Gregorio, que cada vez es más autónomo del resto de la casa.
Gregorio, por su parte, piensa que la vida monótona de
esos dos meses ha perturbado su mente. Aclaro que no hay en verdad
perturbación, sino cambio: él acepta ahora que su habitación esté vacía y lo
acepta porque está pensando como insecto. A medida que la metamorfosis
progresa, Gregorio piensa y actúa y siente cada vez menos como hombre.
Mientras las mujeres vacían la habitación, Gregorio se
mantiene prudentemente oculto. Pero cuando advierte lo que realmente sucede
-que se llevan todo cuanto ama- una ola de recuerdos y nostalgias le hace
reaccionar. Un cuadro -ya mencionado en el desarrollo del análisis-, adquiere
súbitamente importancia fundamental para el protagonista, quien trepa por la
pared y se adhiere fuertemente al vidrio del mencionado cuadro, en un típico
acto de posesión y deseo al no permitir que le arrebaten lo que no quiere
perder.
Pese a los esfuerzos de Grethe la madre lo ve y cae
desmayada. En ese preciso instante, y como consecuencia de lo sucedido, la
hermana abandona toda tentativa de comprender a Gregorio, se pone de parte del
mundo “normal” y llega a increpar duramente a su hermano: “¡Ojo, Gregorio!
-gritó la hermana con el puño en alto y enérgica mirada” (51).
En la tercera parte de la obra, en un breve discurso,
Grethe ha de asegurar que ese insecto repugnante no es, no puede ser su
hermano. El proceso de alejamiento, que ahí culmina, ha empezado ya.
Con extraordinaria habilidad, Kafka, por medio del
narrador, saca a Gregorio de su cuarto y quedan solas en él la madre y la
hermana. La inesperada presencia del padre viene a complicar las cosas. La
hermana sólo alcanza a decirle al padre que la madre se ha desmayado y que
Gregorio ha escapado.
Es ésta la primera vez que Gregorio ve a su padre
después de la transformación sufrida por este último al tener que cargar sobre
sus hombros la responsabilidad de la casa. Lo encuentra muy cambiado; el padre
también ha sufrido una metamorfosis: está más joven, más enérgico, súbitamente
repuesto.
Su progenitor trata entonces de hacerlo regresar a su
habitación. Comienza el bombardeo de las manzanas, otro pasaje digno del mejor
de los grotescos. No es que en un arrebato el padre arroje unas manzanas a su
hijo, sino que se aprovisiona de ellas y las lanza fría y sistemáticamente
sobre su enemigo. La última se incrusta sobre el “lomo” de Gregorio: allí
permanecerá descomponiéndose, hasta el final.
Herido, Gregorio encuentra por fin la puerta que se
vuelve de pronto salvación ante los embates de su progenitor, y se precipita a
su cuarto.
El pasaje termina con una fugaz visión: la madre, ya
recuperada, abrazando al padre le suplica perdone la vida de su hijo. Es un
final casi teatral, pero de todas formas recatado y eficaz.
Así pues, he constatado cómo comienza en la tercera
parte de la obra un proceso rápido de agravamiento de la enfermedad de Gregorio
que concluye con su muerte. La sirvienta es quien descubre el cuerpo y los
convoca a todos para que vean como “reventó”. La familia recibe la noticia como
una verdadera liberación. Todos resuelven consagrar ese día al reposo y al
paseo.
El relato concluye con la certeza de que una vida
nueva se inicia para todos. Al observar las formas juveniles de Grethe, parece
renacer una esperanza fundamentada en esta hija que les ha quedado, a pesar de
la pérdida de quien en otro tiempo fuera el sostén y la alegría de la casa.
Gregorio representa la imagen del héroe contemporáneo,
traumatizado y abandonado por la sociedad a la cual había servido durante tanto
tiempo. El movimiento del personaje, en el desarrollo de la narración, se da en
tres planos: Gregorio y el círculo familiar, Gregorio y el aspecto laboral
regido por el sometimiento, y Gregorio y el resto de la sociedad, caracterizada
por la exclusión del personaje.
Como elementos válidos a los efectos de las
conclusiones que estoy analizando, sirve subrayar el carácter de este hombre
que sufrió y luchó por un mundo que le volvió la espalda en el momento en el
que más lo necesitaba. A nivel familiar es donde se dan los hechos más
dolorosos, según he argumentado.
Por último, Gregorio llega a desconocerse a sí mismo.
La sociedad lo ha herido hasta tal punto que ni siquiera le deja la opción de
sentirse en paz con su propia e individual condición. Cfr. http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/metamorf.html
La perspectiva que
aguarda no sólo a los miembros de esa familia, sino también a la sociedad entera,
es el riesgo de que lo sucedido al protagonista llegue a pasar, tiempo después,
a los demás. ¿Veremos a la hermana padeciendo su propia transformación? Aquí se
halla el reto y dilucidarlo representa una opción válida.
William Faulkner
(1897-1962)
Se
erige como uno de los escritores estadounidenses más importantes en tanto ideó
nuevos estilos de escritura que, de hecho, han influido a distintos autores
posteriores; los temas que trata en su obra giran básicamente en torno a los
conflictos raciales y las confrontaciones entre los grupos del norte y el sur
de su país.
Algunos de los rasgos de su obra son:
a) Escasez
de signos de puntuación, lo que provoca periodos muy largos.
b) Introducción
sorpresiva de aclaraciones extensas (por ejemplo, entre paréntesis) que
distraen la atención del relato principal.
c) Utilización
de ambientes constantes: poblados en decadencia, campos de algodón, casonas
sureñas antiguas, caminos sucios y largos.
Obras destacadas
de su producción: La paga de los soldados (1926), Sartoris (1929), El sonido y
la furia (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón!, Absalón!
(1936) y Las palmeras salvajes (1939).
En el contexto de sus cuentos subrayamos los que
siguen:
De Relatos no reunidos escojo los siguientes:
1. “Ninfolepsia”.
2. “El
sacerdote”.
3. “Ahorro”.
4. “Idilio
en el desierto”.
5. “La
esposa de dos dólares”.
6. “La
tarde de una vaca”.
7. “El
señor Acarius”.
8. “Sepultura
en el sur: luz de gas”.
“El sacerdote”
Había casi terminado sus estudios eclesiásticos.
Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el
Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había
sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de
alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que
parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí
mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con
el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los
apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran
perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en
el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que,
cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se
perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente
de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de
Dios.
Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una
charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual,
un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje
llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no
albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara:
sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la
gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la
historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de
los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión
espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer
físico anhelado por su sangre?
Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán
pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus
condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo
pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba
perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se
limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al
hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo,
que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor
imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de
las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un
paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre
apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo
y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello
y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como
una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y
esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por
la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su
primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para
decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada
persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no
llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una
niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó,
y también yo soy un niño despojado de su niñez.
La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó
la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar.
Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las
voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del
crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y
peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo:
¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la
ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro.
Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:
·
A través de la historia el hombre ha
fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que
podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él
mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El
hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que
valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo
cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel
que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes
dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como
la copa de vino de la fábula.
Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza
sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y
estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al
igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó
cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano
serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia.
Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con
mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser
buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos
sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no
dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal
sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la
filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese
modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el
deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido
por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado.
“Ciertamente, debido a mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las
palabras”.
¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna
respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera
ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero perder lo poco que
tiene!
El pasear por las calles no hizo que viera más claro
su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del
trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de
belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. “Cuántas de ellas tendrán
amantes? —se preguntó—. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto
mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en
los que ha tanto tiempo he deseado pensar”.
Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban
forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar —el
pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al
masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser—, para fregar en la
cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales
saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud
tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban
en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de
plata.
“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay
en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba?
Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros
jóvenes de mi sexo? ¿O es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse
abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer
tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, ¿dónde esa mística unión que me ha
sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: ¿obedecer estos impulsos y pecar,
o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo
he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?”.
“Purificaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso,
la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan
presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas
embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de
tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la
juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una
con quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y
mil ayeres”, exclamó.
“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana!
Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de
Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi
sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!”
En la esquina había una expendeduría de tabaco: había
hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y
volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o
a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes;
siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también,
respondería a blandas compulsiones.
Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios
eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus
ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente
cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los
ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y
la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo
lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y
detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana! ¡Mañana!”.
Ave María, deam gratiam. (https://www.zendalibros.com/sacerdote-cuento-william-faulkner/…
torre de marfil, rosa del Líbano, consultado el 30/10/2022).
Nota
crítica
En este cuento el llamado de la carne parece ser más poderoso
que el llamado de la vocación y de Dios. Se narra como un aplicado y riguroso
aprendiz del sacerdocio contempla su vida el día antes de ser ordenado, en lo
que finalmente será la conclusión de tantos años de estudio; el punto en que
alcanzará la esperada comunión definitiva con lo místico. Sin embargo, azuzado
por las conversaciones de sus compañeros en el seminario en torno a las
mujeres, su mente fantasea en torno al sentido de la abnegación. Las horas
pasan; su ordenación se aproxima.
“Las
palmeras salvajes”
(fragmento)
Sonó
otro aldabonazo, a la vez discreto y perentorio, mientras el doctor bajaba las
escaleras, y el resplandor de la linterna eléctrica lo precedía en el hueco
(con manchas pardas) de la escalera y en el cubo (con manchas pardas) del
vestíbulo.
Era una casita de playa, aunque tenía dos pisos,
alumbrada por lámparas de petróleo —o por una lámpara, que su mujer había
llevado al piso alto cuando subieron después de cenar. El doctor usaba camisón,
no piyama; por la misma razón que fumaba en pipa, que nunca le había gustado y
que nunca le gustaría, entre el cigarro ocasional que le regalan sus clientes,
entre un domingo y otro en los que fumaba los tres cigarros que le parecía
podía permitirse comprar, aunque era propietario de la casita de la playa y de
la casita vecina, y también de la residencia con electricidad y paredes
revocadas, en la aldea a cuatro millas de distancia. Porque ahora tenía
cuarenta y ocho años y había tenido dieciséis y dieciocho y veinte en la época
en que el padre le decía (y él lo creía) que los cigarrillos y los pijamas eran
para maricas y para mujeres.
