martes, 7 de marzo de 2023

 

CAPÍTULO 2. 

El cuento moderno.

1.      Stendhal y su peculiar forma de encarar el realismo de su época.

Stendhal (1783-1842), y la sencillez maravillosa del relato.

“Pensar cuidadosamente aquí se encuentra todo el secreto del estilo en verso o en prosa”, dice Stendhal en el libro aquí citado ((Wood, Michael (1974). Stendhal, trad. de Nelly Wolf, México, F.C.E.: 19). Stendhal, iniciando su loca carrera tras la fama, intenta triunfar en el verso y la comedia, pero no lo consigue; años después, muchos años después, encuentra el camino de la novela y el cuento que es en donde su nombre alcanzará fama inmensa. Es fiel partidario de las ironías trágicas, al estilo de Edipo y de aquel mercader de Bagdad que cita Wood en el libro en que me estoy apoyando para dibujar estas reflexiones y las expresa en el estilo de sus relatos. Las estructuras de las novelas de Stendhal se acercan más a la lógica que a la literatura. Adoptan las formas de acertijos, paradojas y no de historias en el sentido habitual. No existen imágenes principales como en Henry James y en Ibsen. Nada queda escondido, el arte permanece en la superficie como sucede con la estética del realismo, movimiento al cual él pertenece sin contaminarse con otras corrientes de su siglo; bueno, sin contaminarse a un cien por ciento, como le sucede a Balzac, aunque él lo niegue. Cuando el autor de Le Rouge et le noir utiliza símbolos, lo hace de un modo que sus significados son muy obvios. No quiero extenderme más, pero me gustaría que revisaran en Wood el símbolo de la escalera en Julien Sorel, el personaje de la novela mencionada líneas antes (1974: 19).

            En la Enciclopedia británica puedo leer y compartir la interpretación siguiente de ese misterio de la literatura que fue Stendhal:

Durante la vida de Stendhal, su reputación se basó en gran medida en sus libros que tratan sobre las artes y el turismo (un término que ayudó a introducir en Francia), y en sus escritos políticos y su ingenio coloquial. Sus puntos de vista poco convencionales, sus inclinaciones hedonistas atemperadas por una capacidad de indignación moral y política, su naturaleza traviesa y su odio al aburrimiento, todo constituía para sus contemporáneos una mezcla de contradicciones provocativas. Pero el Stendhal más auténtico se encuentra en otra parte, y sobre todo en un cúmulo de ideas favoritas: la hostilidad al concepto de “belleza ideal”, la noción de modernidad y la exaltación de la energía, la pasión y la espontaneidad. Su filosofía personal, a la que él mismo dio el nombre de “Beylisme” (después de su verdadero apellido , Beyle) destacó la importancia de la “búsqueda de la felicidad” al combinar el entusiasmo con el escepticismo racional, la lucidez con la entrega voluntaria a las emociones líricas. “Beylisme”, como él lo entendía, significaba cultivar una sensibilidad privada mientras desarrollaba el arte de ocultarla y protegerla.

Fue en sus novelas, sobre todo, y en sus escritos autobiográficos (el intercambio entre estas dos actividades literarias sigue siendo una característica constante en su caso), donde el pensamiento de Stendhal se expresa con mayor plenitud. Pero incluso estos textos siguen siendo desconcertantes. Su estilo Armance (1827) es una novela un tanto enigmática en la que la impotencia sexual del héroe es un símbolo de la sociedad conformista y opresiva de Francia después de la restauración, prosaico e irónico a primera vista oculta la intensidad de la visión de Stendhal y la profundidad de sus puntos de vista. En el marco de esas novelas destaco: El rojo y el negro, Armance y La cartuja de Parma.

El título de El rojo y el negro aparentemente se refiere tanto a las tensiones en el carácter de Julien como a la elección conflictiva que enfrenta en su búsqueda del éxito: el ejército (simbolizado por el color rojo) o la iglesia (simbolizada por el color negro).

La Cartuja de Parma representa la otra obra maestra de Stendhal. Fusiona elementos de crónicas renacentistas, fuentes ficticias e históricas, acontecimientos históricos recientes (el régimen napoleónico en Italia, la batalla de Waterloo, la ocupación austríaca de Milán) y una transposición imaginativa, casi onírica, de la realidad contemporánea a términos ficticios. 

Los escritos de Stendhal y su personalidad estuvieron marcados por una sorprendente independencia mental. Fue un romántico que se mantuvo alejado del romanticismo, un antiautoritario con nostalgia del mundo prerrevolucionario, un entusiasta soñador y tierno que se hizo pasar por cínico. Sus escritos combinan el fervor lírico con la pasión racionalista por el análisis. Sin embargo, a los contemporáneos de Stendhal les resultó difícil apreciar su sensibilidad ágil e irónica. El novelista Honoré de Balzac, en un célebre artículo sobre La Cartuja de Parma publicado en La Revue parisienne en 1840, fue el único en reconocer su genialidad como novelista. La fama literaria de Stendhal llegó a finales del siglo XIX, y esta fama póstuma no ha dejado de crecer desde entonces, en gran parte debido a la devoción de los “beylistes” o “stendhalianos” que han hecho de él un verdadero culto . Stendhal ahora ha llegado a ser reconocido como uno de los grandes maestros franceses de la novela en el siglo XIX. (Victor Brombert en https://www.britannica.com/biography/Stendhal-French-author/Works, consultado el 16/10/2022).

Los invito a leer y comentar algunos de sus cuentos breves:

1.      “Historia de la Señora Tarin”

 El 21 de diciembre de 1836, la señora *** acudió al número 13 de la calle de Caumartin y preguntó, con expresión muy alterada, por la señora Tarin, su amiga íntima a la que tenía que ver en el acto. La portera le dijo a la señora *** que la doncella y la cocinera de la señora Tarin habían ido a hacer un recado y le habían dicho al salir que su señora no quería ver a nadie.

La señora *** insiste.

—¿Sabe usted —le dice a la portera— que la señora Tarin a lo mejor está muerta mientras yo estoy aquí hablando con usted? Tengo razones para decirle esto.

Por fin se deja convencer la portera. Llaman a la puerta de la señora Tarin. Nadie responde. Pasado un cuarto de hora, deciden derribar la puerta. En todo el piso reinaba el orden habitual; llegan al dormitorio: los chales y los vestidos estaban repartidos por encima de los muebles.

Se acercan a la cama; la señora Tarin estaba acostada y muerta, pálida como de costumbre y más hermosa de lo que nunca había estado. La señora *** se arroja sobre el cuerpo inanimado de su amiga. Una hora antes le había llegado por correo una carta en la que la señora Tarin confesaba lo que vamos a referir. En esa carta, le decía que le dejaba el chal negro grande, determinado vestido, etc.

La señora Tarin estaba casada con un notario de Périgueux que se llamaba de apellido Pigeon, probo burgués que le había dado dos hijos: la fortuna del matrimonio podía alcanzar la suma de ciento sesenta mil francos.

En 1835, la señora Pigeon, que poseía en grado sumo el arte de convencer y seducir, animó a su marido a que se fueran a París; le hizo vislumbrar varios medios muy verosímiles para incrementar su fortuna y dar una estupenda educación a sus hijos. Le pareció que el ridículo apellido Pigeon sería un obstáculo e hizo que la llamasen señora Tarin, que era el apellido de su madre.

 

 

 

Comentario

En los relatos de Stendhal importan más los espacios y las acciones sugeridas que los otros que deberían constituir el nudo de la narración. El francés casi que juega a contar historias tan verdaderas que llegan a parecer insuficientes en su contenido y sin búsqueda alguna que el lector pueda descubrir.

En el caso de la señora Tarin el narrador cuenta una anécdota en donde la protagonista

no tiene nombre y llega un día y a una dirección concreta: “El 21 de diciembre de 1836, la señora *** acudió al número 13 de la calle de Caumartin”. Los detalles precisos como los aquí proporcionados contrastan con la vaguedad del resto del relato. Arriba a la casa de su amiga y pide, con urgencia, verla. Seré concreto como Stendhal: primero, le niegan la entrada a la casa; segundo, insiste y le permiten ingresar, porque ella teme por la vida de la señora Tarin; entra, por fin, y la encuentran muerta. La impresión que causa en la señora “x” es de una moderada indiferencia. Sigue una metadiégesis narrada por el personaje principal en donde se relata, entre otras pocas cosas, que la señora Tarin era antes la señora Pigeon; pero obligó a su marido a cambiar de nombre: en lugar del apellido inglés, prefirió el andaluz. El estilo es realista y el contenido desconcertante. El topoi según el plagiario Bajtín[1] es París: aquí le enseña a incrementar su fortuna y lo convence del cambio nominal ya mencionado.

De esta forma termina la diégesis sin mayores explicaciones. Es lo que llamaríamos un final abierto porque los acontecimientos contados no concluyen, sino que continúan.        

2.      “El doctor Sergar”

Paul Sergar había nacido en el Delfinado y en la ciudad de Valence, de un padre médico que sabía griego y se pasaba la vida más que atendiendo a los enfermos leyendo a los autores famosos. Aquel padre tenía mucho talento, y del bueno; se le ocurrían ideas nuevas acerca de la mayor parte de las cosas de las que se habla. Tenía tres casas en Valence y una finca en Tan y todo junto le daba no menos de unas doce mil libras de renta.

El doctor Sergar quiso con pasión a su hijo Paul durante los primeros años de éste. Se pasaba días enteros contestando a las preguntas que el niño le hacía acerca de todo. Pero volvió a casarse con una mujer hermosa y mala que le dio dos niñas. Aquella mujer se las ingenió tan bien para calumniar a Paul ante su padre que se convirtió en el más desdichado de los hombres.

La infancia, que nunca ha dejado de ser en el sur de Francia una etapa feliz en que las conveniencias sociales todavía no le amargan la vida a nadie, fue una época muy desdichada para Paul; entre los quince y los dieciocho años fue quizá una de las personas de Francia más digna de compasión. Tenía una forma de ser apasionada y recelosa; la imaginación se le fue por el lado de lo trágico y lo hizo mucho más desdichado.

A eso de los dieciséis años se le ocurrió la feliz idea de estudiar Derecho; pidió que lo dejasen ir a París a graduarse. Los amigos de su padre le afearon la forma en que trataba a su hijo, que pasaba por ser el muchacho más guapo de Valence. Las mujeres tomaron partido por él; la señora Sergar temió que le abrieran los ojos a su marido y acabó por acceder a prometerle una pensión de mil ochocientos francos al pobre muchacho, que se puso en camino hacia París casi desesperado de la vida y preguntándose a veces si no haría mejor poniendo término a un destino tan triste con un tiro de pistola.

3.      “El señor Dauphin

El señor Dauphin era un honrado oficial chusquero que enviudó. Quedó con una hija única a la que envió con la madre ***, abadesa en Normandía. La señorita Dauphin recibió una educación como hay pocas. Con su forma de ser, su belleza y todas sus gratas prendas se ganó el cariño y la estima de la madre abadesa de N. Como nada sabía aún del mundo e ignoraba a qué estaba renunciando, a la señorita Dauphin, criada en un convento, se le pasó por las mientes la idea de no salir nunca de él. Tenía dieciséis años. A los veinte, se arrepintió de lo que había elegido. La madre abadesa de *** escribió al señor Dauphin que, como su hija había renunciado al proyecto de hacerse monja, no podía tenerla más consigo. El señor Dauphin, muy apurado, le pidió consejo al señor De Bufevent, coronel de su regimiento, que le dijo que podía proponerle una solución. Escribió a su hermana, la madre De Bufevent, abadesa en las cercanías de Auxerre, que se hizo cargo de la señorita Dauphin de buen grado. Fue ésta, pues, a Auxerre, pero ya no halló el temple afable de la abadesa de ***. La madre De Bufevent, monja a la fuerza, quería vengarse en las demás del hastío que la embargaba. Orgullosa y altanera, vio en la señorita Dauphin a una niña a quien podía convertir en esclava suya. La trató como a una chiquilla. Poco tiempo después a la madre De Bufevent la hicieron abadesa de Les Haies, cerca de Grenoble. Allí se llevó a la señorita Dauphin. Poco tiempo después, fue a dar una vuelta por casa del señor Dubour, primo suyo.

Comentario

Son otros dos cuentos con final abierto y desconcertante desarrollo. En ambos se trata de padres que por una razón u otra vuelven a casarse y sus hijos padecen un destino adverso.  En el primer relato es Paul y en el segundo la señorita Dauphin. Son dos expósitos que deben reencausar sus vidas después de la separación de sus padres.

4.      “El Conspirador”

Acababa de aplazarse hasta el día siguiente la sesión del tribunal de lo criminal; la señora condesa de Précilly bajaba por las escaleras, góticas a medias, de este amplio palacio del renacimiento que los antiguos delfines de Borgoña dejaron en manos de la corte real de ***. Estaba conmovida; asistía junto con la flor y nata de la ciudad al juicio criminal de un desventurado joven que le había descerrajado un tiro de escopeta a una amante a la que adoraba. La vida de la muchacha corría aún grave peligro. Pero en sus declaraciones se notaba claramente que estaba enamorada del asesino.

«¡Bien pensado, qué cosa tan singular es el amor!», pensaba Armandine de Précilly mientras bajaba por aquellas escaleras góticas haciendo por no apoyarse en el brazo del caballero de Marcieux, un ridículo enojoso y muy educado, que se las daba de enamorado suyo. «Si hay algo que no se parezca al amor es lo que siento por esta persona», pensaba mirando al caballero que, por intentar sujetarla, iba pisando, con riesgo de romperse la crisma cien veces, por la parte estrecha de la escalera de caracol.

Cuando tenía ya el pie en el último peldaño, la señora de Précilly oyó un estruendo de caballos que andaban por los adoquines, muy cerca de ella; siguió adelante de forma imprudente y su cabeza se encontró a menos de un pie de la del caballo del gendarme. El caballero de Marcieux soltó una exclamación, la señora de Précilly se asustó y, en ese mismo momento, vio a un joven muy alto y pálido que bajaba de la calesa. El gendarme se había vuelto para decirle a gritos al portero que cerrase la puerta del patio.

«Es un prisionero», pensaba la condesa. En ese mismo momento, sus ojos, enternecidos por aquel descubrimiento, se toparon de plano con los de Frédéric Sauven, que llevaba treinta y seis horas viajando en silla de posta y con tres gendarmes y estaba ansioso por encontrarse con una mirada compasiva.

Interpretación

Es uno de los relatos, según mi opinión, de mayor coherencia y que muestra cómo una mirada tan sólo puede devolver la paz interior a quien se encuentra desesperado ante su propio patíbulo.

2. Balzac, representación del diálogo entre corrientes decimonónicas.

Honoré de Balzac

La comedia humana: Proemio

Leo, con cierta emoción, las palabras del propio Balzac quien nos explica lo que pretendió llevar a cabo al enfrentarse a la obra que él mismo concibe como una empresa monumental: “Al poner el título de La comedia humana a una obra empezada va a hacer ya trece años, es obligatorio exponer su idea, contar su origen y explicar brevemente su plan” (2003: 165).[2] En este proemio es la propia voz del autor que deja oír sus razones, al mismo tiempo que proporciona el título —La comedia humana— de la inmensa composición en la que ya lleva trabajando varios años.

