1.
Stendhal y su peculiar forma de
encarar el realismo de su época.
Stendhal (1783-1842), y la sencillez maravillosa del relato.
“Pensar cuidadosamente aquí se encuentra todo el secreto del estilo en
verso o en prosa”, dice Stendhal en el libro aquí citado ((Wood, Michael
(1974). Stendhal, trad. de Nelly Wolf, México, F.C.E.: 19). Stendhal,
iniciando su loca carrera tras la fama, intenta triunfar en el verso y la
comedia, pero no lo consigue; años después, muchos años después, encuentra el
camino de la novela y el cuento que es en donde su nombre alcanzará fama
inmensa. Es fiel partidario de las ironías trágicas, al estilo de Edipo y de
aquel mercader de Bagdad que cita Wood en el libro en que me estoy apoyando
para dibujar estas reflexiones y las expresa en el estilo de sus relatos. Las
estructuras de las novelas de Stendhal se acercan más a la lógica que a la
literatura. Adoptan las formas de acertijos, paradojas y no de historias en el
sentido habitual. No existen imágenes principales como en Henry James y en
Ibsen. Nada queda escondido, el arte permanece en la superficie como sucede con
la estética del realismo, movimiento al cual él pertenece sin contaminarse con
otras corrientes de su siglo; bueno, sin contaminarse a un cien por ciento,
como le sucede a Balzac, aunque él lo niegue. Cuando el autor de Le Rouge et
le noir utiliza símbolos, lo hace de un modo que sus significados son muy
obvios. No quiero extenderme más, pero me gustaría que revisaran en Wood el
símbolo de la escalera en Julien Sorel, el personaje de la novela mencionada
líneas antes (1974: 19).
En la Enciclopedia
británica puedo leer y compartir la interpretación siguiente de ese misterio de
la literatura que fue Stendhal:
Durante la
vida de Stendhal, su reputación se basó en gran medida en sus libros que tratan
sobre las artes y el turismo (un término que ayudó a introducir en Francia), y
en sus escritos políticos y su ingenio coloquial. Sus puntos de vista poco
convencionales, sus inclinaciones hedonistas atemperadas por una capacidad de
indignación moral y
política, su naturaleza traviesa y su odio al aburrimiento, todo constituía para
sus contemporáneos una mezcla de contradicciones provocativas. Pero el
Stendhal más auténtico se encuentra en otra parte, y sobre todo en un cúmulo de
ideas favoritas: la hostilidad al concepto de “belleza ideal”, la noción de
modernidad y la exaltación de la energía, la pasión y la espontaneidad. Su
filosofía personal, a la que él mismo dio el nombre de “Beylisme” (después de
su verdadero apellido ,
Beyle) destacó la importancia de la “búsqueda de la felicidad” al combinar el
entusiasmo con el escepticismo racional,
la lucidez con la entrega voluntaria a las emociones líricas. “Beylisme”,
como él lo entendía, significaba cultivar una
sensibilidad privada mientras desarrollaba el arte de ocultarla y protegerla.
Fue
en sus novelas, sobre todo, y en sus escritos autobiográficos (el intercambio
entre estas dos actividades literarias sigue siendo una característica
constante en su caso), donde el pensamiento de Stendhal se expresa con mayor plenitud. Pero
incluso estos textos siguen siendo desconcertantes. Su estilo Armance
(1827) es una novela un tanto enigmática en la que la impotencia sexual del
héroe es un símbolo de la sociedad conformista y opresiva de Francia después de
la restauración, prosaico e irónico a
primera vista oculta la intensidad de la visión de Stendhal y la profundidad de
sus puntos de vista. En el marco de esas novelas destaco: El rojo y el
negro, Armance y La cartuja de Parma.
El
título de El
rojo y el negro aparentemente
se refiere tanto a las tensiones en el carácter de Julien como a la elección
conflictiva que enfrenta en su búsqueda del éxito: el ejército (simbolizado por
el color rojo) o la iglesia (simbolizada por el color negro).
La Cartuja
de Parma representa la otra obra maestra de Stendhal. Fusiona
elementos de crónicas renacentistas, fuentes ficticias e históricas,
acontecimientos históricos recientes (el régimen napoleónico en Italia, la batalla de
Waterloo, la ocupación austríaca de Milán) y una transposición imaginativa,
casi onírica, de la realidad contemporánea a términos ficticios.
Los
escritos de Stendhal y su personalidad estuvieron marcados por una sorprendente
independencia mental. Fue un romántico que se mantuvo alejado del romanticismo, un
antiautoritario con nostalgia del
mundo prerrevolucionario, un entusiasta soñador y tierno que se hizo pasar por
cínico. Sus escritos combinan el fervor lírico con la pasión racionalista
por el análisis. Sin embargo, a los contemporáneos de Stendhal les resultó
difícil apreciar su sensibilidad ágil e irónica. El novelista Honoré de Balzac,
en un célebre artículo sobre La Cartuja de Parma publicado en La Revue parisienne en 1840, fue el único en reconocer su genialidad como
novelista. La fama literaria de Stendhal llegó a finales del siglo XIX, y
esta fama póstuma no ha dejado de crecer desde entonces, en gran parte debido a
la devoción de los “beylistes” o “stendhalianos” que han hecho de él un
verdadero culto . Stendhal
ahora ha llegado a ser reconocido como uno de los grandes maestros franceses de
la novela en el siglo XIX. (Victor Brombert en https://www.britannica.com/biography/Stendhal-French-author/Works,
consultado el 16/10/2022).
Los invito
a leer y comentar algunos de sus cuentos breves:
1.
“Historia de la Señora Tarin”
El 21 de diciembre de 1836, la
señora *** acudió al número 13 de la calle de Caumartin y preguntó, con
expresión muy alterada, por la señora Tarin, su amiga íntima a la que tenía que
ver en el acto. La portera le dijo a la señora *** que la doncella y la
cocinera de la señora Tarin habían ido a hacer un recado y le habían dicho al
salir que su señora no quería ver a nadie.
La señora *** insiste.
—¿Sabe usted —le dice a la portera— que la señora Tarin a lo mejor está
muerta mientras yo estoy aquí hablando con usted? Tengo razones para decirle
esto.
Por fin se deja convencer la portera.
Llaman a la puerta de la señora Tarin. Nadie responde. Pasado un cuarto de
hora, deciden derribar la puerta. En todo el piso reinaba el orden habitual;
llegan al dormitorio: los chales y los vestidos estaban repartidos por encima
de los muebles.
Se acercan a la cama; la señora Tarin
estaba acostada y muerta, pálida como de costumbre y más hermosa de lo que
nunca había estado. La señora *** se arroja sobre el cuerpo inanimado de su
amiga. Una hora antes le había llegado por correo una carta en la que la señora
Tarin confesaba lo que vamos a referir. En esa carta, le decía que le dejaba el
chal negro grande, determinado vestido, etc.
La señora Tarin estaba casada con un
notario de Périgueux que se llamaba de apellido Pigeon, probo burgués que le
había dado dos hijos: la fortuna del matrimonio podía alcanzar la suma de
ciento sesenta mil francos.
En 1835, la señora Pigeon, que poseía
en grado sumo el arte de convencer y seducir, animó a su marido a que se fueran
a París; le hizo vislumbrar varios medios muy verosímiles para incrementar su
fortuna y dar una estupenda educación a sus hijos. Le pareció que el ridículo
apellido Pigeon sería un obstáculo e hizo que la llamasen señora Tarin, que era
el apellido de su madre.
Comentario
En los relatos de Stendhal importan más los espacios y las acciones
sugeridas que los otros que deberían constituir el nudo de la narración. El
francés casi que juega a contar historias tan verdaderas que llegan a parecer
insuficientes en su contenido y sin búsqueda alguna que el lector pueda
descubrir.
En el caso de la señora Tarin el narrador cuenta una anécdota en donde
la protagonista
no tiene nombre y llega un día y a una dirección concreta: “El 21 de
diciembre de 1836, la señora *** acudió al número 13 de la calle de Caumartin”.
Los detalles precisos como los aquí proporcionados contrastan con la vaguedad
del resto del relato. Arriba a la casa de su amiga y pide, con urgencia, verla.
Seré concreto como Stendhal: primero, le niegan la entrada a la casa; segundo,
insiste y le permiten ingresar, porque ella teme por la vida de la señora
Tarin; entra, por fin, y la encuentran muerta. La impresión que causa en la
señora “x” es de una moderada indiferencia. Sigue una metadiégesis narrada por
el personaje principal en donde se relata, entre otras pocas cosas, que la
señora Tarin era antes la señora Pigeon; pero obligó a su marido a cambiar de
nombre: en lugar del apellido inglés, prefirió el andaluz. El estilo es
realista y el contenido desconcertante. El topoi según el plagiario
Bajtín[1] es París: aquí le enseña a
incrementar su fortuna y lo convence del cambio nominal ya mencionado.
De esta forma termina la diégesis sin mayores explicaciones. Es lo que
llamaríamos un final abierto porque los acontecimientos contados no concluyen,
sino que continúan.
2.
“El doctor Sergar”
Paul Sergar había nacido en el Delfinado y en la ciudad de Valence, de
un padre médico que sabía griego y se pasaba la vida más que atendiendo a los
enfermos leyendo a los autores famosos. Aquel padre tenía mucho talento, y del
bueno; se le ocurrían ideas nuevas acerca de la mayor parte de las cosas de las
que se habla. Tenía tres casas en Valence y una finca en Tan y todo junto le
daba no menos de unas doce mil libras de renta.
El doctor Sergar quiso con pasión a
su hijo Paul durante los primeros años de éste. Se pasaba días enteros
contestando a las preguntas que el niño le hacía acerca de todo. Pero volvió a
casarse con una mujer hermosa y mala que le dio dos niñas. Aquella mujer se las
ingenió tan bien para calumniar a Paul ante su padre que se convirtió en el más
desdichado de los hombres.
La infancia, que nunca ha dejado de
ser en el sur de Francia una etapa feliz en que las conveniencias sociales
todavía no le amargan la vida a nadie, fue una época muy desdichada para Paul;
entre los quince y los dieciocho años fue quizá una de las personas de Francia
más digna de compasión. Tenía una forma de ser apasionada y recelosa; la
imaginación se le fue por el lado de lo trágico y lo hizo mucho más desdichado.
A eso de los dieciséis años se le
ocurrió la feliz idea de estudiar Derecho; pidió que lo dejasen ir a París a
graduarse. Los amigos de su padre le afearon la forma en que trataba a su hijo,
que pasaba por ser el muchacho más guapo de Valence. Las mujeres tomaron
partido por él; la señora Sergar temió que le abrieran los ojos a su marido y
acabó por acceder a prometerle una pensión de mil ochocientos francos al pobre
muchacho, que se puso en camino hacia París casi desesperado de la vida y
preguntándose a veces si no haría mejor poniendo término a un destino tan
triste con un tiro de pistola.
3.
“El señor Dauphin
El señor Dauphin era un honrado oficial chusquero que enviudó. Quedó con
una hija única a la que envió con la madre ***, abadesa en Normandía. La
señorita Dauphin recibió una educación como hay pocas. Con su forma de ser, su
belleza y todas sus gratas prendas se ganó el cariño y la estima de la madre
abadesa de N. Como nada sabía aún del mundo e ignoraba a qué estaba
renunciando, a la señorita Dauphin, criada en un convento, se le pasó por las
mientes la idea de no salir nunca de él. Tenía dieciséis años. A los veinte, se
arrepintió de lo que había elegido. La madre abadesa de *** escribió al señor
Dauphin que, como su hija había renunciado al proyecto de hacerse monja, no
podía tenerla más consigo. El señor Dauphin, muy apurado, le pidió consejo al
señor De Bufevent, coronel de su regimiento, que le dijo que podía proponerle
una solución. Escribió a su hermana, la madre De Bufevent, abadesa en las
cercanías de Auxerre, que se hizo cargo de la señorita Dauphin de buen grado.
Fue ésta, pues, a Auxerre, pero ya no halló el temple afable de la abadesa de
***. La madre De Bufevent, monja a la fuerza, quería vengarse en las demás del
hastío que la embargaba. Orgullosa y altanera, vio en la señorita Dauphin a una
niña a quien podía convertir en esclava suya. La trató como a una chiquilla.
Poco tiempo después a la madre De Bufevent la hicieron abadesa de Les Haies,
cerca de Grenoble. Allí se llevó a la señorita Dauphin. Poco tiempo después,
fue a dar una vuelta por casa del señor Dubour, primo suyo.
Comentario
Son otros dos cuentos con final abierto y desconcertante desarrollo. En
ambos se trata de padres que por una razón u otra vuelven a casarse y sus hijos
padecen un destino adverso. En el primer
relato es Paul y en el segundo la señorita Dauphin. Son dos expósitos que deben
reencausar sus vidas después de la separación de sus padres.
4.
“El Conspirador”
Acababa de aplazarse hasta el día siguiente la sesión del tribunal de lo
criminal; la señora condesa de Précilly bajaba por las escaleras, góticas a
medias, de este amplio palacio del renacimiento que los antiguos delfines de
Borgoña dejaron en manos de la corte real de ***. Estaba conmovida; asistía
junto con la flor y nata de la ciudad al juicio criminal de un desventurado
joven que le había descerrajado un tiro de escopeta a una amante a la que
adoraba. La vida de la muchacha corría aún grave peligro. Pero en sus
declaraciones se notaba claramente que estaba enamorada del asesino.
«¡Bien pensado, qué cosa tan singular
es el amor!», pensaba Armandine de Précilly mientras bajaba por aquellas
escaleras góticas haciendo por no apoyarse en el brazo del caballero de
Marcieux, un ridículo enojoso y muy educado, que se las daba de enamorado suyo.
«Si hay algo que no se parezca al amor es lo que siento por esta persona»,
pensaba mirando al caballero que, por intentar sujetarla, iba pisando, con
riesgo de romperse la crisma cien veces, por la parte estrecha de la escalera
de caracol.
Cuando tenía ya el pie en el último
peldaño, la señora de Précilly oyó un estruendo de caballos que andaban por los
adoquines, muy cerca de ella; siguió adelante de forma imprudente y su cabeza
se encontró a menos de un pie de la del caballo del gendarme. El caballero de
Marcieux soltó una exclamación, la señora de Précilly se asustó y, en ese mismo
momento, vio a un joven muy alto y pálido que bajaba de la calesa. El gendarme
se había vuelto para decirle a gritos al portero que cerrase la puerta del
patio.
«Es un prisionero», pensaba la
condesa. En ese mismo momento, sus ojos, enternecidos por aquel descubrimiento,
se toparon de plano con los de Frédéric Sauven, que llevaba treinta y seis
horas viajando en silla de posta y con tres gendarmes y estaba ansioso por
encontrarse con una mirada compasiva.
Interpretación
Es uno de los relatos, según mi opinión, de mayor coherencia y que
muestra cómo una mirada tan sólo puede devolver la paz interior a quien se
encuentra desesperado ante su propio patíbulo.
2. Balzac, representación del diálogo entre
corrientes decimonónicas.
Honoré
de Balzac
La
comedia humana: Proemio
Leo,
con cierta emoción, las palabras del propio Balzac quien nos explica lo que
pretendió llevar a cabo al enfrentarse a la obra que él mismo concibe como una
empresa monumental: “Al poner el título de La comedia humana a una obra
empezada va a hacer ya trece años, es obligatorio exponer su idea, contar su
origen y explicar brevemente su plan” (2003: 165).[2] En este proemio es la
propia voz del autor que deja oír sus razones, al mismo tiempo que proporciona
el título —La comedia humana— de la inmensa composición en la que ya
lleva trabajando varios años.
El título, al igual que la obra
inmortal de Dante, recurre al término Comedia, el cual no está
restringido al género literario que representa —ni es teatro ni tiene un Happy
ending—al menos no en Balzac, sino que con este nombre se alude a la
pintura de costumbres, a la sátira social y en el que predomina la dura y
escéptica realidad de cada día. Todo ello desarrollado desde el género
narrativo. Si bien, al igual que la tragedia, la comedia tiene su origen en el
teatro griego, La divina comedia también responde al esquema de la
narrativa, pero en ella se representa el destino humano en sus tres
dimensiones: la culpa y el castigo, la esperanza de la redención y la redención
misma. En Balzac el planteamiento es más complejo —aunque sea un atrevimiento
decirlo— que en Dante. En el escritor francés se analiza a la sociedad en sus
diferentes facetas y, a medida que avanza en su febril manera de composición,
se va adentrando en el ser humano vivo y real, con sus virtudes y defectos.
Para el poeta toscano todo es más sencillo —axiológicamente hablando— porque en
él hay condenados del infierno, aferrados a su esperanza en el purgatorio y
realizados plenamente en el paraíso.
