martes, 9 de mayo de 2017

Comentario al prefacio a Cronwell de Marvin Harris

Hacia la disolución de las normas en el dialogismo romántico. 
El prefacio a Cromwell de Víctor Hugo

Referencia I, 7.3.4.2


No se puede hacer una revolución si cada uno hace lo que le da la gana. Para hacer una revolución todos deben realizar la misma cosa.
Marvin Harris (1974/2006: 231).


Víctor Hugo
Cuando un artista o creador trata de elaborar una teoría sobre los géneros literarios, casi siempre acaba incurriendo en un autologismo, más o menos brillante, pero inequívocamente personalista. El Cromwell (1827) de Víctor Hugo es una de las obras que, junto con su prefacio, puede considerarse como manifiesto del Romanticismo europeo. En su arte programático, Hugo discute deliberadamente los presupuestos de la estética clasicista: rechazo de las unidades clásicas (excepto la unidad de acción), mezcla de géneros literarios; proclamación del arte como expresión de inquietudes vitales en que se amalgaman lo trágico y lo cómico, lo sublime y sobre todo lo grotesco, la belleza y la fealdad; declaración de una visión multiforme de la realidad, incapaz de ser aprehendida desde ámbitos, géneros, formas o estilos aislados y unívocos, a los que habría que añadir otros aspectos, como la valoración de la subjetividad, la exaltación de la libertad humana en todas sus formas —sobre todo las más idealistas y emotivas—, la búsqueda de la creación estética y su verdad en la síntesis de los contrarios, la defensa creciente de la sensibilidad y los impulsos personales sobre cualquier ordenación sistemática y racionalista, etc... Víctor Hugo (1827) establece en esta obra una relación de analogía entre los géneros literarios y las diferentes etapas cronológicas de la Historia de la Humanidad, de modo que la lírica correspondería a una etapa primigenia o germinal de las civilizaciones, la épica a una etapa secundaria de mayor desarrollo, y la dramática al período de madurez, representado para el autor francés por el teatro isabelino de Shakespeare.


                                        1º Etapa               2º Etapa               3º Etapa

                                        Primitiva              Antigua               Moderna
                                        Lírica                    Épica                    Drama
                                        Ingenuidad          Sencillez              Verdad
                                        Adán                     Aquiles                 Hamlet
                                        Biblia                    Homero               Shakespeare
                                        Sueños                  Hechos                Pensamientos


En consecuencia, Víctor Hugo distingue tres grandes épocas en la Historia de la Humanidad, de modo que a cada uno de estos períodos corresponde una forma propia de expresión literaria. La propuesta de Hugo es, en este punto, muy poco original. Con anterioridad había sido sugerida por los escritos de Vico (1725, 1730, 1744) y Herder (1784-1791), y sobre todo por la obra de F. Schlegel (1815), Richter (1804) y Schelling (1785, 1802-1803). De un modo u otro, el idealismo es mayúsculo, pero se trata siempre de un idealismo racionalista. Hugo no es Nietzsche. Así, durante les temps primitifs, los hombres, aún próximos a la inocencia original, se entregan a la vida pastoril, adoptando una conducta ingenua y piadosa; las formas poéticas surgen espontáneamente en esta etapa, propia de la lírica. 

El período de les temps antiques corresponde a la constitución de los Estados, fenómeno del que se derivan las guerras y los enfrentamientos bélicos, el nacimiento de las grandes personalidades y las figuras heroicas, evocadas en los cantos épicos de la literatura y el folclore; la expresión literaria evoluciona entonces desde la espontaneidad lírica hacia la poesía heroica y la poesía trágica. Finalmente, les temps modernes se encuentran determinados por la presencia del espiritualismo cristiano, y la dicotómica oposición del cuerpo frente al alma, de lo terrenal y sensible frente a lo celestial y eterno. La forma dramática se configura como el género más adecuado para expresar el encuentro que adquiere en el ser humano la interacción de sus dos naturalezas, todo lo cual “vient aboutir dans la poésie moderne”.

Lo grotesco se configura indudablemente como la cualidad estética más importante del arte romántico y moderno[1]. Lo grotesco es para Hugo una parte determinante o intensional de la estética del Romanticismo.