Era después de medianoche, aunque no mucho. Lo sabía,
aunque no fuera más que por el viento aun aquí tras las cerradas y trancadas
puestas y postigos. Porque aquí había nacido, en esta costa, no en esta casa
sino en la otra, en la residencia de la ciudad, y había vivido aquí toda su
vida, salvo los cuatro años de la escuela de medicina en la Universidad del
Estado y los dos años como interno en Nuevo Orleáns, donde (gordo hasta de
muchacho, con gordas y blandas manos de mujer, él, que nunca debía haber sido
médico, que después de unos seis años metropolitanos miraba desde el fondo de
un asombro incomunicado y provinciano a sus condiscípulos, los muchachos flacos
y fanfarrones con sus delantales de brin condecorados —para él— implacable y
jactanciosamente, con las infinitas caras anónimas de las enfermeras novicias,
como trofeos florales) la había añorado tanto. Así se doctoró, más cerca de los
últimos de la clase que de los primeros, aunque no el último, y volvió a su
casa y en el año se casó con la mujer que su padre le había elegido y en cuatro
años fue suya la casa que su padre había edificado y también la clientela que
se había formado su padre, sin perder ni añadir un cliente, y en diez años no
sólo poseía la casa de la playa donde él y su esposa pasaban sus veranos sin
hijos, sino también la propiedad vecina, que alquilaba a veraneantes o a bandas
de personas que hacían picnics o a pescadores. En la tarde de la boda, él y su
mujer se fueron a Nueva Orleáns y pasaron dos días en un cuarto de hotel,
aunque nunca tuvieron luna de miel. Y aunque dormían juntos en la misma cama
desde hacía veintitrés años, todavía no tenían hijos.
Pero
aparte del viento podía decir la hora aproximadamente, por el olor a viejo del
gumbo ya frío en la gran olla de barro sobre la hornalla fría, más allá de la
endeble pared de la cocina —la gran olla que su mujer había preparado esa
mañana para mandar algo a sus inquilinos y vecino de la casa del al lado: el
hombre y la mujer que hacía cuatro días habían alquilado la casita y
probablemente ni sospechaban que los donantes del gumbo eran no sólo los
vecinos, sino también propietarios…
Actividades
1.
Identifica en los relatos anteriores las
características de la obra de Faulkner.
Hermann Hesse
(1877-1967).
Algo sobre su obra
Hesse
publicó su primer libro, una colección de poemas, en 1899. Permaneció en el
negocio de la venta de libros hasta 1904, cuando se convirtió en escritor
independiente y publicó su primera novela, Peter Camenzind, sobre un
escritor fracasado y disipado. La novela fue un éxito y Hesse retomó el tema de
la búsqueda interior y exterior del artista en Gertrudis (1910) y Rosshalde (1914). Una visita a la
India en estos años se reflejó más tarde en Siddhartha (1922), novela
poética, ambientada en la India en la época de Buda, sobre la búsqueda de la
iluminación.
Durante la Primera Guerra Mundial, Hesse vivió en la
Suiza neutral, escribió denuncias del militarismo y el nacionalismo, y editó un
diario para prisioneros de guerra e internados alemanes. Se convirtió en
residente permanente de Suiza en 1919 y en ciudadano en 1923, instalándose en
Montagnola.
Una sensación cada vez más profunda de crisis personal
llevó a Hesse al psicoanálisis con JB Lang, un discípulo de Carlos Jung. La
influencia del análisis aparece en Demian (1919), un examen del logro de
la autoconciencia por parte de un adolescente con problemas. Esta novela tuvo
un efecto generalizado en una Alemania convulsa e hizo famoso a su autor. El
trabajo posterior de Hesse muestra su interés en los conceptos junguianos de
introversión y extraversión, el inconsciente colectivo, el idealismo y los
símbolos. Hesse también llegó a estar preocupado por lo que él veía como la
dualidad de la naturaleza humana.
El lobo estepario (1927) describe
el conflicto entre la aceptación burguesa y la autorrealización espiritual, en
un hombre de mediana edad. En Narziss und Goldmund (1930), un asceta
intelectual que está contento con la fe religiosa establecida se contrasta con
un sensualista artístico, que busca su propia forma de salvación. La última y
más larga novela de Hesse, Das Glasperlenspiel[2]
(1943; títulos en inglés The Glass Bead Game and Magister Ludi,
está ambientado en el siglo XXIII. En él, Hesse vuelve a explorar el dualismo
de la vida contemplativa y activa, esta vez a través de la figura de un
intelectual supremamente dotado. Posteriormente publicó cartas, ensayos y
cuentos.
Cuentos
1. “Parábola
china”
Un
anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña
propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus
caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin
embargo, el anciano replicó:
·
¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Y
hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una
manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo
felicitaron por su buena suerte.
Pero
el viejo de la montaña les dijo:
·
¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!
Como
tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un
día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el
pésame, y nuevamente les replicó el viejo:
·
¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!
Al
año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas
Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar
su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se
lo llevaron.
Chunglang
sonreía.
2. La
fábula de los ciegos
Durante
los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos
detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por
mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían
distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que
ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el
olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro
sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían
de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en
la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros
manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista.
Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió
hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el
mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un
círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las
limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la
indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho
de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal
color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al
dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de
libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que
tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la
infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los
ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era
roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color
rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más
quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo
tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender
provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de
los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte,
sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas
personas autorizadas a opinar en materia de música.
3.“La
ejecución”
En
su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña
al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta
se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron
un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo
a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se
agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían
bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
·
¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado
-se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su
muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que
llore.
·
Supongo que será un hereje -dijo el
maestro con tristeza.
Siguieron
acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos
preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el
que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
·
Es un hereje -decía la gente muy
indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En
verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos
puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son
doce!
Asombrados, los discípulos se
reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
·
¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo
a andar, dijo en voz baja:
·
No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o
un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las
gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían
el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia
diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros
sin que el pueblo se inmute.
4. “El lobo”
Nunca
las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía
semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los
grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables
bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y
clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se
volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los
seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y
maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche,
aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban
pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales de la zona.
Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros
sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de
águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Sólo
unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una
unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos
cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un
fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada.
Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto
seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con
aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás
de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una
presa menor, por ejemplo, un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la
manada.
La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban
juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban
acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los
maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido
terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban,
y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada decidió
partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y
olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote,
rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy
abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos
y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos
se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron
hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero
terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era
delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas;
las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se
internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero,
un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos
furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el
temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del
correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida,
tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto;
se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron
el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de
listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente,
jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron
los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó
el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello
una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y
corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y
hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza
imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se
arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un
quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se
recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había
corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se
encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo.
Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura
que cubría la nieve.
Más allá de la montaña se topó de inmediato con un
pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó
con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos
tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las
casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a
correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su
abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de
todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de
la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes
de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y
difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la
pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una
confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó
temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre
marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas
brumoso y parecía prometer nieve.
Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se
encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont
Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero
sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació
de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía
que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente
pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus
ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y
apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un
quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba
por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el
cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y
grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en
la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos
con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas
toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto
al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron
que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y
garrotes. Él ya no los sintió.
Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros
quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que
bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el
brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya
luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de
nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.
Características de la
obra de Hermann Hesse. El lobo estepario
La
admiración que despertó la literatura de Hermann Hesse entre los jóvenes rebeldes
y descontentos de los años sesenta y setenta se transformó con el tiempo en un
lastre. La crítica se mostró implacable con su obra cuando las protestas se
apagaron, y se enfriaron los sueños revolucionarios. Hesse sufrió el mismo
ajuste de cuentas que la generación beat y el Mayo francés. A
pesar de los juicios adversos, la literatura de Hesse, lejos de ser mediocre o
deleznable, ocupa un lugar indiscutible entre los clásicos, reflejando los
conflictos del individuo para construir y preservar su identidad, sin sucumbir
al dogmatismo religioso o político y sin desembocar en un nihilismo impregnado
de tendencias autodestructivas.
El lobo estepario se publicó en
1928. La novela surgió a consecuencia de una crisis emocional y psicológica de
Hesse, que sufrió un cuadro depresivo tras separarse de Ruth Wenger, su segunda
esposa. Durante esa época, el escritor experimentaba serias dificultades para
relacionarse con sus semejantes y buscaba el aislamiento para mitigar su
inseguridad y el dolor que le producía el contacto con el mundo exterior. El
lobo estepario recrea ese estado, que incluyó fantasías suicidas y una agresiva
misantropía. La novela se interpretó como el diario de una rebeldía que ensalza
al individuo frente a la masa, gregaria y estúpida. Muchos lectores se
identificaron con la figura del “lobo estepario”, un disidente existencial que
defiende ferozmente su independencia y su derecho a ser diferente, sin
comprender el verdadero sentido de la obra. Hesse no concibe la soledad de
Harry Haller, el protagonista de la novela, como un desafío o un gesto de
libertad, sino como un fracaso. Su incapacidad para amar y ser amado le reduce
a un ascetismo improductivo, donde el yo repudia cualquier lazo comunitario o
responsabilidad sobre los otros.
El lobo estepario comienza con las
observaciones del sobrino de la mujer que alquila una habitación a Harry
Haller. Haller, de unos cincuenta años, exhibe “una desesperanza callada” y un
talante reflexivo sin apariencia de vanidad, ambición o narcisismo. Posee “la
mirada del lobo estepario” que se conduele de la fatuidad del género humano,
afanado en naderías e indiferente ante las grandes creaciones del espíritu. Es
evidente que Harry Haller es Hermann Hesse, sometido a insoportables tensiones
morales e intelectuales: “Haller era un genio del sufrimiento. En el sentido de
muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de
sufrimiento ilimitada, genial, terrible”. Esa dureza interior convive con un
profundo odio hacia sí mismo que le impide amar al prójimo. Haller es un hombre
desarraigado, que interpreta su dolor como una herramienta al servicio del
conocimiento. Su angustia existencial lo convierte en el testigo privilegiado
de una profunda crisis histórica. No se trata de un simple cambio de época,
sino de la colisión entre dos paradigmas culturales que sólo aceptarán la
destrucción de su antagonista. Hesse no menciona la muerte de Dios ni habla del
Estado totalitario, pero es evidente que se refiere a la crisis religiosa y
política de la Europa de entreguerras, donde se gestan los genocidios de la
segunda mitad del siglo XX.
Sin disimular su fascinación, el autor de la nota
introductoria presenta las “Anotaciones de Harry Haller. Sólo para locos”, un
manuscrito inédito donde “el lobo estepario” relata su itinerario espiritual.
