jueves, 19 de mayo de 2016

CÁNDIDA DE BERNARD SHAW

En el siguiente links ofrecemos la versión completa del drama de Bernard Shaw titulado Cándida. Es la edición de Espasa Calpe, colección Austral del año 1947.



Descarga Cándida, de Shaw

lunes, 16 de mayo de 2016

IBSEN Y ESPECTROS

Ibsen
(1828-1906)
De Lecciones de Literatura universal.
“Ibsen” por Marisa Siguán.
(Luis Quintana Tejera)

Las últimas décadas del siglo XX son las del centenario de los estrenos más escandalosos de obras de Ibsen: en efecto, entre 1979 y 1890 se presentan ante el público Casa de Muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882).  A ellas, las obras del escándalo, se debe ahora el recuerdo del autor, el hecho de que se haya convertido en un clásico, en un autor de repertorio que se sigue representando y cuyo valor no se cuestiona.
Se suele dividir la obra de Ibsen en cuatro etapas:
La primera, de aprendizaje. Comprende los dramas históricos—mitológicos, posrománticos, los temas de recuperación histórica y afirmación nacionalista. Ejemplos: Dama Inger de Ostraat, Los guerreros de Engoland y Madera de reyes (1863).
La segunda, las grandes obras consideradas como no teatrales: Brand y Peer Gynt (1867).
En tercer lugar, las obras en prosa con temática contemporánea: La coalición de los jóvenes, Las columnas de la sociedad, Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1982), Hedda Gabler.
Y en cuarto lugar, las obras visionarias: El constructor Solness, El pequeño Eyolf, Cuando despertemos de entre los muertos (1899), el último drama de Ibsen.
Se dan en Ibsen temas recurrentes, verdaderos leitmotiv que recorren toda su obra, obsesiones propias que reaparecen: el individuo enfrentado con el mundo, con la sociedad, la naturaleza, con Dios o con el destino, que es obviamente el tema dramático por excelencia. Aparecen en sus dramas personajes decadentes para quienes la vida es un lastre y que definen su individualidad por medio de la muerte. Ibsen plantea una reflexión sobre el cristianismo y su función en el mundo, sobre el fondo de una herencia luterana y de la lectura de Kierkegaard, tal como se plasma en Brand.
Ibsen escribe a lo largo de medio siglo de cambios: desde el posromanticismo hasta el decadentismo de fin de siglo, pasando por el realismo social, el simbolismo y el impresionismo.
Estilo y desarrollo dramático.
Ibsen utilizará una técnica similar de exposición del tema, analítica, y unas formas dramáticas clásicas, para expresar dramas íntimos y desvelar la psicología de los personajes. Convertirá la exposición del pasado (los antecedentes) en tema dramático. Y las verdades enterradas en la interioridad de los personajes, el pasado como tema, acabará yendo en detrimento del presente de estos personajes, en detrimento de ellos mismos. Como muestra, Espectros o Aparecidos. En ella el respeto a las unidades es prácticamente férrea, no existe ni acción, ni intriga si no es desvelamiento del pasado, mediante un juego de paulatinas anagnórisis que terminan impactando al espectador. El personaje víctima, Osvaldo, es el ser aniquilado por el pasado.
El telón se alza sobre un presente desde el que se va revelando el pasado a través de una conversación en la que, al mismo tiempo, se presentan los personajes principales.
La anécdota, la excusa que los reúne, es la inauguración de un orfelinato que la señora Alving ha construido en memoria de su marido fallecido.
A lo largo de la conversación entre la señora Alving y el pastor Manders, se va descubriendo que en vez de un hombre de intachable comportamiento, el difunto era un licencioso, que la señora Alving había huido de él a los brazos del pastor, el cual, a su vez, la había devuelto a sus deberes de esposa. Regina, la sirvienta de la señora, es hija del capitán Alving y de la criada que trabajaba entonces en la casa. Por mediación del orfelinato, la señora Alving pretende liberarse de todo el dinero que ha heredado de su marido y así deshacerse el pasado traumático.
Esta exposición de antecedentes no deja mucha opción de intriga hasta el final del primer acto, en que el ruido de cristal en el salón contiguo y los movimientos defensivos de Regina hacen palidecer a la señora Alving y murmurar “Espectros”: es en ese mismo salón en el que ahora están Osvaldo y Regina, donde antaño ocurrió la fatídica seducción de la madre de Regina. Mediante un indicio formalmente simbólico se indica el retorno, a la manera dionisiaca, al pasado que fatídicamente renace en el presente. El fracaso del intento por librarse del pasado constituirá el desarrollo del drama en dos actos más.
El diálogo también sirve aquí para desvelar la intimidad de un personaje que es la señora Alving. Su interlocutor es necesario como receptor de lo que es más un monólogo que un diálogo. No hay apenas discusión, no es gracias al diálogo que avanza la acción. No hay tampoco elementos constructores de intrigas, sino que el desarrollo del drama está marcado por la utilización de factores que se convierten en simbólicos o en connotativamente funcionales, porque remiten al desarrollo temático de la obra, a la pervivencia del pasado en el presente. Así, el ruido de cristales seguido por la referencia a los espectros, el orfelinato que concluye ardiendo en el segundo acto, o la herencia biológica que arrastra Osvaldo, la sífilis que ha heredado de su padre.
El tercer acto finaliza con los desvelamientos definitivos: la señora Alving que había mantenido en secreto ante su hijo la vida de su padre, le descubre la verdad cuando éste se achaca a sí mismo la culpa de su enfermedad. Desvelado el pasado y la imposibilidad de liberarse de él, acaba por imponerse el presente, finalizando de este modo el drama.
Osvaldo enloquece; el único desenlace posible de la victoria del pasado es la destrucción de los personajes, de su acción en el presente. Los protagonistas viven en y por su pasado.
El drama concluye con el desesperado monólogo de la señora Alving.

(Cfr. Lecciones de literatura universal, Jordi Llovet, coordinador. Barcelona, Cátedra, 1996).


Brand de Ibsen

BRAND de IBSEN.

En esta liga podrán leer uno de los dramas más significativos de Ibsen, a la par que también lo es Espectros, me refiero a Brand. Éste es el drama del imperturbable carácter de un hombre de su siglo que llega a poner en primer lugar a su deber como religioso, por encima de su propia familia.

Leerlo representa un paso muy importante en la vida de cada uno de nosotros y, sobre todo, en este presente de corrupción y abandono en que nuestra sociedad se desempeña.

http://dgb.conaculta.gob.mx/dgb/coleccion_sep/libro_pdf/31000000565.pdf

viernes, 13 de mayo de 2016

SOBRE ESPECTROS IBSEN

REFLEXIONES SOBRE ESPECTROS DE IBSEN
http://www.thecult.es/Libros/espectros-de-henrik-ibsen.html

