lunes, 9 de mayo de 2016

LANDAUER ANALIZA A MACBETH

MACBETH
Gustave Landauer (1947), Shakespeare,
versión castellana por Guillermo Thiele,
Buenos Aires, Americalee.

MACBETH  fue publicado en la edición in-folio del año 1923, sobre la base del manuscrito dejado por el poeta, lo que habrá compuesto entre 1606 y 1608. Es seguro que el doctor Forman lo vio representado en el teatro Globe, en el año 1610.
Shakespeare encontró el argumento, como el de “Hamlet”, el de “Lear” y de tantos otros dramas, en la “Crónica” de Holinshed. En esa obra historiográfica leemos ya del encuentro de Macbeth con las tres brujas que el pueblo ̶ a juzgar por un pasaje en Holinshed ̶ tomaba por las tres diosas del Destino o, también, por ninfas o hadas. El autor de la “Crónica” describe el encuentro de modo tal que la escena no deja de causar una impresión profunda y horripilante: “Macbeth y Banquo cabalgaban juntos, sin acompañamiento alguno, hacia Forres, donde el rey en aquel entonces tenía su campamento. Atravesaban bosques y campos hasta que, de repente, en medio de un vasto erial, se toparon con tres mujeres de raro y extraño aspecto, semejantes a seres de un mundo desaparecido”. En lo demás, no interesa en el informe de la “Crónica” especialmente aquello que Shakespeare no pudo utilizar o creyó menester modificar de acuerdo con sus intenciones. Pues el Macbeth de la leyenda histórica, el que reinó durante diecisiete años, de 1040 hasta 1057, e hizo asesinar a Banquo sólo en el décimo año de su gobierno, fue ̶ hasta el asesinato de Banquo ̶ un soberano digno y bueno, no obstante el crimen  que lo llevó al trono. “Después que partieron los dos príncipes, Macbeth trató de granjearse la simpatía de los nobles e hidalgos escoceses colmándolos de regalos con gran generosidad, y cuando vio que era suyo el trono de modo pacífico, se dedicó a reformar leyes y a eliminar todas las irregularidades y abusos que habían venido depravando la administración bajo débil y lerdo rey Duncan. Liberó al país por muchos años de toda clase de ladrones, procediendo en ello sin consideración a personas, de manera que hizo ajusticiar hasta a muchos thanes, entre ellos los de Cathnes, Stranaverne y Rosiamo también al soberano de Galloway. Aseguró, en cambio, la más cuidadosa protección a la iglesia y los sacerdotes; en una palabra, era considerado como defensor y protector de todo inocente.” Sólo que Holinshed agrega muy ingenuamente que toda esa conducta no era sino simulación. Después del asesinato de Banquo, se manifestó bien a las claras la crueldad y tiranía de Macbeth. Shakespeare procede como siempre también en este caso: mide el reinado de Macbeth no conforme a la cronología astronómica, sino de acuerdo con el transcurso intrínseco de su destino, con el ritmo dado por la vitalidad y la intensidad de lo vivido por el héroe; no se representa la realidad, lo relativo y oscilado de las fuerzas políticas y sociales, sino la verdad de los impulsos primitivos en el individuo, haciéndolos patentes sub specie aeternitatis. No puede servirle, pues, esos largos diez años entre el asesinato de Duncan y el de Banquo; esos diez años de simulación o, si se quiere, de normalidad. En Holinshed, Banquo queda tranquilo en la tumba; Shakespeare inventa la reaparición de Banquo muerto, como es de su invención también la participación de lady Macbeth en la suerte y su complicidad en los crímenes de su esposo, mientras que Holinshed habla sólo de paso de cierto influjo de ella sobre el rey. En lo demás, Shakespeare se valió de o pocos rasgos aislados y escenas de Holinshed al que sigue fielmente. Este ya trajo los tres saludos y las posteriores tres proferías de las brujas, aunque si darles el grandioso nexo con que Shakespeare iba a unirlos. Provienen de esa fuente asimismo el asesinato de la esposa y los hijos de Macduff y, lo que es importante, la escena de la prueba por el príncipe Malcolm que finge ser otro.
Nada más sobre el origen de los sucesos exteriores. Pero ¿en qué fuente se inspiró Shakespeare para la acción intrínseca? Nos lo explicará un joven poeta, Grillparzer, quien en el año 1817 apuntó la siguiente notable observación:
Macbeth es quizá la obra más grande de Shakespeare; sin duda es la más verdadera… Creo que el genio no puede dar sino lo que encontró e sí mismo y que no descubrirá pasión o ideología alguna que no lleve en el propio pecho como ser humano. De ahí las miradas tan acertadas con que los jóvenes a menudo saben juzgar el corazón humano, mientras que los fatigados por el mundo, por aguda que sea la observación de que están dotados, no saben sino balbucear cosas mil veces repetidas. ¿De manera que Shakespeare habría sido asesino, ladrón, mentiroso, traidor, ingrato, demente porque supo describir esos caracteres tan magistralmente? Sí. Es decir que debía tener él mismo la índole para todo ello, sólo que el predominio de la razón, el sentimiento moral impidió que nada de aquello se desatase. Tan sólo un hombre con enormes pasiones puede ser poeta dramático, creo: “con tal razón les ponga frenos e impida que se manifiesten en la vida común.”
Esta observación  ̶ tan importante no sólo para la psicología del genio ̶ también más que nada importante como elemento de juicio sobre el dramaturgo Grillparzer; observación corroborada además (pronto la veremos) por esas confesiones de Shakespeare que son sus Sonetos, emocionó al joven que la anotó hasta el punto que prosigue exclamando: “¡Quisiera que algún poeta leyera esto!”
Ahora bien: muchos después de Grillparzer le han dado la razón declarando que, también para ellos, “Macbeth” es la obra más grande de Shakespeare. Y casi todos los críticos concuerdan en que “Macbeth” es, entre las tragedias de Shakespeare, la más clásica, la más acabada en cuanto a la forma y la que más se aproxima al espíritu de la antigüedad griega. Efectivamente, admitido que frente a una que otra obra de Shakespeare se comprende cómo ha podido nacer del error que por tantos años cautivaba a tanta gente, de creer que él fuera una especie de poeta ingenuo, poeta popular que, indiferente y despreocupado, a modo de salvaje borracho echara ante nosotros sus ocurrencias, un genio inconsciente al que poco le interesase reflexionar, calcular y componer intencionalmente, nadie capaz de observar podrá, frente a “Macbeth”, abrir la menor duda de que todo en este drama es planeado, estructurado, sabido, intencionado; todo: la composición, el orden de las escenas, cada discurso y cada palabra, todo cuanto se hace y se dice, y todo cuanto se calla. Composición tan rigurosa se equipara con nada mejor que con los músculos, tensos en el rostro de Macbeth cuando, desde la torre de Dunsinante, espía el advenimiento del Destino que él cree que nada podrá hacerle… Tan resuelta firmeza en la composición que no tiene cueste lo que cueste, se traduce también en el hecho que esta tragedia es la más breve de todas la de Shakespeare: “Hamlet” ̶ la más larga ̶ tiene 4000 versos y  “Macbeth” tan sólo 2100…
Impulsos demoniacos o, digámoslo tranquilamente: diabólicos en el alma humana y fuerzas demoníacas, externas y reales, emisarios del infierno, se dan cita en nuestra tragedia que  ̶ lo vemos a primera vista ̶ así, por tan activa intervención del reino de los espíritus, se destaca de las otras. Acabamos de enterarnos de que estos rasgos son propios de la leyenda tradicional. Sin embargo, cabe preguntar: ¿cómo es eso? ¿En qué relación se hallan aquí la religión, la superstición y el saber? Y ante todo: ¿cómo podemos conciliar tal asunto con nuestra moderna interpretación del mundo, basada en las ciencias naturales?
Empecemos por tener presente que Shakespeare, el amplio y múltiple, es poeta dramático y lo es, con ineludible necesidad, porque tiene que guardar su secreto, porque oculta la unidad de la persona que es más bien una pregunta del Destino y una lucha que no una seguridad indiscutible, detrás de la múltiple variedad de los personajes. Así es como la filosofía y el clima espiritual que dominan en determinado drama, corresponden en un todo al modo de pensar y al carácter del protagonista con los matices y cambiantes condiciones de la acción dramática. No exageramos al decir francamente que en un poeta como lo es Shakespeare, la filosofía, la cosmovisión es, en un grado mucho mayor del que generalmente se tiene en cuenta, nada más que un elemento formal que cambia según las necesidades artísticas. Lo que es verdadero para un drama determinado, no debe, pues, nunca ser extendido a la totalidad de la persona y obra poética y su actitud general.
Asimismo, vale decir que los espíritus elementales, las apariciones, los fantasmas se amoldan en cada caso al ambiente poético, a la vida intrínseca de los portadores de la acción. En “Sueño de una noche de verano” sopla, pues, ese aire del Renacimiento, lúcido, burlón, y satírico como en Ariosto, un clima romántico que es expresión más bien de cierto funcionalismo que de un misticismo oscuro. La aparición del genio de Julio César con su lenguaje claro y digno está en perfecta armonía con aquella autodeterminación estoico-republicana de los nobles y cultos ciudadanos de la Roma antigua. Imaginémonos, por un instante, a las brujas del erial escocés mundanas a aquel drama romano, o a un duende como Juck o a un rey de los elfos como Oberón mundanos a “Macbeth” y sabremos desde ya que tenemos que ver con un poeta soberano y que cualquier pregunta por su cautiverio en la religión o la superstición no podrá hallar respuesta satisfactoria y clara, si queremos fundamentarla en sus dramas.