Haller no oculta su desprecio hacia “todo lo mediocre, normal y corriente”.
Nada le parece más ofensivo que el “optimismo del burgués”, confortablemente
acomodado en “el templo del orden”. En esa concepción del mundo, no hay espacio
para la búsqueda de Dios o del sentido de las cosas. Aunque reconoce que el
jazz - “rudo, alegre y salvaje”- le atrae, opina que sólo un necio o un
insensato podrían compararlo con Bach o Mozart, verdaderas cimas del espíritu
humano. Haller teme que esa música vulgar e infantil sólo sea el preludio de un
tiempo de estupidez y banalidad. Durante un paseo, Haller se topa con un hombre
que lleva un cartel donde se lee: “Velada anarquista. Teatro mágico. Entrada no
para cualquiera”. Se acerca al desconocido y acepta el folleto que le ofrece
con aparente desinterés. Haller se retira a su habitación y comienza a leerlo.
El folleto se titula “Tractac del Lobo Estepario. No para cualquiera” y habla
sobre el propio Harry, donde el lobo y el hombre luchan entre sí con un “odio
constante y mortal”, preguntándose si el ser humano es “un tremendo error, un
ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza” o “un hijo de
los dioses destinado a la inmortalidad”. El “lobo estepario” presume de su
soledad y su independencia, pero su rebeldía es inofensiva. Harry no es un
revolucionario, sino un diletante, que desprecia el estilo de vida burgués, sin
advertir que su existencia es tan sencilla y conformista como la de un tendero
aficionado a la ópera. No es un santo ni un libertino. No pertenece a la
estirpe de esos artistas que “logran lo absoluto y sucumben de manera
admirable”. Harry sólo es un hombre y el hombre no es algo acabado, sino “un
ensayo y una transición; no es otra cosa sino un puente estrecho y peligroso
entre la naturaleza y el espíritu”. Ese carácter inacabado, de proyecto sin
terminar, explica que el ser humano albergue infinidad de identidades. La
personalidad es un mito, una absurda reducción de la pluralidad de fuerzas que
conviven en el interior de un individuo. “El hombre es una cebolla de cien
telas, un tejido compuesto por muchos hilos”. El lobo estepario también
es “zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso”. Harry presume que la
verdadera sabiduría no consiste en volver a ser niño (la alusión a Nietzsche es
evidente), sino en “acoger al mundo entero en un alma dolorosamente
ensanchada”. Ése y no otro es el camino “hacia la inocencia, hacia lo increado,
hacia Dios”. Sin embargo, en esa filosofía trágica no hay un ápice de alegría.
Acoger el mundo no debe implicar dolor, sino gozo, dicha, plenitud y Haller no
experimenta nada de eso.
Después de leer el “Tractac del Lobo Estepario”, Harry
entiende que su vida es una impostura y que el “lobo estepario” debe morir.
Pablo, un saxofonista alegre y desinhibido, Armanda, una mujer que ama sin
celos ni exclusividad, y María, que carece de sentimientos de culpa o pecado,
le enseñarán a vivir de otro modo. La risa y el baile reemplazarán a los largos
encierros entre partituras de Bach, poemas de Novalis y novelas de Dostoievski.
Armanda le enseñará a bailar. El baile no es algo pueril, sino un ejercicio de
amor a la vida. Harry ha cultivado excesivamente el espíritu y ha descuidado la
inmediatez de los sentidos, la ligereza de sentir sin elaborar juicios
reflexivos. Pablo le descubrirá la belleza del jazz, una música que constituye
la apoteosis de la libertad, pues no está sujeta a una partitura, sino a
intuiciones e inspiradas improvisaciones. El saxofón es más libre que la batuta
y no anhela la eternidad. El instante colma todas sus expectativas. Armanda y
María le mostrarán que el sexo no es algo solemne, que implica lealtad y
compromiso, sino un juego hermoso y sencillo, un jardín donde es posible ser
bestia y niño, sin perder la inocencia ni sufrir el acoso de un moralismo
enemistado con el placer. Armanda y María también le revelarán que las pequeñas
cosas (un bolso, una pitillera, una sortija) no son objetos desdeñables, sino
la discreta manifestación de la poesía de lo minúsculo. La poesía de lo
minúsculo no es un canto a la riqueza material, pues -según Armanda- “el tiempo
y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y
a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la
muerte”. Inquieto, Haller replica: “¿Fuera de eso, nada en absoluto?” Armanda
responde: “Sí, la eternidad”, pero la eternidad no es algo heroico, sino un
presente interminable que recoge cualquier gesto de generosidad, belleza o
audacia.
El aprendizaje y la redención de Harry Haller culminan
en el “Teatro Mágico”, un espacio simbólico y metafórico donde Armanda se
transmuta en Armando y cuestiona los roles sexuales, insinuando que el deseo,
libre del lastre de la moral, cambia de objeto continuamente, transitando por
todas las formas de placer. En el “Teatro Mágico”, Harry descubre “la
embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la
personalidad entre la multitud, de la unión mística de la alegría”. Puede
decirse que -gracias al viaje físico, carnal y espiritual realizado con sus
jóvenes e inesperados maestros- el “lobo estepario” ha muerto. “Yo ya no era yo
-afirma Harry, lleno de júbilo-; mi personalidad se había disuelto en el
torrente de la fiesta como la sal en el agua”. Los otros ya no son extraños:
“su sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los
suyos”.
Es evidente que El lobo estepario se interpretó mal.
Harry Haller no es un héroe, sino un pobre diablo que se ha parapetado detrás
de Mozart y Goethe para disimular su incapacidad de convivir con los otros,
experimentando sentimientos de placer y comunidad. Armanda, María y Pablo le
proporcionarán la educación sentimental que le permitirá abrirse a los otros y
liberarse de sus inhibiciones. En esta novela, Hesse se aleja indistintamente
del budismo y el cristianismo. El budismo identifica la dicha con la extinción
del deseo y el cristianismo redunda en la oposición platónica entre cuerpo y
alma como realidades opuestas. Ambas tradiciones menosprecian la materia y
exaltan el espíritu, si bien se separan en su concepción del más allá. Hesse se
aproxima a la filosofía de Nietzsche, al “gran sí a la vida” de Zaratustra,
pero sin aceptar la inversión de valores, la nueva moral de amos y esclavos que
justifica la esclavitud y la guerra. Hesse escribió: “Nunca he vivido sin
religión, y no podría vivir sin ella un solo día, pero he podido pasar toda la
vida sin ninguna iglesia”. Su religiosidad no implica la execración del
instinto o la penitencia corporal, sino un humanismo abierto, tolerante y
sensual. Antibelicista, místico y con un amor hacia la naturaleza de
connotación panteísta, Hesse concibió El lobo estepario como el relato
de una crisis personal. Su experiencia de la depresión le mostró que soledad es
un estado enfermizo, donde el yo se escinde del otro, exacerbando su
subjetividad. Ese estado sólo conduce a una deshumanización radical, pues lo
verdaderamente humano es fundirse con el otro y difuminarse en el nosotros.
Hesse no elogia el gregarismo, sino el amor y la fraternidad. “La felicidad es
amor, no otra cosa. El que sabe amar es feliz”. La enseñanza última de El
lobo estepario es de una sencillez evangélica. No debe sorprendernos. Los
clásicos desconfían de la retórica y, a finales de los años 30, el nazismo ya
era una amenaza real, que explotaba lo dramático y grandilocuente. Al igual que
otros intelectuales, Hesse intuía que el totalitarismo provocaría una nueva
guerra, con un enorme caudal de sufrimiento. “No reniego del patriotismo, pero
primeramente soy un ser humano, y cuando ambas cosas son incompatibles, siempre
le doy la razón al ser humano”. A diferencia de Heidegger, Hesse no se dejó
seducir por el ideal comunitario del nacionalismo alemán. Conoció el exilio y
la prohibición de sus obras. Su editor fue detenido por la Gestapo y sus libros
desaparecieron de las bibliotecas.
Al igual que su buen amigo Thomas Mann, deseó la
derrota de su propio país, pero cuando obtuvo el Premio Nobel en 1946 manifestó
que no quería llegar a ver el ocaso de las diferencias nacionales, pues eso
llevaría a “una humanidad intelectualmente uniforme”. La paz y la
reconciliación le parecían inconcebibles sin la diversidad: “¡Es fantástico que
existan muchas razas, muchas lenguas y una infinidad de actitudes y
perspectivas!”. Los “poderes oscuros” que amenazan a la civilización sólo
podrán ser vencidos con amor, tolerancia y apertura hacia la diferencia, pues
“el amor es más fuerte que la violencia”. La figura del lobo estepario sólo es
una etapa de la conciencia humana. La plenitud del ser humano se halla en la
risa, el baile, el juego. (Cfr. https://ciudadseva.com/texto/el-lobo-hesse/
Consultado
el 30/10/2022). Cfr. además: https://lamenteesmaravillosa.com/el-lobo-estepario-una-obra-para-reflexionar/
Ernest Hemingway
(1899-1961).
Narrador
estadounidense cuya obra, considerada ya clásica en la literatura del siglo XX,
ha ejercido una notable influencia tanto por la sobriedad de su estilo como por
los elementos trágicos y el retrato de la época que representa.
Ya se había iniciado en el periodismo cuando se alistó
como voluntario en la Primera Guerra Mundial, como conductor de ambulancias,
hasta que fue herido de gravedad. De vuelta a Estados Unidos retomó el
periodismo hasta que se trasladó a París, donde alternó con las vanguardias y conoció
a Ezra Pound, Pablo Picasso, James Joyce y Gertrude Stein, entre otros.
Participó en la Guerra Civil Española y en la Segunda Guerra Mundial como
corresponsal, experiencias que luego incorporaría a sus relatos y novelas.
El propio Hemingway declaró que su labor como
periodista lo había influido incluso estéticamente, pues lo obligó a escribir
frases directas, cortas y duras, excluyendo todo lo que no fuera significativo.
Su producción periodística, por otra parte, también influyó en el reportaje y las
crónicas de los corresponsales futuros.
Entre sus primeros libros se encuentran Tres
relatos y diez poemas (1923), En nuestro tiempo (1924) y Hombres
sin mujeres (1927), que incluye el antológico cuento “Los asesinos”. Ya en
este cuento es visible el estilo de narrar que lo haría famoso y maestro de
varias generaciones. El relato se sustenta en diálogos cortos que van creando
un suspense invisible, como si lo que sucediera estuviera oculto o velado por
la realidad. El autor explicaba su técnica con el modelo del iceberg, que
oculta la mayor parte de su materia bajo el agua, dejando visible sólo una
pequeña parte a la luz del día.