El autor francés recurre a la novela y se
ajusta a un esquema amplio en que sus personajes se mueven con libertad
relativa en prosecución de sus fines. Están destinados a vivir y a morir
amarrados a su propio destino, destino del cual ellos llegan a ser sus
ejecutores. En el toscano, al partir de la ausencia del espacio “tierra”, todo
se ha consumado ya cuando da inicio el enorme poema épico, auténtica epopeya
del hombre que corre tras la búsqueda de su propia salvación. La interpretación
dantista se centra en lo escatológico y el autor da su propia interpretación de
lo que han de ser los reinos de ultratumba.
Balzac,
por su parte agrega:
“La
idea primordial de La comedia humana fue para mí, en un principio, algo
así como un sueño […] Esa idea fue en mí fruto de una comparación entre la
humanidad y la animalidad” (165).
Habla del espacio onírico como aquel
desde el cual inicia su recorrido por la humanidad. Pero es un sueño como una
aspiración de quien tiene en sus manos la enorme tarea de reescribir las
costumbres de su época. Al llevarlo a cabo no pierde de vista la inevitable
comparación entre la humanidad y la animalidad. Como lo comenta en seguida,
tiene presente la figura y las aportaciones del zoólogo Geoffroy Saint—Hilaire,
a quien le dedica su novela Papá Goriot.
Por eso manifiesta
su profunda reverencia por este científico y se fundamenta en: “El creador se
ha servido de un solo y mismo patrón para todos los seres organizados. El
animal es un principio que toma su forma exterior o, para hablar más
exactamente, las diferencias de su forma, de los medios en que está llamado a
desarrollarse. De esas diferencias resultan las especies zoológicas. El haber
proclamado y sostenido ese sistema que, por lo demás se halla en armonía con
las ideas que del poder divino nos formamos, será un título de honor sempiterno
para Geoffroy Saint—Hilaire, el vencedor de Cuvier en ese punto de la alta
ciencia y cuyo triunfo saludó el gran Goethe en el último de los artículos que
dejó escritos”. (165-166).
Se
produce así un acercamiento entre la literatura y la ciencia —Balzac y Saint—
Hilaire—
al igual que sucederá años después con Zola y Claude Bernard; a este último se
debe el texto La medicina experimental que Zola aplicará a los
fundamentos del naturalismo.
De este modo, realismo y naturalismo,
responden a un estilo semejante y sus búsquedas alcanzan determinados logros
que parten de la ciencia para llegar a la literatura.
En seguida, Balzac habla del dios
creador, por lo cual deja en clara evidencia que su concepto de dios es el de
una divinidad trascendente, opuesta a la potencia inmanente de Spinoza. Balzac
demuestra en este prólogo, al menos, cierto respeto por la doctrina del catolicismo
y un desdén por el dios panteísta del cual, según los pensadores de esta
doctrina, se habría desprendido el universo entero.
Este dios creador ha recurrido a un
mismo patrón para engendrar a todos los seres organizados. Está hablando de la
teoría de Saint-Hilaire según la cual el animal y el hombre son semejantes, si
no en su forma exterior, en muchos otros aspectos que no harán al hombre
superior a los seres irracionales que constituyen las especies zoológicas. El
animal es más humano que el individuo humano. Cierra este periodo sintáctico
refiriéndose al triunfo de Saint—Hilaire sobre Cuvier; logro científico que el
propio Goethe celebra en uno de sus últimos artículos. El intertexto del francés
parece ser una forma sutil de alabar a Goethe, al Goethe que despreció a la
revolución francesa como un acto de poder irreverente que se atrevió a derribar
a la monarquía, al Goethe que manifestó en varias ocasiones una cierta aversión
por todo lo francés. Pero Balzac sabe reverenciar por encima de esas rencillas
insignificantes que, muchas veces, pretenden separar a los hombres.
Agrega
en el mismo párrafo:
“Compenetrado
con ese sistema mucho antes de los debates a los que diera lugar, hube yo de
ver que, en ese sentido, la sociedad se asemejaba a la Naturaleza. ¿No hace del
hombre la sociedad según los medios en que aquel ejerce su actuación, otros
tantos hombres diferentes cuantas son las variedades zoológicas?” (166).
Antes de desempeñar la difícil tarea
de ser escritor es preciso investigar y leer acerca de temas que competen a
toda la humanidad. Un autor tiene como ejercicio preferente ser un humanista.
Comprender y comprehender al ser individual resulta prioritario, por ello el
escritor que vive en el microcosmos de Balzac llega a una de sus primeras conclusiones:
“La sociedad se asemeja a la Naturaleza”. Al partir de esa premisa comienzan a
fijarse las bases de una poética de la novela balzaciana. Al igual que son
diversos los animales que pertenecen a esa misma naturaleza, también lo son los
hombres que el escritor se propone examinar. Para Goethe —es un ejemplo tan
sólo— la Naturaleza representa el punto de partida, porque su visión del
universo resulta amparada en los términos propuestos por Spinoza en su Ética[3];
para Balzac —ya dijimos que cree en un dios trascendente a la creación— ese
mismo dios le mostrará el camino para que él pueda adentrarse en el
conocimiento de la naturaleza humana con sus dignidades y con sus vicios y
defectos. Como narrador no descubrirá algo que ya no haya sido planteado, sino
que indagará en un territorio conocido y únicamente lo reinterpretará a la luz
no sólo de una nueva poética —la que el realismo le proporciona— sino también
bajo el amparo de su genio incansable como narrador de mundos posibles. Para
confirmar lo dicho hasta este momento agrega: “Han existido, pues y siempre
existirán, especies sociales como existen especies zoológicas” (166).
Pero hay un asunto que ya no puede
postergarse y que tiene que ver con que: “Los escritores han olvidado, en todo
tiempo […] el darnos la historia de las costumbres” (167). No basta con el
relato frío de los acontecimientos, se requiere adentrarse en lo que el autor
llama “las costumbres”. He aquí el tema central de esta enorme construcción que
es La comedia humana.
Siguen las interrogantes que el
propio escritor francés aquí estudiado se formula:
“Pero
¿cómo hacer interesante el drama de tres mil o cuatro mil personajes que una
sociedad representa? ¿Cómo dar gusto a la vez al poeta, al filósofo y a las
masas, que quieren poesía y filosofía presentada en imágenes
impresionantes? Por más que yo
concibiese la importancia y la poesía de esa historia del corazón humano, no
veía medio alguno de ponerla por obra, porque, hasta nuestra época, los narradores
más famosos gastaron su talento en crear uno o dos personajes típicos, en
pintar una sola faceta de la vida.” (167).
La tarea que le aguarda es titánica.
Se dice fácil: “tres mil o cuatro mil personajes” que son los prototipos de una
sociedad, la sociedad francesa del siglo XIX en donde, para colmo de males, el
romanticismo y el realismo conviven enfrentados y, al mismo tiempo,
compartiendo una parte al menos del mundo novelesco que cada uno de ellos ha
creado. El escritor debe apoyarse en una estética formada por “imágenes
impresionantes”. Allí estarán aguardando su mensaje el poeta, el filósofo y las
masas. Como otorgar a un conjunto tan disímil aquello que desean recibir. Los
escritores que ahora escriben, “los narradores más famosos” les llama, se han
conformado con crear uno o dos personajes típicos en los cuales se ha pintado
una sola faceta de la vida. En el Fausto de Goethe —aunque no es un
relato— se ha entronizado la figura del individuo entregado a una búsqueda
perpetua. Pero, aunque el ejemplo es magistral, no es suficiente y Balzac se
prepara a elaborar miles de personajes que resuman la historia y las costumbres
de la humanidad. En La piel de zapa el espíritu fáustico está presente,
pero no constituye el único ejemplo en que Sebastián, el protagonista, se
alimenta; hay mucho más y hay muchos personajes diversos que sustentan este
concepto.
Un ejemplo está dado por Walter
Scott, del cual dice el autor del proemio:
“Fue
animado de ese pensamiento como leí yo las obras de Walter Scott. Walter Scott,
ese trovador moderno, imprimía entonces un aire gigantesco a un género de
composición injustamente reputado secundario. (167).
Scott descubre y le da vida al
relato en donde el hombre está siempre presente. No esconde Balzac su
admiración por el genio escocés de las letras:
“Aunque
deslumbrado, por decirlo así, ante la pasmosa fecundidad de Walter Scott,
siempre semejante a sí mismo y siempre original, no perdía la esperanza, pues
encontré la razón de ese talento en la infinita variedad de la naturaleza
humana. La casualidad es el novelista más grande de todos; basta estudiarla
para ser fecundo” (167).
La eventualidad, la contingencia, la
imprevisión, en síntesis, la casualidad ha de ser —inmensa personificación— “el
novelista más grande de todos”. Crear es la ley, pero llevarlo a cabo dejando
que la naturaleza personal prevalezca. Acaso sin saberlo siquiera se podrán
alcanzar logros no programados. Me preocupa la frase “basta estudiarla para ser
fecundo”. ¿Cómo estudiar a la casualidad? ¿Cómo hallar un rigor lógica en todo
aquello que se impone más allá de toda razón? Quizás la respuesta sea dada por
el poeta desde su mundo onírico, por el filósofo desde su acerbo escepticismo y
desde las masas, donde en su cotidianidad apabullante habita la contingencia de
la casualidad.
Es más, yo sugeriría recurrir
también al término “causalidad” no para reemplazar a la eventualidad de la
palabra escurridiza, sino para dar mayor fundamento al glorioso acto de narrar.
Por todo lo anterior: “La sociedad
francesa sería el historiador y yo no tendría que ser sino su secretario. Al
hacer el inventario de vicios y virtudes, al reunir los principales hechos de
las pasiones, pintar los caracteres, elegir los principales acaecimientos de la
sociedad, componer tipos mediante la fusión de los rasgos de varios caracteres
homogéneos, quizá podría llegar yo a escribir esa historia olvidada por los
historiadores, la de las costumbres, (167).
Al escritor le estará reservado el vanidoso
y humilde papel de ser el secretario de la sociedad francesa. Pero como
secretario llegará a superar la tarea del simple historiador, será —incluye un
“quizá”, que lo regresa a la estética de la casualidad— un historiador de las
costumbres. Vaya manera magistral de ir perfilando la geografía de su propia
poética en donde el realismo será el medio y, la genialidad de un escritor a lo
Balzac será el fin.
El autor propone que si se consigue
atenerse a esa reproducción rigurosa cualquier literato alcanzaría la
posibilidad de erigirse en retratista de los tipos humanos, narrador de los
dramas de la vida íntima, investigador del mobiliario social, catalogador de
las profesiones y, finalmente nomenclátor y registrador del bien y del mal.
Dicho con las propia palabras del
genio del realismo diría así:
“Ateniéndose
a esa reproducción rigurosa, cualquier escritor podía erigirse en pintor más o
menos fiel, más o menos afortunado, pacienzudo o animoso de los tipos humanos,
en cronista de los dramas de la vida íntima, en arqueólogo del mobiliario
social, nomenclátor de las profesiones y registrador del bien y del mal” (168).
Advierto la sucesión de metáforas
—pintor, cronista, arqueólogo, nomenclátor— como una forma de apropiarse del
material poético que nos anuncia a través de las frases anteriormente citadas.
El creador tiene sus propios
esquemas y sus fines específicos. Por eso, aclara esta voz que ha derrotado al
tiempo y que pervive como si fuera un verdadero dios, el dios que organiza y
gobierna su propio mundo; el alter deus del que muchas veces he oído
hablar con cierto escepticismo y que en este presente adulto de mi vida
comprendo mucho mejor. Él afirma: “La ley del escritor, lo que lo hace tal
escritor, y, no temo decirlo, igual o acaso superior al hombre de estado, es
una decisión cualquiera sobre las cosas humanas, una devoción absoluta a
principios.” (168). El escritor es libre de ser, en su microcosmos, el que
dirige la nave de la creación hacia fines muy elevados y sublimes. La pluma de
Balzac puede más que cien mil teclados de este siglo XXI en donde los
aspirantes a escritores no aciertan a encontrar el verdadero sendero de la
realización autoral.
Pero hay un gran tema que por fin
aparece en este momento de mi lectura:
“El
hombre no es bueno ni malo, nace con instintos y aptitudes; la sociedad, lejos
de pervertirle, cual pretendía Rousseau, lo que hace es perfeccionarle,
mejorarle” (168).
Plauto había dicho en su comedia Asinaria:
lupus
est homo homini[4]. Se adelantó así
a Hobbes quien dirá siglos después: “El hombre es el lobo del hombre”[5]. En ambos autores hay una desconfianza en
el género humano que Balzac o quiere desconocer o prefiere no pervertir el
material más importante de su poética: el hombre. Por ello también contradice a
Rousseau al decir que la sociedad no es la culpable de los desatinos del
individuo; por el contrario, esta misma sociedad perfecciona al ser humano
quien llega con ancestrales instintos y con aptitudes concretas. Me queda la
duda de aquello que también decía el autor del Contrato social “el
hombre es bueno por naturaleza”, el genio francés piensa que todos los extremos
son malos y por eso el ubicarse en el justo medio, en el meden agan[6] griego, prefiere creer en ese punto medio tan
controvertido. Esto último lo digo porque me resulta muy difícil darle la
oportunidad al hombre de ser como realmente no es. Creo en la construcción
genial de La comedia humana, pero no estoy de acuerdo con estas posturas
conciliatorias que con frecuencia adopta Balzac. Él fue un juez severo de sus
contemporáneos y, por más que trató de hallar al hombre en Sainte—Beuve y en
Víctor Hugo —son dos ejemplos traídos al azar— sólo descubrió el genio de cada
uno de ellos sin dejar a un lado la crítica mordaz que les dirigió. Su posición
cuando repudia al romanticismo y justifica a la religión católica, me parece
más un modo de fijar sus propios límites como creador, en el primer caso, y
como conciliador en el segundo.
Ahora bien,
en todos los tiempos, en todas las épocas, el escritor ha sido visto como
contestatario y por ello se le ha criticado y vituperado constantemente. Todo
aquel que no encaje dentro del canon axiológico del momento histórico en el que
vive, será tildado de inmoral: “El reproche de inmoralidad que
jamás ha dejado de lanzársele al escritor valiente, es, además lo único que queda
por hacerle cuando no hay ya nada que decir contra un poeta.
Si sois verídicos en vuestras pinturas; si
a fuerza de desvelos diurnos y nocturnos llegáis a escribir la lengua más
difícil del mundo, luego os dan en el rostro con la palabra de inmoral. Sócrates
fue inmoral, inmoral fue Jesucristo; ambos fueron perseguidos en nombre de las
sociedades que derribaban o reformaban. Cuando se quiere matar a alguien se le
tilda de inmoral” (169-170).
La
opinión pública crucifica y va siempre tras los que se atreven a defender sus
propias ideas. En una incansable “caza de brujas” crucificaron a Jesús y
obligaron a suicidarse a Sócrates. Lo había dicho Balzac en La piel de zapa:
“¡El gobierno de los tiempos actuales es el arte de hacer reinar a la opinión
pública! ¿La opinión? ¡Sí es la más viciosa de todas las rameras!” (41).
Este decir de la voz anónima que siempre ataca desde las sombras, se daba en
los tiempos de Balzac y sigue apareciendo hoy a manos llenas. Son los panfletos
del siglo XIX y las redes sociales del XXI.
Sigue
el autor aludiendo al equilibrio necesario cuando nos detenemos a evaluar y
cuantificar la vida y acciones del hombre. Dice al respecto:
“La
sociedad puede ofrecer tantas acciones buenas como malas, y en el cuadro que yo
hago de ellas se encuentran más personajes virtuosos que reprensibles”. (170).
He aquí como el autor quiebra otra
lanza a favor del ser humano, ese ser humano en donde hay más personajes
virtuosos que reprensibles.
Una nota curiosa que involucra al discurso
de Napoleón: “Porque para los reyes, para los hombres de Estado, existen, como
dijo Napoleón, una moral pequeña y otra moral grande”. (171).
El hombre, con bastante frecuencia,
sabe diferenciar entre las dos morales. Por supuesto que las palabras del
general francés conllevan un sentido irónico inevitable, porque desde un punto
de vista axiológico no hay dos morales; pero el político que se escondía en el
héroe sabía de la hipocresía reinante, se enfrentaba a ella con la herramienta
del sarcasmo.
Alude en seguida a que lo han catalogado de panteísta, opinión
que rechaza por lo ya explicado supra. Sostiene:
“Al
verme allegar tantos hechos y pintarlos tal y como son, con la pasión por
elemento, ha habido quienes, harto desatinadamente, por cierto, han imaginado
que yo pertenecía a la escuela sensualista o materialista, dos facetas del
mismo fenómeno: el panteísmo. (171).