En el pensamiento de los modernos, por el contrario, lo grotesco desempeña un papel importantísimo. Se mezcla en todo; por una parte crea lo deforme y lo horrible, y por otra lo cómico y lo jocoso. Atrae alrededor de la religión mil supersticiones originales y alrededor de la poesía mil imaginaciones pintorescas. Siembra a manos llenas en el aire, en el agua, en la tierra y en el fuego esas miríadas de seres intermediarios que encontramos vivos en las tradiciones populares de la Edad Media; hace girar en la oscuridad el circulo espantoso del Sábado; pone cuernos a Satanás, pies de macho cabrío y alas de murciélago; es él el que ya arroja en el infierno cristiano las espantosas figuras que evocarán más tarde el genio áspero de Dante y de Milton, o ya le puebla de formas ridículas, en medio de las que servirá de diversión Callot, el Miguel Ángel burlesco. Lo grotesco, si del mundo ideal se pasa al real, desarrolla en él inagotables parodias de la humanidad. Son creaciones de su fantasía los Scaramuches, los Crispines y los Arlequines, siluetas de hombres que hacen muecas, tipos enteramente desconocidos de la grave antigüedad, y que sin embargo, todos han nacido en la clásica Italia. Es él, en fin, el que, coloreando el mismo drama, al mismo tiempo con la imaginación del Mediodía y con la imaginación del Norte, hace brincar a Sganarelle alrededor de Don Juan y arrastrarse a Mefistófeles alrededor de Fausto […]. Una de las supremas bellezas del drama es lo grotesco […]. Los seres más distinguidos pagan con frecuencia su tributo a lo trivial y lo ridículo (Hugo, 1827)[2].

La teoría del drama elaborada por Víctor Hugo en el prefacio de Cromwell insiste principalmente en la tesis de que el teatro debe ilustrar la idea cristiana de ser humano, “qui est composé de deux êtres, l’un périssable, l’autre immortel; l’un charnel, l’autre éthéré”, no por fideísmo o vaga creencia, sino porque en el cristianismo se objetiva la idea de arte más avanzada que ha formalizado el Canon Occidental, al reconocer en el ser humano una dualidad que legitima, junto con el cuerpo material, una formal ideal metafísica identificable con el alma o el espíritu.

Formalmente, las consideraciones de Víctor Hugo son las representativas del arte romántico, y se refieren a la mezcla de los géneros literarios, ya que separarlos equivale a aislar aspectos esenciales que en la vida del hombre permanecen unidos, y que solo desde el punto de vista de su interrelación permiten explicar la integridad de la acción y del ser humano; el abandono de las unidades clásicas, concretamente las de tiempo y lugar, por ser contrarias a toda verosimilitud, frente a la unidad de acción o “d’ensemble”, la única que debe mantenerse, por ser “vraie et fondée”[3]; el color local, que debe transmitir impresión y realidad de vida, expresión histórica y geográfica, impregnando la totalidad del drama sin manifestarse en él artificialmente; y por último la proclamación de “la liberté dans l’art”, proscribiendo toda limitación a la genialidad artística, a la libertad de estilo, al uso del verso en cualquiera de sus modalidades —que Hugo impone preceptivamente[4]—, y a la naturalidad en el empleo de la rima, que debe cultivarse como “la suprême grâce de notre poésie”. El autor de Cromwell se afirma en su pleito “por conseguir la libertad del arte contra el despotismo de los sistemas, de los códigos y de las reglas” (Hugo, 1827). Y confirma además que su objetivo y su procedimiento son completamente racionalistas, aunque tal racionalismo sea idealista y autológico (personal: el yo del autor) o dialógico (gremial: nosotros, los románticos): “El gusto es la razón del genio” (Hugo, 1827).

El autologismo y el racionalismo críticos sobre los que Víctor Hugo justifica la poética del arte romántico se construye no solo sobre el corpus literario de una serie de obras entre las que Cromwell o Hernani desempeñan un papel protagonista y fundamental, sino también sobre la base de un discurso teórico y conceptual del máximo rigor, desde el que se pretende combatir el “clasicismo caduco” y el “falso romanticismo”. Tales eran los objetivos de lo que Víctor Hugo calificaba, en 1827, de “nueva crítica”:

Nos acercamos al momento en que ha de prevalecer la crítica nueva, establecida sobre base ancha, sólida y profunda, y se comprenderá bien pronto que debe juzgarse a los escritores, no según las reglas y los géneros, que están fuera de la naturaleza y del arte, sino según los principios inmutables del arte y según las leyes especiales de su organización personal. La razón de todos se avergonzará de aquella critica que se ensañó contra Corneille y contra Racine y que rehabilitó risiblemente a Milton. La crítica de una obra se colocará bajo el punto de vista del autor y examinará el asunto con los mismos ojos que éste (Hugo, 1827).