En lo que a la época de Shakespeare respecta y a las convicciones que compartían los mejores intelectos entre los coetáneos, es menester aclarar      que lo que nosotros nos inclinamos a llamar superstición, no es tanto un residuo de tiempos pasados sino más bien el comienzo de una nueva y natural interpretación del mundo. La ciencia no vino desarrollándose paulatinamente, creciendo de un germen insignificante y modesto y si hay algo que, en este dominio, ha evolucionado de los comienzos más pequeños hasta adquirir apreciable cuantía, es precisamente la modestia y la resignación. En un principio, allí en tiempos de Fausto, los hombres creían que el saber les brindaría fuerzas gigantescas para  señorear la naturaleza teórica y prácticamente, y no consideraban a la naturaleza como inofensiva y sujeta tan sólo a normas objetivas ni mucho menos a fórmulas matemáticas, sino como una especie de acumulador rebosante de enormes energías. Venían algo enorme en la naturaleza con lo que admitían que no todo en ella es explicable y normal, sin dejar,  por ello, de concebir todo lo enorme como algo muy natural y cognoscible y manejable por las fuerzas humanas dominadoras.
     En todo aquello que hoy en día hemos superado y nos inclinamos a tildar de superstición: en la alquimia y la astrología, en la creencia en presagios y revelaciones por acontecimientos naturales, como ser terremotos, meteoros, eclipses y otras cosas por el estilo, se esconde la pregunta científica frente a un mundo liberado de las cadenas del dogmatismo y vuelto extraño, preñado, efervescente y caótico; esta pregunta: ¿No hay caso un nexo causal entre el dentro y el afuera, entre el destino humano y el movimiento cósmico? La pregunta es parte del conjunto del saber que se llama ciencia, por paradójico que suene el denominar “saber” a una pregunta; la contestación, en cambio, hallada por aquella época, es producto de una vigorosa imaginación poética, y ¡felices nosotros sí, pasados otros tantos siglos más, se dijese lo mismo respecto a nuestras actuales respuestas aquella pregunta!...
     Lo mismo vale decir referente a la creencia en las brujas, que nunca cuadró bien en el sistema dogmático de la era cristiana y creció exuberantemente sólo desde el siglo XIV y desarrolló sus teorías sólo en tiempos de la ciencia naciente. El docto rey Jacobo I –soberano de Shakespeare– dedicó no poco afán y pedantesco trabajo a ese tema.
      En todas partes vemos la misma tendencia –de la que es expresión también la creencia en las brujas– de no disolver en sucesos mecánicos lo arcano, el horror que inspira la obscura interdependencia entre la materia y el alma, para hacer, mediante la ciencia, sobrio al mundo experimentado antes como algo demoníaco, sino a la inversa, de concebir lo material como animado, como impregnado e inspirado por el espíritu. Lo divino y lo diabólico habían encontrado acogida dentro de lo natural; ningún ámbito debía quedar ya inaccesible para el conocimiento humano, ninguno ya más allá del dominio, de la magia humana… Hombres como Giordano Bruno y Jacobo Böhme, contemporáneos de Shakespeare –con el primero podría haber tenido trato personal en Londres cuando joven– emprendieron interpretar, con métodos de las ciencias naturales, las simbólicas verdades de la salud proclamadas por la religión, y establecer, así, una física y química conformes al cristianismo. Nadie había llegado en aquel entonces a la resignación que hoy en día para bien de la casualidad nos hace renunciar a la pregunta por el fin y el sentido de todo, renunciar, para bien de la ciencia, a la búsqueda de la verdad…
En aquella época, pues, en aquel grado de la fuerza creadora, de la vehemencia del espíritu investigador y luchador, ubicamos la creencia de los coetáneos de Shakespeare en el trato entre hombres y seres elementales y demoniacos que aquellos se imaginaban como confiados a las materias y fuerzas naturales, y no nos interesa aquí y ahora saber hasta qué grado el poeta compartía tal creencia ni en qué grado él, poeta en fin, se complacía en jugar con ella, a título de tentativa, de tentación, de sensación trágica y demoniaca…
Lo impresionante, lo singular en la obra poética que nos ocupa, es que Macbeth queda a merced de los demonios sin haber celebrado supuestamente un pacto con ellos, como por ejemplo Fausto en el libro popular y en Marlowe. Es la suya una relación a modo de simpatía y telepatía: atrae a las fuerzas infernales tan sólo porque sus pensamientos, sus impulsos, sus oscuros deseos y vagos planes les son afines; y tan sólo por ello se le tornan visibles los espíritus que siempre andan volando alrededor de nosotros… ¡Qué mundo! ¡Qué armonía preestablecida del infierno! Cuanto en el fondo más hondo, más tenebroso de nuestra alma brota y emite, inseguro, tanteando, tiernas raicillas incoloras aún pálidas, todo ello corresponde a la par a las tentaciones que nos sostienen de afuera, no de los bajos fondos del alma, sino desde el omnipotente mundo infernal, buscándonos, pidiendo que las dejemos entrar, revoloteando en torno a ver si pueden posar vuelo en nosotros. El mundo terrenal no es sólo un mundo de metabolismo, es decir del continuo intercambio del cuerpo del individuo con el mundo material, sino que es un mundo en que las fuerzas, las almas, los demonios por dentro y por fuera están en constante interdependencia.
Los legos, los normales, los hechos y derechos decimos así no más: donde hay gana, hay mañana, donde hay una voluntad, hay también un camino para realizarla… pero no pensemos a cuán extraña interdependencia, a cuán extraña comunión aludimos al decirlo. Pues cuando lo espiritual en nosotros, que llamamos voluntad no necesita sino mover el dedo y ¡mira! ya se realizó, ¿no es como si en la materia esperasen fuerzas elementales prontas a recibir nuestras órdenes, prontas a obedecerlas y siempre a disposición del pensamiento dispuesto a usar de ellas? El lactante quiere mamar en los pezones, los pezones ¿acaso no quieren ser vaciados y aliviados? ¿Y acaso no sabemos que quizá no en las ciencias naturales, pero si en el mundo moral, que es el que importa al poeta, la materia que nos sirve, que utilizamos y deseamos y estimulamos y transformamos, podría adueñarse de nosotros, que podría llegar a devorarnos vivos?
Ninguno de los influjos infernales obra sobre Macbeth sólo desde fuera, sin ser provocado por su disposición anímica; pero al tiempo vale lo inverso: que nada de lo que brota en su alma queda sin apoyo, ni ayuda ni… engaño por parte de lo demoniaco. En ello consiste lo propio de nuestro drama que, así, se parangona a la tragedia antigua pese a originarse en la esfera de  la magia natural cristiano-renacentista. ¡Oh, dios mío, qué no sería de nosotros si los demonios nos ayudasen a realizar nuestros impulsos más secretos, aunque fuera tan sólo así como ayudan a Macbeth: con presagios augurios y saludos solemnes! ¡Y si, como en el caso de Macbeth esa ayuda fuese en verdad una trampa, el presagio ambigüedad, las promesas burlas y los saludos un escarnio! Mientras tengamos presentes las reflexiones que acabamos de hacer, y que son imprescindibles para una íntima comprensión de esta tragedia, acompañaremos a Macbeth, por más horrendos que fuesen los crímenes, como a un hermano de nuestra alma que, empero, en una realidad palpable, en un plano más alto que el nuestro, personifica y experimenta lo que nosotros guardamos por dentro, oculto y sin realizarlo. Macbeth exhibe, pues, ante nuestros ojos, no una realidad, causal y externa, acaecida en tiempos lejanos y fabulosos, sino que nos señala nuestro propio y más inminente peligro, lo que hay en inmediata vecindad de nuestras emociones y nuestros deseos: nos muestra cómo en verdad somos por dentro. Es un ser predestinado a lo trágico, presa de lo demoniaco desde siempre; es un ser elevado más allá de las medidas humanas y torturado más allá de las fuerzas humanas como aquel nuestro padre Prometeo invitado a la mesa de los dioses, como aquel nuestro hermano Edipo sobre quien, ya antes que hubiera nacido, los dioses echaron la suerte como suelen hacerlo en ese juego que practican allí en lo alto…
Ahora estaremos, creo, preparados para escuchar quién es Macbeth, qué es lo que hace, lo que sucede.
Es uno de los grandes de Escocia, primo del rey Duncan. Mientras Malcolm, hijo mayor del rey, no sea declarado mayor de edad y heredero legal de la corona, Macbeth tiene todo derecho a considerarse sucesor de Duncan. Pues como en casi todas partes valía en aquel entonces para Escocia esta norma: no hay sucesión al trono consagrada por una ley, sino que existe tan sólo una mezcla de privilegios de los nobles para elegir un rey y de dignidad real hereditaria. De modo que no siempre responde al hijo mayor la sucesión, sino que a menudo la realeza recae sobre otro miembro de parentesco cercano o lejano con la familia real, que se haya destacado por su energía o por hazañas triunfales.
De todos modos, Macbeth, desde mucho tiempo atrás, está dominado por una sola idea, la de ser rey. En hora decisiva, su esposa le recuerda desde cuantos años ese pensamiento viene taladrándole el alma. Y ahora le llegó y ya pasó el momento trascendental… En duras luchas en que realizó milagros de valentía y estrategias mientras el blando rey se quedaba a la expectativa, Macbeth, junto con Banquo, aniquiló toda resistencia de los enemigos interiores y de los exteriores, los noruegos. Tambaleaba el trono; ahora está seguro. Macbeth recibe ricas recompensas, es enaltecido en rango y poder; pero, inmediatamente después de la batalla, en presencia de Macbeth y de los paladines más allegados al trono, Malcolm es designado heredero del trono por el rey Duncan. ¿Y así quieren que siga todo? ¿Qué el salvador del reino, él, que desde tanto tiempo ya, abrigaba la esperanza de ser rey alguna vez, desde ese instante, desde el instante de su mayor hazaña y gloria, quede excluido de la sucesión del trono?
¿Excluido ahora cuando su vocación, su íntimo y más secreto deseo, le fue aprobado por los demonios, ahora mismo, inmediatamente después de la batalla? Fuimos testigos de cómo, por vez primera en su vida, aquel mundo arcano le hablo, no desde dentro, sino realmente desde fuera… Y de que aquellas tres weird sisters hermanas de la fatalidad, que se la aparecieron durante la tormenta en el erial desierto, no son visiones de su imaginación sobre excitada, sino que son reales representantes del mundo de los espíritus, de ello es testigo el general Banquo, que estuvo presente y hasta hablo con ellas…
All hail, Macbeth! hail to thee, thane of Glamis!
All hail, Macbeth! hail to thee, thane of Cawdor!
All hail, Macbeth! that shalt be King hereafter.[1]