Por el contrario, alude nuevamente a
su poética en donde se ofrecen diferentes factores que enumera a continuación:
“Mi
obra tiene su geografía, como tiene su genealogía y sus familias, sus lugares,
sus cosas, sus personajes y sus hechos, y como también tiene su heráldica, sus
nobles y sus burgueses, sus artesanos y sus campesinos, sus políticos y sus
dandis, y su ejército, y, en fin, todo su mundo”. (172).
Éste es el universo balzaciano en
donde hay una geografía integrada, preponderantemente, por lugares
representativos de la Francia de su época; al mismo tiempo, una amplia saga que
recorre toda su Comedia con nombres y ascendientes que se auto intertextualiza
y se repiten, dando así una noción de totalidad y ofreciendo los primeros y más
valiosos elementos de lo que después ha de ser “la novela total”. Hay además
espacios múltiples, personajes y acontecimientos trascendentes o no, pero
acontecimientos dignos de ser tomados en cuenta. Se ofrece también una
“heráldica” que abarca los más diversos polos: nobles y burgueses, artesanos y
campesinos, políticos y dandis. Curiosamente, esa heráldica puede definirse
como una heráldica de la nobleza y una heráldica del pueblo; una heráldica de
la riqueza y otra de la pobreza; una de la virtud y otra de la deshonra y la
infamia.
Todo un cosmos elaborado por unas manos
incansables y por una pluma que encierra inagotables contenidos al mismo tiempo
que perfila mundos reales y universos posibles.
A continuación, el genio francés agrega
una observación crítica mediante la cual organiza los contenidos de su Comedia
humana de la manera que sigue.
A.
En los tres primeros grupos de novelas pinta la vida social de la época.:
1.
“Las escenas de la vida privada” Dirá Félix Davin (pág. 172), “representan la
infancia y la adolescencia”.
2.
“Las escenas de la vida de provincias” “simbolizan la edad de las pasiones, de
los cálculos, los intereses y la ambición” (F. Davin).
3.
“Las escenas de la vida parisiense” “ofrecen el cuadro de los gustos, vicios y
demás cosas desenfrenadas que excitan las costumbres de esas metrópolis, donde
se encuentran a la vez los extremos del bien y del mal”.
Agrega
el Autor:
“Luego
de haber pintado en estos tres libros la vida social, habría aún que mostrar
las existencias de excepción, que resumen los intereses de muchos o de todos, llegan
a caer, en cierto modo, fuera de la ley común” (172). Acorde con lo anterior se
refiere a otros tres momentos de la Comedia humana:
4.
“Escenas de la vida política”.
5.
“Escenas de la vida militar”. Éstas muestran a la sociedad en su estado más
violento, abarcando los contenidos que refieren ya sea a la defensa de los
territorios propios o a la conquista de otros.
6.
“Escenas de la vida rural”. El autor les llama: “La tarde de este largo día, si
se me permite denominar así al drama social” (172). Los valores que se
resaltarán tienen que ver con el orden, la política y la moral.
Continúa
diciendo Balzac:
“Tal
es la base, plena de figuras, plena de comedias y tragedias, sobre la que se
elevan los “Estudios filosóficos”, segunda parte de la obra […] y cuya primera
obra La piel de onagro, viene a enlazar, en cierto modo, los “Estudios
de costumbres” con los “Estudios filosóficos” mediante el eslabón de una
fantasía casi oriental, en que a la vida misma se la pinta en lucha con el
deseo, principio de toda pasión” (173).
Segunda
parte de la Comedia
7.
“Estudios filosóficos”
8.
“Los estudios analíticos”
Agrega
el escritor:
De
los “Estudios analíticos” “Nada diré, pues sólo uno de ellos se ha publicado: La
fisiología del matrimonio”. De aquí a poco debo dar otras dos obras de esa
índole: Primero: La patología de la vida social, y, a continuación, La
anatomía de los cuerpos docentes (y, por último) La monografía de la
virtud.” (173).
“Al
ver todo lo que aún me queda por hacer, quizá digan de mí lo que ya han dicho
mis editores: “¡Dios le dé muchos años de vida”! (173).
“Debo hacer constar, a este propósito, que
no reconozco por mías otras obras que las que llevan mi nombre. Fuera de La
comedia humana, sólo hay mío los Cien cuentos donosos, dos piezas de
teatro y artículos sueltos que, además, van firmados”. (173).
“La inmensidad de un plan que abarca al
mismo tiempo la historia y la crítica de la sociedad, el análisis de sus males
y la discusión de sus principios me autorizó, creo, a dar a mi obra el título
que hoy lleva: La comedia humana. ¿Resulta ambicioso? ¿Es simplemente
justo? Eso es lo que, cuando esté terminada la obra, el público dirá” (173).
Balzac.
Cuentos.
El elixir
de larga vida
En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche
de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era
un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía
disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas
conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos
blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con
las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y
cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban
pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus
bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada;
algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos,
lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
-Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
-Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en
aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
-En el fondo de mi corazón siento remordimientos -decía-. Soy católica,
y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la
eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada
del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una
vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvídero lo
miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio. - ¡No me confiaría a unos
espadachines para matar a mi amante, si me abandonara! después había reído;
pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente
esculpida.
- ¿Cuándo serás Gran Duque? -preguntó la sexta al Príncipe, con una
expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
- ¿Y cuándo morirá tu padre? -dijo la séptima riendo y arrojando su
ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente
jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
- ¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan
Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido
que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los
amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos
años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante
esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún
demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones,
de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la
contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de
los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha
hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin
embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez
llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento
de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo
acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo
blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste;
con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta,
el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores
de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso
un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías
palabras:
-Señor, su padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus
invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa
todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no
sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el
seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus
caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca
engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la
sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar
una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su
alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente
que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su
amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y
quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este
hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se
dirige al tribunal.
Bartolomé Belvídero, padre de don
Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida
dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas
regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más
valiosa —decía— que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo
más mínimo.
-Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber -exclamaba a veces
sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír
contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial,
prodigándole el oro:
-Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor
paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan
brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel
de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y
pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada
Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de
anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de
su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las
habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta
voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía
buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como
un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba
fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los
caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en
las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba
algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero.
Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de
caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es
don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra
parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos
los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana
caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa,
vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo
pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le
sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer
remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo
próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían
sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un
hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las
altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber
sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio
olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró
en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una
chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica,
arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos
intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto
diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve,
azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de
tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un
estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento
resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus
rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos
que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más
horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de
dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por
los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba
en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que
combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una
singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un
enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría,
era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad
semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo,
dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros
del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los
sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza
al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de
cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
- ¡Te divertías! -exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba
a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se
acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don
Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
-No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura
lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
- ¡Qué remordimientos, padre! -dijo hipócritamente.
- ¡Pobre Juanito! -continuó el moribundo con voz sorda-, ¿tan bueno he
sido para ti que no deseas mi muerte?
- ¡Oh! -exclamó don Juan-, ¡si fuera posible devolverte a la vida
dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor,
¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento
cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan
se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
-Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo -exclamó el moribundo-,
viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te
pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
-Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en
mi corazón.
-No se trata de esa vida -dijo el noble anciano, reuniendo todas sus
fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo
nacen en la cabecera de los moribundos. — Escúchame, hijo -continuó con la voz
debilitada por este último esfuerzo-, no tengo yo más ganas de morirme que tú
de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la
cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
-Pero -continuó en voz alta-, padre, padre querido, hay que someterse a
la voluntad de Dios.
-Dios soy yo -replicó el anciano refunfuñando.
-No blasfemes -dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los
rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción, y no podría
hallar consuelo viéndote morir en pecado.
- ¿Quieres escucharme? -exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos
de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles
como un día naciente. El moribundo sonrió.
-Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una
fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los
placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
-Es el colmo del delirio -dijo don Juan.
-He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la
mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
-Ya está, padre.
-Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
-Aquí está.
-He empleado veinte años en… —en aquel instante, el anciano sintió
próximo el final y reunió toda su energía para decir—: Tan pronto como haya
exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y
renaceré.
-Pues hay bastante poco -replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar,
tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia
don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó
torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha
condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa
inmovilidad.
Estaba muerto, muerto perdiendo su
única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una
tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus
cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba
aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
- ¡Vaya!, se acabó el buen hombre -exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso
cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de
la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba
con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo
modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba
ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido.
Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión
rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una
persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie,
inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio,
semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan,
sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un
sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de
lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas
ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a
una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don
Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel
a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel
mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que
don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse
a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el
cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la
galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las
sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y
el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes
aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas
sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente
de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
- ¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio?
-dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
-Su padre era un buen hombre -le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones
nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña
que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las
mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los
besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar
estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la
juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la
muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se
acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos
una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y
después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de
tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la
sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las
escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
-Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su
padre!
- ¿Se han fijado en el perro negro? -preguntó la Brambilla.
-Ya es inmensamente rico -dijo suspirando Blanca Cavatolino.
- ¡Y eso qué importa! -exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había
roto la bombonera.
- ¿Cómo que qué importa? -exclamó el Duque-. ¡Con sus escudos él es tan
príncipe como yo!
Don Juan, en un principio asediado
por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado
el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena
de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar
el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto
señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda
Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron,
sobrecogidos, temblorosos.
-Déjenme solo aquí -dijo con voz alterada- y no entren hasta que yo
salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron
débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de
su soledad exclamó:
- ¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba
acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el
horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad
asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre
el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía
en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las
formas, aun así, duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas
violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del
escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de
cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo
a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy
pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del
duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció
como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su
corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con
parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho
del cadáver. El ojo se abrió.
- ¡Ah! ¡Ah! -dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra
en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de
niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y,
protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que
el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo
resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba,
condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones
humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey,
luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza
un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida
estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó
por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el
suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego,
de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su
alrededor.
- ¡Bien podría haber vivido cien años! -exclamó sin querer cuando,
llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa
luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente
se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si
una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor
de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
- ¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? -se preguntaba.
-Sí -dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
- ¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! -exclamó don Juan, y se acercó al ojo
para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó
en la mano de Belvídero-. ¡Está ardiendo! -gritó sentándose.
Aquella lucha lo había fatigado como
si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente
se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras
no haya sangre…!» Luego, reuniendo todo el valor
necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin
mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de
aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó
don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de
su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más
célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la
estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre
aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera
rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de
las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo
avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada,
profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó
mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres
y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la
Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por
las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró
nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven
y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se
alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en
invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se
asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo
tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa
pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le
interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que
las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los
más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias.
Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el
cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer
joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde
pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de
placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando
sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a
perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave,
expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía: YO,
cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una
mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla
creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te
gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada
y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus
lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido:
«Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un
fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es
una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un
salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él.
Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en
todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser
llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con
frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad,
finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad,
organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las
gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no
obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! -se
dijo-. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás
se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de
las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de
las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no
era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con
la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue,
en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de
Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios
de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de
Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre,
eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo
entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se
conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una
ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de
insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de
los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don
Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla
que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la
eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al
final de la charla le había dicho riendo:
-Si es absolutamente preciso elegir
prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece
siempre más recursos que el genio del mal.
-Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
- ¿Siempre piensa en sus indulgencias? -respondió Belvídero-. ¡Pues
bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi
primera vida.
- ¡Ah!, si es así como entiendes la vejez -exclamó el Papa- corres el
riesgo de ser canonizado.
-Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros
que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.
-San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble
poder -dijo el Papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la
noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…
Don Juan y el Papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio
habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a
la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verlo oficiar
pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino,
la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene
por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la
vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que
Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren
hacer creer.
Cuando don Juan Belvídero alcanzó la
edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una
joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen
padre ni esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por
las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una
anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de
Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería
del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello
pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque
que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los
errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos
más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en
su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció
oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la
otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera
intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su
padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le
fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un
español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud
del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por
don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe.
Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado,
alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el
ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados
todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes
de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte
como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más
prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue
obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en
su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a
sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas
a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como
cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre
un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan
Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad
del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores
cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa
madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a
creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las
noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso
en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos
corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel
hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota
brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una,
las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto.
Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon,
y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel
fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su
hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran
así prodigados, porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y
Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al
malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos
míos, querida esposa, ¿me perdonan, ¿verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran
Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas?
Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a
la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y
crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su
gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor
que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.
Por fin llegó a un grado tal de
enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra
en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y
escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más
espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos
seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no
había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela,
para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras
delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan
sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza
admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces
vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su
resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto.
Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
-Felipe -le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo
estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así
«Felipe», aquel padre inflexible.
-Escúchame, hijo mío -continuó el moribundo-. Soy un gran pecador.
Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del
gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de
mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar
y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana
entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro
del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi
hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa
gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal
podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que
ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan
conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir
en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la
desesperanza de su propia mirada.
-Tú merecías otro padre -continuó don Juan-. Me atrevo a confesarte,
hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me
administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el
del diablo y el de Dios.
- ¡Oh, padre!
-Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar
el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me
persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
- ¡Oh, dímela pronto, padre!
-Tan pronto como haya cerrado los ojos -continuó don Juan-, unos minutos
después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en
medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas
deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y
avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua
santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los
miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no
deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar
la muerte, añadió con voz terrible:
-Coge bien el frasco -y expiró dulcemente en los brazos de su hijo,
cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don
Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber
besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave
luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el
campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su
padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el
licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un
profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a
los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo
derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de
su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió.
El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de
candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo.
En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio
a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que
le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron
la cabeza de don Juan tan joven y bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos
negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante,
sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
- ¡Milagro! -y todos los españoles repitieron-: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como
para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar.
Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió
aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos.
Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la
apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San
Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este
tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las
hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del
bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del
ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un
pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar,
que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas
partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita
del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros,
cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo
sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la
ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y
armados con sus espadas estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar
sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras
campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas
formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de
fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas
estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién
casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella
multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores,
formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la
iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de
lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a
la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores,
presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor
millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que
concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y
sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las
galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan
delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas
figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al
fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya
gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el
esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes,
de las borlas, de los santos y de los exvotos palidecía ante el relicario en
que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de
flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un
serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor
brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de
Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de
piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro,
en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles
ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban
semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno.
El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes
insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes
formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento.
Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo,
y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que
comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces
de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de
millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar
del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del
coro y los amplios acentos de algunos bajos suscitaron ideas graciosas,
dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces
humanas confundidas en un sentimiento de amor.
–¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la
catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla
de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un
trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces
velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura.
Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música
de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado
educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir
burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario.
Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un
hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía
de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del infierno. La tierra
bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
–¡Te Deum laudamus! -decía la asamblea.
-¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos
demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios! Y un torrente de imprecaciones
discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
–¡Deus sabaoth, sabaoth! -gritaron los cristianos.
- ¡Insultan la majestad del infierno! -contestó don Juan con un rechinar
de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir
por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e
ironía.
-El santo nos bendice -dijeron las viejas mujeres, los niños y los
novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en
nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y
elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
–Sancte Johannes ora pro nobis -entendió claramente-: - ¡Oh, coglione![7]
»- ¿Qué pasa ahí arriba? -exclamó el deán al ver moverse el relicario.
-El santo hace diabluras -respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se
separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo
del oficiante.
- ¡Acuérdate de doña Elvira! -gritó la cabeza devorando la del abad.
Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
Todos los sacerdotes corrieron y
rodearon a su soberano.
- ¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? -gritó la voz en el momento en que
el abad, mordido en su cerebro, expiraba. (“L’élixir de longue
vie”, 1830. Biblioteca Digital Ciudad Seva).
Comentario
1.
Introducción
Al comienzo de su carrera literaria
recibió el autor, de manos de un amigo muerto
hacía
tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a
principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía
creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada
por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para
que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine, ha tratado a
su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como
estaba de moda en 1830, época en la que todo autor escribía cosas atroces para
complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de
don Juan, intentará adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos
semejantes, de gentes honestas.
2.
Primera parte: el comienzo de una orgía
Es un cuento en donde un narrador
focalizador cero guía las acciones de sus personajes y le cede la voz a siete
mujeres de diferente condición y unas con más pasión y delirio sensual que
otras. Es la voz femenina que impone su presencia y que en el devenir del
relato se irá esfumando gradualmente.