Leer la obra en el siguiente enlace

file:///C:/Users/Luis/Downloads/Henrik%20Ibsen%20-%20Espectros.pdf
Espectros (1881), titulada originalmente en danés Gengangere, es una pieza dramática de Henrik Ibsen. Representada por primera vez en 1882, la obra refleja los claroscuros de la moralidad del XIX.
En noviembre de 1880, Ibsen vivía en Roma. Por esas fechas, meditaba sobre la trama de la obra que estrenaría tras Casa de muñecas. Durante su viaje a Sorrento, en verano de 1881, ya trabajaba en la escritura de Espectros, que completó en noviembre del mismo año.
La protagonista es Helen Alving, quien se hace cargo del orfanato que ha construido en memoria de su difunto marido, el capitán Alving. Conversando con su consejero espiritual, el pastor Manders, le comenta que ese matrimonio estuvo lejos de la perfección. De hecho, la puesta en marcha del orfanato es una forma de evitar que su hijo, Oswald, reciba la corrupta herencia de Alving.
"Como en Casa de muñecas, como en Un enemigo del pueblo, como en El pato salvaje –escribe Joan–Anton Benach– Ibsen maneja enEspectros los elementos de su denuncia y de su furiosa sublevación moral, con una habilidad y eficacia prodigiosas. Superando los códigos del teatro romántico conduce al espectador, progresivamente, con una fría racionalidad, hasta el núcleo del drama. El autor revela magistralmente el nudo de falsedades, hipocresías, de convencionalismos que arruinarán la existencia de la viuda Alving y sólo cuando el drama se desdobla en tragedia y entra en el desenlace la obra se precipita y los espectros actúan para cobrarse una venganza apresurada, absolutamente irreal".
"Desengañémonos –añade–: Espectros tiene una última escena sencillamente imposible y que si pudo ser verosímil para los coetáneos de Ibsen cómodamente instalados en los convencionalismos de la teatralidad –lo que no impedía la indignación de la sociedad bienpensante de la época–, hoy es un trago amargo y dificultoso en virtud del prestigio del melodrama, que es lo que acaba siendo la pieza, sin perder por ello el carácter emblemático, fundamental, que tiene para el teatro europeo. Francesc Nel.lo, que hizo de Espectros materia de un seminario en el Centre Dramátic del Valles, detectó la peligrosa trampa de esa obra, aquellos puntos con los que el anacronismo podía debilitarla, unas acechanzas que, no obstante, eludió con una sabia contención expositiva" (La Vanguardia, Barcelona, 14 de enero 1988).

Notas sobre ESPECTROS de Ibsen




Espectros (traducido también como Los aparecidos) es uno de los dramas más resonantes de Ibsen, si bien se encuadra en la línea del realismo crítico, ahonda en cuestionamientos filosóficos que exceden dicha corriente. Prohibido su estreno en Berlín, recién después de quince años fue autorizada su representación en Noruega.
La trama nos remite a una mujer, Elena que ha aceptado un matrimonio acordado (dote mediante) con el Capitán Alving. Al poco tiempo descubre que su esposo es un ser vicioso y disoluto. Intenta ocultar esta situación exhibiendo la fachada de una familia supuestamente respetable: solo logrará convertirse en víctima de su propia simulación y la historia se repetirá.
Anécdota probablemente transitada, que Ibsen trasciende con hondura intelectual. Los espectros, no constituyen sólo la “reencarnación incorpórea” de los errores del pasado; también son fantasmagóricos muchos conceptos preexistentes de la humanidad, toda la carga atávica que nos condiciona.
En “Espectros” Ibsen reflexiona sobre los principios religiosos, el matrimonio entre consanguíneos, la relación de la pareja y encara el tema de la eutanasia con una audacia impensable para su época. Nada escapa a su filoso escalpelo.
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Ibsen quedó muy herido por las críticas hechas a su obra Casa de muñecas, y tres años después, en 1881, respondió a sus detractores con "Espectros" (Gengangere). Tanto se había dicho que la mujer no debía abandonar a su marido ni a sus hijos y que había ideales que estaban por encima de las verdades mismas, que Ibsen replanteó el tema sobre otras bases: veamos entonces -dijo-, cómo se vive en un hogar que no está sostenido sobre la comprensión, el amor y el respeto mutuo. Y así pinta a la esposa que no se va, a la señora Elena Alving, la Nora que se queda, o por lo menos la Nora a la cual un hombre apegado a los convencionalismos sociales, el pastor Manders, rechaza y hace volver junto a quien es su esposo ante las leyes. Desde luego que Ibsen ha forzado bastante las situaciones, pues el esposo de Elena Alving es un hombre disoluto, que se embriaga constantemente y se autodestruye en una continua vida licenciosa. Para ocultar la verdad de esta vida depravada, su esposa decide ser, aún con clara repugnancia, su compañera de orgías, siempre que éstas se hagan dentro del hogar, a puertas cerradas, para impedir que sean realizadas fuera de él y que trasciendan; así, al público, siempre curioso y entrometido, quien quedaría despistado y restaurado el honor aparente de la familia Alving. El gentilhombre muere en la más absoluta disolución moral, pero nada de esto advierte al principio el espectador, pues la obra se desenvuelve en un continuo volver atrás, logrado por sucesivas revelaciones intensas, de fuerte contenido emocional. El hijo de ese matrimonio, Osvaldo, ha sido educado en París, lejos del hogar, para que no se dé cuenta cuán despreciable ser es su padre, escoria humana a la que debería pisar sin escrúpulos. Las cartas de Elena están llenas de alusiones a la vida noble, generosa del gentilhombre Alving, para dejar, en el hijo, la creencia de un ideal de padre, contrario a los hechos. Pero la verdad no puede quedar escondida, pues se cuela siempre por algún resquicio de nuestras almas. El hijo del hombre borracho y sin honor empieza a sentir, prematuramente, el efecto de taras hereditarias que no sabe a qué atribuir. Alertado sobre el particular por los médicos franceses, se indigna. ¿Cómo mis males pueden ser hereditarios -piensa- si soy hijo de padres ejemplares, de gran virtud? Cree entonces que ha malgastado prematuramente su vida y que su refugio está cerca de su madre y de Regina, de la que ignora ser medio hermano. Así la trama va desenredándose por continuas revelaciones hasta la locura final, que encierra para Elena Alving, el más tremendo compromiso, el cual, si no se cumple en escena, queda en la mente del espectador sobrecogido...
Extraído de Hyalmar Blixen, La crisis de la verdad en los personajes de Ibsen, Suplemento Huecograbado "El Día", 9 de Abril de 1978.

No hay en la literatura novísima drama más trascendente ni de intención más demoledora que el célebre drama ibseniano. En él se combaten los fundamentos de la sociedad y de la familia. Su idea capital puede expresarse en pocas palabras: la señora Alving, cediendo alas imposiciones de sus padres, se casó con un capitán de marina; á los pocos días de su boda echó de ver que su marido era un hombre disipado y lleno de vicios. Indignada por la conducta de su esposo, abandona el hogar conyugal y corre á refugiarse á casa del doctor Manders, por quien sentía cierta inclinación amorosa. El pastor, fiel á lo que considera sus más sagrados deberes, obliga á la señora Alving á que vuelva á reunirse con su marido y á que cumpla su deber de esposa cristiana. La infortunada señora obedece el mandato del pastor Manders y vuelve con el capitán Alving. Fruto de tal unión es el nacimiento de Osvaldo.
En este desdichado ser se cumple la ley de herencia, por la cual él, sin culpa, paga con una enfermedad medular la disipación y el alcoholismo de su padre. El pobre joven, en la flor de su edad, ansiando trabajar, amar, vivir, se encuentra condenado a la imbecilidad, que es peor que la muerte. Y la ley fatal de la herencia se cumple y Osvaldo, según quiere demostrar el autor, viene á ser la víctima de lo que Ibsen califica de dañosos prejuicios sociales.
Reseña de Francisco Fernández Villegas, seudónimo de Zeda, aparecida en La Ilustración Artística(noviembre de 1906).