Así lo saludan las horripilantes mujeres. Lo primero, lo es poco ha: lo segundo le parece imposible porque el thane de Cawdor vive aún, y pese a todo, el presagio se cumple del modo más asombroso; y ¿lo tercero? “Serás rey…” las brujas sabían en una ocasión lo que los hombres aún ignoraban. ¿Y ahora?... ¿qué vendrá? Oh, parece que pronto llegará a volverse realidad aquel augurio de grandeza por venir; parece que la realización pende de la decisión que él mismo tome: ¡el rey pernoctará hoy en Inverss, en el castillo de Macbeth!...
Todo ha de ser preparado; ahora, ahora mismo ha de realizarse, ha de prepararse lo que debe suceder, lo que le  fue anunciado… ni por un instante deja de inquietarle esta idea…
Y en su casa está, esperándolo, la mujer que comparte todos sus planes con un amor conyugal de los más devotos, que lo inspira y lo entusiasma:
Hay que avisa a ella, que lo prepare todo… y, más veloz aún que él mismo, cabalga un mensajero para llevarle la noticia: ¡Viene el rey, viene hoy por la noche, ya está por venir!...
Fatigado a muerte se apea el mensajero, sin aliento; así  no podrá presentarse ante la señora; un criado le comunicará, pues, la nueva. Es ésta “la gran noticia”:
The raven himself is hoarse
That croaks the fatal entrance of Duncan
Under my battlements[2].

¡Estupenda la celeridad con que se siguen y ensamblan los acontecimientos! Ella  ̶ los dos están ininterrumpida comunicación ̶  acaba de leer la carta traída por otro mensajero anterior que la informó sobre la victoria obtenida por Macbeth, el encuentro con las brujas y la inmediata realización de la primera profecía. Hay, pues, en ella cierta predisposición: aquello debe suceder, debe ser hecho. Y ahora cuando la oportunidad de hacerlo está por visitarla en su propia casa, ella está decidida, madura…
Aquí es donde por vez primera echamos una mirada observadora sobre la extraña igualdad y desigualdad de eso esposos unidos por el amor.
Sorprendemos a Macbeth en sus más íntimos pensamientos, en sus reflexiones dialécticas que mueven y remueven los acontecimientos. Le han venido un anuncio y una promesa sobre humanos, metafísicos. No pueden ser falaces, pues, ̶ así concluye el ̶  de inmediato se le ha dado como una garantía de su cumplimiento. Malo sería, pues, para él lo no palpable, lo irreal, lo falaz. Pero ¿acaso es buena la profecía? Buena no puede ser porque Macbeth no sabe esperar, tranquilo, paciente y confiado hasta que se cumpla: él piensa en un asesinato y no piensa en confesárselo. Pero de repente una voz en su alma debe ser bueno e inobjetable; que se sosiegue, que espere, pues esos espíritus le dijeron la verdad, ¿no es cierto?
If chance will have me kin, chance may Crown me,
Without my stir.[3]