3.
Orgía interrumpida
por la primera muerte del relato:
la del padre de don Juan.
- ¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan
Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido
que sea yo quien lo tenga! Profunda ironía que pone fin a la fiesta satánica
que ha sido interrumpida y que responde a la pregunta de la séptima mujer:
“¿Cuándo morirá tu padre?
El relato adquiere un dinamismo
febril, porque de la pregunta insolente de la joven vamos al encuentro de la
muerte. Don Juan sale presuroso hacia la casa de su padre y abandona, al menos
momentáneamente, a sus amigos.
4.
Ante el padre moribundo
“Bartolomé Belvídero, padre de don
Juan,” […] sostenía, con la experiencia que le había dado su vida como
comerciante. “que era más valioso un diente que un rubí”. Afirmación muy sabia
de un hombre que ha vivido y ha aprehendido el conocimiento sencillo de la
vida.
“Estaba muerto, muerto perdiendo su
única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una
tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos”.
Aterradora metáfora que se reviste del carácter de una hipálage por el
desencuentro de los conceptos que se indagan: buscando asilo encontró una tumba
en el corazón de su hijo. Esta imagen tiene el carácter de una figura retórica
al estilo de los decadentistas, quienes son prolongación del romanticismo.
5.
Lo mágico. El parricidio.
Hay una anagnórisis cuando el padre
de don Juan le revela el poder de un líquido que podía resucitar a un cadáver.
Don Juan duda; finalmente le aplica una parte del contenido del frasco en un
ojo y ocurre lo atroz, lo inesperado: el ojo se abre patético ante el horror de
su hijo. El seductor se pregunta: - ¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? El
ojo le contesta con un guiño de sorprendente ironía. En el momento en que don
Juan destruye el ojo ha sellado su propio pacto con el demonio.
6.
Vida disipada de Juan.
Había burla en su simpleza y risa en
sus lágrimas, pues siempre supo llorar como
una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré
enferma del pecho.»
7.
Peripecia aparente o circunstancial
del don Juan de este relato
Don Juan se casa, tiene un hijo, vive
y muere en brazos de su vástago. La historia se repite. El joven Felipe
Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso
como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo
pródigo.
8.
Opinión autoral
Se intercala el punto de vista del
escritor que permite no sólo su desahogo en torno a temas que perturban su
conciencia, sino también proyectan una enseñanza para sus lectores. Dice: “Para
los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación;
para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un
hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una
ciudad; para don Juan, el universo era él”.
9.
Llegamos al segundo final de esta
truculenta historia.
Como en un juego de espejos el hijo,
Felipe, está junto al padre moribundo. El leitmotiv del frasco milagroso
vuelve a aparecer. Nos enfrentamos a lo aparente que se transfigura en esencial
como parte de una enorme burla del narrador a la iglesia romana y sus esquemas
de santidad. Se confunde a propósito lo divino con lo satánico. Es importante
leer el final del relato para que cada uno saque sus propias conclusiones.
Gustave
Flaubert (nacido en 1821 en Rouen, Francia—fallecido en 1880 en Croisset),
novelista considerado como el principal impulsor de la escuela realista de
literatura francesa y mejor conocido por su obra maestra, Madame Bovary
(1857), un retrato realista de la vida burguesa, que condujo a un juicio por la
supuesta inmoralidad de la novela.
Primeros años y obras
Gustave Flaubert comenzó su carrera literaria
en la escuela, su primera obra publicada apareció en una pequeña revista, Le
Colibrí, en 1837. Pronto trabó una estrecha amistad con el joven filósofo Alfred
Le Poittevin, cuya perspectiva pesimista tuvo una fuerte influencia en él. No
menos fuerte fue la impresión que le produjo la compañía de grandes cirujanos y
el ambiente de hospitales, quirófanos y clases de anatomía, con los que la
profesión de su padre lo puso en contacto.
La
inteligencia de Flaubert, además, se agudizó en un sentido general. Concibió
una fuerte aversión por las ideas aceptadas de las cuales compilaría un
“diccionario” —Ideas recibidas—, para su diversión. Él y Le Poittevin
inventaron un personaje imaginario grotesco, llamado “le Garçon” (el Niño), al
que atribuían cualquier tipo de comentario que les parecía más degradante.
Flaubert llegó a detestar al "burgués", por lo que de este modo se
refería a cualquiera que "tenga una forma de pensar disminuida y parcial".
En una
visita a París en julio de 1846, en el estudio del escultor James Pradier,
Flaubert conoció a la poeta Luisa Colet. Ella se convirtió en su amante, pero
su relación no funcionó. Su independencia auto protectora y los celos de ella
hicieron inevitable la separación, esto sucedió en 1855.
L'Éducation
sentimentale
(1843-1845) es una de las novelas de mayor trascendencia del autor.
La composición
de La Tentation de Saint Antoine es otro ejemplo de esa tenacidad en la
búsqueda de la perfección que hacía que Flaubert volviera constantemente a
trabajar en temas sin estar nunca satisfecho con los resultados. En 1839 estaba
escribiendo Smarh, el primer producto de su audaz ambición de dar a la
literatura francesa su Fausto. Reanudó la tarea en 1846-1849, en 1856 y en
1870, y finalmente publicó el libro como La Tentation de Saint Antoine en
1874. Las cuatro versiones muestran cómo cambiaron las ideas del autor con el
transcurso del tiempo. La versión de 1849, influida por La filosofía de Spinoza
es nihilista en su conclusión. En la segunda versión la escritura es menos
difusa, pero la sustancia sigue siendo la misma. La tercera versión muestra un
respeto por el sentimiento religioso que no estaba presente en las anteriores,
ya que en el intervalo Flaubert había leído a Herbert Spencer y reconcilió la
noción de Spencer de lo Desconocido, con su Spinozismo. Había llegado a
creer que la ciencia y la religión, en lugar de estar en conflicto, son más
bien los dos polos del pensamiento. La versión publicada incorporó un catálogo de
errores en el campo de lo Desconocido (al igual que Bouvard et
Pécuchet iba a contener una lista de errores en el campo de la ciencia).
Desde
noviembre de 1849 hasta abril de 1851, Flaubert viajó por Egipto, Palestina,
Siria, Turquía, Grecia e Italia con Maxime du Camp. Sin embargo, antes de irse,
quería terminar La tentación y enviársela a su amigo el poeta Louis
Bouilhet para que le diera su sincera opinión. Durante tres días en septiembre
de 1849 les leyó su manuscrito y luego lo condenaron sin piedad. "Tíralo
todo al fuego y no lo volvamos a mencionar nunca más". Bouilhet dio más
consejos: “Tu Musa debe mantenerse a pan y agua o el lirismo la matará. Escribe
una novela realista como las de Balzac.
Eugéne
Delamare era un médico rural en Normandía que murió de pena después de ser
engañado y arruinado por su esposa, Delphine. La historia, de hecho, la de Madame
Bovary, no es la única fuente de esa novela. Otro fue el manuscrito Mémoires
de Mme. Ludovica, descubiertas por en la biblioteca de Rouen en 1946. Se
trata de un relato de las aventuras y desventuras de Louise Pradier, la esposa
del escultor James Pradier, según lo dictado por ella misma, y, aparte del
suicidio, guarda un gran parecido con la historia de Emma Bovary. Flaubert,
tanto por amabilidad como por curiosidad profesional, había seguido viendo a
Louise Pradier, cuando los “burgueses” la condenaban al ostracismo como una
mujer caída, y ella debió haberle dado su extraño documento. Aun así, cuando
los curiosos le preguntaron quién sirvió de modelo a su heroína, Flaubert
respondió: “Madame Bovary soy yo”.
Madame
Bovary le costó al autor cinco años de arduo trabajo. Du Camp, que había
fundado el periódico Revue de Paris, le instó a darse prisa, pero no lo
hizo. La novela, con el subtítulo Moeurs de provincia ("Costumbres
provinciales"), finalmente apareció por entregas en la Revue del 1 de
octubre al 15 de diciembre de 1856. El gobierno francés luego llevó al autor a
juicio por la supuesta inmoralidad de su novela. y escapó por poco de la
condena (enero-febrero de 1857). El mismo tribunal encontró al poeta Charles
Baudelaire culpable del mismo cargo seis meses después.
La gran
acogida que la crítica dedicó a la primera edición de su obra Tres
cuentos, considerada como una de las mejor elaboradas y perfectas de su
producción narrativa. El libro fue propuesto como ejemplo y modelo del género
del relato breve, alejado de sus extensas y ambiciosas novelas anteriores.
Relata en sus Tres cuentos historias de temáticas diferentes
cuyo protagonismo corre a cargo de personajes, también de naturaleza diversa,
que aparecen situados en tiempos muy distantes, desde el siglo XIX a la edad media
y la predicación de san Juan Bautista.
Método de composición
El objetivo de Flaubert en el arte era crear
belleza, esta consideración a menudo anulaba las cuestiones morales y sociales
en su descripción de la verdad. Trabajó lenta y cuidadosamente y, mientras
trabajaba, su idea del arte se hizo gradualmente más exacta. Sus cartas a
Louise Colet, escritas mientras elaboraba Madame Bovary, muestran cómo cambió
su actitud. Su ambición era lograr un estilo “tan rítmico como el verso y tan
preciso como el lenguaje de la ciencia” (carta del 24 de abril de 1852). En su
opinión, “cuanto más rápido se adhiere la palabra al pensamiento, más hermoso
es el efecto”. A menudo repetía que no existían los sinónimos y que un escritor
tenía que localizar le seulmot juste, "sólo la palabra
correcta", para transmitir su pensamiento con precisión. Pero al mismo
tiempo, siempre quiso una cadencia y una armonía de sílabas sonoras en su prosa,
de modo que apelaría no sólo a la inteligencia del lector, sino también a su
mente subconsciente, de la misma manera que lo hace la música, por lo tanto,
tendría un efecto más penetrante que el mero sentido de los vocablos en su
valor nominal. La composición para él era una verdadera angustia.
Flaubert
buscó la objetividad por encima de todo en su escritura: “El autor, en su obra,
debe ser como Dios en el Universo, presente en todas partes y visible en
ninguna”. Es paradójico, por tanto, que su personalidad sea tan claramente
discernible en toda su obra y que sus cartas, escritas casualmente a sus
allegados y llenas de una sinceridad desarmante, de una sensibilidad delicada y
hasta de una ternura exquisita, junto a una jovial tosquedad de expresión.
(René Dumesnil et Jacques Barzun en https://www.britannica.com/biography/Stendhal-French-author/Works
Veamos
uno de los relatos de Tres cuentos, uno de sus libros anteriormente mencionado.
“Un corazón sencillo”
Durante
medio siglo las vecinas acomodadas de Pontl’ Évêque envidiaron a la señora de
Aubain su criada Felícitas.
Por cien francos al año cocinaba,
arreglaba la casa, cosía, lavaba y planchaba, sabía embridar un caballo, cebar
las aves de corral, batir la manteca; y además se mantuvo fiel a su ama, la
que, sin embargo, no era una persona agradable.
Se había casado con un buen muchacho
sin fortuna que murió a comienzos de 1809, dejándole dos niños muy pequeños y
una cantidad de deudas. Entonces vendió sus fincas, con excepción de la granja
de Toucques y la de GefTosses, cuyas rentas ascendían a 5.000 francos a lo
sumo, y dejó su casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos costosa que
había pertenecido a sus antepasados y se hallaba detrás del mercado.
Esa casa, con techo de pizarra,
estaba entre un pasaje y una callejuela que iba a dar al río. Tenía
interiormente diferencias de nivel que hacían tropezar. Un vestíbulo estrecho
separaba la cocina de la sala, donde la señora de Aubain pasaba todo el día
sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Contra el zócalo, pintado de
blanco, se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un
barómetro, un montón piramidal de cajas y sombrereras. Dos butacas tapizadas
flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y de estilo Luis XV. El reloj, en el
centro, representaba un templo de Vesta, y toda la habitación olía un poco a
moho, pues el entarimado quedaba más bajo que el jardín.
En el piso alto estaba en primer
lugar el dormitorio de “la señora”, muy grande, revestido con un papel de
flores pálidas y adornado con el retrato del “señor” ataviado a lo lechuguino.
Esa habitación se comunicaba con otra más pequeña, donde se veían dos camitas
de niño sin colchones. Luego venía el salón, siempre cerrado y lleno de muebles
enfundados. A continuación, un pasillo llevaba a un gabinete de estudio; libros
y papelotes guarnecían los estantes de una biblioteca que, rodeaba por tres de
sus lados. a un gran escritorio de madera negra. Los dos entrepaños en ángulo
se ocultaban bajo dibujos a pluma, paisajes a la acuarela y grabados de Audran,
recuerdos de una época mejor y de un lujo desaparecido. En el segundo piso, un
tragaluz iluminaba la habitación de Felícitas, que daba a las praderas.
Felícitas se levantaba al amanecer para no perder la misa, y trabajaba
hasta la noche sin interrupción; luego, terminada la cena, en orden la vajilla
y la puerta bien cerrada, ocultaba los rescoldos bajo las cenizas y se dormía
ante el hogar con el rosario en la mano. Nadie mostraba más obstinación en los
regateos. En cuanto a la limpieza, el bruñido de sus cacerolas causaba la
desesperación de las otras sirvientas. Económica, comía con lentitud y recogía
de la mesa con los dedos las migajas de su pan, un pan de doce libras cocido exprofeso
para ella y que duraba veinte días.
En todas Las estaciones llevaba un
pañuelo de indiana sujeto a la espalda con un alfiler, una toca que le ocultaba
el cabello, medias grises, falda roja y sobre la camisola un delantal con
pechero, como las enfermeras de los hospitales.
Su rostro era enjuto y su voz aguda.
A los veinticinco años se le calculaba cuarenta. Desde la cincuentena ya no
mostró edad alguna; y siempre silenciosa, con el cuerpo erguido y los gestos
mesurados, parecía una mujer de madera que funcionaba de manera automática.
Había tenido, como cualquier otra, su
historia amorosa. Su padre, albañil, se había matado al caer de un andamio.
Luego murió su madre, sus hermanas se
dispersaron, la recogió un labrador y la dedicó desde pequeñita a guardar las
vacas en el campo. Tiritaba bajo los harapos, bebía boca abajo el agua de los
charcos, le pegaban con cualquier motivo y finalmente la echaron por un robo de
un franco y medio que no había cometido. Entró en otra granja, donde trabajó
como moza de corral, y como era del agrado de los patrones, sus compañeras la
envidiaban.
Una noche de agosto, cuando tenía
dieciocho años, la llevaron a la feria de Colleville. En seguida la aturdieron
y dejaron estupefacta el estruendo de los músicos de aldea, las luces en los
árboles, el abigarramiento de los vestidos, los encajes, las cruces de oro y la
multitud de gente que saltaba al mismo tiempo. Ella se mantenía apartada
modestamente, cuando un joven bien trajeado, y que fumaba su pipa apoyado en la
lanza de un carricoche, la invitó a bailar. La obsequió con sidra, café,
galletas y un pañuelo de seda, e imaginándose que ella barruntaba su intención,
se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena la revolcó
brutalmente. Ella se asustó y comenzó a gritar. El joven se alejó.
Otra noche, en el camino de Beaumont,
quiso adelantarse a un carretón de heno que avanzaba lentamente, y al pasar
rozando las ruedas reconoció a Teodoro.
Él se le acercó con aire tranquilo y le dijo que debía perdonarle todo,
porque “la culpa la tenía la bebida”. Ella no supo qué responder y deseaba huir,
inmediatamente él habló de las cosechas y de los notables del pueblo, pues su
padre se había trasladado de Colleville a la granja de los Ecots, de manera que
ahora eran vecinos. –“¡Ah!”, -dijo ella. Él añadió que deseaban casarlo. Pero
no tenía prisa y esperaría hasta encontrar una mujer de su gusto. Felícitas
bajó la cabeza y Teodoro le preguntó si pensaba en el matrimonio. Ella contestó,
sonriendo, que hacía mal en burlarse.
- ¡Pero no, se lo juro! Y con el
brazo izquierdo le rodeó la cintura; disminuyeron el paso. El viento soplaba
suavemente, las estrellas brillaban, el carretón de heno oscilaba delante de
ellos, y los cuatro caballos, arrastrando las patas, levantaban el polvo.
Luego, sin que se lo ordenaran,
giraron hacia la derecha. Él la abrazó una vez más y ella desapareció en la
oscuridad.