Con Casa de muñecas Ibsen ha de obtener en menos de diez años una reputación europea, con actrices geniales en el papel de Nora: Eléonora Duse, Réjane… pero por lo pronto no se supo apreciar ni sus novedades técnicas ni su hondo sentido moral.
El público reclamó un desenlace feliz. Parecía inverosímil que una mujer abandonase marido, hijos, bienestar, por un histerismo del momento. No sólo inverosímil: inmoral, disolvente, corruptor. Los pastores condenaron a Nora en las iglesias. En algunos ambientes sociales era tema tabú. Nadie se atrevió a defender en la prensa la causa feminista. Al contrario: la opinión media tomaba partido por el pobre Torvaldo Helmer. La cuestión “¿volverá Nora?” apasionaba como si se tratase de una guerra entre dos civilizaciones: la que excluía a las mujeres contra la que quería la igualdad de todos los seres. Más tarde el “volverá Nora?” pasó a ser un ejercicio retórico en las clases de composición del mundo entero. Algunas actrices se negaron representar la escena final, y al llegar a la puerta se volvían, vencidas, sumisas, obedientes al poder del varón, a la ley de la familia y a los sacrosantos deberes de matrona. Toda Europa, pues, se puso de parte del ideal Matrimonio, de la abstracción Matrimonio, del sacramento Matrimonio, y no pensó en el caso concreto de Nora ni en los derechos de las criaturas humanas a no ser inmoladas en los falsos altares de ideales, abstracciones y sacramentos.
Entonces Ibsen se decidió a mostrar, más severamente, cómo el matrimonio, cuando es una máscara social de vínculos falsos, sacrifica vidas y honras. Y escribió Espectros, que es casi un cuarto acto de Casa de muñecas.
Elena Alving es la Nora que no se atrevió a irse. ¿Qué son los “espectros”? Desde luego que no son los morbos hereditarios que andan por las venas de Osvaldo, sino los prejuicios, los ideales hipócritas, los deberes morales sin fundamento, que merodean como fantasmas alrededor de los hombres, ensombrecen los hogares y asfixian todo goce de vivir.
“Si me encuentro tan angustiada, tan temerosa —le dice Elena Alving al pastor Manders— es porque hay un mundo de espectros que me rodean, de los cuales estoy segura que no llegaré nunca a desprenderme.” “... todos somos espectros. No es sólo la sangre de nuestros padres lo que anda por nuestro interior; los espectros son toda clase de ideas muertas y viejas creencias sin vida. No tienen vitalidad pero se cuelgan de nosotros y no nos podemos desprender de ellos. Si tomo un periódico me parece ver espectros deslizándose entre las líneas. Todo el país debe estar poblado de espectros, hay tantos como las arenas del mar.” No es Osvaldo el protagonista de la obra sino su madre. Y lo genial de Espectros reside en que el observatorio del tremendo drama de ese hogar está dentro de la conciencia de una mujer —la señora Alving— quien poco a poco se va liberando de “las ideas corrientes que el mundo admite sin examen”, hasta que, cuando acaba de emanciparse, es para enfrentar la última víctima de esos espectros, su propio hijo Osvaldo.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



martes, 10 de mayo de 2016

Wilson Knight Macbeth y la metafísica del mal

VII. “MACBETH Y LA METAFISICA DEL MAL”
G. Wilson Knight (1979). Shakespeare y sus tragedias
La rueda de fuego, México, FCE. [Breviario 285].