            El título, al igual que la obra inmortal de Dante, recurre al término Comedia, el cual no está restringido al género literario que representa —ni es teatro ni tiene un Happy ending—al menos no en Balzac, sino que con este nombre se alude a la pintura de costumbres, a la sátira social y en el que predomina la dura y escéptica realidad de cada día. Todo ello desarrollado desde el género narrativo. Si bien, al igual que la tragedia, la comedia tiene su origen en el teatro griego, La divina comedia también responde al esquema de la narrativa, pero en ella se representa el destino humano en sus tres dimensiones: la culpa y el castigo, la esperanza de la redención y la redención misma. En Balzac el planteamiento es más complejo —aunque sea un atrevimiento decirlo— que en Dante. En el escritor francés se analiza a la sociedad en sus diferentes facetas y, a medida que avanza en su febril manera de composición, se va adentrando en el ser humano vivo y real, con sus virtudes y defectos. Para el poeta toscano todo es más sencillo —axiológicamente hablando— porque en él hay condenados del infierno, aferrados a su esperanza en el purgatorio y realizados plenamente en el paraíso.

El autor francés recurre a la novela y se ajusta a un esquema amplio en que sus personajes se mueven con libertad relativa en prosecución de sus fines. Están destinados a vivir y a morir amarrados a su propio destino, destino del cual ellos llegan a ser sus ejecutores. En el toscano, al partir de la ausencia del espacio “tierra”, todo se ha consumado ya cuando da inicio el enorme poema épico, auténtica epopeya del hombre que corre tras la búsqueda de su propia salvación. La interpretación dantista se centra en lo escatológico y el autor da su propia interpretación de lo que han de ser los reinos de ultratumba.

Balzac, por su parte agrega:

“La idea primordial de La comedia humana fue para mí, en un principio, algo así como un sueño […] Esa idea fue en mí fruto de una comparación entre la humanidad y la animalidad” (165).

            Habla del espacio onírico como aquel desde el cual inicia su recorrido por la humanidad. Pero es un sueño como una aspiración de quien tiene en sus manos la enorme tarea de reescribir las costumbres de su época. Al llevarlo a cabo no pierde de vista la inevitable comparación entre la humanidad y la animalidad. Como lo comenta en seguida, tiene presente la figura y las aportaciones del zoólogo Geoffroy Saint—Hilaire, a quien le dedica su novela Papá Goriot.

            Por eso manifiesta su profunda reverencia por este científico y se fundamenta en: “El creador se ha servido de un solo y mismo patrón para todos los seres organizados. El animal es un principio que toma su forma exterior o, para hablar más exactamente, las diferencias de su forma, de los medios en que está llamado a desarrollarse. De esas diferencias resultan las especies zoológicas. El haber proclamado y sostenido ese sistema que, por lo demás se halla en armonía con las ideas que del poder divino nos formamos, será un título de honor sempiterno para Geoffroy Saint—Hilaire, el vencedor de Cuvier en ese punto de la alta ciencia y cuyo triunfo saludó el gran Goethe en el último de los artículos que dejó escritos”. (165-166).

Se produce así un acercamiento entre la literatura y la ciencia —Balzac y Saint—

Hilaire— al igual que sucederá años después con Zola y Claude Bernard; a este último se debe el texto La medicina experimental que Zola aplicará a los fundamentos del naturalismo.

De este modo, realismo y naturalismo, responden a un estilo semejante y sus búsquedas alcanzan determinados logros que parten de la ciencia para llegar a la literatura.

            En seguida, Balzac habla del dios creador, por lo cual deja en clara evidencia que su concepto de dios es el de una divinidad trascendente, opuesta a la potencia inmanente de Spinoza. Balzac demuestra en este prólogo, al menos, cierto respeto por la doctrina del catolicismo y un desdén por el dios panteísta del cual, según los pensadores de esta doctrina, se habría desprendido el universo entero.

            Este dios creador ha recurrido a un mismo patrón para engendrar a todos los seres organizados. Está hablando de la teoría de Saint-Hilaire según la cual el animal y el hombre son semejantes, si no en su forma exterior, en muchos otros aspectos que no harán al hombre superior a los seres irracionales que constituyen las especies zoológicas. El animal es más humano que el individuo humano. Cierra este periodo sintáctico refiriéndose al triunfo de Saint—Hilaire sobre Cuvier; logro científico que el propio Goethe celebra en uno de sus últimos artículos. El intertexto del francés parece ser una forma sutil de alabar a Goethe, al Goethe que despreció a la revolución francesa como un acto de poder irreverente que se atrevió a derribar a la monarquía, al Goethe que manifestó en varias ocasiones una cierta aversión por todo lo francés. Pero Balzac sabe reverenciar por encima de esas rencillas insignificantes que, muchas veces, pretenden separar a los hombres.

Agrega en el mismo párrafo:

“Compenetrado con ese sistema mucho antes de los debates a los que diera lugar, hube yo de ver que, en ese sentido, la sociedad se asemejaba a la Naturaleza. ¿No hace del hombre la sociedad según los medios en que aquel ejerce su actuación, otros tantos hombres diferentes cuantas son las variedades zoológicas?” (166).

            Antes de desempeñar la difícil tarea de ser escritor es preciso investigar y leer acerca de temas que competen a toda la humanidad. Un autor tiene como ejercicio preferente ser un humanista. Comprender y comprehender al ser individual resulta prioritario, por ello el escritor que vive en el microcosmos de Balzac llega a una de sus primeras conclusiones: “La sociedad se asemeja a la Naturaleza”. Al partir de esa premisa comienzan a fijarse las bases de una poética de la novela balzaciana. Al igual que son diversos los animales que pertenecen a esa misma naturaleza, también lo son los hombres que el escritor se propone examinar. Para Goethe —es un ejemplo tan sólo— la Naturaleza representa el punto de partida, porque su visión del universo resulta amparada en los términos propuestos por Spinoza en su Ética[3]; para Balzac —ya dijimos que cree en un dios trascendente a la creación— ese mismo dios le mostrará el camino para que él pueda adentrarse en el conocimiento de la naturaleza humana con sus dignidades y con sus vicios y defectos. Como narrador no descubrirá algo que ya no haya sido planteado, sino que indagará en un territorio conocido y únicamente lo reinterpretará a la luz no sólo de una nueva poética —la que el realismo le proporciona— sino también bajo el amparo de su genio incansable como narrador de mundos posibles. Para confirmar lo dicho hasta este momento agrega: “Han existido, pues y siempre existirán, especies sociales como existen especies zoológicas” (166).

            Pero hay un asunto que ya no puede postergarse y que tiene que ver con que: “Los escritores han olvidado, en todo tiempo […] el darnos la historia de las costumbres” (167). No basta con el relato frío de los acontecimientos, se requiere adentrarse en lo que el autor llama “las costumbres”. He aquí el tema central de esta enorme construcción que es La comedia humana.

            Siguen las interrogantes que el propio escritor francés aquí estudiado se formula:

“Pero ¿cómo hacer interesante el drama de tres mil o cuatro mil personajes que una sociedad representa? ¿Cómo dar gusto a la vez al poeta, al filósofo y a las masas, que quieren poesía y filosofía presentada en imágenes impresionantes?  Por más que yo concibiese la importancia y la poesía de esa historia del corazón humano, no veía medio alguno de ponerla por obra, porque, hasta nuestra época, los narradores más famosos gastaron su talento en crear uno o dos personajes típicos, en pintar una sola faceta de la vida.” (167).

            La tarea que le aguarda es titánica. Se dice fácil: “tres mil o cuatro mil personajes” que son los prototipos de una sociedad, la sociedad francesa del siglo XIX en donde, para colmo de males, el romanticismo y el realismo conviven enfrentados y, al mismo tiempo, compartiendo una parte al menos del mundo novelesco que cada uno de ellos ha creado. El escritor debe apoyarse en una estética formada por “imágenes impresionantes”. Allí estarán aguardando su mensaje el poeta, el filósofo y las masas. Como otorgar a un conjunto tan disímil aquello que desean recibir. Los escritores que ahora escriben, “los narradores más famosos” les llama, se han conformado con crear uno o dos personajes típicos en los cuales se ha pintado una sola faceta de la vida. En el Fausto de Goethe —aunque no es un relato— se ha entronizado la figura del individuo entregado a una búsqueda perpetua. Pero, aunque el ejemplo es magistral, no es suficiente y Balzac se prepara a elaborar miles de personajes que resuman la historia y las costumbres de la humanidad. En La piel de zapa el espíritu fáustico está presente, pero no constituye el único ejemplo en que Sebastián, el protagonista, se alimenta; hay mucho más y hay muchos personajes diversos que sustentan este concepto.

            Un ejemplo está dado por Walter Scott, del cual dice el autor del proemio:

“Fue animado de ese pensamiento como leí yo las obras de Walter Scott. Walter Scott, ese trovador moderno, imprimía entonces un aire gigantesco a un género de composición injustamente reputado secundario. (167).

            Scott descubre y le da vida al relato en donde el hombre está siempre presente. No esconde Balzac su admiración por el genio escocés de las letras:

“Aunque deslumbrado, por decirlo así, ante la pasmosa fecundidad de Walter Scott, siempre semejante a sí mismo y siempre original, no perdía la esperanza, pues encontré la razón de ese talento en la infinita variedad de la naturaleza humana. La casualidad es el novelista más grande de todos; basta estudiarla para ser fecundo” (167).

            La eventualidad, la contingencia, la imprevisión, en síntesis, la casualidad ha de ser —inmensa personificación— “el novelista más grande de todos”. Crear es la ley, pero llevarlo a cabo dejando que la naturaleza personal prevalezca. Acaso sin saberlo siquiera se podrán alcanzar logros no programados. Me preocupa la frase “basta estudiarla para ser fecundo”. ¿Cómo estudiar a la casualidad? ¿Cómo hallar un rigor lógica en todo aquello que se impone más allá de toda razón? Quizás la respuesta sea dada por el poeta desde su mundo onírico, por el filósofo desde su acerbo escepticismo y desde las masas, donde en su cotidianidad apabullante habita la contingencia de la casualidad.

            Es más, yo sugeriría recurrir también al término “causalidad” no para reemplazar a la eventualidad de la palabra escurridiza, sino para dar mayor fundamento al glorioso acto de narrar.

            Por todo lo anterior: “La sociedad francesa sería el historiador y yo no tendría que ser sino su secretario. Al hacer el inventario de vicios y virtudes, al reunir los principales hechos de las pasiones, pintar los caracteres, elegir los principales acaecimientos de la sociedad, componer tipos mediante la fusión de los rasgos de varios caracteres homogéneos, quizá podría llegar yo a escribir esa historia olvidada por los historiadores, la de las costumbres, (167).

            Al escritor le estará reservado el vanidoso y humilde papel de ser el secretario de la sociedad francesa. Pero como secretario llegará a superar la tarea del simple historiador, será —incluye un “quizá”, que lo regresa a la estética de la casualidad— un historiador de las costumbres. Vaya manera magistral de ir perfilando la geografía de su propia poética en donde el realismo será el medio y, la genialidad de un escritor a lo Balzac será el fin.

            El autor propone que si se consigue atenerse a esa reproducción rigurosa cualquier literato alcanzaría la posibilidad de erigirse en retratista de los tipos humanos, narrador de los dramas de la vida íntima, investigador del mobiliario social, catalogador de las profesiones y, finalmente nomenclátor y registrador del bien y del mal.

            Dicho con las propia palabras del genio del realismo diría así:       

“Ateniéndose a esa reproducción rigurosa, cualquier escritor podía erigirse en pintor más o menos fiel, más o menos afortunado, pacienzudo o animoso de los tipos humanos, en cronista de los dramas de la vida íntima, en arqueólogo del mobiliario social, nomenclátor de las profesiones y registrador del bien y del mal” (168).

            Advierto la sucesión de metáforas —pintor, cronista, arqueólogo, nomenclátor— como una forma de apropiarse del material poético que nos anuncia a través de las frases anteriormente citadas.

            El creador tiene sus propios esquemas y sus fines específicos. Por eso, aclara esta voz que ha derrotado al tiempo y que pervive como si fuera un verdadero dios, el dios que organiza y gobierna su propio mundo; el alter deus del que muchas veces he oído hablar con cierto escepticismo y que en este presente adulto de mi vida comprendo mucho mejor. Él afirma: “La ley del escritor, lo que lo hace tal escritor, y, no temo decirlo, igual o acaso superior al hombre de estado, es una decisión cualquiera sobre las cosas humanas, una devoción absoluta a principios.” (168). El escritor es libre de ser, en su microcosmos, el que dirige la nave de la creación hacia fines muy elevados y sublimes. La pluma de Balzac puede más que cien mil teclados de este siglo XXI en donde los aspirantes a escritores no aciertan a encontrar el verdadero sendero de la realización autoral.

            Pero hay un gran tema que por fin aparece en este momento de mi lectura:

“El hombre no es bueno ni malo, nace con instintos y aptitudes; la sociedad, lejos de pervertirle, cual pretendía Rousseau, lo que hace es perfeccionarle, mejorarle” (168).

            Plauto había dicho en su comedia Asinaria: lupus est homo homini[4]. Se adelantó así a Hobbes quien dirá siglos después: “El hombre es el lobo del hombre”[5]. En ambos autores hay una desconfianza en el género humano que Balzac o quiere desconocer o prefiere no pervertir el material más importante de su poética: el hombre. Por ello también contradice a Rousseau al decir que la sociedad no es la culpable de los desatinos del individuo; por el contrario, esta misma sociedad perfecciona al ser humano quien llega con ancestrales instintos y con aptitudes concretas. Me queda la duda de aquello que también decía el autor del Contrato social “el hombre es bueno por naturaleza”, el genio francés piensa que todos los extremos son malos y por eso el ubicarse en el justo medio, en el meden agan[6] griego, prefiere creer en ese punto medio tan controvertido. Esto último lo digo porque me resulta muy difícil darle la oportunidad al hombre de ser como realmente no es. Creo en la construcción genial de La comedia humana, pero no estoy de acuerdo con estas posturas conciliatorias que con frecuencia adopta Balzac. Él fue un juez severo de sus contemporáneos y, por más que trató de hallar al hombre en Sainte—Beuve y en Víctor Hugo —son dos ejemplos traídos al azar— sólo descubrió el genio de cada uno de ellos sin dejar a un lado la crítica mordaz que les dirigió. Su posición cuando repudia al romanticismo y justifica a la religión católica, me parece más un modo de fijar sus propios límites como creador, en el primer caso, y como conciliador en el segundo.

Ahora bien, en todos los tiempos, en todas las épocas, el escritor ha sido visto como contestatario y por ello se le ha criticado y vituperado constantemente. Todo aquel que no encaje dentro del canon axiológico del momento histórico en el que vive, será tildado de inmoral: “El reproche de inmoralidad que jamás ha dejado de lanzársele al escritor valiente, es, además lo único que queda por hacerle cuando no hay ya nada que decir contra un poeta.

Si sois verídicos en vuestras pinturas; si a fuerza de desvelos diurnos y nocturnos llegáis a escribir la lengua más difícil del mundo, luego os dan en el rostro con la palabra de inmoral. Sócrates fue inmoral, inmoral fue Jesucristo; ambos fueron perseguidos en nombre de las sociedades que derribaban o reformaban. Cuando se quiere matar a alguien se le tilda de inmoral” (169-170).