Todo esto cambie tan pronto como se ha presentado ante el rey; de repente se aclara el significado de la profecía; de repente todo se convierte en estricta y urgente amonestación a actuar… el rey designa sucesor en el trono al príncipe Malcolm; le quita, pues, lo que es su derecho, lo que le pretende, lo que necesita. Y, a la vez, se presenta la oportunidad: el rey se hospeda en su casa… esto es, pues, lo que quiere el Destino… le impone actuar; si no actúa, no será rey…
Sin embargo, él tiene que serlo, y pronto; el Destino quiere, pues, que colabore: ahora es el momento que nunca volverá. Así es como el interpreta el entretejimiento de los sucesos externos e internos.
Y sin embargo, vacila todavía y le place vacila… presiente que la decisión vendrá por sí sola, en casa, por su esposa. Por ello manda con tanta prisa al mensajero; por ello se apura por llegar antes que el rey; quiere, debe escuchar el consejo, la voz de ella…
Ella es la más cara de compañera de su grandeza  ̶ así la llama el mismo ̶, y el amor de esta pareja a la que la muerte arrebata a sus hijos, se concentra exclusivamente en su gran designio, en ese fruto de su ambición; él piensa, vacilando aún, sin decidirse, más lo que el viene urdiendo, reflexivo, ella, una vez enterada, lo mantiene y lo defiende con abnegado afán. Ella no es una mujer hombruna ni furia, es muy femenina aún es su aspecto exterior; sabemos cuán pequeña es su mano y oímos cómo su esposo con uno de los muchos nombres amorosos que suele darle, la llama “tierna mujer” y hasta “querida palomita”.
Es ésta la diferencia entre ambos: la distancia entre la subconciencia y la conciencia es otra en ella que en él; otras son las oscilaciones entre el propósito, la idea, la imaginación, y el sentimiento en ambos.
El plan, la idea: “debo ser rey”, es de él, no cabe duda; está dicho expresamente. Ella lo acepta, le sigue y luego se le adelanta porque todo cuanto ella ha de reconocer como necesario, se torna voluntad sin freno que no admite la existencia de obstáculos. La idea de usurpar priva sobre toda otra reflexión y el sentimiento queda, inerme, muy por dentro. “quieres: pues hazlos”. No hay cosa más clara.
Macbeth, en cambio, sufre inhibiciones producidas por su conciencia, en el ámbito de la razón ̶ razón en el sentido más amplio de la palabra ̶: en él hay la moral, la religión, hay vacilación y la falta de decisión a causa de su raciocinio. Él es de intelecto amplio, por naturaleza; ella, en cambio, es estrecha y por ello extrañamente clara, distinta y definida. El pensar, el planear, para ella no es otra cosa que buscar los medio para lograr un fin. Ella no comprende cómo se puede vacilar y titubear: lo sacude, capaz de hablar de él y de hablarle a él casi con desdén.
Es muy verdad la señalada por Grillparzer cuando dice: “en este drama, Shakespeare no describió sólo a Macbeth y su esposa, sino al hombre y a la mujer en general.” mejor aún se diría que el poeta no permite  por un instante al individuo tan peculiar que es Macbeth en esa su situación individual e irreparable, alejarse del ámbito de la típica conducta de mujer a esa individual e irrepetible mujer que es Lady Macbeth. Cuando Grillparzer prosigue explicando que la decisión está madura, desde el primer momento, en el alma de Lady Macbeth, hay que aceptarlo con cierta reserva y añadiendo que es el pensamiento de su marido en el que ella se torna inmediata decisión y dura energía para realizarlo. De todos modos es cierto que ella decide a su esposo a cometer la acción, que ella lo entusiasma, no dejando que salga ya de la prisión de su designio, y reteniéndolo allí como con garras. Citaremos ahora la observación tan certera e importante que Grillparzer apunta con estas palabras “Más ahora cuando se trata de actuar, de repente se invierte la relación entre los dos. Macbeth se horroriza, pero actúa; su mujer, la inhumana, la seductora, estuvo antes que él el aposento de Duncan, daga en mano, y…
Had he not resembled
My father as he slept I had done’t…[4]

Grillparzer, quien desde todo comienzo sabe que le poeta genial no produce ciegamente, sino que debe entender su oficio, añade con pleno entusiasmo: “a menudo me enojo conmigo mismo porque no abandono toda idea de escribir algo, después de leer otras obras como aquella.”
Ella no puede, pues, tener ideas originales ni realizarlas definitivamente, porque el horror le impide actuar; desde aquel dominio que ella intelectualmente no conoce ni admitiría si lo conociese, desde el dominio de los recuerdos, las asociaciones, las semejanzas y los sueños, desde aquella vida del pasado vuelta sentimiento surge alguna obscura advertencia y le paraliza la mano.
Sin embargo, lo que en un principio más se destaca, es la unión de aquella pareja, y no la diferencia entre los esposos. No menos horrendo que la intervención de las infernales brujas en la obra humana, es el ver cómo aquellos dos, en la preparación de un vilísimo asesinato, están unidos por el más íntimo amor. Así nos presentamos con admiración, sin horror, a un león y su leona; sólo que en el caso de los Macbeth, sabemos y comprendemos desde ya que su sed de sangre no es natural en ellos como lo es en un león sentimos que los dos, a pesar de todo, son seres humanos con sentimiento e imaginación, con sufrimientos y con compasión…
Con todo, lo que en un comienzo más nos impresiona, es la criminal oposición entre su mutuo amor y su deshumanización por un lado, y el contraste entre la confianza del rey y el alevoso plan de los Macbeth.
Macbeth llega; salta del caballo; sabe que la cabalgata real le sigue de inmediato; hay tiempo sólo para decir, de prisa, unas cuantas palabras; sin embargo, bastan para que ambos se entiendan:
My dearest love,
Duncan comes here to-night[5].

Así entra Macbeth. Con esta frase, escueta conjuradora, tierna al par, ella lo sabe todo. Sin tardanza pasa a lo práctico con dos palabras, concentradas, enérgicas, cortantes:
And when goes hence?[6]

Y oímos la respuesta del esposo, respuesta vacilante y falta de sinceridad que dice nada e insinúa todo:
To-morrow, ̶ as he purposes[7].

Entonces por más que urja el tiempo, ella se concede un instante para estallar, aunque rápido con voz ronca, voz entre murmullo y grito:

O, never
Shall sun that morrow see![8]

Llega el rey. Se siente muy bien: es la noche después de la batalla victoriosa; todo el aire le parece como impregnado de un clima de paz y de descanso tranquilo. Banquo hará en ese momento las más variadas reflexiones sobre lo por venir próximo y lejano… estuvo presente cuando las tres mujeres prometieron la corona a Macbeth; muy bien lo observo en aquella escena y recuerda que las sabias hermanas le anunciaron a él, Banquo, que sus hijos y nietos llegarían a ser reyes algún día. Banquo confirma pues al rey en su confianza que no sospecha de mal alguno.
Se sientan en la mesa. Macbeth no está todavía decidido; no tiene en cuenta que debe llamar la atención de él, el anfitrión, deje solos a los convidados. O puede quedarse sentado allí, tranquilo, sale reflexiona. Todo debería acabar pronto; sin embargo, hay que pensar en las consecuencias… ¡Cómo lo juzgará el mundo! ¡Quién le comprenderá! ¡Dónde encontrará compasión! Inaudito es crimen el súbdito asesina al rey; el primo al pariente consanguíneo; el anfitrión al huésped… asesinará al que confía en el, lo hará de noche; podría caer sobre él una sangrienta venganza…
Aproximase la mujer; ella no comprende nada de todo eso. ¿Para qué ahora una conducta tan sospechosa? Si lo resolvió, tiempo ha, ahora llegó la oportunidad; no lo negará, ¿Cómo vacila entonces? Él ha jurado, así mismo y a ella, que será rey, y debe hacer lo que ha jurado. Ni con mucho se le ocurre pensar en lo agrado, lo inviolable que es un juramento, más que otra acción humana. Ella no tiene en su cerebro sino esta idea: juramento significa atenerse a la palabra jurada. Lo formaliza,  sin admitir discusión; terca, estrecha, le repite lo que él mismo ha dicho tantas veces. Y para demostrarle lo que es conducta de consecuencias y digna de un varón, le señala lo que ella, no obstante su condición de mujer, sería capaz de hacer por horrendo, por indescriptible que sea, cuando se lo hubiese propuesto y jurado a sí y al marido… Lo dice con cierto sentimiento fiel a sí misma y a su destino y de cumplir su palabra; lo dice y lo cree:
I have given suck; and know
How tender it’s to love the babe that milks me:
I would, while it was smiling in my face,
Have pluck’d my nipple from his boneless gums,
And dash’d the brains out, had I so sworn,
As you have done to this.[9]

   Esa su lógica, consecuencia, decisión junto con el helado patetismo con que impone su voluntad, es cual centellante daga que atraviesa la oscuridad nocturna que flota, inquietante, en torno a Macbeth y en Macbeth mismo. En ese momento estamos convencidos que aquel hombre nunca podría cometer el crimen, si no existiesen aquellas potencias demoníacas, aquellas fuerzas diabólicas que le hablaron –interpretando sus propios pensamientos– por boca de las salvajes brujas que tan solemnemente lo saludaron, y que ahora vuelvan a hablarle por boca de su hermosa mujer; si lo horrendo no lo atravesé cual encanto fantasmal y amoroso superior a toda resistencia humana. Así es como lo demoníaco sale de su fuero íntimo, en forma visible y palpable, cuando ahora somos testigos de sus primeras alucinaciones. La daga –una daga como serviría para su crimen– la ve volar por el aire, invitándolo, guiándolo en el camino… Ahora sí está decidido a actuar como quien inclina la nuca bajo el yugo que no puede evitar. Ahora sí se siente como acogido en el mundo e los espíritus, como si el irresistible impulso que se señorea de un esclavo de la voluptuosidad. Ahora Macbeth entró en el círculo mágico; celebrando está el pacto con las fuerzas elementales; ahora hace lo que debe hacer; serio horrorizado, como un condenado sin esperanza de salvarse.
     Ínterin, la mujer se preocupa de preparar con toda circunspección lo que ha de ser preparado. Puede hacerlo tranquilamente; pues ¿Qué podría estorbarla? Mezclar el filtro soporífero, embriagar a los hombres cabe perfectamente dentro de sus quehaceres de ama de casa y cocinera, y nada más simbólico hay en todo ello que pudiera provocar en lo más profundo e su alma alguna reacción espontánea e inconsciente.
     Así se perpetra el crimen. La embriaguez se ha adueñado de los invitados, el pesado sueño aturde a los guardianes a los que ella, como practicado algún arte casero y tradicional, pinta con sangre antes que Macbeth con rápida decisión les dé muerte…
     El arrepentimiento no trata en atormentar a Macbeth en ininterrumpido acoso. Cree escuchar voces que pasan por la noche:
“Sleep no…
Macbeth does murther sleep…”[10]