Macbeth es la visión shakespeariana más profunda y madura del mal. En los temas de espectro y de la muerte, en Hamlet, tenemos algo de la misma cualidad; en el tema de Bruto en Julio César, hay un ritmo exactamente análogo de experiencia espiritual; en Ricardo III vemos una historia paralela de los crímenes de un individuo. Pero en Macbeth todo esto, así como las otras muchas unidades poéticas aisladas de similar cualidad que hay en Shakespeare, reciben forma perfecta y definitiva. Por tanto, el análisis de Macbeth tiene un profundo valor; pero no es cosa fácil. Gran parte de Hamlet, así como la sucesión Troilo Otelo-Lear, hasta culminar en Timón de Atenas, pueden considerarse como representaciones del “tema del odio”. Encontramos allí la ambiciosa naturaleza del hombre, insatisfecho su deseo entre las flaquezas e incoherencias de este mundo. Así, nos señalan el bien, no el mal, y su mismo tétrico rechazo es la sombra de una gran afirmación. Por ello se prestan a una interpretación en función del pensamiento humano, y el mal que hay en ellos puede considerarse como una negación de los anhelos positivos del hombre. En Macbeth no encontramos lobreguez sino total negrura: el mal no es relativo, sino absoluto. En cuanto a profundidad imaginativa, Macbeth sólo es comparable con Antonio y Cleopatra. Teníamos allá una visión ardiente de una conciencia paradisiaca: aquí, la sombra, la pesadilla y el tormento de un infierno consciente. Y este mal, siendo absoluto y por tanto ajeno al hombre, se muestra, en esencia, como inhumano y sobrenatural, y por ello es dificilísimo ubicarlo en cualquier esquema filosófico. Macbeth es más fantástica e imaginativa que otras tragedias. Su dificultad aumenta por esa implícita confusión de efectos, esa inquietante oscuridad, esa sombría trama, técnica, estilo. Los personajes mismos de la obra andan a tientas. Y sin embargo, nos dejan la abrumadora impresión de un mal sofocante y victorioso, nos marcan con la mirada de basilisco de un terror sin nombre. La naturaleza de este mal será el tema de mi ensayo.
Es peligroso aislar la historia personal del protagonista, sacándola de su medio, como base para una interpretación. El tema principal no se diferencia básicamente del de los importantes personajes subsidiarios, ni puede sostenerse por sí solo. Hay, antes bien, una similitud, y el mal que hay en Banquo, Macduff y Malcolm, así como la atmósfera envolvente de la obra; todos estos elementos constituyen otros tantos peldaños por los que podemos aproximarnos, hasta comprender el mal titánico que tiene en sus garras a los protagonistas. El universo de Macbeth tiene una textura de una sola urdimbre. Toda la obra es un solo vuelo libre del espíritu del poeta, y como tal hay que interpretarla, pues la técnica no nos presenta unidades separadas de “carácter” o incidente, sino una mezcla bien fundida de pensamiento con pensamiento, de suceso con suceso. Hay una cualidad interpenetrante que lo subyuga todo. Por tanto, empezaré por señalar algunos de los elementos más importantes de este efecto imaginativo total, y de allí pasaré al elemento más característicamente humano. La trama y la acción de la obra, por sí mismas, no nos llevarían lejos. Aquí, la lógica de la correspondencia imaginativa es más reveladora y más exacta que la lógica de la trama.
Macbeth constituye un universo desolado y sombrío, donde todo es nublado, frustrado, restringido por el mal. Es probable que en ninguna otra obra de Shakespeare se planteen tantas preguntas. Comienza con “¿Cuándo volveremos a encontrarnos?” y “¿En qué sitio?” (I.i.l y 6). La segunda escena empieza con “¿Quién es ese hombre cubierto de sangre?” (I.ii.l) y durante toda ella, las preguntas se hacen al sangriento y a Ross. Esto va seguido por:
Bruja 1ª: ¿Dónde estuviste, hermana?
Bruja 2ª: Haciendo morir puercos.
Bruja 1ª: ¿Dónde estuviste, hermana? (I.iii.l)
y al entrar Banquo, sus primeras palabras son: “¿A qué distancia nos hallamos de Forres?” (I.iii.39).
Las preguntas se siguen unas a otras en rápida sucesión durante esta escena. Asombro y misterio imperan desde el principio, y se reflejan en continuas preguntas: las de Duncan a Malcolm en I.iv, y las de Lady Macbeth al mensajero, y luego a su señor en I.v, y continúan a lo largo de toda la obra. En I.vii, son tensas y poderosas:
Macbeth: ¡Hola! ¿Qué hay de nuevas?
L. Macbeth: Está acabando de cenar. ¿Por qué os retirasteis de la sala?
Macbeth: ¿Ha preguntado por mí?
L. Macbeth: ¿No lo sabéis? (I.vii. 28)
La escena está erizada de preguntas. En el clímax de asesinato, vuelven a surgir, cual breves punzadas del miedo: “¿No oíste ruido? ¿No hablabais vos?… ¿Cuándo?… Hace un instante. ―— ¿Cuándo bajaba?…” (II.ii.16). Algunos de los personajes más bellos y conmovedores están en forma de preguntas: “¿Por qué no puede pronunciar el ̒Aménʼ?” “¿Todo el océano inmenso de Neptuno podría lavar esta sangre de mis manos?” (II.ii.32; II.ii.61). La escena del asesinato y la del descubrimiento forman una serie de interrogantes. Continuar la lista con detalle resultaría más tedioso que difícil: más mencionaremos unas pocas: las asombradas preguntas de los convidados y de Lady Macbeth en el banquete (II.iii), el continuado interrogatorio de Macbeth a las hermanas fatídicas en la escena del caldero (IV.i), las del hijo de Macduff a Lady Macduff (IV.II), LAS DE Macduff a Ross cuando éste le lleva la noticia del aniquilamiento de toda su familia (IV.ii), las del médico a la dama (V.i.).
Estas preguntas son hilos de la urdimbre del misterio y la duda, que nos rodean en Macbeth. Todos los personajes vacilan, están desconcertados. Duncan se queda pasmado ante la traición de un hombre en quien confiaba (I.iv.ii). Los recién llegados quedan perplejos:
¡Qué ansiedad brilla en sus ojos! Dijérase que viene a anunciar cosas extraordinarias (I.ii.47).
Las sorpresas son continuas. Macbeth no comprende cómo él mismo puede ser el Thane de Cawdor (I.iii.108). Lady Macbeth se asombra ante la noticia de la visita de Duncan (I.v.32); Duncan, ante el hecho de que Macbeth llegara antes que él (I.vi.20). Y el asesinato causa un pasmo general; Lennox, Ross y el anciano quedan asombrados por los extraños sucedidos de la tierra y del cielo la noche dl asesinato (II.iii.60-87; II.iv.1-20). Banquo y Fleance no están seguros de la hora (II.i.1-4). Y nadie conoce a ciencia cierta los misteriosos desplazamientos de Macduff. Lady Macbeth se queda atónita ante las enigmáticas sugestiones de Macbeth acerca de la “Acción de siniestra memoria” (III.ii.44). Y los dos asesinos no están ciertos de quién los engañó, Macbeth o Banquo (III.i.78-79); no comprenden la llegada del “Tercer asesino” (III.iii.l). Ross y Lady Macduff se desconciertan por la fuga de Macduff, Y a Lady Macduff le llega una advertencia de un misterioso “al que no conoce” (IV.ii.63). Malcolm sospecha de Macduff, y hay un extenso diálogo motivado por sus “dudas” (IV.iii); en la misma escena, Malcolm dice que Ross es su compatriota y sin embargo, de manera extraña, “no lo conoce” (IV.iii.160). Al aclararse la atmósfera hacia el final de la obra, el contraste queda bien marcado mediante la referencia a las acciones que, finalmente, disiparán las brumas de la inseguridad:
Se aproxima la hora en que sabremos decididamente cuál es nuestro deber y cuál nuestro haber. Los pensamientos especulativos nos traen inciertas esperanzas; pero los golpes determinan el resultado verdadero (V.iv.17)
Esta turbación e incertidumbre aumenta por la gran proporción de conocimientos vagos o de oídas de que se habla al avanzar la obra. Tenemos dos versiones de la lucha, la del sargento y la de Ross; pero todo el asunto de la rebelión queda oscuro para nosotros. Más adelante, Ross lleva a Macbeth noticias de sus nuevos honores, confesando que “no conoce” exactamente los crímenes del anterior Thane de Cawdor (I.iii.lll.116). Malcolm ha hablado con “uno que le vio morir” (I.iv.4). Asombrada, Lady Macbeth oye hablar de la profecía de las hermanas fatídicas “por carta” (I.v). Macbeth describe la voz que le ordena “no dormir más” (II.ii.36), y el cadáver de Duncan (II.iii.118). Los personajes están recibiendo continuamente noticias de otros, y el clímax llega cuando Macduff es informado de la muerte de toda su familia (II.iv; III.vi; IV.iii.161-239). Y por doquier corren los rumores:
Macbeth: ¿Qué piensas de Macduff, que rehúsa rendirse a nuestra solemne invitación?
L. Macbeth: ¿Le mandasteis llamar, señor?
Macbeth: Lo sé por casualidad; pero enviaré a alguno (II.iv.128)
Oímos más rumores de Macduff en el diálogo entre Lennox y el de Lord en III.vi. Hay un “galope de caballos”, con los misteriosos “dos o tres” que traen noticias de la fuga de Macduff (IV.i.141). Es un mundo de rumores y miedos:
Ross: No me atrevo a decir más, pero éstos son tiempos crueles cuando somos traidores sin que lo sepamos; cuando nos llega el vago rumor de que debemos temer y no sabemos lo que tememos; cuando nos balanceamos aquí y allá, sobre una más agitada y violeta (IV.ii.17).
Ross ha oído el “rumor” de un levantamiento en Escocia contra Macbeth (IV.III.182). Bajando la voz, le describe al médico el sonambulismo de Lady Macbeth (V.i); y el médico dice que ha “oído algo” de la “real preparación” de Macbeth (V.iii. 57-58). Siward “no sabe más” que Macbeth está defendiendo su castillo (V.iv.9), y Lady Macbeth, “Según se dice, se quitó la vida” (V.vii.99). Éstos no son más que unos ejemplos tomados al acaso: por doquier preguntar, rumores, noticias alarmantes e incertidumbres. Desde el momento en que Banquo pregunta: “¿A qué distancia nos hallamos de Forres?” (I.iii.39), hasta que Siward dice: “¿Qué bosque es ése que tenemos delante?” (V.iv.3) vemos ante nosotros personajes perplejos, desconcertados.1 Ni aún se entienden a sí mismos:
Malcolm: ¿Por qué guardamos silencio cuando estas desgracias nos conciernen más que a ninguno? (II.iii.126).
Los personajes del drama bien pueden decir, como Ross, “somos traidores sin que lo sepamos” (IV.ii.19). Y también los que leemos tenemos frecuentes dudas. Aquí, la acción es ilógica. ¿Por qué no se entera Macbeth de la traición de Cawdor? ¿Por qué se desmaya Lady Macbeth? ¿Por qué huyen los hijos del rey a distintos países cuando toda una nación estaba dispuesta a apoyarlos? ¿Por qué se mantiene Macduff tan misteriosamente en segundo plano, abandonando a su familia a una muerte cierta? ¿Quién es el tercer asesino? Y, finalmente, ¿Por qué asesina Macbeth a Duncan? Todo esto nos rodea con un aire de misterio e irracionalidad. También nosotros andamos a tientas en la oscuridad sofocante, sufrimos dudad e incertidumbre.
Las tinieblas imbuyen toda la obra. La mayor parte de la acción ocurre en la negrura de la noche. Sería ocioso detallar más que unas cuantas de las muchas referencias a la oscuridad. Lady Macbeth dice, como en una plegaria:
¡Baja, Horrenda noche,
Y envuélvete como un palio en la más espesa humareda
Del infierno! Que mi agudo puñal oculte la herida
Que va a abrir, y que el cielo, espiándome a través de la cobertura de las tinieblas, no pueda gritarme: ¡Basta, basta!” (I.v.51).
Y Macbeth:
¡Estrellas, apáguense vuestros fulgores!...
¡Que no alumbre vuestra luz mis negros y profundos
Deseos!...
¡Que los ojos se cierren ante la mano!... pero
¡cúmplase mientras, lo que los ojos de espantarán de ver
Cuando llegue el momento de realizarse!... (I.iv.50)
Durante la obra, “La luz agoniza” (III.ii.50), se “apaga” la “lámpara viajera” (II.iv.7), “el cielo está económico esta noche” (II.i.4). Esto es característico:
  El viajero rezagado espolea ya su cabalgadura para ganar a tiempo la posada (III.iii.6)
Ahora bien: este mundo de dudas y tinieblas engendra criaturas extrañas y repugnantes. Hay, recurrente por toda la obra, un vívido simbolismo animal del desorden, y los animales mencionados son, casi siempre, feroces, horribles o de mal agüero. Oímos hablar del “tigre hircano” y “rinoceronte armado” (III.iv.101), del “oso ruso” (III.iv.100); del lobo, “cuyo aullido le sirve de alerta” (II.i.54), del cuervo, que con su graznido anuncian la entrada de Duncan bajo las almenas de Lady Macbeth (I.v.39); del búho, “fatídico centinela, que da las mas siniestras buenas noches” (II.ii.4). Hay “cuervos, urracas y cornejas” (III.iv.125) y
  …los galgos, podencos, lebreles,
mastines, perdigueros, de agua y de presa… (III.i.93)
Tenemos el murciélago y su “vuelo claustral”, el “escarabajo estercolerizo”, el cuervo que tiende sus alas hacia el “bosque grajero”; “los negros agentes de la noche se abalanzan sobre sus presas”; Macbeth “ha dado un corte a la serpiente, pero no la ha matado”; su mente está llena de “escorpiones” (III.i.13-53). Todo esto sugiere una vida repúgnate, amenazadora, ominosa: y culmina en el holocausto de inmundicias preparado por las hermanas fatídicas en la escena del caldero. Mas no sólo están presentes los animales que sugieren cosas desagradables; tenemos animales tan irracionales y desconcertantes  en sus hechos como los hombres. Un halcón es atacado y muerto por un “búho ratonero”, y los caballos de Duncan se devoran entre sí (II.iv.11-18). Hay una prodigiosa y horrenda tempestad, con “gritos de muerte”; la lechuza chilló durante toda la noche, y la tierra misma tembló (II.iii.60-67). Nos percatamos así de alguna horrible anormalidad en este mundo; y de nuevo sentimos su irracionalidad y su misterio. En la medida en que nos mostramos receptivos al choque de todas estas sugestiones, tomaremos conciencia de la condición esencialmente aterradora de este universo.
Nos enfrentamos al misterio, a las tinieblas, a la anormalidad, a la repugnancia… y por tanto al miedo. La palabra “temor” es ubicua. Todo puede unificarse como símbolo de esta emoción. El miedo predomina, todos están atemorizados. Casi no hay nadie en la obra que no sienta y exprese, en algún momento, un terror repugnante, innominado. El efecto de la obra es exactamente análogo al de una pesadilla, y hay no pocas referencias a las pesadillas:
    