El núcleo de esta crítica romántica apela a una rigurosa discriminación entre la naturaleza y el arte, derogando la unidad sustancial que para los seguidores del aristotelismo y el clasicismo mantenía indisolublemente unidas estas dos realidades, bajo la adecuacionista teoría de la mímesis, como principio generador del arte. Hugo considera que el drama, el género literario por excelencia de la modernidad y del Romanticismo[5], no debe representar la naturaleza, o mundo físico (M1), sino que su cometido debe ser reproducir esa naturaleza, ese mundo físico y sus leyes, desde las leyes de una conciencia genial, la conciencia del yo del artista, esto es, del mundo psicológico o fenomenológico del genio creador (M2).

Debe, pues, reconocerse, so pena de caer en el absurdo, que el dominio del arte y de la naturaleza son perfectamente distintos. La naturaleza y el arte son dos cosas diferentes, y si no lo fueran, la una o la otra no existiría. El arte, además de su parte ideal, tiene una parte terrestre y positiva. Haga lo que haga, está encerrado entre la gramática y la prosodia, y posee para sus creaciones más caprichosas formas, medios de ejecución y todo un material que remover: para el genio, estos son los instrumentos; para la medianía, estas son las herramientas.
Se ha dicho que el drama es un espejo que refleja la naturaleza; pero si este espejo es ordinario y presenta la superficie plana y unida, solo se verán en él los objetos como una imagen turbia y sin relieve, fiel, pero descolorida, porque sabido es que el color de la luz pierde con la reflexión simple. Es preciso, pues, que el drama sea un espejo de concentración que, en vez de debilitar, recoja y condense los rayos colorantes, que de una claridad haga luz y de una luz llama. Entonces solo el drama será digno del arte (Hugo, 1827).

El normativismo clasicista queda así disuelto en el autologismo romántico del sujeto creador, justificado a su vez en el dialogismo de la “nueva crítica” instaurada por la concepción del arte del Romanticismo. La conciencia del autor, y no la naturaleza en sí, es ahora el taller de la obra de arte. Pero adviértase que esta reducción de la norma clásica al autologismo romántico es una reducción racionalista, por más que este racionalismo sea un racionalismo idealista y, con frecuencia, también metafísico. Ha de insistirse enérgicamente en que Hugo no es Nietzsche. Hugo habla desde la razón, y define la estética romántica por relación dialéctica a la poética clásica, de modo tal que su discurso sobre el arte del Romanticismo es la expresión negativa de la proposición que trata de recusar, el arte del Clasicismo. Nietzsche, sin embargo, habla desde el irracionalismo más radical. No se ocupa de la poética, sino de la retórica. Sus argumentos son sofistas y tropológicos. Al contrario que Hugo, prefiere las insignias a las armas, esto es, la retórica de las metáforas a la realidad de los conceptos.

Si la teoría de los géneros literarios de Hegel era profundamente racional, formal y descriptiva, el modelo genológico de Hugo trata de ubicar ese racionalismo de la libertad estética en el seno de la psicología individual o social del artista romántico. Hugo no pierde la razón, sino que la personaliza. Algo muy distinto hará Nietzsche. Este último anula y destruye la razón. La deroga. El resultado es una estética irracionalista, irreflexiva, puramente instintiva o impulsiva, bestial incluso, y al cabo obscurantista, metafísica y teológica, ya que su obsesión es la huida del mundo visible, racional y lógico, para justificarse en un submundo o hipocosmos imaginario y delirante. Hegel y Hugo representan la razón romántica frente a la preceptiva clasicista. Hugo habla todavía, en 1827, para un gremio, el de los artistas románticos, airosamente enfrentado a la estética clásica, carente entonces de obras capaces de avalarla contemporáneamente. 