A la semana siguiente Teodoro
consiguió algunas citas. Se encontraban en el fondo de los corrales, detrás de
tina tapia, bajo un árbol solitario. Ella no era inocente a la manera de las
señoritas -los animales la habían instruido pero la razón y el instinto del
honor le impidieron caer. Esa resistencia exasperó el amor de Teodoro, tanto que,
para satisfacerlo, o ingenuamente tal vez, le propuso casamiento. Como ella
vacilaba en creerle, le hizo grandes juramentos.
Pronto él confesó algo enfadoso: el
año anterior sus padres le habían comprado un hombre, pero de un día a otro
podían volver a llamarlo, y la idea del servicio militar le espantaba. Esa
cobardía fue para Felícitas una prueba de cariño, y aumentó el suyo. Se
escapaba por la noche y cuando llegaba a la cita Teodoro la torturaba con sus
inquietudes y súplicas.
Por fin anunció que iría él mismo a
la Prefectura para tomar informes y los traería, el domingo siguiente, entre
las once y las doce de la noche.
Cuando llegó el momento, Felícitas
corrió hacia el enamorado. En su lugar encontró a uno de sus amigos. Éste le
dijo que no volvería a verlo. Para librarse del servicio Teodoro se había
casado con una vieja muy rica, la señora Leoussais, de Toucquet.
La aflicción de Felícitas fue muy
grande. Se arrojó por tierra, gritó, invocó a Dios, y se quedó gimiendo sola en
el campo hasta la salida del sol. Luego volvió a la granja, declaró su
propósito de irse, y al cabo de un mes, cuando recibió su salario, guardó todas
sus pobres pertenencias en un pañuelo y se dirigió a Pont-l’Évêque.
Delante de la posada, interrogó a una
señora con capelina de viuda y que, precisamente, buscaba una cocinera. La
muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas
exigencias, que la señora de Aubain terminó por decirle:
-Está bien, la acepto.
Un cuarto de hora después, Felícitas estaba instalada en su casa.
Al principio, vivió en ella en una
especie de temblor que le causaban “el tono de la casa” y el recuerdo del
“señor”, que se cernía, sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años y la
otra de apenas cuatro, le parecían hechos de una materia preciosa; los llevaba
a cuestas como un caballo y la señora de Aubain le prohibió que los besara a
cada minuto, lo que le mortificaba. Sin embargo, se sentía feliz. La
apacibilidad del medio ambiente había disipado su tristeza.
Todos los jueves iban los amigos de
la casa a jugar una partida de Boston. Felícitas preparaba de antemano los
naipes, y los braseros. Llegaban a las ocho en punto y se retiraban antes de
que dieran las once.
Todos los lunes por la mañana el
chamarilero que vivía bajo la recova instalaba en el suelo su chatarra. Luego
la ciudad se llenaba de un zumbido de voces, con las que se mezclaban relinchos
de caballos, balidos de ovejas, gruñidos de cerdos y el ruido seco de los
carros en la calle. Hacia el mediodía, cuando el mercado estaba en su mayor
actividad, aparecía en la puerta un viejo campesino de alta estatura, la gorra
echada hacia atrás y nariz aquilina. Era Robelin, el arrendatario de Geflòsses.
Poco después llegaba Liébard, el arrendatario de Toucques, pequeño, colorado,
obeso, vestido con pelliza gris y polainas armadas con espuelas.
Los dos ofrecían a la propietaria
gallinas o quesos Felícitas desbarataba invariablemente sus astucias y ellos se
iban llenos de consideración por ella.
En épocas indeterminadas la señora de
Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, uno de sus tíos, arruinado
por la crápula y que vivía en Falaise de la última parcela de sus tierras. Se
presentaba siempre a la hora del almuerzo, con un horrible perro de aguas que
ensuciaba todos los muebles con las patas. A pesar de sus esfuerzos para
parecer caballero, hasta el punto dé descubrirse cada vez que decía: “Mi
difunto padre”, se dejaba llevar por la costumbre, bebía un vaso tras otro y
decía chocarrerías. Felícitas lo echaba cortésmente, diciéndole:
-Ya está cansado, señor de
Gremanville. ¡Hasta la próxima! Y cerraba la puerta.
La abría complacida al señor Bourais, exprocurador. Su corbata blanca y
su calva, la pechera de su camisa, su amplia levita parda, su manera de tomar
rapé arqueando el brazo, toda su persona le causaba la turbación en que nos
sume el espectáculo de los hombres extraordinarios.
Como administraba las propiedades de “la
señora”, se encerraba con ella durante horas en el despacho del “señor”. Temía
siempre comprometerse, sentía un respeto infinito por la magistratura y tenía
pretensiones de latinista.
Para instruir a los niños de una
manera agradable les regaló una geografía con láminas que representaban
diferentes paisajes del mundo, antropófagos con plumas en la cabeza, un mono
raptando a una señorita, beduinos en el desierto, una ballena arponeada,
etcétera.
Pablo explicaba esos grabados a Felícitas, y esa fue toda su educación
literaria.
La de los niños estaba a cargo de
Guyot, un pobre-diablo empleado en la Alcaldía, famoso por su buena letra y que
afilaba el cortaplumas en la bota.
Cuando hacía buen tiempo iban temprano a la granja de Geffosses.
El corral estaba en pendiente, la casa en el centro, y el mar, a lo
lejos, parecía una mancha gris.
Felícitas sacaba de la cesta lonjas
de carne fría que comían en una habitación contigua al establo de las vacas.
Era lo único que quedaba de una casa de recreo ya desaparecida. El papel de la
pared, hecho jirones, se agitaba con las corrientes de aire. La señora de
Aubain inclinaba la cabeza, abrumada por los recuerdos; los niños no se
atrevían a hablar.
- ¡Pero jugad!” -les decía, y los niños se iban.
Pablo subía al hórreo, cazaba
pájaros, hacía rebotar piedras en la charca, o golpeaba con un palo los grandes
toneles, que resonaban como tambores. Virginia daba de comer a los conejos,
corría para recoger azulejos y la rapidez de sus piernas dejaba en descubierto
sus pantaloncitos bordados.
Una tarde de otoño regresaban por los
pastos. La luna, en cuarto creciente, iluminaba una parte del cielo y la niebla
flotaba como una faja sobre las sinuosidades del Toucques. Unos bueyes tendidos
en la hierba contemplaban tranquilamente el paso de aquellas cuatro personas.
En el tercer pasto se levantaron algunos y se colocaron en círculo delante de
ellos.
-No teman -dijo Felícitas.
Y murmurando una especie de lamento
acarició el lomo al que estaba más cerca; el buey volvió grupas y los otros lo
imitaron. Pero cuando ya habían atravesado el pasto oyeron un mugido terrible.
Era un toro oculto por la niebla, que avanzaba hacia las dos mujeres. La señora
de Aubain se disponía a correr.
- ¡No, no, más despacio! -les gritó Felícitas.
Pero ellas aceleraron el paso, oyendo
a su espalda un resoplido sonoro que se acercaba. Las pezuñas del toro
golpeaban como martillos la hierba de la pradera, ¡y en aquel momento galopaba!
Felícitas se volvió, arrancó con las dos manos unos terrones y se los arrojó a
los ojos. El toro bajaba el hocico, sacudía los cuernos, temblaba de furor y
mugía horriblemente. La señora de Aubain, ya en la linde del prado con los
niños, buscaba, fuera de sí, la manera de pasar al otro lado. Felícitas seguía
retrocediendo ante el toro y le lanzaba continuamente terrones que le cegaban,
mientras gritaba:
- ¡Corran! ¡Corran!
La señora de Aubain bajó a la zanja, alzó a
Virginia y luego a Pablo y cayó muchas veces al tratar de trepar por el talud,
pero a fuerza de coraje lo consiguió.
El toro había acosado a Felícitas
contra una tranquera y le lanzaba su baba a la cara; un segundo más e iba a
destriparla. Pero ella tuvo tiempo para deslizarse entre dos estacas, entonces,
el furioso animal, muy sorprendido, se detuvo.
Ese acontecimiento fue durante muchos
años un tema de conversación en Pont-l’Évêque. Felícitas no se envaneció por
ello y ni siquiera sospechó que hubiese hecho algo heroico.
Tenía que atender exclusivamente a
Virginia, quien, a consecuencia del susto, sufrió una afección nerviosa. El
señor Poupart, el médico, aconsejó los baños de mar en Trou- ville.
En esa época no eran frecuentes. La señora de Aubain se informó,
consultó a Bourais e hizo preparativos como para un largo viaje.
Su equipaje salió la víspera en el
carro de Liébard. Éste llevó al día siguiente dos caballos, uno con silla de
mujer y respaldo de terciopelo, y el otro con una manta enrollada como asiento
en la grupa. La señora de Aubain montó en él detrás de Liébard. Felícitas se
encargó de Virginia, y Pablo montó a horcajadas en el asno del señor
Lechaptois, que se lo prestó con la condición de que lo cuidara bien.
El camino era tan malo que sus ocho
kilómetros exigieron dos horas. Los caballos se hundían hasta las ranillas en
el barro, y para salir de él hacían movimientos bruscos con las ancas, o bien
tropezaban en los baches; otras veces, tenían que saltar. La yegua de Liébard
se paraba de pronto en ciertos lugares. Él esperaba pacientemente a que
volviera a ponerse en marcha, y hablaba de las personas cuyas propiedades se
hallaban al borde del camino, agregando a su relato reflexiones morales. Por
ejemplo, al llegar a Toueques, al pasar bajo las ventanas rodeadas de
capuchinas, dijo, con un encogimiento de hombros:
-He ahí una, la señora Lehoussais,
que en vez de elegir un joven…
Felícitas
no oyó el resto: los caballos trotaban, el asno Y galopaba; todos enfilaron un
sendero, giró una barrera, aparecieron dos mozos, y se apearon ante el
estiércol en el umbral mismo de la puerta.
La tía Liébard, al ver a su ama,
prodigó las manifestaciones de alegría. Les sirvió un almuerzo en el que había
un solomillo, mondongo, morcilla, guisado de pollo, sidra espumante, una tarta
de compota y ciruelas en aguardiente, acompañándolo todo con cumplidos a la
señora, que parecía gozar de muy buena salud; a la señorita, que se había
puesto “magnífica”; al señorito Pablo, hecho un buen mozo; sin olvidar a sus
abuelos difuntos que los Liébard habían conocido, pues estaban al servicio de
la familia desde hacía muchas generaciones. La granja tenía, como ellos,
aspecto de antigüedad. Las vigas del techo estaban carcomidas; las paredes,
ennegrecidas por el humo; los vidrios, grises de polvo. Un aparador de roble
sostenía toda clase de utensilios: jarras, platos, escudillas de estaño, cepos
para lobos, esquiladoras para las ovejas, y una jeringa enorme que hizo reír a
los niños. En los tres patios no había un árbol que no tuviera setas al pie, o
una mata de muérdago en las ramas. El viento había derribado muchos, que
volvían a brotar por el medio, y todos se encorvaban bajo el peso de la gran
cantidad de manzanas. Los techos de paja, parecidos a terciopelo oscuro y de
espesor desigual, resistían a las borrascas más fuertes. Sin embargo, la
carretería estaba completamente arruinada. La señora de Aubain dijo que se
ocuparía de ello y ordenó que volvieran a aparejar los caballos.
Tardaron otra media hora en llegar a
Trouville. La pequeña caravana se apeó para pasar los Écores; era un acantilado
desde donde se dominaba las embarcaciones; y tres minutos después, al final del
muelle, entraron en el patio de El Cordero de Oro, propiedad de la vieja David.
Desde los primeros días, Virginia se
sintió menos débil como consecuencia del cambio de aire y de la acción de los baños.
Los tomaba en camisa, a falta de traje de baño, y su niñera la vestía en una
caseta de aduanero que utilizaban los bañistas.
Por las tardes iban con el asno hasta
más allá de Roches Noires, por el lado de Hennequeville. El sendero subía al
principio por terrenos ondulados a modo de valle y cubiertos de césped como un
parque, y luego llegaba a una meseta donde alternaban los pastos con los campos
de labranza. A la orilla del camino, entre la maleza de espinos, se alzaban los
acebos-aquí y allá un gran árbol muerto trazaba un zigzag con sus ramas en el
aire azul.
Casi siempre descansaban en un prado,
con Deauville a la izquierda, El Havre a la derecha y enfrente la alta mar.
Ésta brillaba al sol, lisa como un espejo, tan apacible que apenas se oía su
murmullo; piaban gorriones invisibles y la bóveda inmensa del cielo lo cubría
todo. La señora de Aubain, sentada, trabajaba en su labor de costura; Virginia,
a su lado, trenzaba juncos; Felícitas recogía flores de alhucema; y Pablo, que
se aburría, quería irse.
Otras veces, después de cruzar el
Toucques en bote, buscaban conchillas. La marea baja dejaba en descubierto
erizos, caracolas y medusas, y los niños corrían para apoderarse de los copos
de espuma que se llevaba el viento. Las ondas adormecidas caían sobre la arena
y se extendían a lo largo de la playa, que se prolongaba hasta perderse de
vista, aunque por el lado de la tierra la limitaban las dunas, separándola del
Marais, extensa pradera en forma de hipódromo. Cuando volvían por allí,
Trouville, en el fondo sobre la pendiente del cerro, se agrandaba a cada paso,
y con todas sus casas desiguales parecía dilatarse en un desorden alegre.
Los días en que hacía demasiado calor
no salían de su habitación. La claridad deslumbradora del exterior ponía barras
de luz entre las varillas de las persianas. Ningún ruido en la aldea. Y nadie
abajo, en la acera. Ese silencio expandido aumentaba la tranquilidad de las
cosas. A lo lejos, los martillos de los calafateadores carenaban las
embarcaciones y una brisa pesada traía en un soplo el olor de la brea.
La principal diversión era el regreso
de las barcas. Apenas pasaban las balizas comenzaban a bordear. Sus velas
descendían hasta los dos tercios de los mástiles, y con la mesana inflada como
un globo, avanzaban, deslizándose entre el cabrilleo de las olas hasta el
centro del puerto, donde caía de golpe el ancla. Luego, la embarcación se
colocaba junto al muelle. Los marineros arrojaban por encima de la borda los
peces palpitantes; una fila de carros los esperaba, y mujeres con gorro de
algodón se abalanzaban para tomar las cestas y abrazar a sus hombres.
Un día, una de ellas se acercó a Felícitas,
quien un rato más tarde entró en la habitación radiante de alegría. Había
encontrado a una hermana, y Nastasia Barette, esposa de Leroux, se presentó con
un nene al pecho, otro niño asido a su mano derecha, y a la izquierda un
grumetillo con los puños en las caderas y la boina sobre la oreja.
Al cabo de un cuarto de hora la
señora de Aubain los despidió.
Se los encontraba siempre en las
cercanías de la cocina o en los paseos que daban. El marido no se dejaba ver.
Felícitas se encariñó con ellos. Les
compró una manta, camisas y un hornillo; evidentemente la explotaban. Esa
debilidad irritaba a la señora de Aubain, a quien por otra parte no le gustaban
las familiaridades del sobrino, que tuteaba a su hijo; y como Virginia tosía y
el tiempo no era ya bueno, volvió a Pont-l’Évêque. El señor Bourais le aconsejó
respecto a la elección de colegio. El de Caen pasaba por ser el mejor. Allí enviaron
a Pablo, quien se despidió muy animoso, contento porque iba a vivir en una casa
donde tendría compañeros.
La señora de Aubain se resignó a
separarse de su hijo porque era indispensable. Virginia se acordaba de él cada
vez menos. Felícitas echaba de menos su alboroto. Pero una nueva tarea la
distrajo: desde la Navidad, llevó a la niña diariamente al catecismo.
Después de hacer en la puerta una
genuflexión, avanzaba por la alta nave entre la doble hilera de sillas, abría
el banco de la señora de Aubain, se sentaba y paseaba la mirada a su alrededor.
Los muchachos a la derecha y las
niñas a la izquierda llenaban los sitiales del coro; el cura se mantenía de pie
cerca del facistol; en una vidriera del ábside el Espíritu Santo se cernía
sobre la Virgen; en otro aparecía ésta de rodillas ante el Niño Jesús; y detrás
del tabernáculo una talla en madera representaba a San Miguel derribando al
dragón.
El sacerdote comenzaba haciendo un
resumen de la historia sagrada. Felícitas creía ver el Paraíso, el diluvio, la
torre de Babel, ciudades incendiadas, multitudes que morían, ídolos derribados;
y de ese deslumbramiento conservó el respeto por el Altísimo y el temor de su
ira. Luego lloró escuchando el relato de la Pasión. ¿Por qué le habían
crucificado, a Él, que amaba a los niños, alimentaba a la gente, sanaba a los
ciegos y había querido, por bondad, nacer entre los pobres, sobre el estiércol
de un establo? Las siembras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas
ordinarias de que habla el Evangelio las tenía ella en su vida; el paso de Dios
las había santificado, y en adelante amó más tiernamente a los corderos por
amor al Cordero, y a las palomas a causa del Espíritu Santo.