¡He aquí la hora en que sobre la mitad del mundo
 la naturaleza parece muerta, y los malos enseños
 engañan el sueño bajo sus cortinas!... (II.i.49).
Banquo grita:

¡Potestades misericordiosas,
refrenad en mí los malos pensamientos
porque se deja arrastrar la naturaleza
durante el reposo!...(II.i.7)
Banquo ha soñado con “las tres hermanas fatídicas”(II.i.20), asi vinculadas con una realidad de pesadilla. Hay quienes gritan en sueños, y después dicen sus plegarias (II.ii.24). Macbeth “no dormirá más” (II.ii.44); el sueño, bálsamo de las almas heridas, “ni de día ni de noche colgara el sueño sobradillo de sus párpados” (I.ii.19), si podemos transferir la referencia. Él y su mujer están condenados a vivir “en la aflicción de esos terribles sueños que nos agitan de noche” (III.ii.18).
El acto central de la obra es el horrible asesinato del sueño. Al final encontramos la extrema tortura de la duermevela, descrita en el sonambulismo de Lady Macbeth. Y no son sólo sueños: la breve laguna que hay entre la pesadilla y la anormal realidad del universo de Macbeth –que, a su vez, tiene calidad de pesadilla- queda colmada por fantasías y espectros: la daga de la visión de Macbeth, el fantasma de Banquo, las apariciones, la visión de los reyes de Escocia, hasta culminar en las “tres hermanas fatídicas”. En la experiencia de un cerebro normal, no hay nada más parecido a un equivalente de la cualidad poética de Macbeth que la conciencia de la pesadilla  o del delirio. Por eso la vida es aquí “un cuento narrado por un idiota” (V.v.27), una “convulsión febril”, después de la cual los muertos “duermen profundamente” (III.ii.23); por ello la tierra misma “ha tenido fiebre” (II.iii.67). Las hermanas fatídicas son una pesadilla encarnada; el crimen de Macbeth es una pesadilla proyectada en acción. Por tanto, este mundo es inconocible, repugnante, desordenado e irracional. El estilo mismo de la obra tiene una calidad mesmérica, de pesadilla, pues en esa duermevela, por odiosa que sea, hay una tensión nerviosa, un sentido vivo de profunda significación, una capacitación excepcionalmente rica de la realidad, galvaniza la mente: el hombre se encuentra en contacto con el mal absoluto que, por ser absoluto, tiene una belleza satánica, una gracia y una fascinación terrible, serpentina, que atrae y paraliza. Y esta cualidad se encuentra en estilo poético: el idioma es tenso, nervioso, insustancial, sin nada parecido a la claridad de Otelo ni la maciza solemnidad de Timón de Atenas. El efecto poético del conjunto, aunque negro como un sobrenatural abismo de tinieblas, sin embargo es atravesado aquí y allá por vivos colores, por abominaciones que ejercen una atracción mesmérica aun mientras repugnan; y por cosas brillantes que sólo intensifican la negrura circundante. Hay continuas referencias la sangre. Macbeth y Banquo “querían bañarse en el vapor de las heridas” (I.ii.40) en la lucha de que informa el “ensangrentado” sargento. La espada Macbeth “humeante de ejecuciones sangrientas” (I.ii.18); y hay sangre en las manos de Macbeth y en las de Lady Macbeth después de que “han manchado con ellas a los dormidos centinelas” (II.ii). Allí está la descripción del cadáver de Duncan, “su piel de plata galoneada con su sangre de oro” (II.iii.18). Hay sangre en las manos del asesino que llega a hablar de los “veinte cortes” (II.iv.27); tenemos la “ensangrentada cabellera” (III.iv.51) de Banquo; la aparición del “niño bañado en sangre”; la sangrienta pesadilla del sonambulismo de Lady Macbeth. Mas aunque las imágenes de sangre son ricas, no hay brillantez en ellas; antes bien, hay manchones repugnantes, y sin embargo, hay brillantez en las imágenes de fuego: el rayo y el trueno que acompañan a las hermanas fatídicas, las llamas del caldero, el destello verdoso de la daga espectral, los ojos brillantes del fantasma de Banquo que “no tiene mirada”, el resplandor sin sustancia de las tres apariciones, el espectral desfile de los reyes que no llegaron a nacer.
Macbeth tiene la poesía de la intensidad: una oscuridad intensa surcada por diversa intensidad de luz pura o de color. Del mismo modo, la oscuridad moral es atravesada por imágenes del brillante pureza y virtud. Allí está la temprana personificación del santificado Duncan, cuyo cuerpo es “el templo consagrado del señor” (II.ii.74), el brillante elogio de sus virtudes por Macbeth (I.vii.16-20) y por Macduff (IV.iii.108); las bellas palabras de éste acerca de la madre de Duncan, que “más veces genuflexa que levantada, murió cada día que vivió”(IV.iii.110); la plegaria de Lennox a “algún santo ángel” (III.vi.45) para que vuelve a la corte de Inglaterra a salvarla; la espantosa visión de Macbeth  de un bien “tachonado de estrellas”, del “celeste querubín” transportado por los aires, y la piedad como un niño recién nacido; los que piden a Dios que los bendiga en su sueño febril ; y, sobre todo, la descripción que hace Malcom del santo rey  de Inglaterra, dador de salud y elegido de Dios que, en contraste con Macbeth, tiene poder sobre “el mal”, cuya corte Malcom cobra “gracia” para combatir la pesadilla del mal de su propia patria:
    