Otros
cuentos de parecida factura también son antológicos, como “Un lugar limpio y
bien iluminado”, “La breve vida feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del
Kilimanjaro”, “Colinas como elefantes blancos”, “Un gato bajo la lluvia” y
muchos más. En algunas de sus mejores historias hay un vago elemento simbólico
sobre el que gira el relato, como una metáfora que se desarrolla en el plano de
la realidad.
La mayor parte de su obra plantea a un héroe
enfrentado a la muerte y que cumple una suerte de código de honor; de ahí que
sean matones, toreros, boxeadores, soldados, cazadores y otros seres sometidos
a presión. Tal vez su obra debe ser comprendida como una especie de
romanticismo moderno, que aúna el sentido del honor, la acción, el amor, el
escepticismo y la nostalgia como sus vectores principales. Sus relatos
inauguran un nuevo tipo de “realismo” que, aunque tiene sus raíces en el cuento
norteamericano del siglo XIX, lo transforma hacia una cotidianidad dura y a la
vez poética, que influiría en grandes narradores posteriores como Raymond
Carver.
Uno de los personajes de Hemingway expresa: “El hombre
puede ser destruido, pero no derrotado”. Y uno de sus críticos corrobora: “Es
un código que relaciona al hombre con la muerte, que le enseña cómo morir, ya
que la vida es una tragedia. Pero sus héroes no aman mórbidamente la muerte,
sino que constituyen una exaltación solitaria de la vida, y a veces sus muertes
constituyen la salvaguarda de otras vidas”. A este tipo de héroe suele
contraponer Hemingway una especie de antihéroe, como su conocido personaje Nick
Adams, basado en su propia juventud, y que hilvana buena parte de los relatos
como una línea casi novelesca.
Sus novelas tal vez sean más populares, aunque menos
perfectas estilísticamente que los cuentos. Sin embargo, Fiesta (1926) puede ser considerada una excepción;
en ella se cuenta la historia de un grupo de norteamericanos y británicos,
integrantes de la llamada “generación perdida”, que vagan sin rumbo fijo por
España y Francia. En 1929 publicó Adiós a las armas,
historia sentimental y bélica que se desarrolla en Italia durante la guerra.
En Tener y no tener (1937), condena las injusticias
económicas y sociales. En 1940 publicó Por quién doblan las campanas,
basada en la Guerra Civil española. Esta obra fue un éxito de ventas y se llevó
a la pantalla.
En 1952 dio a conocer El viejo y el mar,
que tiene como protagonista a un modesto pescador de La Habana, donde vivió y
escribió durante muchos años, enfrentado a la naturaleza. Algunos críticos han
visto en este texto la culminación de su obra, porque en él confluyen el
humanismo y la economía artística; otros, sin embargo, opinan que éste no es el
mejor Hemingway, por una cierta pretensión didáctica. Hacia el final de una
vida aventurera, cansado y enfermo, se suicidó como lo haría alguno de sus
personajes, disparándose con una escopeta de caza. Para muchos, es uno de los
escasos autores míticos de la literatura contemporánea. Fernández,
Tomás y Tamaro, Elena. «Biografia
de Ernest Hemingway». En Biografías y Vidas. La enciclopediabiográfica en línea [Internet].
Barcelona, España, 2004. Disponible
en https://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hemingway.htm [Consultado el 01/11/2022].
Nick Adams
Nick Adams es
una recopilación de cuentos de Ernest Hemingway.
En todos los cuentos incluidos aparece el personaje semi-autobiográfico
de Nick Adams. Fueron compilados en un solo volumen y publicados
póstumamente en 1972. El libro se compone de 24 cuentos y relatos, 8 de los
cuales eran inéditos. Algunos de los primeros trabajos de Hemingway, como «Campamento
indio» están incluidos, así como algunos
de sus cuentos más conocidos, tales como «El río de dos corazones». La primera edición en español fue publicada en 1972
por el editorial Emecé en Buenos Aires
El libro se divide en varias secciones.
https://en.wikipedia.org/wiki/The_Nick_Adams_Stories,
consultado el 01/11/2022
La primera sección, llamada Northern
Woods (Bosques del norte), incluye las siguientes historias: “Tres
tiros, “Campamento indio”, “El doctor y su mujer”, “Diez indios” “Los indios se
mudaron”.
La segunda sección,
titulada On His Own (Por su cuenta), incluye los siguientes
cuentos:
“La luz del mundo”, “El batallador”. “Los asesinos”, “El
último buen país” y “Cruzando el Mississippi”.
La tercera sección, War (Guerra),
incluye:
“La noche antes del aterrizaje”, “Nick se sentó contra la pared”, “Ahora me acuesto”, “Una
forma en la que nunca serás” y “En otro país”.
En la cuarta sección, Una casa
de soldado encontramos los siguientes relatos:
“Gran río de dos corazones”, “El
final de algo “,”El golpe de los tres días”, “Gente de verano “
En la quinta sección titulada Compañía
de dos: “Día de la boda”,
“Sobre la escritura”,
“Un idilio alpino”,
“Nieve de campo traviesa”
“Padres e hijos”.
“Los asesinos”. El arte de narrar sugiriendo.
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron
dos hombres que se sentaron al mostrador.
• ¿Qué van
a pedir? -les preguntó George.
• No sé
-dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
• Qué sé yo
-respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle
entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del
mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos
entraron, los observaba.
• Yo voy a
pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el
primero.
• Todavía
no está listo.
• ¿Entonces
para qué carajo lo pones en la carta?
• Esa es la
cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
• Son las
cinco.
• El reloj
marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
• Adelanta
veinte minutos.
• Bah, a la
mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
• Puedo
ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos,
tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
• A mí dame
suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
• Esa es la
cena.
• ¿Será
posible que todo lo que pidamos sea la cena?
• Puedo
ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…
• Jamón con
huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobre todo
negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una
bufanda de seda y guantes.
• Dame
tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al.
Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos
demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante,
con los codos sobre el mostrador.
• ¿Hay algo
para tomar? -preguntó Al.
• Gaseosa
de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
• Dije si
tienes algo para tomar.
• Sólo lo
que nombré.
• Es un
pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
• Summit.
• ¿Alguna
vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.}
• No -le
contestó éste.
• ¿Qué
hacen acá a la noche? -preguntó Al.
• Cenan
-dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
• Así es
-dijo George.
• ¿Así que
crees que así es? -Al le preguntó a George.
• Seguro.
• Así que
eres un chico vivo, ¿no?
• Seguro
-respondió George.
• Pues no
lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
• Se quedó
mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
• Adams.
• Otro
chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
• El pueblo
está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y
la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de
papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
• ¿Cuál es
el suyo? -le preguntó a Al.
• ¿No te
acuerdas?
• Jamón con
huevos.
• Todo un
chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con
los guantes puestos. George los observaba.
• ¿Qué
miras? -dijo Max mirando a George.
• Nada.
• Cómo que
nada. Me estabas mirando a mí.
• En una de
esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
• Tú no te
rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
• Está bien
-dijo George.
• Así que
piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está
buena.
• Ah,
piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
• ¿Cómo se
llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a
Max.
• Eh, chico
vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
• ¿Por?
-preguntó Nick.
• Porque
sí.
• Mejor
pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del
mostrador.
• ¿Qué se
proponen? -preguntó George.
• Nada que
te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
• El negro.
• ¿El
negro? ¿Cómo el negro?
• El negro
que cocina.
• Dile que
venga.
• ¿Qué se
proponen?
• Dile que venga.
• ¿Dónde se
creen que están?
• Sabemos
muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
• Por lo
que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir
con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
• ¿Qué le
van a hacer?
• Nada.
Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
• Sam, ven
un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
• ¿Qué
pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
• Muy bien,
negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres
sentados al mostrador:
• Sí, señor
-dijo. Al bajó de su taburete.
• Voy a la
cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú
también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el
cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al
mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras
el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
• Bueno,
chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
• ¿De qué
se trata todo esto?
• Ey, Al
-gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
• ¿Por qué
no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
• ¿De qué
crees que se trata?
• No sé.
• ¿Qué
piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
• No lo
diría.
• Ey, Al,
acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
• Está
bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup
mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame,
chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max,
córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para
una toma grupal.
• Dime,
chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
• Yo te voy
a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote
que se llama Ole Anderson?
• Sí.
• Viene a
comer todas las noches, ¿no?
• A veces.
• A las
seis en punto, ¿no?
• Si viene.
• Ya
sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
• De vez en
cuando.
• Tendrías
que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
• ¿Por qué
van a matar a Ole Anderson? ¿Qué les hizo?
• Nunca
tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
• Y nos va
a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
• ¿Entonces
por qué lo van a matar? -preguntó George.
• Lo
hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
• Cállate
-dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
• Bueno,
tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
• Hablas
demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo
atados como una pareja de amigas en el convento.
• ¿Tengo
que suponer que estuviste en un convento?
• Uno nunca
sabe.
• En un
convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
• Si viene alguien,
dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas
tú. ¿Entiendes, chico vivo?
• Sí -dijo
George-. ¿Qué nos harán después?
• Depende
-respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta
de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
• Hola,
George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
• Sam salió
-dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
• Mejor voy
a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
• Estuviste
bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
• Sabía que
le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
• No -dijo
Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
• Ya no
viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una
oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos
“para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su
sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el
cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban
amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó
el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El
cliente pagó y salió.
• El chico
vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna
chica una linda esposa, chico vivo.
• ¿Sí?
-dijo George- Su amigo, Ole Anderson, no va a venir.
• Le vamos
a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las
siete en punto, y luego siete y cinco.
• Vamos, Al
-dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
• Mejor
esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el
cocinero estaba enfermo.
• ¿Por qué
carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un
restaurante esto? -luego se marchó.
• Vamos, Al
-insistió Max.
• ¿Qué
hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
• No va a
haber problemas con ellos.
• ¿Estás
seguro?
• Sí, ya no
tenemos nada que hacer acá.
• No me
gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
• Uh, qué
te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
• Igual
hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba
un ligero bulto en la cintura, bajo el sobre todo demasiado ajustado que se
arregló con las manos enguantadas.
• Adiós,
chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
• Cierto
-agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la
ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus
sobre todos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de
variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
• No quiero
que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en
la boca.
• ¿Qué
carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.