Se le hacía difícil imaginarse a
este, porque no era solamente un ave, sino también un fuego, y otras veces un
soplo. Era tal vez su luz la que revolotea en las orillas de los pantanos, su
aliento el que empuja a las nubes, su voz la que hace armoniosas las campanas;
y se quedaba en adoración, gozando de la frescura de las paredes y la
tranquilidad del templo.
En cuanto a los dogmas, no los comprendía ni trataba de comprenderlos.
El cura hablaba, los niños recitaban y ella terminaba durmiéndose; y se
despertaba de pronto cuando al salir los otros hacían resonar las losas con los
zapatos.
De esta manera, a fuerza de oírlo,
fue como aprendió el catecismo, pues en su juventud habían descuidado su
educación religiosa; y desde entonces imitó todas las prácticas de Virginia,
ayunaba como ella y se confesaba al mismo tiempo que ella. El día del Corpus
hicieron juntas un altar.
La primera comunión la atormentó por
adelantado. Se preocupó por los zapatos, el rosario, el libro de oraciones y
los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!
Durante toda la misa estuvo angustiada. El señor Bourais le ocultaba un
lado del coro; pero justamente enfrente el conjunto de vírgenes, con sus
coronas blancas y sus velos echados, formaba como un campo nevado y en él
reconoció desde lejos a su niña querida por su cuello más lindo y su actitud
recogida. Sonó la campana. Las cabezas se inclinaron y se produjo un silencio.
A los acordes del órgano los chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei;
luego comenzó el desfile de los muchachos, y a continuación se levantaron las
niñas. Paso a paso, con las manos juntas, se dirigían al altar completamente
iluminado, se arrodillaban en el primer peldaño, recibían la hostia
sucesivamente y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó
el turno a Virginia, Felícitas se inclinó para verla, y con la imaginación que
da el verdadero cariño, le pareció que aquella niña era ella misma, que su
rostro se convertía en el suyo, que su traje la vestía, que su corazón le latía
en el pecho; y en el momento en que Virginia abría la boca y cerraba los ojos
estuvo a punto de desmayarse.
Al día siguiente, muy temprano, se
presentó en la sacristía para que el señor cura le diera la comunión. La
recibió devotamente, pero no experimentó las mismas delicias.
La señora de Aubain quería hacer de su
hija una persona perfecta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la
música, resolvió ponerla como pupila en el colegio de las ursulinas de
Honfleur.
La niña no se opuso. Felícitas
suspiraba y pensaba que la señora era insensible. Luego creyó que la señora tal
vez tuviera razón. Esas cosas no eran de su incumbencia. Por fin, un día, un
viejo carruaje se detuvo ante la puerta, y de él se apeó una monja que venía en
busca de la señorita. Felícitas subió los equipajes a la baca, hizo
recomendaciones al cochero y colocó en la caja del vehículo seis tarros de
dulce y una docena de peras, más un ramo de violetas.
En el último momento, Virginia
estalló en un gran sollozo, abrazó a su madre, que la besaba en la frente y
repetía: “¡Vamos! ¡Ánimo, ánimo!” y levantaron el estribo. El coche partió.
Entonces, la señora de Aubain sintió
un desfallecimiento, y por la tarde todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, la
señora Lechaptois, las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y
Bourais se presentaron para consolarla.
La ausencia de su hija fue para ella
muy dolorosa al principio. Pero tres veces por semana recibía una carta de la
niña, y los otros días le escribía ella, se paseaba por el jardín, leía un poco
y de esa manera llenaba el vacío de sus horas.
Por la mañana, según su costumbre, Felícitas
entraba en la habitación de Virginia y contemplaba las paredes. Le ponía de mal
humor no tener que peinarla, ni atarle los zapatos, ni doblarle la ropa de la
cama, y no ver ya continuamente su cara graciosa, no llevarla de la mano cuando
salían juntas. En sus ratos de ocio trataba de hacer encaje, pero sus dedos
demasiado torpes rompían los hilos; no servía para nada, había perdido el sueño
y, según su expresión, estaba “consumida”.
Con el fin de “disiparse” pidió
permiso para recibir a su sobrino Víctor. Llegó el domingo, después de la misa,
con las mejillas rosadas, el pecho desnudo y oliendo al campo por el que había
pasado. Inmediatamente ella le preparó la mesa. Comieron el uno frente al otro,
ella lo menos posible para ahorrar el gasto, pero al sobrino lo atiborró de tal
modo que se quedó dormido. Al primer toque de Vísperas lo despertó, le cepilló
el pantalón, le anudó la corbata y lo llevó a la iglesia, apoyada en su brazo
con orgullo maternal.
Sus padres le encargaban siempre que
llevara algo; un paquete de azúcar negra, jabón, aguardiente, y a veces incluso
dinero. Él llevaba sus ropas viejas para que ella las remendara, y Felícitas
aceptaba esa tarea, contenta porque era un motivo que obligaba a volver a su
sobrino.
En el mes de agosto su padre lo llevó
al cabotaje. Era la época de las vacaciones. La llegada de los niños le
consoló. Pero Pablo se iba poniendo caprichoso y Virginia no tenía ya edad para
que se le tutease, lo que creaba una incomodidad, una barrera entre ellos.
Víctor fue sucesivamente a Morlaix,
Dunkerque y Brighton; al regreso de cada viaje le hacía un regalo. La primera
vez fue una caja de conchillas; la segunda, una taza de café; la tercera, un
gran muñeco hecho con pan de centeno, miel y especias. Se iba embelleciendo,
estaba bien formado, tenía un poco de bigote, bellos ojos francos y un
sombrerito de cuero echado hacia atrás como un piloto. Divertía a Felícitas
contándole aventuras salpicadas con términos marinos.
Un lunes, el 14 de julio de 1819
-ella nunca olvidó la fecha- Víctor anunció que se había contratado para un
largo viaje, y que dos días después por la noche iría en el paquebote de
Honfleur a embarcarse en su goleta, la que zarparía de El Havre muy pronto.
Probablemente estaría dos años ausente.
La perspectiva de una ausencia tan
larga desconsoló a Felícitas, y para despedirle otra vez, el miércoles por la
tarde, después de servir la comida a la señora, se calzó los zuecos y se tragó
las cuatro leguas que separan a Pontl’Évêque de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de
tomar a la izquierda tomó a la derecha; se perdió en los astilleros, tuvo que
retroceder y las personas a las que interrogó le instaron a que se apresurara.
Dio la vuelta a la dársena llena de barcos, tropezó con las amarras y luego,
como el terreno descendía y las luces se entrecruzaban, creyó que se había
vuelto loca al ver unos caballos en el aire.
Al borde del muelle otros
relinchaban, asustados por el mar. La polea que los alzaba los depositaba en un
barco, donde se atropellaban los viajeros entre barricas de sidra, cestos de
queso y sacos de trigo; se oía cacarear a las gallinas, el capitán juraba y un
grumete se hallaba acodado en la serviola, indiferente a todo. Felícitas, que
no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!” El grumete levantó la cabeza, y
cuando ella corrió hacia él retiraron de pronto la escala.
El paquebote, halado por mujeres que
cantaban, salió del puerto. Sus cuadernas crujían y las fuertes olas le
azotaban la proa. La vela cambió de dirección y ya no se vio a nadie; y en el
mar plateado por la luna el paquebote formó una mancha negra que fue
palideciendo, se hundió y desapareció.
Felícitas, al pasar junto al
Calvario, quiso encomendar a Dios al ser que más amaba, y oró durante largo tiempo,
de pie, con la cara bañada por las lágrimas y los ojos elevados hacia las
nubes. La ciudad dormía, los aduaneros se paseaban, y el agua caía
ininterrumpidamente por las aberturas de la represa, con un ruido de torrente.
Dieron las dos.
El locutorio no se abriría hasta el amanecer. Un retraso seguramente enojaría
a la señora, por lo que, a pesar de su deseo de besar al otro niño, volvió a
casa. Las mozas de la posada acababan de despertarse cuando entró en Pont-l’
Évêque.
¡El pobre muchacho iba, pues, a rodar
por las olas durante muchos meses! Los viajes anteriores no le habían asustado.
De Inglaterra y de Bretaña se volvía, pero América, las colonias y las islas se
perdían en una región vaga, en el otro extremo del mundo.
Desde entonces Felícitas pensó
exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se atormentaban acordándose de la
sed que podía sufrir, y cuando había tormenta temía que le cayera un rayo. Al
oír el viento que rugía en la chimenea y se llevaba las tejas, lo veía azotado
por la misma tempestad en lo alto de un mástil roto, con el cuerpo tendido de
espalda bajo una capa de espuma; o bien -recuerdos de la geografía con láminas-
lo devoraban los salvajes, lo raptaban en un bosque los monos, o moría en una
playa desierta. Pero nunca hablaba de sus inquietudes.
La señora de Aubain tenía otras con
respecto a su hija. Las buenas hermanas decían que era afectuosa, pero
delicada. La menor emoción la turbaba. Tuvo que abandonar el piano.
Su madre exigía del convento una correspondencia regular. Una mañana no
fue el cartero y se impacientó; se paseaba por la sala desde el sillón hasta la
ventana. ¡Era realmente extraordinario! ¡Desde hacía cuatro días no tenía
noticias!
Para que se consolara con su ejemplo,
Felícitas le dijo:
-Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo.
- ¿De quién?
La criada contestó en voz baja:
-De mi sobrino.
- ¡Ah, de su sobrino!
Y, encogiéndose de hombros, la señora de Aubain reanudó su paseo, lo que
quería decir: “Yo no pensaba en eso. Además, me tiene sin cuidado. ¡Un grumete,
un pelagatos, sin la menor importancia! En tanto que mi hija… ¡Imagínese!”.
Aunque Felícitas estaba acostumbrada
a la rudeza, se indignó contra la señora, pero luego olvidó.
Le parecía muy natural que su ama
perdiera la cabeza cuando se trataba de su hija.
Los dos niños tenían para ella la misma importancia; el afecto de su
corazón los unía y su destino debía ser el mismo.
El farmacéutico le dijo que el barco
donde iba Víctor había llegado a La Habana. Había leído la información en un periódico.
A causa de los cigarros, se imaginaba que La Habana era un lugar donde no se
hacía más que fumar y Víctor andaba entre los negros envuelto en una nube de
tabaco. En “caso necesario”, ¿se podía volver de allí por tierra? ¿A qué
distancia quedaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo interrogó al señor Bourais.
Él tomó el atlas y comenzó a darle
explicaciones sobre las longitudes, y sonreía pedantescamente ante el estupor
de Felícitas. Por fin, con su lapicera, señaló en una mancha ovalada un punto
negro y dijo: “Aquí está”. Ella se inclinó sobre el mapa, pero aquella red de
líneas de colores le cansaba la vista y no le enteraba de nada. Bourais le
preguntó qué dificultad encontraba y ella le pidió que le mostrara la casa
donde vivía Víctor. Bourais levantó los brazos, estornudó y soltó una
carcajada; semejante candor excitaba su júbilo, sin que Felícitas comprendiera
el motivo, pues lo que ella esperaba tal vez era ver inclusive el retrato de su
sobrino, ¡tan limitada era su inteligencia!”
Quince días después Liébard, a la
hora del mercado como de costumbre, entró en la cocina y le entregó una carta
que le enviaba su cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felícitas
recurrió a su ama. La señora de Aubain, que contaba las mallas de un tejido, lo
dejó a un lado, abrió la carta, se estremeció y en voz baja y con una mirada
profunda, dijo:
-Le anuncian… una desgracia. Su sobrino…
Había muerto. Nada más decía la carta.
|Felícitas cayó en una silla, con la
cabeza apoyada en el tabique, y cerró los párpados, que se le enrojecieron de
pronto. Luego, con la cabeza baja, las manos colgantes y los ojos fijos,
comenzó a repetir a intervalos:
- ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!
Liébard la contemplaba y suspiraba. La señora de Aubain temblaba un
poco.
Propuso a Felícitas que fuera a ver a su hermana en Trouville.
Felícitas respondió con un gesto que no necesitaba hacer eso.
Hubo un silencio, y el bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.
Entonces ella dijo:
-A ellos no les importa eso.
Volvió a bajar la cabeza; y de vez en cuando levantaba maquinalmente las
largas agujas del costurero.
Unas mujeres pasaron por el patio con
unas angarillas de las que goteaba ropa blanca.
Al verlas desde la ventana, Felícitas recordó su lejía; la víspera había
hecho la colada y tenía que aclararla. Salió de la habitación.
Su tabla y su cuba estaban a la
orilla del Toucques. Colocó en el ribazo un montón de camisas, se remangó y tomó
la pala, y los fuertes golpes que daba se oían en los huertos de los
alrededores. En los prados no había nadie, el viento agitaba el río, en el
fondo se inclinaban sobre él grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres que
flotasen en el agua. Felícitas reprimía su dolor y hasta la noche se mostró muy
valiente, pero cuando estuvo en su habitación se entregó a su angustia, tendida
boca abajo en el colchón, con la cara apoyada en la almohada y los dos puños
contra las sienes.
Mucho tiempo después se enteró, por
medio del capitán del barco en que iba Víctor, de las circunstancias de su
muerte. Le habían sangrado demasiado en el hospital a causa de la fiebre
amarilla. Cuatro médicos lo atendieron al mismo tiempo. Murió inmediatamente y
el médico jefe dijo:
- ¡Bueno! ¡Uno más!
Sus padres lo habían tratado siempre con dureza. Felícitas prefería no
volver a verlos, y ellos nada hicieron para ello, por olvido o porque eran unos
miserables sin corazón.
Virginia se debilitaba. Opresiones,
toses, una fiebre constante y jaspeaduras en las mejillas revelaban alguna
enfermedad seria. El señor Poupart aconsejó una estada en Provenza. La señora
de Aubain, tomó una decisión e inmediatamente llevó a su hija de vuelta a su
casa, a pesar del clima de Pontl’Évêque.
Hizo un arreglo con un alquilador de
coches que la llevaba al convento todos los martes. En el jardín había una
terraza desde la que se veía el Sena. Virginia se paseaba allí del brazo de su
madre, sobre las hojas de pámpano caídas. A veces el sol que atravesaba las nubes
le obligaba a guiñar los ojos cuando miraba a lo lejos las velas y todo el
horizonte, desde el castillo de Tancarville hasta los faros de El Havre. Luego
descansaban en la glorieta. Su madre se había procurado un barrilito de
excelente vino de Málaga, y, riendo ante la idea de emborracharse, la niña
bebía dos deditos solamente.
Recuperó las fuerzas. El otoño
transcurrió apaciblemente. Felícitas tranquilizaba a la señora de Aubain. Pero
una tarde en que había ido a hacer un encargo en las cercanías, al volver
encontró delante de la puerta el cabriolé del señor Poupart, y a él en el
vestíbulo. La señora de Aubain se ponía el sombrero.
- ¡Déme la estufilla, mi bolso y los guantes! ¡Apresúrese!
Virginia tenía pulmonía. Tal vez su estado era desesperado.
-Todavía no -dijo el médico.
Y los dos subieron al coche, bajo los
copos de nieve arremolinados. Se acercaba la noche y hacía mucho frío.
Felícitas corrió a la iglesia para
encender un cirio. Luego volvió a correr tras el cabriolé, al que alcanzó una
hora después, saltó ágilmente a la trasera y aguantó el traqueteo, hasta que de
pronto pensó: “¡El patio no estaba cerrado! ¿Y si entraran ladrones?” Y se
apeó.
Al día siguiente, al amanecer, se presentó en casa del médico. Había
vuelto y salido otra vez para el campo. Luego se quedó en la posada, creyendo
que algunos desconocidos le llevarían una carta. Por fin, a primera hora, tomó
la diligencia de Lisies.
El convento se hallaba en el fondo de
una callejuela empinada. Hacia la mitad del camino oyó unos sonidos extraños,
como si las campanas tocaran a muerto. “Será por otro”, pensó, y golpeó
violentamente con la aldaba.
Al cabo de muchos minutos se
arrastraron unas chancletas, se entreabrió la puerta y apareció una monja.
La buena hermana le dijo en tono compungido que “la niña acababa de
morir”. Al mismo tiempo, redoblaba la campana de Saint-Leonard.
Felícitas subió al segundo piso.