Malcom:    Por favor, ¿va a salir el rey?
      Medico:     Si, señor: hay una turba de infelices
      que esperan de él su curación. Su enfermedad desafía
      todos los esfuerzos del arte; en cuanto les toca,
      tal es la santidad que le cielo ha concedido a su mano,
      se restablecen inmediatamente.
Malcom:     Gracias, doctor.
Macduff:    ¿De qué dolencia se trata?
Malcom:       La llaman lamparones.
     es una cura milagrosa de este virtuoso príncipe,
     que varias veces, desde que viene a Inglaterra,
     se le ha visto hacer. De cómo se entiendo con el Cielo,
     mejor de lo que sabe él que nosotros; pero personas atacadas
     de extrañas dolencias, hinchadas y cubiertas de ulceras
     que daba lástima verlas, desahuciadas de la medicina,
     las cura colgándoles del cuello una medalla de oro,
     mientras recita piadosas oraciones. Se dice llegará a los
     reyes que le sucedan este sagrado poder de curar, con
     otra rara virtud: la del don celeste de la profecía,
     y las muchas bendiciones que rodean su trono
     nos hablan de hallarse en estado de gracia (IV.iii.140)

Esta descripción termina precisamente cuando Ross llega con la estremecedora narración del crimen más vil y ruinoso de Macbeth. En este momento, el contraste es vívido y punzante. Así pues, el rey de Inglaterra posee una “gracia” sobrenatural. Y en Macbeth esta gracia sobrenatural se coloca al lado del mal sobre natural. Duncan fue “gracioso” (III.i.66); a su muerte “gloria y renombre han muerte” (II.iii.101). Solo por “gracia de la Gracia” (V.vii.101) logrará Malcom devolver la salud a Escocia. En realidad, la oscuridad se disipa hacia el final. Brilla la luz del alba, y las verdes hojas de Birman avanzan contra Macbeth. Un mundo surge de sus tinieblas, y al amanecer, el panorama es como un espejismo de pesadilla. La “flor soberana” (V.ii.30) está cubierta de rocío que brilla en la mañana radiante, y las tinieblas se desvanecen en la bruma matinal: y es coronado el niño, con el Árbol de la Vida en la mano.
Ya he indicado algo de la atmósfera imaginativa de esta obra. Es un mundo estremecido por “medios y escrúpulos” (II.ii.136). Es un mundo donde “nada existe sino lo que no existe todavía” (I.ii.141), donde “lo hermoso es feo, y lo feo es hermoso” (I.ii.11). Ya he subrayado dos elementos esenciales: 1)las dudas, incertidumbres, irracionales; 2) los horrores, las tinieblas, las anomalías. Estos dos elementos repugnan, respectivamente, al intelecto y al corazón del hombre. Y como la mente unificada en su antagonismo inmediato, nuestra reacción conserva el miedo tenso y positivo que sigue a la pesadilla, en que hay una vivencia de algo al mismo tiempo insustancial e irreal para el entendimiento y horripilante para los sentidos; éste es el mal de Macbeth. En esta igual repulsión de dobles atributos del espíritu se introduce un estado unicidad y armonía, y es en este respecto donde Macbeth nos impone una conciencia más exquisitamente unificada y sensitiva que ninguna de las grandes tragedias, salvo su antípoda, Antonio y Cleopatra. Es así como el universo de Macbeth nos presenta una vivencia del mal absoluto. Ahora bien, estas dos peculiaridades de la obra entera también pueden encontrarse en el elemento puramente humano. Las dos características principales de la tentación de Macbeth son: 1) la ignorancia de sus propios motivos, y 2) el horror al hecho al hecho al que ha sido impulsado. El miedo es la emoción fundamental del universo de Macbeth: se halla en la raíz de los crímenes de Macbeth. Señalare ahora la naturaleza de aquellos sucesos, actos y experiencias con que la atmosfera de irrealidad y terror guarda una relación íntima.
La acción de la obra gira alrededor de un hecho de desorden. Después de la violenta revuelta que antecede a la acción sobreviene el crimen de Macbeth y el desorden que crea:
¡La destrucción acaba de consumar su obra maestra! ¡El asesino más sacrílego ha profanado el templo del ungido
del Señor, y ha robado la vida del santuario! (II.ii.72)

El asesinato de Duncan y sus consecuencias son, esencialmente, hechos de confusión y desorden, interrupción del curso regulado de la naturaleza humana, y por ello se relacionan con los símbolos de desorden y ejemplos de conducta antinatural en hombres, animales o elementos a lo largo de la obra. El mal del efecto atmosférico interpenetra así con el mal de los personajes individuales. Tan férreo es un dominio de este mundo que no solamente subyuga a los protagonistas, sino también a las figuras secundarias. Elucidaré este punto antes de pasar a los temas de Macbeth y de Lady Macbeth.
Muchos personajes menores están definitivamente comprometidos con el mal: los dos –o tres- asesinos, los traidores, Cawdor y Macdonald, el portero ebrio de guardia ante las puertas del infierno. Pero también los personajes principales, concebidos en parte como contraste con Macbeth y su mujer, sucumben, sin embargo, al mal que oprime el universo de Macbeth. Banquo pronto se ve envuelto. De regreso, junto con Macbeth, de una guerra sangrienta, se encuentra con las tres hermanas fáticas. Podemos imaginar que estas últimas se relacionan con la sangre derramada en los combates, y que aguardaran hasta que “finalice el estruendo” (I.i.3) para instigar en los dos generales una continuación de su sed de sangre. Debemos observar que los hechos de armas de ambos generales quedan descritos como actos de ferocidad sin precedentes:
Querían bañarse en el vapor de las heridas o rememorar
      otro Gólgota; no sabré expresarlo (I.ii.40)

Esta campaña deja asombrados a los hombres. Aquí la guerra es algo sangriento, no una aventura. Ross se dirige a Macbeth:

Impasible ante las extrañas imágenes de muerte
que tú mismo sembrabas (I.iii.96)