               La opinión pública crucifica y va siempre tras los que se atreven a defender sus propias ideas. En una incansable “caza de brujas” crucificaron a Jesús y obligaron a suicidarse a Sócrates. Lo había dicho Balzac en La piel de zapa: “¡El gobierno de los tiempos actuales es el arte de hacer reinar a la opinión pública! ¿La opinión? ¡Sí es la más viciosa de todas las rameras!” (41). Este decir de la voz anónima que siempre ataca desde las sombras, se daba en los tiempos de Balzac y sigue apareciendo hoy a manos llenas. Son los panfletos del siglo XIX y las redes sociales del XXI.

               Sigue el autor aludiendo al equilibrio necesario cuando nos detenemos a evaluar y cuantificar la vida y acciones del hombre. Dice al respecto:

“La sociedad puede ofrecer tantas acciones buenas como malas, y en el cuadro que yo hago de ellas se encuentran más personajes virtuosos que reprensibles”. (170).

            He aquí como el autor quiebra otra lanza a favor del ser humano, ese ser humano en donde hay más personajes virtuosos que reprensibles.

            Una nota curiosa que involucra al discurso de Napoleón: “Porque para los reyes, para los hombres de Estado, existen, como dijo Napoleón, una moral pequeña y otra moral grande”. (171).

            El hombre, con bastante frecuencia, sabe diferenciar entre las dos morales. Por supuesto que las palabras del general francés conllevan un sentido irónico inevitable, porque desde un punto de vista axiológico no hay dos morales; pero el político que se escondía en el héroe sabía de la hipocresía reinante, se enfrentaba a ella con la herramienta del sarcasmo.

            Alude en seguida a  que lo han catalogado de panteísta, opinión que rechaza por lo ya explicado supra. Sostiene:

“Al verme allegar tantos hechos y pintarlos tal y como son, con la pasión por elemento, ha habido quienes, harto desatinadamente, por cierto, han imaginado que yo pertenecía a la escuela sensualista o materialista, dos facetas del mismo fenómeno: el panteísmo. (171).

            Por el contrario, alude nuevamente a su poética en donde se ofrecen diferentes factores que enumera a continuación:

“Mi obra tiene su geografía, como tiene su genealogía y sus familias, sus lugares, sus cosas, sus personajes y sus hechos, y como también tiene su heráldica, sus nobles y sus burgueses, sus artesanos y sus campesinos, sus políticos y sus dandis, y su ejército, y, en fin, todo su mundo”. (172).

            Éste es el universo balzaciano en donde hay una geografía integrada, preponderantemente, por lugares representativos de la Francia de su época; al mismo tiempo, una amplia saga que recorre toda su Comedia con nombres y ascendientes que se auto intertextualiza y se repiten, dando así una noción de totalidad y ofreciendo los primeros y más valiosos elementos de lo que después ha de ser “la novela total”. Hay además espacios múltiples, personajes y acontecimientos trascendentes o no, pero acontecimientos dignos de ser tomados en cuenta. Se ofrece también una “heráldica” que abarca los más diversos polos: nobles y burgueses, artesanos y campesinos, políticos y dandis. Curiosamente, esa heráldica puede definirse como una heráldica de la nobleza y una heráldica del pueblo; una heráldica de la riqueza y otra de la pobreza; una de la virtud y otra de la deshonra y la infamia.

Todo un cosmos elaborado por unas manos incansables y por una pluma que encierra inagotables contenidos al mismo tiempo que perfila mundos reales y universos posibles.

A continuación, el genio francés agrega una observación crítica mediante la cual organiza los contenidos de su Comedia humana de la manera que sigue.

A. En los tres primeros grupos de novelas pinta la vida social de la época.:

1. “Las escenas de la vida privada” Dirá Félix Davin (pág. 172), “representan la infancia y la adolescencia”.

2. “Las escenas de la vida de provincias” “simbolizan la edad de las pasiones, de los cálculos, los intereses y la ambición” (F. Davin).

3. “Las escenas de la vida parisiense” “ofrecen el cuadro de los gustos, vicios y demás cosas desenfrenadas que excitan las costumbres de esas metrópolis, donde se encuentran a la vez los extremos del bien y del mal”.

Agrega el Autor:

“Luego de haber pintado en estos tres libros la vida social, habría aún que mostrar las existencias de excepción, que resumen los intereses de muchos o de todos, llegan a caer, en cierto modo, fuera de la ley común” (172). Acorde con lo anterior se refiere a otros tres momentos de la Comedia humana:

4. “Escenas de la vida política”.

5. “Escenas de la vida militar”. Éstas muestran a la sociedad en su estado más violento, abarcando los contenidos que refieren ya sea a la defensa de los territorios propios o a la conquista de otros.

6. “Escenas de la vida rural”. El autor les llama: “La tarde de este largo día, si se me permite denominar así al drama social” (172). Los valores que se resaltarán tienen que ver con el orden, la política y la moral.

Continúa diciendo Balzac:

“Tal es la base, plena de figuras, plena de comedias y tragedias, sobre la que se elevan los “Estudios filosóficos”, segunda parte de la obra […] y cuya primera obra La piel de onagro, viene a enlazar, en cierto modo, los “Estudios de costumbres” con los “Estudios filosóficos” mediante el eslabón de una fantasía casi oriental, en que a la vida misma se la pinta en lucha con el deseo, principio de toda pasión” (173).

Segunda parte de la Comedia

7. “Estudios filosóficos”

8. “Los estudios analíticos”

Agrega el escritor:

De los “Estudios analíticos” “Nada diré, pues sólo uno de ellos se ha publicado: La fisiología del matrimonio”. De aquí a poco debo dar otras dos obras de esa índole: Primero: La patología de la vida social, y, a continuación, La anatomía de los cuerpos docentes (y, por último) La monografía de la virtud.” (173).

“Al ver todo lo que aún me queda por hacer, quizá digan de mí lo que ya han dicho mis editores: “¡Dios le dé muchos años de vida”! (173).

“Debo hacer constar, a este propósito, que no reconozco por mías otras obras que las que llevan mi nombre. Fuera de La comedia humana, sólo hay mío los Cien cuentos donosos, dos piezas de teatro y artículos sueltos que, además, van firmados”. (173).

“La inmensidad de un plan que abarca al mismo tiempo la historia y la crítica de la sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios me autorizó, creo, a dar a mi obra el título que hoy lleva: La comedia humana. ¿Resulta ambicioso? ¿Es simplemente justo? Eso es lo que, cuando esté terminada la obra, el público dirá” (173).

 

 

Balzac. Cuentos.

El elixir de larga vida

En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.

Una parecía decir:

-Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.

Otra:

-Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.

Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:

-En el fondo de mi corazón siento remordimientos -decía-. Soy católica, y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.

La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:

¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.

La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio. - ¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara! después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.

- ¿Cuándo serás Gran Duque? -preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.

- ¿Y cuándo morirá tu padre? -dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.

- ¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!

Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:

-Señor, su padre se está muriendo.

Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»

¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.

Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.

Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa —decía— que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.

-Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber -exclamaba a veces sonriendo.

Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:

-Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.

Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.

Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.

- ¡Te divertías! -exclamó el anciano cuando vio a su hijo.

En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.

Bartolomé dijo:

-No te quiero aquí, hijo mío.

Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.

- ¡Qué remordimientos, padre! -dijo hipócritamente.

- ¡Pobre Juanito! -continuó el moribundo con voz sorda-, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?

- ¡Oh! -exclamó don Juan-, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).

Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.

-Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo -exclamó el moribundo-, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.

«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:

-Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en mi corazón.

-No se trata de esa vida -dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos. — Escúchame, hijo -continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo-, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.

«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.

-Pero -continuó en voz alta-, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.

-Dios soy yo -replicó el anciano refunfuñando.

-No blasfemes -dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndote morir en pecado.

- ¿Quieres escucharme? -exclamó el moribundo, cuya boca crujió.

Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.

-Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.

-Es el colmo del delirio -dijo don Juan.

-He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.

-Ya está, padre.

-Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.

-Aquí está.

-He empleado veinte años en… —en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir—: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.

-Pues hay bastante poco -replicó el joven.

Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad.

Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.

- ¡Vaya!, se acabó el buen hombre -exclamó don Juan.

Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.

- ¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? -dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.

-Su padre era un buen hombre -le respondió ella.

Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:

-Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!

- ¿Se han fijado en el perro negro? -preguntó la Brambilla.

-Ya es inmensamente rico -dijo suspirando Blanca Cavatolino.

- ¡Y eso qué importa! -exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.

- ¿Cómo que qué importa? -exclamó el Duque-. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!

Don Juan, en un principio asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.

-Déjenme solo aquí -dijo con voz alterada- y no entren hasta que yo salga.

Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:

- ¡Veamos!

El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así, duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.

- ¡Ah! ¡Ah! -dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.

Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.

- ¡Bien podría haber vivido cien años! -exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.

De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.

«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.

- ¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? -se preguntaba.

-Sí -dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.

- ¡Ja! ¡Ja! ¡Aquí hay brujería! -exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero-. ¡Está ardiendo! -gritó sentándose.

Aquella lucha lo había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.

Finalmente se levantó diciendo para sí:

«¡Mientras no haya sangre…!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.

«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.

Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.

Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía: YO, cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»

Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! -se dijo-. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.

Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:

-Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.

-Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.

- ¿Siempre piensa en sus indulgencias? -respondió Belvídero-. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.

- ¡Ah!, si es así como entiendes la vejez -exclamó el Papa- corres el riesgo de ser canonizado.

-Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.

Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.

-San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder -dijo el Papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…

Don Juan y el Papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verlo oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.

Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.

Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.

El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados, porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonan, ¿verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.

Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.

-Felipe -le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.

-Escúchame, hijo mío -continuó el moribundo-. Soy un gran pecador. Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.

Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.

-Tú merecías otro padre -continuó don Juan-. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.

- ¡Oh, padre!

-Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.

- ¡Oh, dímela pronto, padre!

-Tan pronto como haya cerrado los ojos -continuó don Juan-, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.

Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:

-Coge bien el frasco -y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.

Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:

- ¡Milagro! -y todos los españoles repitieron-: ¡Milagro!

Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.

El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.

Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los exvotos palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.

–¡Te Deum laudamus!

Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del infierno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.

–¡Te Deum laudamus! -decía la asamblea.

-¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios! Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.

–¡Deus sabaoth, sabaoth! -gritaron los cristianos.

- ¡Insultan la majestad del infierno! -contestó don Juan con un rechinar de dientes.

Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.

-El santo nos bendice -dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.

Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.

Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:

–Sancte Johannes ora pro nobis -entendió claramente-: - ¡Oh, coglione![7]

»- ¿Qué pasa ahí arriba? -exclamó el deán al ver moverse el relicario.

-El santo hace diabluras -respondió el abad.

Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.

- ¡Acuérdate de doña Elvira! -gritó la cabeza devorando la del abad.

Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.

Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.

- ¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? -gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba. (“L’élixir de longue vie”, 1830. Biblioteca Digital Ciudad Seva).

Comentario

1.       Introducción

Al comienzo de su carrera literaria recibió el autor, de manos de un amigo muerto

hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine, ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1830, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intentará adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas.

2.      Primera parte: el comienzo de una orgía

Es un cuento en donde un narrador focalizador cero guía las acciones de sus personajes y le cede la voz a siete mujeres de diferente condición y unas con más pasión y delirio sensual que otras. Es la voz femenina que impone su presencia y que en el devenir del relato se irá esfumando gradualmente.

3.      Orgía interrumpida por la primera muerte del relato: la del padre de don Juan.

- ¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga! Profunda ironía que pone fin a la fiesta satánica que ha sido interrumpida y que responde a la pregunta de la séptima mujer: “¿Cuándo morirá tu padre?

El relato adquiere un dinamismo febril, porque de la pregunta insolente de la joven vamos al encuentro de la muerte. Don Juan sale presuroso hacia la casa de su padre y abandona, al menos momentáneamente, a sus amigos.

4.      Ante el padre moribundo

“Bartolomé Belvídero, padre de don Juan,” […] sostenía, con la experiencia que le había dado su vida como comerciante. “que era más valioso un diente que un rubí”. Afirmación muy sabia de un hombre que ha vivido y ha aprehendido el conocimiento sencillo de la vida.

“Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos”. Aterradora metáfora que se reviste del carácter de una hipálage por el desencuentro de los conceptos que se indagan: buscando asilo encontró una tumba en el corazón de su hijo. Esta imagen tiene el carácter de una figura retórica al estilo de los decadentistas, quienes son prolongación del romanticismo.

5.      Lo mágico. El parricidio.

Hay una anagnórisis cuando el padre de don Juan le revela el poder de un líquido que podía resucitar a un cadáver. Don Juan duda; finalmente le aplica una parte del contenido del frasco en un ojo y ocurre lo atroz, lo inesperado: el ojo se abre patético ante el horror de su hijo. El seductor se pregunta: - ¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? El ojo le contesta con un guiño de sorprendente ironía. En el momento en que don Juan destruye el ojo ha sellado su propio pacto con el demonio.

6.      Vida disipada de Juan.

Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como

una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»

7.      Peripecia aparente o circunstancial del don Juan de este relato

Don Juan se casa, tiene un hijo, vive y muere en brazos de su vástago. La historia se repite. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.

8.      Opinión autoral

Se intercala el punto de vista del escritor que permite no sólo su desahogo en torno a temas que perturban su conciencia, sino también proyectan una enseñanza para sus lectores. Dice: “Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él”.

9.      Llegamos al segundo final de esta truculenta historia.

Como en un juego de espejos el hijo, Felipe, está junto al padre moribundo. El leitmotiv del frasco milagroso vuelve a aparecer. Nos enfrentamos a lo aparente que se transfigura en esencial como parte de una enorme burla del narrador a la iglesia romana y sus esquemas de santidad. Se confunde a propósito lo divino con lo satánico. Es importante leer el final del relato para que cada uno saque sus propias conclusiones.

Gustave Flaubert (nacido en 1821 en Rouen, Francia—fallecido en 1880 en Croisset), novelista considerado como el principal impulsor de la escuela realista de literatura francesa y mejor conocido por su obra maestra, Madame Bovary (1857), un retrato realista de la vida burguesa, que condujo a un juicio por la supuesta inmoralidad de la novela.

Primeros años y obras

Gustave Flaubert comenzó su carrera literaria en la escuela, su primera obra publicada apareció en una pequeña revista, Le Colibrí, en 1837. Pronto trabó una estrecha amistad con el joven filósofo Alfred Le Poittevin, cuya perspectiva pesimista tuvo una fuerte influencia en él. No menos fuerte fue la impresión que le produjo la compañía de grandes cirujanos y el ambiente de hospitales, quirófanos y clases de anatomía, con los que la profesión de su padre lo puso en contacto.

La inteligencia de Flaubert, además, se agudizó en un sentido general. Concibió una fuerte aversión por las ideas aceptadas de las cuales compilaría un “diccionario” —Ideas recibidas—, para su diversión. Él y Le Poittevin inventaron un personaje imaginario grotesco, llamado “le Garçon” (el Niño), al que atribuían cualquier tipo de comentario que les parecía más degradante. Flaubert llegó a detestar al "burgués", por lo que de este modo se refería a cualquiera que "tenga una forma de pensar disminuida y parcial".