Y siente que en adelante él mismo ya no podrá conciliar el sueño por siempre jamás….
     Ella, en cambio, sigue aún por mucho tiempo tranquila y comedida; las voces que ella oye son sino las que le son familiares desde tantas noches en aquel castillo de Inverness: el grito de la lechuza, el zumbar e los grillos. Ella no ha pasado a un mundo nuevo. Racionalista, ella le confirma a su propósito diciéndole que no hay que reflexionar mucho sobre tales empresas: cada uno debe mirar de cerca lo que está por hacer; un poco de agua le lavará la sangre de la mano…
     ¡Cuán distinto será todo cuando vuelva a hablarle sobre este mismo aspecto del crimen!
     Por lo pronto, todo resulta bien; la llamativa e irreflexiva conducta de Macbeth no parece ser sino el atrevimiento de un hombre poderoso. Los príncipes huyen y con ello se hacen sospechosos. Es lógico, pues, que Macbeth, el heredero legítimo, el más poderoso de todos, sea proclamado rey. Se cumplió la profecía que nadie conoce fuera de él y su esposa y Banquo.
     Y donde nadie se atreve a expresar sospecha alguna, Banquo también calla. Parece que haya entre ellos como un tácito entendimiento, Banquo es una especie de cómplice y coautor por haber estado presente en el encuentro con las brujas. Es como alguien que espera hasta que le llegue la hora. Y ¿acaso no tiene doblemente razón para hacerlo? ¿Acaso no le han predicho la sucesión en el trono, si no a él mismo, al menos para su estirpe? ¿De modo que Macbeth hubiera perpetrado el horrendo crimen para él, Banquo, y para sus herederos? No: esta vez Macbeth recogerá el guante que el Destino le echó, se opondrá a la predestinación; no admitirá que se cumpla lo que las portavoces de la fatalidad le anunciaron… Banquo y también su hijo único, ambos deben desaparecer de este mundo. Lo que debe a su destino, a su propio destino que requiere oponerse a la profecía hecha para otro y hacer lo que es necesario hacer.
     He ahí lo peculiar en ese Macbeth que pone todo lo suyo en una cosa, en el poder, que se dejó llevar por su imaginación hacia una sola meta contra la que se estrellará: que en adelante seguirá a su impulso y a la necesidad fatal como si cumpliese con un deber. Goethe lo vió claramente: en Macbeth, el querer se torna deber. Ha cumplido su acción en Duncan, por su inexorable mujer, y ahora sigue culpa tras culpa… Todo lo cumple, pero lo cumple severo, duro, con desesperación de acorralarlo, como un esclavo.
     Imposible imaginarse que Macbeth pudiera reír alegremente o sonreírse; más tarde, avanzando ya un peldaño más, podrá reír a carcajadas, con escarnio, cuando piensa en que es invencible y está seguro de lo que las brujas le revelaron…
     Cada vez más grande se torna la soledad alrededor de ese hombre sin risa. Todavía es buena y suave a su conducta con la reina, aunque ya deja de comunicarle sus secretos… Ya no es el hombre de antes que tantas veces y tan confiado y contento le descubría lo más íntimo de su alma y le contaba sus ensueños y sus planes… Le basta la experiencia de las consecuencias que esa confianza acarrea; se retira al silencio, ahorrándole penas a ella y a sí mismo. Sólo proyecta el asesinato de Banquo, valiéndose de criminales que, aparte de la recompensa que les pagará, tienen motivos personales para vengarse de Banquo. Sucede el crimen, malográndose su elemento fantástico que debía contrarrestar el destino anunciado: el heredero de Banquo puede huir, con lo cual la verdad de la profecía de las brujas vuelve a confirmarse; pero Banquo, el real peligro para la realidad del rey, dejó de existir.
     Desde ahora lo demoníaco brota violentamente dese su alma y se materializa. Tiempo a que el desdichado hombre se fuerza a realizar lo que va más allá de su poder, de su naturaleza. En el mismo instante en que él, desde la conciencia clara, obliga a su lengua a respetar su voluntad y a decir unas simuladas excusas y quejas con que lamenta la ausencia del que él mismo hizo asesinar, la subconsciencia le presenta corporalmente la figura del asesinado tan sangrienta y mutilada como la imaginación se lo pinta, allí dentro, en el fondo de su ser… Sólo él ve la aparición; nadie de los convidados al banquete la ve; y de ninguna manera la ve, la lady que otra vez más se nos presenta en esa escena con todo el racionalismo que le es propio, porque comprende bien lo que ha sucedido, sin poder comprender cómo uno puede conducirse cómo se comporta Macbeth: querer y no querer; actuar conforme a la reflexión y luego arrepentirse; ¡qué conducta más extraña!
     La aparición de Banquo es una alucinación producida por la angustia y el horror. Nadie la vió, pero todos oyeron, oyeron palabras del rey horriblemente traidoras… Ahora todo el país sabe que el rey subió al trono mediante un aborrecible asesinato; sus propios labios no pudieron guardar el secreto. Y él, a su vez, sabe que todos los demás ahora lo conocen… Comienza así un régimen de terror; no puede menos de imponerlo.
             
We are yet Young in dead.[11]