• Querían
matar a Ole Anderson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien
entrara a comer.
• ¿A Ole
Anderson?
• Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los
pulgares.
• ¿Ya se
fueron? -preguntó.
• Sí
-respondió George-, ya se fueron.
• No me
gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
• Escucha
-George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Anderson.
• Está bien.
• Mejor que
no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene
meterte.
• Si no
quieres no vayas -dijo George.
• No vas a
ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
• Voy a ir
a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
• Los
jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
• Vive en
la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
• Voy para
allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las
ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada
y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión
Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una
mujer apareció en la entrada.
• ¿Está Ole
Anderson?
• ¿Quieres
verlo?
• Sí, si
está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y
luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
• ¿Quién
es?
• Alguien
que viene a verlo, señor Anderson -respondió la mujer.
• Soy Nick
Adams.
• Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Anderson
yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama
le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a
Nick.
• ¿Qué
pasa? -preguntó.
• Estaba en
el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí
y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Anderson no dijo nada.
• Nos
metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a
cenar.
Ole Anderson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
• George
creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
• No hay
nada que yo pueda hacer -Ole Anderson dijo finalmente.
• Le voy a
decir cómo eran.
• No quiero
saber cómo eran -dijo Ole Anderson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por
venir a avisarme.
• No es
nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
• ¿No
quiere que vaya a la policía?
• No -dijo
Ole Anderson-. No sería buena idea.
• ¿No hay
nada que yo pueda hacer?
• No. No
hay nada que hacer.
• Tal vez
no lo dijeron en serio.
• No. Lo
decían en serio.
Ole Anderson volteó hacia la pared.
• Lo que
pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el
día acá.
• ¿No
podría escapar de la ciudad?
• No -dijo
Ole Anderson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
• Ya no hay
nada que hacer.
• ¿No tiene
ninguna manera de solucionarlo?
• No. Me
equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un
rato me voy a decidir a salir.
• Mejor
vuelvo adonde George -dijo Nick.
• Chau
-dijo Ole Anderson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Anderson
totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
• Estuvo
todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-.
No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Anderson, debería salir a caminar en
un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
• No quiere
salir.
• Qué pena
que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador,
¿sabías?
• Sí, ya
sabía.
• Uno no se
daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta
principal-. Es tan amable.
• Bueno,
buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
• Yo no soy
la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo
soy la señora Bell.
• Bueno,
buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
• Buenas
noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la
esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro,
detrás del mostrador.
• ¿Viste a
Ole?
• Sí
-respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde
la cocina.
• No pienso
escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
• ¿Le
contaste lo que pasó? -preguntó George.
• Sí. Le
conté, pero él ya sabe de qué se trata.
• ¿Qué va a
hacer?
• Nada.
• Lo van a
matar.
• Supongo
que sí.
• Debe
haberse metido en algún lío en Chicago.
• Supongo
-dijo Nick.
• Es
terrible.
• Horrible
-dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un
repasador y limpió el mostrador.
• Me
pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
• Habrá
traicionado a alguien. Por eso los matan.
• Me voy a
ir de este pueblo -dijo Nick.
• Sí -dijo
George-. Es lo mejor que puedes hacer.
• No
soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente
horrible.
• Bueno
-dijo George-. Mejor deja de pensar en eso. (https://ciudadseva.com/texto/los-asesinos/, consultado el 01/11/2022).
Comentario
En
este conocido relato de Hemingway el narrador nos enfrenta a la posible muerte
de un individuo apellidado Anderson y llamado “el sueco”. Los asesinos llegan
al restaurante del pueblo y se sientan a esperar. Todos se preguntan a qué han
venido y ellos finalmente contestan cuál era su macabra función.
Estos asesinos no tienen prisa alguna y, sobre todo,
observo que, después de esperar un tiempo prudente, se retiran. El tema de la
muerte está trabajado por el narrador desde un ángulo muy particular. Conozco,
por los medios de comunicación, que los criminales que tienen que cumplir una misión
no esperan, más bien van tras su presa. En este caso debo consignar que el
sueco ya está muerto desde el momento en que han decidido enviar a estos
sicarios. De nada sirve huir de ellos porque, tarde o temprano, lo atraparán.
El acto de valentía de Nick cuando va a la pensión de Anderson a avisarle lo
que está sucediendo, no tiene ninguna trascendencia; por un lado, el sueco ya
no va a huir y, por el otro, los asesinos no consideran necesario buscarlo en
donde vive, porque muy pronto caerá víctima de sus armas.
El
acto de narrar en Hemingway consiste en mostrar una parte aparentemente mínima
del tema enfocado —teoría del iceberg— y esconder la esencia de dicho asunto en
aspectos y planteamientos que el narrador no revela. Todos los hombres estamos
condenados a morir, lo único que nos falta saber es cuándo y cómo sucederá.
“Campamento indio”. Una
muerte inesperada.
Reflexiones y preguntas
del niño en torno al suicidio y a la muerte.
Habían
preparado otro bote en la orilla del lago y dos indios esperaban a su lado.
Nick
y su padre se colocaron en la popa y los indios pusieron la embarcación en
marcha. Uno de ellos remaba. Tío George se sentó en la popa del bote del
campamento. El indio joven lo alejó un poco de la orilla y después montó para
remar.
Las
dos embarcaciones empezaron a navegar en la oscuridad. Nick oyó el ruido de los
remos del otro bote, más delante, ya que la niebla le impedía verlo. Los
nativos remaban con golpes rápidos y violentos. Nick estaba recostado, y su
padre lo rodeaba con el brazo. Hacía frío en el lago. El indio remaba con todas
sus fuerzas, pero el otro bote siempre le llevaba ventaja.
·
¿Adónde vamos, papá? —preguntó Nick.
·
Al campamento indio. Hay una señora muy
enferma.
·
¡Ah! —dijo Nick.
El
bote de tío George llegó antes a la otra orilla. Cuando ellos desembarcaron, ya
estaba fumando un cigarro. La oscuridad era completa. El indio joven empujó el
bote hacia la playa y el tío George les dio cigarros a los dos remeros.
Después
atravesaron un prado empapado de rocío. El joven indio iba delante con el
farol. Pasaron por el monte y siguieron un sendero hasta el camino. Allí había
más luz, pues el monte estaba cortado a ambos lados. El guía se detuvo y apagó
el farol de un soplo. Finalmente, avanzaron todos por el ancho camino.
Doblaron
una curva y apareció un perro ladrando. Más allá se veían las luces de las
chozas de los leñadores indios. Unos cuantos perros más salieron al encuentro
de los recién llegados. Los dos indios los hicieron regresar a las chozas. En
la que estaba más cerca del camino, había luz en la ventana, y en la puerta
esperaba una anciana con el farol encendido.
Dentro,
una india joven estaba tendida en una litera de madera. Durante dos días había
tratado de dar a luz. Todas las ancianas del campamento la habían ayudado. Los
hombres, por su parte, iban a fumar al camino, lejos de allí, por no oír los
lamentos de la mujer. Cuando Nick y los dos indios entraron detrás de su padre
y el tío George, estaba gritando. Estaba acostada en la estera inferior.
Parecía enorme bajo la colcha. La litera superior la ocupaba su marido, que
tres días antes se había cortado un pie con el hacha. Fumaba en pipa. La
habitación apestaba.
El
padre de Nick ordenó que pusieran un poco de agua al fuego, y mientras se
calentaba habló con el muchacho:
·
Esta señora va a tener un hijo, Nick.
·
Ya lo sé.
·
No, no lo sabes —prosiguió su padre—.
Escúchame. Está sufriendo los llamados dolores del parto. La criatura quiere
nacer y ella quiere que nazca. Todos sus músculos están tratando de que salga
la criatura. Eso es lo que ocurre cuando grita.
·
Comprendo —asintió Nick.
En
ese instante, la mujer lanzó un grito.
·
¡Oh! ¿Y no puedes darle algo para
calmarla, papá?
·
No. No tengo ningún anestésico. Pero sus
gritos no tienen importancia. No los oigo, porque no tienen importancia.
En
la litera superior, el marido se volvió hacia la pared.
La
mujer que vigilaba el agua indicó al médico que ya estaba caliente. El padre de
Nick fue a la cocina y echó la mitad del líquido de la enorme olla en una
palangana. Después sumergió en el agua que quedaba en la olla varias cosas que
llevaba envueltas en un pañuelo.
·
Esto tiene que hervir —dijo, mientras
empezaba a lavarse las manos en la palangana con el trozo de jabón que había
traído del campamento.
Nick
observó atentamente el cuidado con que su padre se frotaba las manos. En aquel
momento volvió a dirigirle la palabra:
·
Como verás, Nick, primero tiene que salir
la cabeza de la criatura, aunque a veces no ocurre así. Entonces se producen
muchos inconvenientes para todos. Quizá tengamos que operar a esta mujer.
Dentro de un ratito lo sabremos.
Una
vez terminado el minucioso lavado, se dispuso a trabajar.
·
¿Quieres retirar esa colcha, George?
Prefiero no tocarla, ahora que tengo las manos limpias.
Luego,
cuando empezó a operar, tío George y tres indios sujetaron a la mujer, que en
una ocasión mordió a tío George en el brazo, haciéndole exclamar:
·
¡Perra india!
Y
el indio que había remado en su bote lanzó una carcajada. Nick sostenía la
palangana al lado de su padre, que tardaba mucho. Finalmente, sacó la criatura,
le dio una palmada para hacerla respirar y la entregó a la anciana.
·
Mira, es un niño, Nick. ¿Qué opinas como
practicante?
·
Que está muy bien —dijo Nick, mirando
hacia otro lado para no ver lo que hacía su padre.
·
Así. Eso es —dijo este poniendo algo en la
palangana.
Nick
apartó la mirada de nuevo.
·
Ahora hacen falta varias puntadas. Haz lo
que te parezca, Nick. Si quieres mirar, mira, y si no, no. Voy a coser la
incisión anterior.
Nick
no contempló la operación. Había perdido toda curiosidad…
Su
padre terminó, incorporándose. Tío George y los tres indios también se pusieron
de pie. Nick llevó la palangana a la cocina.
Tío
George se miró el brazo, y el indio joven sonrió al recordar la escena del mordisco.
·
Te pondré un poco de peróxido, George —le
dijo el médico.
Luego
se inclinó sobre la mujer, que estaba muy pálida y quieta y con los ojos
cerrados. Había perdido el sentido.
·
Volveré por la mañana —explicó el doctor,
poniéndose de pie—. La enfermera de San Ignacio llegará aquí a mediodía con
todo lo que necesitamos.