En una visita a París en julio de 1846, en el estudio del escultor James Pradier, Flaubert conoció a la poeta Luisa Colet. Ella se convirtió en su amante, pero su relación no funcionó. Su independencia auto protectora y los celos de ella hicieron inevitable la separación, esto sucedió en 1855.

L'Éducation sentimentale (1843-1845) es una de las novelas de mayor trascendencia del autor.

La composición de La Tentation de Saint Antoine es otro ejemplo de esa tenacidad en la búsqueda de la perfección que hacía que Flaubert volviera constantemente a trabajar en temas sin estar nunca satisfecho con los resultados. En 1839 estaba escribiendo Smarh, el primer producto de su audaz ambición de dar a la literatura francesa su Fausto. Reanudó la tarea en 1846-1849, en 1856 y en 1870, y finalmente publicó el libro como La Tentation de Saint Antoine en 1874. Las cuatro versiones muestran cómo cambiaron las ideas del autor con el transcurso del tiempo. La versión de 1849, influida por La filosofía de Spinoza es nihilista en su conclusión. En la segunda versión la escritura es menos difusa, pero la sustancia sigue siendo la misma. La tercera versión muestra un respeto por el sentimiento religioso que no estaba presente en las anteriores, ya que en el intervalo Flaubert había leído a Herbert Spencer y reconcilió la noción de Spencer de lo Desconocido, con su Spinozismo. Había llegado a creer que la ciencia y la religión, en lugar de estar en conflicto, son más bien los dos polos del pensamiento. La versión publicada incorporó un catálogo de errores en el campo de lo Desconocido (al igual que Bouvard et Pécuchet iba a contener una lista de errores en el campo de la ciencia).

Desde noviembre de 1849 hasta abril de 1851, Flaubert viajó por Egipto, Palestina, Siria, Turquía, Grecia e Italia con Maxime du Camp. Sin embargo, antes de irse, quería terminar La tentación y enviársela a su amigo el poeta Louis Bouilhet para que le diera su sincera opinión. Durante tres días en septiembre de 1849 les leyó su manuscrito y luego lo condenaron sin piedad. "Tíralo todo al fuego y no lo volvamos a mencionar nunca más". Bouilhet dio más consejos: “Tu Musa debe mantenerse a pan y agua o el lirismo la matará. Escribe una novela realista como las de Balzac.

Eugéne Delamare era un médico rural en Normandía que murió de pena después de ser engañado y arruinado por su esposa, Delphine. La historia, de hecho, la de Madame Bovary, no es la única fuente de esa novela. Otro fue el manuscrito Mémoires de Mme. Ludovica, descubiertas por en la biblioteca de Rouen en 1946. Se trata de un relato de las aventuras y desventuras de Louise Pradier, la esposa del escultor James Pradier, según lo dictado por ella misma, y, aparte del suicidio, guarda un gran parecido con la historia de Emma Bovary. Flaubert, tanto por amabilidad como por curiosidad profesional, había seguido viendo a Louise Pradier, cuando los “burgueses” la condenaban al ostracismo como una mujer caída, y ella debió haberle dado su extraño documento. Aun así, cuando los curiosos le preguntaron quién sirvió de modelo a su heroína, Flaubert respondió: “Madame Bovary soy yo”.

Madame Bovary le costó al autor cinco años de arduo trabajo. Du Camp, que había fundado el periódico Revue de Paris, le instó a darse prisa, pero no lo hizo. La novela, con el subtítulo Moeurs de provincia ("Costumbres provinciales"), finalmente apareció por entregas en la Revue del 1 de octubre al 15 de diciembre de 1856. El gobierno francés luego llevó al autor a juicio por la supuesta inmoralidad de su novela. y escapó por poco de la condena (enero-febrero de 1857). El mismo tribunal encontró al poeta Charles Baudelaire culpable del mismo cargo seis meses después.

La gran acogida que la crítica dedicó a la primera edición de su obra Tres cuentos, considerada como una de las mejor elaboradas y perfectas de su producción narrativa. El libro fue propuesto como ejemplo y modelo del género del relato breve, alejado de sus extensas y ambiciosas novelas anteriores. Relata en sus Tres cuentos historias de temáticas diferentes cuyo protagonismo corre a cargo de personajes, también de naturaleza diversa, que aparecen situados en tiempos muy distantes, desde el siglo XIX a la edad media y la predicación de san Juan Bautista.

Método de composición

El objetivo de Flaubert en el arte era crear belleza, esta consideración a menudo anulaba las cuestiones morales y sociales en su descripción de la verdad. Trabajó lenta y cuidadosamente y, mientras trabajaba, su idea del arte se hizo gradualmente más exacta. Sus cartas a Louise Colet, escritas mientras elaboraba Madame Bovary, muestran cómo cambió su actitud. Su ambición era lograr un estilo “tan rítmico como el verso y tan preciso como el lenguaje de la ciencia” (carta del 24 de abril de 1852). En su opinión, “cuanto más rápido se adhiere la palabra al pensamiento, más hermoso es el efecto”. A menudo repetía que no existían los sinónimos y que un escritor tenía que localizar le seulmot juste, "sólo la palabra correcta", para transmitir su pensamiento con precisión. Pero al mismo tiempo, siempre quiso una cadencia y una armonía de sílabas sonoras en su prosa, de modo que apelaría no sólo a la inteligencia del lector, sino también a su mente subconsciente, de la misma manera que lo hace la música, por lo tanto, tendría un efecto más penetrante que el mero sentido de los vocablos en su valor nominal. La composición para él era una verdadera angustia.

Flaubert buscó la objetividad por encima de todo en su escritura: “El autor, en su obra, debe ser como Dios en el Universo, presente en todas partes y visible en ninguna”. Es paradójico, por tanto, que su personalidad sea tan claramente discernible en toda su obra y que sus cartas, escritas casualmente a sus allegados y llenas de una sinceridad desarmante, de una sensibilidad delicada y hasta de una ternura exquisita, junto a una jovial tosquedad de expresión.

(René Dumesnil et Jacques Barzun en https://www.britannica.com/biography/Stendhal-French-author/Works

            Veamos uno de los relatos de Tres cuentos, uno de sus libros anteriormente mencionado.

“Un corazón sencillo”

Durante medio siglo las vecinas acomodadas de Pontl’ Évêque envidiaron a la señora de Aubain su criada Felícitas.

Por cien francos al año cocinaba, arreglaba la casa, cosía, lavaba y planchaba, sabía embridar un caballo, cebar las aves de corral, batir la manteca; y además se mantuvo fiel a su ama, la que, sin embargo, no era una persona agradable.

Se había casado con un buen muchacho sin fortuna que murió a comienzos de 1809, dejándole dos niños muy pequeños y una cantidad de deudas. Entonces vendió sus fincas, con excepción de la granja de Toucques y la de GefTosses, cuyas rentas ascendían a 5.000 francos a lo sumo, y dejó su casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos costosa que había pertenecido a sus antepasados y se hallaba detrás del mercado.

Esa casa, con techo de pizarra, estaba entre un pasaje y una callejuela que iba a dar al río. Tenía interiormente diferencias de nivel que hacían tropezar. Un vestíbulo estrecho separaba la cocina de la sala, donde la señora de Aubain pasaba todo el día sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Contra el zócalo, pintado de blanco, se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un montón piramidal de cajas y sombrereras. Dos butacas tapizadas flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y de estilo Luis XV. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta, y toda la habitación olía un poco a moho, pues el entarimado quedaba más bajo que el jardín.

En el piso alto estaba en primer lugar el dormitorio de “la señora”, muy grande, revestido con un papel de flores pálidas y adornado con el retrato del “señor” ataviado a lo lechuguino. Esa habitación se comunicaba con otra más pequeña, donde se veían dos camitas de niño sin colchones. Luego venía el salón, siempre cerrado y lleno de muebles enfundados. A continuación, un pasillo llevaba a un gabinete de estudio; libros y papelotes guarnecían los estantes de una biblioteca que, rodeaba por tres de sus lados. a un gran escritorio de madera negra. Los dos entrepaños en ángulo se ocultaban bajo dibujos a pluma, paisajes a la acuarela y grabados de Audran, recuerdos de una época mejor y de un lujo desaparecido. En el segundo piso, un tragaluz iluminaba la habitación de Felícitas, que daba a las praderas.

Felícitas se levantaba al amanecer para no perder la misa, y trabajaba hasta la noche sin interrupción; luego, terminada la cena, en orden la vajilla y la puerta bien cerrada, ocultaba los rescoldos bajo las cenizas y se dormía ante el hogar con el rosario en la mano. Nadie mostraba más obstinación en los regateos. En cuanto a la limpieza, el bruñido de sus cacerolas causaba la desesperación de las otras sirvientas. Económica, comía con lentitud y recogía de la mesa con los dedos las migajas de su pan, un pan de doce libras cocido exprofeso para ella y que duraba veinte días.

En todas Las estaciones llevaba un pañuelo de indiana sujeto a la espalda con un alfiler, una toca que le ocultaba el cabello, medias grises, falda roja y sobre la camisola un delantal con pechero, como las enfermeras de los hospitales.

Su rostro era enjuto y su voz aguda. A los veinticinco años se le calculaba cuarenta. Desde la cincuentena ya no mostró edad alguna; y siempre silenciosa, con el cuerpo erguido y los gestos mesurados, parecía una mujer de madera que funcionaba de manera automática.

Había tenido, como cualquier otra, su historia amorosa. Su padre, albañil, se había matado al caer de un andamio.

Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, la recogió un labrador y la dedicó desde pequeñita a guardar las vacas en el campo. Tiritaba bajo los harapos, bebía boca abajo el agua de los charcos, le pegaban con cualquier motivo y finalmente la echaron por un robo de un franco y medio que no había cometido. Entró en otra granja, donde trabajó como moza de corral, y como era del agrado de los patrones, sus compañeras la envidiaban.

Una noche de agosto, cuando tenía dieciocho años, la llevaron a la feria de Colleville. En seguida la aturdieron y dejaron estupefacta el estruendo de los músicos de aldea, las luces en los árboles, el abigarramiento de los vestidos, los encajes, las cruces de oro y la multitud de gente que saltaba al mismo tiempo. Ella se mantenía apartada modestamente, cuando un joven bien trajeado, y que fumaba su pipa apoyado en la lanza de un carricoche, la invitó a bailar. La obsequió con sidra, café, galletas y un pañuelo de seda, e imaginándose que ella barruntaba su intención, se ofreció a acompañarla. A la orilla de un campo de avena la revolcó brutalmente. Ella se asustó y comenzó a gritar. El joven se alejó.

Otra noche, en el camino de Beaumont, quiso adelantarse a un carretón de heno que avanzaba lentamente, y al pasar rozando las ruedas reconoció a Teodoro.

Él se le acercó con aire tranquilo y le dijo que debía perdonarle todo, porque “la culpa la tenía la bebida”. Ella no supo qué responder y deseaba huir, inmediatamente él habló de las cosechas y de los notables del pueblo, pues su padre se había trasladado de Colleville a la granja de los Ecots, de manera que ahora eran vecinos. –“¡Ah!”, -dijo ella. Él añadió que deseaban casarlo. Pero no tenía prisa y esperaría hasta encontrar una mujer de su gusto. Felícitas bajó la cabeza y Teodoro le preguntó si pensaba en el matrimonio. Ella contestó, sonriendo, que hacía mal en burlarse.

- ¡Pero no, se lo juro! Y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; disminuyeron el paso. El viento soplaba suavemente, las estrellas brillaban, el carretón de heno oscilaba delante de ellos, y los cuatro caballos, arrastrando las patas, levantaban el polvo.

Luego, sin que se lo ordenaran, giraron hacia la derecha. Él la abrazó una vez más y ella desapareció en la oscuridad.

A la semana siguiente Teodoro consiguió algunas citas. Se encontraban en el fondo de los corrales, detrás de tina tapia, bajo un árbol solitario. Ella no era inocente a la manera de las señoritas -los animales la habían instruido pero la razón y el instinto del honor le impidieron caer. Esa resistencia exasperó el amor de Teodoro, tanto que, para satisfacerlo, o ingenuamente tal vez, le propuso casamiento. Como ella vacilaba en creerle, le hizo grandes juramentos.

Pronto él confesó algo enfadoso: el año anterior sus padres le habían comprado un hombre, pero de un día a otro podían volver a llamarlo, y la idea del servicio militar le espantaba. Esa cobardía fue para Felícitas una prueba de cariño, y aumentó el suyo. Se escapaba por la noche y cuando llegaba a la cita Teodoro la torturaba con sus inquietudes y súplicas.

Por fin anunció que iría él mismo a la Prefectura para tomar informes y los traería, el domingo siguiente, entre las once y las doce de la noche.

Cuando llegó el momento, Felícitas corrió hacia el enamorado. En su lugar encontró a uno de sus amigos. Éste le dijo que no volvería a verlo. Para librarse del servicio Teodoro se había casado con una vieja muy rica, la señora Leoussais, de Toucquet.

La aflicción de Felícitas fue muy grande. Se arrojó por tierra, gritó, invocó a Dios, y se quedó gimiendo sola en el campo hasta la salida del sol. Luego volvió a la granja, declaró su propósito de irse, y al cabo de un mes, cuando recibió su salario, guardó todas sus pobres pertenencias en un pañuelo y se dirigió a Pont-l’Évêque.

Delante de la posada, interrogó a una señora con capelina de viuda y que, precisamente, buscaba una cocinera. La muchacha no sabía gran cosa, pero parecía tener tan buena voluntad y tan pocas exigencias, que la señora de Aubain terminó por decirle:

-Está bien, la acepto.

Un cuarto de hora después, Felícitas estaba instalada en su casa.

Al principio, vivió en ella en una especie de temblor que le causaban “el tono de la casa” y el recuerdo del “señor”, que se cernía, sobre todo. Pablo y Virginia, el uno de siete años y la otra de apenas cuatro, le parecían hechos de una materia preciosa; los llevaba a cuestas como un caballo y la señora de Aubain le prohibió que los besara a cada minuto, lo que le mortificaba. Sin embargo, se sentía feliz. La apacibilidad del medio ambiente había disipado su tristeza.

Todos los jueves iban los amigos de la casa a jugar una partida de Boston. Felícitas preparaba de antemano los naipes, y los braseros. Llegaban a las ocho en punto y se retiraban antes de que dieran las once.

Todos los lunes por la mañana el chamarilero que vivía bajo la recova instalaba en el suelo su chatarra. Luego la ciudad se llenaba de un zumbido de voces, con las que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de ovejas, gruñidos de cerdos y el ruido seco de los carros en la calle. Hacia el mediodía, cuando el mercado estaba en su mayor actividad, aparecía en la puerta un viejo campesino de alta estatura, la gorra echada hacia atrás y nariz aquilina. Era Robelin, el arrendatario de Geflòsses. Poco después llegaba Liébard, el arrendatario de Toucques, pequeño, colorado, obeso, vestido con pelliza gris y polainas armadas con espuelas.

Los dos ofrecían a la propietaria gallinas o quesos Felícitas desbarataba invariablemente sus astucias y ellos se iban llenos de consideración por ella.