     Con terrible amargura se disculpa ante él mismo por su susceptibilidad. Sabe que debe seguir su camino tal cual lo inició. Y ahora va en busca de las que una vez antes cruzaron su camino por casualidad, como por casualidad. Sabe, y esta misma noche se lo ha confirmado la aparición e Banquo, que él no es como los demás. Él está al servicio de los demonios y quiere que ellos le presten servicios. Todo lo quiere saber, conocer a fondo lo que el destino le depara. Hará todo lo que requiera lo que comenzó, aun cuando hubiese menester marchar y seguir marchando en corrientes de sangre. ¿Atrás? Imposible. ¡Adelante, pues!
     Así es como él, severo, resuelto, visita a las brujas en su antro. Mas cuando llega allí, buscándolas por propia iniciativa, ella ya no son las mismas de antes. Un viraje se ha producido: Hécate misma, la dueña y diosa de la magia infernal, ha intervenido entretanto. Hasta aquí los malos impulsos y las malas fuerzas le servían y le ayudaban a adelantar. Pero ahora, cometido el más horrible crimen, muerto definitivamente su yo mejor, tomada la resolución de seguir por el camino del mal, es inevitable que se hunda en la más completa ceguera: en la ilusión de ser un Cesar, un dios, un inviolable, un predestinado.
     En el antro de las brujas se le revelan tres nuevas profecías que se ensamblan de la manera más extraña y, sin embargo, para él no encierran ninguna contradicción.
     La primera le advierte contra Malcolm. Bien, tal advertencia es buena e indudablemente sincera. El mismo nunca le tuvo mucha confianza. Fácil es remediar tal peligro. ¿Por qué no se logrará eliminarlo? Y más cuando la segunda profecía le garante que nadie nacido de una mujer, es decir ningún ser humano le podrá hacer daño alguno. Y la tercera le asegura que será invencible mientras no avance contra su fortaleza de Dunsinane… ¿qué?... ¡el bosque de Birnam! Sí, sí, con palabras tan aladas, en imágenes tan atrevidas suelen pronunciarse esos espíritus fantasmales; ya lo sabe. Y se la traduce en nuestras palabras humanas, porque ahora aprendió a no morar en el reino de la fantasía: la realidad le ha enseñado a ser sobrio. ¡Siempre, pues, siempre, durante toda su vida, será invencible! ¡Ningún ser humano lo superará! Ahora sí obtuvo lo que le hará soportable la vida, lo que lo libra una vez por todas de las angustias… Pues lo que en todos sus ataques le asustó tanto ¿qué fue sino esa inseguridad de no saber a qué atenerse, de no saber cuáles serían las consecuencias? Esto fue lo que siempre temía. Pero ahora tiene lo que necesita, lo que lo confirma y protege, y le enlace más allá de todos los demás seres humanos: tiene seguridad. Esa seguridad que Hécate le da como obsequio el infierno.
     Tiene la seguridad, pero no es hombre para abandonarse a ella. Pues todavía no olvidó cómo comenzó todo: que los espíritus tan sólo pronuncian la profecía, pero que es él quien tiene que realizarla. Apenas si por un instante se entrega a la satisfacción que le da el saberse seguro; luego insiste en saber aún más; su voluntad quiere volar ya más allá de la tumba… ¿Llegará a reinar sobre Escocia la progenie de Banquo? Y ve ante sus ojos a aquellos gloriosos reyes por venir que no serán herederos suyos, sino herederos de Banquo… (Dicho sea de paso, que los contemporáneos e Shakespeare vieron en esta escena una ovación para el rey Jacobo, quien remontaba su ascendencia hasta Banquo; es un pormenor que hoy día no interesa. Macbeth ya está harto de todas las brujerías: se les opone con todo furor, aunque sabiendo que es inútil rebelarse contra el Destino, ante todo cuando al abandonar el antro, recibe la ingrata noticia de que Macduff se ha refugiado en Inglaterra. Comenzará un nuevo régimen, hoy mismo: Macduff no hubiera podido escaparse si él desde un comienzo hubiera procedido contra aquél como su recelo se lo aconsejaba. Ahora sí ha llegado hasta donde su mujer quiso que llegara. No debe haber laguna entre el pensamiento y la acción. Sin reflexión, sin pausa hará en adelante todo cuanto se proponga, cuanto se le imponga. Desde siempre le han perjudicado la cavilosidad, la reflexión, la contemplación de sus actos, antes de cometerlos y después. En adelante se pondrá fin a todo aquello: ahora tiene seguridad, seguridad ante todo respecto a su deber de segarlo todo en torno de su trono, cual ángel exterminador, para que acabe por estar en el vacío, sin peligro, inaccesible y elevado… Macduff se fue, el único que le inspiraba temor. Ahora él hará lo suyo, para lo que no necesitará de espíritus; nunca más tratará con ellos porque le predestinan una vida infernal, porque no le conceden hijos ni herederos que gozarán de lo que hizo para ellos y expiarán su crimen. Sin demora ordena se asalte el castillo de Macduff, que se destruya todo, que se asesine a su mujer y a los hijos del fugitivo.
     Y más grande aún tórnase la soledad en derredor de Macbeth. Hasta de su mujer lo separan ahora barreras fuertes como los portones del averno, porque ahora cuando ha llegado a ser como ella quiso que fuera, ya no necesita expresar ni puede expresar lo que siente; su expresión en la acción… Ya no tiene comunión con nadie, ya no tiene amor, ya no tiene sexo. Es el tirano: lo único que en él vive, son sus crímenes.
     Por un tiempo desaparece del primer plano del drama, como antes desapareció la lady: sólo por los efectos adivinamos su presencia. Ahora se destaca la personalidad de Macduff, duque de Fife, representante de otro mundo muy distinto al que nos abandonamos con un suspiro de alivio. Macduff reconocerá como soberano tan sólo a quien tenga las virtudes de un sobreaño. Maravillosa esa escena en que el joven príncipe Malcolm en Inglaterra –allí es donde Macduff buscó refugio– lo examina para ver si no es traidor, no es un asesino enviado por Macbeth, atribuyéndose a sí mismo todos los vicios imaginables y Macduff, a la pregunta si un hombre tan ávido, tan cruel merece ser rey, estalla gritándole:
                         
Fit to govern!
No, not to live. –O nation miserable![12]

     Momentos después le llega al noble Macduff la noticia de la horrible ruina de su casa: del asesinato de su mujer y de sus hijos.
     Henos aquí ante una de las escenas más conmovedoras en toda la obra de Shakespeare: Macduff, asaltado por la enorme pena no dice palabra, esconde la cara en su sombrero y luego, cuando se le renueva el lenguaje, cuando se figura en una imagen como el buitre se lanza sobre el nido sin defensa, pregunta siempre lo mismo: ¿Todos? ¿Todos?…
        
All muy pretty chiken, and their dam?...[13]

     Luego cuando se sobrepone virilmente a su dolor, transformando su propio dolor por la pérdida de todos sus seres queridos en dolor por la patria, por el pueblo avasallado y humillado por sentimientos en toda nuestra aflicción como invadidos por un sentimiento de dicha. Hemos visto a un hombre que es un ser humano en que el amor, la ternura, la bondad, la claridad y el autodominio están en íntima armonía.
     En inmediatamente –al comenzar el acto final– se añade la gran escena entre los que son seres faltos de armonía. Horrorizados de nuevo, presenciamos cómo sale ahora de la Lady Macbeth todo cuanto vivía en ella de obscuros sentimientos, que ella nunca ha dejado salir a la superficie, sin saber que los reprimía. 
     Ante esa escena en que un intelecto estrecho pero enormemente poderoso acaba por sucumbir, al fin, por obra de la vida interior reprimida desde tanto tiempo atrás, podemos pensar en aquella palabra tan decisiva que señalaba la solución del conflicto en el “Mercader de Venecia”, aquella frase:
The man that hat no music in himself[14],

pues la música, la armonía es lo que se hallaba estorbada en aquel misérrimo ser, en aquella perversa mujer, y en la enfermedad del alma de esa sonámbula ahora nos conmueve hasta las lágrimas como si fuera la disolución de una disonancia musical. (No es extraño, pues, que aquella escena con Lady Macbeth sonámbula ha provocado toda una serie de óperas.) Ahora lava, sin cesar, las manchas, sin paz, sin lograr que desaparezca la sangre… Y antes, su racionalismo había opinado tan fríamente que bastaría lavarse las manos una sola vez para volver a tenerlas limpias… Ahora le roban el sueño Banquo y Lady Macduff en cuyo asesinato ella no tuvo participación inmediata; ahora suspira y llora cuando duerme y se destruye a sí misma desde dentro. Ese íntimo ser en ella, oculto muy por debajo de la superficie, reunió en sí todo cuanto ella no consideraba digno de tener en cuenta: esa otra lady Macbeth en el alma de la que, ante sí y el mundo, hacía de lady Macbeth. Y ahora este ser, el ser reprimido, se ha libertado y lucha violentamente con la mala y falsa usurpadora de sí. Luego se dirá que ella se quitó la vida “en un acto violento, con sus propias manos”… Es verdad, seguramente, verdad respecto a su fin y respecto a todos los años anteriores, no importa cuál haya sido su fin real.
     Esta escena se desarrolla en la misma fortaleza de Dunsinane donde vive el usurpador –y ¿acaso no tenemos siempre la impresión que aquellos dos antes tan unidos, tan tiernos cual pareja de loritos, viven, desde hace mucho tiempo, distanciados por millas y millas?... Así que no nos maravillamos al oír a Macbeth, cuando en medio de su última y desesperada lucha recibe la noticia de la muerte de la lady, alejar de sí esa noticia intrusa en el pétreo desierto que le rodea, tomándola por un informe desagradable e intempestivo nada más:
She should have died hereafter;
There would have been a time for such a word.[15]

Mas luego le sobreviene el sentimiento, no el de la tristeza por la pérdida de su querida mujer, de ese determinado ser humano, pero si algún sentimiento de reflexión sobre la falta de sentido de la vida. En ese instante cuando el enceguecido, el férreo hombre de la absortada seguridad, echa a meditar, vuelve en sí también aquel Macbeth que fue: y también para él esa resurrección de su auténtica personalidad es como un anuncio de su muerte. Mas cuando ese ser, desvelándose, vuelve a mirar en su torno y contempla el mundo deshecho, su vida deshecha, ¿qué es lo que ve? Ve que la vida es como la llama de una vela que ilumina el mohoso camino por el que lo necios vamos a la tumba… La vida es sino una sombra movida… La vida es:
        