Desde la puerta de la habitación vio
a Virginia tendida de espaldas, con las manos juntas, la boca abierta y la
cabeza echada hacia atrás bajo una cruz negra que se inclinaba sobre ella entre
las cortinas inmóviles, menos pálidas que su rostro. La señora de Aubain, al
pie de la cama que abrazaba, hipaba de angustia. La superiora se hallaba de pie
a la derecha. Tres candeleros colocados en la cómoda formaban manchas rojas y a
niebla blanqueaba las ventanas. Unas religiosas se llevaron a la señora de
Aubain.
Durante dos noches Felícitas no se
separó de la difunta. Repetía las mismas plegarias, rociaba con agua bendita
las sábanas, volvía a sentarse y la contemplaba. Cuando terminó la primera
velación observó que la cara se le ponía amarilla, se le azulaban los labios,
se le afilaba la nariz y se le hundían los ojos. Los besó muchas veces, y no se
habría sorprendido mucho si Virginia los hubiera abierto de nuevo, pues para
almas como la suya lo sobrenatural es muy sencillo. La vistió, la amortajó, la
depositó en el ataúd, le puso una corona y le extendió la cabellera. Era rubia
y muy larga para su edad. Felícitas cortó un mechón y guardó la mitad en su
pecho, resuelta a no desprenderse de él.
El cadáver fue conducido a
Pont-l’Évêque, como deseaba la señora de Aubain, que siguió a la carroza
fúnebre en un coche cerrado.
Después de la misa tardaron otros
tres cuartos de hora en llegar al cementerio. Pablo iba delante y sollozaba. Le
seguían el señor Bourais y luego los vecinos principales, las mujeres cubiertas
con mantos negros, y Felícitas. Pensaba en su sobrino, y como no había podido
rendirle esos horrores, su tristeza aumentaba, como si enterrasen al mismo
tiempo a los dos.
La desesperación de la señora de
Aubain no tuvo límites.
Al principio se rebeló contra Dios, pues consideraba injusto que le
hubiera quitado su hija. ¡que nunca había hecho daño a nadie y cuya conciencia
era tan pura! Pero no, debía haberla llevado al Mediodía, o quizá otros médicos
la habrían salvado. Se acusaba a sí misma, quería ir a unirse con ella, gritaba
angustiada en sus pesadillas. Una, sobre todo, le causaba obsesión. Su marido,
vestido de marinero, regresaba de un largo viaje y le decía llorando que había
recibido la orden de llevarse a Virginia. Entonces se ponían de acuerdo para
encontrar un escondite en alguna parte.
Una vez volvió del jardín
sobresaltada. Un momento antes -y señalaba el lugar- padre e hija se le habían
aparecido juntos y no hacían más que mirarla.
Durante muchos meses permaneció en su
habitación sin moverse. Felícitas le sermoneaba afectuosamente: debía cuidarse
por su hijo, y por la otra, en recuerdo “de ella”.
- ¿Ella? -repetía la señora de Aubain, como si despertara-. ¡Ah, sí, sí!
¡No la olvide usted!
Aludía al cementerio, al que le habían prohibido ir rigurosamente.
Felícitas iba todos los días.
A las cuatro en punto, subía a lo
largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de
Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y alrededor
cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los arriates. Ella
regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar mejor la
tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una especie
de consuelo.
Luego transcurrieron los años, todos
parecidos y sin más episodios que la vuelta de las grandes fiestas: Pascuas, la
Asunción, el día de Todos los Santos. Los acontecimientos domésticos señalaban
una fecha, a la que se referían más tarde. Así, en 1825, dos obreros pintaron
el vestíbulo; en 1827 una parte del techo cayó al patio y casi mató a un
hombre; en el verano de 1828 correspondió a la señora ofrecer el pan bendito;
en esa época Bourais se ausentó misteriosamente, y los viejos conocidos fueron
desapareciendo poco a poco: Guyot, Liébard, la señora Lechaptois, Robelin y el
tío Gremanvílle, paralítico desde hacía mucho tiempo.
Una noche, el conductor del coche de
las postas anunció en Pont-l’Évêque la revolución de julio. Poco después
nombraron un nuevo subprefecto: el barón de Larsonnière, ex cónsul en América y
con el que vivían, además de su esposa, su cuñada y tres señoritas ya bastante
crecidas. Se las veía en su jardín, vestidas con blusas ondulantes; tenían un
negro y un loro. Visitaron a la señora de Aubain, quien no dejó de devolver la
visita. Cuando aparecían, aunque fuera a lo lejos, Felícitas corría a avisarle.
Pero solo una cosa era capaz de conmoverla: las cartas de su hijo.
Éste no podía seguir carrera alguna,
porque pasaba el tiempo en los cafetines. Su madre le pagaba las deudas y él
contraía otras; y los suspiros que lanzaba la señora de Aubain mientras tejía
junto a la ventana llegaban hasta Felícitas, que hilaba en la cocina.
Se paseaban juntas a lo largo de la
espaldera y conversaban siempre acerca de Virginia, preguntándose si tal cosa
le habría gustado, lo que en tal ocasión habría dicho, probablemente.
Todas sus pequeñas pertenencias ocupaban
un armario en la habitación de dos camas, y la señora de Aubain las
inspeccionaba con la menor frecuencia posible. Un día de verano se decidió a
hacerlo, y al abrir el armario volaron unas mariposas.
Los vestidos estaban alineados bajo
una tabla en la que había tres muñecas, aros, un ajuar y la palangana que
utilizaba. Sacaron del armario esas cosas y también las enaguas, las medias y
los pañuelos, y los tendieron sobre las dos camas antes de doblarlos. El sol
iluminaba esas tristes prendas y destacaba las manchas y los pliegues formados
por los movimientos del cuerpo. La atmósfera era calurosa y azul, gorjeaba un
mirlo y todo parecía vivir en una apacibilidad profunda. Encontraron un
sombrerito de felpa de largos pelos y de color castaño, pero estaba todo comido
por los insectos. Felícitas lo reclamó para ella. Se miraron una a otra y los
ojos se les llenaron de lágrimas. Por fin el ama abrió los brazos y la criada
se arrojó en ellos; y se abrazaron, desahogando su dolor en un beso que las
igualaba.
Era la primera vez en su vida, pues la señora de Aubain no era de índole
expansiva. Felícitas se lo agradeció como si le, hubiera hecho un favor, y en
adelante la quiso con una abnegación bestial y una veneración religiosa.
La bondad de su corazón aumentó.
Cuando oía en la calle los tambores
de un regimiento en marcha se colocaba delante de la puerta con un jarro de
sidra y daba de beber a los soldados. Cuidaba a los enfermos de cólera,
protegía a los polacos y hubo uno que quiso casarse con ella, pero riñeron,
porque una mañana, al volver del Ángelus, lo encontró en la cocina, donde se
había introducido para prepararse una vinagreta que comía tranquilamente.
Después de los polacos fue el tío
Colmiche, un viejo del que se decía que había participado en los horrores del
93. Vivía a la orilla del río, en los escombros de una pocilga. Los chiquillos
lo miraban por las rendijas de la pared y le tiraban piedras que caían en su
camastro, donde yacía sacudido continuamente por un catarro, con el cabello muy
largo, los ojos inflamados y en el brazo un tumor más grueso que su cabeza.
Felícitas le procuró ropa, trató de limpiar su cuchitril y pensó en instalarlo
en la tahona sin que molestase a la señora. Cuando reventó el tumor lo curaba
todos los días, a veces le llevaba galleta, lo ponía al sol en un haz de paja;
y el pobre viejo, babeando y temblando, se lo agradecía con su voz apagada y,
temiendo perderla, alargaba los brazos en cuanto la veía alejarse. Murió y
Felícitas hizo decir una misa por el descanso de su alma.
Ese día tuvo una gran alegría: a la
hora de la comida se presentó el negro de la señora de Larsonnière llevando el
loro en su jaula, con el palo, la cadena y el candado. Una esquela de la
baronesa anunciaba a la señora de Aubain que, habiendo ascendido su marido al
cargo de prefecto, se iban por la tarde, y le rogaba que aceptase aquella ave
como un recuerdo y un testimonio de su consideración.
Desde hacía mucho tiempo ese loro
ocupaba la imaginación de Felícitas, pues venía de América, y esta palabra le
recordaba a Víctor, tanto que se informaba acerca de él por medio del negro. En
una ocasión le había dicho:
-Es la señora la que se alegraría mucho de tenerlo.
El negro había repetido esas palabras
a su ama, la que, como no podía llevárselo, se libraba de él de esa manera. Se
llamaba Lulú. Su cuerpo era verde; las puntas de las alas, rosadas; la cabeza,
azul, y el pecho, dorado.
Pero tenía la molesta manía de morder
el palo, arrancarse las plumas, desparramar sus inmundicias y derramar el agua
de su bañera. Como molestaba a la señora de Aubain, se lo cedió para siempre a
Felícitas. Ella se dedicó a instruirle, y no tardó en repetir: “Muchacho
encantador”, “Servidor de usted”, “Dios te salve, María”. Lo puso junto a la
puerta, y muchos se asombraban de que no respondiese al nombre de Perico, pues
a todos los loros se les llama Perico. Lo comparaban con una pava o un leño, y
eran como otras tantas puñaladas asestadas a Felícitas. Era extraña la
obstinación de Lulú, que no hablaba cuando lo miraban.
Sin embargo, buscaba la compañía,
pues los domingos, mientras las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville
y los nuevos contertulios: el boticario Onfroy, el señor Varin y el capitán
Mathieu, jugaban su partida de naipes, el loro golpeaba los cristales con las
alas y se agitaba tan furiosamente que era imposible entenderse.
Sin duda la cara de Bourais le
parecía muy graciosa, pues en cuanto la veía comenzaba a reír y a reír con
todas sus fuerzas. Los estallidos de su risa saltaban hasta el patio, los
repetía el eco y los vecinos se asomaban a las ventanas y reían también. Para
que no lo viera el loro, el señor Bourais se deslizaba a lo largo de la pared,
ocultando su perfil con el sombrero, llegaba al río y entraba por la puerta del
jardín, y las miradas que lanzaba al pajarraco no eran muy afectuosas.
A Lulú le había dado un papirotazo el
dependiente de la carnicería porque se permitió meter la cabeza en su cesta y,
desde entonces, trataba de picarle a través de la camisa. Fabu lo amenazaba con
retorcerle el cuello, aunque no era cruel, a pesar del tatuaje de los brazos y
de sus gruesas patillas. Al contrario, sentía afecto por el loro, hasta el
punto de querer enseñarle juramentos para divertirse. Felícitas, asustada pop
esa manera de comportarse, llevó al loro a la cocina. Pero luego le quitó la
cadenita y andaba por toda la casa.
Cuando bajaba por la escalera,
apoyaba en los peldaños la curva del pico, levantaba la pata derecha y luego la
izquierda, y Felícitas temía que esa gimnasia le causara vértigos. Se enfermó y
ya no podía hablar ni comer. Bajo la lengua se le formó un bulto, como sucede a
veces a las gallinas. Felícitas lo curó, arrancándole esa película con las
uñas. Un día Pablo cometió la imprudencia de soplarle en las ventanas de la
nariz el humo de un cigarro. En otra ocasión, la señora de Lormeau le provocó
con la punta de la sombrilla y él tragó el regatón y se quedó sin aliento.
Felícitas lo puso en el césped para
reanimarlo; se ausentó un momento y, cuando volvió, ¡ya no estaba el loro!
Primeramente, lo buscó en los matorrales, a la orilla del río y en los tejados,
sin hacer caso de su ama, que le gritaba: “¡Cuidado! ¡Está usted loca!”. Luego,
revisó todos los huertos de Pont-l’Évêque; detenía a los transeúntes y les
preguntaba: “¿Por casualidad no ha visto usted alguna vez a mi loro?”. A los
que no lo conocían se lo describía. De pronto, creyó advertir, detrás de los
molinos, al pie del cerro, algo verde que revoloteaba. Pero cuando llegó a la
cima del cerro no vio nada. Un buhonero le aseguró que acababa de verlo en
Saint-Melaine, en la tienda de la tía Simón. Corrió allá. Nadie sabía de qué
hablaba. Por fin volvió, exhausta, con las chancletas rotas y el corazón
angustiado. Sentada en un banco junto a la señora, le relataba todas sus
pesquisas, cuando le cayó en el hombro un peso liviano: ¡Lulú! ¿Qué diablos
había hecho? ¡Tal vez se había paseado por los alrededores!
Ella tardó mucho tiempo en reponerse, o más bien nunca se repuso.
A consecuencia de un enfriamiento,
padeció de anginas, y poco tiempo después de mal de oídos. Tres años más tarde
estaba sorda y hablaba en voz muy alta, inclusive en la iglesia. Aunque sus
pecados habrían podido divulgarse por todos los rincones de la diócesis, sin
deshonor para ella ni inconveniente alguno para el mundo, el señor cura juzgó
discreto no oír su confesión sino en la sacristía.
Zumbidos ilusorios contribuían a aturdirla. Su ama le decía con
frecuencia:
- ¡Dios mío, ¡qué tonta es usted!
Y ella replicaba:
—Sí, señora.
Y buscaba algo a su alrededor.
El pequeño campo de sus ideas se
reducía cada vez más, y ya no existían para ella el repique de las campanas ni
el mugido de los bueyes. Todos los seres funcionaban con el silencio de los
fantasmas. Solo un ruido llegaba a sus oídos: el parloteo del loro.
Como para entretenerla, reproducía el
tic-tac del asador, el pregón agudo del vendedor de pescado, la sierra del
carpintero de enfrente; y, cuando sonaba la campanilla, remedaba a la señora de
Aubain: “¡Felícitas! ¡La puerta, la puerta!”.
Mantenían diálogos, el loro, repitiendo hasta el hartazgo las tres
frases de su repertorio, y ella respondiéndole con palabras inconexas, pero en
las que ponía todo su afecto. En su aislamiento, Lulú era para ella casi un
hijo, un enamorado. Trepaba por sus dedos, le mordisqueaba los labios, se agarraba
de su pañoleta, y como ella bajaba la cabeza y la movía como las nodrizas, las
grandes alas de su toca y las del pájaro se estremecían juntas.
Cuando se amontonaban las nubes y
retumbaba el trueno, el loro gritaba, recordando quizá las tormentas de los
bosques natales. El chorreo del agua le ponía frenético, revoloteaba
desatinado, subía al techo, lo derribaba todo y salía por la ventana para
chapotear en el jardín; pero volvía en seguida a posarse en uno de los morillos
de la chimenea y, brincando para secarse las plumas, mostraba ora la cola, ora
el pico.
Una mañana del terrible invierno de
1837 en la que Felícitas lo había puesto delante de la chimenea a causa del
frío, lo encontró muerto en la jaula, cabeza abajo y con las uñas en los
alambres. ¿Le había matado una congestión? Ella creyó en un envenenamiento por
medio del perejil y, a pesar de la carencia absoluta de pruebas, sus sospechas
recayeron sobre Fabu.
Lloró tanto que su ama le dijo:
-Pues bien, hágalo embalsamar.
Felícitas consultó con el farmacéutico, que siempre había sido bueno con
el loro.
Escribió a El Havre. Un tal Fellacher se encargó de la tarea. Pero como
la diligencia extraviaba a veces los paquetes, decidió llevarlo ella misma
hasta Honfleur.
Los manzanos sin hojas se sucedían a
la orilla del camino. El hielo cubría las cunetas. Los perros ladraban
alrededor de las granjas, y ella, con las manos bajo la manteleta, los
chanclitos negros y la espuerta, caminaba rápidamente por el centro de la
carretera.
Cruzó el bosque, pasó el Haut-Chêne y llegó a SaintGatien.
Detrás de ella, entre una nube de
polvo e impulsado por la pendiente, un coche-correo descendía al galope como
una tromba. Al ver a aquella mujer que no se apartaba, el conductor se irguió
sobrepasando la capota, el postillón gritó también, mientras los cuatro
caballos, que no podía contener, aceleraban la carrera; los dos primeros la
rozaron y, con una sacudida de las riendas, logró desviarlos hacia la cuneta,
pero, furioso, levantó el brazo y a pleno voleo, con su gran látigo, le fustigó
desde el vientre hasta el rodete con tal fuerza que Felícitas cayó de espaldas.
Lo primero que hizo cuando recobró el
conocimiento fue abrir la cesta. Lulú estaba bien, por suerte. Ella sentía una
quemadura en la mejilla derecha; llevó a ella las manos y vio que estaban
rojas. Corría la sangre.
Se sentó en un montón de piedras, se
secó la cara con el pañuelo, comió una corteza de pan que había puesto en la
cesta por precaución y se consoló de su herida contemplando al pájaro.