La esposa de Macbeth parecía “humeante de ejecuciones sangrientas” (I.ii.18). El hincapié es importante. El vino nuevo de la destrucción sangrienta enfoca los ojos del alma de ambos en la realidad de las hermanas del mal y la sangre, y éstas a su vez apremian a Macbeth a aumentar esas “extrañas imágenes de muerte”, “la anticipación del juicio final”(II.iii.85) de un rey ungido y muerto. Este conocimiento del mal, implícito en su reunión con las tres hermanas fáticas, Banquo se lo guarda para sí mismo, y es un nexo del mal entre él y Macbeth. Es esto lo que perturba la noche del asesinato, plantado en su cerebro la pesadilla de la inquietud: “Los malos pensamientos por que se deja arrastrar la naturaleza durante el reposo”. Siente la típica culpabilidad de Macbeth: “Una somnolencia, pesada como el plomo” cae sobre él (II.i.6). Ha sido envuelto por los horrores de Macbeth y, después de la coronación, guarda el secreto culpable, y abriga en su corazón una esperanza secreta. Así queda enredado Banquo. Y también Macduff. Se subraya su cruel abandono a su familia:
L. Macduff: Su fuga ha sido la locura; porque, ya que no nuestros actos, nuestros miedos serían los que acusaran a los traidores.
Ross: Ignoráis qué haya sido, si prudencia o temor.
L. Macduff: ¡Prudente! ¿Abandonar a su mujer, a sus hijos, a su casa, sus títulos, en un lugar de donde él mismo se evade? (IV.ii.3)
Por esto, o por alguna razón innombrable, Macduff sabe que tiene cierta responsabilidad por la muerte de sus seres querido:
¡Macduff pecador!
¡Por tu causa cayeron todos! ¡Miserables!
¡Por tus faltas y no por las suyas,
el asesinato cayó por sus almas!
¡Que el cielo les dé ahora reposo!
Todos los personajes parecen compartir cierta culpa por el mal opresor y circundante. El propio Malcolm se siente obligado a achacarse crímenes a sí mismo. Cataloga todos los pecados posibles, y acusa de todos ellos. Sean cuales fueren sus razones, el hacerlo sigue siendo parte del humanismo integral de esta obra. La presión del mal no cae hasta lo último. No es que los protagonistas sean “personajes malos”. En realidad no son “personajes” en el sentido exacto de la palabra. Sólo están vagamente individualizados, y son más notables por su similitud que por sus diferencias. Todos son en esencia, tan sólo esto: hombres paralizados por el temor y por una sensación del mal dentro y fuera de sí mismos. Carecen de fuerza de voluntad: este concepto no encuentra aquí un lugar. Ni nosotros ni ellos sabemos exactamente de qué son culpables; y sin embargo, sienten el peso de una culpa.
Lo mismo ocurre a Lady Macbeth. Ella no sólo es una mujer de gran voluntad; es una mujer poseída por una pasión maligna. Ninguna “fuerza de voluntad” en el mundo podría explicar su terrible invocación:
¡Corred a mí, espíritus propulsores de pensamientos asesinos!... ¡cambiadme de sexo, y desde los pies a la cabeza llenadme, hacer que me desborde de la más implacable crueldad! (I. v. 41).
Esta oración, dirigida a los “genios del crimen” que “en su invisible sustancia preside la hora de hacer mal” es demoniaca en su intensidad y su pasión. Es inhumana, cual si la mujer estuviese dominada por un algo maligno, posesionado de su cuerpo y de su alma. Es misterioso y aterrador, pero a la vez fascinante: como todo en esta obra, es una cosa del mal, arrancada a una pesadilla. Y, sea lo que fuere, no bien ha cumplido con su horrible misión, ella queda convertida en una pura mujer, con una fragilidad femenina: se desmaya al oír a Macbeth describir el cadáver de Duncan, conforme su marido crece en crímenes, ella va perdiendo importancia. Ha quedado quebrantada, despojo humano que, en sueños, murmura una y otra vez los horribles recuerdos de su satánica hora de orgullo. Interpretar la figura de Lady Macbeth en términos de “ambición” y de “voluntad” es,  huelga decirlo, un comentario fútil. La vastedad y hondura de su pasión maligna son cosas enormes, irresistibles, primigenias. Lady Macbeth es una encarnación          –durante una gran hora-  del mal absoluto y extremo.
El tema humano central –la tentación y el crimen de Macbeth- es, en cambio, más fácil de analizar. El discurso decisivo es el siguiente:
¿Por qué ceder a una sugestión cuya espantable imagen eriza de horror mis cabellos y hace que i corazón firme bata mis costados, en pugna con las leyes de la Naturaleza? ¡Los terrores presentes son menos horribles que los que inspiran la imaginación! ¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda faculta de obrar se ahoga en conjeturas, y nada existe para mí sino lo que no existe todavía!  (I.iii.134)
Estos versos, pronunciados cuando Macbeth percibe por primera vez el mal inminente, expresan de nuevo aquellos elementos que hemos notado en el efecto global de la obra: duda interrogante, horror, miedo a algún poder desconocido, espantosas visiones de algo sobrenatural y fantástico, un abismo de irrealidad, el desorden en el plano de la vida orgánica. Esta tirada es un microcosmo de la visión de Macbeth: contiene el germen de todo el conjunto. Como piedra arrojada a un estanque, esta inmediata experiencia original de Macbeth propaga sus ondas por toda la obra. Éste es el instante del nacimiento del mal en Macbeth: acaso hubiera tenido ideas antes ideas ambiciosas, y aun pudo planear el asesinato, mas ahora siente por primera vez su realidad inminente. Es ésta la experiencia mental que proyecta en la acción, hundiendo así también a su patria en miedos, horrores, tinieblas y caos. En estos versos vemos una sutil interpretación de idea con idea, desde temor hasta desorden e imaginaciones enfermizas hasta la negrura abismal y aniquilación.
“Nada existe sino lo que no existe”: tal es el texto de la obra. Realidad e irrealidad intercambian lugares. Debemos ver que Macbeth, como todo el universo de esta obra, queda paralizado, mesmerizado, como en un sueño. No se trata sólo de ambición, se trata de miedo, de un miedo innombrable que, empero, se adhiere a una imagen horrenda. Macbeth está tan inerme como un hombre en una pesadilla: y este desamparo es integral a la concepción misma; el concepto de voluntad está ausente, Macbeth puede debatirse pero no es capaz de luchar: no puede resistir más que el conejo resiste los dientes del zorro clavados en el cuello, o el pájaro la mirada magnética de la serpiente. Y este mal que hay en Macbeth lo impele a un acto absolutamente perverso. Pues, aunque ningún sistema ético es definitivo, el crimen de Macbeth es tan absoluto como crimen alguno pueda serlo. Y, por tanto, ha sido concebido como absoluto. Se pone de manifiesto la cobardía de tal crimen (I. vii.12-25). Duncan, viejo y bondadoso es, al mismo tiempo, pariente, rey y huésped de Macbeth; será asesinado mientras duerme. No podría concebirse un acto peor. Así, ese mal del que Macbeth se habría percatado rápidamente lo atrapa en una maraña de acontecimientos: ese mal aprovecha la vista de Duncan, subyuga a Lady Macbeth. Es significativo que ésta, como su marido, sea influido por las hermanas fatídicas y por su profecía. Por fin, Macbeth consiente en el asesinato, como un amargo y siniestro deber. Al principio, su papel es bastante lamentable; pero una vez lanzado a la empresa inevitable del mal, va cobrando grandeza. Durante todo el tiempo lo impulsa el miedo; ese miedo que paraliza a todos los demás le mueve a él a un aterrador y misterioso acto de sangre. Y tal acto tiene que repetirlo, una y otro vez.
Con su primer asesinato, se ha aislado a sí mismo de la humanidad. Está solo, y ha de soportar la tortura suprema del aislamiento. Sin embargo, aún hay un nexo que lo une a los hombres: pero él quisiera “cancelar y reducir a pedazos” ese nexo, el nexo natural de la fraternidad humana y el amor. Macbeth acaba de simbolizar su alma culpable, paria, al asesinar a Banquo. Teme a todos, salvo a su mujer, y de todos desconfía. Cada hecho de sangre es causado por el miedo al horrible rompimiento que hay entre él y su mundo. Intenta armonizar esta relación por medio del asesinato. Para recobrar la paz consiente en que “se desbarate la máquina del universo. (III.ii.16). Vive en un mundo irreal, en una burla fantástica, en un sueño vampiresco: se esfuerza para que esta única pesadilla gobierne las cosas exteriores de su nación. Está resuelto a convertir a toda Escocia en una pesadilla de sangre goteante. Sabe que no puede volverse atrás, y decide seguir avanzando. Busca por segunda vez a las hermanas fatídicas. Saluda ahora con gusto al desorden  y la confusión, dispuesto a permitirles imperar por toda la tierra ya límites en su propia alma:
Aunque ruede resuelto el tesoro
De los gérmenes de la Naturaleza,
Hasta agotar la misma destrucción,
Respondedme a lo que os demande (IV. i. 58)
Se dirige, por tanto, a las hermanas fatídicas. Castillos, palacios y pirámides… que todo se desplome en una confusión general si con ello queda satisfecho Macbeth, que va hundiéndose más y más en la irrealidad, y su enajenación de la humanidad y de todas las formas normales de vida llega a ser abismal. Puede ver ahora las apariciones que leen el futuro. Le prometen el triunfo en cuestiones de ley natural; ningún hombre “nacido de, mujer” podrá hacerle daño; no será vencido mientras el bosque de Birman no avance contra él. Macbeth, firmemente arraigado en lo irreal, aun piensa en edificar su futuro sobre las leyes de la realidad. Olivia que está traficando con cosas de una horrible fantasía, cuya mentira es verdad, cuya verdad es mentira. Este triunfo que prometen es tan irreal como ellas mismas.
Así habiendo roto el nexo con lo real, Macbeth no tiene hogar: no comprende lo irreal, y lo real l condena. No puede existir ni en uno ni en otro. Pregunta si el linaje de Banquo reinará en Escocia , idea temible para él, pues de ser así, probaría que el futuro seguirá su curso natural sea cuales fueren los actos humanos, que la profecía no habría tenido que dar lugar a un crimen, que él, en realidad, sería rey de Escocia sin tener “parte en ello” (I.iii.144). También el pensamiento mismo de futuros reyes prósperos, algunos de ellos con “dobles globos y triples cetros” (IV.i.121), resulta enloquecedor para él, que no es un rey auténtico sino, tan sólo, el monarca de un reino de pesadilla. Las hermanas fatídicas que antes fueron como las Tres Parcas que predijeran el futuro de Macbeth, ahora en esta avanzada etapa de la obra, se vuelven las furias, vengadoras de asesinatos, símbolos del alma atormentada. Engañan y enloquecen a Macbeth con sus apariciones y sus fantasmas. Pero él no retrocede, y se gana nuestra admiración por su indómita ruptura con el bien. Lucha por su propia alma individual, contra toda la realidad del universo. Y esto no deja de darle frutos. Está liberándose de la pesadilla del miedo. Sigue adelante hasta que “la destrucción se agote” (IV.i.60): en realidad “va más allá”, no se pierde en la corriente de sangre que ha decidido cruzar. Añade crimen tras crimen, y al final surge victorioso y sin temor:
¡Casi he olvidado el sabor del miedo!
Hubo un tiempo en que un grito nocturno helaba mis sentidos
y en que el relato de un suceso pavoroso erizaba
mis cabellos, que se enderezaban y estremecían
como si los animara la vida. ¡Me he saciado de horrores!
La desolación, familiar a mis pensamientos de muerte, no me produce ya emoción alguna… (V.v.9)
En un rapto de valor vuelve a gritaR: “¡Que ahorque a los que hablen de miedo!    (V. iii.36) Es, por fin “Tan libre y amplio como el aire que envuelve al mundo” (III,iv. 23).
Esto parece una extraña inversión del comentario habitual; es, empero, necesario y cierto. Mientras Macbeth vive en conflicto consigo mismo hay mal, dolor, miedo; cuando, al final, él y otros se han identificado abiertamente con el mal, Macbeth se enfrenta sin temor al mundo; y hasta deja de parecer malo. El peor componente de sus sufrimientos había sido ese secreto y esa hipocresía a las que tantas menciones se hacen en la obra. (I. iv.12;I. v. 64; III. ii. 34; V. III. 27). El negro sigilo y la noche son siempre para Shakespeare las insignias de crimen. Pero al final de la obra Macbeth no necesita ya de la clandestinidad. Ha dejado de estar “oprimido, encadenado y agarrotado a mis miedos y duda insolentes” (III.iv.24). Mediante un exceso de crímenes, se ha ganado una relación armoniosa y honrada con lo que le rodea; creando el desorden en el mundo ha logrado simbolizar el desorden de su alma  solitaria y cargada de culpas, y así ha restaurado el equilibrio y un contacto armonioso. Se afirme entonces el poderoso principio del bien, arraizado en la naturales de las cosas; lo condena abiertamente y así le da la paz. Las tropas acusadoras de Malcolm llevan la luz del día a Macbeth, así como a Escocia. Ahora, él sabe que es un tirano declarado, y recobra esa integridad del alma, que nos entrega:
He vivido bastante; el camino de mi vida
declina hacia el otoño de amarillentas hojas (V. iii.22)
Toca aquí un reconocimiento más profundo que el miedo, más poderoso que la pesadilla. Ha terminado el sueño delirante. Una clara luz del día dispersa ahora esas tinieblas de imaginación que habían cubierto a Escocia. Y este cambio es notable. Vemos ahora movimiento, seguridad de propósitos, color: los caballeros mataban rápidamente los contornos” (V. iii.35), y de las murallas de los castillos pende ahora los estándares (V.v.1), los soldados cortaban las brillantes hojas Birman (V. iv.5). Puede decirse que brota un himno de triunfo por todo el universo de Macbeth que, habiendo luchado cuesta arriba en la sombra, se desliza ahora hacia el sol radiante. Aunque enemigos en la luz, Macbeth y Malcolm comparten este alivio, este despertar después de horro. Y en armonía con este cambio, se cumplen las profecías de las hermanas fatídicas. A la luz del día,  la realidad a la que ha estado sometido Macbeth resulta tan insustancial y transitoria como, al despertar, nos parecen las pesadillas. Su irrealidad se confirma por el hecho de que, no obstante, están relacionadas con fenómenos naturales.: son, así, parásitos de la realidad. En ellas ha confirmado Macbeth, y le han fallado. Mas, al final, Macbeth es independiente y valeroso. Fueron ciertas las palabras de las hermanas fatídicas:
Aunque su barco no zozobre
Le azotarán al menos las tempestades (I. iii.24)
Con renovada sed de vivir recibe cada informe adverso, y se encara al destino marcado por la conciencia del hombre normal, a la luz del día, por la pesadillesca realidad del crimen. Malcolm puede hablar de “ese verdugo muerto y de su infernal reina” (V. vii.98). Nosotros, que hemos sentido el precario equilibrio sobre las abismales profundidades del mal, la horrible irrealidad de lo irrealidad, hemos de expresar nuestro juicio en una frase muy distinta.