En épocas indeterminadas la señora de Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, uno de sus tíos, arruinado por la crápula y que vivía en Falaise de la última parcela de sus tierras. Se presentaba siempre a la hora del almuerzo, con un horrible perro de aguas que ensuciaba todos los muebles con las patas. A pesar de sus esfuerzos para parecer caballero, hasta el punto dé descubrirse cada vez que decía: “Mi difunto padre”, se dejaba llevar por la costumbre, bebía un vaso tras otro y decía chocarrerías. Felícitas lo echaba cortésmente, diciéndole:

-Ya está cansado, señor de Gremanville. ¡Hasta la próxima! Y cerraba la puerta.

La abría complacida al señor Bourais, exprocurador. Su corbata blanca y su calva, la pechera de su camisa, su amplia levita parda, su manera de tomar rapé arqueando el brazo, toda su persona le causaba la turbación en que nos sume el espectáculo de los hombres extraordinarios.

Como administraba las propiedades de “la señora”, se encerraba con ella durante horas en el despacho del “señor”. Temía siempre comprometerse, sentía un respeto infinito por la magistratura y tenía pretensiones de latinista.

Para instruir a los niños de una manera agradable les regaló una geografía con láminas que representaban diferentes paisajes del mundo, antropófagos con plumas en la cabeza, un mono raptando a una señorita, beduinos en el desierto, una ballena arponeada, etcétera.

Pablo explicaba esos grabados a Felícitas, y esa fue toda su educación literaria.

La de los niños estaba a cargo de Guyot, un pobre-diablo empleado en la Alcaldía, famoso por su buena letra y que afilaba el cortaplumas en la bota.

Cuando hacía buen tiempo iban temprano a la granja de Geffosses.

El corral estaba en pendiente, la casa en el centro, y el mar, a lo lejos, parecía una mancha gris.

Felícitas sacaba de la cesta lonjas de carne fría que comían en una habitación contigua al establo de las vacas. Era lo único que quedaba de una casa de recreo ya desaparecida. El papel de la pared, hecho jirones, se agitaba con las corrientes de aire. La señora de Aubain inclinaba la cabeza, abrumada por los recuerdos; los niños no se atrevían a hablar.

- ¡Pero jugad!” -les decía, y los niños se iban.

Pablo subía al hórreo, cazaba pájaros, hacía rebotar piedras en la charca, o golpeaba con un palo los grandes toneles, que resonaban como tambores. Virginia daba de comer a los conejos, corría para recoger azulejos y la rapidez de sus piernas dejaba en descubierto sus pantaloncitos bordados.

Una tarde de otoño regresaban por los pastos. La luna, en cuarto creciente, iluminaba una parte del cielo y la niebla flotaba como una faja sobre las sinuosidades del Toucques. Unos bueyes tendidos en la hierba contemplaban tranquilamente el paso de aquellas cuatro personas. En el tercer pasto se levantaron algunos y se colocaron en círculo delante de ellos.

-No teman -dijo Felícitas.

Y murmurando una especie de lamento acarició el lomo al que estaba más cerca; el buey volvió grupas y los otros lo imitaron. Pero cuando ya habían atravesado el pasto oyeron un mugido terrible. Era un toro oculto por la niebla, que avanzaba hacia las dos mujeres. La señora de Aubain se disponía a correr.

- ¡No, no, más despacio! -les gritó Felícitas.

Pero ellas aceleraron el paso, oyendo a su espalda un resoplido sonoro que se acercaba. Las pezuñas del toro golpeaban como martillos la hierba de la pradera, ¡y en aquel momento galopaba! Felícitas se volvió, arrancó con las dos manos unos terrones y se los arrojó a los ojos. El toro bajaba el hocico, sacudía los cuernos, temblaba de furor y mugía horriblemente. La señora de Aubain, ya en la linde del prado con los niños, buscaba, fuera de sí, la manera de pasar al otro lado. Felícitas seguía retrocediendo ante el toro y le lanzaba continuamente terrones que le cegaban, mientras gritaba:

- ¡Corran! ¡Corran!

La señora de Aubain bajó a la zanja, alzó a Virginia y luego a Pablo y cayó muchas veces al tratar de trepar por el talud, pero a fuerza de coraje lo consiguió.

El toro había acosado a Felícitas contra una tranquera y le lanzaba su baba a la cara; un segundo más e iba a destriparla. Pero ella tuvo tiempo para deslizarse entre dos estacas, entonces, el furioso animal, muy sorprendido, se detuvo.

Ese acontecimiento fue durante muchos años un tema de conversación en Pont-l’Évêque. Felícitas no se envaneció por ello y ni siquiera sospechó que hubiese hecho algo heroico.

Tenía que atender exclusivamente a Virginia, quien, a consecuencia del susto, sufrió una afección nerviosa. El señor Poupart, el médico, aconsejó los baños de mar en Trou- ville.

En esa época no eran frecuentes. La señora de Aubain se informó, consultó a Bourais e hizo preparativos como para un largo viaje.

Su equipaje salió la víspera en el carro de Liébard. Éste llevó al día siguiente dos caballos, uno con silla de mujer y respaldo de terciopelo, y el otro con una manta enrollada como asiento en la grupa. La señora de Aubain montó en él detrás de Liébard. Felícitas se encargó de Virginia, y Pablo montó a horcajadas en el asno del señor Lechaptois, que se lo prestó con la condición de que lo cuidara bien.

El camino era tan malo que sus ocho kilómetros exigieron dos horas. Los caballos se hundían hasta las ranillas en el barro, y para salir de él hacían movimientos bruscos con las ancas, o bien tropezaban en los baches; otras veces, tenían que saltar. La yegua de Liébard se paraba de pronto en ciertos lugares. Él esperaba pacientemente a que volviera a ponerse en marcha, y hablaba de las personas cuyas propiedades se hallaban al borde del camino, agregando a su relato reflexiones morales. Por ejemplo, al llegar a Toueques, al pasar bajo las ventanas rodeadas de capuchinas, dijo, con un encogimiento de hombros:

-He ahí una, la señora Lehoussais, que en vez de elegir un joven…

Felícitas no oyó el resto: los caballos trotaban, el asno Y galopaba; todos enfilaron un sendero, giró una barrera, aparecieron dos mozos, y se apearon ante el estiércol en el umbral mismo de la puerta.

La tía Liébard, al ver a su ama, prodigó las manifestaciones de alegría. Les sirvió un almuerzo en el que había un solomillo, mondongo, morcilla, guisado de pollo, sidra espumante, una tarta de compota y ciruelas en aguardiente, acompañándolo todo con cumplidos a la señora, que parecía gozar de muy buena salud; a la señorita, que se había puesto “magnífica”; al señorito Pablo, hecho un buen mozo; sin olvidar a sus abuelos difuntos que los Liébard habían conocido, pues estaban al servicio de la familia desde hacía muchas generaciones. La granja tenía, como ellos, aspecto de antigüedad. Las vigas del techo estaban carcomidas; las paredes, ennegrecidas por el humo; los vidrios, grises de polvo. Un aparador de roble sostenía toda clase de utensilios: jarras, platos, escudillas de estaño, cepos para lobos, esquiladoras para las ovejas, y una jeringa enorme que hizo reír a los niños. En los tres patios no había un árbol que no tuviera setas al pie, o una mata de muérdago en las ramas. El viento había derribado muchos, que volvían a brotar por el medio, y todos se encorvaban bajo el peso de la gran cantidad de manzanas. Los techos de paja, parecidos a terciopelo oscuro y de espesor desigual, resistían a las borrascas más fuertes. Sin embargo, la carretería estaba completamente arruinada. La señora de Aubain dijo que se ocuparía de ello y ordenó que volvieran a aparejar los caballos.

Tardaron otra media hora en llegar a Trouville. La pequeña caravana se apeó para pasar los Écores; era un acantilado desde donde se dominaba las embarcaciones; y tres minutos después, al final del muelle, entraron en el patio de El Cordero de Oro, propiedad de la vieja David.

Desde los primeros días, Virginia se sintió menos débil como consecuencia del cambio de aire y de la acción de los baños. Los tomaba en camisa, a falta de traje de baño, y su niñera la vestía en una caseta de aduanero que utilizaban los bañistas.

Por las tardes iban con el asno hasta más allá de Roches Noires, por el lado de Hennequeville. El sendero subía al principio por terrenos ondulados a modo de valle y cubiertos de césped como un parque, y luego llegaba a una meseta donde alternaban los pastos con los campos de labranza. A la orilla del camino, entre la maleza de espinos, se alzaban los acebos-aquí y allá un gran árbol muerto trazaba un zigzag con sus ramas en el aire azul.

Casi siempre descansaban en un prado, con Deauville a la izquierda, El Havre a la derecha y enfrente la alta mar. Ésta brillaba al sol, lisa como un espejo, tan apacible que apenas se oía su murmullo; piaban gorriones invisibles y la bóveda inmensa del cielo lo cubría todo. La señora de Aubain, sentada, trabajaba en su labor de costura; Virginia, a su lado, trenzaba juncos; Felícitas recogía flores de alhucema; y Pablo, que se aburría, quería irse.

Otras veces, después de cruzar el Toucques en bote, buscaban conchillas. La marea baja dejaba en descubierto erizos, caracolas y medusas, y los niños corrían para apoderarse de los copos de espuma que se llevaba el viento. Las ondas adormecidas caían sobre la arena y se extendían a lo largo de la playa, que se prolongaba hasta perderse de vista, aunque por el lado de la tierra la limitaban las dunas, separándola del Marais, extensa pradera en forma de hipódromo. Cuando volvían por allí, Trouville, en el fondo sobre la pendiente del cerro, se agrandaba a cada paso, y con todas sus casas desiguales parecía dilatarse en un desorden alegre.

Los días en que hacía demasiado calor no salían de su habitación. La claridad deslumbradora del exterior ponía barras de luz entre las varillas de las persianas. Ningún ruido en la aldea. Y nadie abajo, en la acera. Ese silencio expandido aumentaba la tranquilidad de las cosas. A lo lejos, los martillos de los calafateadores carenaban las embarcaciones y una brisa pesada traía en un soplo el olor de la brea.

La principal diversión era el regreso de las barcas. Apenas pasaban las balizas comenzaban a bordear. Sus velas descendían hasta los dos tercios de los mástiles, y con la mesana inflada como un globo, avanzaban, deslizándose entre el cabrilleo de las olas hasta el centro del puerto, donde caía de golpe el ancla. Luego, la embarcación se colocaba junto al muelle. Los marineros arrojaban por encima de la borda los peces palpitantes; una fila de carros los esperaba, y mujeres con gorro de algodón se abalanzaban para tomar las cestas y abrazar a sus hombres.

Un día, una de ellas se acercó a Felícitas, quien un rato más tarde entró en la habitación radiante de alegría. Había encontrado a una hermana, y Nastasia Barette, esposa de Leroux, se presentó con un nene al pecho, otro niño asido a su mano derecha, y a la izquierda un grumetillo con los puños en las caderas y la boina sobre la oreja.

Al cabo de un cuarto de hora la señora de Aubain los despidió.

Se los encontraba siempre en las cercanías de la cocina o en los paseos que daban. El marido no se dejaba ver.

Felícitas se encariñó con ellos. Les compró una manta, camisas y un hornillo; evidentemente la explotaban. Esa debilidad irritaba a la señora de Aubain, a quien por otra parte no le gustaban las familiaridades del sobrino, que tuteaba a su hijo; y como Virginia tosía y el tiempo no era ya bueno, volvió a Pont-l’Évêque. El señor Bourais le aconsejó respecto a la elección de colegio. El de Caen pasaba por ser el mejor. Allí enviaron a Pablo, quien se despidió muy animoso, contento porque iba a vivir en una casa donde tendría compañeros.

La señora de Aubain se resignó a separarse de su hijo porque era indispensable. Virginia se acordaba de él cada vez menos. Felícitas echaba de menos su alboroto. Pero una nueva tarea la distrajo: desde la Navidad, llevó a la niña diariamente al catecismo.

Después de hacer en la puerta una genuflexión, avanzaba por la alta nave entre la doble hilera de sillas, abría el banco de la señora de Aubain, se sentaba y paseaba la mirada a su alrededor.

Los muchachos a la derecha y las niñas a la izquierda llenaban los sitiales del coro; el cura se mantenía de pie cerca del facistol; en una vidriera del ábside el Espíritu Santo se cernía sobre la Virgen; en otro aparecía ésta de rodillas ante el Niño Jesús; y detrás del tabernáculo una talla en madera representaba a San Miguel derribando al dragón.

El sacerdote comenzaba haciendo un resumen de la historia sagrada. Felícitas creía ver el Paraíso, el diluvio, la torre de Babel, ciudades incendiadas, multitudes que morían, ídolos derribados; y de ese deslumbramiento conservó el respeto por el Altísimo y el temor de su ira. Luego lloró escuchando el relato de la Pasión. ¿Por qué le habían crucificado, a Él, que amaba a los niños, alimentaba a la gente, sanaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer entre los pobres, sobre el estiércol de un establo? Las siembras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas ordinarias de que habla el Evangelio las tenía ella en su vida; el paso de Dios las había santificado, y en adelante amó más tiernamente a los corderos por amor al Cordero, y a las palomas a causa del Espíritu Santo.

Se le hacía difícil imaginarse a este, porque no era solamente un ave, sino también un fuego, y otras veces un soplo. Era tal vez su luz la que revolotea en las orillas de los pantanos, su aliento el que empuja a las nubes, su voz la que hace armoniosas las campanas; y se quedaba en adoración, gozando de la frescura de las paredes y la tranquilidad del templo.

En cuanto a los dogmas, no los comprendía ni trataba de comprenderlos. El cura hablaba, los niños recitaban y ella terminaba durmiéndose; y se despertaba de pronto cuando al salir los otros hacían resonar las losas con los zapatos.

De esta manera, a fuerza de oírlo, fue como aprendió el catecismo, pues en su juventud habían descuidado su educación religiosa; y desde entonces imitó todas las prácticas de Virginia, ayunaba como ella y se confesaba al mismo tiempo que ella. El día del Corpus hicieron juntas un altar.

La primera comunión la atormentó por adelantado. Se preocupó por los zapatos, el rosario, el libro de oraciones y los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!

Durante toda la misa estuvo angustiada. El señor Bourais le ocultaba un lado del coro; pero justamente enfrente el conjunto de vírgenes, con sus coronas blancas y sus velos echados, formaba como un campo nevado y en él reconoció desde lejos a su niña querida por su cuello más lindo y su actitud recogida. Sonó la campana. Las cabezas se inclinaron y se produjo un silencio. A los acordes del órgano los chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei; luego comenzó el desfile de los muchachos, y a continuación se levantaron las niñas. Paso a paso, con las manos juntas, se dirigían al altar completamente iluminado, se arrodillaban en el primer peldaño, recibían la hostia sucesivamente y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno a Virginia, Felícitas se inclinó para verla, y con la imaginación que da el verdadero cariño, le pareció que aquella niña era ella misma, que su rostro se convertía en el suyo, que su traje la vestía, que su corazón le latía en el pecho; y en el momento en que Virginia abría la boca y cerraba los ojos estuvo a punto de desmayarse.

Al día siguiente, muy temprano, se presentó en la sacristía para que el señor cura le diera la comunión. La recibió devotamente, pero no experimentó las mismas delicias.

La señora de Aubain quería hacer de su hija una persona perfecta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la música, resolvió ponerla como pupila en el colegio de las ursulinas de Honfleur.