Estaba
muy alegre y locuaz, igual que los jugadores de fútbol en los vestuarios
después del partido.
·
Esto es como para publicarlo en el boletín
médico, George —manifestó—. ¡Imagínate! ¡Hacer una operación cesárea con una
navaja y coser después la herida con hilo de tripa! ¡Casi nada!
Tío
George estaba apoyado contra la pared. Seguía mirándose el brazo.
·
¡Oh! No hay duda de que eres un gran
hombre —afirmó.
·
Ahora hay que echarle un vistazo al
orgulloso padre. Generalmente, son los que más sufren en estas pequeñas
tragedias. Aunque hay que reconocer que se portó bastante bien.
Pero
al retirar la colcha que cubría la cabeza del indio, sacó la mano mojada.
Entonces se subió al borde de la litera inferior y miró la otra con la ayuda
del farol. El nativo yacía con la cara hacia la pared. Un tajo, de oreja a
oreja, le atravesaba el cuello. La sangre formaba un charco en la parte del
lecho hundida por el peso del cuerpo. La cabeza descansaba sobre el brazo
izquierdo, y la navaja abierta estaba encima de las mantas.
·
Haz salir a Nick, George —dijo el doctor.
Pero
no hubo necesidad de hacerlo, pues Nick, desde la puerta de la cocina, había
visto la litera cuando su padre, farol en mano, echó hacia atrás la cabeza del
indio.
Empezaba
a clarear cuando regresaron al lago por el camino de los leñadores.
—Estoy
arrepentidísimo de haberte traído, Nickie —dijo su padre. Ya había desaparecido
la alegría que había sucedido a la operación—. Ha sido algo espantoso y poco
conveniente para ti.
·
¿Siempre sufren tanto las mujeres cuando
dan a luz? —preguntó Nick.
·
No, esto ha sido algo excepcional, muy
excepcional.
·
¿Y por qué se suicidó él, papá?
·
No sé, Nick. No habrá podido aguantar lo
que ocurrió, supongo.
·
¿Se suicidan muchos hombres en casos como
este?
·
No muchos, Nick.
·
¿Y muchas mujeres?
·
Es raro.
·
¿No se suicidan nunca?
·
¡Oh! Sí. A veces lo hacen.
·
Papá…
·
¿Qué?
·
¿Adónde fue Tío George?
·
Volverá en seguida.
·
¿Se sufre mucho al morir, papá?
·
No, creo que no, Nick. Depende…
Luego
se sentaron en el bote; Nick en la popa, y su padre en el centro, remando. El
sol ya se asomaba por las colinas. Un róbalo saltó y formó un círculo en el
agua. Nick introdujo la mano en el agua, que estaba tibia a pesar del frío
matinal.
En
el lago, sentado en la popa del bote, en aquella hora temprana, mientras su
padre remaba, Nick tuvo la completa seguridad de que nunca moriría…
Observación.
Sugiero que comentes este relato con base en los elementos conceptuales y de
estilo que he mencionado en el desarrollo del tema.
Carmen Laforet y la
generación de Posguerra española
Carmen Laforet
(1921-2004)
Un
estudio cronológico permitirá observar la evolución de la escritora en cuanto a
temas, estructuras y estilo. Presentamos a continuación, precedidas por la
fecha de publicación, las narraciones de Laforet: 1944, Nada; 1948-1952 La
muerta: Recopilación de los cuentos publicados en este período. 1952
La isla y los demonios; 1954 La llamada. Novelas cortas. 1955 La
mujer nueva, 1963 La insolación. Inicio de la trilogía Tres pasos fuera
del tiempo.
“La muerta”
El
señor Paco no era un sentimental. Era un buen hombre al que le gustaba beber,
en compañía de amigos, algunos traguitos de vino al salir del trabajo y que sólo
se emborrachaba en las fiestas grandes, cuando había motivo para ello. Era
alegre, con una cara fea y simpática. Debajo de la boina le asomaban unos
cabellos blancos, y sobre la bufanda una nariz redonda y colorada. Al entrar en
la casa esta nariz quedó un momento en suspenso, en actitud de olfatear,
mientras el señor Paco, que se acababa de quitar la bufanda, abría la boca, con
cierto asombro. Luego reaccionó. Se quitó el abrigo viejo, en una de las mangas
le habían cosido sus hijas una tira negra de luto, y lo colgó en el perchero
que adornaba el pasillo desde hacía treinta años. El señor Paco se frotó las
manos, y luego hizo algo totalmente fuera de sus costumbres. Suspiró
profundamente. Había sentido a su muerta. La había sentido, allí, en el callado
corredor de la casa, en el rayo de sol que por el ventanuco se colaba hasta los
ladrillos rojos que pavimentaban el pasillo. Había notado la presencia de su
mujer, como si ella viviese. Como si estuviese esperándolo en la cálida cocina,
recién encalada, tal como sucedía en los primeros años de su matrimonio...
Después las cosas habían cambiado. El señor Paco había sido muy desgraciado y
nadie podría reprocharle unos traguitos de vino y algunas aventurillas que le
costaron, es verdad, sus buenos cuartos... Nadie podría reprochárselo con una
mujer enferma siempre y dos hijas alborotadas y mal habladas como demonios.
Nadie se lo había reprochado jamás. Ni la pobre María, su difunta, ni su propia
conciencia. Cuando las lenguas de sus hijas se desataron en alguna ocasión más
de lo debido, la misma María había intervenido desde su cama o desde su sillón
para callarlas, suavemente, pero con firmeza. En la soledad de la alcoba,
cuando algunas noches había estado él, malhumorado, inquieto, revolviéndose en
la cama. María misma lo había compadecido.” Alguna vez, la verdad, había él
especulado con la muerte de su mujer. Y esto lo sentía ahora. ¡Pero... había
estado desahuciada tantas veces!... Se avergonzaba de pensarlo, pero no pudo
menos de hacer proyectos, en una ocasión, con una viuda de buenas carnes, que vivía
en la vecindad, y que lo dejaba sin respiración cuando le soltaba una risa para
contestar a sus piropos... Esto fue en época en que María estaba paralítica... “Cosa
progresiva -decían los médicos- “, llegará el día en que la parálisis ataque al
corazón y entonces... hay que estar preparados. El señor Paco estuvo preparado.
Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando el tumor en el pecho, cuando...
La vida de Maria en los últimos veinte años había sido un ir de una enfermedad
mala a otra peor... Y ella tan contenta. ¡Con tal de tener sus medicinas! Y
hasta sin eso; porque a la hija casada había llegado a darle el dinero de sus
medicinas, muchas veces para comprarle cosas a los niños... Pero lo que era
seguro es que, sufrir, lo que decían los médicos que estaba sufriendo... no, Maria
no notaba aquellos padecimientos. Nunca se quejó. Y cuando uno sufre, sí se queja.
Eso lo sabe todo el mundo... Entre una enfermedad y otra, ayudaba torpemente a
las hijas a poner orden en aquella casa descuidada, donde, continuamente,
resonaban gritos y discusiones entre las dos hermanas, que no se podían ver...
Esto sí mortificaba a la pobre, aquellas discusiones que eran el escándalo de
la vecindad, y nunca, ni en su agonía, pudo gozar de paz. El señor Paco,
durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido aquellos
secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar a las hijas como
fuera y quedarse con el piso... No faltaba más... Y luego, a vivir... Alguna compensación
tenía que ofrecerle el destino. Todos los días acechaba la cara pálida y risueña
de Maria, que, hundida en su sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las
rodillas paraliticas al nieto más pequeño, o cosía, con sus manos aun hábiles,
sin dar importancia a aquello que el señor Paco le ponía de tan mal humor: Que
la cocina estuviese sucia, con las paredes negras de no limpiarse en años, y el
aire lleno de humo y de olor a aceite malo. María levantaba hacia él sus ojos
suaves, aquella boca pálida donde siempre flotaba la misteriosa e irritante
sonrisa, y el señor Paco desviaba los ojos; él notaba que ella le compadecía,
como si le adivinase los pensamientos, y desviaba los ojos. Podía compadecerle
todo lo que quisiera; pero el caso es que no se moría nunca; aunque para la
vida que llevaba, como decía él a sus amigos, cuando el vino le soltaba la
lengua, para la vida que llevaba la pobre mujer, mejor estaría ya
descansando... Un día el señor Paco sintió derrumbarse todos sus proyectos. Al
volver del trabajo, cuando abrió la puerta de la cocina, encontró a la mujer de
pie, como si tal cosa, fregando cacharros. La sonrisa con que le recibió fue un
poco tímida. - ¡Sabes?... Esta mañana vi que me podía levantar sola, que podía
andar... ¡Me alegré por las chicas... tienen tanto trabajo las pobres!... Parece
que también ha salido de ésta. El señor Paco no dijo nada. No pudo manifestar
ninguna clase de alegría ni de asombro. Por otra parte, tampoco hacía falta.
Las hijas, el yerno y hasta los nietos, tomaban la curación de la paralitica
como la cosa más natural. Discutían lo mismo, cuando la madre estaba en pie y
les ayudaba en la medida de sus fuerzas que cuando estaba sentada en un sillón
de hule. Al señor Paco con la imposibilidad de realizar el nuevo matrimonio que
soñaba se le pasó el enamoramiento por la viuda frescachona y, en verdad,
cuando, al fin, Maria cayó enferma de muerte, él no tenía ningún deseo del
desenlace. Lo que le sucedió fue que hasta el último minuto estuvo sin creerlo.
Lo mismo les sucedía a las hijas, que estaban acostumbradas a tener años y años
a una madre agonizante. La noche antes de morir, sin poder ya incorporarse en
la cama, María hilvanaba torpemente el trajecillo de un nieto... Y, como de
costumbre, no pudo hacer nada para impedir las discusiones habituales de la
familia, en su último día en la tierra. El señor Paco se portó decentemente en
su entierro, con una cara afligida. Pero al volver del cementerio ya la había
olvidado. ¡Era tan poca cosa allí aquella mujer menuda y silenciosa! Habían
pasado ya más de tres semanas que estaba bajo la tierra. Y ahora, sin venir a
cuento, el señor Paco la sentía. Llevaba varios días sintiéndola al entrar en
la casa, y no podía decir por qué. La recordaba como cuando era joven, y él había
estado orgulloso de ella, que era limpia y ordenada como ninguna; con aquel
cabello negro anudado en un modo, siempre brillante, y aquellos dientes blanquísimos.