A poor player.
That struts and frets his hour upon the stage,
And then is Heard no more: it is a tale
Told by and idiot, full of sound and fury,
Signifyng nothing…[16]

Nada, pues. Un sistemático de nihilismo no hubiese podido decirlo con más claridad, con mayor saña: nada ya le significa la vida. Y, en efecto, él ya no es un ser viviente, él ya no es él mismo… Pues ya no es más que un esqueleto vestido con el atavío real; ya no es hombre, sino sólo el papel que desempeña; es tan sólo ejecutor de lo que los demonios han hecho en él. Él es el actor que hace de tirano y que quiere, que debe seguir haciendo de tirano, de señor, de rey invencible… Tiene la manía de grandeza, la locura cesárea… Abriga la oculta esperanza de ser inmortal mientras que algo en él ansía más y más la liberación, la liberación de la muerte que él lleva como otros llevan su vida…
     Y ahora viene lo que él cree que nunca vendrá, que todo su ser se niega a creer posible: viene el fin, la némesis, la superación…
     En medio de su mundo de la realidad, de su mundo de los hechos, se yergue inesperadamente lo imposible: ¡el bosque avanza contra su fortaleza!....
     Ese acontecimiento es para nosotros –aun cuando supiéramos de leyendas similares– como un mito de hondo simbolismo: la vida, el verdor de la vida, se rebela contra la marmórea torre del tirano cuyo corazón es también de mármol…
     Conocemos, por medio de una leyenda de la tradición alemana, aquella saga del rey su fuerte castillo contra el cual avanzó algún día primaveral el rey Grünewald con muchos soldados, todos adornados con ramas verdes. Y la hija del rey exclamó:                          
Vater, gebt Euch gefangen,
Der Grünewald kommt gegangen! [17]

     Así es como el cuento popular el invierno es vencido por la primavera. Así es, asimismo, como Macbeth, el congelado, el invernal, es vencido por el ardiente, el puro príncipe Malcolm, por el caluroso Macduff, por el honesto viejo Sigward, hombre sabio y seguro de sí.
      Se cumplen, pues, los oráculos revelándose el doble sentido que encerraban; y como para duplicar la ironía trágica y como para vencer con sus propias armas al duro hombre de los hechos engendrados por lo demoníaco, todo lo demoníaco y mágico se disuelve en acarreamientos naturales, de modo que lo imposible no es tan imposible como lo es la seguridad absoluta y la majestad por gracia de las brujas, que el rey, el poseído, había tomado por indiscutible realidad… Cierto que el bosque mismo no puede avanzar hacia el castillo, pero sí pueden los soldados del ejército revolucionario llevar en sus manos ramas verdes para disimular así cuán grande es su superioridad numérica. Cierto que dijeron que nadie nacido de una mujer vencería jamás a Macbeth, pero también es cierto, – ¿no lo sabías tú, Macbeth, descreído y tan crédulo en las palabras de las brujas?– que Macduff tuvo que ser sacado del claustro materno antes que la madre lo diera a luz…
     Los jefes de aquel ejército que logra la victoria son, los tres –el joven, el varón, el anciano– hombres de probada armonía. En ellos hay equilibrio entre los impulsos y el espíritu; su sentimiento y su pensamiento tienden a unirse armoniosamente, su subconsciencia y su conciencia no están en pugna.  
     Fausto; el Fausto de aquellos tiempos, hizo un pacto con el diablo y terminó por caer víctima del diablo.
     En Macbeth, los demonios en su alma se han aliado con las potencias demoníacas del mundo. Es un poseído que tuvo éxito, que subió y se mantuvo imperioso en el poder como tantos otros criminales poseídos. Desde entonces ya no conoció dicha ni alegría porque sabía que él era una maldición para los hombres… Valiente, sí, pero sin saber por qué, es esclavo del deber, hombre duro y seco en su deber contraído, por cierto sólo para con el mal, defiende hasta el final su existencia, esa nada que era existencia…
             
I’ll fight, till from my bones my flesh be hack’s.[18]
     Tiempo a que le suena cual cuento de hadas el recuerdo de que ahora sentía remordimientos, que se arrepentía, que se horrorizaba y temía consecuencias, que temía a los hombres:
                           I have almost forgot the taste of fears:
                          The time has been, my senses would have cool’d
                          To hear a night–shriek; and my fell of hair
                          Would at a dismal treatise rouse, and stir
                          As life were in ‘r: I have supp’d full with horrors;
                          Direness, familiar to my slaught’rous thoughts,
                          Cannot once start me[19]
                       

     Como ya no comprende para qué se vive, tampoco comprende cómo uno puede llegar a poner fin a su vida voluntariamente, cómo uno puede querer liberarse del Destino mediante el suicidio. Nada comprende de cuanto tenga que ver con la libertad. No conozco carácter más perfectamente opuesto a Bruto que ese hombre subyugado por la manía cesárea… Cuando, en la batalla final, la emergencia ya no puede ser más grande, exclama con escarnio por parecerle imposible e inimaginable semejante idea:
                        
                            Why should I play the Roman fool, and die
                             On mine own sword?[20]