La niña no se opuso. Felícitas suspiraba y pensaba que la señora era insensible. Luego creyó que la señora tal vez tuviera razón. Esas cosas no eran de su incumbencia. Por fin, un día, un viejo carruaje se detuvo ante la puerta, y de él se apeó una monja que venía en busca de la señorita. Felícitas subió los equipajes a la baca, hizo recomendaciones al cochero y colocó en la caja del vehículo seis tarros de dulce y una docena de peras, más un ramo de violetas.

En el último momento, Virginia estalló en un gran sollozo, abrazó a su madre, que la besaba en la frente y repetía: “¡Vamos! ¡Ánimo, ánimo!” y levantaron el estribo. El coche partió.

Entonces, la señora de Aubain sintió un desfallecimiento, y por la tarde todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, la señora Lechaptois, las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y Bourais se presentaron para consolarla.

La ausencia de su hija fue para ella muy dolorosa al principio. Pero tres veces por semana recibía una carta de la niña, y los otros días le escribía ella, se paseaba por el jardín, leía un poco y de esa manera llenaba el vacío de sus horas.

Por la mañana, según su costumbre, Felícitas entraba en la habitación de Virginia y contemplaba las paredes. Le ponía de mal humor no tener que peinarla, ni atarle los zapatos, ni doblarle la ropa de la cama, y no ver ya continuamente su cara graciosa, no llevarla de la mano cuando salían juntas. En sus ratos de ocio trataba de hacer encaje, pero sus dedos demasiado torpes rompían los hilos; no servía para nada, había perdido el sueño y, según su expresión, estaba “consumida”.

Con el fin de “disiparse” pidió permiso para recibir a su sobrino Víctor. Llegó el domingo, después de la misa, con las mejillas rosadas, el pecho desnudo y oliendo al campo por el que había pasado. Inmediatamente ella le preparó la mesa. Comieron el uno frente al otro, ella lo menos posible para ahorrar el gasto, pero al sobrino lo atiborró de tal modo que se quedó dormido. Al primer toque de Vísperas lo despertó, le cepilló el pantalón, le anudó la corbata y lo llevó a la iglesia, apoyada en su brazo con orgullo maternal.

Sus padres le encargaban siempre que llevara algo; un paquete de azúcar negra, jabón, aguardiente, y a veces incluso dinero. Él llevaba sus ropas viejas para que ella las remendara, y Felícitas aceptaba esa tarea, contenta porque era un motivo que obligaba a volver a su sobrino.

En el mes de agosto su padre lo llevó al cabotaje. Era la época de las vacaciones. La llegada de los niños le consoló. Pero Pablo se iba poniendo caprichoso y Virginia no tenía ya edad para que se le tutease, lo que creaba una incomodidad, una barrera entre ellos.

Víctor fue sucesivamente a Morlaix, Dunkerque y Brighton; al regreso de cada viaje le hacía un regalo. La primera vez fue una caja de conchillas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran muñeco hecho con pan de centeno, miel y especias. Se iba embelleciendo, estaba bien formado, tenía un poco de bigote, bellos ojos francos y un sombrerito de cuero echado hacia atrás como un piloto. Divertía a Felícitas contándole aventuras salpicadas con términos marinos.

Un lunes, el 14 de julio de 1819 -ella nunca olvidó la fecha- Víctor anunció que se había contratado para un largo viaje, y que dos días después por la noche iría en el paquebote de Honfleur a embarcarse en su goleta, la que zarparía de El Havre muy pronto. Probablemente estaría dos años ausente.

La perspectiva de una ausencia tan larga desconsoló a Felícitas, y para despedirle otra vez, el miércoles por la tarde, después de servir la comida a la señora, se calzó los zuecos y se tragó las cuatro leguas que separan a Pontl’Évêque de Honfleur.

Cuando llegó al Calvario, en vez de tomar a la izquierda tomó a la derecha; se perdió en los astilleros, tuvo que retroceder y las personas a las que interrogó le instaron a que se apresurara. Dio la vuelta a la dársena llena de barcos, tropezó con las amarras y luego, como el terreno descendía y las luces se entrecruzaban, creyó que se había vuelto loca al ver unos caballos en el aire.

Al borde del muelle otros relinchaban, asustados por el mar. La polea que los alzaba los depositaba en un barco, donde se atropellaban los viajeros entre barricas de sidra, cestos de queso y sacos de trigo; se oía cacarear a las gallinas, el capitán juraba y un grumete se hallaba acodado en la serviola, indiferente a todo. Felícitas, que no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!” El grumete levantó la cabeza, y cuando ella corrió hacia él retiraron de pronto la escala.

El paquebote, halado por mujeres que cantaban, salió del puerto. Sus cuadernas crujían y las fuertes olas le azotaban la proa. La vela cambió de dirección y ya no se vio a nadie; y en el mar plateado por la luna el paquebote formó una mancha negra que fue palideciendo, se hundió y desapareció.

Felícitas, al pasar junto al Calvario, quiso encomendar a Dios al ser que más amaba, y oró durante largo tiempo, de pie, con la cara bañada por las lágrimas y los ojos elevados hacia las nubes. La ciudad dormía, los aduaneros se paseaban, y el agua caía ininterrumpidamente por las aberturas de la represa, con un ruido de torrente. Dieron las dos.

El locutorio no se abriría hasta el amanecer. Un retraso seguramente enojaría a la señora, por lo que, a pesar de su deseo de besar al otro niño, volvió a casa. Las mozas de la posada acababan de despertarse cuando entró en Pont-l’ Évêque.

¡El pobre muchacho iba, pues, a rodar por las olas durante muchos meses! Los viajes anteriores no le habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía, pero América, las colonias y las islas se perdían en una región vaga, en el otro extremo del mundo.

Desde entonces Felícitas pensó exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se atormentaban acordándose de la sed que podía sufrir, y cuando había tormenta temía que le cayera un rayo. Al oír el viento que rugía en la chimenea y se llevaba las tejas, lo veía azotado por la misma tempestad en lo alto de un mástil roto, con el cuerpo tendido de espalda bajo una capa de espuma; o bien -recuerdos de la geografía con láminas- lo devoraban los salvajes, lo raptaban en un bosque los monos, o moría en una playa desierta. Pero nunca hablaba de sus inquietudes.

La señora de Aubain tenía otras con respecto a su hija. Las buenas hermanas decían que era afectuosa, pero delicada. La menor emoción la turbaba. Tuvo que abandonar el piano.

Su madre exigía del convento una correspondencia regular. Una mañana no fue el cartero y se impacientó; se paseaba por la sala desde el sillón hasta la ventana. ¡Era realmente extraordinario! ¡Desde hacía cuatro días no tenía noticias!

Para que se consolara con su ejemplo, Felícitas le dijo:

-Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo.

- ¿De quién?

La criada contestó en voz baja:

-De mi sobrino.

- ¡Ah, de su sobrino!

Y, encogiéndose de hombros, la señora de Aubain reanudó su paseo, lo que quería decir: “Yo no pensaba en eso. Además, me tiene sin cuidado. ¡Un grumete, un pelagatos, sin la menor importancia! En tanto que mi hija… ¡Imagínese!”.

Aunque Felícitas estaba acostumbrada a la rudeza, se indignó contra la señora, pero luego olvidó.

Le parecía muy natural que su ama perdiera la cabeza cuando se trataba de su hija.

Los dos niños tenían para ella la misma importancia; el afecto de su corazón los unía y su destino debía ser el mismo.

El farmacéutico le dijo que el barco donde iba Víctor había llegado a La Habana. Había leído la información en un periódico. A causa de los cigarros, se imaginaba que La Habana era un lugar donde no se hacía más que fumar y Víctor andaba entre los negros envuelto en una nube de tabaco. En “caso necesario”, ¿se podía volver de allí por tierra? ¿A qué distancia quedaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo interrogó al señor Bourais.

Él tomó el atlas y comenzó a darle explicaciones sobre las longitudes, y sonreía pedantescamente ante el estupor de Felícitas. Por fin, con su lapicera, señaló en una mancha ovalada un punto negro y dijo: “Aquí está”. Ella se inclinó sobre el mapa, pero aquella red de líneas de colores le cansaba la vista y no le enteraba de nada. Bourais le preguntó qué dificultad encontraba y ella le pidió que le mostrara la casa donde vivía Víctor. Bourais levantó los brazos, estornudó y soltó una carcajada; semejante candor excitaba su júbilo, sin que Felícitas comprendiera el motivo, pues lo que ella esperaba tal vez era ver inclusive el retrato de su sobrino, ¡tan limitada era su inteligencia!”

Quince días después Liébard, a la hora del mercado como de costumbre, entró en la cocina y le entregó una carta que le enviaba su cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felícitas recurrió a su ama. La señora de Aubain, que contaba las mallas de un tejido, lo dejó a un lado, abrió la carta, se estremeció y en voz baja y con una mirada profunda, dijo:

-Le anuncian… una desgracia. Su sobrino…

Había muerto. Nada más decía la carta.

|Felícitas cayó en una silla, con la cabeza apoyada en el tabique, y cerró los párpados, que se le enrojecieron de pronto. Luego, con la cabeza baja, las manos colgantes y los ojos fijos, comenzó a repetir a intervalos:

- ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!

Liébard la contemplaba y suspiraba. La señora de Aubain temblaba un poco.

Propuso a Felícitas que fuera a ver a su hermana en Trouville.

Felícitas respondió con un gesto que no necesitaba hacer eso.

Hubo un silencio, y el bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.

Entonces ella dijo:

-A ellos no les importa eso.

Volvió a bajar la cabeza; y de vez en cuando levantaba maquinalmente las largas agujas del costurero.

Unas mujeres pasaron por el patio con unas angarillas de las que goteaba ropa blanca.

Al verlas desde la ventana, Felícitas recordó su lejía; la víspera había hecho la colada y tenía que aclararla. Salió de la habitación.

Su tabla y su cuba estaban a la orilla del Toucques. Colocó en el ribazo un montón de camisas, se remangó y tomó la pala, y los fuertes golpes que daba se oían en los huertos de los alrededores. En los prados no había nadie, el viento agitaba el río, en el fondo se inclinaban sobre él grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres que flotasen en el agua. Felícitas reprimía su dolor y hasta la noche se mostró muy valiente, pero cuando estuvo en su habitación se entregó a su angustia, tendida boca abajo en el colchón, con la cara apoyada en la almohada y los dos puños contra las sienes.

Mucho tiempo después se enteró, por medio del capitán del barco en que iba Víctor, de las circunstancias de su muerte. Le habían sangrado demasiado en el hospital a causa de la fiebre amarilla. Cuatro médicos lo atendieron al mismo tiempo. Murió inmediatamente y el médico jefe dijo:

- ¡Bueno! ¡Uno más!

Sus padres lo habían tratado siempre con dureza. Felícitas prefería no volver a verlos, y ellos nada hicieron para ello, por olvido o porque eran unos miserables sin corazón.

Virginia se debilitaba. Opresiones, toses, una fiebre constante y jaspeaduras en las mejillas revelaban alguna enfermedad seria. El señor Poupart aconsejó una estada en Provenza. La señora de Aubain, tomó una decisión e inmediatamente llevó a su hija de vuelta a su casa, a pesar del clima de Pontl’Évêque.

Hizo un arreglo con un alquilador de coches que la llevaba al convento todos los martes. En el jardín había una terraza desde la que se veía el Sena. Virginia se paseaba allí del brazo de su madre, sobre las hojas de pámpano caídas. A veces el sol que atravesaba las nubes le obligaba a guiñar los ojos cuando miraba a lo lejos las velas y todo el horizonte, desde el castillo de Tancarville hasta los faros de El Havre. Luego descansaban en la glorieta. Su madre se había procurado un barrilito de excelente vino de Málaga, y, riendo ante la idea de emborracharse, la niña bebía dos deditos solamente.

Recuperó las fuerzas. El otoño transcurrió apaciblemente. Felícitas tranquilizaba a la señora de Aubain. Pero una tarde en que había ido a hacer un encargo en las cercanías, al volver encontró delante de la puerta el cabriolé del señor Poupart, y a él en el vestíbulo. La señora de Aubain se ponía el sombrero.

- ¡Déme la estufilla, mi bolso y los guantes! ¡Apresúrese!

Virginia tenía pulmonía. Tal vez su estado era desesperado.

-Todavía no -dijo el médico.

Y los dos subieron al coche, bajo los copos de nieve arremolinados. Se acercaba la noche y hacía mucho frío.

Felícitas corrió a la iglesia para encender un cirio. Luego volvió a correr tras el cabriolé, al que alcanzó una hora después, saltó ágilmente a la trasera y aguantó el traqueteo, hasta que de pronto pensó: “¡El patio no estaba cerrado! ¿Y si entraran ladrones?” Y se apeó.

Al día siguiente, al amanecer, se presentó en casa del médico. Había vuelto y salido otra vez para el campo. Luego se quedó en la posada, creyendo que algunos desconocidos le llevarían una carta. Por fin, a primera hora, tomó la diligencia de Lisies.

El convento se hallaba en el fondo de una callejuela empinada. Hacia la mitad del camino oyó unos sonidos extraños, como si las campanas tocaran a muerto. “Será por otro”, pensó, y golpeó violentamente con la aldaba.

Al cabo de muchos minutos se arrastraron unas chancletas, se entreabrió la puerta y apareció una monja.

La buena hermana le dijo en tono compungido que “la niña acababa de morir”. Al mismo tiempo, redoblaba la campana de Saint-Leonard.

Felícitas subió al segundo piso.

Desde la puerta de la habitación vio a Virginia tendida de espaldas, con las manos juntas, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás bajo una cruz negra que se inclinaba sobre ella entre las cortinas inmóviles, menos pálidas que su rostro. La señora de Aubain, al pie de la cama que abrazaba, hipaba de angustia. La superiora se hallaba de pie a la derecha. Tres candeleros colocados en la cómoda formaban manchas rojas y a niebla blanqueaba las ventanas. Unas religiosas se llevaron a la señora de Aubain.

Durante dos noches Felícitas no se separó de la difunta. Repetía las mismas plegarias, rociaba con agua bendita las sábanas, volvía a sentarse y la contemplaba. Cuando terminó la primera velación observó que la cara se le ponía amarilla, se le azulaban los labios, se le afilaba la nariz y se le hundían los ojos. Los besó muchas veces, y no se habría sorprendido mucho si Virginia los hubiera abierto de nuevo, pues para almas como la suya lo sobrenatural es muy sencillo. La vistió, la amortajó, la depositó en el ataúd, le puso una corona y le extendió la cabellera. Era rubia y muy larga para su edad. Felícitas cortó un mechón y guardó la mitad en su pecho, resuelta a no desprenderse de él.

El cadáver fue conducido a Pont-l’Évêque, como deseaba la señora de Aubain, que siguió a la carroza fúnebre en un coche cerrado.

Después de la misa tardaron otros tres cuartos de hora en llegar al cementerio. Pablo iba delante y sollozaba. Le seguían el señor Bourais y luego los vecinos principales, las mujeres cubiertas con mantos negros, y Felícitas. Pensaba en su sobrino, y como no había podido rendirle esos horrores, su tristeza aumentaba, como si enterrasen al mismo tiempo a los dos.

La desesperación de la señora de Aubain no tuvo límites.