De hecho, Hugo trata de disolver el normativismo clasicista en el dialogismo romántico y justificar así una nueva idea de arte moderno. A las respectivas teorías e ideas de Hegel y Hugo sobre los géneros literarios, la posmodernidad contemporánea ha respondido, de la mano de Nietzsche, con la retórica de los modos literarios, expuestas en medio de un cúmulo de clasificaciones sui generis siempre aleatorias y provisionales, inconclusas e indefinidas, como las aducidas por Remo Ceserani en su Guida breve allo studio della letteratura (2003), la cual dedica a los géneros literarios cinco páginas, de un total de 324. Esta retórica posmoderna de los modos literarios tiene un padrino fundamental: Nietzsche.






Notas

[1] “Sea cual fuere el modo como ese término [lo grotesco] llegó hasta Hugo, lo cierto es que éste lo transformó en un nuevo concepto poético que representa un punto crucial tanto en la historia de la palabra como en la teoría de la poesía. En efecto, para Hugo el adjetivo grotesque ni tiene el sentido desarrollado en la tradición francesa, de que algo, por su apariencia externa, produce un efecto raro, burlesco, caricaturesco, extravagante y, por consiguiente, ridicule, ni significa tampoco aquel aspecto de lo siniestro, abismal, aquella “subversión de las categorías que ordenan nuestro mundo cotidiano”, bajo el cual quería concebir W. Kayser la naturaleza de lo grotesco, aunque con razones no convincentes, pues a esta interpretación modernizante se oponen también, en la tradición alemana hasta el Romanticismo, numerosos testimonios que conservan el aspecto, condicionado por etimología, de lo lúdico-alegre, despreocupado y fantástico (los motivos ornamentales de la Antigüedad clásica redescubiertos en las grutas no poseían un carácter representativo de cosas de este mundo, sino intencionadamente contrario a la naturaleza) (Jauss, 1970/2000: 115)”.

[2] Cito por la versión digital del “Prefacio” a Cromwell de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

[3] “Desaparecerá también la falaz regla de las dos unidades. Decimos dos y no tres unidades, porque la unidad de acción y no de conjunto, que es la única, verdadera y fundada, está hace ya mucho tiempo fuera de toda discusión […]. La unidad de acción es tan necesaria como las otras dos son inútiles” (Hugo, 1827).

[4] “En el verso abarca la idea y la incorpora, estrechándola y desarrollándola al mismo tiempo, prestándole figura esbelta, estricta y completa, y ofreciéndonosla como en elixir. El verso es la forma óptica del pensamiento; por eso conviene a la perspectiva escénica. Escrito el verso de cierto modo, comunica su relieve a las ideas que sin él pasarían desapercibidas por insignificantes y vulgares. Hace más sólido y más firme el tejido del estilo. Es el nudo que para el hilo. Es la cintura que sostiene la túnica y que la hace formar pliegues. ¿Qué puede perder, pues, al entrar en el verso la naturaleza y la verdad?” (Hugo, 1827).

[5] Con todo, ha de advertirse, confirmando el pensamiento de Hans Robert Jauss, desde su interpretación de los géneros literarios, el fracaso del ideario programático expuesto por Víctor Hugo en su Préface a Cromwell (1927): “El experimento del teatro romántico dejó en Francia, hasta la definitiva bancarrota del género con Les Burgraves (1843), una cadena rápidamente olvidada de piezas históricas de un atraso provinciano, mientras que la novela en prosa, que no estaba prevista en el programa, contrariamente al concepto de poesía y de totalidad de Hugo, se apoderó de la actualidad histórica y alcanzó validez universal. El fracaso del drama romántico revela, por un lado (como lo indicó R. Warning en el ejemplo del Ruy Blas) en qué medida el propio Hugo quedó rezagado con respecto a su teoría anticlásica de la mezcla de estilos y permaneció anclado en una tendencia básica moralizante que cristalizó en su metafísica vulgar como antagonismo cósmico entre la «fatalité qui punit» y la «providence qui pardonne» (Jauss, 1967/2000: 120).



Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2004-2015), «Hacia la disolución de las normas en el dialogismo romántico. El prefacio a Cromwell de Víctor Hugo», Crítica de la Razón Literaria. El Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo (I, 7.3.4.2), edición digital en <http://goo.gl/CrWWpK> (01.12.2015).


Bibliografía completa de la Crítica de la Razón Literaria

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