Cuando llegó a la altura de
Ecquemauville vio las luces de Honfleur que centelleaban en la oscuridad como
estrellas; más allá se extendía el mar, confusamente. Entonces sintió un
desfallecimiento que la detuvo, y la miseria de su infancia, el desengaño de su
primer amor, la partida de su sobrino, la muerte de Virginia, como las olas de
una marea volvieron al mismo tiempo y, subiéndosele a la garganta, la ahogaban.
Luego, quiso hablar con el capitán
del barco y, sin decirle lo que enviaba, le hizo recomendaciones. Fellacher
retuvo durante mucho tiempo al loro. Siempre le prometía enviárselo a la semana
siguiente. Al cabo de seis meses le anunció la salida de una caja, pero no supo
más del asunto. Era para creer que Lulú nunca volvería. “Me lo habrán robado”,
pensaba ella.
Por fin llegó, y espléndido, posado
en la rama de un árbol, apuntalada en un pedestal de caoba; con una pata en el
aire y la cabeza inclinada, mordía una nuez que el disecador, por amor a lo
grandioso, había dorado.
Felícitas lo encerró en su
habitación.
Aquel lugar, donde admitía a poca gente, parecía al mismo tiempo una
capilla y un bazar, tan lleno estaba de objetos religiosos y de cosas
heteróclitas.
Un gran armario estorbaba para abrir
la puerta. Frente a la ventana que daba al jardín había un tragaluz que daba al
patio; una mesa, colocada junto al catre, sostenía una jarra de agua, dos
peines y una pastilla de jabón azul en un plato desportillado. En las paredes
se veían rosarios, medallas, muchas Vírgenes milagrosas y una pila de agua
bendita hecha con corteza de coco; en la cómoda, cubierta con un paño como un
altar, estaba la caja de conchillas que le había regalado Víctor y, además, una
regadera y una damajuana, cuadernos de escritura, la geografía con láminas y un
par de zapatos; y en el clavo del espejo, colgado de las cintas, el sombrerito
de felpa. Felícitas llevaba tan lejos esa especie de respeto que conservaba una
de las levitas del señor. Todas las antiguallas que desechaba la señora de Aubain,
ella las llevaba a su habitación. Por eso había flores artificiales en el borde
de la cómoda, y el retrato del conde de Artois en el hueco del tragaluz.
Lulú quedó instalado, por medio de
una tablilla, en una saliente de la chimenea que se adentraba en la habitación.
Todas las mañanas, al despertarse, lo veía a la claridad del alba, y eso le
hacía recordar el pasado y actos insignificantes hasta en sus menores detalles,
sin dolor y serenamente.
Como no se comunicaba con nadie,
vivía en un adormecimiento de sonámbula. Las procesiones del Corpus la
reanimaban. Iba a ver a las vecinas para pedirles velas y esteras, con las que
adornaba el altar que erigían en la calle.
En la iglesia, contemplaba siempre el
Espíritu Santo, pues le parecía que tenía algo del loro. Esa semejanza se le
hizo todavía más patente en una imagen de Épinal que representaba el bautismo
de Nuestro Señor. Con sus alas de púrpura y su cuerpo de esmeralda era,
verdaderamente, el retrato de Lulú.
Compró esa imagen y la colocó en lugar
del conde de Artois, de modo que de una sola mirada veía a las dos aves. Se
asociaban en su pensamiento, y el loro se santificaba con esa relación con el
Espíritu Santo, que se hacía para ella más vivo e inteligible. El Padre, para
enunciarse, no había podido elegir una paloma, pues esos animalitos carecen de
voz, sino más bien uno de los antepasados de Lulú. Y Felícitas rezaba mirando
la imagen, pero de vez en cuando se volvía un poco hacia el pájaro. En algún
momento, ella tuvo idea de ingresar en la congregación de las Hijas de María,
pero la señora de Aubain la disuadió.
Se produjo un acontecimiento
importante: el casamiento de Pablo.
Después de haber sido pasante de
escribano, de haber actuado luego en el comercio, la aduana y las
contribuciones y de haber hecho gestiones para ingresar en la administración de
aguas y bosques, de pronto, a los treinta y seis años, en virtud de una
inspiración del cielo, descubrió su camino: el registro civil. Y mostró en él
tan grandes facultades que un perito le ofreció su hija y le prometió su
protección.
Pablo, que se había hecho serio, la
llevó a casa de su madre.
Ella denigró las costumbres de Pont-l’Évêque, se dio aires de princesa y
ofendió a Felícitas. Cuando se fue, la señora de Aubain sintió un gran alivio.
En la semana siguiente se supo la
muerte del señor Bourais en una posada de la baja Bretaña. El rumor de un
suicidio se confirmó, y surgieron dudas sobre su probidad. La señora de Aubain
examinó sus cuentas y no tardó en descubrir la serie de sus fechorías:
malversación de atrasos, ventas de madera ocultas, recibos falsos, etcétera. Además,
tenía un hijo natural y “relaciones con una persona de Dozulé”.
Estas ignominias le afligieron mucho.
En el mes de marzo de 1853 comenzó a sentir un dolor en el pecho; parecía torcer
la lengua cubierta de humo; las sanguijuelas no le calmaron la opresión, y
nueve noches después murió, a los setenta y dos años, exactamente.
La creían menos vieja, a causa de su
cabello moreno, cuyos mechones rodeaban su rostro pálido picado por la viruela.
Pocos amigos lamentaron su muerte, pues sus modales tenían una altivez que
alejaba.
Felícitas la lloró como no se llora a
los amos. Que la señora muriera antes que ella perturbaba sus ideas, le parecía
contrario al orden natural de las cosas, inadmisible y monstruoso.
Diez días después -el tiempo
necesario para acudir desde Besanzón- se presentaron los herederos. La nuera
registró los cajones, eligió unos muebles y vendió otros, y luego volvieron a
su casa.
El sillón de la señora, su velador,
su braserillo, las ocho sillas, habían desaparecido. Donde estaban
anteriormente los grabados sólo quedaban unos rectángulos amarillos en las
paredes. Se llevaron las dos camitas con los colchones, ¡y en el armario ya no
se veía ninguna de las cosas de Virginia! Felícitas iba de piso en piso
angustiada.
Al día siguiente, pusieron en la
puerta un cartel, y el boticario le gritó al oído que la casa se hallaba en
venta. Felícitas tambaleó y tuvo que sentarse.
Lo que le acongojaba, principalmente,
era tener que dejar su habitación, tan cómoda para el pobre Lulú. Envolviéndolo
con una mirada de angustia, imploró al Espíritu Santo, y contrajo la costumbre
idólatra de rezar sus oraciones arrodillada delante del loro. A veces, el sol
que entraba por el tragaluz daba en sus ojos de vidrio y hacía que surgiese de
ellos un gran rayo luminoso que le extasiaba.
Su ama le había legado una renta de
trescientos ochenta francos. El huerto le proveía de legumbres. En cuanto a la
ropa, tenía la necesaria para vestirse hasta el fin de su vida, y ahorraba luz
acostándose al anochecer.
Apenas salía, para no ver la tienda
del chamarilero, donde se exhibían algunos muebles que habían pertenecido a la
casa. Desde su accidente arrastraba una pierna, y como sus fuerzas disminuían,
la tía Simón, arruinada en su comercio, iba todas las mañanas a partirle la
leña y bombearle el agua.
Se le debilitó la vista y ya no abría
las persianas. Pasaron muchos años y la casa no se alquilaba ni se vendía.
Por temor a que la despidieran, Felícitas
no solicitaba reparación alguna. Las vigas del techo se pudrían, y durante todo
el invierno se mojó su almohada. Después de Pascuas escupió sangre.
Entonces, la tía Simón recurrió a un
médico. Felícitas quiso saber qué tenía. Pero como era demasiado sorda, solo
oyó una palabra: “Pulmonía”. Sabía qué era eso y dijo en voz baja:
- ¡Ah, como la señora!
Le parecía natural seguir a su ama.
El día del Corpus y los altares se acercaba.
El primero lo ponían siempre al pie
de la cuesta, el segundo delante del correo, y el tercero a mitad de la calle.
A propósito de éste hubo rivalidades, y las vecinas de la parroquia eligieron
por fin el patio de la señora de Aubain.
Las opresiones y la fiebre
aumentaban. Felícitas se afligía porque no hacía nada por el altar. ¡Si al
menos hubiese podido poner algo en él! Pensó en el loro. Los vecinos objetaron
que no era apropiado. Pero el cura le concedió el permiso, y ella se sintió tan
dichosa que le rogó que aceptara a Lulú, su única fortuna, cuando muriera.
Desde el martes hasta el día del
Corpus, tosió con más frecuencia. Por la noche tenía la cara agarrotada, los
labios se le pegaban a las encías y comenzaron los vómitos; y ese día, al
amanecer, como se sentía muy mal, hizo llamar a un sacerdote.
Tres buenas mujeres la rodearon
durante la extremaunción. Luego declaró que necesitaba hablar con Fabu.
Se presentó con su traje dominguero, y se sentía incómodo en aquella
atmósfera lúgubre.
-Perdóneme -le dijo ella, esforzándose por tenderle la mano-, yo creía
que era usted quien lo había matado.
¿Qué significaban esos chismorreos? ¡Sospechar que había podido cometer
un crimen un hombre como él! Se indignó y estaba a punto de armar un alboroto.
-Pero ya ven ustedes que no sabe lo que dice.
De vez en cuando Felícitas hablaba
con las sombras. Las buenas mujeres se fueron, y la Simón se quedó a almorzar.
Un poco después tomó a Lulú y lo acercó a Felícitas.
- ¡Vamos, despídete de él! -le dijo.
Aunque no era un cadáver, los gusanos
lo devoraban; tenía rota una de las alas y por el vientre le salía la estopa.
Pero, como estaba ciega, Felícitas lo besó en el pico y lo mantuvo unos
instantes contra la mejilla. La Simón se lo llevó para ponerlo en el altar.
Desde los prados llegaba el olor del
verano, las moscas zumbaban, el sol hacía brillar el río y caldeaba las
pizarras. La tía Simón volvió a la habitación y se durmió plácidamente.
Unos repiques de campana la despertaron. La gente salía de las Vísperas.
Cesó el delirio de Felícitas y, pensando en la procesión, la veía como si fuera
en ella.
Todos los niños de las escuelas, los
cantores y los bomberos iban por las aceras, en tanto que por el centro de la
calle avanzaban: en primer lugar el pertiguero con la alabarda, el bedel con
una gran cruz, el maestro vigilando a los niños, la monja preocupada por las
niñas; tres de las más lindas, rizadas como ángeles, arrojaban al aire pétalos de
rosa; seguían el diácono, que con los brazos separados moderaba la música; y
dos turiferarios que se volvían a cada paso hacia el Santísimo Sacramento, bajo
un palio de terciopelo carmesí, sostenido por cuatro miembros de la
administración de la parroquia, que llevaba el señor cura, revestido con su
hermosa casulla. Una multitud se agolpaba detrás, entre las colgaduras blancas
que cubrían las paredes de las casas; y así llegaron al pie de la cuesta.
Un sudor frío humedecía las sienes de
Felícitas. La tía Simón se las enjugaba con un paño, diciéndose que algún día
tendría que pasar por ese trance.
El murmullo de la multitud aumentó,
durante un momento fue muy fuerte y luego se alejó. Una descarga hizo vibrar
los cristales. Eran los postillones que saludaban al altar. Felícitas giró los
ojos y preguntó, con la voz menos baja que pudo:
- ¿Está bien él?
Le preocupaba el loro.
Comenzó la agonía. Un estertor cada vez más precipitado le levantaba las
costillas. En las comisuras de la boca se le formaban burbujas de espuma y le
temblaba todo el cuerpo.
Pronto se oyó el ronquido de los figles, las voces claras de los niños,
la voz profunda de los hombres. Todo callaba a intervalos, y el golpeteo de los
pasos, que amortiguaban las flores, parecía el ruido que hace un rebaño en el
césped. El clero entró en el patio. La tía Simón subió a una silla para llegar
al tragaluz, desde donde podía ver el altar.
Colgaban sobre él guirnaldas verdes y
lo adornaba un faralá de punto de Inglaterra. Había en el centro un marquito
que encerraba reliquias, dos naranjos en las esquinas y, a todo lo largo,
candelabros de plata y macetas de porcelana con girasoles, lirios, peonías,
dedaleras y manojos de hortensias. Ese montón de colores brillantes descendía
oblicuamente desde el primer piso hasta la alfombra y se prolongaba por los
adoquines; y cosas raras atraían las miradas. Un azucarero de plata sobredorada
tenía una corona de violetas, arracadas de piedras de Alenzón brillaban en el
musgo, dos biombos chinos exhibían sus paisajes y Lulú, oculto bajo un montón
de rosas, solo dejaba ver su cabeza azul, parecida a una placa de lapislázuli.
Los portadores del palio, los cantores y los niños se alinearon en los
tres lados del patio. El sacerdote subió lentamente los escalones y colocó en
el altar su gran sol de oro que resplandecía. Todos se arrodillaron. Se hizo un
gran silencio, los incensarios, lanzados a todo vuelo, oscilaban colgados de
sus cadenitas.
Un vapor azul ascendió hasta la
habitación de Felícitas. Ella ensanchó las ventanas de la nariz y lo aspiró con
sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de
su corazón fueron deteniéndose poco a poco, haciéndose cada vez más vagos, más
suaves, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el
último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco que se
cernía sobre su cabeza.
Comentario
La protagonista del relato es la muerte. Este cuento pertenece al
realismo por su estilo y al romanticismo por la temática preponderante y, por
los paisajes fúnebres es uno de los más
comentados de Flaubert.
Veamos una descripción romántica que
impresiona, al mismo tiempo, por su realismo: “A las cuatro en punto, subía a
lo largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba
de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y
alrededor cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los
arriates. Ella regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar
mejor la tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una
especie de consuelo”.
Felícitas muere pensando en el tierno
animal que la acompañara en los últimos años. El loro en la literatura ha sido
siempre un motivo lúdico; en Flaubert se vuelve un eje simbólico y, de alguna
manera burlón, por el hecho de adjudicarle al espíritu santo de la iglesia
cierta semejanza con el animalito. Además, el tierno ejemplar está con
Felícitas hasta después de haber muerto; embalsamado sigue a su lado. Recuperamos,
entonces, el momento de la agonía de la humilde mujer:
“Un vapor azul ascendió hasta la habitación de Felícitas. Ella ensanchó
las ventanas de la nariz y lo aspiró con sensualidad mística; luego cerró los
ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de su corazón fueron deteniéndose poco
a poco, haciéndose cada vez más vagos, más suaves, como se agota una fuente,
como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ver en el cielo
entreabierto un loro gigantesco que se cernía sobre su cabeza”.
Agregamos también:
“La vida de Felicidad es todo lo contrario a su
nombre: llena de esfuerzos, pesares y pérdidas, sin ningún reconocimiento por
parte de quienes le rodean, y sin embargo es ella a quien se refiere Gustave
Flaubert en el título de su cuento “Un corazón sencillo”, pues Felicidad toma
la vida como viene, no se detiene a lamentarse, hace lo que tiene que hacer y
sigue adelante; abraza su condición y con ello, más que estar feliz, ella se
siente en paz. En este relato publicado en 1877 en el libro Tres cuentos,
junto a “La leyenda de San Julián el Hospitalario” y “Herodías”, el escritor
francés crea la antítesis de su personaje cumbre, Madame Bovary. La
protagonista de Un corazón sencillo por cien francos al año, cocinaba,
limpiaba, cosía, lavaba, zurcía, sabía enjaezar un caballo, engordar las aves
de corral, batir la manteca y ser fiel a su ama, quien no era una persona
agradable”. Disfruta este relato en que son claras las influencias del realismo,
del romanticismo y del naturalismo, de los cuales Flaubert fue un gran protagonista.
(https://www.mexicoescultura.com/actividad/232924/un-corazon-sencillo.html, consultado el 28/10/2022).
[1] Para que no me acusen de intrigante, favor de Cfr. el # 177 de
la revista Letras Libres, pp. 72-73, de septiembre de 2013, en
donde el crítico Domínguez Michael revela la increíble historia que derriba de
los altares profanos al señor Mijail Bajtín; allí encuentran los detalles.
[2] A partir de esta cita, las demás sólo incluirán el número de la
página.
[3] Spinoza, Baruch (1980). Ética demostrada de acuerdo con el orden
geométrico, Introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Madrid, Editora
Nacional.
[4] Traducido literalmente: "Un
lobo es un hombre para el hombre". Es decir que el hombre encierra en su
verdadera condición la fiereza del lobo.
[5] En alemán: “Der man ist der Wolf des Mannes”.
[6] “Meden agan” “Nada en exceso”, según la inscripción del templo de Apolo en Delfos.
[7] En español: ¡Oh idiota!
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