Al principio se rebeló contra Dios, pues consideraba injusto que le hubiera quitado su hija. ¡que nunca había hecho daño a nadie y cuya conciencia era tan pura! Pero no, debía haberla llevado al Mediodía, o quizá otros médicos la habrían salvado. Se acusaba a sí misma, quería ir a unirse con ella, gritaba angustiada en sus pesadillas. Una, sobre todo, le causaba obsesión. Su marido, vestido de marinero, regresaba de un largo viaje y le decía llorando que había recibido la orden de llevarse a Virginia. Entonces se ponían de acuerdo para encontrar un escondite en alguna parte.

Una vez volvió del jardín sobresaltada. Un momento antes -y señalaba el lugar- padre e hija se le habían aparecido juntos y no hacían más que mirarla.

Durante muchos meses permaneció en su habitación sin moverse. Felícitas le sermoneaba afectuosamente: debía cuidarse por su hijo, y por la otra, en recuerdo “de ella”.

- ¿Ella? -repetía la señora de Aubain, como si despertara-. ¡Ah, sí, sí! ¡No la olvide usted!

Aludía al cementerio, al que le habían prohibido ir rigurosamente.

Felícitas iba todos los días.

A las cuatro en punto, subía a lo largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y alrededor cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los arriates. Ella regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar mejor la tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una especie de consuelo.

Luego transcurrieron los años, todos parecidos y sin más episodios que la vuelta de las grandes fiestas: Pascuas, la Asunción, el día de Todos los Santos. Los acontecimientos domésticos señalaban una fecha, a la que se referían más tarde. Así, en 1825, dos obreros pintaron el vestíbulo; en 1827 una parte del techo cayó al patio y casi mató a un hombre; en el verano de 1828 correspondió a la señora ofrecer el pan bendito; en esa época Bourais se ausentó misteriosamente, y los viejos conocidos fueron desapareciendo poco a poco: Guyot, Liébard, la señora Lechaptois, Robelin y el tío Gremanvílle, paralítico desde hacía mucho tiempo.

Una noche, el conductor del coche de las postas anunció en Pont-l’Évêque la revolución de julio. Poco después nombraron un nuevo subprefecto: el barón de Larsonnière, ex cónsul en América y con el que vivían, además de su esposa, su cuñada y tres señoritas ya bastante crecidas. Se las veía en su jardín, vestidas con blusas ondulantes; tenían un negro y un loro. Visitaron a la señora de Aubain, quien no dejó de devolver la visita. Cuando aparecían, aunque fuera a lo lejos, Felícitas corría a avisarle. Pero solo una cosa era capaz de conmoverla: las cartas de su hijo.

Éste no podía seguir carrera alguna, porque pasaba el tiempo en los cafetines. Su madre le pagaba las deudas y él contraía otras; y los suspiros que lanzaba la señora de Aubain mientras tejía junto a la ventana llegaban hasta Felícitas, que hilaba en la cocina.

Se paseaban juntas a lo largo de la espaldera y conversaban siempre acerca de Virginia, preguntándose si tal cosa le habría gustado, lo que en tal ocasión habría dicho, probablemente.

Todas sus pequeñas pertenencias ocupaban un armario en la habitación de dos camas, y la señora de Aubain las inspeccionaba con la menor frecuencia posible. Un día de verano se decidió a hacerlo, y al abrir el armario volaron unas mariposas.

Los vestidos estaban alineados bajo una tabla en la que había tres muñecas, aros, un ajuar y la palangana que utilizaba. Sacaron del armario esas cosas y también las enaguas, las medias y los pañuelos, y los tendieron sobre las dos camas antes de doblarlos. El sol iluminaba esas tristes prendas y destacaba las manchas y los pliegues formados por los movimientos del cuerpo. La atmósfera era calurosa y azul, gorjeaba un mirlo y todo parecía vivir en una apacibilidad profunda. Encontraron un sombrerito de felpa de largos pelos y de color castaño, pero estaba todo comido por los insectos. Felícitas lo reclamó para ella. Se miraron una a otra y los ojos se les llenaron de lágrimas. Por fin el ama abrió los brazos y la criada se arrojó en ellos; y se abrazaron, desahogando su dolor en un beso que las igualaba.

Era la primera vez en su vida, pues la señora de Aubain no era de índole expansiva. Felícitas se lo agradeció como si le, hubiera hecho un favor, y en adelante la quiso con una abnegación bestial y una veneración religiosa.

La bondad de su corazón aumentó.

Cuando oía en la calle los tambores de un regimiento en marcha se colocaba delante de la puerta con un jarro de sidra y daba de beber a los soldados. Cuidaba a los enfermos de cólera, protegía a los polacos y hubo uno que quiso casarse con ella, pero riñeron, porque una mañana, al volver del Ángelus, lo encontró en la cocina, donde se había introducido para prepararse una vinagreta que comía tranquilamente.

Después de los polacos fue el tío Colmiche, un viejo del que se decía que había participado en los horrores del 93. Vivía a la orilla del río, en los escombros de una pocilga. Los chiquillos lo miraban por las rendijas de la pared y le tiraban piedras que caían en su camastro, donde yacía sacudido continuamente por un catarro, con el cabello muy largo, los ojos inflamados y en el brazo un tumor más grueso que su cabeza. Felícitas le procuró ropa, trató de limpiar su cuchitril y pensó en instalarlo en la tahona sin que molestase a la señora. Cuando reventó el tumor lo curaba todos los días, a veces le llevaba galleta, lo ponía al sol en un haz de paja; y el pobre viejo, babeando y temblando, se lo agradecía con su voz apagada y, temiendo perderla, alargaba los brazos en cuanto la veía alejarse. Murió y Felícitas hizo decir una misa por el descanso de su alma.

Ese día tuvo una gran alegría: a la hora de la comida se presentó el negro de la señora de Larsonnière llevando el loro en su jaula, con el palo, la cadena y el candado. Una esquela de la baronesa anunciaba a la señora de Aubain que, habiendo ascendido su marido al cargo de prefecto, se iban por la tarde, y le rogaba que aceptase aquella ave como un recuerdo y un testimonio de su consideración.

Desde hacía mucho tiempo ese loro ocupaba la imaginación de Felícitas, pues venía de América, y esta palabra le recordaba a Víctor, tanto que se informaba acerca de él por medio del negro. En una ocasión le había dicho:

-Es la señora la que se alegraría mucho de tenerlo.

El negro había repetido esas palabras a su ama, la que, como no podía llevárselo, se libraba de él de esa manera. Se llamaba Lulú. Su cuerpo era verde; las puntas de las alas, rosadas; la cabeza, azul, y el pecho, dorado.

Pero tenía la molesta manía de morder el palo, arrancarse las plumas, desparramar sus inmundicias y derramar el agua de su bañera. Como molestaba a la señora de Aubain, se lo cedió para siempre a Felícitas. Ella se dedicó a instruirle, y no tardó en repetir: “Muchacho encantador”, “Servidor de usted”, “Dios te salve, María”. Lo puso junto a la puerta, y muchos se asombraban de que no respondiese al nombre de Perico, pues a todos los loros se les llama Perico. Lo comparaban con una pava o un leño, y eran como otras tantas puñaladas asestadas a Felícitas. Era extraña la obstinación de Lulú, que no hablaba cuando lo miraban.

Sin embargo, buscaba la compañía, pues los domingos, mientras las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y los nuevos contertulios: el boticario Onfroy, el señor Varin y el capitán Mathieu, jugaban su partida de naipes, el loro golpeaba los cristales con las alas y se agitaba tan furiosamente que era imposible entenderse.

Sin duda la cara de Bourais le parecía muy graciosa, pues en cuanto la veía comenzaba a reír y a reír con todas sus fuerzas. Los estallidos de su risa saltaban hasta el patio, los repetía el eco y los vecinos se asomaban a las ventanas y reían también. Para que no lo viera el loro, el señor Bourais se deslizaba a lo largo de la pared, ocultando su perfil con el sombrero, llegaba al río y entraba por la puerta del jardín, y las miradas que lanzaba al pajarraco no eran muy afectuosas.

A Lulú le había dado un papirotazo el dependiente de la carnicería porque se permitió meter la cabeza en su cesta y, desde entonces, trataba de picarle a través de la camisa. Fabu lo amenazaba con retorcerle el cuello, aunque no era cruel, a pesar del tatuaje de los brazos y de sus gruesas patillas. Al contrario, sentía afecto por el loro, hasta el punto de querer enseñarle juramentos para divertirse. Felícitas, asustada pop esa manera de comportarse, llevó al loro a la cocina. Pero luego le quitó la cadenita y andaba por toda la casa.

Cuando bajaba por la escalera, apoyaba en los peldaños la curva del pico, levantaba la pata derecha y luego la izquierda, y Felícitas temía que esa gimnasia le causara vértigos. Se enfermó y ya no podía hablar ni comer. Bajo la lengua se le formó un bulto, como sucede a veces a las gallinas. Felícitas lo curó, arrancándole esa película con las uñas. Un día Pablo cometió la imprudencia de soplarle en las ventanas de la nariz el humo de un cigarro. En otra ocasión, la señora de Lormeau le provocó con la punta de la sombrilla y él tragó el regatón y se quedó sin aliento.

Felícitas lo puso en el césped para reanimarlo; se ausentó un momento y, cuando volvió, ¡ya no estaba el loro! Primeramente, lo buscó en los matorrales, a la orilla del río y en los tejados, sin hacer caso de su ama, que le gritaba: “¡Cuidado! ¡Está usted loca!”. Luego, revisó todos los huertos de Pont-l’Évêque; detenía a los transeúntes y les preguntaba: “¿Por casualidad no ha visto usted alguna vez a mi loro?”. A los que no lo conocían se lo describía. De pronto, creyó advertir, detrás de los molinos, al pie del cerro, algo verde que revoloteaba. Pero cuando llegó a la cima del cerro no vio nada. Un buhonero le aseguró que acababa de verlo en Saint-Melaine, en la tienda de la tía Simón. Corrió allá. Nadie sabía de qué hablaba. Por fin volvió, exhausta, con las chancletas rotas y el corazón angustiado. Sentada en un banco junto a la señora, le relataba todas sus pesquisas, cuando le cayó en el hombro un peso liviano: ¡Lulú! ¿Qué diablos había hecho? ¡Tal vez se había paseado por los alrededores!

Ella tardó mucho tiempo en reponerse, o más bien nunca se repuso.

A consecuencia de un enfriamiento, padeció de anginas, y poco tiempo después de mal de oídos. Tres años más tarde estaba sorda y hablaba en voz muy alta, inclusive en la iglesia. Aunque sus pecados habrían podido divulgarse por todos los rincones de la diócesis, sin deshonor para ella ni inconveniente alguno para el mundo, el señor cura juzgó discreto no oír su confesión sino en la sacristía.

Zumbidos ilusorios contribuían a aturdirla. Su ama le decía con frecuencia:

- ¡Dios mío, ¡qué tonta es usted!

Y ella replicaba:

—Sí, señora.

Y buscaba algo a su alrededor.

El pequeño campo de sus ideas se reducía cada vez más, y ya no existían para ella el repique de las campanas ni el mugido de los bueyes. Todos los seres funcionaban con el silencio de los fantasmas. Solo un ruido llegaba a sus oídos: el parloteo del loro.

Como para entretenerla, reproducía el tic-tac del asador, el pregón agudo del vendedor de pescado, la sierra del carpintero de enfrente; y, cuando sonaba la campanilla, remedaba a la señora de Aubain: “¡Felícitas! ¡La puerta, la puerta!”.

Mantenían diálogos, el loro, repitiendo hasta el hartazgo las tres frases de su repertorio, y ella respondiéndole con palabras inconexas, pero en las que ponía todo su afecto. En su aislamiento, Lulú era para ella casi un hijo, un enamorado. Trepaba por sus dedos, le mordisqueaba los labios, se agarraba de su pañoleta, y como ella bajaba la cabeza y la movía como las nodrizas, las grandes alas de su toca y las del pájaro se estremecían juntas.

Cuando se amontonaban las nubes y retumbaba el trueno, el loro gritaba, recordando quizá las tormentas de los bosques natales. El chorreo del agua le ponía frenético, revoloteaba desatinado, subía al techo, lo derribaba todo y salía por la ventana para chapotear en el jardín; pero volvía en seguida a posarse en uno de los morillos de la chimenea y, brincando para secarse las plumas, mostraba ora la cola, ora el pico.

Una mañana del terrible invierno de 1837 en la que Felícitas lo había puesto delante de la chimenea a causa del frío, lo encontró muerto en la jaula, cabeza abajo y con las uñas en los alambres. ¿Le había matado una congestión? Ella creyó en un envenenamiento por medio del perejil y, a pesar de la carencia absoluta de pruebas, sus sospechas recayeron sobre Fabu.

Lloró tanto que su ama le dijo:

-Pues bien, hágalo embalsamar.

Felícitas consultó con el farmacéutico, que siempre había sido bueno con el loro.

Escribió a El Havre. Un tal Fellacher se encargó de la tarea. Pero como la diligencia extraviaba a veces los paquetes, decidió llevarlo ella misma hasta Honfleur.

Los manzanos sin hojas se sucedían a la orilla del camino. El hielo cubría las cunetas. Los perros ladraban alrededor de las granjas, y ella, con las manos bajo la manteleta, los chanclitos negros y la espuerta, caminaba rápidamente por el centro de la carretera.

Cruzó el bosque, pasó el Haut-Chêne y llegó a SaintGatien.

Detrás de ella, entre una nube de polvo e impulsado por la pendiente, un coche-correo descendía al galope como una tromba. Al ver a aquella mujer que no se apartaba, el conductor se irguió sobrepasando la capota, el postillón gritó también, mientras los cuatro caballos, que no podía contener, aceleraban la carrera; los dos primeros la rozaron y, con una sacudida de las riendas, logró desviarlos hacia la cuneta, pero, furioso, levantó el brazo y a pleno voleo, con su gran látigo, le fustigó desde el vientre hasta el rodete con tal fuerza que Felícitas cayó de espaldas.

Lo primero que hizo cuando recobró el conocimiento fue abrir la cesta. Lulú estaba bien, por suerte. Ella sentía una quemadura en la mejilla derecha; llevó a ella las manos y vio que estaban rojas. Corría la sangre.

Se sentó en un montón de piedras, se secó la cara con el pañuelo, comió una corteza de pan que había puesto en la cesta por precaución y se consoló de su herida contemplando al pájaro.

Cuando llegó a la altura de Ecquemauville vio las luces de Honfleur que centelleaban en la oscuridad como estrellas; más allá se extendía el mar, confusamente. Entonces sintió un desfallecimiento que la detuvo, y la miseria de su infancia, el desengaño de su primer amor, la partida de su sobrino, la muerte de Virginia, como las olas de una marea volvieron al mismo tiempo y, subiéndosele a la garganta, la ahogaban.

Luego, quiso hablar con el capitán del barco y, sin decirle lo que enviaba, le hizo recomendaciones. Fellacher retuvo durante mucho tiempo al loro. Siempre le prometía enviárselo a la semana siguiente. Al cabo de seis meses le anunció la salida de una caja, pero no supo más del asunto. Era para creer que Lulú nunca volvería. “Me lo habrán robado”, pensaba ella.

Por fin llegó, y espléndido, posado en la rama de un árbol, apuntalada en un pedestal de caoba; con una pata en el aire y la cabeza inclinada, mordía una nuez que el disecador, por amor a lo grandioso, había dorado.