Y aquel olor de limpieza, de buenos guisos que tenía su cocina, que ella misma
encalaba cada sábado, y aquella tranquilidad, aquel silencio que ella parecía
poner en dondequiera que entraba... Aquel día cayó el señor Paco en la cuenta
de que era por eso... Aquel silencio... Hacía tres semanas que las hijas no
discutían. Ellas también, quizá, sentían a la muerta. -Pero no... -el señor
Paco se sonó ruidosamente -no... eso son cosas de viejo, de lo viejo que está
uno ya. Sin embargo, era indudable que las hijas no discutían. Era indudable que,
en vez de dejar las cosas por hacer, pretextando cada una que aquel trabajo
urgente le pertenecía a la otra, en vez de eso, se repartían las labores, y la
casa marchaba mejor. El señor Paco quiso por esto, o quizás porque se iba
haciendo viejo, como él pensaba, estaba más en la casa, y hasta se había
aficionado algo a uno de los nietos. Dio unos pasos por el corredor, sintió el
calor de la mancha de sol en la nariz y en la nuca, al atravesarla, y empujó la
puerta de la cocina, quedando unos momentos deslumbrado en el umbral. La cocina
estaba blanca y reluciente como en los primeros tiempos de su matrimonio. En la
mesa estaban puestos los platos. El yerno estaba comiendo y, cosa nunca vista,
lo atendía la hija soltera, mientras la hermana se ocupaba de los dos mocosos
pequeños... Aquello era tan raro que le hizo carraspear. -Esto parece otra
cosa. ¿Eh, señor Paco? El yerno estaba satisfecho de aquellas paredes blancas
oliendo a cal. El señor Paco miró a sus hijas. Le parecía que hacía años que no
las miraba. Sin saber por qué dijo que se le estaban pareciendo ahora a la madre.
-Ya quisieran. La señora Maria era una santa. Esta idea entró en la cabeza del
señor Paco, mientras iba consumiendo su sopa, lenta y silenciosamente. La idea
apuntada por el yerno de que la muerta había sido una santa. -La verdad, padre
-dijo de pronto una de las hijas-, que a veces no sabe uno como viven algunas
personas. La pobre madre no hizo más que sufrir y aguantar todo... Yo quisiera
saber de qué le sirvió vivir así para morirse sin tener ningún gusto... Después
de esto, nada. El señor Paco no tenía ganas de contestar, ni nadie... Pero parecía
que en la cocina clara hubiese como una respuesta, como una sonrisa, algo...
Otra vez suspiró el señor Paco, honda, sentidamente, después de limpiarse los
labios con la servilleta. Mientras se ponía el abrigo, para irse a la calle de
nuevo; las hijas cuchichearon sobre él, en la cocina. -Te has fijado en el
padre?... se está volviendo viejo. Te fijaste como se quedó, así, alelado,
¿después de comer? Ni se dio cuenta cuando Pepe salió... El señor Paco las
estaba oyendo. Sí, él tampoco sabía bien lo que le pasaba. Pero no podía
librarse de la evidencia. Estaba sintiendo de nuevo a la muerta, junto a él. No
tenía esto nada de terrible. Era algo cálido, infinitamente consolador. Algo
inexpresable. Ahora mismo, mientras se enrollaba al cuello la bufanda, era como
si las manos de ella se la atasen amorosamente... Como en otros tiempos... Quizá
para eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña, insignificante y
magnífica. Santa... para poder volver a todo, y a todos consolarles después de
muerta.
‘‘La muerta”. Analepsis y
cronología del relato
El
cuento se fundamenta en una analepsis[3].
El señor Paco, personaje central, enfrenta una vida solitaria, aunque
tranquila, después de la muerte de su esposa. La ubicación cronológica del
relato nos permite partir de un presente para que -después de decirnos que el
señor Paco siente la presencia de la muerta en la casa- el narrador dedique,
parte del relato, a contarnos cómo había sido la vida y los sufrimientos de
esta pobre mujer, mediante un regreso en el tiempo, una analepsis. La otra
dimensión temporal involucrada en el relato es el pasado: del análisis de este
tiempo transcurrido se inferirán conclusiones que permitan al personaje dar un
sentido y una interpretación a la existencia de su mujer. El contenido de la
analepsis, por lo que se refiere a las ideas desarrolladas en ella, tiene como
finalidad relatarnos la vida de una mujer enferma, quien estuvo constantemente
al borde de la muerte y motivó determinadas reacciones en el resto de los
miembros de la familia. Dice el narrador al respecto: “El señor Paco estuvo
preparado. Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando el tumor en el
pecho, cuando... La vida de María en los últimos veinte años había sido un ir
de una enfermedad mala a otra enfermedad peor... Y ella tan contenta. ¡Con tal
de tener sus medicinas! Complementando lo señalado, Illanes Adaro comenta: Hay
cierto humorismo amargo en este hacerse proyectos sobre la vida de alguien y
que, no obstante, la vida misma que se prolonga los interrumpe. Éste, al mismo
tiempo, disfraza algo la sutil tristeza de saber de esa vida que se apaga.
Ubicación espacial
El
ambiente cerrado de la casa constituye el único sitio en que se desarrollan los
hechos. No hay lugares de alternativa. En esta casa vivió y murió María, y en
esta casa también se la recuerda. Al igual que Andrea en la novela Nada encuentra
un ambiente cerrado en la casa de Aribau, así también María se limita a ese
sitio, no sale de él, pero -a diferencia de Andrea- es feliz en ese espacio.
Realismo descarnado de la
descripción
Advertimos
un planteamiento cruelmente realista, el cual nos enfrenta de golpe a los
acontecimientos, además de que nos permite observar las actitudes de un hombre
cansado y marginado, como consecuencia de la larga enfermedad de su esposa. El
señor Paco, durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido
aquellos secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar a las
hijas como fuera y quedarse con el piso... No faltaba más... Y luego, a
vivir... Alguna compensación tenía que ofrecerle el destino[4].
El narrador presenta así la actitud antiheroica de un hombre común y corriente
que se encuentra hastiado; de tal manera que llega a excluir de su conciencia
todos los buenos recuerdos del pasado, para quedarse tan sólo con la miserable
imagen actual de su mujer, y para planificar -no sé si egoístamente- su futuro.
En abierto contraste con su proceder, observamos la actitud estoica de su
mujer: Todos los días acechaba la cara pálida y risueña de María, que, hundida
en su sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las rodillas paralíticas
al niño más pequeño, o cosía, con sus manos aún débiles. Descubro la intención
del narrador de llevarnos al encuentro de una mujer abnegada, y de alguna
manera, víctima de las circunstancias; es el modelo romántico que en el
simbolismo del cuento seguirá vivo aún después de la muerte. Final del
cuento. Oxímoron.
El
narrador presenta un final romántico que contrasta con el desarrollo
marcadamente realista del cuerpo del relato. Considero que es un final muy
débil, si se le compara con el resto del relato. Queda enmarcado en un espacio
impreciso e irreal: la presencia de la mujer muerta se impone más allá de las
fronteras del mundo material, tangible, cognoscible, en que habitamos. Todos
han cambiado en la casa porque todos “sienten a la muerta”. Esa realidad actual
contrasta con lo sucedido durante la enfermedad, cuando el señor Paco planeaba
su futuro con la vecina viuda. Parece imponerse una pregunta: ¿Fue necesaria la
muerte de María para que todos llegaran a la conclusión de que era una santa?
Esta reflexión me lleva a ubicar a la muerte como una especie de fuerza
redentora. Los hombres, al pasar por ella, cambian automáticamente y regresan
de ella llenos de bondad. Una consideración pseudo moral -según mi criterio, cierra
el relato: “Quizá para eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña,
insignificante y magnífica. Santa... para poder volver a todo, y a todos
consolarles después de muerta”. (18) El narrador ha dicho “quizá”, y esta
palabra lo libera de una responsabilidad definitiva enmarcada en el entorno de
lo expresado. Es una ironía muy grande alabar en la muerte a aquellos que en la
vida fueron rechazados o por lo menos insignificantes. Es tan sólo una manera
de calmar nuestra conciencia. Precisamente esta ironía resulta remarcada por el
narrador mediante el empleo del oxímoron: “doliente y risueña, insignificante y
magnífica”. Las parejas de adjetivos se contraponen en la significación, si las
aislamos del contexto, pero, integradas a él, constituyen una unidad de sentido
complementaria.
Microcuento. Teoría y
ejemplos representativos.
Qué es el minicuento
En
los últimos años han surgido con fuerza nuevas tendencias en el mundo de la
literatura, algunas de ellas retomando formatos que ya existían con
anterioridad, como es el caso del minicuento, también llamado microrrelato o
nanoficción, cuya existencia moderna podría surgir a mediados de los años
cincuenta, de la mano de grandes autores como Borges, Ramón Gómez de la Serna o
Max Aub.
El nacimiento de esta nanoficción vino de la mano,
probablemente, de la elección de un formato de publicación que exigía, en
algunas revistas, texto corto y una ilustración llamativa. Es curioso que este
tipo de relato obtenga, tras muchos años casi en el olvido, una segunda
juventud, por los mismos motivos: hoy en día, conseguir captar la atención de
un lector en una página de Internet se hace cada vez más complicado; los
lectores saltan de enlace en enlace con facilidad y los autores apenas tienen
unos segundos para captar su atención. Es entonces cuando el minicuento cumple
su función y aparece como una alternativa a textos largos -normalmente mal
maquetados- que se pierden en el cementerio de las páginas web no visitadas.
Habría que definir qué puede ser un minicuento, claro.
Por ejemplo:
“Era
de noche y todas las mariposas bailaban a la luz de una luna azul”
No es una nanoficción, es una imagen evocadora,
lírica, pero no nos propone ni un juego, ni un planteamiento ni una resolución,
es tan sólo un paisaje desconectado Este suele ser uno de los grandes errores a
la hora de escribir minicuentos. Sin embargo:
“El
zombi apuró la última copa de ácido. Todas las mariposas escaparon de su
interior para bailar bajo la luz de la luna azul metano sobre el camposanto”.
Pese a ser un texto todavía muy pequeño presenta una
estructura más apropiada, con personaje, situación y complicidad con el lector.