     De modo que ese tirano con su goce desmesurado de una ambición demoníaca, no es sino el siervo, el pelele del impulso vital, impulso de una vida que no tiene otro contenido que el poder sobre otros, el poder vacío y sin rumbo que puede mantenerse en pie tan sólo por continuos actos de violencia y que, aun para el usurpador, no tiene ni sentido ni sucesión. Y en aquella hora en que con la desesperación de su esposa antes más querida que nada, pareciéndole desaparecer todo, él mismo se dio cuenta de ello: una tan vacía voluntad de existir y de dominar es, en rigor, una voluntad nihilista. Mientras tenía aún angustia, arrepentimiento y pena, seguía viviendo de alguna manera en el reino de los vivientes, más cuando el infierno mismo otorgó aquella su tranquilidad y seguridad inmóviles, empezó a pertenecer al reino del vacío, a la nada, siendo ya no más que una sombra movida, un héroe teatral con múltiple clamor y furor, que llevó a cabo su papel como correspondía y, valiente, halló la muerte en la batalla como es propio de un héroe…
     Que yo sepa, sólo dos poetas posteriores pueden ser equiparados con el autor de “Macbeth”. Uno fue mencionado ya por Otto Laudewing: Goethe, el creador de “Tasso”. El segundo, para mí, es Dostoievsky, el creador de Raskolnikoff y de Iván Karamasoff.
     Al hablar así de “equiparar” con referencia a autores geniales muy distantes en cuanto a la época en que vivían, no quiero decir otra cosa que esto: que hay en ellos algo idéntico y algo diferente debido al “progreso” o a lo que se quiera, pero corresponderá a la transformación del espíritu de la época desde el cual o contra el cual todo auténtico artista debe levantarse.
     De modo que, cuando dese Shakespeare nos remontaremos al pasado, buscando quién haya sido como él, igual y sin embargo otro, no mencionaremos a nadie sino a Sófocles, reconociendo que la posición del ser humano frente al destino, y la relación de lo demoníaco exterior a lo interior, por iguales que sean en lo esencial, son, sin embargo, distintas en los dos poetas. El poder de lo racional, la libertad con que el hombre enfrenta la fatalidad, el poder del individuo, pues, de transformarse y de evolucionar, es mucho más grande en Shakespeare. Hasta en Macbeth, ese hombre siniestro, severo y severamente tratado por las potencias que lo sacan de su cauce habitual para llevarlo al reino de la seducción metafísica y del ocaso, y aun en su compañera, aunque de modo distinto, vemos claramente la posibilidad el metacoeîn, del arrepentimiento, de la vuelta en sí, del regreso hacia lo que uno es auténticamente, hacia lo que no puede no haber en lo más íntimo de ningún ser viviente.
     Vemos la misma relación al adelantarnos desde Shakespeare hasta los dos poetas que le siguieron. Lo igual en las obras de los tres poetas a que aludí –Shakespeare, Goethe, Dostoievsky– consiste en que el carácter del protagonista determina, de modo perfecto, su destino, que no hay la acción, por un lado, y luego, como desde afuera, el castigo, sino que la acción y el sufrimiento constituyen una indisoluble unidad; así en la acción, en el auténtico modo de ser del que fluye la acción, está también el sufrimiento, el castigo.
     Edipo se castiga a sí mismo por lo que hicieron los dioses al fijarle su destino.
     En cambio, esos hombres de los tiempos modernos son castigados por el espíritu universal no tanto con el destino que sufren, sino con el carácter que les es propio. Y lo que desata sobre ellos como un castigo desde fuera, es en verdad el comienzo de la redención: hasta para Macbeth que tiempo a que dejó de vivir cuando la muerte lo releva…
     Pero al señalar esa igualdad, señalamos asimismo el punto donde comienza la desigualdad entre los conceptos de Shakespeare y los de aquellos dos autores más cercanos a nuestra época actual. El castigo, la “némesis”, el desenlace trágico, no coincide, en los trágicos modernos, incondicionalmente con el término de la vida. Nuestro sentimiento y nuestra razón –pues la poesía sublime no habla exclusivamente al sentimiento– ya no necesita del efecto tan impresionante que causa el ver al héroe perder violentamente la vida y yacer luego allí inerte y muerto. Tasso como Macbeth, ambos viven su tragedia mientras viven; pero para Macbeth y su mundo es imprescindible que él, hombre de una vida violenta, halle también una muerte violenta, como es imprescindible para Tasso que lo exterior, lo súbito, lo irrepetible del final no tenga importancia. Pues lo que importa en ese personaje, es una sola cosa: que su modo de ser y vivir no cabe en el mundo que le rodea, no cabe en este mundo…
     Los personajes de Dostoievsky, a su vez, representaran otro matiz más de la forma expresiva del espíritu, la que evoluciona según los tiempos y los pueblos. Raskolnikoff y –lo doy por seguro no obstante que la obra quedó inconclusa– Iván Karramasoff, que ambos son asesinos como Macbeth– Iván un asesino indirecto porque perpetra su crimen valiéndose de la psicología–, sobreviven a su tragedia, viven más allá de ella y superan aquel su actuar así, su no poder menos que querer actuar así, que fue la causa de su pena.
     Su acción trágica, su rebelión, su no caber en este mundo y su escisión consigo mismo, con dios y el mundo, es como un espasmo, un estado transitorio, típico de la juventud.
     He aquí lo nuevo que Goethe, el joven poeta, no sabía ni expresó aunque Goethe, el hombre de la vida larga, lo realizó con toda dignidad: que Werther, en rigor, no debió suicidarse, sino tan sólo superar el choque que toda joven generación sufre en el terrible encuentro con el mundo vil.
     Ese concepto nuevo se traduce en los personajes de Dostoievsky, que poseen tanta claridad sobre la interdependencia de los sucesos en ellos y los fuera de ellos y sobre su propio carácter y el medio ambiente históricamente condicionado, que su pasión, sus impulsos napoleónicos y asesinos y su sufrimiento constituyen más que un estado de la evolución de su vida y que ellos se salvan mediante la resignación y la esperanza, esperanza no tanto para ellos mismos como para la humanidad toda.
     En Shakespeare vemos un primer comienzo e esa transformación, especialmente en Troilo y en Hamlet –que son los más modernos entre sus personajes trágicos– y en el desarrollo de “Medida por Medida”, obra está que pese a todo no es tragedia. Troilo el joven crece y madura mientras prosiguen los sucesos dramáticos: no muere sino que, grande, resignado, contempla, al final, el inevitable ocaso de su pueblo. ¿Y Hamlet? Su tragedia consiste para nosotros en la manera cómo debió vivir en este mundo, mientras que su muerte violenta al final y la manera cómo se prepara este desenlace, tiene rasgos irrelevantes, convencionales y hasta inadecuados.
     Permítanseme insertar aquí un recuerdo personal. Cuando estudiante me ocupé mucho de Hamlet y no pude explicarme la enigmática conducta del príncipe danés, su propensión a la locura, su horrible sufrimiento por sí y por los humanos –hemos hablado detenidamente de eso en el capítulo respectivo–; no pude, digo, explicarme todo aquello con la pubertad, es decir con la juventud, o sea como un estado transitorio.
     No cabe duda de que hay también en Hamlet una latente fuerza de la razón cuya forma más elevada y más pura, que es la armonía entre el sentir y el pensar y el actuar, puede superar aún la más grande fatalidad trágica porque nada que venga de fuera, ni siquiera el cielo y el destino que él impone, es más poderoso que el hombre que se superó.
     Lo que comienza el tenor intrínseco del espectáculo simbólico del “Mercader de Venecia” y el destino y la purificación de Ángelo y de Troilo, lo que existe en potencia en la razón de Hamlet, se eleva hasta solemnes alturas en aquella cumbre más alta en la obra de Shakespeare que es el “Cuento de una noche de invierno” y, también, en “La Tempestad”, drama que –pronto lo veremos– no trata de otra cosa que de la victoria del espíritu sobre los impulsos.
     Tendrán un trágico destino todos aquellos cuyo carácter no sólo se alimenta de lo impulsivo –todos somos así–, sino que su impulsividad brota afuera con la natural necesidad de hojas y flores en un árbol o luego se torna llama que los consume y aniquila. Estos también poseen algunas veces muy desarrollado –el don de reflexionar–. Pero su reflexión echa tan sólo luz sobre el impulso y hace que vean ellos mismos lo que hay en ellos de potencias nocturnas, sin que la reflexión se convierta en aquella fuerza que domina el impulso y, dominándolo, acaba con él.
     Tal hombre impulsivo, un impulsado pues, un condicionado y pasivo, cautivo por los demonios –por más que luego, después de su crisis, cree ser hombre de acción– es  Macbeth el rey. Sin embargo, la manera como su índole determina su destino y lo impulsa hacia lo fatal, es muy distinta de aquella como el rey Edipo cumple su destino, que es consecuencia y reflejo de enigmático designio de los dioses, y en que la hybris y la manía cesárea no son sino manifestaciones secundarias. Y como hombre impulsivo, hombre que, aunque anciano, no es aún demasiado viejo para aprender y desarrollar su razón y ampliar su comprensión, como hombre que sufre y asimila las enseñanzas que le imparten el destino, la naturaleza, el pueblo, los bufos y –last not less– su propia desgracia, se nos revelará –en el próximo capítulo– otro rey más “cada pulgada un rey”, el rey Lear.  
       




[1] ¡Salve, Macbeth! ¡Salve a ti, thane de Glamis!
¡Salve, Macbeth! ¡ ¡Salve a ti, thane de Cawdor!
¡Salve, Macbeth, que en el futuro serás rey!
[2] ¡Hasta en cuervo enronquece anunciando con sus graznidos la entrada fatal de Duncan bajo mis almenas!...
[3] ¡Si el destino ha decretado que sea rey, ¡bien! que se me corone, sin que tenga yo parte en ello!
[4] ¡Yo misma lo habría hecho, de no haberme recordado a mi padre dormido!
[5] Mi caro amor, Duncan llega esta noche.
[6] ¿Y cuándo parte?
[7] Mañana… tal se lo propone.
[8] ¡oh jamás verá el sol ese mañana!...
[9] He  dado de mamar, y sé lo grato que es amar al tierno ser que me Jacta Bien; pues en el instante en que sonriese ante mi rostro, le hubiera arrancado el pezón de mi pecho de entre sus encías sin hueso, y estrellándole el cráneo, de haberlo jurado, como vos lo jurasteis así…
[10] “¡No dormirás más!  ¡Macbeth ha asesinado el sueño!
[11] ¡Somos todavía novicios en la acción!...           
[12] ¡Digno de reinar! ¡No, ni de vivir! ¡Oh nación miserable!...
[13] … todos mis lindos polluelos y su mamá?...
[14] El hombre que no tiene música en sí.
[15] ¡Debería haber muerto un poco después! ¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír palabra semejante!...
[16] … un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después no se le ve más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa…

[17] Dejad que os apresen, padre, que Grünewald va avanzando…
[18] ¡Combatiré hasta que la carne se desprenda de mis huesos!...
[19] ¡Casi he olvidado el sabor del miedo! Hubo un tiempo en que un grito nocturno helaba mis sentidos y en que el relato de un seceso pavoroso erizaba mis cabellos, que me enderezaban y estremecían como si los animara la vida. ¡Me he saciado de horrores! La desolación familiar a mis pensamientos de muerte, no me produce ya emoción alguna…
[20] ¿Por qué imitar al loco romano y morir bajo mi misma espada?

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