La conciencia de la pesadilla es una conciencia del mal absoluto, que presenta una percatación agudizada del significado, positivo que desafía los sueños más dorados del sueño beatífico. Ya sea la verdad última o no, es lo que sabe nuestra conciencia mental: y negarlo sería negar la aristocracia del espíritu. Toda Escocia es presa de este sueño delirante que, mientras dura, tiene todos los atributos de la realidad. Y sin embargo este mal no se ha originado en el corazón del hombre: proviene de fuera. Así las hermanas fatídicas son concebidas objetivamente: no son, como los fantasmas y espectros, efectos subjetivos del mal en el cerebro del protagonista. En el universo de Macbeth, son seres independientes. En el hecho de que hayan instigado directamente a Macbeth e indirectamente a Lady Macbeth tiene así a confiar  la objetividad del mal; empero, ésta es, puramente, cuestión de efecto poético: la palabra “absoluto” parece una interpretación justa de la realidad imaginativa, hasta el punto en que sólo se hace una interpretación inmediata. Pero sea cual fuere el mal aquí, podemos decir que comprendemos algo del estado psicológico que da su realidad y su oportunidad a estas cosas del horror. De este modo sabemos que Macbeth nos muestra un mal que uno puede explicarse en funciones de “voluntad” y “causalidad”, que revela su visión no a un intelecto crítico, sino a una imaginación que responda: y, actuando en funciones no de “carácter”  ni de ningún código ético, sino de las profundidades abismales de un espíritu del mundo no armonizado con la realidad humana, quita el telón que cubría las negras corrientes que impelen esa conciencia del miedo simboliza en hechos de sangre. Macbeth es el apocalipsis del mal.