Un cuento, cuanto más corto es, debe apelar a todo el mundo que puede tener en
común con sus lectores. En el caso anterior, es una historia de terror, pero
puede ser algo más común como el mundo del circo:
“Ni
el jefe de pista, ni los payasos, ni el trapecista o el forzudo de barba negra
pudieron imaginar que la cuerda por la que el faquir trepaba, colgando desde
ninguna parte, era en realidad una serpiente invisible a la que pintaba de
blanco para cada función. Sólo el mimo descubrió su secreto poco antes de morir
de su mortal picadura entre horribles espasmos y grandes aplausos de un público
ignorante de su grave situación”.
Minicuentos los puede haber de varios tamaños, claro,
estos ejemplos están dedicados a la nanoficción, que es mi preferida. Como
ejercicio para comprender cómo hacer un microrrelato interesante les propongo
un juego. Coged una cuartilla en blanco y escribid un relato que ocupe una cara
por completo. Luego dobladla por la parte escrita y reducid vuestra historia
hasta que quepa en la media cuartilla. Repetid el proceso hasta que ya no
podáis doblar más la hoja o ya no podáis reducir las palabras, entonces desplegad
la cuartilla y leed el resultado… divertido, ¿verdad?
Alfredo
Álamo (Valencia, 1975) escribe bordeando territorios fronterizos, entre sombras
y engranajes, siempre en terreno de sueños que a veces se convierten en
pesadillas. Actualmente es el Coordinador de la red social Lecturalia al mismo
tiempo que sigue su carrera literaria.
“El deseo de ser un
indio” Minirrelato de Kafka
Si
pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el
cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo
oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las
riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una
pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.
Minicuentos de Augusto
Monterroso
Dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Fecundidad
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.
Historia Fantástica
Contar la historia del día en que el fin del mundo se
suspendió por mal tiempo.
Nube
La nube de verano es pasajera, así como las grandes pasiones son nubes de
verano, o de invierno, según el caso.
Imaginación y destino
En la calurosa tarde de verano un hombre descansa
acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza;
tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva.
El paraíso imperfecto
• Es cierto
-dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en
la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos, música,
algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.
El rayo que cayó dos veces en el mismo sitio
Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo
sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no
era necesario, y se deprimió mucho.
La fe y las montañas
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era
absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo
durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le
pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de
sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había
dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las
que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora
las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se
produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy
lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
La mosca que soñaba que era un águila
Había
una vez una Mosca que todas las noches soñaba que
era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de
felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues
hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico
demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato
le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias
humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su
cuarto.
En realidad, no quería andar en las grandes alturas o en
los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no
ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca,
y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que
lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.
El grillo maestro
Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos
del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el
Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en
el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la
mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el
adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros
cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente
el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y
armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy
viejo y sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de
que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
La oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja
negra. Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una
estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras
eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de
ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.
La vaca
Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto
feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a
ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las
mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban
sorprendidos y se reían de mí, pero cuando me senté otra vez silencioso no
podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del
camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus
obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena
que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a
que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha. https://www.blogger.com/blog/post/edit/, consultado el 01/11/2022.
Minicuentos
de mi autoría
Mini
relatos ignorados. Reflexiones de una mente ociosa. Crítica mordaz y otros
recuerdos
L. Quintana
De varia invención
1. Cuando
vivía pensaba que soñaba; cuando soñaba dejaba de vivir.
2. La
toqué con suavidad en el hombro. Me miró con ojos llenos de ternura impaciente.
3. Estoy
solo; la compañía del mundo es inútil; la existencia es una vez y nunca más.
4. Quiero
creer en un dios redentor; quiero creer en una existencia en la que el mal
falte a la cita.
5. Me
encerraron en la torre en donde no había arañas, sino paredes sudadas que
reclamaban la fugacidad del instante.
6. Abrieron la puerta de mi celda y salí temeroso
al encuentro del futuro.
7. He
muerto diez veces y he renacido muchas más. ¿En dónde está mi alma que extravié
en tanto comienzos inútiles?
8. La
perdí tantas veces que ya ni siquiera me atrevo a buscarla.
9. Cerraron
sus ojos que aún tenía abiertos. Cerraron sus ojos y volvió a nacer.
10. Soñé
que despertaba de un sueño tenebroso. Soñé con un sueño y desperté para volver
a soñar.
11. “¡Chojé,
chojé!”, repetía en el espacio siniestro de mi sombra.
12. Ahora
debo irme; pero muy pronto volveré para reencontrarme con mi pensamiento que
enhebra ideas absurdas sin descanso alguno.
13. Estamos
condenados irremediablemente a morir; pero nadie habla del martirio de vivir a
cada instante.
14. Más
allá de todo, está el carisma de unos pocos y la absurda estulticia de la
mayoría.
15. Hoy
soy lo que mañana anhelaré volver a ser.
16. Pienso
en el misterio de la muerte. Veo ángeles, demonios y luces infinitas. Contemplo
lo que en realidad no deseo tener entre mis ensueños oníricos.
17. Los
políticos critican hoy lo que ellos mismos no supieron llevar a cabo ayer.
18. Margaret
ha dejado de existir y está en “el seno de Dios”. ¡Ojalá que no se repita la
hazaña de Lázaro!
19. ¿Por qué? Por orgullo mentiroso que no se
resigna a morir.
20. Cuando
evalúan son duros como la roca; cuando piensan en sus propios errores son
blandos como el almidón.
21. Muchas
veces es mejor callar que decir cosas que deberíamos haber callado antes de
decirlas.
Intertextuales
22. Soy
un fue, un será y un es más cansado que nunca.
23. ¿Ariadna?
¿Helena? ¿Antígona? Quién sabe: El nombre es sólo humo que vela la celeste
llama del amor.
24. Una
mentira repetida con saña se vuelve verdad aparente. ¿Mentira? ¿Verdad? Dos
polos que se encuentran en el nudo de la existencia.
25. Volveré
cansado para repetir aquellas resentidas palabras de triunfo aparente:
“Decíamos ayer”. Pero ¿quién me devuelve los días perdidos?
26. La
utopía nunca ha existido. La distopía regresó con más ahínco para zaherir el
destino de los hombres.
27. Las
interminables golondrinas de Bécquer vuelan incansables por el espacio de la
canción popular.
28. Cuando
desperté el presidente todavía estaba allí.
29. ¿Traición,
resignación, olvido? Cuándo me lo dijeron mi frente ya se había adaptado.
30. No
quiero que nadie me diga que has muerto, menos quiero verte resucitar cuando ya
mi vida ha tomado por otros senderos.
31. “Levántate
y anda” es la voz que, según el poeta, le habló a Lázaro en el momento de su
resurrección. La magia de la poesía no radica en el conocimiento, sino en la
impecable pureza de su creación.
32. Soergel
compró a coste de sangre la memoria de Shakespeare; yo no pagaría ni un centavo
por la memoria de Gioconda Belli, la improvisada escritora de la FIL.
33. “Tu
pupila es azul” y tu iris también. Es cierto, Bécquer, que el corazón y la
cabeza prosiguen batallando en lucha sin fin.
34. ¿Cuándo?
Mañana. Lo mismo me dirás mañana.
35. ¿Desde
cuándo? Hace ya mucho tiempo que dejé de pensar en Bajtín: si el plagio no es
al coste de sangre puede ser tolerable.
36. He
mandado un cuento de Faulkner con mi nombre a una revista de alto prestigio y
lo rechazaron por su mala redacción.
37. García
Márquez nunca pensó que un grupo de mediocres dejarían de leerlo por las
palabras altisonantes que, con frecuencia, utilizó en sus gloriosos escritos.
38. Pablo
Neruda es un misógino dicen hoy algunos defensores de los derechos de la mujer.
Estoy dispuesto a aceptarlo con el único comentario de que es un “exquisito
misógino” que amó y respetó sin ofender a nadie.
39. “Me
gustas cuando callas porque estás como ausente”. Los convidados de piedra, que
nunca faltan al gran banquete de la poesía, han leído mal estos versos. No hay
desprecio, hay admiración y reconocimiento por la fémina amada.
40. Me
acusan cuando callo porque estoy como disperso; disperso y pensativo como si
hubieras muerto.
41. Dante
y Balzac escribieron comedias que son novelas. Al genio, a diferencia del académico,
no lo desvelan los géneros literarios.
42. Bufe
el eunuco; crear es la única regla válida en la literatura, lo demás es basura
que se pierde con el desgaste de los siglos.
43. Repetir
lo que otros han escrito ya es otra de las normas por las que el plagiario se
rige.
44. Roberto
Bolaño copió sus propios textos. Quiso verse repetido hasta el infinito sin
miedo al “qué dirán”.
45. Borges
y Menard idolatraron al manco de Lepanto sin titubear un momento, porque
descubrieron que la verdadera creación no es del que la hace sino del que,
feliz, la recibe.
Paisajes
del mundo
46. Desde
lo alto de la torre Eiffel puedo ver la inmensidad de París. Desde lo alto de
mi torre de marfil, apenas si puedo escuchar tus palabras diciéndome adiós.
47. Mientras
subo por la enorme escalinata del Sacré Coeur, el misterio del Déjà vu
me
regresa al pasado que perdí.
48. Me
arrojé desde lo alto del Big Ben; mientras caía pensaba: presente absurdo y
futuro irremediable.
Al
amigo muerto con opiniones compartidas
Pepe
Blanco.
49. Quiero
creer que no has muerto, pero tus cenizas esparcidas en el Mediterráneo me
dicen lo contrario.
50. Hay
una placa para conmemorar tu nombre; pero no hay nadie que en verdad recuerde
lo que realmente hiciste.
51. Literatura
basura, canción popular: dos espacios en donde la inteligencia ha faltado a la
cita.
52. Críticos
literarios, jurados en concursos de televisión, dictaminadores ciegos: “idénticos
ciertamente en su siniestro codo con codo de cuerpos que se ignoran”.
53. Me
dijeron que mi artículo sería dictaminado a par de ciegos; pero no me dijeron
que también, el otro, que no soy yo, sería tímidamente incompetente e
irremediablemente pendejo.
54. ¿Por
qué no creemos que la estulticia está también en nosotros?
55. Tráiganme
a un hombre que reconozca su indecencia intelectual y le regalaré un unicornio.
56. Anoche
maté a un rinoceronte con una indiferencia tenaz.
[1] A partir de esta cita las
siguientes, que corresponden a este artículo, se indicarán entre paréntesis
incluyendo sólo el número de página.
[2] Traducción literal: “El
juego de cuentas de vidrio”.
[3] Relato retrospectivo.
[4] Todas las citas de este
volumen de cuentos están tomadas de la misma edición: Carmen Laforet. La
muerta, la. ed., Madrid. Ediciones Rumbo. 1952, p. 11.
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