Felícitas lo encerró en su habitación.

Aquel lugar, donde admitía a poca gente, parecía al mismo tiempo una capilla y un bazar, tan lleno estaba de objetos religiosos y de cosas heteróclitas.

Un gran armario estorbaba para abrir la puerta. Frente a la ventana que daba al jardín había un tragaluz que daba al patio; una mesa, colocada junto al catre, sostenía una jarra de agua, dos peines y una pastilla de jabón azul en un plato desportillado. En las paredes se veían rosarios, medallas, muchas Vírgenes milagrosas y una pila de agua bendita hecha con corteza de coco; en la cómoda, cubierta con un paño como un altar, estaba la caja de conchillas que le había regalado Víctor y, además, una regadera y una damajuana, cuadernos de escritura, la geografía con láminas y un par de zapatos; y en el clavo del espejo, colgado de las cintas, el sombrerito de felpa. Felícitas llevaba tan lejos esa especie de respeto que conservaba una de las levitas del señor. Todas las antiguallas que desechaba la señora de Aubain, ella las llevaba a su habitación. Por eso había flores artificiales en el borde de la cómoda, y el retrato del conde de Artois en el hueco del tragaluz.

Lulú quedó instalado, por medio de una tablilla, en una saliente de la chimenea que se adentraba en la habitación. Todas las mañanas, al despertarse, lo veía a la claridad del alba, y eso le hacía recordar el pasado y actos insignificantes hasta en sus menores detalles, sin dolor y serenamente.

Como no se comunicaba con nadie, vivía en un adormecimiento de sonámbula. Las procesiones del Corpus la reanimaban. Iba a ver a las vecinas para pedirles velas y esteras, con las que adornaba el altar que erigían en la calle.

En la iglesia, contemplaba siempre el Espíritu Santo, pues le parecía que tenía algo del loro. Esa semejanza se le hizo todavía más patente en una imagen de Épinal que representaba el bautismo de Nuestro Señor. Con sus alas de púrpura y su cuerpo de esmeralda era, verdaderamente, el retrato de Lulú.

Compró esa imagen y la colocó en lugar del conde de Artois, de modo que de una sola mirada veía a las dos aves. Se asociaban en su pensamiento, y el loro se santificaba con esa relación con el Espíritu Santo, que se hacía para ella más vivo e inteligible. El Padre, para enunciarse, no había podido elegir una paloma, pues esos animalitos carecen de voz, sino más bien uno de los antepasados de Lulú. Y Felícitas rezaba mirando la imagen, pero de vez en cuando se volvía un poco hacia el pájaro. En algún momento, ella tuvo idea de ingresar en la congregación de las Hijas de María, pero la señora de Aubain la disuadió.

Se produjo un acontecimiento importante: el casamiento de Pablo.

Después de haber sido pasante de escribano, de haber actuado luego en el comercio, la aduana y las contribuciones y de haber hecho gestiones para ingresar en la administración de aguas y bosques, de pronto, a los treinta y seis años, en virtud de una inspiración del cielo, descubrió su camino: el registro civil. Y mostró en él tan grandes facultades que un perito le ofreció su hija y le prometió su protección.

Pablo, que se había hecho serio, la llevó a casa de su madre.

Ella denigró las costumbres de Pont-l’Évêque, se dio aires de princesa y ofendió a Felícitas. Cuando se fue, la señora de Aubain sintió un gran alivio.

En la semana siguiente se supo la muerte del señor Bourais en una posada de la baja Bretaña. El rumor de un suicidio se confirmó, y surgieron dudas sobre su probidad. La señora de Aubain examinó sus cuentas y no tardó en descubrir la serie de sus fechorías: malversación de atrasos, ventas de madera ocultas, recibos falsos, etcétera. Además, tenía un hijo natural y “relaciones con una persona de Dozulé”.

Estas ignominias le afligieron mucho. En el mes de marzo de 1853 comenzó a sentir un dolor en el pecho; parecía torcer la lengua cubierta de humo; las sanguijuelas no le calmaron la opresión, y nueve noches después murió, a los setenta y dos años, exactamente.

La creían menos vieja, a causa de su cabello moreno, cuyos mechones rodeaban su rostro pálido picado por la viruela. Pocos amigos lamentaron su muerte, pues sus modales tenían una altivez que alejaba.

Felícitas la lloró como no se llora a los amos. Que la señora muriera antes que ella perturbaba sus ideas, le parecía contrario al orden natural de las cosas, inadmisible y monstruoso.

Diez días después -el tiempo necesario para acudir desde Besanzón- se presentaron los herederos. La nuera registró los cajones, eligió unos muebles y vendió otros, y luego volvieron a su casa.

El sillón de la señora, su velador, su braserillo, las ocho sillas, habían desaparecido. Donde estaban anteriormente los grabados sólo quedaban unos rectángulos amarillos en las paredes. Se llevaron las dos camitas con los colchones, ¡y en el armario ya no se veía ninguna de las cosas de Virginia! Felícitas iba de piso en piso angustiada.

Al día siguiente, pusieron en la puerta un cartel, y el boticario le gritó al oído que la casa se hallaba en venta. Felícitas tambaleó y tuvo que sentarse.

Lo que le acongojaba, principalmente, era tener que dejar su habitación, tan cómoda para el pobre Lulú. Envolviéndolo con una mirada de angustia, imploró al Espíritu Santo, y contrajo la costumbre idólatra de rezar sus oraciones arrodillada delante del loro. A veces, el sol que entraba por el tragaluz daba en sus ojos de vidrio y hacía que surgiese de ellos un gran rayo luminoso que le extasiaba.

Su ama le había legado una renta de trescientos ochenta francos. El huerto le proveía de legumbres. En cuanto a la ropa, tenía la necesaria para vestirse hasta el fin de su vida, y ahorraba luz acostándose al anochecer.

Apenas salía, para no ver la tienda del chamarilero, donde se exhibían algunos muebles que habían pertenecido a la casa. Desde su accidente arrastraba una pierna, y como sus fuerzas disminuían, la tía Simón, arruinada en su comercio, iba todas las mañanas a partirle la leña y bombearle el agua.

Se le debilitó la vista y ya no abría las persianas. Pasaron muchos años y la casa no se alquilaba ni se vendía.

Por temor a que la despidieran, Felícitas no solicitaba reparación alguna. Las vigas del techo se pudrían, y durante todo el invierno se mojó su almohada. Después de Pascuas escupió sangre.

Entonces, la tía Simón recurrió a un médico. Felícitas quiso saber qué tenía. Pero como era demasiado sorda, solo oyó una palabra: “Pulmonía”. Sabía qué era eso y dijo en voz baja:

- ¡Ah, como la señora!

Le parecía natural seguir a su ama.

El día del Corpus y los altares se acercaba.

El primero lo ponían siempre al pie de la cuesta, el segundo delante del correo, y el tercero a mitad de la calle. A propósito de éste hubo rivalidades, y las vecinas de la parroquia eligieron por fin el patio de la señora de Aubain.

Las opresiones y la fiebre aumentaban. Felícitas se afligía porque no hacía nada por el altar. ¡Si al menos hubiese podido poner algo en él! Pensó en el loro. Los vecinos objetaron que no era apropiado. Pero el cura le concedió el permiso, y ella se sintió tan dichosa que le rogó que aceptara a Lulú, su única fortuna, cuando muriera.

Desde el martes hasta el día del Corpus, tosió con más frecuencia. Por la noche tenía la cara agarrotada, los labios se le pegaban a las encías y comenzaron los vómitos; y ese día, al amanecer, como se sentía muy mal, hizo llamar a un sacerdote.

Tres buenas mujeres la rodearon durante la extremaunción. Luego declaró que necesitaba hablar con Fabu.

Se presentó con su traje dominguero, y se sentía incómodo en aquella atmósfera lúgubre.

-Perdóneme -le dijo ella, esforzándose por tenderle la mano-, yo creía que era usted quien lo había matado.

¿Qué significaban esos chismorreos? ¡Sospechar que había podido cometer un crimen un hombre como él! Se indignó y estaba a punto de armar un alboroto.

-Pero ya ven ustedes que no sabe lo que dice.

De vez en cuando Felícitas hablaba con las sombras. Las buenas mujeres se fueron, y la Simón se quedó a almorzar.

Un poco después tomó a Lulú y lo acercó a Felícitas.

- ¡Vamos, despídete de él! -le dijo.

Aunque no era un cadáver, los gusanos lo devoraban; tenía rota una de las alas y por el vientre le salía la estopa. Pero, como estaba ciega, Felícitas lo besó en el pico y lo mantuvo unos instantes contra la mejilla. La Simón se lo llevó para ponerlo en el altar.

Desde los prados llegaba el olor del verano, las moscas zumbaban, el sol hacía brillar el río y caldeaba las pizarras. La tía Simón volvió a la habitación y se durmió plácidamente.

Unos repiques de campana la despertaron. La gente salía de las Vísperas. Cesó el delirio de Felícitas y, pensando en la procesión, la veía como si fuera en ella.

Todos los niños de las escuelas, los cantores y los bomberos iban por las aceras, en tanto que por el centro de la calle avanzaban: en primer lugar el pertiguero con la alabarda, el bedel con una gran cruz, el maestro vigilando a los niños, la monja preocupada por las niñas; tres de las más lindas, rizadas como ángeles, arrojaban al aire pétalos de rosa; seguían el diácono, que con los brazos separados moderaba la música; y dos turiferarios que se volvían a cada paso hacia el Santísimo Sacramento, bajo un palio de terciopelo carmesí, sostenido por cuatro miembros de la administración de la parroquia, que llevaba el señor cura, revestido con su hermosa casulla. Una multitud se agolpaba detrás, entre las colgaduras blancas que cubrían las paredes de las casas; y así llegaron al pie de la cuesta.

Un sudor frío humedecía las sienes de Felícitas. La tía Simón se las enjugaba con un paño, diciéndose que algún día tendría que pasar por ese trance.

El murmullo de la multitud aumentó, durante un momento fue muy fuerte y luego se alejó. Una descarga hizo vibrar los cristales. Eran los postillones que saludaban al altar. Felícitas giró los ojos y preguntó, con la voz menos baja que pudo:

- ¿Está bien él?

Le preocupaba el loro.

Comenzó la agonía. Un estertor cada vez más precipitado le levantaba las costillas. En las comisuras de la boca se le formaban burbujas de espuma y le temblaba todo el cuerpo.

Pronto se oyó el ronquido de los figles, las voces claras de los niños, la voz profunda de los hombres. Todo callaba a intervalos, y el golpeteo de los pasos, que amortiguaban las flores, parecía el ruido que hace un rebaño en el césped. El clero entró en el patio. La tía Simón subió a una silla para llegar al tragaluz, desde donde podía ver el altar.

Colgaban sobre él guirnaldas verdes y lo adornaba un faralá de punto de Inglaterra. Había en el centro un marquito que encerraba reliquias, dos naranjos en las esquinas y, a todo lo largo, candelabros de plata y macetas de porcelana con girasoles, lirios, peonías, dedaleras y manojos de hortensias. Ese montón de colores brillantes descendía oblicuamente desde el primer piso hasta la alfombra y se prolongaba por los adoquines; y cosas raras atraían las miradas. Un azucarero de plata sobredorada tenía una corona de violetas, arracadas de piedras de Alenzón brillaban en el musgo, dos biombos chinos exhibían sus paisajes y Lulú, oculto bajo un montón de rosas, solo dejaba ver su cabeza azul, parecida a una placa de lapislázuli.

Los portadores del palio, los cantores y los niños se alinearon en los tres lados del patio. El sacerdote subió lentamente los escalones y colocó en el altar su gran sol de oro que resplandecía. Todos se arrodillaron. Se hizo un gran silencio, los incensarios, lanzados a todo vuelo, oscilaban colgados de sus cadenitas.

Un vapor azul ascendió hasta la habitación de Felícitas. Ella ensanchó las ventanas de la nariz y lo aspiró con sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de su corazón fueron deteniéndose poco a poco, haciéndose cada vez más vagos, más suaves, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco que se cernía sobre su cabeza.

Comentario

La protagonista del relato es la muerte. Este cuento pertenece al realismo por su estilo y al romanticismo por la temática preponderante y, por los paisajes  fúnebres es uno de los más comentados de Flaubert.

Veamos una descripción romántica que impresiona, al mismo tiempo, por su realismo: “A las cuatro en punto, subía a lo largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y alrededor cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los arriates. Ella regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar mejor la tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una especie de consuelo”.

Felícitas muere pensando en el tierno animal que la acompañara en los últimos años. El loro en la literatura ha sido siempre un motivo lúdico; en Flaubert se vuelve un eje simbólico y, de alguna manera burlón, por el hecho de adjudicarle al espíritu santo de la iglesia cierta semejanza con el animalito. Además, el tierno ejemplar está con Felícitas hasta después de haber muerto; embalsamado sigue a su lado. Recuperamos, entonces, el momento de la agonía de la humilde mujer:

“Un vapor azul ascendió hasta la habitación de Felícitas. Ella ensanchó las ventanas de la nariz y lo aspiró con sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de su corazón fueron deteniéndose poco a poco, haciéndose cada vez más vagos, más suaves, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco que se cernía sobre su cabeza”.

Agregamos también: 

“La vida de Felicidad es todo lo contrario a su nombre: llena de esfuerzos, pesares y pérdidas, sin ningún reconocimiento por parte de quienes le rodean, y sin embargo es ella a quien se refiere Gustave Flaubert en el título de su cuento “Un corazón sencillo”, pues Felicidad toma la vida como viene, no se detiene a lamentarse, hace lo que tiene que hacer y sigue adelante; abraza su condición y con ello, más que estar feliz, ella se siente en paz. En este relato publicado en 1877 en el libro Tres cuentos, junto a “La leyenda de San Julián el Hospitalario” y “Herodías”, el escritor francés crea la antítesis de su personaje cumbre, Madame Bovary. La protagonista de Un corazón sencillo por cien francos al año, cocinaba, limpiaba, cosía, lavaba, zurcía, sabía enjaezar un caballo, engordar las aves de corral, batir la manteca y ser fiel a su ama, quien no era una persona agradable”. Disfruta este relato en que son claras las influencias del realismo, del romanticismo y del naturalismo, de los cuales Flaubert fue un gran protagonista.

 (https://www.mexicoescultura.com/actividad/232924/un-corazon-sencillo.html, consultado el 28/10/2022).

 

 

 

 

 



[1] Para que no me acusen de intrigante, favor de Cfr. el # 177 de la revista Letras Libres, pp. 72-73, de septiembre de 2013, en donde el crítico Domínguez Michael revela la increíble historia que derriba de los altares profanos al señor Mijail Bajtín; allí encuentran los detalles.

[2] A partir de esta cita, las demás sólo incluirán el número de la página.

[3] Spinoza, Baruch (1980). Ética demostrada de acuerdo con el orden geométrico, Introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Madrid, Editora Nacional.

[4] Traducido literalmente: "Un lobo es un hombre para el hombre". Es decir que el hombre encierra en su verdadera condición la fiereza del lobo.

[5] En alemán: “Der man ist der Wolf des Mannes”.

[6]Meden agan” “Nada en exceso”, según la inscripción del templo de Apolo en Delfos.

[7] En español: ¡Oh idiota!

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